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El Catoblepas, número 125, julio 2012
  El Catoblepasnúmero 125 • julio 2012 • página 6
Filosofía del Quijote

Los orígenes románticos
de las interpretaciones filosóficas del Quijote

José Antonio López Calle

Las interpretaciones filosóficas del Quijote (1). En esta primera entrega se pretende explicar por qué Alemania, en el tránsito del siglo XVIII al XIX, reunía las condiciones más adecuadas para que la concepción filosófica del Quijote surgiese y arraigase allí antes que en cualquier otro país

Portada de la traducción del Quijote a la lengua alemana, Berlín 1799

Preliminares sobre las interpretaciones filosóficas del Quijote

Cuando hablamos de interpretaciones filosóficas nos referimos a las de carácter simbólico, esto es, nos referimos obviamente a la exégesis de la magna novela como una alegoría filosófica o metafísica, de forma que los personajes principales, sobre todo don Quijote y Sancho, y no pocas veces algunos de los personajes secundarios, así como la historia y aventuras del protagonista, expresan alegóricamente un pensamiento filosófico o metafísico. Este género de interpretaciones filosóficas de carácter alegórico, con las que damos fin a nuestro estudio sobre la interpretación del Quijote, constituye, para muchos autores, la cima de la exégesis y comentarios de éste. En efecto, para muchos hablar del simbolismo del Quijote viene a ser lo mismo que percibirlo como portador de un profundo y trascendental significado filosófico, de forma que la interpretación filosófica del magno libro se nos presenta como la interpretación alegórica por antonomasia.

Ahora bien, en el Quijote hay muchos elementos filosóficos al margen del supuesto simbolismo filosófico-metafísico del gran libro. En la lista de este material, encontramos no sólo reflexiones mundanas sobre la vida y la muerte, sobre múltiples cuestiones morales y políticas, sino también menciones de doctrinas filosóficas académicas, como la doctrina aristotélica sobre la virtud, las tesis empiristas aristotélico-escolástica sobre la mente como una especie de tabula rasa y la experiencia como fuente y garantía del conocimiento, conversaciones acerca de la naturaleza del arte y la literatura, ideas aristotélicas sobre la guerra y la paz, &c.

Todo esto nos invita a distinguir las interpretaciones filosóficas no simbólicas del Quijote de las interpretaciones filosóficas simbólicas del mismo o entre la filosofía del Quijote en sentido literal y la filosofía del Quijote en sentido alegórico. Los estudios o comentarios que se centran en el material filosófico presente en la obra de forma directa, no simbólica, sino manifiesta, pertenecen, pues, a la sección de las interpretaciones literales o inmediatas de la novela, las cuales no sólo son compatibles con la interpretación directa del Quijote, sino que son parte integrante, pero subordinada, de la concepción de la novela como una ficción cómico-realista dirigida a satirizar los libros de caballerías. La hermenéutica literalista de la novela cervantina no se distingue, pues, de la hermenéutica alegórica por una supuesta incapacidad de sondear e identificar una filosofía en el Quijote, sino por el hecho de que, desde la perspectiva literalista, la filosofía del Quijote forma parte del fondo ideológico de la obra, quedando relegada, pues, a un segundo plano, mientras que, según la hermenéutica alegorista, la filosofía del Quijote constituye la base misma de la que se nutre la obra, cuya propia esencia se cifra en ser la expresión alegórica de una idea filosófica o metafísica.

Normalmente, los que ven en el Quijote una alegoría filosófica lo interpretan como la dramatización de un conflicto entre el ideal y la realidad prosaica o entre el idealismo y el realismo y a veces incluso entre el espiritualismo y el materialismo. Ahora bien, las interpretaciones filosóficas en términos del par idealismo/realismo o espiritualismo/materialismo se puede presentar de dos maneras: en la forma de una interpretación filosófica abstracta, en cuyo caso don Quijote y Sancho aparecen como símbolos trascendentales de cualidades universales de todo hombre y, en el caso que nos traemos entre manos, como símbolos universales de las tendencias de todo hombre al idealismo y al realismo; y en la forma de una interpretación filosófica concreta, en cuyo caso la pareja inmortal simboliza cualidades históricas preferente o particularmente de los españoles. En la primera, el Quijote pasa a ser una Biblia de la humanidad, mientras que en la segunda es ante todo la Biblia nacional de los españoles.

Naturalmente, ambas interpretaciones, la metafísica abstracta y la metafísica concreta, no se excluyen entre sí. De hecho, es común presentar a don Quijote y Sancho como símbolos trascendentales de rasgos atribuibles a todo ser humano y a la vez como símbolos de unas cualidades, el idealismo o el espiritualismo y el realismo o el materialismo, que se dan especialmente entre los españoles. Así, pues, don Quijote y Sancho son a la vez símbolos universales de la humanidad y símbolos particulares de los españoles.

Otra distinción no menos importante y no menos útil que la anterior entre interpretaciones filosóficas abstractas y concretas en el sentido clarificado, es la que discierne entre interpretaciones filosóficas indeterminadas e interpretaciones filosóficas determinadas. Las primeras comprenden toda suerte de exégesis del Quijote en las que se considera que éste encierra un pensamiento filosófico, pero de carácter indefinido, intemporal o ahistórico, esto es, no se identifica con una escuela o corriente filosófica determinada o con el pensamiento de un filósofo particular; las segundas, al contrario, se caracterizan por atribuir al Quijote un pensamiento filosófico en el que se refleja una corriente filosófica definida de una determinada época o país y, a veces, como veremos, incluso de un filósofo históricamente identificable.

Así, por ejemplo, esta distinción permite discriminar la aproximación a la inmortal novela de los pioneros de la hermenéutica filosófica, los románticos alemanes, que cuando hablaban del gran libro como una epopeya sobre el conflicto entre el idealismo y el realismo o el espiritualismo y el materialismo, estos «ismos» se presentaban como ideas indeterminadas, por encima o al margen de las corrientes filosóficas de entonces en Alemania, por más que la influencia del idealismo alemán sea innegable en su orientación exegética; de la aproximación filosófica de estudiosos posteriores que, sin negar la idea fundamental de los románticos alemanes, asumida por los románticos de todas las naciones importantes de Europa, sobre la filosofía profunda albergada en la novela aunque de forma simbólica, van a relacionar ésta con definidas corrientes filosóficas reinantes en España o en Europa o con la de un filósofo determinado, como, por ejemplo, Descartes.

Es importante resaltar que las interpretaciones filosóficas suelen entretejerse con otras interpretaciones alegóricas, de forma que cualquier otro género de exégesis del Quijote es susceptible de combinarse con la filosófica o metafísica. El defensor, por ejemplo, de una exégesis autobiográfica puede combinar perfectamente a la vez la visión de don Quijote como si fuese Cervantes con la atribución a éste del mismo idealismo o espiritualismo que se le atribuye a don Quijote; el partidario de una exégesis política o social convierte a su protagonista en un portavoz de una variedad de idealismo político o social; y el impulsor de una hermenéutica psicológica, cuando concibe a don Quijote como un símbolo psicológico del carácter de los españoles, está alentando o fomentando que se considere su idealismo como un rasgo psicológico de los españoles.

Como los cinco géneros de interpretaciones alegóricas ya examinadas, las interpretaciones alegóricas en clave filosófica admiten dos variedades: la constructiva o positiva u optimista y la destructiva o negativa o pesimista. De acuerdo con las primeras, el Quijote representa el triunfo final del ideal en el mundo; de acuerdo con las segundas, su fracaso.

Las raíces germánicas de la interpretación filosófica del Quijote

La búsqueda de la filosofía del Quijote entendiendo este sintagma no como un genitivo objetivo, la filosofía sobre el Quijote, sino como un genitivo subjetivo, esto es, como la filosofía que cabe encontrar diseminada a lo largo de la gran novela, que sería, pues, ante todo una novela filosófica, se remonta al romanticismo alemán en el tránsito del siglo XVIII al XIX. Es justo en el filo del cambio de siglo, en 1800, cuando August Wilhelm Schlegel, el mayor de los dos hermanos del mismo apellido y cofundador con su hermano del movimiento romántico, anticipa la concepción filosófico-metafísica de la magna obra cervantina. Cabría preguntarse por qué fue así, por qué fueron los románticos y filósofos afines al romanticismo alemanes los primeros en establecer los fundamentos de la concepción filosófica del Quijote.

Para explicarlo tenemos que remontarnos a las características de la filosofía alemana de la época y de la escuela romántica. Puede decirse, sin riesgo de errar, que de entre todos los países de Europa era la Alemania de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX la mejor preparada para convertirse en el lugar de origen de la hermenéutica filosófica del Quijote, pues era allí donde se daban las bases y condiciones intelectuales imprescindibles y más favorables que podían alentar una aproximación filosófica a la gran novela. Esas bases y condiciones tienen que ver, por un lado, con la filosofía dominante en Alemania, el idealismo, y con la naciente escuela romántica, cuyos adalides principales fueron los hermanos Schlegel, especialmente el menor de ellos, Friedrich Schlegel, sin duda el principal portavoz y teórico del movimiento romántico. De hecho, la filosofía idealista, sobre todo la de Fichte y Schelling, influyó poderosamente en el ideario filosófico y estético de los románticos. La influencia de los idealistas sobre los románticos no se debe sólo a la lectura de sus escritos por parte de éstos últimos, sino que además existió una intensa interacción personal entre los filósofos más influyentes en el movimiento romántico y los más destacados impulsores de éste. En efecto, en los años cruciales en que se forja el ideario de la escuela romántica confluyeron y coincidieron Fichte, Schelling y los Schlegel en la Universidad de Jena, ciudad que se convirtió, como decía Heine, en el cuartel general de la escuela romántica, donde formaron una especie de cenáculo; por la casa de A.W. Schlegel pasaron o desfilaron varias veces entre 1796 y 1801, amén de su propio hermano, Fichte, Schelling, Schleiermacher, Tieck, Novalis y otros. En cuanto a Hegel, la figura máxima del idealismo alemán, aunque por poco tiempo, también coincidió en la Universidad de Jena, a donde llegó en 1801, con los Schlegel –que al año siguiente abandonarían Jena, el mayor para irse a Berlín y el menor a París– y Schelling; Fichte la había dejado ya en 1799 por causa de la acusación de ateísmo contra él. Pues bien, en estos años formativos del romanticismo en el círculo de Jena, de la que podríamos llamar la «filosofía del romanticismo», entendiendo ésta no en el sentido de una filosofía académica sistemática, pues Schlegel no fue capaz de desarrollarla y exponerla de esta forma, sino como una actitud ante la vida y el universo, se configuraron a la vez la estética de este movimiento y solidariamente su concepción del Quijote.

1. La significación metafísica del arte en la estética idealista: Schelling

Un rasgo común a la filosofía idealista y a la estética del romanticismo es la insistencia en la significación metafísica del arte, incluida la literatura o, como se solía decir en la época, la poesía. Por el lado de los idealistas, sobre todo de Schelling y Hegel –Fichte no cuenta nada en este asunto, ya que no escribió nada sobre filosofía del arte, aunque sin duda, en virtud de sus principios metafísicos, está más que justificado pensar que habría expuesto una tesis similar a la de sus cofrades– esa idea les condujo a presentar el arte como una manifestación sensible del Absoluto o del Espíritu infinito, de lo que se sigue, pues, que la obra de arte es portadora de un contenido filosófico y espiritual, que ésta expresa imaginativa o intuitivamente a través de lo sensible o bajo una forma sensible. Que por lo demás Hegel y Schelling difieran en que según el primero el arte es sólo una de las tres manifestaciones del Absoluto y que la filosofía sea la máxima expresión del Absoluto en tanto en ella éste es pensado conceptualmente, mientras según el segundo, al menos en su primera etapa, el arte es el órgano principal de la aprehensión filosófica del Absoluto, es algo irrelevante en relación con el reconocimiento del significado filosófico del arte y de la aplicación de esta idea a la comprensión de las grandes obras de arte, como el Quijote. Aunque sí tiene cierta relevancia en relación con la gestación de la «filosofía del romanticismo», con la que tiene mucho que ver la filosofía de Schelling, sin duda la más afín al pensamiento romántico y la que más influyó en éste. Esto pudo ser así porque Schelling estaba desarrollando su teoría del arte en el momento en que el primer romanticismo o romanticismo temprano, el de los Schlegel y Novalis, se estaba generando; en cambio, Hegel no pudo influir sobre la escuela romántica, porque ésta ya se había dotado de unas bases conceptuales años antes de que aquél se empezase a ocupar en serio de la filosofía del arte, de la que da un adelanto en la tercera parte de la Fenomenología del espíritu (1807) y en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1817), pero que no abordó sistemáticamente hasta que pronunció sus famosas Lecciones sobre estética en la Universidad de Berlín entre 1820 y 1822, pero se publicaron póstumamente en 1835.

En el último capítulo de su Sistema de idealismo trascendental (1800), Schelling expone un aspecto de su idea del arte que estaba llamado a ejercer un influjo notable en la estética romántica y en el género de aproximación al Quijote promovida por ésta. Se trata de la doctrina de lo inconsciente en el arte, un elemento inconsciente presente tanto en el genio o artista creador, en su proceso de creación artística, como en la obra de arte que emerge de ésta ya concluida. De acuerdo con esta doctrina, el artista por medio de su intuición estética revela lo infinito en lo finito, esto es, la verdad básica de la unidad de lo ideal y lo real, de lo inconsciente y lo consciente, gracias a lo cual la obra de arte encierra un profundo significado filosófico y espiritual. Ahora bien, el artista dotado de genio creador aúna en el proceso de creación dirigido por su intuición estética elementos inconscientes y concientes, que también se van a expresar en la obra de arte que resulte de este proceso. El artista actúa consciente y deliberadamente en el esfuerzo que despliega para imponer una forma a su materia utilizando unas determinadas habilidades técnicas; pero al mismo tiempo el artista está siendo instrumento de un poder interior inconsciente que surge de las profundidades de su espíritu que no domina, sino que le domina, un poder o fuerza que, en su nivel más bajo, es el mismo que el que actúa en la naturaleza, de forma que el poder que bulle inconscientemente en las profundidades del alma del artista, en la que se confunden lo natural y lo espiritual, es el mismo que actúa a través de la conciencia del artista para producir la obra de arte. Es esta emergencia a través de la conciencia del artista de ese fondo abismal inconsciente del espíritu del artista en que bulle la naturaleza lo que explica, según Schelling, el poderoso efecto de la gran obra de arte sobre la vida de quien la contempla, un efecto parecido por ello al que sobre nosotros tienen los grandes fenómenos de la naturaleza. Pues bien, si hay un caso en el que los románticos echarán mano de esta doctrina para explicar la grandeza artística de una obra, ése es el del Quijote, en el que, desde Friedrich Schlegel, en adelante, todos los exegetas sometidos a su influyo hallarán en la doctrina de Schelling que acabamos de resumir la base metafísica que les permitirá distinguir en la magna novela un doble estrato, consciente e inconsciente, y de paso explicar así el extraño enigma de que pueda contener en sí un elevado sentido filosófico del que Cervantes al parecer no fue consciente. Ya veremos en su momento cómo en España Manuel de la Revilla recurrió expresamente, aunque sin mencionar a su autor, a esta doctrina de Schelling.

Pero hay otra doctrina de este filósofo alemán, quien fue sin duda el que mejor reflejó el espíritu del movimiento romántico, muy influyente en el pensamiento de los románticos y en el tipo de acercamiento al Quijote que éstos patrocinaron e impulsaron. Nos referimos a su doctrina acerca del simbolismo y la mitología en el arte, que expone en la segunda parte de sus conferencias de Jena sobre Filosofía del arte (1802-3, impartidas de nuevo en 1804-5 en Wuzburgo, pero publicadas póstumamente). Hemos visto que el arte producido por el genio artístico es una revelación del Absoluto y en esto el artista se asemeja al filósofo, pero, a diferencia de éste que lo aprehende de forma abstracta o conceptual, el artista lo aprehende intuitivamente y lo expresa de forma sensible sobre todo por medio de símbolos o alegorías. Schelling distingue la imagen, que es concreta y particular, del símbolo, que no es la representación de lo particular o de lo universal, sino de ambos unificados, de lo universal en lo particular. El artista quiere expresar su aprehensión del Absoluto, pero algo que es infinito y espiritual no se puede expresar adecuadamente en un medio finito y material; de ahí la necesidad de usar símbolos o alegorías como medio expresivo. El discurso simbólico o alegórico, gracias al sentido indirecto que permite alzarse sobre su sentido literal o directo, es el único discurso profundo mediante el cual, aunque de forma siempre aproximada e imperfecta, podemos acercarnos a la expresión de un contenido espiritual, expresión que, no obstante, debe fracasar porque debemos hacer uso de medios materiales para expresar algo que es inagotable, inabarcable y, en el fondo, inexpresable. Las obras de arte portadoras de un alto simbolismo alegórico sugieren al menos esta inexpresabilidad o inefabilidad de fondo, pues nos incitan a hablar más y más de ellos y cuanto más lo hacemos, más queda por decir de ellas.

Una derivación de esto es el llamado anhelo (Sehsucht), sentimiento o nostalgia del infinito de los románticos, que se funda en el hecho de que se debe intentar comprender y representar lo infinito en lo finito, lo espiritual en lo material, lo que en sí es inexpresable hay que representarlo mediante imágenes o palabras, razones por las cuales nada de lo que haga el artista será bastante para conseguir su objetivo y el resultado es la insatisfacción. Una insatisfacción que, lejos de apagar el anhelo, lo estimula casi hasta convertirse para él en una especie de paranoia que lo impulsa a una lucha interminable por superar la expresión simbólica de lo infinito y espiritual. Esta búsqueda interminable de lo infinito, que se da no sólo en el arte sino en los demás órdenes de la vida espiritual del hombre, la intentó simbolizar Novalis en su novela inacabada Enrique de Ofterdingen, en la persecución de su protagonista, un trovador medieval del siglo XII, de la inalcanzable flor azul.

Un aspecto importante de la doctrina de los símbolos de Schelling es la manera como los relaciona con los mitos, pues los mitos son símbolos mediante los que precisamente se pretende expresar, si bien imperfectamente, lo que de otro modo es completamente inexpresable. Los mitos, no obstante, sugieren esa realidad inefable y oscura, porque ellos mismos son en sí inexpresables, en el sentido de que no se pueden explicar con un número finito de palabras o representar en un número finito de imágenes. Imbuido de estas ideas, Schelling estudió el simbolismo que ofrece la mitología griega y el tipo de concepción de la realidad a que responde y de la que surge, pero no redujo la mitología a la de los griegos, sino que la extendió para incluir la que él denomina mitología judía y cristiana, de la que también investiga el tipo de concepción de la realidad contrapuesta de la que emana, poniendo así de manifiesto que la mitología griega y cristiana se corresponden con diferentes visiones o intuiciones de la realidad, la griega con la intuición del universo como naturaleza y de ahí que los dioses griegos se conciban como seres naturales, como dioses naturales que adquieren un rango histórico en la epopeya homérica, y la cristiana con la intuición básica del universo como historia, como reino de Dios, como un reino moral gobernado por la Providencia. El filósofo alemán hace hincapié en el papel fundamental desempeñado en el arte por los mitos forjados por los cristianos, ya que el simbolismo del que la mitología cristiana es portadora ha suministrado durante siglos un material indispensable para la creación artística. Naturalmente, cuando Schelling habla de los mitos, ya sean griegos o cristianos, no se refiere a ellos de forma despectiva o peyorativa, sino en su acepción positiva y ponderativa como relatos que encierran en su simbolismo una verdad profunda sobre la vida y la relación del hombre con el mundo.

Ahora bien, los mitos griegos ya no nos sirven a los hombres modernos; Schelling censura el absurdo de cualquier tentativa de resucitarlos, pues nosotros no somos griegos. Tampoco nos valen ya los mitos cristianos a los modernos, sobre todo después de la época de la Ilustración, como consecuencia del poderoso efecto desmitologizador operado en la religión cristiana por el librepensamiento ilustrado. Como tantos otros protestantes, Schelling concede un papel crucial a la Reforma protestante en el surgimiento del espíritu crítico moderno aplicado a la religión, ya que, según él, la Reforma trajo consigo nada menos que la libertad de pensamiento y de invención, de la que Ilustración sería la heredera y su máxima manifestación. Esto es un error, que años más tarde consagraría el también protestante Hegel, pues Lutero lo único que hizo fue sustituir la autoridad de la Iglesia por la de la Biblia y su libertad de conciencia sólo concernía a la conciencia religiosa del individuo y no de todo individuo, sino sólo del príncipe, cuyos súbditos estaban obligados a seguir la religión de su príncipe (cuius rex cuius religio), una conciencia que se sustentaba en la autoridad de la escritura aceptaba previamente por fe y no en la de la razón. La génesis del moderno espíritu crítico ejercido por la razón no tiene nada que ver, pues, con el protestantismo sino con el humanismo renacentista, el proceso de constitución de la ciencia moderna y la duda metódica de Descartes (quien viene a decirnos atrévete a dudar de todo), por cierto un filósofo católico.

En cualquier caso, haya tenido la génesis que sea, el hecho es que, según Schelling, la universalización del libre examen racional y de la libertad de invención a toda suerte de asuntos, llevada a cabo por la Ilustración, en la que culmina el proceso de exaltación de la razón, convirtió el principio del librepensamiento en un «principio destructor de la religión e indirectamente de la poesía». El librepensamiento traído consigo por la Ilustración se, según Schelling, «la prosa de la edad moderna aplicada a la religión», de forma que una vez cuestionada, incluso negada por los ilustrados la religión cristiana y sus mitos, éstos no tienen, para el hombre postilustrado, tal como los románticos del comienzos del XIX, el valor general y la fuerza necesarios para seguir siendo la materia de que se nutre el arte.

Si ni los mitos griegos nos valen ni los cristianos, que ya han dejado de valer, y, por tanto, nos hemos quedado sin mitos y no tenemos otros de recambio ¿qué es lo que debe hacer el hombre moderno? La respuesta de Schelling es que debemos crear nuestros propios mitos, pues sin ellos no puede haber arte digno de tal nombre. En efecto, privado de los mitos que le habían valido hasta ahora, el artista moderno verdaderamente creador, a diferencia del artista antiguo o del artista medieval, no tiene más remedio que inventarse su propia mitología y esto lo puede hacer con la materia que él quiera, no teniendo más límite para ello que la que Schelling considera «la ley básica de la poesía moderna», a saber, la originalidad, lo que significa que, siendo ésta el elemento fundamental del hombre moderno, bastará con que la materia seleccionada sea tratada originalmente para alcanzar un valor artístico y simbólico universal. Se ha perdido el horizonte de la religión cristiana tras la Ilustración como guía del artista como creador de un arte inspirado en la mitología cristina, pero del cristianismo ha quedado una impronta en la idea de que, a la manera del Dios del cristianismo, el artista debe ser un creador original que debe crear libremente unos mitos simbólicos a través de su arte. Y esto es lo que, en el ámbito de la literatura, han hecho los más grandes poetas modernos constituyendo así un ejemplo para los poetas actuales.

Esos poetas geniales que, según Schelling, han realizado semejante proeza han sido Dante, a quien estima como el iniciador de la literatura moderna, Shakespeare, Cervantes y Goethe, todos los cuales han creado su propia mitología a partir de la materia histórica de su tiempo, de los cuales los tres primeros señalaron el camino que hay que seguir siglos antes del colapso de los mitos cristianos y el último se puede decir que con su Fausto es el primero en ofrecer un mito dotado de un simbolismo universal tras ese colapso. Por lo que respecta a Cervantes, Schelling considera que ha formado la historia de don Quijote con la materia de su época, que don Quijote y Sancho tienen el prestigio de personajes mitológicos, a los que declara mitos eternos, y que, por tanto, el Quijote es un libro mitológico. Y esto es lo que, según él, deben continuar haciendo los artistas de su época, a comienzos del siglo XIX. Incluso se atreve Schelling a esbozar unas pautas orientativas sobre la manera como los artistas coetáneos deberían inventar su propia mitología.

2. La significación metafísica del arte en la estética romántica: F. Schlegel

Hasta aquí hemos visto que los idealistas alemanes insistían en la significación metafísica del arte y, por tanto, en que éste es portador de un profundo mensaje filosófico o espiritual, un mensaje que, según Schelling, el genio artístico o el gran poeta expresa mediante un simbolismo inconsciente que lo convierte en un mito de valor universal en el que se nos revela el misterio de la vida. Ahora vamos a hacer el mismo recorrido por esta serie de ideas que hemos realizado bajo la égida de la filosofía idealista del arte, pero desde la perspectiva de las ideas de los románticos acerca del arte y para ello tomamos como guía a Friedrich Schlegel, sin duda, como ya avanzamos, el más prominente teórico del romanticismo, cuyas principales doctrinas expone en su obra maestra de teoría literaria romántica, el ensayo Conversación sobre la poesía (1800), donde esta palabra, como era habitual en la época tanto en Alemania como en el resto de Europa, se usa no en el sentido restringido de la misma, sino en el sentido amplio que la convierte en sinónima de literatura.

La afinidad de Schlegel con los idealistas es llamativa; no es de asombrar que él mismo reconociese en el «Discurso sobre mitología», incluido en el ensayo antes citado, que el idealismo es «el gran fenómeno de la época». De hecho hubo influjo en ambas sentidos, no sólo de los idealistas en Schlegel, sino también al revés. Como los idealistas, Schlegel sostiene la tesis del significado metafísico del arte en general y de la literatura en particular. Como Schelling y luego Hegel, también Schlegel relaciona el arte, al igual que la religión y la filosofía, con el Absoluto o la totalidad infinita, pero, a semejanza del primer Schelling y a diferencia de Hegel, tiende a colocar el arte en la cúspide de las grandes creaciones espirituales del hombre, el mundo del arte es superior, según él, a cualquier otra cosa. Pero coincide con ambos en la tesis de que el artista muestra la Idea modelándola en sus obras en una forma sensible y finita, esto es, en que el artista creador percibe lo infinito en lo finito al captar y expresar la belleza. Por un lado, Schlegel identifica el arte y sobre todo la poesía con la filosofía, una identificación que se hace desde el lado de la poesía, ya que más bien la filosofía queda absorbida por la poesía, en tanto, según Schlegel, la filosofía es ante todo una actividad intuitiva y no un razonar deductivo, en la que prima la intuición, y la demostración o el razonamiento es algo secundario; la intuición precede al argumento y cualquier demostración lo es de algo previamente intuido.

Por otro lado, la filosofía, que en el fondo es poesía, es su vez una forma de religión, ya que ambas tratan de lo infinito y, según Schlegel, todas las relaciones del hombre con lo infinito son, sin que haya lugar a distinción alguna, de carácter religioso. Así que el arte o la poesía que en realidad es filosofía es también religioso, ya que el artista tiene una visión intuitiva de lo infinito y expresa su belleza en una obra sensible, una expresión que nunca puede ser adecuada y de ahí el sentimiento y nostalgia del infinito como rasgo común del romanticismo y del idealismo, siendo la única diferencia entre ambos el que, mientras los filósofos idealistas, como Hegel, defienden la necesidad del pensamiento conceptual y sistemático para aprehender lo infinito, que, por otro lado, no se opone a lo finito, sino que se expresa a sí mismo precisamente en lo finito, los románticos, como Schlegel, destacan el papel de la intuición y el sentimiento en la aprehensión de lo infinito, un punto éste en el que Schelling estaba bastante cerca del pensamiento de Schlegel.

Como la estética de Schelling, también la estética romántica de Schlegel concede un papel primordial al simbolismo y al mito en el arte y la literatura o poesía. De hecho, y contra el efecto engañoso que pudiera producir el que nos hayamos ocupado primero de las ideas al respecto del primero y luego del segundo, el efecto de que en esto Schelling influyera en Schlegel, lo cierto es lo contrario. Schlegel se adelantó en la exposición pública de su concepción sobre el simbolismo de los mitos, cuestión a la que dedica el ya mentado «Discurso sobre la mitología» (es la segunda parte de su Conversación sobre la poesía»), que Schelling conocía cuando más tarde abordó el mismo tema en sus conferencias de Filosofía del arte. Schlegel sostiene que los antiguos griegos tenían unos símbolos propios, que encontramos en su mitología, de la que se nutría la poesía o literatura antigua. En aquel entonces la mitología y la literatura estaban tan unidas que formaban un todo indivisible, porque ambas surgieron del contacto y admiración de la naturaleza. En cambio, nosotros, los hombres modernos, no tenemos mitología y la de los griegos está muerta para nosotros y no cabe resucitarla, como ya Herder fue el primero en advertir. Y de ahí que, como Herder, también Schlegel, y en ello ya hemos visto que le siguió Schelling, denuncie como algo incorrecto el que los poetas modernos intenten recuperar la mitología griega, como han hecho todas las tendencias clasicistas que se han distinguido por abanderar la imitación de los modelos griegos. Pero los mitos griegos son símbolos ajenos para nosotros, quienes conformados por el espiritualismo cristiano, ya no podemos sentir como propios unos mitos inspirados en una admiración por la naturaleza, que a los modernos nos es extraña, salvo en la medida en que la naturaleza se espiritualiza y se percibe en ella un espíritu latente o adormecido.

Schlegel urge a los poetas de su tiempo a crear mitos nuevos, modernos y con ello una nueva mitología, cosa que algunos poetas modernos ya han hecho maravillosamente, pero cada uno por su cuenta, tal como Dante, Cervantes y Shakespeare. Así que hace un llamamiento para que los poetas coetáneos colaboren para el advenimiento de una nueva mitología, que, puesto que no compartimos el naturalismo de los griegos sino que portamos la huella indeleble del espiritualismo cristiano, no puede nacer del contacto y admiración de la naturaleza, sino «desde la más profunda interioridad del espíritu» (Conversación sobre poesía, Editorial Biblos, 2005, pág. 63). Aquí se percibe a la vez la influencia cristiana y la del idealismo alemán, que es la versión secularizada del espiritualismo cristiano. Como Schelling, también Schlegel, sin exponerlo tan diáfanamente como el primero, supone que, a diferencia del griego que concebía la realidad como naturaleza, y ésta era el centro de gravedad de su visión del mundo que determinaba su mitología y su poesía, el hombre moderno, en cambio, concibe el universo como el reino del espíritu, un espíritu que se manifiesta ante todo en el hombre, y es este espíritu humano el centro de gravedad de la nueva mitología, fuente de un simbolismo propio, arrancado de las entrañas del espíritu humano, y de una nueva poesía.

¿Y cuál es el vehículo o medio más adecuado en que el artista-filósofo exprese el sentido metafísico del arte o de la poesía a través de mitos simbólicos? Según Schlegel, la novela es la forma literaria que mejor puede satisfacer el ideal artístico que ofrece como modelo. En su ya citado ensayo Conversación sobre la poesía uno de los interlocutores del diálogo lee una «Carta sobre la novela» en la que expone su teoría al respecto. Lo esencial de su teoría romántica de la novela se resume en dos ideas fundamentales. La primera es que la novela, más que un género literario, es una especie de obra total en la que se funden todos los géneros, lo épico, lo lírico y lo dramático: «No puedo imaginar una novela, sino como una mezcla de narración, canto y otras formas» (op. cit., pág. 83). Por cierto, Schelling expondría una idea parecida al hablar de la novela como una mezcla de la épica y del drama.

Schlegel se opone así a los que, en su tiempo, sostenían que la novela tiene que constituirse como un género literario propio diferenciado de otros y nos propone una idea de la novela como una obra literaria total en la que se disuelven las fronteras entre los distintos géneros literarios, una obra sin límites en continua formación, a semejanza de la vida misma cuya esencia inexpresable pretende captar en símbolos o mitos. Es en este sentido una muestra de lo que él llama «poesía progresiva», un eterno hacerse sin poder llegar a existir nunca totalmente. Otra vez reaparece, como se ve, el anhelo o sentimiento romántico de infinito, que halla su más adecuada expresión en la novela, a la que Schlegel, no duda en caracterizar, por tanto, como «libro romántico», que por su forma ilimitada e inacabada es una aspiración a configurarse como un totalidad que permanece siempre abierta o indefinida y por ello es el medio literario más apropiado para la expresión de lo infinito, aunque se la condena a la búsqueda de un ideal inalcanzable. Así, pues, la novela es poesía infinita, tanto en su forma, pues se halla sometida a un proceso de eterna superación de límites entre géneros, como en su contenido por el infinito que pretende expresar. La novela como libro romántico viene a ser, en definitiva, la quintaesencia misma del arte poético o literario.

La segunda idea capital, vinculada estrechamente a la anterior, es que la novela no sólo es un libro en el que se funden los géneros, sino también las diversas formas de pensamiento, esto es, la poesía, incluyendo la crítica literaria o la reflexión sobre sí misma como parte interna de la misma y no como algo sobreañadido, la ciencia y la filosofía. La novela es, pues, un libro total, omnicomprensivo, caracterizado por su universalidad, un rasgo genuinamente romántico, de acuerdo con su idea de la poesía o literatura romántica como una» poesía universal progresiva», y por su trascendentalidad, en el doble sentido de trascender, de un lado, todos los géneros literarios y, de otro lado, todas las formas de pensamiento. Tal es su ideal de la verdadera novela, conforme a su idea de la poesía romántica como «poesía trascendental», un ideal que considera más propio del futuro que del presente. Pero si bien no ha llegado aún, sino que está por advenir, Schlegel encuentra en el pasado literario moderno una obra fundacional que, según él, se aproxima más que ninguna otra a ese ideal novelístico y no es otra sino el Quijote de Cervantes, y lo mismo pensarán Schelling y los demás románticos.

3. Convergencia del idealismo y romanticismo alemanes en la exégesis metafísica del Quijote

Tras este recorrido por la estética idealista, representada especialmente por Schelling, en relación con nuestros fines, y por la estética romántica, según la exposición de su más conspicuo teórico y heraldo, podemos concluir que ambas series de ideas estéticas confluyen en una misma insistencia en el profundo significado filosófico-metafísico de la obra de arte, en la asimilación del arte a la filosofía y con ella del genio artístico con el filosófico, lo que convierte al artista en filósofo –una asimilación que es parcial en Schelling y Hegel, y total en Schlegel–, en la concepción de la obra de arte como portadora de unos mitos simbólicos que surgen de las profundidades inconscientes del alma del artista y que expresan el misterio de la vida y de la relación del hombre con el mundo y de la novela como el género más versátil o singularmente apto, por su mezcla de géneros y de pensamientos, para la expresión literaria de un mensaje universal y trascendental. Y estas doctrinas estéticas y literarias son las que precisamente están en la base del acercamiento de los románticos y los idealistas alemanes al Quijote.

En efecto, la visión del arte y singularmente de la literatura, por ser, según ellos, la más espiritual de las artes, como portadoras de un significado filosófico, tenía que incitarles a buscar un significado filosófico en el libro de Cervantes y a convertir a éste en un poeta-filósofo, que, como genio que crea libremente, ha sacado de sus entrañas unos mitos simbólicos inconscientes en los que se expresa una visión de la vida y una actitud ante ella y el mundo. Esto les movía a explorar el Quijote como una fuente de mitología. Por lo demás, el que ese libro adoptase la forma de novela hacía las delicias de Schlegel, Schelling y los demás románticos, como forma y vehículo más apropiado para la plasmación de la intuición artística del poeta-filósofo. El pontífice del romanticismo celebraba la mezcla de géneros en el Quijote, incluso en las otras novelas de Cervantes, y además, como ya hemos señalado, tenía el magno libro cervantino como lo más cercano a su ideal programático de novela total, universal y trascendental, en la que se ofrece un rico cuadro de la vida del hombre en general y una imagen de la vida de la sociedad o nación española en particular. Schelling, impulsor de una teoría de la novela muy similar a la de Schlegel, elogiaba igualmente la mezcla de géneros en la novela cervantina y su carácter universal y trascendental, en la medida que se erige como un espejo simbólico de la vida en general del hombre y en particular de la sociedad española de una época.

Ahora bien, la estética idealista y la romántica no sólo promovieron, por su especial énfasis en la dimensión metafísica de la obra de arte, la búsqueda de un mensaje filosófico en el Quijote, sino que además predeterminaron la naturaleza de semejante mensaje en sus rasgos fundamentales. La idea hermenéutica básica, común a la estética idealista y romántica en su aproximación al Quijote, es que en ella se representa la lucha o conflicto del caballero del ideal con un mundo que se resiste a la implantación de ese ideal. Y esta idea nuclear procede de la filosofía de Fichte del yo dinámico, que los idealistas y románticos hicieron suya. De acuerdo con la teoría de Fichte sobre el yo y de su relación con el mundo, el yo adquiere conciencia de sí mismo y se afirma no en virtud de un proceso teórico de conocimiento, sino en virtud de un proceso práctico de acción en virtud de la cual las cosas se le ofrecen como obstáculos cuya resistencia impacta sobre el yo haciéndolo consciente de sí y frente a los cuales se afirma. El yo es, en virtud de sus impulsos, esencialmente actividad, un esfuerzo infinito para conseguir algo; ahora bien, en su esfuerzo por alcanzar algo el yo choca o entra en conflicto inevitablemente con obstáculos que oponen resistencia a los esfuerzos del yo de forma que la experiencia del choque o conflicto es vital para la autoconciencia del yo y su maduración. El mundo se le presenta, pues, al yo como un campo sembrado de obstáculos, contra los que ha de batallar constantemente para afirmarse frente a ellos. Y esto sucede tanto al nivel puramente instintivo de la constitución del yo como ser natural, como al nivel de la voluntad y de la inteligencia o conciencia en que el hombre se constituye como un ser espiritual dotado de una vocación moral y portador, como tal, de un ideal. Como ser natural, el yo, en tanto esfuerzo infinito, es incapaz de detenerse en una satisfacción o en un grupo particular de satisfacciones.

Y como ser espiritual o moral, el yo humano, cuya vida moral Fichte considera como un desarrollo de la vida de los impulsos o instintos y no como algo opuesto a éstos, dirige su esfuerzo infinito hacia una meta ideal por medio de su actividad libre, una meta que siempre queda por delante de él, algo que inexorablemente ha de suceder así porque el yo es un esfuerzo infinito y el mundo o no-yo nunca deja de poner obstáculos con los que resistir la acción del yo; el no-yo o naturaleza es sólo un obstáculo que hay que salvar, el campo de la acción moral. He aquí de nuevo el anhelo o sentimiento de infinito, esta vez en un contexto práctico-moral. Y precisamente en el esfuerzo y lucha por alcanzar la meta ideal consiste la vocación moral del yo o el hombre, una vocación cuya realización Fichte eleva a la categoría de principio fundamental de la moralidad: «Cumple siempre con tu vocación moral». Una vocación que obliga a cada yo, a cada individuo humano, a poner todo su empeño con sus actos en el logro de la meta ideal de todo hombre, a sacrificar incluso la vida por ésta, y esa meta ideal es la constitución de un orden moral universal. Que este orden moral universal se cifre ante todo en el avance de todos los hombres hacia la libertad es lo de menos en relación con la interpretación del Quijote y sobre todo de la vocación moral de su protagonista. En relación con esto lo importante de la doctrina de Fichte es la brega permanente del yo con la realidad en su empeño indeclinable por realizar el ideal, consustancial a su propia existencia.

Esta doctrina del yo activo dotado de una vocación moral definida por la persecución de un ideal de vida cuya realización conduce a una colisión del yo con el mundo fue adoptado tal cual por Schelling, quien en el segundo capítulo de su Sistema de idealismo trascendental, sostiene que la voluntad, a diferencia del mero impulso natural, es una «actividad idealizadora», es decir, el sujeto, al que es consustancial el ideal del que es portador, trata de modificar el objeto de acuerdo con aquél y así, a través del esfuerzo por actualizar el ideal en el mundo objetivo, es como el yo se realiza a sí mismo. También tuvo una enorme repercusión en los románticos durante el periodo de formación del primer movimiento romántico o romanticismo temprano, cuajado en torno a 1800. De hecho, Friedrich Schlegel la consideraba como uno de los factores que influyeron más profundamente en la configuración del movimiento romántico, como bien se revela en su declaración, en uno de sus fragmentos publicados en la revista Athemaeum, verdadero órgano de expresión del movimiento romántico en sus años formativos en torno al círculo de Jena, de que la metafísica del yo expuesta en la Doctrina de la ciencia de Fichte es, después de la Revolución Francesa, la mayor tendencia constitutiva de su época (cf. el fragmento 216 recogido en Schlegel, Fragmentos, Marbot ediciones, 2009, pág.107). No sólo la acogieron entusiásticamente, sino que en algunos aspectos la exageraron hasta el paroxismo. Y no podía ser de otro modo, ya que una doctrina que glorifica el yo cuadraba perfectamente con el espíritu romántico. Fichte, quien, sin embargo, criticó con dureza a los románticos, a pesar de que éstos se inspiraran en sus ideas, se había mantenido fiel, por más que exaltase la libertad del yo, a la idea de una vocación común y un ideal común a todos los hombres; en cambio, los románticos van a romper con esta idea y van a insistir más en la originalidad y libertad de cada yo o persona humana que en lo que todos los hombres comparten, esto es, les va a importar más la originalidad y libertad de elección del ideal, con tal de que el individuo lo abrace con integridad y sinceridad, se entregue a una lucha sin cuartel por mantenerlo y aun esté dispuesto a vivir y morir por él sacrificándole todo, que el contenido mismo del ideal, lo que les inclinó al relativismo ético.

Friedrich Schlegel es de nuevo quien mejor representa esta forma de pensar al insistir tanto en la libre persecución por el individuo de su propio ideal moral, que llegó a enfrentar a este tipo de individuo que libremente escoge su propio ideal de vida con las convenciones morales socialmente vigentes. Este ideal de vida romántico encontró su mejor expresión en su Lucinda (1799), una novela erótica de escaso valor literario, que encandiló inicialmente a Schleiermacher, muy vinculado también al romanticismo, y escandalizó a Goethe y Hegel, donde su personaje principal exalta, muy en la línea de Fichte, la libertad del individuo como el bien más preciado del hombre para hacer frente a este mundo terrible, en el que el espantoso engranaje causal de la naturaleza nos oprime salvajemente, e incita a romper con las convenciones invitándonos a vivir como un niño «desnudo y libre de convenciones».

No correspondió a Fichte, sin embargo, el trasladar estas ideas al ámbito de la estética. A Fichte no le atrajo nunca el arte, sobre el que no escribió nada; él estaba más interesado por el hombre como ser moralmente activo. Así que correspondió a los Schlegel y a Schelling el ser los primeros en utilizar las ideas de Fichte sobre el yo activo, comprometido con una vocación moral dirigida por un ideal que necesariamente se realiza en lucha con el mundo, en su interpretación del Quijote. Así que, teniendo en cuenta tanto esto como los desarrollos precedentes, podemos concluir afirmando que, primeramente, la doctrina de los idealistas y de los románticos sobre la significación metafísica del arte, les inducía en sus comentarios del Quijote, a encontrar en éste un elevado significado filosófico; que, en segundo lugar, su doctrina sobre el simbolismo y la mitología, tenía que conducirles a encontrar expresado ese mensaje filosófico en símbolos que convierten el libro en cimiento de un nueva mitología, que encarnan sus personajes principales; y, en tercer lugar, que las mentadas ideas de Fichte sobre el yo dinámico y su vocación moral, asumidas por Schelling y los Schlegel, tenía que encarrilarles a ver en el héroe de la novela, el símbolo principal de su contenido filosófico, un personaje que encarna a la perfección la idea de hombre portador de un ideal que se realiza en conflicto permanente con la realidad y por cuya realización está dispuesto a sacrificar su vida.

La figura mítica de don Quijote encajaba perfectamente en el molde de la idea de hombre y de su destino moral de los idealistas y románticos. El yo humano, según unos y otros, se fragua y se afirma en una batalla sin cuartel con una realidad que obstaculiza su empeño por hacer triunfar el ideal y tal es la vocación moral que forma parte constitutiva de su ser. Lo mismo se pude decir de don Quijote, cuya vocación moral adquiere tintes religiosos y adquiere el cariz de una misión que, según él mismo cree, Dios mismo se la ha encomendado, lo que le lleva a presentarse ante el mundo como un caballero andante que es ministro de Dios en la tierra y su brazo armado por quien en ella se ejecuta su justicia (I, 13, 112) y como ejercitante del oficio para el que Dios le echó al mundo (I, 49, 503), una misión vocacional cuyo desarrollo le enfrenta con un mundo que se opone igualmente a su afán por implantar el ideal. No es, pues, improbable que los idealistas y románticos, que tendían a ver la vida infinita del Absoluto no como algo opuesto a la finito, sino como una actividad que se expresa a sí misma precisamente en lo finito, viesen en el esfuerzo, en la lucha de don Quijote por implantar el ideal en virtud de una misión para la que el mismo Dios lo ha echado al mundo, la más alta expresión simbólica de la idea de que el Absoluto, el espíritu infinito, se manifiesta en lo finito, pues ¿qué mejor expresión puede haber de la idea de que el espíritu se realiza a través del conflicto que la historia de un personaje como don Quijote cuya vida como realidad espiritual se afirma a través de la colisión con la realidad? Ello convierte a don Quijote en un mito universal y trascendental que expresa simbólicamente el más elevado pensamiento metafísico, sin perjuicio de ser a la vez un mito particular de los españoles.

 

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