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El Catoblepas, número 125, julio 2012
  El Catoblepasnúmero 125 • julio 2012 • página 4
Los días terrenales

Rescoldos clásicos
Investigaciones sobre los Estudios Clásicos

Arnaldo Momigliano: los fundamentos clásicos
de la historiografía moderna (II)

Ismael Carvallo Robledo

Se continúa con el comentario del libro de Arnaldo Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography, University of California Press

Arnaldo Momigliano (1908-1987)

I

La segunda Conferencia Sather de Arnaldo Momigliano se titula La tradición herodotea y la tradición tucididea, refiriéndose a las dos grandes tradiciones historiográficas llamadas a vertebrar, como matriz dialéctica, la historiografía occidental. La pregunta fundamental que organiza su segunda disertación es la siguiente: ¿por qué fue Tucídides (460-¿396? a.C.) y no Herodoto (484-425 a.C.) quien se convirtió en el más autorizado historiador de la antigüedad?

La clave radicaría para Momigliano en la centralidad que en uno y en otro caso hubo de dársele a la política, o, acaso con mayor precisión, en la diferencia de escalas desde la que se interpretó, o se hizo, historia política. En Herodoto lo que tendríamos es una suerte de metodología de historia de la civilización, en una escala más global, mientras que lo que en Tucídides se tendría es una estricta historia política, con un acusado detenimiento en los detalles de carácter estratégico-militar.

II

El método histórico-crítico griego se perfila alrededor del siglo VI a.C., y tiene como fundamento un doble proceso dialéctico: el descubrimiento o desarrollo de un criticismo sistemático de la tradición (en el sentido de que, de algún modo, la hegemonía homérica podría considerarse como freno del desarrollo de la historiografía, siendo así que la crítica a esta tradición habría sido la llave de paso de la investigación histórica), y la posibilidad comparativa derivada del desarrollo de los viajes y de la geografía.

Dos son las figuras que se destacan como los antecedentes inmediatos de la tradición herodotea y de la tradición tucididea: Jenófanes, que vive entre el 560 y el 470, y Hecateo de Mileto, que vive entre el 550 y el 476. Sólo hasta entonces puede decirse que tiene lugar una transformación gnoseológica que permitió el desarrollo de, primero, la crítica a la tradición y la mitología y, después, de la historia (investigación) como tal. De Homero y Hesíodo (siglo VIII) a Hecateo (siglo VI), dice Momigliano, tiene de algún modo lugar una doble revolución: por un lado, esa revolución fue política, en el sentido de la transformación que significó el perfilamiento de la ley como factor de diferenciación entre las sociedades humanas; por el otro, la revolución fue también filosófica, en el sentido del avance racionalista y dialéctico (geométrico) que significó el método crítico filosófico a través del que se produjo una fractura en los esquemas de racionalización mitológica de la realidad para darle paso a una explicación inmanente y objetiva (o donde desparecían las relaciones de parentesco, antropomorfas o zoomorfas, como fundamentos estructuradores del acaecer y de la realidad). Podría decirse entonces que tanto la historia como la filosofía como formaciones históricas tienen como dispositivo de génesis la crítica a la tradición y a la mitología.

La tarea habría dado inicio con el «genio rebelde» (Momigliano) de Jenófanes, que se rehusó a creer en los dioses de la tradición y fue enfático en su convicción sobre la relatividad de las concepciones humanas y sobre la incertidumbre estructural del saber de los hombres. Pero el empeño escéptico de Jenófanes no tiene mayor recorrido metodológico: no desarrolla una revisión sistemática de la tradición griega ni ofrece criterios para su validación.

Quien lo hace fue Hecateo, que escribió, como se sabe, tanto sobre cuestiones de geografía como sobre las genealogías de los griegos. Y en su metodología había ya con más claridad un componente dialéctico (o comparado), derivado de sus viajes a través de los que llega al reconocimiento de otras realidades, lo que implicó el desplazamiento de horizontes tanto geográficos como cronológicos:

«Hecateo efectivamente encontró un criterio objetivo para optar entre hechos e imaginaciones. No estaba él ya a merced de las Musas. Y optó por la evidencia foránea. A través de la comparación con la tradición no griega, la tradición griega pasó a aparecérsele como «ridícula». El ensanchamiento del horizonte geográfico produjo también una extensión del marco cronológico de la tradición, con resultados desastrosos para las mediciones griegas del pasado.» (The Classical Foundations of Modern Historiography, págs. 32-33.)

Momigliano es cauto al señalar que no debemos excedernos demasiado en la conjetura sobre la posibilidad de encontrar ya a plenitud en Hecateo una negación de la existencia de los dioses griegos, ‘aunque sus pensamientos parecen estar orientados en esa dirección’. En todo caso, la tendencia general con la que debemos quedarnos al momento de ponderar el peso de Hecateo en el ulterior despliegue de la historiografía griega es la tendencia crítica a través de la que tiene lugar un desplazamiento o implantación de atributos en el hombre que antes solamente habían sido concedidos por la tradición a los dioses.

Pera hay una conexión que aún no se da en la metodología de Hecateo según Momigliano: la conexión entre la investigación histórica utilizada para explicar un hecho político-militar contemporáneo, pues a pesar de haber participado él en la rebelión o revuelta jónica del 499 a.C., no puede decirse con seguridad que escribió sobre ello: ‘la idea de extender el criticismo histórico desde el remoto pasado hasta el pasado reciente no parece habérsele ocurrido’ (p. 34).

La conexión se da solo en Herodoto, su sucesor. Y las consecuencias de ello son de enorme relevancia. El reconocimiento de sus contemporáneos no se hizo esperar, como fueron los casos de Sófocles o Aristófanes. Y es en parte por esta originaria y singular conexión herodotea entre los hechos pasados y los hechos recientes que le fuera concedido (Cicerón) el título de padre de la historia. Consciente del carácter efímero de las acciones humanas, Herodoto llegó a la certeza –que se hacía cada vez más evidente como sello de distinción del racionalismo griego de su tiempo- de que el registro o «memoria» de los hechos del pasado era el único remedio, por imperfecto que fuera, que el hombre tenía a su disposición contra su propia mortalidad.

Herodoto pensaba que había que preservar la tradición de la ciudad, pero que el descubrimiento de la verdad sobre ella, es decir, la crítica inmanente, era igualmente imperativo. Con esto estableció un doble procedimiento de repercusiones fundamentales para la metodología de la historia:

«Cuando Herodoto tomó como tarea primordial el registro de la tradición, estaba de hecho haciendo algo más que simplemente salvar los hechos del olvido. Estaba guiando la investigación histórica hacia la exploración de lo desconocido y lo olvidado. El método de Hecateo en su libro de las genealogías, hasta donde sabemos, estaba principalmente interesado en la crítica de lo conocido. Herodoto fue a otros países para descubrir eventos históricos. Al mismo tiempo, desarrolló una distinción entre las cosas vistas y las cosas escuchadas que fue esencial para el nuevo tipo de exploración. A diferencia de Hecateo no era él ya primordialmente un juez de lo que escuchó sino un descubridor de nuevos hechos. Por lo tanto tenía él que indicar cuáles de los reportes podían ser respaldados. La tarea de preservar tradiciones implicaba el intento de descubrir nuevos hechos, lo que significaba a su vez una nueva perspectiva metodológica en la que la confiabilidad de la evidencia importaba más que la evaluación racional de probabilidades.» (Momigliano, pág. 37.)

Nuevos métodos de exploración traían consigo nuevos problemas gnoseológicos, uno de los cuales era sin duda el de los esquemas cronológicos y de periodizaciones histórico-políticas:

«Mediante la combinación de la investigación y el criticismo de la evidencia, Herodoto extendió los límites de la investigación histórica para abarcar la mayor parte del mundo hasta entonces conocido. En una indagatoria tan compleja la cronología se convirtió en un problema mayor. Tuvo él que construir un marco cronológico capaz de incluir varias y diferentes tradiciones nacionales que nunca antes habían sido reunidas y respecto de las cuales no había una medida común del tiempo.» (págs. 37 y 38.)

Estaba comenzando a tener lugar una radical transformación del pensamiento griego llamado a hacer de esa área de difusión la matriz del racionalismo occidental: la conexión entre historia y política determinó una dialéctica a través de la cual la ciudad y su tragedia, en su confrontación con otras ciudades (la guerra), desplazaron a cualquier otro escenario como privilegiado espacio de configuración ontológica de la consciencia filosófica. Las figuras de la consciencia se tallaban a la escala de la ciudad, de la polis, haciendo que la implantación política e histórica de la consciencia filosófica fueran las únicas vías posibles para llegar a una implantación verdadera.

Este proceso de conexión entre historia y política se anuncia ya en Herodoto, pero se consolida de manera vigorosa en Tucídides. El primero, a pesar de haber tenido consciencia plena de que Atenas ‘había salvado a Grecia en las Guerras Persas’, no encontró regocijo alguno en observar la caída de los enemigos, ni celebró nunca tampoco el poder por el poder. Pareciera que el nervio de la política de poder no aparece aún en Herodoto de la misma forma en que lo hace en Tucídides. Aquél sólo atiende a situaciones individuales, y si hay algo por lo que según Momigliano hemos de recordarlo por cuanto a sus enseñanzas historiográficas, es la perfecta mesura con la que se condujo siempre en todas las cosas:

«El método de Herodoto es el de un hombre que no quiere suprimir lo que no está en su poder entender o corregir y que permite que la humanidad –o la mayor parte de ella– se refleje a sí misma y sin tocar en su espejo.» (pág. 39.)

III

Era una mesura la de Herodoto que, al acercarse peligrosamente a lo que podría considerarse por muchos como levedad, le valdría de hecho el desdén de Tucídides, cuyos perfiles se nos muestran en cambio por Momigliano confundiéndose con los de un Hegel por la intensidad y pasión con la que nos lo imaginamos conectando la política y la historia de manera definitiva y orgánica en la dialéctica interna y absoluta del Estado. La partida, en este «primer tercio» clásico, la ganaría a la postre Tucídides, siendo así que un Ctesias o un Aristóteles, un Diodoro, un Estrabón, o incluso Plutarco, fueron activos críticos de la obra herodotea, sosteniendo que en realidad su reputación no debía tenerse como la de un historiador verdadero.

«Herodoto no hubiera sufrido tal destino –nos dice Momigliano– si Tucídides no le hubiera dado un giro a los estudios históricos que implicara el repudio de su predecesor. Los factores que contribuyeron al descrédito de Herodoto fueron muchos, pero uno se destaca: Tucídides se puso a sí mismo entre Herodoto y sus lectores.» (pág. 40.)

Las razones de este giro se contienen por entero en la perspectiva trabajada por Tucídides, que es, como decimos, la vigorosa consolidación del pensamiento histórico-político griego en todo su esplendor y pasión. Tucídides no tenía intereses de viajero, no le interesaba ser un cosmopolita, podríamos decir. Había sido un exiliado por al menos veinte años, y cada una de sus palabras fueron las de un ateniense. No tenía intereses de intelectual cosmopolita (como podríamos también decir, teniendo en mente la voluminosa nómina de pedantes y sobre todo frívolos y por lo general leves «intelectuales» cosmopolitas de hoy en día): todas sus energías estaban dirigidas a hacer inteligible el significado de la guerra que tuvo que encarar como ateniense. La trabazón entre política, historia, guerra y Estado es en él, entonces, como decimos, total, confundiéndosenos la severitas de su perfil con la severitas hegeliana de, digamos, la Filosofía del Derecho, donde se nos dice, por ejemplo (parágrafo 100), que ‘el Estado no es un contrato, ni su esencia sustancial es la defensa y garantía de la vida y de la propiedad de los individuos como personas, en forma incondicional; más bien, es lo más elevado que, también, pretende esa vida y esa propiedad y exige el sacrificio de las mismas’.

No podía entenderse pues Tucídides fuera de la ciudad donde había nacido por la sencilla razón de que concebía él la vida en términos de vida política, y la historia en términos de historia política. La siguiente caracterización que de él hace Momigliano en su confrontación con Herodoto nos parece geométricamente precisa, recordándonos además aquélla genial distinción que Gramsci hacía entre la ironía del literato (buen humor, dice Momigliano de Herodoto, precisamente) a través de la que se permitía éste tomar distancia de la política, y el sarcasmo apasionado del crítico político que, como Marx, aunque criticase a unos y a otros, tomaba siempre partido. Thomas Mann haría luego también la distinción entre la política y su contrario: el esteticismo o apoliticismo estetizado. En todo caso, tanto la línea Tucídides como la línea Gramsci en su caracterización del sarcasmo apasionado nos llevan nuevamente, nos parece, a la severitas hegeliana como nervio determinante de la gravedad trágica de la política. Dice Momigliano:

«La reacción de Tucídides contra Herodoto tiene su justificación última en un desacuerdo sobre lo que es la certeza histórica, pero se debía sobre todo a la repulsión de un hombre comprometido con la vida política contra un bienhumorado cosmopolita.» (pág. 41.)

Era pues imposible concebir la vida al margen de la vida política y de la historia de la política. Tucídides, contemporáneo de los sofistas, fue quien puso a tono estas variables encausando la racionalidad historiográfica griega hacia nuevos derroteros y hacia nuevas intensidades, pues es sólo en la vida política como las pasiones humanas, intercaladas con los distintos planos de contradicción (antropológica, económico política, militar, ideológica) que se superponen en la dialéctica estatal, se nos ofrecen en su máxima nitidez e intensidad al ser el poder la divisa cardinal de la política y el instrumento definitorio de la eutaxia, que es el momento de verdad de toda política. Con resonancias nuevamente hegelianas (el poder y la libertad pueden sólo cobrar sentido, en sí y para sí, en la inmanencia del Estado), Momigliano enfatiza las claves del oficio del historiador more tucidideo al decirnos que:

«Tucídides asume que las diferencias entre diferentes edades son más cuantitativas que cualitativas. La naturaleza humana sigue siendo fundamentalmente la misma. Pero el presente es el único período respecto del que es posible tener información confiable, por lo que la investigación histórica debe comenzar con el presente y puede ir hacia el pasado solo en la medida en que la evidencia lo permite… Los hombres quieren poder, y pueden adquirirlo solamente dentro del Estado. Las disputas internas y las guerras son el resultado. Pero la acción del hombre no es invariablemente ciega. En tiempos de revolución las pasiones pueden alcanzar el punto en el que los individuos no pueden ser ya capaces de responder por sus acciones. Todo lo que el historiador puede hacer en estas circunstancias es definir los mecanismos de esas pasiones.» (pág. 41.)

El entendimiento activo que gobierna la pasión política (que es la más alta expresión de la pasión; o para decirlo con paráfrasis de Marx: la política no es una pasión de la cabeza sino la cabeza de la pasión) implica también el hecho de que, en la apreciación de ese mecanismo de configuración y funcionamiento, la figura del líder político, del estadista, se recorta también para Tucídides como central y definitiva. El método tucidideo es fino a este respecto, pues no hay batalla por el poder político que puede hacerse plenamente inteligible al margen de lo que los líderes dicen y hacen. La responsabilidad del político, del líder político, es entonces de magnitudes mayores, y aquí Momigliano lo dice todo en muy pocas palabras:

«Es de hecho la responsabilidad especial del líder político el mostrar su entendimiento de la situación en discursos que persuadan a la multitud sin hacer concesiones a sus ciegas pasiones.»

Y es por esto entonces que a las tareas del historiador tucidideo se le añade la de tener tanto cuidado en recordar lo que los líderes dicen como en registrar lo que hacen.

En todo caso, podría muy bien decirse que la historia como historia política en sentido pleno y total solo puede ser concebida como tal después, y no antes, de la aparición en el dominio griego del definitivamente ateniense y severo Tucídides. O para decirlo de otra manera, el canon clásico de la historia política es la historia tucididea. El traslado de esta impronta política de inequívoca factura griega en la historiografía llega a Roma a través de la autorización que de ella hace Polibio.

IV

Pero Polibio vive en el siglo II, del 200 al 118. Antes, durante el siglo IV (Tucídides muere en 396), quienes de alguna manera continúan con la tarea del tallado de la metodología historiográfica son, señaladamente, Jenofonte (431-354 a.C.), Teopompo (380-323 a.C.) y Eforo (400-330). Continúan con la tarea, aunque comienza a mostrarse en ellos divergencias respecto de la línea de Tucídides:

«Jenofonte pensó que los espartanos habían perdido la hegemonía sobre Grecia porque los dioses los castigaron por la traicionera captura de la ciudadela de Tebas. Uno se pregunta lo que hubiera pensado Tucídides de eso. Teopompo desarrolló una aproximación altamente emocional a la política ateniense y, de manera general, asumió posiciones de un modo que era de hecho repugnante para Tucídides. Eforo tiró hacia atrás a tiempos primitivos y cubrió un período, el que media entre las guerras troyanas y las peloponesias, que no habían sido consideradas por Tucídides como el campo adecuado para la investigación detallada.» (Momigliano, pág. 44.)

Aunque era imposible –digámoslo así– que no haya habido un ascendente de Tucídides sobre sus sucesores inmediatos, pareciera que lo que hubiera deseado él que fuera tenido como los rasgos fundamentales de la investigación histórica, a saber, la confianza en el estudio de la historia contemporánea como reveladora de aspectos permanentes de la naturaleza humana, su virtual ateísmo y el privilegio apasionado que dio a la perspectiva de los conflictos de poder para evaluar los acontecimientos fundamentales, no habían llamado en ellos, sus sucesores, la atención suficiente. Y de hecho, lo más importante que Momigliano destaca de la labor de estos historiadores del siglo IV fue que, partiendo de la matriz tucididea, intentaron hacer algo que Tucídides no hizo:

«Jenofonte experimentó con la biografía intelectual, con la historiografía filosófica y con la autobiografía como tal (la consigna de sus experiencias militares en el Anábasis). Teopompo situó a un hombre, Filipo de Macedonia, en el centro del gran cuadro de la vida contemporánea en sus Filípicas. Eforo intentó escribir historia griega desde los orígenes dentro del marco de una historia universal.» (pág. 45.)

Pero la ascendencia, no obstante el desdoblamiento de perspectivas y líneas de desarrollo, se mantiene intacta, siendo aún Tucídides para ellos el modelo del historiador verdadero y siendo también la divisa central tucididea, a saber, la historia es siempre historia política, el criterio maestro en el despliegue general de las perspectivas historiográficas. Y a pesar de los esfuerzos puntuales de un Jenofonte, un Teopompo o un Eforo, la etnografía, la biografía, la religión, la economía, el arte se mantuvieron en realidad por algún tiempo aún marginales, desplazadas por un interés centralizado en torno de las guerras y las alianzas.

En el ámbito romano, la obra de Tucídides y las polémicas en torno de su estilo frente al de Herodoto entran en el auge del aticismo, entre el siglo II y el I, y formaron parte de la vida literaria de Roma en los tiempos de Salustio y Cicerón.

Pero la predominancia del privilegio de la política de poder como perspectiva maestra de análisis histórico cobró nuevas fuerzas con la autoridad de Polibio (200-118). Podría decirse, nos parece, siguiendo siempre a Momigliano, que hay una línea fuerte de continuidad Tucídides-Polibio en el afianzamiento que en el mundo clásico tuvo la historia política como única vía posible para entender la historia como tal. De hecho, si para Platón el ideal de gobernante era el filósofo, para Polibio lo era el historiador. Y los senadores romanos que se educaban en Tucídides y Polibio, nos dice Momigliano, estaban por supuesto inclinados, si cabe, en acentuar la unilateralidad de los enfoques político y militar.

Y es que Polibio recoge con mayor fidelidad los criterios maestros tucidideos y apunta en la misma dirección: la importancia de la verdad histórica, su distinción fundamental entre causas superficiales y causas profundas y, sobre todo, digámoslo una vez más, la noción de Tucídides sobre la política y la historia contemporánea. La persuasión que logró Polibio en los romanos, ellos mismos llamados a configurar ‘el pueblo más político de la Historia’, respecto de la centralidad de la política en el acaecer de la historia, debe ser computada, en resolución, como una deuda de innegable factura tucididea. Y la influencia llega hasta los lectores de Polibio como Salustio, Livio y Tácito. La partida frente a Herodoto se había de alguna forma inclinado favorablemente, por algún tiempo al menos, del lado de la tradición tucididea.

V

Pero sólo por algún tiempo, como decimos, pues el recorrido de la tradición tucididea y de la tradición herodotea es dilatado y entrecruzado, ofreciéndosenos más bien como una serie de círculos históricos que en distintas etapas cobrarían relevancia variable al compás mismo de los acontecimientos políticos que fueron dándose en el mundo occidental. De ese entrecruzamiento se deriva la ya generalmente aceptada idea de que Herodoto y Tucídides son, ambos por igual y en definitiva, los padres de la investigación histórica, de la historia.

Pero no eran los únicos ni mucho menos, por supuesto. Polibio es la inmediata prueba de ello, pues, saltando de la Antigüedad al Renacimiento, la primera impresión que se recoge es la de que de hecho es él, Polibio, quien cobra, en un primer plano de aproximación, la más importante relevancia en los autores políticos e históricos, siendo una de las figuras centrales a través de las que se abre paso ese ya tan famoso renacer de la cultura griega en el contexto del siglo XVI. Parafraseado por Leonardo Bruni (1370-1444), estudiado por Angelo Poliziano (1454-1494), secretario privado de Lorenzo de Médicis, y comentado también, claro está, por el accutissimo florentino de Maquiavelo, Polibio,

«junto con Livio y Tácito está detrás del renacimiento del ideal griego de historia política que es una conspicua parte del más general renacimiento de los valores y formas clásicas del siglo XVI. Hasta el final del siglo diecisiete Polibio se mantuvo como el maestro de la sabiduría política, diplomática y militar. Casaubon fue su traductor y apologista. Justus Lipsius, el comentador y campeón de Tácito, fue también un gran estudioso de Polibio como historiador militar, a quien trató como una buena guía en la lucha contra los turcos. Isaac Vossius lo puso en el centro de la historiografía griega. En comparación con él Tucídides solamente atraía la atención como historiador en círculos selectos.» (Momigliano, pág. 49.)

Podría decirse entonces que ese triunfo de la línea tucididea habría de ser en efecto temporal o parcial, desplazado en este caso por la línea polibiana, por lo menos hasta la segunda mitad del siglo XVIII. Y fue dentro del contexto del movimiento romántico como la figura de Tucídides el severo vuelve a cobrar consistencia y predicamento como modelo de «historiador filosófico» (Momigliano, p. 49), ‘que combina una aguda examinación de detalles con un entendimiento profundo e imaginativo del proceder de la menta humana’ (p. 50).

Las líneas se cruzan y los papeles se invierten entrando en el siglo XIX. La vida de Tucídides de Guillermo G. F. Roscher, de 1842, influyó decididamente para que la interpretación del historiador de las guerras peloponesias encontrara moldes romántico-germánicos en un Creuzer, un Schelling, un Shlegel o un Ranke. Ahora, de lo que se trataba era de oponerle a un Polibio «inartístico» (Momigliano) y utilitario los perfiles de un Tucídides artístico y filosófico. La defensa del primero era no obstante, según nos lo reporta Momigliano, de cardinal interés por cuanto a la cuestión de las escalas con potencia universal en materia de investigación histórica, pues ocurre que quienes defendían en este contexto romántico-germánico a Polibio frente a Tucídides se replegaban a la tesis de que el universalismo polibiano, opuesto a una suerte (nos atreveríamos a decir) de localismo político nacionalista tucidideo, era más afín ni más ni menos que al universalismo de la Cristiandad (p. 50). Roma, y no Grecia, era y es la escala con la universalidad suficiente para hacer inteligible el universalismo cristiano: se trata en realidad de una amalgama histórica, la de Roma y el cristianismo, de perfiles fascinantes y duraderos (la Iglesia católica no es otra cosa que filosofía griega y derecho romano juntos, solía decir Unamuno). La vía católica de ese universalismo es la vía hispánica, la del imperio católico (universal) español; la vía protestante es la vía germánica (el germanismo es la filosofía dentro del cristianismo, decía por su parte Hegel).

Pero resulta ser que en el XIX se vuelven a invertir las cosas, y es en esa recombinación de líneas y papeles donde habría de apreciarse a la postre el mayor interés que a ojos de Momigliano nos ofrece esta histórica querella Herodoto-Tucídides, porque ocurre, nos dice, que la fortuna de Tucídides tuvo un cambio súbito a su favor frente a Polibio precisamente en el momento en que comenzaron a hacerse visibles las similitudes y virtudes que entre Tucídides y Herodoto habían, siendo así que fue Herodoto quien a la postre habría de «salvar» el nombre de su polémico sucesor y detractor, pues toda admiración por Tucídides tenía su origen en una previa admiración por Herodoto.

La línea circular herodotea es entonces recorrida por Momigliano desde mitad del siglo dieciséis en adelante:

«A partir de la mitad del siglo dieciséis Herodoto se había convertido en un muy respetable y respetado autor. Cuando comenzó a circular otra vez en el Occidente alrededor de 1460, en la traducción de Valla, los humanistas por supuesto que recordaron los viejos ataques contra él. Por un tiempo estuvieron divididos en dos lealtades. ¿Se debía creerle a los antiguos que llamaron a Herodoto mentiroso, o debía uno de abandonarse al encanto y a la doctrina del autor recientemente revelado? Pontano intentó ofrecer un balance, Juan Luis Vives hizo de Herodoto el pretexto para atacar a los mentirosos griegos de todas las épocas.» (pág. 50.)

En este contexto, dos acontecimientos modifican por entero las coordenadas de la historiografía: por un lado, tuvo lugar el descubrimiento de América, lo que implicó que la investigación geográfica de nuevas realidades cobró nueva fuerza como criterio metodológico para la historiografía, atrayendo la atención nuevamente sobre la herencia de Herodoto (no hay que olvidar, y esto Momigliano no lo menciona, que los Reyes Católicos financian el viaje de Colón porque sabían que la tierra era redonda, información que era estratégicamente crucial en el contexto de la guerra entre el imperio español y el Islam); y el interés por la historia bíblica derivado de la Reforma protestante, del que se derivó a su vez también un renovado interés por Herodoto para los efectos del respaldo y soporte histórico, frente a los escépticos, de los acontecimientos bíblicos. Cuando luego, en el XVII, Newton eleva a Herodoto a rango de referencia fundamental, habiendo dicho que desarrolló tablas cronológicas para ‘ajustarse al curso de la naturaleza, al de la astronomía, a la historia sagrada y a Herodoto, el padre de la historia’, y, en el XVIII, Herder, en el fervor y auge romántico hizo de él su aliado, la reputación de la tradición herodotea habría de quedar definitivamente asegurada (p. 51).

VI

Concluimos. El balance de Momigliano respecto de la querella Herodoto-Tucídides en el mundo contemporáneo (el tercer tercio), siglos XVIII y XIX, apunta hacia la ponderación equilibrada. La política de poder habría de tenerse quizá como determinante fundamental. Herodoto era más fácilmente apreciable, nos dice Momigliano, en el siglo XVIII que en el XIX. En el XVIII, Herodoto acaso haya sido visto sin mayores complicaciones como un astuto e inteligente cosmopolita. Pero el XIX fue otra cosa, como bien lo supo ver Napoleón al decirle a Goethe que se olvidase de los moldes clásicos de la tragedia: la tragedia moderna comenzaría a ser desde entonces, para Napoleón, la política. Y en un siglo tan fatalmente político como el XIX, y sobre todo en la Alemania de las grandes escuelas históricas germánicas, no había espacio para un cosmopolita diletante como Herodoto. Su lugar fue ocupado por Tucídides.

Y es así entonces como concluye Momigliano, en esta su segunda Conferencia Sather sobre Los fundamentos clásicos de la historiografía moderna, diciéndonos que Herodoto podría ponerse presidiendo el desarrollo de una historia a escala de las civilizaciones, es decir, de una historia de las civilizaciones, mientras que el de Tucídides, flanqueado por Polibio, sería el espacio privilegiado para ser el padre canónico de la historia política. Si Herodoto, remata el profesor Momigliano, representaba la ingenua y fresca contemplación del pasado, Tucídides fue el representante de un más penetrante y experimentado análisis del destino humano.

Los dos, sin duda y en todo caso, y ahí también mantiene Momigliano intacta la tesis, son tenidos como los verdaderos fundadores de la historia occidental. Aunque no por ello dejar de ser a este respecto puntual nuestro admirado profesor piamontés cuya lectura representa un verdadero deleite del entendimiento (deleite que estamos intentando transmitir con la mayor fidelidad posible a nuestros lectores) cuando señala un inextinguible nervio irónico que mantendría viva la disputa entre uno y otro, y que mantendrá acaso para siempre abierta la querella herodotea-tucididea, pues, a su juicio, Herodoto, con ese humor o ánimo más cosmopolita y –se podría decir- escéptico (el cosmopolita, como el anarco-liberal, es siempre un escéptico en política, siempre que no se trate, claro, de un cosmopolita «internacionalista» en el sentido marxista-leninista o revolucionario), no hubiera tenido problema alguno con esa postrera asociación con su rival. El severo de Tucídides, en cambio y por su parte, como buen hombre político que, por dialéctico, toma siempre partido, ante comparación y asociación semejante con quien la posteridad ha situado a su lado compartiendo la paternidad de la historia, hubiera quedado embargado por el horror.

 

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