Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 124 • junio 2012 • página 10
«No soy nacionalista español.»
Julián Marías
Introducción
Hace casi un año, en las páginas de esta revista hablábamos de la actualidad de Julián Marías, al publicarse una biografía (Julián Marías. Retrato del filósofo enamorado) y reeditarse su primer libro (Notas de un viaje a Oriente). Ahora volvemos a hacer lo propio ya que acaban de llegar a las librerías dos obras de/sobre (especialmente, «de») Julián Marías, filósofo vallisoletano nacido el 17 de junio de 1914, por lo que en un par de años se conmemorará el centenario de su nacimiento.
Son dos libros sobre España de mucho interés, todavía hoy. Es más, sobre todo hoy. Muchos piensan que «a estas alturas del siglo XXI» (no sabemos de qué grandes alturas se habla) la cuestión de España es algo añejo, pasado de moda. Hoy día, nadie que no sea un «facha» puede interesarse por el tema de España, el problema de España. La idea de España está de más. Sólo un fanático puede interesarse por esos temas. Y de este modo, un libro que trate sobre qué sea España, sobre la idea de España es cuestión prescindible.
Pero claro, esto no es así en absoluto. La cuestión histórico-filosófica de España ha estado muy presente en los años del zapaterismo, siendo el propio Rodríguez Zapatero quien consideraba que el concepto de España como nación es «discutido y discutible»{1}. La cuestión, por ejemplo, del Estatuto de Cataluña que tanta atención suscitó en los últimos años nos obliga a enfrentarnos con la idea de España, sea ésta la que sea. Y con el asunto del estatuto catalán engarzamos con los discursos de Azaña y Ortega en el parlamento en 1932 sobre el mismo{2}, es decir, los años de la república, y enseguida un ambiente (pre)bélico.
Pero también las relaciones de España con los países hispanos nos mete de lleno en cuestiones ontológicas sobre España. O el papel que desempeña España en Europa y en la Unión Europea, más que nunca de actualidad, debido a la crisis económica en la que se halla inmersa España.
La denominada Ley de Memoria Histórica es ejemplo de la actualidad de la guerra civil. Pero precisamente por no estudiarla y conocerla, y, en definitiva, asumirla y superarla, es por lo que ha salido esa ley, que pretende reescribir la Historia mientras retira estatuas ecuestres con nocturnidad y alevosía. Julián Marías ofrece una mirada serena, con cierta distancia, parcial y a la vez objetiva, y, sobre todo, una visión no sectaria. No lo fue durante el transcurso de la contienda ni lo era en 1980, cuando escribe el texto que pronto veremos. En él nos dice que, entonces, en los años de la República, sobre todo a partir de 1934, «lo único que importaba saber de un hombre, una mujer, un libro, una empresa, una propuesta, era si era de «derechas» o de «izquierdas», y la reacción era automática» (p. 44). Situación que no nos es muy lejana.
Aquí, en este artículo, vamos a explicar en qué consisten estos libros a la par que los comentamos. Hablaremos de la idea de España en la medida en que ambos libros lo hacen, sobre todo el de Enrique González, pero no podemos analizar la idea de España en general, cómo surge, la distinción entre ideas y conceptos, los precedentes de Marías en cuanto a la visión de España se trata, el desarrollo de ésta y las polémicas que suscitó en el siglo XX, &c. Establecer un esquema de interpretación de todo eso sería asunto de una tesis doctoral.
Pensar España con Julián Marías
Es un libro de 203 páginas dedicado a Harold Raley (amigo y estudioso de Marías: puede verse su libro La visión responsable (1977) y Julián Marías: una filosofía desde dentro (1997)). Su autor es Enrique González Fernández, nacido en 1962, doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, y profesor de Filosofía en la Universidad San Dámaso de Madrid. Autor de varios libros (como él se encargará de señalar) y decenas de artículos (como sus publicaciones en Cuenta y Razón, con varios artículos sobre Marías).
Por la importancia que tiene el tema de España y los análisis de Marías sobre el mismo, Enrique González ha tenido la brillante idea de publicar el libro que reseñamos. La idea es condensar la esencia del pensamiento de Marías en cuanto a España se refiere y darla a conocer a un público nuevo, o refrescar la memoria de quienes ya han leído a don Julián y están familiarizados con su obra. Con la cantidad de artículos que escribió Marías y con varios libros sobre el tema, el libro sale solo. Básicamente, el autor deja hablar a Marías, con la intención de dejar hablar al maestro («su» maestro{3}). Es un procedimiento que puede ser discutido (y de lo hecho lo es), pero que está bien. Para exponer el pensamiento de Marías (o del autor que se trate), caben dos opciones: o ir explicándolo «en primera persona», sin citar literalmente nada del autor en cuestión (sin comillas), o, por el contrario, asumir que nadie mejor que el propio autor para expresar sus ideas, juzgando un desgaste inútil y una pérdida de calidad el exponer la doctrina del autor si no se añade nada de cosecha propia. González opta mayoritariamente por la segunda opción pero también hace uso de la primera.
Y González ha escogido como núcleo del libro la obra de Marías España inteligible, que aúna sus pensamientos sobre lo que es, ha sido y será («el destino» al que tanto apelaba) España. Es un libro de filosofía de la historia, no de historia, como Marías remarcaba, pero que los historiadores no alcanzan a comprenderlo (mutatis mutandis, como lo es España frente a Europa). Aunque, como no puede ser de otro modo, deba tener muy en cuenta lo que efectivamente ha sido España, con sus luces y sus sombras, teniendo más fuerza, a juicio de Marías (y al nuestro), las primeras. González se encarga de señalar que el de España inteligible era un libro del que estaba muy orgulloso Marías. Quizá por ser la pieza central del pensamiento de Marías sobre España (a lo mejor de su obra entera{4}), la escoge González como hilo conductor que rara vez suelta. Mete de vez en cuando referencias a otras obras (veremos cuáles) de Marías y suyas propias (y deja fuera algún texto importante como el trabajo de Marías para el libro colectivo Visiones de España, 1986), pero básicamente podríamos decir que el libro es un resumen de España inteligible. Un resumen, como dijimos, bien para principiantes, bien para interesados en el tema de España. Para estudiosos (o simples lectores) de la obra de Marías aporta muy poco, más que el hecho de volver a sacarlo a la luz, y que se vea en los escaparates de las librerías y en los estantes de novedades de las mismas (que siempre está bien). Con esto no estamos, en absoluto, quitando méritos a la labor de González. Es un trabajo de selección, y tampoco es fácil. Hay que ver qué se pone, qué se omite o cuándo es pertinente introducir la referencia a otro texto de Marías. Todo ello lleva su tiempo, y de la misma operación ejecutada por distintos sujetos salen libros distintos, por lo que es, al mismo tiempo que fiel a Marías (por lo que hemos dicho), personal. Lo personal que tiene siempre hacer una selección, como pueda ser una antología{5}.
Es más, consideramos que es excesivamente personal. Llega a parecer (y no se lo tome a mal) que el principal objetivo del libro es mostrar que su autor (Enrique González) era gran amigo de Marías y el privilegiado que pudo trascribir, o corregir{6} los textos de don Julián. Todo eso está muy bien, y seguro que fue un placer y un privilegio hacerlo, pero llega a ser fatigoso el ejercicio reiterativo del autor en mostrarlo. Si pretende que el lector se admire o le admire, lo ha conseguido, y no vamos a recurrir al refranero español, que tanto gustaba a don Julián. El libro podía haberlo titulado España, Julián Marías y yo, o España entre Julián Marías y yo. Y no vea en ello su autor, insistimos, maldad o acritud por nuestra parte. Tuvo la suerte de tratar a Marías y celebramos que se sienta tan orgulloso de ello. Desde luego, al lector le ha quedado bien clara esa idea. Aún más: es posible que este libro sea el lugar más apropiado para decirlo, por qué no. Asimismo hay que tener en cuenta que las notas biográficas o anecdóticas siempre añaden información útil para comprender mejor al autor (a Marías y a González, en este caso). Para que se vea lo que estamos diciendo, y dada la importancia que González le otorga y al peso objetivo que tiene en el libro, consideramos pertinente, aún en una reseña más o menos breve como ésta, señalar los fragmentos (veinticinco) a los que nos estamos refiriendo (puede quedar alguno, pero nos parece que están todos). Son los siguientes (la negrita es nuestra):
1. «Cada vez que yo le preguntaba –varias veces durante los años de nuestra entrañable amistad– por el libro del que se encontrara más satisfecho de haber escrito, respondía invariablemente: «Sin lugar a dudas, España inteligible»» (p. 11).
2. «En los de alrededor de ciento cincuenta artículos que me dictó desde el año 2000, se le iluminaban los ojos, sobre todo, cada vez que hablaba de España. En uno de esos artículos me hizo escribir a propósito de España inteligible (...)» (p. 12).
3. «(...) Después de que Marías me pidiera hacer la recopilación y ordenación de muchos de sus artículos, que recogí en su libro titulado El curso del tiempo (dos volúmenes, 1998), me pidió también realizar parecida labor con otros artículos, que fueron publicados en los libros Tratado sobre la convivencia (2000), Entre dos siglos (2002) y La fuerza de la razón (2005). La mayor parte de esos artículos, antes de que salieran publicados en el periódico, me los había leído y comentado. Como he dicho, a partir de la primavera del año 2000 –al no poder escribirlos él por su enfermedad –{7} me dictó los artículos, primero en su máquina de escribir, luego –cuando ya no quedaba tinta y no se podía encontrar– en un ordenador portátil que proporcionó Alejandro Abad Muñoz. Excepcionalmente no le pude trascribir tres artículos: por causa de una gripe mía, dos le fueron dictados a Alejandro Abad, y uno a Ana María Preckler Arias» (nota 1, págs. 12-13).
4. «(...) La generosa bondad de Harold Raley hizo tomarse el trabajo de traducir, por propia iniciativa y sin ninguna remuneración, mi libro La belleza de Cristo. Una comprensión filosófica del Evangelio (...)» (nota 2, p. 14).
5. «(...) me dictó Marías en otra ocasión (...)» (p. 15)
6. «(...) según me dictó Marías en otro artículo (...)» (p. 15)
7. «(...) Quise comenzar ese libro de Julián Marías –El curso del tiempo– con sus artículos sobre España. En 1997 me encomendó la tarea de preparar y ordenar una cantidad tan considerable de artículos suyos que, en el acto de presentación del libro resultante –dos volúmenes titulados El curso del tiempo–, dijo con generosas y agradecidas palabras que mi trabajo había consistido en «hacer cosmos de un caos», frase que también escribió en la dedicatoria del ejemplar que firmó para mí (en el prólogo de El curso del tiempo escribe: «En la preparación y ordenación de este libro ha sido inapreciable la ayuda de mi amigo Enrique González Fernández, a quien quiero expresar mi profundo agradecimiento». Y en el prólogo a mi libro La belleza de Cristo dijo que yo era desde hacía bastantes años uno de sus mejores amigos» (nota 6, p. 19)
8. «(...) Falta un quinto: La libertad en juego, de 1986. En el acto de presentación, celebrado en el Hotel Ritz de Madrid, asistió, con su mujer, Adolfo Suárez, siempre agradecido a Julián Marías, al que durante el almuerzo abrazaba cariñosamente y hasta besaba (testigos de ese cariño agradecido de Suárez fuimos los que nos encontrábamos en ese acto: muchos amigos de Julián Marías, el más meritorio de los cuales me parece Antonio Hernández-Sonseca, que se desplazaba tantas veces en autobús desde Toledo para homenajear a Marías). Es un libro de 772 páginas, la mejor enciclopedia sobre la transición española, que debería ser muy leída y consultada. Recuerdo que, a los pocos años de su publicación, una mañana en que estábamos los dos conversando en el salón de su casa, llegó el correo, que llevaban desde el buzón Angelines o Elsa. Una carta que le leí, procedente de la editorial, le comunicaba que el libro iba a ser descatalogado y todos los ejemplares destruidos. Imagínese la pena que sintió Marías, el cual propuso realizar una labor publicitaria –sin resultado– para que el libro se conociera más y se vendiera» (nota 15, págs. 28-29).
9. «(...) Marías me dio el original de esta obra (La Corona y la comunidad hispánica de naciones) que cité profusamente –según sus folios mecanografiados– en mi tesis doctoral. Dijo y escribió que de esa obra yo era «su primer lector y comentador». Cuando después fue publicada, en cuanto recibió los primeros ejemplares me escribió esta carta a Toledo: «Madrid, 30 de octubre de 1992. Querido Enrique: Acabo de recibir el libro de La Corona y la comunidad hispánica de naciones. Como el domingo me voy a Nueva York, para volver el 8, he hablado con tu madre, que me dice que no vendrás a Madrid esta semana. Va a mandar a uno de tus hermanos a recoger el libro, para que lo tengas cuando vengas. Un abrazo, Julián». Tenía él mucha ilusión por ese libro, y pensaba en la posibilidad de que lo conocieran los Presidentes de las Repúblicas hispanoamericanas, y que lo tuvieran en cuenta las Cumbres Iberoamericanas» (nota 16, p. 46).
10. «Sobre este particular puede verse el primer capítulo de mi libro El Renacimiento del Humanismo. Filosofía frente a barbarie. BAC, Madrid 2003» (nota 1, p. 50)
11. «(...) que incluí al principio –porque el propio Julián Marías me lo pidió así– de la obra El curso del tiempo (...)» (nota 3, p. 74).
12. «En mi libro El Renacimiento del Humanismo. Filosofía frente a barbarie pueden leerse los brutales textos de Lutero contra los campesinos alemanes (...)» (nota 1, p. 96).
13. «(..) Sobre el comportamiento ejemplar de Jovellanos pueden verse algunos curiosos detalles en mi libro El Renacimiento del Humanismo. Filosofía frente a la barbarie (...)» (nota 13, p. 126).
14. «Puede verse mi libro ¿Quién era Alfonso XIII? (...)» (nota 19, p. 138).
15. «Véase el capítulo titulado «El nacimiento del Rey» de mi libro ¿Quién era Alfonso XIII?» (nota 21, p. 139)
16. «Sobre este viaje –y los posteriores de los Infantes Isabel y Fernando– también me he ocupado en mi libro Quién era Alfonso XIII? (...)» (nota 23, p. 140).
17. «(...) De esto me he ocupado en mi libro Quién era Alfonso XIII? (...)» (nota 24, p. 141)
18. «A este respecto pueden consultarse mis artículos «Nacionalismo y Cristianismo», Cuenta y Razón 128 (2003), 79-85, y «Nacionalismo y clericalismo», Cuenta y Razón 136 (2004-2005), 55-69» (nota 27, p. 142).
19. «Me he ocupado en Filosofía política de la Corona en Indias. La Monarquía Española y América (...)» (nota 16, p. 150).
20. «(...) Él quiso titular este libro Concordia sin acuerdo. La editorial propuso subtitularlo Tratado sobre la convivencia. Al final se impuso otra cosa. Aún así, pienso que es uno de sus libros más importantes. Como otras tantas veces, me pidió hacer la recopilación de los artículos correspondientes, así como su división por partes. Cuando tuve el trabajo hecho se lo llevé a su casa: me hizo pasar al comedor porque su amplia mesa podíamos extender los artículos ordenados por temas. Me dijo entonces sonriendo: «Ortega decía que las mesas de comedor resultan ser muy útiles». Siempre que podía –hasta en estas cuestiones menores– aprovechaba para citar a su admirado Ortega. Nos sentamos a un lado de la mesa (donde tantas veces me invitó a desayunar, almorzar, sobre todo a cenar) y me iba preguntando posibles títulos para las distintas partes del libro. La «Introducción» es un artículo suyo publicado en Cuenta y Razón. Los demás son artículos publicados en el diario ABC» (nota 26, págs. 155-156).
21. «Puede verse mi estudio «¿Latinoamérica?» en el libro colectivo Un siglo de España. Homenaje a Julián Marias. Alianza Editorial. Madrid 2002, págs. 153-160» (nota 10, p. 166).
22. «(...) Remito a mi libro Quién era Alfonso XIII, particularmente al capítulo «El sueño americano de Alfonso XIII»» (nota 3, p. 168).
23. «Se trata del tercer discurso que el Rey le pidió preparar a Julián Marías, al cual le pregunté una vez si él no era el autor de algunos discursos de Don Juan Carlos porque así me parecía a mí. Marías me contestó que sí, con cierto apuro y asombro por mi descubrimiento (nunca se lo había revelado a nadie), y me dijo cuáles eran: éste, el de Aquisgrán; el de la Universidad de San Marcos de Lima; y el del aeropuerto de Madrid al recibir al Papa Juan Pablo II. Le pregunté si al menos me autorizaba mencionar en mi tesis doctoral, de 1992, que él había redactado éste último, dada la afinidad con el tema de mi trabajo; me contestó que no, que solo lo hiciera después de su muerte, cosa que ahora cumplo» (nota 4, p. 186).
24. «Recuerdo la enorme ilusión reflejada en el rostro de Julián Marías cuando me mostró el original de su obra Cervantes clave española, recién terminada, antes de enviarla a la editorial. Sin decirlo, con el libro Cervantes clave española, cumplía el deseo que había formulado Ortega en Meditaciones del Quijote (...)» (nota 5, p. 196).
25. «(...) Un ejemplar (de Ser español. Ideas y creencias en el mundo hispánico) de esta nueva edición –ampliada con unos ensayos suyos que me pidió agregar, y cuyas pruebas de imprenta tuve el honor de corregir– me lo dedicó escribiendo: «A Enrique González, de quien España puede esperar mucho»» (nota 10, p. 200).
El libro consta de una introducción titulada «España inteligible» (páginas 11-35) y dieciocho capítulos, donde va siguiendo el orden expositivo de España inteligible: la Hispania romana, la España visigoda, la invasión musulmana, el proyecto de la Reconquista, el matrimonio de Isabel y Fernando, el descubrimiento y conquista de América, la leyenda negra, la decadencia de España, el ilustrado y pacífico siglo XVIII, la Guerra de Independencia y las revoluciones de los países americanos. Dedica los capítulos finales a la importancia de España, la intrínseca relación entre España y América (no se puede entender España sin América, ni América sin España{8}) y el papel que juega la monarquía en España (siempre tema de debate y controvertido, pero en este momento más que nunca{9}, en el pasado, en el presente y en el futuro{10}.
Marías utilizó toda una serie de términos tales como «injerto», «incorporación», «plaza mayor», «proyecto», «razón histórica» o «nación transeuropea», que adquieren especial significación para explicar lo que ha sido y es España. Cabría establecer paralelismos entre las ideas que utiliza Marías y las que ha utilizado el materialismo filosófico en general{11}, y Gustavo Bueno en particular en sus distintos y numerosos trabajos sobre España (en especial, España frente a Europa y España no es un mito{12}). Habría que estudiar la función que cumplen y cotejar pares de términos como puedan ser los siguientes: «razón histórica española/ortograma imperial católico»; «proyecto/ortograma», «Supernación transeuropea/Imperio generador». Y no con afán de comprobar cómo desarrollan el mismo papel, sino de ver el rol que desempeñan y la relación con otros términos. O ver cómo la distinción injertos/transplantes es lo que diferencia los reinos de las colonias, es decir, la pauta de un imperio generador o de un imperio depredador. O para decirlo más claro y con ejemplo expresivo: lo que separa a España de Inglaterra. Y la importancia que tienen conceptos como el de «incorporación» o «plaza mayor» en Marías, siempre muy interesantes y válidos, reinterpretables en otros casos desde coordenadas distintas. Digamos que, aunque no se coincida en los principia máxima con las tesis de Marías, en los principia media sí hay un amplio margen en puntos de acuerdo.
La leyenda negra será un tema que recorra todo el libro, más allá del capítulo concreto que le dedica («La leyenda negra y sus consecuencias»). Marías se encargaba siempre de destacar que la leyenda negra no es ya que fuese un cúmulo de mentiras, exageraciones y tergiversaciones sobre España. Ni que no se tuviese en cuenta la historia de los demás países, como si España fuese una anomalía digna de extirpar. Sino que lo crucial es que es una imagen negativa de España que no sólo afecta al pasado, sino también al presente y al futuro, incapacitando o mermando las potencialidades del país. Era plenamente consciente de la dialéctica de estados en la que se fraguó y consolidó (España era el principal enemigo). En ella tuvieron mucha importancia los viajeros extranjeros que escribieron sobre España, y entre ellos se iban retroalimentando y nutriéndose de tópicos{13}. Pero lo peor de todo es que han sido los propios españoles quienes se la han tragado enterita. Entresaquemos fragmentos del libro{14}:
«Una de sus raíces es la ignorancia; quiero decir, la ignorancia culpable. La actitud a que me refiero se da sobre todo en los «semicultos», que no saben lo que deberían saber, lo que fingen saber» (p. 18){15}.
Hacen falta tres condiciones para que se produzca la leyenda negra:
«Primera, que se trata de un país muy importante, que esté de tal modo presente en el horizonte de los demás, que haya que contar con él. Segunda, que exista una secreta admiración, envidiosa y no confesada, por ese país. Tercera, la existencia de una organización (pueden ser varias, que se combinan o se turnan). Si no se dan estas tres condiciones, la Leyenda Negra no prospera (...) Portugal, que había tenido una expansión ultramarina fulgurante, paralela a la de España, no dio ocasión a una leyenda análoga. ¿Por qué? Porque no estaba presente en Europa, sino en su propio territorio y en sus extensos dominios (...)» (p. 97).
Marías insiste en el peso negativo de la leyenda negra sobre los españoles:
«(...) Lo grave ha sido que los españoles han quedado afectados, de una manera o de otra, por esa interpretación de su realidad histórica y actual, y hasta por la previsión de su futuro» (págs. 98-99)
y habla de los contagiados y los indignados por la leyenda negra. Para él solamente
«(...) algunos españoles han escapado a estas dos actitudes, los que se han conservado libres frente a la Leyenda Negra, sin aceptarla ni hacerle el juego de la falta de crítica, casi siempre sobre un fondo de ignorancia, sin responder tampoco con la cerrazón y otra forma de intolerancia; los que, en suma, han permanecido abiertos a la verdad (...)» (p. 99).
Y concluye este capítulo aludiendo a las nefastas interpretaciones que se hacen de España por no entender la originalidad de España en la Historia, su ortograma imperial católico:
«(...) No hay una interpretación vigente de España que pueda sostenerse, por una radical deficiencia de nuestra historiografía hasta nuestro siglo, debido a la visión fragmentaria de la realidad española –quiero decir hispánica–, por el olvido de lo que España realmente ha sido durante la Edad Moderna, por la proyección de inadecuados esquemas intraeuropeos en la interpretación de nuestro país» (p. 102) (negrita nuestra).
De ese «realmente» deberían tomar muchos en consideración (por ejemplo, Roberto Augusto). Respecto a la importancia de los territorios americanos, dice que constituían:
«(...) verdaderos reinos que reproducían las estructuras de la Monarquía española, de la sociedad injertada sobre los pueblos aborígenes, en una hispanización asombrosamente semejante a la romanización de otros tiempos» (p. 116).
No se entiende la independencia hispanoamericana sin el reverdecimiento de la leyenda negra en el siglo XVIII. De nuevo, la leyenda negra, y de nuevo, en el contexto de la dialéctica de estados. El ataque a España vino entonces{16}, sobre todo, por parte de Francia: de los enciclopedistas e ilustrados franceses:
«(...) fundada en gran parte en la ignorancia –es increíble la que mostraron los más famosos, sin excluir al más responsable de todos, Montesquieu, extremada en Volataire, d“Alembert, Rousseau, Diderot, Raynal, para no hablar de los menores, como Masson de Morvilliers–, en gran parte voluntaria, fomentada por una extraña falta de curiosidad intelectual; también por ver en España una comunidad donde el Cristianismo tenía más vitalidad (...) la correspondencia entre Voltaire y d“Alembert lo muestra con absoluta evidencia (...) apenas saben nada de España; y lo más grave es que creen que saben, carecen de curiosidad y pontifican con tremenda irresponsabilidad sobre lo que desconocen. El caso más inquietante es el de Montesquieu (...) no sabía nada de prácticamente nada de España y sus Indias, y eso poco por medio de fuentes indirectas y dudosas (...) uno de los primeros casos de propaganda bien organizada (...)» (págs. 133-134).
En las líneas siguientes insiste en la campaña contra España fomentada por Francia e Inglaterra, cuyo objetivo era «la disminución de la Monarquía española y, de ser posible, en su desmembración» (p. 135). Y uno de los ataques que se realizarán en los siglos pasados contra España, y aún hoy, es por su condición de nación católica{17}. Desde una perspectiva materialista, no hay problema alguno en asumir la posición de un ateísmo católico, como se ha dicho tantas veces.
Tras la independencia de Cuba, Puerto Rico y Filipinas:
«(...) la economía española mejora sensiblemente (...) muestra que la interpretación «colonial» de los territorios ultramarinos españoles es enteramente inexacta» (págs. 140-141).
Lo pone en comparación con la situación europea, en concreto con lo sucedido a Francia en 1870:
«la guerra franco-prusiana había significado para Francia un quebranto incomparablemente mayor: la derrota militar, no en lejanas islas sino en el propio suelo, la ocupación de París por las tropas enemigas, la pérdida, no ya de islas lejanas, sino de dos provincias del territorio propio: Alsacia y Lorena, alemanas hasta 1918» (p. 141).
Y respecto a posibles acusaciones de «nacionalista español», Marías afirma:
«Nunca he sido, gracias a Dios, nacionalista; creo que las naciones son todavía hoy las sociedades «saturadas» y más plenas, pero que su hora ha pasado ya y se va hacia estructuras supranacionales, cada vez más urgentes» (p. 143).
Compárese con el colofón de El mito de la izquierda de Gustavo Bueno cuando dice:
«(...) esa hipotética séptima generación de la izquierda no podría en ningún caso constituirse en una sociedad política de escala local, regional o estatal. Necesariamente, su plataforma habría de ser continental y supranacional (...) Nadie sabe lo que va a ocurrir en el próximo milenio, y por eso lo más peligroso es la existencia de individuos, grupos, iglesias y partidos políticos, de izquierdas o de derecha, que creen estar en posesión de la «ciencia media» sobre el porvenir» (págs. 297-298).
En ambos casos se habla de estructuras supranacionales. En el caso de que sea Europa, está destinada al fracaso{18}. Y si se va, o con intención de ir, a una estructura supranacional en el mundo hispánico (la plataforma hispánica), hay que tener mucho cuidado con las interpretaciones de ciertos iluminados, compuestas a partes iguales de idealismo y falta de libertades muy concretas (ejemplo: «cierro este medio de comunicación porque atenta a la revolución bolivariana»).
En cuanto a las relaciones de España con América (con Hispanoamérica), y según nos dice Enrique González, se vive en estado de error respecto al Mundo Hispánico: «nuestros problemas son, antes que otra cosa, de carácter intelectual». Y eso es de lo que se ocupó Marías y nosotros estamos intentando mostrar en este artículo. Son los problemas que tienen que ver con qué es España. Ideas ontológicas de primer orden como las de esencia, identidad o unidad están presentes a la hora de entender a España{19}.
El presentar a España y a los españoles como destructores y no como creadores («el máximo constructor, después de Roma») ha prendido y mucho en Hispanoamérica. Es una de las consecuencias de la leyenda negra:
«(...) Y lo decisivo es que esa distorsión afecta a los propios países que son objeto de ella, hasta el punto de que la dimensión de error respecto de ellos mismos es, sin duda, el obstáculo mayor que han encontrado para su proyección histórica, su estabilidad y su prosperidad desde la independencia (...) Eso que suelo llamar estado de error ha sido la situación «normal» en todo el mundo hispánico durante bastante más de siglo y medio (...) convirtió la independencia, acaso prematura pero perfectamente normal y a la larga necesaria, en una extraña «enajenación» que empobreció indeciblemente a las partes y las hizo vulnerables a todo tipo de agresiones» (págs. 147-149).
Marías recuerda las palabras de Ortega en su estudio Hegel y América donde éste defiende el ortograma católico frente al protestante (Inglaterra, Holanda), ya que los países
«católicos como España y Portugal, que leían menos el Antiguo Testamento, han tratado a indios y negros de muy diverso modo: ni los han exterminado, como primero los ingleses, ni los han despreciado y distanciado humanamente, sino que se han unido a ellos y han creado razas mixtas» (p. 150).
El estado de error ha hecho brotar en América (nos dice González) «no ya la voluntad de independencia, sino la hostilidad a España y todo lo español» (p. 151). El ejemplo ya puesto de YPF es suficientemente ilustrativo. Y él apuesta como solución (una solución intelectual) por conseguir una «visión coherente, veraz, inteligible» (p. 151).
Incidiendo en la diferente actuación de unos y otros imperios, defiende una cosa bastante evidente, para quien haya tenido un mínimo de trato con estos asuntos, a saber: que los territorios de España por el mundo no eran colonias ni se las trataba como tal. Así, cuando
«se habla de colonias, cuando se habla de «época colonial» o «período colonial», se emplean expresiones sumamente inexactas y contundentes. Yo creo que esas denominaciones han nacido del rencor de los que no han sido capaces de hacer algo semejante, de los que no han sabido engendrar pueblos, solo colonizar, y desean oscuramente homogeneizarlo y confundirlo todo» (p. 155).
Esta ignorancia culpable o tergiversación malintencionada es frecuentísima. Al igual que ha ocurrido con el éxito y la implantación de la expresión «Latinoamérica» en vez de «Iberoamérica» o «Hispanoamérica». Es un invento de los franceses, para incluirse ellos en América e infravalorar (o a lo sumo, ecualizar) a España. Nos dice González (siguiendo a Marías) que «la expresión Latinoamérica (o América Latina, Amérique Latine) fue inventada en Francia hace algo más de un siglo, para justificar la intervención en México apoyada por Napoleón III: el ejército del mariscal Bazaine invadió ese país con el fin de afirmar al Emperador Maximiliano. Michel Chevalier, que colabora activamente en la política de Napoleón III, lanzó en 1861 la expresión América Latina, para preparar la justificación de que Francia interviniese decisivamente en un país de América Hispánica (...) La intervención militar francesa fue un fracaso, que terminó con el fusilamiento de Maximiliano en 1867. Los mejicanos, con Juárez a la cabeza, rechazaron la intervención, pero la expresión Amérique Latine siguió su curso» (págs. 159-160). Y citando directamente a Marías:
«(...) el nombre usual, incluso mucho tiempo después de la independencia, era «América Española». Lo usa normalmente Rubén Darío, ya dentro de nuestro siglo. Por supuesto, es la expresión usada en 1853 por la Revista Española de Ambos Mundos (...) Ese nombre (América Latina) se usó por primera vez en 1861, en la Revue des Races Latines (...) es un nombre «colonialista» por excelencia (...) un término falso porque lo «latino» como tal no tiene que ver con América, porque nadie incluye en él a Quebec (...)» (págs. 159-161).
En cuanto a la preferencia de «Iberoamérica» o «Hispanoamérica», para Marías son
«(...) enteramente equivalentes, ya que España e Iberia significan lo mismo, ambos incluyen a Portugal, y por consiguiente sus compuestos americanos comprenden igualmente el Brasil (...) «Iberoamérica» no quiere decir otra cosa distinta de «Hispanoamérica», ya que «Iberia» e «Hispania» viene a ser lo mismo (...)» (págs. 163-164).
Los españoles evangelizaron y civilizaron, y lo hicieron más rápido y mejor que los demás:
«(...) ¿Podrían compararse Nueva York, Boston, Philadelphia o Baltimore con México, Lima o La Habana? Las Universidades de México y Lima precedieron ochenta y cinco años a Harvard y en ciento cincuenta a Yale. La imprenta fue muy anterior en la América hispana, y la comparación se hace aún más ventajosa si se piensa en la arquitectura o la pintura (...)» (p. 185).
Pero además insiste en la condición europea de España, no ya sólo en sentido histórico:
«(...) Se ha dicho que los demás países europeos son europeos porque simplemente lo son, y no pueden ser otra cosa, pero que España, invadida a comienzos del siglo VIII por los musulmanes, es europea porque, contra toda aparente razón, quiso serlo y no perdió su condición latina y cristiana como otros pueblos que también la poseían (...)» (p. 189).
sino en el de la política del presente, el que vendría representado por la Unión Europea:
«(...) Dos de los más grandes espíritus de la España actual, José Ortega y Gasset y Salvador de Madariaga –que también fue galardonado con el Premio Carlomagno–, han sido defensores inteligentes y entusiastas de la unión europea. Ese gran libro que se llama La rebelión de las masas proponía, en 1930, como única solución de los problemas europeos, la unión de Europa, la supernación que había que inventar, los Estados Unidos de Europa. Y este impulso no se ha extinguido nunca en mi patria (...) Al ser fiel a su condición hispánica (...), España no disminuye su europeidad, sino que la afirma y realiza creadoramente» (págs. 190-191).
Ya hemos hablado en la nota 18 de «los Estados Unidos de Europa». Es un error. La actual crisis así lo corrobora (si bien no podemos negar, obviamente, la importancia de la quiebra de un país para el resto de naciones. Pero quizá debiera servir para desarmar la idea y no reafirmarla). Y lo mismo hace ocho décadas. La rebelión de las masas sale un año después del crash del 29 y apenas un par de años antes de la llegada de Hitler al poder. Ortega, ante la dificultad, veía en la unión de los países europeos la solución. Sabemos cómo se desarrolló esa década. En la que estamos inmersos ya se verá ...
Nos cuenta González cómo debido a su gran pericia averigua (o confirma) que Julián Marías escribió para el rey Juan Carlos algunos discursos (véase el fragmento 23 de arriba). En concreto, tres: el de Aquisgrán (aparece un resumen en 186-191), el de la Universidad de San Marcos de Lima (al que se refiere en dos ocasiones, páginas 156 y 179, la segunda con el texto entero) y el del aeropuerto de Madrid como bienvenida al Papa Juan Pablo II.
En cuanto a la cuestión de España en la actualidad en lo referente a la idea de España como nación política, las «nacionalidades históricas» y el asunto de las autonomías, González escribe:
«Tanta conmoción produjeron esos escritos que casi todos los periódicos y algunas revistas los comentaron con viveza; una caricatura presentaba la fachada del Congreso de los Diputados, y uno de los leones tenía la cara de Julián Marías, al cual le inquietaba sobre todo la desaparición del nombre «nación» aplicado a España, que no se utilizaba ni una sola vez en el anteproyecto (...) Al final se le hizo caso y la Constitución, ya desde su preámbulo, se refiere a la «Nación española».
Pero no se le hizo caso en otra cuestión: al ser rechazada su propuesta de suprimir el término «nacionalidades» como «nombre de algunas regiones españolas, ya que «nacionalidad» no significa una sociedad o territorio, sino una propiedad, afección o condición. Con esa palabra impropia se trataba de deslizar la de «nación», como se ha visto después hasta la saciedad» (...) no hay que intentar contentar a los que no se van a contentar (...){20}» (p. 22). (La negrita corresponde a una cita de Marías, en concreto, al tomo tercero de sus Memorias){21}.
Dejando de lado la definición orteguiana de nación como «proyecto sugestivo de vida común», que no se sabe muy bien lo que quiere decir, en las páginas finales del libro, incide en el tema de los nacionalismos secesionistas, a propósito del falseamiento de la historia, y en este caso, además, del odio a España. Pero antes, siguiendo los consejos o lecciones de Ortega cuando en sus años de estudiante decía a los alumnos «Dediquen todos los días unos minutos a pensar. Ya verán qué bíceps se les ponen», y de modo un tanto sublime (a la que se ha realizado tantas veces la crítica materialista: ¿acaso no piensa el abogado, el médico o el mecánico? ¿no se tratará más bien de otro tipo de pensamiento? ¿de la materia del pensamiento?), comenta:
«(...) Casi lo único que sé hacer es pensar; por lo menos, esa es mi vocación. He encontrado que se ha trabajado mucho sobre la realidad de España y su historia, que se sabe bastante bien lo que en ella hay, lo que en ella ha sucedido, pero se ha pensado insuficientemente sobre ella{22} (...) hay mucha distancia entre la imagen vigente de España, la que circula en libros, artículos, discursos y conversaciones, y su realidad tal como la veo y he tratado de justificar. Creo que el problema de España ha consistido y consiste en falta de claridad sobre sí misma (...) España inteligible, que parece y es un libro de historia, principalmente es una preparación para seguir viviendo en la instalación social e histórica que es nuestro destino, español e hispánico (...) lo que se está destruyendo no es España, sino su imagen (...) la imagen de España la que está quebrantada y en peligro (...)» (págs. 196-198).
¿Cuál es el problema de España? ¿Por qué no se entiende lo que es España?:
«(...) Ante todo, por ignorancia. La mayoría de los españoles desconocen su historia; no tienen una idea aproximada de cómo se ha constituido su nación, cuáles han sido sus etapas y vicisitudes (...) La enseñanza de la historia ha sido desde hace muchos años deficiente (...) lo peor no es la ignorancia, sino la desfiguración, la manipulación, la falsificación más deliberada. Con pretextos políticos, sobre todo con pretexto de los nacionalismos eruptivos, se está procediendo a una colosal suplantación de la realidad. Se inventa lo que nunca ha existido; se fragmenta arbitrariamente la realidad del conjunto (...) (Los intentos) actuales de negar todo esto, de sustituirlo por una serie de ficciones recién inventadas, son simplemente ridículos y lo incomprensible es que no sean tomados como tales (...) (El día que) se produzca –si se produce– una rebelión general contra la mentira, pensaré que estamos salvados. Me parece que es el problema capital con que nos encontramos» (págs. 199-201).
Está aludiendo aquí muy claramente a la leyenda negra y a los particularismos que buscan separarse de España inventándose un pasado mítico (una historia-ficción). Y ya en las últimas páginas del libro, y enlazando con el segundo libro que aquí reseñamos, refiriéndose a la figura de la monarquía:
«(...) Al reflexionar sobre la Monarquía y su significación en España, creo que ha sido algo decisivo, la única superación posible de la guerra civil y de la discordia (...)» (p. 201).
Hasta aquí el comentario sobre este libro de Enrique González, Pensar España con Julián Marías, al que deseamos el mayor éxito posible. Nos hemos inclinado por analizar el libro concreto, y lo que en él se dice, sin fijarnos en obras colectivas sobre Marías, en vida de éste y tras su muerte (hay bastantes), e incluso en el libro de María Rosario Castro, La visión de España de Julián Marías, escrito en 1985, año de publicación de España inteligible. Para otra ocasión, quizá.
La guerra civil, ¿cómo pudo ocurrir?
Es un libro de 84 páginas que recupera un texto de Marías de 1980 escrito para la obra colectiva coordinada por Hugh Thomas titulada La guerra civil española. Cinco años después incluye don Julián un resumen en el capítulo XXVII («España como desorientación creadora entre dos naufragios») de España inteligible. Se reedita ahora como libro autónomo, con un prólogo de Juan Pablo Fusi y un epílogo del editor Javier Jiménez. El texto de Marías ocupa 49 páginas. El libro entero está ilustrado con fotos y carteles de la contienda.
Julián Marías como persona liberal en sentido amplio{23} y no sectaria, veía la guerra civil como una trágica consecuencia de los años de la república. Él, que era republicano, vio desde un primer momento los errores de la república. Como veremos, y aún no estando ni con unos ni con otros, era imposible mantener la imparcialidad absoluta{24}, por lo que colaboró con escritos a favor del bando republicano{25}. Pero eso no quiere decir que asumiera fanáticamente esa defensa, entre otras cosas, porque bastante tenía ese bando con sus cuitas internas (digamos la confrontación –a muerte– entre las distintas izquierdas). Su posición era afín a la de su amigo Besteiro, a quien ayudó. Una posición moderada: no el PSOE de Largo Caballero sino el de su tocayo. Y una de las cosas que choca a muchos, y que pone ya de manifiesto la ruptura de las categorías maniqueas a la hora de analizar el conflicto es el hecho de que Marías estaba a favor de la república (sobre todo, en contra de los nacionales, por considerar que habían sido ellos los que empezaron la guerra –aunque veremos que es muy matizable por el propio Marías–), sintiéndose español y siendo católico. Si bien es cierto que los sublevados tenían muy claro su defensa de la nación española y de la fe católica (factores muy importantes para su victoria –si bien no exclusivos, ya que también algunas izquierdas tenían un fuerte sentido nacional–), frente a quienes querían implantar un régimen comunista en España estilo soviético (PSOE, PC), no lo es menos que el asunto no es tan fácil y tiene muchas aristas.
En la última página del libro se nos dice que «Esta primera edición de La guerra civil ¿cómo pudo ocurrir?, de Julián Marías, se terminó de imprimir el 14 de abril de 2012, en el octogésimo primer aniversario de la proclamación de la II República». No parece una simple coincidencia. Sería mucha casualidad. En cualquier caso da igual. El lector interesado puede acudir al primer tomo de Memorias (o al único tomo de la reedición de 2008 en Páginas de Espuma) de Marías, donde éste cuenta cómo vivió esos momentos.
En el epílogo de cuatro páginas, el editor Javier Jiménez nos cuenta que es responsable de las reediciones de Marías en los últimos años:
«Metido ya a editor tuve ocasión de recuperar sus memorias, Una vida presente, de cuya edición en un solo volumen fui el responsable, a primeros de 2007{26} (...) Un año después llegó el turno a El vuelo del Alción: el pensamiento de Julián Marías (...) abordé con entusiasmo la recuperación de uno de sus libros más olvidados. Me llamaba la atención que un autor tan cuidadoso con su obra, que tanto había publicado todo lo que había escrito, con cientos de reediciones en su haber y cientos de miles de ejemplares vendidos, tuviese aún una obra olvidada durante más de setenta años. Me refiero al diario que escribió, con diecinueve años recién cumplidos, con ocasión de su participación en el Crucero Universitario en el verano de 1933. Mano a mano con Daniel Marías, su nieto mayor, trabajamos en la edición crítica de este diario, o al menos lo que se conserva de él, ya que, a pesar de nuestras pesquisas en el archivo personal del autor, no logramos rastro alguno del manuscrito original (...) afianzada mi amistad con Daniel Marías, y decididos a seguir investigando y trabajando por la recuperación de la obra de Julián Marías, hace un par de años abordamos la edición del libro que tiene usted en sus manos (...) En la elaboración del libro, Daniel Marías y yo valoramos el interés que tenía incluir una serie de fotografías de la época, para lo cual dedicamos varias jornadas a investigar los fondos del Archivo Rojo y de la Guerra Civil disponibles en el Archivo General de la Administración (...)» (págs. 81-84).
Tanto Notas de un viaje a Oriente como La guerra civil ¿cómo pudo ocurrir? tienen el valor de publicarse por primera vez de modo independiente como libro, y de hacerlo así accesible a un mayor número de gente. Agradecemos al señor Jiménez su labor. ¿Será él quien se lance a la edición definitiva de las Obras Completas de Marías? Desde aquí le animamos a ello.
Juan Pablo Fusi (historiador de sobra conocido{27}), escribe el prólogo titulado «Julián Marías y la guerra civil española» donde hace un resumen de su visión de la guerra civil. Pero también elogia a Marías, al principio:
«(...) por la claridad de su pensamiento –plasmado en una prosa transparente, clara, inteligente, admirablemente serena y lúcida–; por su decencia biográfica y su honestidad intelectual; por su concepción de la filosofía como visión responsable, cuya valoración, por razones obvias, no me compete hacer a mí (véanse, entre otros posibles, los libros de Helio Carpintero, Julián Marías. Una vida en la verdad, y Juan Padilla, Ortega y Gasset en continuidad. Sobre la Escuela de Madrid) (...) Julián Marías (1914-2005) es una presencia viva, valiosa, admirable, plena, de la filosofía española, y una personalidad fundamental en la evolución de la historia del largo siglo XX español.
A los historiadores, Marías interesa ante todo por eso que acaba de quedar indirectamente dicho: por la importancia que en su obra tuvo la reflexión sobre España, con un punto de partida decididamente intenso si no dramático –España como preocupación, por usar el título del libro que en 1944 publicó Dolores Franco, trabajando «fieramente» al lado de Marías, como escribió el mismo{28} –, y con una ambición legítima y necesaria: hacer España inteligible. En libros como Miguel de Unamuno (1942), El método histórico de las generaciones (1949), Ortega: Circunstancia y vocación (1960), Los españoles (1962), La España posible en tiempos de Carlos III (1963), Ortega. Las trayectorias (1983), España inteligible. Razón histórica de las Españas (1985), Cervantes clave española (1990), España ante la historia y ante sí misma 1898-1936 (1996) o La España real (1998), y en artículos de contenido igualmente histórico dispersos en otros de sus libros, Marías propuso claves, ideas y perspectivas sin duda necesarias –cuando menos atractivas y desde luego siempre interesantes– para dar por decirlo en sus propias palabras, razón de España.
Marías, en efecto, se interrogó continuamente sobre lo que España fue, sobre las posibilidades que España tuvo en la historia, sobre la verdad de España, sobre la España real (...) la guerra fue para Marías «el máximo error» de la historia española, «el gran suceso dramático de la historia de España». Marías vivió la guerra al lado de la República –siempre consideró que los agresores habían sido los sublevados–, pero de manera crítica: ni desconoció, ni pudo aceptar, lo que sucedía en la zona republicana –asesinatos, detenciones, «checas», depuraciones, incautaciones, delaciones, desorden militar, etcétera–, incluso aunque sabía, y jamás se engañó sobre ello, que en la zona «nacional» se producían hechos equivalentes, sino más trágicos (...)» (págs. 7-9).
Y al final:
«Marías no pretendió hacer con sus ensayos una interpretación histórica plena y definitiva de la guerra (...) Marías enfocó su reflexión sobre la guerra como un estudio de una situación mental colectiva (...) Marías incorporó unas pocas páginas de La guerra civil ¿cómo pudo ocurrir? en su libro España inteligible. Razón histórica de las Españas (1985), su más ambicioso libro de tema plenamente histórico. Hizo bien. Simplificando mucho, la España de Marías era, de una parte, una España de plenitudes: Cervantes, Feijóo, Jovellanos, Azorín, Unamuno, a todos los cuales dedicó libros, o ensayos, siempre inteligentes y admirables–, y por supuesto, Ortega y Gasset, cuya filosofía, como se sabe, Marías sistematizó, investigó y profundizó. Pero era también una España de naufragios: el 98 y, sobre todo, la guerra civil. A Marías le interesó sobremanera la España intelectual de 1898 a 1936, los años, según sostendría, en que España tomó posesión de sí misma (...) A Julián Marías debemos –ciertamente no sólo a él, pero a él muy principalmente– la reabsorción del pensamiento y las ideas españolas de aquella etapa, una etapa irrepetible y rigurosamente fundacional de nuestro tiempo: no podemos entendernos sin leer, pensar, enfrentarnos con y discrepar de Unamuno, Azorín, Baroja, Menéndez Pidal, Machado, Marañón, Juan Ramón Jiménez, Ortega y Gasset (y aquí hay que decir, obligadamente, y un largo etcétera). Debemos a Marías más que a nadie la continuidad –-pese a la guerra civil y pese al franquismo– de la vida intelectual española del siglo XX (...) Marías sabía, puesto que la había padecido durante cuarenta años, que la versión oficial de la guerra del régimen de Franco había sido una falsificación permanente de la verdad{29} (...) En 1980 temía que se volviese a contar la historia desde una nueva beligerancia, desde nuevas mentiras, no como algo que ya era pasado y cuyas múltiples y dolorosas situaciones era preciso asumir y entender{30} (...)» (págs. 25-28).
Sobre la guerra civil, entresaquemos unas líneas:
«(...) La guerra estalló, como se sabe, cuando el 18 de julio de 1936 parte del Ejército español se sublevó contra la II República (1931-1936). Los militares, a cuyo frente apareció desde el 1 de octubre de 1936 el general Franco, se sublevaron porque aducían que la República era un régimen sin legitimidad política y contrario a la esencia católica de España; porque entendían que la concesión de autonomía a las regiones era una amenaza a la unidad nacional; y porque pensaban que las huelgas y los desórdenes que se extendieron por todo el país en la primavera de 1936 revelaban la falta de autoridad de la democracia. En una España, la España de 1936, en la que contrariamente a la tesis de los sublevados, no había amenaza comunista, aunque hubiera muy graves problemas políticos, sociales y de orden público, la sublevación militar desencadenó en la zona republicana, como reacción, un verdadero proceso revolucionario de la clase trabajadora (colectivizaciones agrarias, control sindical) bajo la dirección de los partidos obreros y de los sindicatos (...) Los militares sublevados creyeron que el golpe de Estado triunfaría de modo inmediato. (...) La guerra española se internacionalizó desde el primer momento (...) Quinientas mil personas, Azaña entre ellas, habían salido para el exilio tras la caída de Cataluña: sólo Negrín y sus asesores comunistas creían posible la resistencia (...) Franco no quiso negociación alguna. Exigió la rendición incondicional: sus tropas entraron en Madrid el 28 de marzo de 1939. Había ganado la guerra. Murieron en ella unas trescientas mil personas (en torno a ciento setenta y cinco mil en el frente; unas setenta mil en la represión en la zona «nacional»; otras treinta mil en la represión en la zona republicana) (...) Franco ejecutó a otras cincuenta mil personas en la inmediata posguerra{31}» (págs. 12-19).
Y sobre la visión de España de la guerra, Fusi comenta:
«(...) Como todas las guerras civiles, la guerra española tuvo profundas connotaciones ideológicas y políticas (...) entender «el terrible suceso» fue justamente lo que inquietó a Marías siempre, y para lo que «con gran esfuerzo de veracidad» (la misma veracidad que definió todo su pensamiento y su vida) escribió, ya en la primavera de 1980, ensayos como «Cara y cruz de la guerra civil (1936-1939)», y, sobre todo, «¿Cómo pudo ocurrir?». Entender plenamente la guerra se le antojaba, desde su doble perspectiva filosófica y biográfica, la única manera de que la guerra civil quedas absolutamente superada{32} (...) Marías articulaba su visión a partir de una afirmación inequívoca: que la guerra no fue ni inevitable ni necesaria (...) los justamente vencidos; los injustamente vencedores, que quería decir que probablemente la República había merecido, por muchas razones, la derrota, pero que, y también por múltiples circunstancias –por la misma significación última de su causa–, los nacionales, Franco, no habían sido merecedores de la victoria (...) En la visión de Marías, lo que se había producido en España entre 1931 y 1936 (...) fue un proceso de escisión del cuerpo social, una ruptura de España como nación. Síntomas premonitorios, sin duda negativos, aparecieron, para Marías, desde el momento mismo de proclamación de la República: la quema de iglesias de mayo de 1931, el pronto hostigamiento a la República desde la derecha, la exaltación del obrerismo desde la izquierda, el anticlericalismo, la negatividad sistemática practicada por la oposición antirrepublicana, el fallido y torpe intento de golpe del general José Sanjurjo en agosto de 1932 (...) los pasos decisivos hacia la guerra fueron para Marías, primero, el desencanto general con la República como régimen (...) segundo, la politización exacerbada del país; tercero, la desintegración de la idea de España (modificación de la organización territorial, rechazo de su condición de país católico, mito de la revolución –en sustitución de mitos españoles–, esquematización abusiva de la realidad social del país, mimetismo respecto a los procesos europeos de auge del comunismo y del fascismo); y finalmente, la ingente frivolidad (...) irresponsabilidad y falta de sentido del Estado, en que se instalaron las propias clases dirigentes del país: políticos, personalidades de la Iglesia, muchos intelectuales y líderes de opinión (...) Los españoles, pensaba Marías, no habían querido la guerra civil: habían querido, precisaba, los resultados de una guerra civil: la eliminación política y física de la «otra» España (lo que definía como locura histórica, como locura colectiva). La guerra, además, estuvo animada –concluía– por un violento y apasionado patriotismo en ambos bandos (...) La guerra había sido, pues, para Marías, un gigantesco error histórico, un fracaso colectivo, un naufragio (...)» (págs. 19-25).
Con lo que hemos puesto (lo que Fusi dice), ya se podría uno hacer una idea de lo que piensa Marías sobre la guerra y de expresiones suyas que hicieron fortuna como la de «los justamente vencidos; los injustamente vencedores». Pero pasemos ahora propiamente a explicar o resumir las ideas de don Julián sobre una de las guerras que más bibliografía ha suscitado.
Julián Marías hace una reflexión española{33} sobre la guerra. Una reflexión de un español, que lo es, pero que no necesita ni avergonzarse ni exaltarse. Él no es nada nacionalista, y los nacionalismos le parecen un error (más que ninguno, los que no tienen nación que reivindicar, los inexistentes, falsos e inventados). Para don Julián los «-ismos» le recuerdan o vienen a ser algo parecido al sufijo «-itis» (faringitis, laringitis), que significa inflamación. Mutatis mutandis, lo mismo sucedería en los casos de materialismo, ateísmo o liberalismo{34}. Es la visión de lo que fue la guerra civil española a cuarenta años vista. Una mirada sin rencor{35} y sin falsear el pasado. Así, por ejemplo, el 17 noviembre 1976 publicó en La Vanguardia «La vegetación del páramo»{36}, donde defendía que era totalmente falso la idea extendida entonces –y tanto o más ahora–, en 1976, y ya muerto el generalísimo, de que el franquismo había sido un páramo cultural{37}. Cita una serie de obras desde 1941 (cuando considera que realmente se reanuda la vida intelectual) hasta 1955 (año de la muerte de Ortega), aduciendo que quién en su sano juicio iba a poder decir que España había quedado varada o había vuelto a la Edad Media, tras comprobar las creaciones de esos años. Terminaba el artículo diciendo: «pienso que no son buenos botánicos los que hablan del «páramo» y se les pasa esta frondosa, esperanzadora vegetación, que pudo brotar en el clima más inhóspito, sin abono, sin cultivo, mientras tantos intentaban simplemente descastarla». El 16 enero 1997 publica en la tercera de ABC el artículo «Por qué mienten», que entronca con el anterior y finaliza así: «Con diversos pretextos, hay gentes dedicadas a lo que llamo la "calumnia de España". Ningún pretexto me parece aceptable para ello; no sólo en nombre de España, sino, todavía antes, en nombre de la verdad». Le importaba la verdad y España. Y le disgustaba que se mintiera sobre España. Y, al igual que sucedía (y sucede) con el franquismo, lo mismo ocurre con lo que tiene que ver con los años de la república y la guerra civil. Sin duda, para él, los años de la guerra fueron terribles y se podrían haber evitado, por la gran responsabilidad que tuvieron en ella los dirigentes políticos de la época. Se fue conformando un ambiente de desfiguración del contrario, de intoxicación política, de ver al otro no como adversario sino como enemigo, y al final, de creer que era necesario exterminar al enemigo, acabar físicamente con él{38}. Vayamos viendo, por fin, lo que dice Marías:
«(...) Éste es el gran suceso dramático de la historia de España en el siglo XX, cuya gravitación ha sido inmensa durante cuatro decenios, que no está enteramente liquidado (...) para mí persiste una interrogante que me atormentó desde el comienzo mismo de la guerra civil, cuando empecé a padecerla, recién cumplidos los veintidós años: ¿cómo pudo ocurrir? Que algo sea cierto no quiere decir que fuese verosímil (...) que a nadie se le hubiese pasado por la cabeza, incluso después de proclamada la República, que España pudiese dividirse en una guerra interior y destrozarse implacablemente durante tres años, y adoptar ese esquema de interpretación de sí misma durante varios decenios más. ¿Cómo fue posible? Alguna vez he recordado que mi primer comentario, cuando vi que se trataba de una guerra civil y no otra cosa –golpe de Estado, pronunciamiento, insurrección, etcétera–, fue éste: –¡Señor, qué exageración! (...) algo desmesurado (...) una anormalidad social, que había de resultar una anormalidad histórica. De ahí mi hostilidad primaria contra la guerra (...) entre ellos, naturalmente, me parecía más culpable el que la había decidido y desencadenado, el que en definitiva la había querido, aunque ello no eximiese enteramente de culpas al que la había estimulado y provocado, al que tal vez, en el fondo, la había deseado{39}. Y, por supuesto, mi repulsa iba, dentro de cada bando, a aquellas fracciones que habían contribuido más a que se llegase a la guerra (...) La única manera de que la guerra civil quede absolutamente superada es que sea plenamente entendida, que se vea cómo y por qué llegó a producirse (...) Sólo así quedaría la guerra radicalmente curada, quiero decir en su raíz, y no habría peligro de recaídas en un proceso análogo» (págs. 31-33).
Culpabiliza en mayor medida a los insurrectos, por haber empezado el conflicto (aunque veremos, con lo que dirá después, que es interpretable), y se interroga acerca de quién iba a ser capaz de predecir en 1931 lo que sucedería después. Y eso es lo que explica a continuación, el origen de la «radical discordia»:
«(...) Y entiendo por discordia no la discrepancia, ni el enfrentamiento, ni siquiera la lucha, sino la voluntad de no convivir, la consideración del «otro» como inaceptable, intolerable, insoportable. Creo que el primer germen surgió con el lamentable episodio de la quema de conventos el 11 de mayo de 1931, cuando la República no había cumplido aún un mes{40}. Turbio suceso (...) la reacción del gobierno fue absolutamente inadecuada, hecha de inhibición, temor y respeto a lo despreciable –clave de tantas conductas sucias en la historia–; y, por su parte, un núcleo de una muy vaga «derecha», que ya no era monárquica y todavía no era fascista, identificó la República con ese oscuro y equívoco suceso, y se declaró irreconciliable con ella (...) «Cuanto peor, mejor», fue la consigna que se acuñó por entonces y que valdría la pena datar con precisión. Del otro lado empieza a producirse desde muy pronto un fenómeno de «antipatía» que sustituye rápidamente a la euforia inicial de la República; se inicia una actitud negativa, que busca, más que reformas, el hostigamiento del «otro» (...) el clasismo y el anticlericalismo (...)» (págs. 34-35).
Es decir, el odio de unos pocos (luego muchos más) desde el principio, y desde el poder, contra la Iglesia y contra los católicos, contra gran parte de los españoles, supuso un inicio complicado, que serviría de aviso de lo que serían los años de la república, años convulsos y de gran inestabilidad política, con proyectos muy cortos, y truncados a la primera de cambio. Marías habla de los grupos políticos que se dedican a irritar gran parte del país. Y de la Sanjurjada. Pero ello no era aún guerra civil ni había motivos para pensar que se llegaría a ella. A su juicio, lo más peligroso fue la oposición automática. El hecho de saber que un partido defendía una postura era suficiente para decir lo contrario{41}:
«(...) La función de la oposición ha solido entenderse en España de manera elemental y simplista; se ha creído que consiste en oponerse a todo, automáticamente (...) lo normal es que la oposición esté de acuerdo con el Gobierno, salvo matices, en la mayor parte de los asuntos (...) cuando ya se sabe que la otra fracción del cuerpo político va a decir desde luego «no» a todo, la oposición viene a ser maniática, apriorista y sin significación concreta; pasa a ser mera fricción, obstáculo y desgaste. Esto ocurrió muy pronto en los años de la República; y se fueron formando grupos que ingresaban en la categoría de los mutuamente «irreconciliables». Se podría hacer un catálogo de ásperas críticas de la derecha a la gestión de los primeros gobiernos, no ya a sus frecuentes errores, sino a sus mayores aciertos, por ejemplo, en el campo de la educación: nunca hubo un aplauso de los partidos o periódicos adversos. Y por supuesto podría decirse lo mismo de los gobiernos del segundo bienio, desde fines de 1933 (...)» (págs. 36-38).
Otro factor clave fue el resentimiento. El de los militares, debido a la «reducción del ejército de Azaña, el retiro voluntario de los militares que así lo solicitaran, con sus sueldos completos»:
«(...) Este resentimiento, unido al de muchos intelectuales –a ambos extremos del espectro político– fue un elemento capital en la génesis de la actitud que desembocó en la guerra civil» (p. 39).
Al resentimiento hay que añadir la falta de entusiasmo. El entusiasmo es, para Marías, y para nosotros, algo fundamental. Lo que permite encarar las situaciones de la vida con la capacidad necesaria para salir airoso de ellas. Cuando ya no hay entusiasmo para realizar las cosas, se entra en un terreno más cercano a la muerte que a la vida. Ante la tremenda situación en que nos encontramos los españoles, la ruina de la nación, con miles de familias en situación trágica, con apenas ingresos o sin ellos, y en la que se va sobreviviendo a base de subsidios y del apoyo de familias y amigos, y, aunque resulte difícil, hay que afrontarlo con entusiasmo, en la medida de lo posible{42}. El estoicismo, el afrontar las cosas como vienen y aceptarlas es una parte. Pero la otra es el entusiasmo. De lo contrario, la opción es casi el suicidio, como sucedió tras el crash de la bolsa del 29 o como está ocurriendo en la actualidad en Grecia, con un alto número de casos: toda una tragedia griega{43}. Por todo ello Marías nos expresa que:
«(...) La falta de entusiasmo es el clima en que brota la desintegración; por eso, los que, los que la desean y buscan cultivan el «desencanto», la «desilusión», la «decepción», el «desaliento» y esperan sus frutos, agrios primero, amargos después. ¿No estamos asistiendo al mismo intento, contra toda razón, desde 1976?» (p. 39).
Achaca a la República que rasgos como el «anticlericalismo, vago federalismo, afición a las sociedades secretas» (es interesante constatar el número abundante de masones de la época, y en todos los partidos políticos) hicieron:
«(...) imposible que los jóvenes se entusiasmaran por los partidos republicanos, y el republicanismo se encontró sin porvenir desde el primer día. Faltó una retórica inteligente y atractiva hacia la libertad, y su puesto vacío fue ocupado por los extremismos, por la torpeza y la violencia, donde los jóvenes creían encontrar, por lo menos, pasión. Ni siquiera las posiciones toscamente «izquierdistas» o «derechistas» lograron encender el entusiasmo mientras se mantuvieron en el área de la lucha política y dentro de los supuestos democráticos. Los dos grandes partidos, los que de hecho llevaron las riendas del poder sucesivamente, fueron el socialista y la CEDA» (p. 40).
Primero nos habla del PSOE, y de la facción que promulgaba e incitaba a hacer la revolución, a ir a la guerra civil, para implantar un modelo comunista al estilo soviético:
«El partido socialista fue combatido ferozmente desde dentro, con una virulencia que los que no lo vieron no pueden imaginar, por el ala cuya expresión fue el diario Claridad. Es decir, por un «socialismo» utópico y revolucionario, que desembocaba directamente en el comunismo –las Juventudes Socialistas Unificadas fueron el «ensayo general con todo» de la operación en curso–, hostil a la democracia, a los aliados «burgueses», fiado en la violencia, con programas inaceptables por todos los demás y, lo que es más, irrealizables en las circunstancias españolas» (págs. 40-41).
Después explica cómo la CEDA y las «derechas democráticas»:
«fueron despreciadas por las más violentas, combativas y expeditivas, que tenían algún lirismo y capacidad de arrastre sentimental. Estos grupos más o menos «fascistas» eran minúsculos, pero tenían una ventaja inicial: eran juveniles, compuestos de estudiantes, familiarizados con la literatura, la poesía, los símbolos. Inclinados –como sus enemigos más opuestos– al estilo «militar» (si se prefiere, «militante»): himnos y banderas más que ficheros y estadísticas» (págs. 41-42).
Una vez explicados estos factores fundamentales para entender cómo pudo ocurrir la guerra, Marías introduce los motivos económicos:
«Añádanse ahora –ahora, y no antes, porque no fueron decisivos– los problemas económicos, muy reales en el quinquenio que duró la República. Mientras la Dictadura de Primo de Rivera (1923-1929) se había beneficiado de la prosperity, de la bonanza económica, que parecía ilimitada y segura, la República vino a los dos años del comienzo de la depresión de 1929, precisamente cuando sus efectos se hicieron sentir en Europa (y provocaron una feroz crisis, que había de ser otra de las causas del triunfo de Hitler a comienzos de 1933). Europa era bastante pobre; España lo era resueltamente; la mayor parte de la población –campesinos, obreros, clases medias urbanas– vivía con estrechez que los jóvenes de medio siglo después ni siquiera imaginan{44}; la moderadísima elevación de precios afectó a la mayoría de la población, que carecía de holgura y de reservas; el paro se intensificó (el paro de entonces, sin Seguridad Social, sin el menor ingreso, que significaba la pobreza y aun la miseria, en ocasiones el hambre); las huelgas constantes aumentaron la crisis económica (...)» (p. 43).
¿Les resulta familiar?
Pero el resentimiento, la falta de entusiasmo en la República, el anticatolicismo o la crisis económica, a pesar de ser muy graves, no abocaron a la guerra civil. Indica otros factores, estrechamente vinculados a los anteriores, como la politización o la influencia de otras potencias (Italia, Alemania, la URSS, después la «neutralidad benévola» de Inglaterra o Francia):
«(...) la politización, extendida progresivamente a estratos sociales muy amplios, es decir, la primacía de lo político, de manera que todos los demás aspectos quedaban oscurecidos: lo único que importaba{45} saber de un hombre, una mujer, un libro, una empresa, una propuesta, era si era de «derechas» o de «izquierdas», y la reacción era automática (...) la infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a meros rótulos o etiquetas, destinados a desencadenar reflejos automáticos, elementales, toscos (...) horror ante la pérdida de la imagen habitual de España: ruptura de la unidad (...) pérdida de la condición de «país católico» (...) Frente a este horror, el mito de la «revolución», la imposición del esquema «proletario-burgués», la intranquilidad, la amenaza (...) los españoles menores de sesenta años –y muchos mayores– deberían pasar algunas horas leyendo los periódicos de aquellos años, desde La Nación y ABC hasta Claridad y Mundo Obrero, sin olvidar demasiado El Debate, El Socialista, algunas revistas y, naturalmente, los periódicos de otras ciudades que no fuesen Madrid. Añádase a esto el mimetismo de movimientos políticos extranjeros, la poderosa acción de los estados totalitarios: el comunismo de un lado, cuyo influjo va más allá del minúsculo partido que usaba ese nombre, y se ejerce sobre todo dentro del Partido Socialista y de los sindicatos; el «fascismo» del otro lado, como término genérico, mucho más peligroso en su vertiente alemana que en la italiana (...) ¿No había otra cosa? Sí. Por una parte, grupos que buscan la «originalidad» en posiciones arbitrarias y arcaicas: carlismo, anarquismo. Por otra, lo que intentan defender una «democracia» que resulta débil por varias razones: por la figura borrosa de las llamadas «potencias democráticas» (Francia, Inglaterra), llenas de temor ante los Estados totalitarios (...) por el triunfo en todas ellas de un parlamentarismo excesivo, que impide a un poder ejecutivo fuerte enfrentarse con los problemas, y las expone a la dictadura (...)» (págs. 44-47).
Y sin olvidarse o desdeñar un factor para él muy relevante, a saber, la pereza:
«(...) Pereza, sobre todo, para pensar (...) para imaginar a los demás, ponerse en su punto de vista, comprender su parte de razón o sus temores (...) para poner en marcha una empresa atractiva, ilusionante, incitante. Era más fácil la magia, las soluciones verbales, que dispensan de pensar y actuar. En vez de pensar, echar por la calle de en medio. Es decir, o los cuarteles o la revolución proletaria, todo ello según su receta. En otras palabras, las vacaciones de la inteligencia y el esfuerzo» (págs. 47-48).
Eso ya es decir demasiado, el hablar de «las vacaciones de la inteligencia y el esfuerzo» o esa «pereza para pensar», pero bueno, lo que Marías quiere decir es que la inteligencia política de los líderes debería haberles servido para no seguir avanzando por el camino que llevaría a España a una guerra civil. La prudencia, en suma, es lo que debería haber primado. Sólo que el cálculo y los objetivos de los grupos políticos era, lamentablemente, otro muy distinto.
Para Marías hay que ver a España en el conjunto de la situación europea, como estamos viendo. Además, en 1931 se produce un cambio generacional (de nuevo, las generaciones):
«(...) es el momento en que «llega al Poder» la generación de 1886 (los nacidos entre 1879 y 1893), y la de 1871 (en España, la llamada del 98) pasa a la «reserva», aunque conserve considerable influjo y prestigio. Es el punto en que se inicia en toda Europa el fenómeno de la politización y con él la propensión a la violencia (...) Comienza a perderse el respeto a la vida humana. Ese período generacional, que se extiende hasta 1946, es una de las más atroces concentraciones de violencia de la historia, y en ese marco hay que entender la guerra civil española» (págs. 48-49).
Insiste en que contra la versión que se maneja habitualmente de que la guerra era inexorable, la guerra «no fue necesaria, no fue inevitable». Y otro de los factores (ya van varios) que desencadenó la guerra fue la frivolidad de los responsables sociales y políticos de entonces:
«La guerra fue consecuencia de una ingente frivolidad. Ésta me parece la palabra decisiva. Los políticos españoles (...) la mayor parte de las figuras representativas de la Iglesia (...) «intelectuales» (...) periodistas (...) banqueros, empresarios (...) sindicatos, se dedicaron a jugar con las materias más graves, sin el menor sentido de la responsabilidad, sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u omitían (...) No se llegó a aceptar las reglas de la democracia, se declaró una vez y otra –por la derecha y por la izquierda– que sólo se aceptaban los resultados si eran favorables (...) pero la irresponsabilidad máxima fue la insurrección del Partido Socialista en octubre de 1934, aprovechada por los catalanistas (...) La democracia quedó herida de muerte (...)» (págs. 49-51).
Quedémonos con esto último. Los sucesos de octubre 1934, sobre todo en Asturias, fue un hito en el período de esos años de república-guerra civil. De alguna manera ahí ya comenzaba la guerra civil. Y el propio Marías, a pesar de repetir por activa y por pasiva que la guerra no fue inevitable, ese sería un punto de no retorno: «la democracia quedó herida de muerte».
A pesar de todo eso, dice Marías, casi ningún español quiso la guerra. ¿Cómo, entonces, fue posible? Nos lo explica:
«(...) Lo grave es que muchos españoles quisieron lo que resultó ser una guerra civil. Quisieron: a) Dividir al país en dos bandos. b) Identificar al «otro» con el mal. c) No tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real, como adversario eficaz. d) Eliminarlo, quitarlo de en medio (políticamente, físicamente si era necesario). Se dirá que esto es una locura. Efectivamente, lo era (y no faltaron los que se dieron cuenta entonces, y a pesar de mi mucha juventud, puedo contarme en su número) (...) locura colectiva o social, de la locura histórica. (El Irán, en el momento en que escribo, es un estupendo ejemplo de ello, y no es el único{46})(...)» (p. 52).
A esa locura colectiva se referirá más adelante como the lunatic fringe (fleco demencial), por el que la sociedad se dejó dividir. Se pregunta por el éxito del nacionalsocialismo en 1933-1945. ¿Cómo fue posible? El caso fue muy distinto del de la revolución rusa de 1917{47}. Y en el caso español, reflexiona Marías, se vivía una época brillante en ciencia, filosofía, literatura, pintura, historia, &c. Pero en ese contexto ciertos grupos no ya minoritarios, sino exiguos (nos dice) son los que resultarán decisivos durante la guerra:
«(...) Conviene tener presente que los comunistas sólo consiguieron un diputado en las Cortes de 1931, otro en las de 1933, dieciséis (con los votos republicanos y socialistas) en las de 1936. En cuanto a los falangistas, nunca pudieron elegir un solo diputado, ya que José Antonio Primo de Rivera fue elegido en 1931 como candidato de una coalición de derechas, dos años antes de la fundación de Falange Española. Lo cual no impidió que el Partido Comunista fuese el principal rector de la política en la zona «republicana» y que Falange fuese el «partido único» en la «nacional» y en los decenios que siguieron a su victoria» (p. 55).
La escisión del cuerpo social español entre 1931 y 1936 («y si se quiere mayor precisión, de 1934 a 1936»), esa locura colectiva se basaba en:
«una forma de sofisma que consiste en la reiteración de algo que se da por supuesto. Cuando los medios de comunicación proporcionan una interpretación de las cosas que ni se justifica ni se discute, y parten de ella una vez y otra como de algo obvio, que no requiere prueba, que, por el contrario, se usa como base para discusiones, diferencias y hasta polémicas, los que reciben esa interpretación se encuentran desde el primer momento más allá de ella, envueltos en análisis, procesos o disputas que precisamente implican su previa aceptación. Todas esas discusiones, que no se rehúyen, sino que se fomentan, tienen justamente la misión de distraer de esa aceptación que se ha deslizado fraudulentamente y sin crítica, por un simple mecanismo de repetición y utilización como base de toda discusión ulterior (...) Se sobreentiende que su funcionamiento es prueba de su verdad. Si con esta idea como guía se hiciese un examen atento de lo que se dijo en España durante los dos años anteriores a la guerra civil{48} por parte de los que habían de ser sus inspiradores y conductores, me atrevo a asegurar que se aclararía una enorme porción de aquel complicado proceso histórico (...) La única defensa de la sociedad ante ese tipo de manipulaciones es responder con el viejo principio de la lógica escolástica: nego suppositum, niego el supuesto (...) Es muy difícil que el hombre o la mujer de escasos hábitos intelectuales, acostumbrados a la recepción de ideas más que a su elaboración y formulación, se den cuenta de que están siendo objetos de esa manipulación; sobre todo cuando el «supuesto» que se desliza es negativo, es decir, consiste en una omisión. (Si se quiere un ejemplo notorio y reciente, recuérdese la eliminación o escamoteo de la palabra «nación» en el anteproyecto de Constitución española que se hizo público a comienzos de enero de 1978; remito a mis artículos de ese mismo mes, recogidos en España en nuestras manos){49}.» (págs. 55-58).
Y acusa a los numerosos intelectuales de rendirse demasiado pronto y permitir el estallido de la guerra:
«(...) Tengo la sospecha –la tuve desde entonces– de que los intelectuales responsables se desalentaron demasiado pronto. ¿Demasiado pronto –se dirá–, con todo lo que resistieron? Sí, porque siempre es demasiado pronto para ceder y abandonar el campo a los que no tiene razón» (p. 58).
Insiste en que nadie contaba con la guerra, que se pensaba en un simple golpe de Estado, pero «la sublevación fracasó; el intento de sublevarla, también. La prolongación de los dos fracasos, sin rectificación ni arrepentimiento, fue la guerra civil» donde «lo de menos fue la guerra», ya que:
«(...) la lucha fue, más que contra la «zona» enemiga, contra los enemigos de la propia «zona»; y no contra los que ejercían actos de hostilidad, agresión o espionaje, sino contra los que se consideraban «desafectos» a una ortodoxia política definida arbitraria y estrechamente (...) En la zona que se llamó «nacional» y fue llamada por sus enemigos «facciosa», todo el que no se sumó al «movimiento» fue perseguido, normalmente (y desde luego en el caso de los militares) por rebelión (...) En la zona «republicana» («roja» para los enemigos), solamente los partidos del Frente Popular eran aceptados (los republicanos, meramente tolerados); todos los demás, aunque fuesen republicanos históricos, eran perseguidos; los falangistas, sin la menor esperanza de salvación; los sacerdotes, religiosos, monjas, etcétera, si no se escondían a tiempo, eran exterminados. En ambas zonas todos los que no eran incondicionales eran sospechosos (...) en la zona republicana, con la excepción de País Vasco, todo culto religioso fue prohibido, y los incendios de iglesias y conventos fueron frecuentísimos, en muchos casos realizados sistemáticamente (...)» (págs. 60-62).
Para Marías la guerra fue un «universal terrorismo» al considerar que se ejercía la violencia no sólo contra los enemigos sino contra los «neutrales o partidarios no fanáticos o incondicionales». En otras palabras, o estás conmigo o contra mí. Y el que no está conmigo es un enemigo. Este modo de pensar condujo a la «aceptación de todo (incluida la infamia)» y cuya consecuencia fue el envilecimiento de la población española:
«(...) Esto fue un poco menos compacto en la zona republicana, por su falta de disciplina y coherencia, que dejó un estrecho margen de «pluralismo». Esta diferencia puede comprobarse en la actual publicación de los dos ABC: el republicano de Madrid y el franquista de Sevilla{50}. La mentira, como puede verse allí mismo día por día, dominaba en ambos campos por igual» (págs. 63-64).
Esa mayor falta de disciplina en la zona republicana respondía a las divergencias entre las izquierdas, que se llevaban a matar entre ellas. Mientras que, como hemos dicho, en el bando nacional tenían más claras y firmes las ideas doctrinalmente: unidad de España y catolicismo. Volviendo sobre los intelectuales{51}, y en relación con ese envilecimiento, bajo la tela de araña de la España de entonces, apunta:
«(...) la inmensa mayoría de lo que se escribió en ambas zonas fuese literalmente vergonzoso. Es aleccionador, pero infinitamente penoso, leer lo que escribieron muchos que tenían pretensiones de intelectuales, literatos, profesores, eclesiásticos, hombres de leyes. Hubo excepciones, sin duda, de decoro literario, nobleza, generosidad y valentía; pero no pasaron de excepciones. En algunos casos lo lamentable fue simple debilidad y amedrentamiento, y pasada la terrible prueba no siguió formando parte de la personalidad de sus autores; en otros significó una corrupción profunda que llevó hasta la denuncia, el aplauso a los crímenes propios o la calumnia» (págs. 64-65).
Importante esto que dice el bueno de don Julián relacionado con la honestidad intelectual, donde si bien hay que tener en cuenta el contexto y las circunstancias atenuantes, y donde entran en conflicto varios planos, como pueda ser el instinto de supervivencia y el deber de no engañar ni engañarse, o el honor. Desde una ética materialista, y aplicada a uno mismo, la firmeza en defender las posiciones que se estiman justas y necesarias es lo hay que hacer. Pero ¿hasta qué punto? ¿Hasta el de acabar con la vida propia (o la de terceros)? Y, sin olvidar, como está latiendo ya al plantearlo, el choque entre distintas percepciones o aplicaciones de la firmeza. Marías escribe que:
«(...) El que se atrevía a resistir a la guerra era el enemigo de todos, contra el cual todo estaba permitido. Por eso, tomar esa posición fuera de España –lo más frecuente– significaba desusada valentía; hacerlo dentro era pura y simplemente heroísmo, aunque fuese sin negar apoyo y colaboración a una de las causas beligerantes; el ejemplo más eminente fue el de Julián Besteiro»{52}. (p. 65).
En las páginas siguientes sigue desarrollando la línea de la locura colectiva, la anormalidad de la vida colectiva y la afirmación de que el origen de la guerra no fue «la situación objetiva de España sino su interpretación», lo que es una obviedad. Prosigue con que una vez estalla la guerra se está en «estado de guerra», donde las cosas adquieren o pierden la importancia que tenían. Y destaca que «ciertas dimensiones de la vida humana, hasta entonces olvidadas, se ponen en primer plano –por ejemplo, el valor-». Tras hablar del carácter cruel de las guerras civiles al luchar entre hermanos y amigos (desde una perspectiva cristiana, anarquista o de Pensamiento Alicia da igual el tipo de guerra), expone la imposibilidad de la absoluta imparcialidad (salvo irse al monte en plan Jeremiah Johnson o Tomasín):
«(...) Pero una vez «en guerra», una vez estallada, y, de momento inevitable, era menester en alguna medida tomar partido, preferir un beligerante al otro, aunque los dos pareciesen torpes, violentos, injustos, condenables. He dicho preferir; es la condición de la vida humana; no se aprueba, no se estima, no apetece, no gusta necesariamente lo que se prefiere; el que prefiere la operación a la peritonitis no tiene la menor complacencia en lo preferido; el que salta por una ventana para escapar a las llamas no tiene nada a favor del salto: simplemente le parece un mal menor. A ambos lados, innumerables españoles sintieron que había que combatir para salvar a España (...) Al cabo de unos meses, millones de españoles estaban enloquecidos, sin duda, pero llenos de entusiasmo patriótico, dedicados a destruir España por amor de ella» (págs. 67-69).
El tema era la España que se quería salvar o construir. Añade:
«(...) La historia del mes de marzo de 1939, nunca bien contada, de la cual soy quizá el último viviente que tenga conocimiento directo desde Madrid, es la clave de lo que la guerra fue en última instancia. Un análisis riguroso de lo que sucedió en este mes, de lo que se hizo y se dijo, arrojaría una luz inesperada sobre los aspectos más significativos de la contienda y sobre las posibilidades –destruidas– de la paz. Tal vez algún día intente presentar mis recuerdos y mis documentos de esas pocas semanas decisivas, que se pueden simbolizar en el nombre admirable de Julián Besteiro»{55} (p. 72).
Tras la conclusión de la guerra, en vez de iniciar una reconciliación:
«(...) se inició una represión universal, ilimitada, y, lo que es más grave, por nadie resistida ni discutida. Se pueden repasar las conductas y las palabras –incluso impresas– de los que entonces gozaban de prestigio e influjo, y cuesta encontrar la más tímida petición de clemencia, no digamos una defensa, o una repulsa de la represión (...) Cientos de miles pasaron por las prisiones, más o menos tiempo (...) bastantes millares fueron ejecutados, en condiciones jurídicamente atroces (...) Se estableció –y en principio para siempre– una distinción entre dos clases de españoles: los «afectos» y los «desafectos» (...) Esto condujo a la perpetuación del espíritu de guerra, decenios después de terminada (...) La actitud de «los mal llamados años» ha hecho que muchos españoles (en la emigración o, lo que es peor, en España) vivan cuatro decenios escasos como si no vivieran, como si aquel tiempo –el de sus vidas– no merecería llamarse así{54}. Naturalmente, esto era una engañosa ilusión, un espejismo. El tiempo, que ni vuelve ni tropieza –dice un verso de Quevedo, que hace muchos años escogí para título de uno de mis libros–. El tiempo, efectivamente, ni vuelve ni tropieza; pasa, se desliza entre nuestras manos, constituye nuestra vida. Por debajo de las apariencias, incluso de las realidades oficiales, se ha ido produciendo una fantástica transformación de la sociedad española, tan viva, tan capaz de superar todas las pruebas y dificultades». (p. 75).
Ya al final, termina su texto Marías infligiendo un severo correctivo a lo que ha sido la Ley de Memoria Histórica:
«(...) hay que volver nuevamente los ojos a la guerra, para recordarla –es decir, llevarla otra vez al corazón– como algo absolutamente pasado, como nuestro pretérito común. No podemos olvidarla, porque eso nos expondría a repetirla. Tenemos que ponerla en su lugar, es decir, detrás de nosotros, sin que sea un estorbo que nos impida vivir, esa operación que se ejecuta hacia delante. Tenemos que eludir el último peligro: que nos vuelvan a contar la guerra desde la otra beligerancia, desde las otras mentiras, ahora que la mitad de ellos había perdido su eficacia y era inoperante (...) Ésta es nuestra empresa: darnos cuenta de que necesitamos vencer a la guerra, curarnos, sin recaída posible, de esa locura biográfica, es decir, social, que nos acometió hace algo más de cuarenta años, cuya amenaza ha sido tan hábilmente aprovechada para paralizarnos, para frenar el ejercicio de nuestra libertad histórica, la plena posesión de nuestro tiempo, la busca y aceptación de nuestro destino» (págs. 78-79).
De acuerdo salvo en las últimas líneas, que son buena muestra de idealismo. En resumen y en conclusión de este tema y del libro, en palabras del propio Marías :
«Los justamente vencidos; los injustamente vencedores. Esta fórmula, que enuncié muchos años después, que resume en seis palabras mi opinión final sobre la guerra civil» (p. 75).
Nos hemos alargado más de lo que era nuestra intención y de lo que sería conveniente (pensando también en la paciencia del lector) en una reseña de un par de libros, máxime cuando es eso, no un análisis detallado y comparado, sino fijándonos básicamente en estas dos obras. Pero con los fragmentos literales, pequeños comentarios y notas a pie de página (aquí al final de artículo) se nos ha ido un poco el asunto, pero como problema de extensión no hay en esta revista, por ese lado no hay problema.
Terminamos este artículo sobre España y Julián Marías enviando ánimos a las personas que lo están pasando mal en estos momentos. España, cual Ave Fénix, resurgirá de sus cenizas.
Notas
{1} En el libro sobre la guerra civil del que aquí hablamos, Marías pone como ejemplo de la manipulación de determinados planteamientos que se dan por supuestos, y contra los que es difícil luchar o desenmascarar, la «eliminación o escamoteo de la palabra «nación» en el anteproyecto de Constitución española que se hizo público a comienzos de enero de 1978» (págs. 57-58).
{2} Véase el libro Dos visiones de España, Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg 2005.
{3} Su admiración por Marías es grande y su juicio quizá excesivo cuando dice que «pasará a formar parte de la nómina de los grandes filósofos como Sócrates y Ortega» (p. 11). Sobre todo, nos llama la atención los dos filósofos que escoge, Sócrates y Ortega, quizá significando el primer y el (pen)último gran filósofo. Más abajo, se referirá a él como «este filósofo, quizá el más importante de nuestro tiempo» (p. 12).
{4} Otros escogen o prefieren otras partes. Así, José Luis Garci en su libro Mirar de cine, del año pasado (Notorious), recopila artículos ya publicados. Un capítulo está dedicado a Julián Marías. Se titula «El hombre que nunca mintió» y tiene que ver con el Marías crítico de cine (publicado en ABC –el ABC Cultural– en diciembre de 2005 tras la muerte de Marías).
{5} Acaba de salir, una vez ha confesado que abandona su labor de escritor de libros de filosofía –por ya haber dicho todo lo que tenía que decir, a lo largo de cuarenta años– y que centrará su dedicación en la novela (también acaba de editarse Los invitados de la princesa), una selección –la primera– de aforismos de Fernando Savater, rescatados de distintos lugares de su obra, y titulada Tirar de la cuerda. En cuanto al tema que nos atañe aquí, Savater no le concede ninguna importancia, ya que a él España «se la suda». Es recomendable leer el artículo de Pedro Insua «Fernando Savater dice que la idea de España se la suda: entre Portugal y Francia se encuentra... la Democracia», El Catoblepas, nº 45, noviembre 2005–). En El País del 31 mayo 2012, Javier Marías, hijo de Julián Marías, prestigioso novelista y miembro de la RAE, dice «La marca España me trae sin cuidado. La cultura española no es englobable. Me interesan los individuos». O en el ABC del miércoles 6 junio 2012, Fernando Rodríguez Lafuente titula su tercera «Sobre la marca España».
{6} Nota 10, p. 200.
{7} Un usuario ha subido recientemente a Youtube –7 abril 2012– una entrevista a Julián Marías en el programa Negro sobre blanco emitida el domingo 3 octubre 1999 en TVE-2 (aunque grabada antes de junio de 1999, antes de que Marías cumpliese 85 años). En él, Dragó le pregunta por el libro de Gregorio Morán sobre Ortega, El maestro en el erial, y Marías le remite a un artículo suyo, «Monederos falsos», ABC, 2 abril 1998, donde sin citarlo (como debe ser, dice don Julián, para no dar publicidad) habla de Morán al referirse a las personas que tergiversan y manipulan la información.
Tres meses más tarde, en enero 2000, le tocaría a Gustavo Bueno pasar por el programa de Dragó, dedicándole dos sesiones –como hará tres años después con motivo de la publicación de El mito de la izquierda–.
{8} Aquí es forzoso referirnos –o remitir al lector– a las conferencias que impartió Luis Carlos Martín Jiménez en la Escuela de Filosofía de Oviedo en noviembre 2011 sobre esto, donde establece cuatro modelos de pensar las relaciones entre España y América.
{9} Una de los lemas de las protestas de los estudiantes de la Universidad de Oviedo ante los recortes y subida de tasas era el de «menos elefantes y más estudiantes».
{10} Frente a muchos furibundos republicanos (sobre todo, si son los que añoran –aunque propiamente no puedan añorar nada, al no haberla vivido– el régimen de 1931-1936), se puede defender que, además del papel histórico que ha desempeñado en España, no es una cuestión tan crucial ni apremiante en la España de hoy. Así, por ejemplo, el escritor José Ignacio Gracia Noriega defiende la monarquía por motivos «económicos» cuando dice que «la Monarquía no sólo es superior a la República, porque es un mito en tanto que la República es una abstracción, por lo que, como decía Agustín de Foxá, se puede morir por el Rey, pero no por algo parecido al sistema métrico decimal, sino porque resuelve de manera barata, automática y efectiva la sucesión a la Jefatura del Estado. El nuevo Jefe del Estado desaparecido el anterior es el hijo del Rey: a rey muerto, rey puesto. Se evitan de este modo enojosos procesos electorales, con todos los gastos y toda la vana retórica que acarrean» («La tristeza del rey», 12 enero 2012, www.ignaciogracianoriega.net).
{11} Cómo no tener muy presente, no ya el esbozo de lo que será una futura publicación de Martín Jiménez, como hemos dicho, sino, los espléndidos trabajos de Pedro Insúa.
{12} Un libro reciente de Roberto Augusto, titulado El nacionalismo ¡vaya timo!, publicado por Laetoli en la colección ¡Vaya timo! –donde han publicado, por ejemplo, Puente Ojea La religión ¡vaya timo! y Mario Bunge Las pseudociencias ¡vaya timo!–, y del que hemos tenido noticia por el artículo de Savater «Auscultando nacionalismos» del 8 mayo 2012 en El País, titula el capítulo nº 5 «El nacionalismo en España: crítica a Gustavo Bueno», y en él tiene en cuenta solamente cuatro referencias: tres artículos («El español como lengua de pensamiento», «España» y «La esencia del pensamiento español») y un libro (España no es un mito). Nada dice de España frente a Europa, absolutamente crucial para entender la filosofía de la historia de España que propone Bueno –como España inteligible lo es en/para Marías–, y como no es posible que no conozca el libro (en España no es un mito se hace, lógicamente, referencia a él), hay que concluir que no ha tenido la honradez de leerlo. Y quizá por ello, diga barbaridades como la siguiente:
«(...) ¿Cómo se explica la obsesión de este autor de este autor por hablar constantemente de la «nación» española como Imperio (en su breve ensayo «España», de 23 páginas, menciona la palabra «Imperio» ¡más de 150 veces!)? ¿Por qué no definir a España como una monarquía parlamentaria surgida de la constitución de 1978? Una definición que, sin duda, explicaría mejor el presente español que no una referencia a un Imperio que ya no existe (...)» (p. 107).
Confunde las distintas escalas y no alcanza a comprender la idea filosófica de Imperio (discrepará de la distinción entre imperios generadores e imperios depredadores, por considerarla gratuita, ya que
«(...) lo importante son los hechos (...) (y) Bueno puede definir el imperio español como «generador», pero eso no quiere decir que el análisis de los acontecimientos históricos le dé la razón» (p. 108)).
O más abajo, cuando nos dice que
«Bueno tiene una concepción esencialista de España incompatible con la idea de secesión, independientemente de si ésta es pacífica y decidida democráticamente por todos los españoles» (p. 110),
pensando la esencia de España (seguramente desde presupuestos positivistas de raigambre comtiana) como una esencia fijista: la España eterna. Cuando lo que Bueno dice es exactamente lo contrario. O cuando expresa eso de la secesión decidida «por todos los españoles». ¡Pero es que ahí está el problema! Que la secesión la plantean los vascos o catalanes como si sólo a ellos afectara la decisión de separarse de España. Si Cataluña o País Vasco es España (una parte de ella), la decisión ya no dependerá exclusivamente de ellos («derecho de autodeterminación»). ¿Y dónde ha visto Roberto Augusto ese planteamiento? Y así tantas cosas, pero aquí no podemos explayarnos más allá de este breve comentario. Eso sí, recomendamos el libro a quien esté interesado.
{13} Serafín Fanjul acaba de publicar (abril 2012) Buscando a Carmen, centrado precisamente en esto, de enorme importancia.
{14} De ahora en adelante, si no indicamos lo contrario, el texto será siempre de Marías.
{15} Esto es lo que Gustavo Bueno ha calificado varias veces como «el público de la 2» (sin ir más lejos, en la entrevista de Primera plana de Teleasturias el 17 mayo 2012). Son los espectadores sublimes que ven la segunda cadena de TVE y se sienten superiores, algunos hasta «realizados», que es el summun. Es el público que se considera culto por ver programas «de calidad». Es el ciudadano que consume novelas de éxito, el best-seller de turno, sea éste histórico o vampírico. Que no lee ensayo, y que, si lo hace, se trata de ensayos light, más cercanos a los libros de autoayuda que a la filosofía. Damos por hecho que es así, y que ese sector de la población que consume (el verbo más adecuado) programas y novelas «de calidad», en realidad lo que hace es ingerir productos basura, siendo su apariencia de público culto una apariencia falaz. Dando por cierto esto, que nadie se llame a engaño. No estamos con esto descalificando a los best sellers de la literatura o del cine por sí mismos, por el hecho de que gusten a mucha gente. Ni negamos (es más, lo afirmamos) que existan programas o series de televisión interesantes, ni de que sean incompatibles con un grado de refinamiento filosófico más allá del pensamiento tuit o pancartil (sin duda, muy ingenioso en ocasiones). O de otro modo, que convivan perfectamente la denominada cultura pop (o popular) y la cultura tradicional (la gran cultura, la alta cultura, la cultura académica, la cultura con mayúsculas (la que se encargan de defender, con razón en muchos aspectos, Jordi Llovet –Adiós a las Humanidades– o Vargas Llosa –La sociedad del espectáculo–)).
(A raíz de esta última obra se celebró el 5 junio 2012 en el Paraninfo de la Universidad de Oviedo un acto titulado «Cultura, ¿qué cultura?» donde los miembros del jurado de los Premios Príncipe de Asturias de las Letras Blanca Berasátegui, Fernando Rodríguez Lafuente y Sergio Vila-Sanjuán (se cayó del programa Juan Cruz), charlaron sobre los medios de comunicación en el presente y el futuro que les puede esperar. Internet, comunicación, cultura, &c. fueron los temas que salieron a la palestra. Rodríguez Lafuente interpretó el libro de Vargas Llosa, más que como una crítica a los nuevos formatos y a la cultura audiovisual (que también, como se encargó de señalar el moderador, vicerrector y profesor de filosofía Vicente Domínguez), como una especie de réquiem por una forma de pensar y de vivir que se está acabando. Bueno, pues en esa mesa se habló del famoso libro de Umberto Eco Apocalípticos e integrados y del de Susan Sontag Estilos radicales, que precedería a la tesis del profesor italiano. Pero, si no nos equivocamos, el libro de Eco es de 1964 y el de Sontag de 1969).
Pero claro, por un lado, no es lo mismo una cosa que otra dentro de esa cultura pop, y por otro, la gente no se dedica al estudio de la filosofía, ni de nada, como consecuencia de emplear las horas en «pasatiempos» de consumo. La que sólo busca entretenerse (felicidad canalla), pasar el rato (recordamos a un profesor que decía: «No pasas el rato, sino que es el rato el que pasa por ti»...). Esos programas con áurea de público distinguido hacen creer a los espectadores que están en la vanguardia del pensamiento, cuando no es así en absoluto. Y el profesor Bueno siempre que sale esto a colación arremete contra Eduardo «Bimbo» Punset (responsable del programa Redes –ahora también con revista–), por ser el paradigma de sabio, de ilustrado en la España de hoy, cuando no pasa de ser un divulgador, que estaría muy bien sino transmitiese la idea del fundamentalismo científico, diluyendo o anulando la perspectiva filosófica.
{16} Y hoy: por ejemplo, la campaña de los guiñoles franceses contra el deporte español el febrero pasado (incluyendo los logotipos de las federaciones españolas, es decir, no ya a título meramente individual de algún deportista) y estos últimos días de mayo (realizando una parodia de King Kong (1933, Ernest B.Shoedshack y Merian C.Cooper), en donde Nadal, Contador y Casillas aparecen dopándose). Algunos, desde su atalaya, se rieron de quienes se ocuparon en los medios de esta cuestión, alegando que cuestiones harto importantes tiene España como para perder el tiempo defendiendo a un deportista multimillonario como Nadal. Pero ese es un análisis de brocha gorda, obviando los distintos planos de análisis, y, realizado desde una perspectiva en la que España «da igual». Similar análisis, por cierto, al que se ha hecho con la expropiación de YPF por parte del gobierno argentino, donde llamaban despectivamente a quienes se oponían a tal robo «españoles». A eso hemos llegado. Ser español es un insulto. Aquí si enseñas la bandera o escuchas el himno eres «facha». Veremos qué sucede, de nuevo, este mes de junio, con la Eurocopa.
{17} Por ejemplo, hace unos meses inició César Vidal una serie de artículos donde habla de las bondades del protestantismo y se lamenta de la suerte que ha corrido España siendo católica, realizando la Contrarreforma y no adecuándose a la altura de los tiempos. Pío Moa inició las réplicas en su blog de Libertad Digital. Poco después le expulsaron o le cerraron el blog (al día siguiente ya estaba en Intereconomía). Este asunto, junto al debate de la homosexualidad y al de la defensa del franquismo desde una perspectiva demócrata liberal, provocaron su expulsión. En el momento que escribimos esto, César Vidal continúa escribiendo su serie sobre las diferencias entre católicos y protestantes.
{18} Aunque muchos sigan en la idea de «los Estados Unidos de Europa» para superar la crisis (sin ir más lejos, tenemos delante el titular de una entrevista a Claudio Magris, con motivo de su paso por la Feria del Libro de Madrid, dedicada este año a Italia. Puede verse en el ABC del sábado 26 mayo 2012). Y no nos resistimos a poner un fragmento de Paneuropa. Dedicado a la juventud europea del conde Kalergi (traducido por Ángel Gamboa Sánchez), donde abogando por la causa europeista dice:
«Mientras que separados los Estados de Europa deberán a la larga inclinarse, política y económicamente, ante los Imperios mundiales, por su unión en la Paneuropa podrían convertirse en una de las más poderosas agrupaciones, si no en la más poderosa de todas (...) Europa estaría, sin duda, llamada, gracias a las tradiciones y dones de sus habitantes, a ser durante largos años aún el centro de la civilización mundial» (p. 54, Aguilar, Marqués de Urquijo).
{19} Así, por ejemplo, sin ir más lejos, el reportaje del 25 mayo 2012 titulado «Jugando a pirómanos con la identidad nacional» y el artículo «Romper el tabú» de José María Ruiz Soroa del 5 junio 2012, ambos en El País; el artículo «Regeneración de España: la vuelta a la nación» de Hispania Nova en el ABC del 7 junio 2012; la entrada del blog de Santiago Navajas del lunes 28 mayo 2012 titulada «Ni contra el rey ni contra Franco, contra España»; la tertulia del sábado 26 mayo 2012 de El gran debate de Telecinco, dedicada a la pitada al himno nacional en la final de la Copa del Rey de fútbol celebrada en el Vicente Calderón, y donde el Barcelona se impuso 3-0 al Atletic de Bilbao; o la mesa redonda del Teatro Crítico nº 114 titulada «Desprecian los símbolos nacionales de España», del miércoles 30 mayo 2012. ¿Es punible esa pitada? ¿Es un delito? ¿Qué hay que hacer en ese caso? ¿Se debe suspender el partido? ¿Es prudente hacerlo? ¿No se «indignarían» los espectadores que van a ver a su equipo una final y se quedan con las ganas? ¿Ocasionaría la suspensión del partido graves disturbios? ¿Pagarían justos por pecadores? Pero de otro lado, ¿qué hay que hacer? ¿Dejar que sigan ultrajando los símbolos nacionales? ¿Qué país es éste en el que en un estadio español en el que se celebra la final entre dos clubes españoles empieza con una pitada al himno nacional? ¿No es una grave falta de respeto? Y si es así entonces, de nuevo la pregunta, ¿qué hacer?
Desde luego, la situación de España es muy peculiar. Spain is different, seguramente para lo bueno y para lo malo. A un espectador extranjero le llamaría mucho la atención eso. Puede pensarse en EEUU, donde antes de cada espectáculo se canta el himno (aunque sea el país donde más banderas propias se queman). O en Francia (la chauvinista Francia, sí) donde tras el partido celebrado en París en octubre de 2008 entre Francia y Túnez, los espectadores tunecinos (que eran mayoría) abuchearon a la cantante francesa de origen tunecino Lāām mientras cantaba La Marsellesa. Sarkozy reaccionó aprobando una ley que exige suspender un evento si eso volviera a ocurrir. Platini comentó días después del partido que ya «hace 30 años, cuando jugaba con Francia, La Marsellesa ya era silbada en todos los campos, pero por entonces el fútbol no interesaba a los políticos y esto no chocaba a nadie», según leemos en el diario Público, ya difunto en papel, del 18 octubre 2008. Y en el ámbito del periodismo deportivo, el francés Frederic Hermel en Punto Pelota de Intereconomía, del 24 mayo 2012, se asombra de la cuestión española, y dice que «en España no sabéis lo que tenéis. Vas a Nueva York, y puedes hablar en español», y ofendiéndole los pitos a la bandera y al himno, no ya de su país sino de cualquier otro.
Los países, habría que decir, ya que muchos lo olvidan, están por encima de los regímenes políticos del momento, de la forma política que esté implantada en ese momento en el país. España era España con Alfonso XIII, con Primo de Rivera, con la República, con Franco, en la Transición y con la democracia del 78 (un poco a la manera de la «accidentalidad de la forma política» de la que hablaban Herrera Oria y la ACNP aplicado a su caso). La España franquista también era España, nos guste más o menos, y no una especie de limbo histórico en el que muchos la sitúan durante los «cuarenta años de franquismo» (por ejemplo, el presentador de El gran debate ya citado, Jordi González). Es en ese sentido en el que se puede decir que la patria (el territorio, la capa basal) es anterior y más importante que la democracia (aquella requisito de ésta) –como Javier Neira tituló su crónica de la presentación del libro de Bueno El fundamentalismo democrático en el Club de Prensa Asturiana, La Nueva España, 22 enero 2010–. Y choca aún más la contradicción en la que incurren quienes reniegan de lo que no sea democrático en su origen, y, sin embargo, lo tienen en cuenta a la hora de establecer una determinada relación sinalógica. Estamos pensando, en concreto, en el anuncio para conmemorar el 75º aniversario de RNE (y en las conexiones que realizan con la radio desde la televisión). Están diciendo con ello que Radio Nacional de España se fundó en 1937, y tienen en consideración todos los años de radio bajo el franquismo. Asumen que vienen de aquello y lo tienen en cuenta para la historia. Sin embargo, en el anuncio sólo una vez se dice el nombre de España, y en la última frase se dice solamente «Radio Nacional». Pero no todos están presos del tabú de «España» y los hay que la defienden sin complejos. Por ejemplo, la campaña de La Razón dedicando bastantes páginas en múltiples días a defender a España, sea en terreno educativo o deportivo, pongamos por caso.
{20} En el libro de Antonio Beneyto Censura y política en los escritores españoles, primera edición de octubre de 1975, agonizando Franco, entrevista a una serie de personas sobre el tema de la censura. Están Umbral, Aranguren, García Serrano, Ricardo de la Cierva, Dionisio Ridruejo, Cela, Gironella, Ansón, Pemán, Pla, Haro Tecglen, Delibes, Vázquez-Montalbán, Cunqueiro ... y Marías. Sobre los nacionalismos dice: «Estoy persuadido de que el «problema regional», que no debería ser problema, va a ser el más grave de todos en un futuro próximo, y que si no se lo plantea con honestidad e inteligencia, causará la ruina de una posible democracia en España».
{21} Coincide con Bueno: «Incluir nacionalidad en la Constitución fue un error garrafal», La Nueva España, 2 enero 2005.
{22} El problema de España se ha tratado sobre todo, tras el 98, en el siglo XX. Como curiosidad, diremos que en la bibliografía que se ofrece al final de España frente a Europa sobre España, que consta de cien títulos, ochenta de ello son del siglo XX.
{23} No en el sentido de la desaparición del estado por incordiar al individuo, posición dogmática de muchos autodenominados liberales, que en la teoría son casi solipsistas. En la práctica, claro, no pueden serlo. Y qué duda cabe que al igual que el ser se dice de muchas maneras, lo mismo ocurre con el liberalismo. En la página 40 critica el «liberalismo rancio, negativo y casi reducido a la desconfianza en el estado».
{24} Como casi en ninguna cosa; la epojé no puede ser eterna.
{25} Véase la recopilación hecha por Helio Carpintero en Una voz de la «tercera España». Julián Marías 1939, Biblioteca Nueva, 2007.
{26} Es una errata. Salió en febrero de 2008.
{27} Autor de España. La evolución de la identidad nacional (2000) y con una reseña de Bueno sobre el mismo («Las coordenadas de la España de Fusi»), donde habla del recelo de Fusi hacia el esencialismo (sea porfiriano, sea plotiniano), y achaca a Fusi, además de ese «fluidismo historicista radical», un gremialismo, que le impide citar a Marías en la parte en que defiende que España no fue ninguna anomalía (siguió cursos parecidos) respecto al resto de naciones europeas, ya que según Bueno «lo único que encuentro extraño aquí es que Fusi no cite el libro de Julián Marías España inteligible consagrado precisamente a demostrar la tesis del paralelismo entre la evolución de la nación española y la evolución de las otras naciones europeas; es evidente que Fusi ha leído el libro de Marías, aunque acaso lo ha leído como obra de un ensayista o filósofo, más que como obra de un colega perteneciente a su gremio» (negrita nuestra).
{28} Se equivoca Fusi, aunque conozca la expresión «fieramente» de la que habla Marías en el epílogo de la reedición de la obra en marzo 1980 en Argos Vergara. El título de la primera edición es La preocupación de España en su literatura. Aunque hemos dicho que nos ceñiríamos a estas dos obras y no hablaríamos de otros textos mariasianos, nos parece conveniente citar aquí este fragmento del epílogo de Marías del que hablamos, donde explica el por qué del título: «(...) Y cuando, al cabo de no pocas peripecias, Ediciones Adán presentó el libro a la censura, ésta respondió que el contenido podía publicarse, pero que había que cambiar el título, porque «Dolores, Franco, España y preocupación hacen muy mal efecto». Los censores insistieron en que tenía que decirse que se trataba de literatura y no de política; los editores indicaron que el original llevaba un subtítulo: «Antología literaria». Un censor expresó su convicción de que «nadie sabe qué quiere decir «antología»». Hubo que incluir la palabra «literatura» en el título, y el libro se llamó en su primera edición La preocupación de España en su literatura. Al reeditarse en 1960 (Guadarrama), con grandes ampliaciones, en tiempos un poco menos absurdos, recuperó su título originario» (p. 442).
{29} Ahora ocurre lo mismo con la versión oficial de/desde la democracia.
{30} Y así ha sido, veinticinco años después.
{31} Las cifras, como se sabe, son muy discutibles. Hace décadas se hablaba de 200.000 o incluso 400.000 víctimas. Y hay que distinguir entre condenas a muerte y ejecuciones. Salas Larrazábal hablaba de 23.000 muertos. Otros, como Pío Moa, abren la horquilla hasta 30.000.
{32} Es a lo que se refiere Gracia Noriega de que hasta que no veamos la guerra civil con la misma distancia que las Guerras Púnicas, no la superaremos.
{33} Así ha titulado, y volvemos a citarlo aquí, un artículo de la semana pasada, el 31 mayo 2012, Gracia Noriega, donde dice, como Marías, que no es nacionalista, pero sí español sin complejos, y afirma que el principal problema son los antiespañoles.
{34} Ya lo hemos dicho en la nota 23.
{35} Una posición estoica, que nos recuerda, por ejemplo, a la de José Mª Laso, que entendía que quienes le torturaron en las cárceles franquistas cumplían con su deber y hacían lo que tenían que hacer.
{36} Incluido en La Devolución de España, Espasa-Calpe, 1977.
{37} Gustavo Bueno hará lo propio en 1996 con el artículo «La filosofía en España en un tiempo de silencio», El Basilisco.
{38} Y, poco importa, que después de arrepientan –por ejemplo, la carta de José Antonio, escrita en la cárcel la víspera de su ejecución, y donde pedía perdón en la medida en que hubiera contribuido a la guerra–. Lo hecho, hecho está.
{39} No hace falta, irse al fondo. Tan sólo a las hemerotecas.
{40} En el programa número 78 de Lágrimas en la lluvia de Intereconomía, del domingo 3 junio 2012, dedicado a las persecuciones religiosas en España, e ilustrado con la película de Rafael Gil El canto del gallo (1955), se defendió por parte de los tertulianos que el objetivo primordial de los gobernantes tras declararse la república era atentar, minar y destruir al catolicismo: destruir a la España histórica, a España en suma, para crear otra España.
{41} Como el del chiste: de qué se habla, que me opongo.
{42} Otra cosa es el día a día. Es fácil decirlo en papel (o en pantalla); lo difícil es hacerlo cuando no se está atechado o no se tiene nada que llevar a la boca. Aunque de sobra sabemos que habitantes de países muy pobres están siempre con buena cara y la sonrisa en la boca. Lo que sucede es que no estamos acostumbrados (los mayores del lugar sí lo están), y el contraste es importante. A todo se acostumbra uno. Esperemos que los españoles no nos instalemos «plácidamente» en ese estado. Como ha dicho Javier Delgado Palomar en el Teatro Crítico ya citado, en peores circunstancias se ha encontrado el pueblo español y ha salido adelante. En las malas circunstancias es donde de verdad se comprueba de qué pasta están hechas las personas y las naciones. Marías diría que es ahí donde se verá el ser, la innovación y la autenticidad de los españoles. Así que, siendo realistas, miremos las cosas con optimismo. Quizá, y cumpliendo su cuota sociológica de opio del pueblo (por qué no), Casillas y compañía comiencen echando una mano.
{43} Y como ejemplo de una persona ejemplar en el ejercicio de la virtud ética de la fortaleza citamos a Manolo Preciado. Fallecido hoy, jueves 7 junio 2012, de un infarto, y un día antes de ser presentado como entrenador por el que iba a ser su nuevo equipo, el Villarreal. Primero falleció su mujer de cáncer, después su hijo en accidente de tráfico y el año pasado su padre, atropellado en la ciudad. Y se sobrepuso a tales desgracias, encarando la vida con entereza. Él decía que ante una circunstancia de esas caben dos opciones: o pegarse un tiro o tirar para adelante. Él recomendaba fervientemente la segunda. Desde aquí rendimos homenaje al bueno de Preciado.
{44} Los de ocho décadas después parece que sí se lo imaginan.
{45} Como dijimos en la introducción.
{46} Se refiere, claro está, a la Revolución Islámica de Jomeini.
{47} Havelock, por ejemplo, en La musa aprende a escribir habla de la importancia de la radio –de la oralidad– en el auge del nazismo.
{48} De nuevo la referencia de octubre de 1934.
{49} Y nosotros a la nota 1.
{50} Y a día de hoy, de fácil y gratuita consulta a través de Internet, en la Hemeroteca de ABC.
{51} Recuérdense los libros El intelectual y su mundo (1956) y El oficio del pensamiento (1958).
{52} Su relación con Besteiro es explicada en sus Memorias. Allí cuenta, por ejemplo, cómo le entrega a Besteiro, por mediación de su mujer, el ejemplar de Jesus Christus de Karl Adam para que lo tradujese al español mientras estaba en prisión. Enseguida enfermó de septicemia y no pudo concluirlo
Constatamos otro paralelismo: Daniel Ruiz Bueno tradujo El cristo de nuestra fe de Karl Adam y se lo dedicó en griego a Gustavo Bueno: «Somos de la misma estirpe de Cristo».
{53} Nos remitimos a la nota anterior.
{54} Nos acordamos aquí de las dedicatorias de las primeras películas de Garci (la de su ópera prima, Asignatura pendiente (1977), la dejamos de lado por ser la más larga, aunque conviene recordar que la gente se ponía de pie y ovacionaba ese texto final. En Solos en la madrugada (1978) aparece «Esta película está dedicada a los profesionales de la radio, que tanto nos ayudaron a vivir durante los años oscuros» y en Volver a empezar (1982), que también es un poco larga la dedicatoria termina con «A esa generación interrumpida, gracias»), un español ejemplar. Que no está preso de la leyenda negra ni del tiempo de silencio, ni tampoco en esos años de la transición, aunque a alguno pueda parecerlo. Del mismo modo que tampoco ahora es filofranquista o de la derechona, como se interpretó la dedicatoria final (un verso de Manuel Alcántara) de Tiovivo c.1950: «Corrían muy malos tiempos / pero vistos a distancia / quizá fueran los más nuestros» o la realización de Sangre de mayo. Por cierto, en próximas fechas, Agapito Maestre va a publicar un libro sobre José Luis Garci.