Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 125 • julio 2012 • página 9
«Seguiré ocupándome, en el próximo artículo, del Curso y del Cuerpo de la sociedad política, tal como los entiende Gustavo Bueno, e interpretaré al Franklin sistematizado que nos ofrece el profesor mexicano José Luis Orozco».
Así acababa el artículo que El Catoblepas me publicó en el número 122, del pasado mes de Abril de 2012. La lógica sobrecarga de actividades de un profesor universitario en Junio me impidió entregar esta segunda parte en el número siguiente. Además, el artículo va a resultar demasiado largo, porque lo he enfocado, como el anterior, desde una perspectiva de crestomatía. Es decir, citas muy largas, destinadas a la enseñanza.
Curso de la sociedad política / Estado
Bueno reconoce que no ha podido encontrar otro criterio, como inspirador de esquemas de ordenación del curso de las sociedades políticas, que el del Estado. Este criterio sobre el desarrollo de las sociedades políticas permite ofrecer no sólo fases históricas intrínsecas ordenadas de las sociedades políticas, sino también un sistema de alternativas de cursos posibles para las sociedades políticas del futuro. Insiste en que el criterio debe ser estrictamente político (no sociológico, cultural...). El criterio del Estado se basa en la tesis sobre el carácter derivado (no primitivo) del Estado, en relación con la idea de sociedad política en general, lo que implica la disociación de la tesis alternativa: la de la identidad de la sociedad política y el Estado. Por eso, cuando consideramos intervalos históricos que hemos podido llegar a conocer, encontramos una superposición masiva de la forma Estado a la forma sociedad política. Ocurre como si las sociedades políticas hubieran ido ajustándose de un modo u otro a la forma del Estado.
El filósofo español estructura el curso posible de las sociedades políticas según las siguientes tres fases.
—Una fase primaria, correspondiente al desarrollo de las sociedades políticas anteriores al Estado, pero conducentes a él (fase protoestatal);
—Una fase secundaria, en la cual la «superposición» de las ideas de sociedad política y de Estado se extiende y se afianza más y más en todo el ámbito del planeta (fase estatal); y
—Una fase terciaria, en la que un buen observador advierte la multiplicación de relaciones políticas que desbordan el ámbito estatal; ante todo, porque se establecen a través de los Estados pero, sobre todo, porque abren camino a ciertas estructuras que parecen desbordar ampliamente los marcos estrictos de los estados históricos; una fase histórica que comprendería, por tanto, a todas las situaciones que, una vez dada la fase estatal, puedan interpretarse en el sentido de una disociación, y aun de una tendencia a la disociación entre la sociedad política y el Estado, sin que por ello sea obligatorio interpretar esta tendencia como sinónima a la abolición total y completa del Estado, a su extinción final (fase postestatal).
La fase pre-estatal en Franklin
En el libro de José Luis Orozco encontramos un material extraordinario para ilustrar la Teoría política de Bueno sobre el Curso de las sociedades políticas. No hace falta ser un genio saber por qué. Los Estados Unidos pasaron por una fase pre-estatal cuando fueron una colonia de Inglaterra; consiguieron conformarse como Estado mediante su guerra de independencia contra los ingleses; y después pasaron a ser un Imperio, como Franklin dio a entender que ocurriría. El gran mérito de Franklin fue que supo escalonar muy bien sus razones y moverse con gran facilidad en las tres fases.
Publicada en abril de 1764 en Inglaterra, la Humilde Petición que Franklin porta no es una que exija al rey transferir los fueros de los Proprietors a la Asamblea sino la llana propuesta de «tomar esta provincia bajo la protección inmediata y el gobierno de Su Majestad...»
Con todo, el linaje contractualista de los impuestos como instrumento político y su cláusula de la representación envolvía desde esos días, a la par que el ingrediente de la legitimidad monárquica, un ingrediente de deslegitimación parlamentaria de largo alcance nacional. Si el Pueblo de las Colonias sentía ya la inminencia de «las Injurias inmediatas de la Invasión y la Conquista por un Enemigo, la Pérdida de sus Propiedades, Vidas y Libertades», el hecho de unirse en los desembolsos de guerra con la Gran Bretaña, por Madre Patria que fuera, imponía reconocer que los integrantes de ese Pueblo poseían mayor capacidad «que el lejano Parlamento de Inglaterra» para, nada menos, «ser mejores Jueces de la Cantidad de Fuerzas necesarias a ser reclutadas y acuarteladas, Fortificaciones a ser provistas y de su propia Competencia para sobrellevar el Gasto». ¿Cómo confiar en gobernadores enviados por Inglaterra, ávidos de riqueza, incompetentes, sin integridad y, sobre todas las cosas, «sin Propiedades aquí», incapaces por la razón fundamental de ese Interés verdadero y profundo para establecer «ninguna de las Conexiones naturales con nosotros»? ¿Cómo confiar en un Parlamento cuya deliberación «a tanta distancia» se presta a tantas arbitrariedades impositivas y a violar con ellas la lógica «del Sentido y el Entendimiento Comunes? Para Franklin, aunque el mandato provenga de la deliberación parlamentaria, «obligar a las Colonias a pagar Dinero sin su Consentimiento sería algo como exigir Contribuciones a un País Enemigo más que establecer impuestos a los Ingleses para su propio Beneficio público». «Sería», resume Franklin a su corresponsal en la isla, «tratarlos como un Pueblo conquistado y no como a verdaderos Súbditos Británicos»...
Cuando las instancias políticas inglesas se abren a la política de presión de los intereses coloniales, Franklin acudirá a ellas, como ha acudido a la prensa, para apelar e impugnar la legislación tributaria en su calidad de agente primero de la Asamblea de Georgia y luego de las de Pensilvania, Nueva Jersey y Massachusetts. A su lado, acompañándolo, Edmund Burke ejercerá a comienzos de los setentas su práctica de la libertad no especulativa en la calidad más prosaica de agente de la Asamblea de Nueva York, con un estipendio anual de mil libras esterlinas al año. Así, la lucha por la razonabilidad imperial no ceja en ese frente, al igual que en los demás.
Bajo el prisma de la lucha perpetua entre clases dirigentes y clases tributarias, entre recaudadores y contribuyentes, Benjamin Franklin analiza, y es actor, de los hechos que, a partir de 1754 y con las primera incursiones al Oeste del joven y espigado coronel George Washington, conducen poco a poco a la independencia de Inglaterra. A partir de ese primer enfrentamiento con los franceses que desencadena al año siguiente la denominada Guerra Franco-India que Inglaterra libra hasta 1763 contra esa coalición asimétrica, la última ampliará sus dominios, tras la caída de Montreal en 1760, hasta el Canadá francés y obligará a Francia a ceder a España sus tierras al Oeste del Mississippi. Triunfo espectacular, la paradójica duplicación de la deuda nacional inglesa tendrá consecuencias hacendarias decisivas sobre las colonias. La Ley del Timbre que el parlamento británico aprueba en marzo de 1765 grava artículos impresos, documentos legales y hasta juegos de cartas y dados. Opuesta desde ese mismo año por Samuel Adams y los llamados Hijos de la Libertad, la ley será derogada en 1766 y, el mismo día, 18 de marzo, reemplazada por el acta declaratoria que ratifica el derecho del parlamento para «obligar a las colonias en todos los casos, cualesquiera que sean». Con ello se abre la válvula para los nuevos impuestos que fijarán las Townsend Acts para el plomo, el vidrio, las pinturas, el papel y el te, compensatorios del «firme resguardo» dado a los colonos ante las acechanzas de «las Potencias extranjeras». A Benjamin Franklin toca, en medio de ese jaloneo, aplicar su filosofía de la historia para configurar, desde allí, lo que en nuestros días habrá de entenderse no sólo como una entre las revoluciones modernas sino como la revolución verdadera del siglo XVIII. (Orozco, 2002, págs. 116-121).
«Al lado de los Americanos», escribía Benjamin Franklin en el mismo periódico y a comienzos de 1765, «hay algunas personas tan sorprendentemente estúpidas como para distinguir en esta Disputa entre el Poder y el Derecho, a pesar de que el primero no siempre implique al último». «El Derecho de Conquista», añade el sarcasmo oligárquico de Franklin, «confiere al Conquistador la Autoridad de establecer las Leyes que le plazcan, por contrarias que sean a las Leyes de la Naturaleza y los Derechos comunes de la Humanidad». «Examinad toda Forma de Gobierno que subsiste hasta este Día sobre la Faz del Globo, desde el Despotismo absoluto del Gran Sultán hasta el Gobierno Democrático de la Ciudad de Ginebra», reitera Franklin a sus lectores la noción del interés económico nacional que traspasa la rigidez del formalismo político, «y hallaréis que el Ejercicio del Poder en esas Manos en las cuales está depositado, por inconstitucional que sea, siempre está justificado.» (Orozco, 2002, páginas 128-129.)
A partir de 1768, el conflicto se vuelve empero más y más inconciliable y llama a razonamientos más audaces. Acudiendo al plano teórico político, el debate público habrá de plantearse en torno a la unidad dinástica y jurídica del «Estado o imperio Británico» cuya fragmentación semiprivada y corporativa «en diversas partes del globo» desafía ya la simetría y la centralización del absolutismo mercantilista fincadas en la lealtad a un Príncipe y la existencia de un derecho unitario prevalentes en un territorio compacto. Si los modelos monocráticos del Estado inglés o el Estado francés asignan sólo una configuración política borrosa al singular fenómeno de los Estados norteamericanos, ésta nueva identidad deberá estructurarse a partir de los frentes correlacionados de lo nacional y lo internacional. Al nivel local y provincial, Franklin convoca desde la resistencia a los impuestos no consentidos hasta el interés compartido nacido de la industria, el comercio y la frugalidad y la seguridad militar que una economía nacional reclama. Al resaltar el factor geopolítico de la contigüidad como correlato de la consolidación, Franklin puede incluso señalar cómo los mismos dispositivos parlamentarios ingleses «hasta ahora no han pensado adecuadamente cómo unir a Irlanda a las viejas provincias, a pesar de la gran cercanía». Si la conveniencia de la vecindad que favorece la «legislación común» desaparece allí, cuanto más desaparece en relación a «cualquiera de las provincias de América, que se sitúan a gran distancia». (Orozco, 2002, págs. 130-131.)
A finales de 1768, empero, el ánimo de Franklin ha variado. Su declarado hastío ante una prensa insular que asedia con «invectiva y abuso» a la Nueva Inglaterra y, singularmente, a Boston y los bostonianos, le obliga a polarizar la soberanía y plantearla ya en términos de guerra y conquista. El colmo, al parecer del Franklin llevado al arrebato, es la amplia circulación de las ideas de ciertos «valientes escritores» y órganos de opinión en el sentido de que ««los Bostonianos abrigan una disposición perversa hacia la Vieja Inglaterra, una arraigada mala voluntad, una enemistad implacable en contra de ella»». Esa impresión general de hostilidad y barbarie conduce a una virtual confrontación de soberanías que los recursos literarios de Benjamin Franklin colocan en el plano de la histeria. El clímax retórico se alcanza cuando aquél denuncia el pensamiento instigado de «que somos «enemigos tan inveterados de la Vieja Inglaterra como jamás aparentaron serlo los Cartagineses en relación a Roma»». «De ser todo esto verdad», manipula Franklin a su lector, «la inferencia que se desprende es muy simple: ahora es tan apropiado hacer la guerra contra Boston como alguna vez lo fue hacerla contra Francia y España; y será algo tan correcto que la Vieja Inglaterra destruya totalmente la Nueva Inglaterra como lo fue el que la Vieja Roma destruyera Cartago». «Podríais no contentaros con degollar a la mitad de nosotros en el Oeste, para obligar a la otra mitad a comprar vuestras mercaderías, lo quieran o no (como dicen algunos Londinenses que otros Londinenses hacen en el Oriente)», sugiere Franklin en tono convocador de tragedias y temores, «sino que vuestra palabra sería, con la del viejo Catón, DELENDA EST: no dejéis piedra sobre piedra ni vivo a ningún Cartaginés o Bostoniano sobre la faz de la tierra».
A pesar de que el ensayo aparezca no archivado, mal fechado o extraviado por el Gazetteer, la edición imprecisa de aquel texto no obsta para que Franklin abandone desde entonces los enredijos de la soberanía y de plano haga entrar en colisión (y riesgo de aniquilación) a las dos naciones. No satisfecho con su planteamiento político, no dudará luego en caer en un cuestionamiento sobre la explotación económica nacional e internacional y, muy cerca, de las mismas relaciones capitalistas y de clase. A ello apunta su lectura de los periódicos de Londres, «plagados de quejas de que el país y la ciudad están rebosantes de ricos acaparadores, especuladores y monopolistas que se confabulan para crear una carestía artificial y para oprimir y hambrear a los pobres para volverse ellos mismos más ricos». No obstante, la calificación periodística de los productores y los terratenientes ingleses como ladrones, timadores y hasta envenenadores no autoriza a Franklin para extender los calificativos a toda Inglaterra, como tampoco deben hacerlo los lectores británicos con América. «No abrigamos malas intenciones hacia vuestros pobres, ni el más ínfimo de los deseos de matarlos de hambre», declara Franklin en el nombre de los propios productores de la Nueva Inglaterra, «pero consideramos que no estamos en posición de continuar comprando vuestras mercancías, no sólo por sus altos precios sino por los precios encarecidos por los impuestos». «De aquí», se pronuncia Franklin a renglón seguido, «que hallamos resuelto hacer lo que queremos: no matar de hambre a vuestros pobres, pero impedir que nos volvamos pobres y que nos matemos nosotros mismos de hambre».
Ya en 1770 y en Londres todavía, Franklin da cuenta a Charles Thomson de los estira y afloja de los partidos que, en el Parlamento, apenas si logran a través del cabildeo acomodos y votaciones apretadas. Franklin, más que nada, capta allí los desfasamientos que el gran discurso ocasiona entre la política y la economía, los modos en los cuales la altura de miras comerciales de los Ministros es frustrada por los intereses personales y partidistas de los legisladores, «con la vana Noción de la Dignidad y la Soberanía del Parlamento, de la cual ellos son tan fervorosos, y cuya imagen sería puesta en Peligro de hacer cualquier Concesión ulterior». A la sombra de esa gran Noción, sin su soberbia arquitectura discursiva, Franklin se percata de cómo, entre los partidos en pugna, el encabezado por John Russell Bedford rechaza ya cualquier paz en las colonias. Los partidarios de Bedford, indica Franklin, «son tan violentos contra nosotros, y tan predominantes en el Consejo, que no hay Lugar para que puedan adoptarse más Medidas Moderadas». «Este Partido», escribe Franklin, «jamás habla de nosotros sino con evidente Perfidia». «Rebeldes y Traidores: son los mejores nombres que pueden conseguirnos», afirma un Benjamin Franklin al borde de la gran decisión revolucionaria, «y creo que ellos sólo esperan un Pretexto plausible y una Ocasión para ordenar a los Soldados provocar una Masacre entre nosotros». (Orozco, 2002, págs. 132-135.)
La fase estatal
«Hay tanta intriga en esta Asamblea Estatal como la hay en el Vaticano», informaba Jay a Washington a finales de abril de 1779, «y tanta discreción como la hay en un internado de muchachos». Para Jay, procedente de una de las principales dinastías propietarias de Nueva York, lo que era vaticinable desde esa situación, en la cual la excesiva generalidad de las reglas propiciaba «la mayor frecuencia en su violación», no podía presagiar sino «una larga Tormenta y una ardua Navegación», si no era «una revolución en la Propiedad Privada». Con todo, la presencia de Washington movía a Jay a pensar «que está próximo el período en el cual nos volveremos Ciudadanos de un Estado mejor ordenado y que no es de evadirse o deplorarse el consumo de unos cuantos (treinta o cuarenta) Años penosos de nuestra Eternidad para hacer el bien a ésta y a futuras Generaciones». Cuidado y vigilancia: aquí la fórmula que John Jay antepone a la de la «Congoja y Desesperanza» que dejan las pugnas y las deliberaciones parlamentarias sin fin. «En esta Obra», colaba Jay a Washington una insinuación dictatorial, «deberéis hablar con el Estilo de una de vuestras Profesiones como maestro constructor y (para hablar en el Estilo de una de vuestras profesiones) Dios permita que podáis continuar siendo por largo tiempo un Masón libre y aceptado».
Menos dentro del patrimonialismo quintaesenciado de aquel Jay que narraba a Washington sus experiencias en el Congreso Continental que presidiera desde 1778, Benjamin Franklin acepta en septiembre de 1785, entre resignado y alborozado, su reinserción en la política como miembro del Supremo Consejo Ejecutivo de Pensilvania. «Es que mis conciudadanos, reunidos en una agrupación considerable», se justifica ante un Thomas Paine que lo felicita desde Nueva York por su regreso de Francia e inquiere por su salud, «expresaron su deseo de que yo participara todavía en sus consejos públicos, asegurándome que era el deseo unánime de los diferentes partidos que dividen al Estado». «No tuve la suficiente firmeza para rehusarme», argumenta a Paine un Franklin que le refrenda su apreciación por el valor de su amistad. Con todo, la situación general de los trece Estados se ha transfigurado. La profunda depresión que ocurrirá entre junio y septiembre del siguiente año, la baja de los precios, la parálisis de la industria naviera y, más grave todavía, los descontentos agrarios ante la voracidad mercantil que configuran entonces serios nubarrones sociales que vuelven a Paine una figura sospechosa, impertinente, si no es que execrable para la futura historia intelectual del país.
«Permaneced seguro, mi querido amigo», escribía empero Franklin a Paine, «de que, en vez de arrepentirme de haber sido vuestro introductor en América, yo me estimo a mí mismo por la parte que desempeñé en obtener para ella la adquisición de un ciudadano tan útil como valioso». Todavía un par de años después, Franklin recomienda a los amigos parisinos al Thomas Paine que califica como «uno de nuestros principales escritores en la Revolución, autor de Common Sense, un panfleto que produjo efectos prodigiosos». Pero los tiempos han dejado ya de ser propicios en suelo americano para quien, a partir de los primeros días de la siguiente década y con la publicación de la primera parte de los Rights of Man, quedará desterrado para siempre del elenco de los Padres Fundadores. (Orozco, 2002, págs. 164-167.)
La fase post-estatal
Sin la rigidez de los Estados-naciones europeos y sus cargas étnicas, dinásticas o eclesiásticas, el liberalismo norteamericano puede acogerse al cosmopolitismo comercial y científico que desbanca entonces al ecumenismo jerárquico y estático de los primeros imperios mercantilistas. Con todo, las tensiones y contradicciones de una nación que se integra políticamente y multiplica territorialmente, que se nacionaliza transnacionalizándose, no pueden resolverse dentro de los equilibrios pretendidamente espontáneos de la fisiocracia o el librecambismo al que Inglaterra se declara mañosamente dispuesta a acatar y pretende universalizar a la sombra de su condición industrial e imperial.
La futura nación universal que Benjamin Franklin prepara habrá, pues, de enarbolar, combinar y subsumir al liberalismo en el juego de los recursos de la modernidad, la premodernidad y, ya en nuestros días, la postmodernidad. Por ello es discutible la afirmación que, en plena guerra fría, llevaba a Daniel Bell a destacar las afinidades entre Benjamín Franklin y la circunstancia de que la edición en 1776 de La Riqueza de las Naciones coincidiera con la Independencia de los Estados Unidos para acabar visualizando ambos eventos como la culminación de un proyecto paralelo de Great Society. Por más que asiente lo «deliberadamente torpe» de su enunciado, Bell incurría, con una variante, en el lugar común de los neoliberales contemporáneos que colocarán a Adam Smith y John Locke como «los hombres que «planearon» América». A su vez, la «nueva izquierda» acusa en esos años, en la línea explicativa trazada por C. B. Macpherson, un presencia más evidente de Thomas Hobbes en la trama ideológica que entonces se configura. Pero, en cualquiera de los dos casos, las interpretaciones pasan por alto el «justo medio» que el propio Franklin establece, tal vez sin simetría y sin ninguna corroboración empírica, entre el estado de amor y el estado de naturaleza de Hobbes. Polarizar influencias lleva, no obstante, a omitir los márgenes de maniobra con los que, a partir del pragmatismo de Franklin, contarán las élites ilustradas y los revolucionarios norteamericanos para aceptar hasta donde conviene, y rechazar, cuando así lo juzguen, tanto los giros emancipadores de la Razón como los grandes postulados de la economía clásica y su equivalente fisiocrático francés.
Al colocar la experiencia por encima de las fórmulas también abstractas del librecambismo y el proteccionismo, el juego pragmático de Franklin relativiza y absolutiza, según las circunstancias, la «Ventaja para el País» en cuanto concierne a las cuestiones del comercio y los precios, la navegación, las artesanías o la reversión del flujo de las importaciones procedentes de Europa. «Dondequiera que intentemos enmendar el esquema de la Providencia e interferir en el Gobierno del Mundo», escribía un prudente y maduro Franklin a Adam Smith, «habremos de ser muy circunspectos para que no hagamos más daño que bien». (Orozco, 2002, págs. 102-104.)
Cuerpo esencial de la sociedad política
El concepto de un cuerpo esencial de la sociedad política, sólo tiene sentido en composición con el núcleo de esta esencia; para Bueno, cuerpo y núcleo constituyen el sistema completo de la sociedad política. Él ha obtenido la idea del cuerpo cuando ha analizado el sistema político global. Entonces, la cuestión es: ¿Cómo proceder a este análisis de un modo que no sea meramente empírico o descriptivo (como un hilo conductor y no como un patrón rígido)?.
Bueno escoge como «hilo conductor» el «sistema científico», al que considera como un «campo gnoseológico». Éste acoge tres ejes coordenados: un eje sintáctico (que contiene términos, relaciones, operaciones), un eje semántico (fenómenos, referencias fisicalistas, estructuras) y un eje pragmático (autologismos, dialogismos y normas).
Al igual que la ciencia está inserta en un campo gnoseológico, Bueno considera que a morfología de un sistema político es inseparable de un «espacio antropológico».
La idea de un espacio antropológico presupone la tesis de que el hombre sólo existe en el contexto de otras entidades no antropológicas, la tesis según la cual el hombre no es un absoluto, no está aislado del mundo, sino que está «rodeado», envuelto, por otras realidades no antropológicas (plantas, animales, piedras, astros). Se trata de determinar cuáles puedan ser los ejes necesarios y suficientes coordinantes de este espacio. A partir de ellos, podríamos situar todos los «materiales antropológicos».
El filósofo español piensa que es un mundo con tres dimensiones esenciales: un eje circular, un eje radial y un eje angular. En la realidad, no podemos disociar unas de otras dimensiones. Es lo mismo que ocurre con un cuerpo real: no podemos disociar la longitud de la la latitud o de la altura o recíprocamente. Pero esto no excluye la posibilidad de reconocer una disociación esencial.
La sociedad se refracta analíticamente en los diversos ejes del espacio antropológico de la siguiente manera:
A. Desde la perspectiva del eje circular, podemos formular las siguientes proposiciones:
—Cada sociedad natural se nos muestra, desde luego, como una totalidad atributiva.
La sociedad es una unidad de diversos subconjuntos de clases o agrupamientos tales como «varones adultos, mujeres adultas, hermanos de la madre K, enfermos»... Hay patrones de conducta universales a todos los individuos de la sociedad, sí, pero Bueno recalca que debemos atribuir, a cada una de estas clases, unos patrones específicos y diferenciales de conducta rutinaria adquiridos por aprendizaje. Ahora bien, que los patrones o pautas de conducta sean heterogéneos no quiere decir que no puedan converger. Y claro que lo hacen: se adaptan, es decir, mantienen relaciones de subordinación y de coordinación.
—La totalidad social, en cuanto unidad de los subconjuntos nombrados o de otros similares, no puede «autodirigirse», «autoorganizarse», «autoestructurarse».
Quien sostenga que la totalidad social puede autoorganizarse, concebirá al todo como un sujeto agente de la «autoorganización». Esto es un error monumental puesto que un tal sujeto, si se pone por encima de las partes, no podrá llamarse todo (puesto que no hay todo sin partes); habrá de situarse en alguna parte o región del mismo e incluso en todas ellas, pero en este caso no cabrá decir que el todo social se «autoorganiza».
—Por tanto, si la organización del todo social existe y existe como resultado de las actividades racionales humanas, del logos humano, habrá que atribuir esta organización a la acción de algunas partes del todo social y precisamente en la medida en que esas partes son capaces de representarse de algún modo el todo social como objetivo de su actividad finalista.
Lo decisivo de un órgano de control es que efectivamente «controle el sistema global», ya esté en posición central o extremal, ya sea único, ya sea plural, policéntrico.
B. Desde la perspectiva del eje radial, la sociedad humana se nos presenta inserta en un entorno «natural» –bosques, tierras, ríos...– constituido por materiales utilizables (alimentos, vegetales, recipientes, &c.). y que han de poder ser transformados en objetivos de operaciones de producción.
Bueno dice que hay que subrayar el carácter de utilizables –lo que implica la inserción de los materiales naturales en un sistema cultural, tecnológico, &c. Me parece que es una de sus grandes observaciones. Pienso que podemos diferenciar a cualquier político que manifieste sus opiniones no tanto por su pertenencia a un partido, sino en tanto en cuanto tiene en cuenta al eje radial. «No es lo mismo predicar que dar trigo». Hay un mundo entre proclamar «Todos estamos de acuerdo en que acabar con el problema del paro» y decir «Les voy a detallar cómo vamos a crear puestos de trabajo, y no sólo funcionarios». Quien afirma lo primero está hablando desde el eje circular; quien indica lo segundo, desde el circular y desde el radial.
C. Desde la perspectiva del eje angular, una sociedad humana se nos presenta como envuelta por otros sujetos (númenes o, inicialmente, otros hombres que no pertenecen al conjunto de referencia). (Bueno, 1991, págs. 164-168. (1996 b) Págs. 89-114).
En el campo semántico de la política han de figurar, no sólo contenidos circulares, sino también radiales y angulares. Es inconcebible un programa de gobierno que ignore los problemas económicos, religiosos, los asuntos exteriores y que sólo se ocupe de desarrollar mecanismos de dominio, de presión o de disciplina.
Los ejes en Franklin: El eje circular
Una distinción que Franklin establece, fundándose en su experiencia, que para él es el saber más privilegiado, es la de multitud (multitude) y muchedumbre (mobs). Si muchos políticos hubiera sabido distinguir como él, las naciones se hubiera evitado muchos baños de sangre.
Él puntualiza y establece, en medio de la conflictividad que se avecina, el papel, las motivaciones y los hechos de los buenos y los malos protagonistas que, quiérase o no, mueven la historia. «Todos los comportamientos coléricos de las muchedumbres (mobs) en América, sin importar su desaprobación por la parte sobria y prudente de los habitantes», plantea Franklin a principios de 1766 la antítesis básica del vocabulario político norteamericano cuando explica a través de la prensa inglesa los recientes disturbios coloniales contra los nuevos impuestos, «son cargados a la cuenta del país en general, y todo el Pueblo está implicado en una sola acusación común»...
¿Qué hacía que la idea democrática de Franklin distinguiera entre mob y multitude, la una devastadora, la otra moderadora? «El poder que sus miembros poseen», especificaba Franklin acerca de ésta, «aunque sea colectivamente grande, al ser, empero, distribuido entre un vasto número, concede a cada individuo una participación demasiado insignificante para someterlo a cualquier tentación de desviar su poder hacia un uso incorrecto». «De aquí», concluía la reflexión de Franklin, «que tengamos una fácil solución al sofisma tan frecuentemente invocado por los proponentes de la tiranía, quienes nos dicen que cuando surgen diferencias entre un Príncipe y sus súbditos, los últimos son incapaces de ser jueces de la controversia porque estarían conjuntando al juez y a la parte en la misma persona».
Después de empotrar el binomio Dios-Naturaleza en la legitimidad y la legalidad seculares, Franklin cubre a lo largo de su obra los boquetes empíricos de la desagregación del poder popular mediante su propia arquitectura de la virtud. Para que las multitudes europeas que ingresan al país no se transfiguren en muchedumbres, sostendrá Franklin hasta sus últimos días, será necesario que no sólo se despojen de todo sobrepeso nobiliario sino asuman la ciudadanía útil vinculada al trabajo y el orden. «El Pueblo tiene un Refrán», informa en 1784 a los inmigrantes a las puertas, «que Dios mismo es un Mecánico, el más grande del Universo; y que el Hombre es respetado y admirado más por la Variedad, el Ingenio y la Utilidad de sus Obras que por la Antigüedad de su Familia». Buen pueblo éste, depurado ya por la prueba de la virtud y la nación. «Sea como sea», decía un Franklin ya lejanísimo, «se considera como infalible el juicio de un pueblo entero, especialmente el de un pueblo libre; así, se ha vuelto un proverbio común el de que la voz de Dios es la voz del pueblo, Vox Dei est populi vox». «Y ello es universalmente cierto», concedía pluralizando la figura del pueblo, «en tanto ellos permanezcan en su esfera propia, sin las ofuscaciones de la facción, sin dejarse engañar por los hombres intrigantes». (Orozco, 2002, págs. 89-92.)
«Las diferentes facciones que nos dividen en la actualidad», tranquiliza Benjamin Franklin a sus lectores, «apuntan todas al bien público; las diferencias son sólo acerca de los diversos modos de promoverlo». Circunscrito seguramente a las fuerzas que se aprestan para el abordaje de la inminente Constitución, el juicio de Franklin será certero: más que los fines de las élites fundadoras, son los medios los que están entonces en el juego principal. «Las cosas, las acciones, las medidas y los objetos de todas clases», redacta y abrevia Franklin su fecundo testamento pragmático, «se presentan ellos mismos con tal variedad de contornos que no es posible que todos debamos pensar de la misma manera y al mismo tiempo sobre todos los temas, cuando difícilmente el mismo hombre conserva en todas las ocasiones la misma idea sobre uno». «Los partidos son, por lo tanto, el destino común de la humanidad», anticipa Franklin lo que luego será, en los textos de El Federalista, el legado político de James Madison. «Y los nuestros», agrega Franklin en torno a aquéllos, «no son de ninguna manera más dañinos o menos benéficos que los de cualquier otro país, nación y época, y disfrutan en el mismo grado la gran bendición de la libertad política». (Orozco, 2002, págs. 178-179).
El Eje radial
Al terminar la década y una vez removido el gran obstáculo para la expansión al Oeste, la presencia de Francia, la pasión cede a la especulación inmobiliaria y, también fuera del orden de la virtud individual, al genocidio. Menos heroico, aquel Benjamin Franklin emprende durante los sesentas un despliegue corporativo y gubernamental que sólo superficialmente restaura los fueros disciplinarios del interés propio ilustrado y la ética del trabajo. Con grandes bríos y patrocinios privados y públicos, las Compañías especuladoras de las tierras de Illinois e Indiana a las que Franklin se incorpora cuentan también, y éste no será ajeno a ello, al contrario, con el apoyo de la monarquía inglesa y sus consejos. ¿Sobreviven la aritmética del interés y la contabilidad de la Virtud en medio de la geometría imperial de la expansión? «Allí», promueve un Franklin anciano la imagen de la América de las oportunidades abiertas, «los pequeños Capitales invertidos en Tierras que a diario acrecientan su valor a través del Incremento de la Población, ofrecen un sólido Prospecto de abundantes Fortunas que después pasarán a los Hijos». «El autor de este Informe», dice Franklin de sí mismo en el inventario que levanta en 1784, «ha conocido varios Ejemplos de grandes Áreas de Tierra compradas en lo que era entonces la frontera de Pensilvania a diez Libras las cien Acres, las cuales, tras un período de veinte Años, cuando los poblamientos se han extendido mucho más lejos de ellas, se han vendido fácilmente, sin ninguna Mejora sobre ellas, a tres Libras por Acre». «El Acre en América», esclarece la información de Franklin a los lectores europeos, «es lo mismo que el Acre Inglés o el Acre de Normandía» . (Orozco, 2002, págs. 75-76.)
«Y es que, en mi opinión», formula Franklin su planteamiento esencial, «nunca hubo una buena guerra o una mala paz». «¡Qué enormes incrementos a las oportunidades y comodidades de la vida podría haber adquirido la humanidad si el dinero derrochado en las guerras se hubiera empleado en obras de utilidad pública!», exclama la convicción republicana y científica de Franklin. «¡Qué extensión de la agricultura, incluso en las cumbres de nuestras montañas, cuántos ríos vueltos navegables o unidos por canales!», prosigue con mayor brío la buena prédica franklineana. «¡Cuántos puentes, acueductos, nuevos caminos y otras obras públicas, edificios y adelantos que hubieran hecho de Inglaterra un completo Paraíso», recuenta Franklin en su contabilidad política, «podrían haberse obtenido gastando esos millones en hacer el bien en vez de haberlos empleado en causar desgracias durante la última guerra, en acarrear miseria para miles de familias y destruir las vidas de tantos y tantos miles de trabajadores que podrían haber cumplido una labor útil!». (Orozco, 2002, págs. 189.)
«Finalmente», proclamaba en abril de 1769 la fisiocracia franklineana, «parece no haber sino tres Maneras de que una Nación adquiera Riqueza». «La primera», señalaba Franklin, «es mediante la Guerra, tal como la hicieron los Romanos saqueando a sus Vecinos conquistados». «Esto es Latrocinio», condena. «La segunda es mediante el Comercio, que por lo general es Defraudación», declara un desconcertante Franklin. «La tercera es mediante la Agricultura», desemboca previsiblemente, «en la cual el Hombre recibe el Incremento real de la Semilla sembrada en la Tierra en una especie de Milagro continuo acarreado por el Favor de la Mano de Dios y como recompensa a su Vida inocente y su virtuosa Industria». ¿Obedece ese enunciado a una certeza económica, moral y teológica propia o al intento de proyectar la tersa metáfora de la república agraria, a la manera de los jeffersonianos del futuro no lejano, para seducir a la intelectualidad europea opuesta en todas las trincheras a los monopolios, el absolutismo y las guerras mercantilistas? Y es que la inminencia del conflicto con la Gran Bretaña desmiente ya la noción formulada dos décadas atrás sobre la imposibilidad de la guerra allí donde «el territorio es tan vasto que requerirá muchos Siglos para poblarse plenamente». «El Peligro, en consecuencia», escribía Franklin en sus Observaciones de 1751, «de que esas Colonias interfieran con su Madre Patria en Oficios que dependen del Trabajo, las Manufacturas &c., es demasiado remoto como para requerir la Atención de la Gran-Bretaña».
Ni siquiera las razones y las acciones de la guerra de independencia conmocionan el tratamiento fisiocrático del conflicto internacional que Benjamin Franklin desarrolla y presenta en sus obras más familiares. «De acuerdo al derecho original de las naciones», asienta en 1783 un Franklin cercano a la Ilustración, «la guerra y el despojo fueron el castigo de la afrenta». «Humanizándose gradualmente», avanza Franklin su idea, «ese derecho admitió la esclavitud en vez de la muerte; un paso adelante fue el del intercambio de prisioneros en lugar de la esclavitud; otro, el del mayor respeto a la propiedad de las personas privadas bajo conquista y el contentarse con el dominio adquirido». «¿Por qué no puede continuar perfeccionándose este derecho de las naciones?», se pregunta el anciano Franklin en sus Observaciones sobre la Guerra. Además, ¿por qué el conocimiento mayor de esos avances no puede acelerar una marcha que hasta entonces ha sido lenta? Al respeto, Benjamin Franklin madura sus propuestas en torno al derecho de protección a los productores cuya actividad no debe disturbarse y sí ser asegurada en tiempos de guerra. Que nada interfiera con la actividad de los agricultores «porque ellos trabajan por la subsistencia de la humanidad», o con la de los 20 pescadores, «por la misma razón». Decisiva al futuro y de frente a Europa, la neutralidad que Franklin subraya no se circunscribe a los hospitales de los enemigos y «los artistas y los mecánicos». Venciendo sus previas y constantes suspicacias ante la perversidad del comercio mercantilista, Franklin amplía sus derechos de neutralidad a «los mercaderes y comerciantes en barcos desarmados, los cuales complacen a diferentes naciones mediante la comunicación y el intercambio de las cosas necesarias y las comodidades de la vida». (Orozco, 2002, págs. 198-202.)
El Eje angular
El Dios que el joven Benjamín Franklin centraba en 1728 como parámetro del conocimiento y la piedad era y permanecerá en adelante como un Dios semiterrenal «que se solaza y deleita con la Felicidad de quienes ha creado; y puesto que sin Hombre Virtuoso no puede haber Felicidad en este Mundo, creo firmemente que Él se deleita viéndome virtuoso, porque Él se complace cuando me ve feliz». «Supremamente perfecto», Dios no puede ser sino «el Autor y Propietario de nuestro Sistema». Es por ello que Dios se ajusta a la medida del nuevo capitalismo, en el cual la propiedad individual no resulta ser otra cosa que el reflejo de la voluntad de esa suerte de propietario de la tierra que se complace con la propiedad privada de las criaturas virtuosas. «Y puesto que Él ha creado tantas Cosas que parecen puramente diseñadas para el Deleite del Hombre», imprime Franklin un nuevo giro al puritanismo, «creo que Él no se ofende al ver que sus hijos disfrutan de una manera cualquiera sus Ejercicios placenteros y sus inocentes Delicias, y creo que ningún placer inocente es dañino para el Hombre». No sorprenda, pues, la declaración abierta del aún más joven Benjamín Franklin al referirse a su Dios: «Lo amo, por lo tanto, por su Bondad, y lo adoro por su Sabiduría». ¿Y cómo no amar y adorar al que, además de Buen Ser, «también es mi Amigo»? ¿Y cómo no hacer que los atributos divinos de «la Sabiduría, la Bondad y el Poder» se pongan al servicio de quien les es más afín y más requiere de su protección?
«Hay una Nación Virtuosa lastimosamente oprimida por un cruel tirano, la cual implora con ansiedad que Dios la dirija», apunta Franklin en tono profético desde 1732. «Si decís que Él no puede hacerlo», argumenta Franklin en el bosquejo constitutivo del Junto Club, «negáis su Poder infinito, que vosotros reconocisteis al principio; si decís que Él no desea hacerlo, debéis negar directamente su Bondad infinita». «Estáis entonces obligados, por necesidad, a conceder que es altamente razonable creer en la Providencia, porque resulta altamente absurdo creer lo contrario», infiere. «Por lo tanto», resuelve, «concluyo que, al creer en la Providencia, contamos con el cimiento de toda Religión Verdadera». De allí que «debamos amar y reverenciar a esa Deidad por su Bondad y agradecerle por sus Beneficios; debamos adorarla por su Sabiduría y temer por su Poder y rezar por su Favor y Protección». «Y esta religión será un poderoso regulador de nuestras acciones», acaba admitiendo Franklin, «nos concederá la paz y la tranquilidad dentro de nuestras propias inteligencias y nos volverá benévolos, útiles y beneficiosos para los demás».
Un Dios semiterrenal, un Dios protector y un Dios a imagen y semejanza del naciente nacionalismo capitalista constituirá así el presupuesto para que marchen unidos, bajo el monitoreo de la Ciencia de la Virtud, la religión, los negocios, la nación y la moral. ¿Qué tiene que añadir a ese universo viabilizado por la propiedad y la expansión territorial sin límites una Ilustración que, en Europa, marca la crisis del absolutismo, se opone a la religión y denuncia la polarización social dejada por la premodernidad?...
La historia, de esta manera, deja lecciones que aún el pragmatismo de Franklin juzgará inconmovibles. Entre éstas, «proporciona Oportunidades frecuentes de mostrar la Necesidad de una Religión Pública» a partir del criterio de «su Utilidad para el Público, la Ventaja del Carácter Religioso entre las Personas privadas, las calamidades de la Superstición, &c.». Todavía más importante: la historia demuestra sin duda alguna «la Excelencia de la RELIGIÓN CRISTIANA sobre todas las demás religiones, antiguas o modernas». Ya en un plano secular, la Historia útil de Franklin convence también acerca de «la Ventaja de los Órdenes Civiles y las Constituciones, de cómo los Hombres y sus Propiedades son protegidos al unirse en Sociedades y establecer el Gobierno, sus Industrias son fomentadas y remuneradas, las Artes inventadas y la Vida vuelta más cómoda». (Orozco, 2002, págs. 83-84.)
Eje angular, radial y circular
Anciano ya, las Sagradas Escrituras ayudan a Franklin a explicar a finales de 1786 la bondad de la Divina Providencia en los tiempos duros y de vacas flacas que azotan a las sociedades agrarias de Israel y Egipto y la forma en la que esa Providencia opera en medio de la riqueza de la nueva nación. «Si entramos a las ciudades», observa Franklin en el artículo cuya publicación no alcanzará a ver, «encontramos que, desde la Revolución, los propietarios de casas y solares han visto sus intereses sumamente incrementados en su valor; las rentas se han elevado a una altura sorprendente y de aquí el estímulo para aumentar la construcción que proporciona empleo de un gran número de trabajadores, tal y como lo hace el lujo cada vez mayor y el esplendor de la vida de los habitantes que de este modo se han vuelto ricos»...
Pero esa declaración de pluralismo no moverá a que Benjamin Franklin se cruce de brazos cuando llega el tiempo de definir el proyecto de nación que echa a andar en 1787 la Constitución Federal. Para que ésta se ratifique y se eviten los peligros republicanos, Franklin no duda en acudir a la teología política que le permite equiparar en términos bíblicos a los judíos antiguos y a los anti-federalistas que invocan el nombre de la democracia para desafiar aquel proyecto oligárquico. Con quienes saben que, por más que fuese obra de ángeles, toda Constitución despierta oposición, Franklin opta en abril de 1788 por narrar a los lectores de The Federal Gazette un evento clave «registrado en la más veraz de todas las historias, la Santa Biblia». «Al Ser Supremo», inicia su recuento metapolítico, «le había complacido fomentar una Familia única mediante Actos continuados de solícita Providencia, hasta que se convirtiera en un gran Pueblo». «Y, habiéndolos rescatado de la Servidumbre mediante varios Milagros realizados por su Sirviente Moisés», detalla Franklin, «Dios entregó a ese Sirviente escogido, en presencia de la Nación entera, una Constitución y Código de Leyes para su Observancia, acompañada y sancionada con Promesas de grandes Recompensas y Amenazas de severos Castigos como Consecuencia de su Obediencia o Desobediencia». (Orozco, 2002, págs. 177-179.)
Eje radial y circular
«Es tan abundante la tierra en América y tan barata», establecía Franklin desde 1751 las coordenadas morales de su Arcadia capitalista, «que permite que un Trabajador que entiende de Agricultura pueda ahorrar en poco tiempo lo suficiente para comprar un Pedazo de nueva Tierra para una Plantación en la cual pueda mantener una Familia». Bendiciones del país y de los equitativos contratos de compra-venta, la disponibilidad territorial se asocia en Franklin a la multiplicación de la humanidad en medio de la estabilidad y la paz sociales. «Aquel Trabajador», anota Franklin en sus Observaciones sobre la colonización de los nuevos países, «no estará temeroso de casarse porque el matrimonio puede incluso mirar lo suficientemente hacia delante para considerar la manera en la cual sus Hijos, cuando crezcan, estén preparados y vean que hay más tierra obtenible a Precios igualmente cómodos, consideradas todas las Circunstancias».
«El gran negocio del continente es la agricultura», persiste Franklin treinta y cinco años más tarde en la gran premisa fisiocrática que sustenta al interés y la política, una vez pasada la guerra y presentes todavía algunas y serias turbulencias económicas. (Orozco, 2002, págs. 196.)
Teoría sintáctica del poder político
Después de haber ilustrado el Curso y el Espacio Antropológico con fragmentos de los muchos escritos de Franklin que ha sistematizado el profesor mexicano José Luis Orozco, voy a exponer ahora el Cuerpo esencial de la sociedad política. Y como Gustavo Bueno va a concretar su teoría en distintos poderes, creo oportuno presentar primero la tabla que él ofrece y, después, ir explicando cada elemento de esa tabla.
Ramas del poder (eje sintáctico) |
Capas del poder (eje semántico) | Sentido (vectorial) de la relación |
||
Conjuntiva | Basal | Cortical | ||
Operativa | Poder ejecutivo |
Poder gestor |
Poder militar |
↓ Descendente |
obediencia / desobediencia civil | contribución / sabotaje | servicio / deserción | ↑ Ascendente | |
Estructurativa | Poder legislativo |
Poder planificador |
Poder federativo |
↓ Descendente |
sufragio / abstención | producción / huelga, desempleo | comercio / contrabando | ↑ Ascendente | |
Determinativa | Poder judicial |
Poder redistributivo |
Poder diplomático |
↓ Descendente |
cumplimiento / desacato | tributación / fraude | alianzas / inmigración privada | ↑ Ascendente |
(Fuente: http://www.filosofia.org/filomat/df597.htm
y http://www.filosofia.org/rev/bas/bas23301.htm)
Bueno pone el núcleo de la sociedad política en el eje circular; aquí sitúa también el contexto sintáctico de la actividad política. Funda la afinidad de la estructura de la esfera política (en cuanto la política es una ciencia vinculada a una tecnología) con la estructura de una ciencia categorial (Bueno, 1991, págs. 289 y siguientes; 2003 a, págs. 70-75; 2003 b, págs. 108-131).
Y si ya he expuesto en este artículo cómo sistematiza Bueno una ciencia, nos va a resultar fácil comprender lo que sigue.
El poder político, en tanto que poder sintáctico, desde una perspectiva morfológica, tiene unas funciones propias (las funciones de seleccionar, coordinar, dirigir, bloquear..., son funciones genéricas). De acuerdo con su modelo analítico, Bueno distribuye el eje sintáctico del sistema gnoseológico en términos, relaciones y operaciones. Por tanto, el filósofo español distribuye el poder político en tres momentos: como poder formador de términos, como poder de establecimiento de relaciones y como poder ejecutivo de operaciones. Y llama a estos momentos, respectivamente, poder determinativo, poder estructurativo, y poder operativo.
Poder determinativo (del poder político)
Primer momento del poder político, según la teoría sintáctica del poder político. Va referido a la capacidad no ya sólo de construir o destruir términos (sujetos operatorios) simples o complejos mediante operaciones, sino también a la capacidad de disponer o clasificar términos ya dados (y siempre suponemos que algunos han de estar dados, si es que el poder político es un poder de segundo grado), como puedan serlo grupos de individuos, familias, o individuos vinculados a otros grupos... (Bueno, 1991, pág. 299; García Sierra, 2000, págs. 588-589.)
Poder estructurativo (del poder político)
Segundo momento del poder político, según la teoría sintáctica del poder político. Bueno lo refiere a la capacidad para definir, proyectar o construir nuevas relaciones en orden a la eutaxia, a partir de relaciones de primer orden que (continuándolas, reformándolas o transformándolas) también supondremos dadas. (Bueno, 1991, pág. 299; García Sierra, 2000, pág. 589.)
Poder operativo (del poder político)
Tercer momento del poder político, según la teoría sintáctica del poder político. Es la capacidad para actuar sobre individuos o grupos de individuos –estimulando, desplazando, engañando...– a fin de componerlos o descomponerlos en terceros términos que mantengan con otros dados las relaciones características del sistema. (Bueno, 1991, pág. 299-306; García Sierra, 2000, pág. 589.)
Los diferentes poderes políticos fundamentales, tal como Bueno los obtiene, no pueden considerarse independientes en absoluto, como capacidades derivadas de fuentes heterogéneas que confluyesen en la vida social; son momentos o componentes de un concepto global, sin perjuicio de su diferenciación e irreductibilidad mutua e incluso de la posibilidad de cursos no coordinables siempre entre sí. La separación de los poderes es una regla dependiente de criterios variables según el tipo de sociedad política. Pero incluso en las sociedades democráticas, en las cuales se establece como norma la doctrina de la separación de los poderes, desde el punto de vista institucional, la dialéctica de su desarrollo recupera una y otra vez su unidad (por ejemplo a través del partido político victorioso, que consigue controlar tanto el poder ejecutivo como la mayoría legislativa; los dos poderes -por no decir el judicial- resultan reunidos a través del partido político victorioso).
Montesquieu expuso la doctrina de la separación de poderes, pero no como un modelo teórico, sino que generalizó el célebre análisis que Polibio, siguiendo a Dicearco, o a Cicerón, hizo de la república romana del siglo III.
La doctrina de Montesquieu es incompleta, puesto que no incluye poderes políticos tan importantes como el poder de programación o de planificación y el propio poder federativo.
En definitiva, la teoría política de Bueno es tan importante que con ella podemos explicar muchos aspectos que no es posible realizar con otras.
Teoría de las capas del cuerpo de la sociedad política
Como el medio en el cual ejerce su acción el núcleo es el espacio antropológico, que el filósofo español supone desplegado en tres planos, así también las capas que el núcleo irá «constituyendo» en el proceso mismo de su acción serán tres: la capa resultante de la acción-reacción del núcleo en el eje circular, a la que Bueno denomina capa conjuntiva; la capa resultante de la acción-reacción del núcleo en el eje radial - capa basal- y la capa resultante de la acción-reacción del núcleo en el eje angular -capa cortical-. (Bueno, 1991, pág. 307-308 y 310; García Sierra, 2000, págs. 588-589.)
Capa conjuntiva del cuerpo de la sociedad política
La capa que se condensa y consolida por la acción del núcleo de la sociedad política a lo largo del eje circular incluye, por ejemplo, múltiples estructuras sociales –instituciones familiares, asociativas, profesionales, generacionales–. Pero una única trama, determinada en la dirección del eje circular, resultará en el conjunto social; se formará una capa en el seno de la sociedad política que denominaremos capa conjuntiva del cuerpo político.
Dentro de la capa conjuntiva cabe dibujar la figura de la «clase política». (Bueno, 1991, pág.308; García Sierra, 2000, págs. 589-590.)
Capa basal del cuerpo de la sociedad política
En el eje radial, la acción del núcleo de la sociedad política determinará una capa más o menos coherente con todos aquellos contenidos impersonales (desde las tierras de cultivo, hasta los edificios, desde hornos de fundición hasta centrales eléctricas) que, formando parte del mundo entorno (natural y cultural), se nos presentan (o son representados) como configuraciones cuya conservación, transformación o reproducción pueden llegar a constituir objetivos de la acción política. La capa basal, que en sí es económica, se hace política (económico-política) cuando se representa como objetivo de los planes y programas de la sociedad política; y no hay sociedad política, por liberal que ella sea, que pueda dejar de incluir una capa basal. La capa basal debe ser considerada como un conjunto por donde circulan energías y formas naturales pero que sólo si están organizadas culturalmente pueden tener significado político. La capa basal, por ejemplo, no podrá entenderse como el conjunto de los recursos naturales de la sociedad política: éstos han de estar «conceptualizados», es decir, descubiertos o inventados; de otra suerte es como si ellos no existieran. Pero el descubrimiento, como la invención, sólo tiene lugar en un espacio cultural. (Bueno, 1991, pág.308-309; García Sierra, 2000, pág. 590.)
Capa cortical del cuerpo de la sociedad política
Incluirá aquellos contenidos que haya que considerar denotados por el eje angular y que serán, en primer lugar, los contenidos que tengan que ver con sujetos «personales» pero no humanos, distintos, por tanto, de los sujetos constitutivos de la sociedad política, aun cuando habiten, como númenes animales o divinos, dentro de sus fronteras; en segundo lugar, y por extensión, contendrá aquellos sujetos personales humanos, o muy próximos a los hombres, que son llamados salvajes, bárbaros, y en general extranjeros, y que no forman parte de la sociedad política de referencia.
Las tres capas del cuerpo de la sociedad política son indisociables, pero con ritmos diferentes de crecimiento y desarrollo. (Bueno, 1991, págs.309-310; García Sierra, 2000, pág. 590.)
Ramas y Capas del poder político
Las tres capas según las cuales se organiza el cuerpo de la sociedad política constituyen la «forma del contenido» al que habrá que aplicar las formas sintácticas del poder político De este modo, la doctrina sintáctica del poder político encuentra como vía propia para su interno desarrollo, a la doctrina de las tres capas del cuerpo de la sociedad política. El desarrollo del concepto sintáctico del poder político podría ser también considerado simultáneamente como un desarrollo (booleano) de cada una de las capas. Ya hemos visto cómo Bueno dispone en la tabla los momentos o ramas del poder en cabeceras de fila y las capas del cuerpo político en cabeceras de columna. Entonces, la tabla de cruce expresará tanto el desarrollo de las columnas por filas, como el desarrollo de las filas por columnas y asigna nombres a los puntos de cruce.
Cada una de las capas del cuerpo político ha de ser considerada como integrada por conjuntos muy heterogéneos de individuos, de instituciones, redes y cadenas de mandos, lenguajes, archivos, &c., &c., con sus correspondientes soportes infraestructurales (vías de comunicación, edificios, &c., &c.); desde luego, los contenidos de las diferentes capas se conectan entre sí en forma de tejidos inter-capas que tenderán a organizarse en unidades funcionales. (Bueno, 1991, págs. 323-324; García Sierra, 2000, págs. 590-591.)
Poder ejecutivo
Es el poder operativo en cuanto capacidad de actuar en la capa conjuntiva. Pues operar, en el ámbito de la capa conjuntiva, es tanto poder aproximar a sujetos o bienes (reunirlos en asamblea, convocar a los ciudadanos, retribuirlos) como separar a los ciudadanos entre sí (disolver asambleas, disociar, por exacciones, ciudadanos y bienes, &c.). Operar es, según ello, también poder de obligar (poder coercitivo) a los ciudadanos según unas rutas y no otras; incluso «cancelar» a un ciudadano ejecutando una sentencia de muerte. La ejecución de una sentencia es un ejercicio del poder ejecutivo, porque aunque emane del poder judicial ella quedaría sin efecto si el poder ejecutivo no la hiciese cumplir.
Por lo demás, la morfología del poder ejecutivo, actuando en la capa conjuntiva, toma figuras muy heterogéneas dependientes del nivel tecnológico, histórico y social. Pero todas estas formas que perfilan el aspecto o apariencia específica corpórea de la capa conjuntiva, mantienen siempre, en su trama genérica, ciertos hilos constantes: por ejemplo, una organización policíaca como brazo ejecutor del poder operativo en su capa interior o conjuntiva. Los entrecruzamientos de la organización policíaca con otras organizaciones que corresponden a otros poderes de la misma capa (por ejemplo la policía judicial) o de capas distintas (el ejército) tiene lugar ante todo en el plano fenoménico (jerarquización, disciplina militar, uniformes) pero también en un plano estructural, en el que la anastomosis o los conflictos de competencias son la regla y no la excepción. De otro modo, la fila de la tabla de desarrollo que contiene a los pisos de columna del poder operativo resulta ser algo más que una fila distributiva que contuviese columnas autónomas independientes. (Bueno, 1991, pág.325; García Sierra, 2000, pág. 591.)
El poder ejecutivo en Franklin: rechaza los abusos de los poderosos y los desórdenes de las masas
1786, sin embargo, es el año en el que las revueltas populares al interior y los presagios de las grandes conmociones europeas mueven a las élites públicas y privadas de los nuevos Estados a desdibujar, si no es que a cancelar, las grandes palabras políticas seculares y la dotación de fueros y derechos universales que puedan socavar la propiedad. Para reparar las consecuencias desfavorables de la guerra, la oligarquía mercantil y financiera de Boston transfiere costos a los granjeros de Massachusetts sin calificación patrimonial electoral, abrumados por las deudas y, ahora, por los impuestos sobre la tierra fijados por asambleas en las que no participan. Al acudir a los tribunales, los acreedores desatan un proceso de despojo que incluye las granjas, los instrumentos agrícolas y hasta los enseres domésticos; cuando las propuestas de pagos en especie y no en papel moneda son rechazadas, no queda otra alternativa que la rebelión de poco más de un millar de veteranos pobres de guerra encabezados por el antiguo y distinguido Capitán Daniel Shays. Primer gran miedo radical, precedente intolerable a la óptica de la clase dirigente, el que despierta Shays en la misma cuna de la independencia será visto de inmediato por James Bowdoin, acaudalado mercader harvardiano, precursor de aquélla, amigo de Franklin y en esos días gobernador de Massachusetts, como «sedición universal, anarquía y confusión que podría terminar en el despotismo absoluto».
«Recibí la Carta que recientemente me hicisteis el honor de escribirme respecto al Edicto para aprehender a varios Promotores de la Rebelión en vuestro Estado», confirma Franklin, aproximándose mucho más a Burke que a Paine, al Bowdoin que ofrece una recompensa de ciento cincuenta libras por la captura de cuatro cabecillas del apenas un mes antes derrotado y desbandado ejército de Shays. «El Edicto fue de inmediato publicado por nuestro Periódico», se apresura a comunicar Franklin, «y siendo presentada la Cuestión ante el Consejo y la Asamblea, se pensó que era adecuada una Adición a la Recompensa que vuestro Gobierno ha ofrecido, la cual será hecha, si bien las Formas usuales del Procedimiento han ocasionado alguna Demora».
¿Corresponden al Franklin ilustrado y celebrado como heraldo y modelo de la Revolución Francesa esa servicialidad y diligencia conservadoras? ¿Por qué en ese entonces ha cesado la confianza, por lo demás jamás plenamente depositada por Franklin, en «la Razón y el orden universal de las cosas» invocada por Thomas Paine diez años atrás, o en the Laws of Nature and of Nature’s God admitidas en la Declaración de Independencia? «Congratulo a vuestra Excelencia de la manera más cordial por la Victoria feliz que derivará de las sabias y vigorosas Medidas adoptadas para la Supresión de esa peligrosa Insurrección», expresa Franklin a Bowdoin en un desconcertante giro represor, «y hago votos de todo corazón por la futura tranquilidad del Estado que gobernáis tan digna y tan venturosamente». Con ello, Franklin concurre con los grandes comerciantes y propietarios que, al trasluz de la lucha de Shays y su «gente desordenada», ven llegado el momento de la centralización política no sólo ante la vulnerabilidad militar de los Estados sino para impedir que la república degenere en democracia y anarquía. Sabedor de los alborotos que provocan en Rhode Island y Maryland las discusiones en torno al papel moneda, el alejamiento de Franklin de las «verdades evidentes por sí mismas» como la igualdad no conduce en él a otra cosa que a sumarse al coro mayor de quienes exigen una Constitución menos propicia a las alteraciones de la propiedad. «Su Constitución es, pienso», indica Franklin a Bowdoin en relación a Massachusetts, «una de las mejores de la Unión, podría quizás decir que del Mundo».
«Y estoy persuadido», agrega aquí el ingrediente del consenso, «de que el buen Sentido y el firme Entendimiento predominante entre la gran Mayoría de vuestro Pueblo la mantendrá siempre segura de los Intentos dementes por derribarla, algo que sólo puede proceder principalmente de la Maldad o de la Ignorancia de unos cuantos que, mientras se benefician de ella, son insensibles a su Excelencia». (Orozco, 2002, pág. 167.)
«A pesar de que la Deidad misma iba a estar a su Cabeza (y por ello es llamada Teocracia por los Escritores Políticos)», sostiene Franklin, «esta Constitución no pudo ser puesta en ejecución sino a través de los Medios de sus Ministros. Aarón y sus Hijos fueron por lo tanto comisionados para integrar, con Moisés, el primer Ministerio establecido del nuevo Gobierno». Pero ni siquiera este nombramiento de hombres amantes de la Libertad de su Nación y abiertamente opuestos «a la Voluntad de un poderoso Monarca que habría retenido a la Nación en la Esclavitud» puede evitar el descontento al interior de «cada una de las trece Tribus» por parte de aquellos que mantuvieron su afecto por Egipto, vieron lesionados su «Intereses particulares» y sus ganancias, prefirieron «el Pan y las Cebollas» del Faraón ante los riesgos de hambruna o, simplemente, permanecieron «inclinados a la idolatría». Serán ellos los que desafiarán a un Aron nombrado por «la Autoridad de Moisés» argumentando nada menos que esa investidura fue conferida «sin el Consentimiento del Pueblo». Insistiendo, a la par que los anti-federalistas y los republicanos de los días de Franklin, en mantener «aun la Libertad Común de nuestras Tribus respectivas», los inconformes no dudarán en acusar al propio Moisés de Peculado y Ambición para convertirse en un Príncipe absoluto bajo el engaño de la Tierra Prometida. Aún peor: los menos de doscientos «Famosos en la Congregación, Hombres de Renombre», se valen de la movilización y manipulación de la Chusma (Mob) a manera de enardecerla para lapidar y destruir en el nombre del «aseguramiento de nuestras Libertades».
«En general», resume Franklin su juicio teológico, «tal parece que los Israelitas eran un Pueblo desconfiado de su Libertad recién adquirida, Desconfianza que, en sí misma, no era un Defecto». «Pero cuando ellos permitieron que ésta fuera manipulada por Hombres Astutos que pretendían el Bien Público con nada realmente en la mira que no fuesen sus Intereses privados», previene Benjamin Franklin a los norteamericanos, «fueron llevados a oponerse al Establecimiento de la Nueva Constitución, con lo cual acarrearon gran Inconveniente e Infortunio sobre ellos mismos». «Tal parece, además, y tomado de la misma Historia inestimable», concreta la parábola anti-democrática de Franklin, «que cuando después de varias Eras esa Constitución se volvió vieja y en extremo violada y se le propuso una Enmienda al populacho, de la misma manera que éste había acusado a Moisés de la Ambición de hacerse a sí mismo Príncipe y vociferaba «lapídenlo, lapídenlo», así, enfurecido por sus Supremos Sacerdotes y sus ESCRIBAS, el populacho increpó al Mesías acusándolo de que éste buscaba volverse Rey de los Judíos y vociferó «Crucificadlo, Crucificadlo»». «Por todo lo que podemos recolectar», deduce un Franklin ahora escrupuloso, «la Oposición popular a una Medida pública no es Prueba de su Impropiedad, aunque la Oposición sea acicateada por Hombres de Distinción». (Orozco, 2002, págs. 180-182.)
«Las lejanas incursiones de corsarios franceses y españoles en el río Delaware mueven a Franklin a configurar una amenaza de dimensiones mayúsculas. Para hacerlo se prestarán sus arbitrarias interpolaciones de Roma e Israel, su recurso tanto al Libro de los Jueces como al Salustio cuya trascripción latina contrasta la firmeza del conservador Catón ante la indiferencia de César y el Senado y nada menos que frente a la conjuración de Catilina. Bajo esa óptica sagrada y clásica, la circunstancia específica de Franklin hará desfilar todo un catálogo de vulnerabilidades que se inicia con el peligroso Conocimiento que el Enemigo adquiere en fechas recientes «de nuestra Bahía y nuestro Río por Medio de los Prisioneros y de las Banderas de Tregua que ha desplegado entre nosotros, a través de los Espías que ellos mantienen casi en cualquier parte, y quizás mediante los Traidores entre nosotros». Al ensamblar el montaje conspirador y subversivo al interior con «la conocida ausencia de Barcos de Guerra entre Virginia y Nueva York durante la mayor Parte del Año desde que la guerra comenzó», la retórica de Franklin alcanza las alturas del Catón enfrentado ahora a la pasividad criminal de la Asamblea cuáquera de Pensilvania. En el llamado a un virtual golpe privado de Estado, Franklin desbanca con su nuevo espíritu bíblico y republicano a la agotada clase política y convoca por su cuenta, y la de la virtud activa de los ciudadanos, a quienes su aritmética presenta como «Sesenta mil Combatientes, conocedores de Armas de Fuego, muchos de ellos Cazadores y Tiradores, curtidos y arrojados». «Todo lo que necesitamos es Orden, Disciplina, y uno que otro Cañón», resume Franklin. «Actualmente», escribe, «somos como los filamentos separados del Lino antes de ser entrelazados, sin Fuerza porque carecemos de Conexión, pero la Unión nos hará Fuertes e incluso Formidables».
«La mismísima Fama de nuestra Fuerza y Preparación sería un Medio para Disuadir a nuestros Enemigos», sentencia Benjamin Franklin en 1747, «porque es sabio y verdadero decir que con frecuencia Una Espada mantiene a otra en la Funda». «La Manera de Asegurar la Paz es prepararse para la Guerra», afirma en seguida sin gran originalidad. Una vez movilizada la voluntad de aquellos activos ciudadanos, el espíritu republicano se asienta su Libertad y su Propiedad sobre la fuerza de las armas. «Quienes se hallan en Guardia y aparecen preparados para recibir a sus Adversarios», reitera el republicano Franklin, «se encuentran en un mucho menor Peligro de ser atacados que los impreparados, confiados y negligentes». Para la «Reprensión, Instrucción y Advertencia» de los buenos, el vistoso folletín político de Franklin abjura en el nombre de la Unidad y la Fuerza de las divisiones, las facciones y los egoísmos que caracterizan a la Sociedad Civil de Mandeville a Ferguson y echa mano sin reparos de la premodernidad. «Quiera el Dios de la SABIDURÍA, la FUERZA y el PODER, el Señor de los Ejércitos de Israel», ruega el Mercader de Filadelfia que, no sin ironía, aparece como firmante del panfleto franklineano, «inspirarnos con Prudencia en este Tiempo de PELIGRO, y aparte de Nosotros todas las Semillas de Contienda y División y una los Corazones y los Propósitos de todos nosotros, de cualquier SECTA O NACIÓN, en un Vínculo de Paz, Amor Fraternal y Espíritu Público generoso». «Quiera Él darnos la Fuerza y la Resolución para enmendar nuestras vidas», termina el singular Mercader su rogativa, «y se lleve de entre nosotros cualquier Cosa que le mortifique, nos brinde su Protección más graciosa, desconcierte los Designios de nuestros Enemigos y conceda la PAZ en todos nuestros Confines».
No obstante, la magnificencia del lenguaje sermonario contrasta con la metodología mercantil y operativa del golpe de Estado. «Y si las Sugerencias contenidas en este Ensayo son tan felices de encontrar una Disposición apropiada de Ánimo entre sus Compatriotas y Conciudadanos», propone Franklin a sus lectores, «quien esto escribe someterá en unos cuantos Días a su consideración una Forma de Asociación para los Propósitos aquí mencionados, junto con un Proyecto practicable para colectar el dinero necesario para la defensa de nuestro Comercio, nuestra Ciudad y nuestro País sin imponer Gravamen alguno sobre ningún Hombre». Puntual, como siempre, la Gazette de principios de diciembre incluye la escritura constitutiva detallada para que «Nosotros, cuyos nombres y rúbricas acompañamos», enumeren una serie de Considerandos que van desde la indefensión por la distancia y ausencia de la Madre Patria hasta la indiferencia y el desentendimiento por parte de la Asamblea de Pensilvania para emprender contractualmente el asalto al orden puritano establecido. Bajo la ominosa premisa de que «somos un Estado desabrigado, inerme», Franklin y los firmantes invocan al Enemigo para constituir como absolutamente necesario un Estado paralelo, civil, republicano y voluntario. Ante las Asambleas paralizadas «en razón de sus Principios Religiosos», Franklin abre, al costado del frente económico contra los Propietarios, uno segundo, político e ideológico, contra el rectorado cuáquero cuyos principios de no violencia, convivencia con los indígenas, reformismo y antiesclavismo desentonan, tanto o más que el feudalismo de aquéllos, con su proyecto secular. «Considerando lo cual», resume Franklin los objetivos societarios, «Nosotros, para nuestra Defensa y Seguridad mutuas, y para la Seguridad de nuestras Esposas, Hijos y Propiedades y la Preservación de las Personas y las Propiedades de otros, nuestros Vecinos o Vasallos acompañantes (Fellow Subjects), nos constituimos en una Asociación» entre cuyos acuerdos solemnes se implora «la Bendición del Cielo para nuestra Empresa».
«El panfleto», recuerda Benjamin Franklin a buena distancia en el tiempo, «produjo un efecto fulminante y sorprendente». ¿Y cómo no habría de producirlo si su exposición de motivos es tan apremiante y retóricamente contundente? Al lado de los tonos implacables con los que Franklin acusa aquí y allá a «nuestros Cives nobilissimi de ambos Partidos» de hacer votos por «la Ruina del País» y de invitar a Francia, «nuestro más inveterado Enemigo» y su «fanático Rey Papista», para hacerlo, la crítica de la Conciencia como pretexto de la Deficiencia Política logra imágenes aterradoras cuando insinúa la seducción que aquélla desata para «la salaz y desenfrenada Ira, Rapiña y Concupiscencia de los Negroes, Molattoes y otros, los más viles y más abandonados de la Humanidad». Y es que, incapaces de proteger a su Pueblo, los Cuáqueros invierten toda idea del Estado. «Pero aquí todo sucede al Revés», describe Franklin al gobierno de Pensilvania. «Porque en nuestro Estado (y quizás, si investigáis a lo largo del Mundo, encontraréis que sólo en el nuestro)», asienta Franklin en su proyecto de Acta, «el Gobierno, por lo menos esa Parte de él que se encarga del Peculio, se ha rehusado siempre, por Consideraciones religiosas, a utilizar los Medios comunes para la Defensa del País en contra del Enemigo». Esa situación reclama, en un prodigioso inventario de armamento, tecnología de la guerra, orden militar y logística, que sea la Sociedad Civil la que se ocupe de su propia defensa. Que cada quien se arme de «un buen fusil de chispa, una Caja de Cartuchos y, por lo menos, doce Cargas de Pólvora y Balas» y que, si lo cree conveniente, empuñe «una buena Espada, Sable o Garfio, los cuales quedarán siempre en nuestras respectivas Residencias, bien Dispuestas y en buen Orden». (Orozco, 2002, págs. 241-245.)
Desde la perspectiva de Franklin, empero, ese pragmatismo de coyuntura no basta para conformar un pragmatismo de guerra en el cual las realidades y los principios no tengan por que someterse a los compromisos de corto plazo. De aquí la necesidad de la franca ruptura, ¿secular?, con las mejores expresiones humanistas del puritanismo. «Esas Perplejidades que los Cuáqueros sufrían por haber establecido & publicado como uno de sus Principios que Ninguna Guerra era acorde a Derecho, y del cual, una vez publicado, no podían retractarse fácilmente por más que cambiasen de Opinión», reflexiona el Benjamin Franklin de los últimos años, «me recuerda la conducta que yo juzgué más prudente en otra Secta, la de los Dunkers». A pesar de sus reparos a los alemanes, no duda en acudir a la secta pietista que entonces encabeza un Michael Welfare que se queja con Franklin y Franklin consuela de las aflicciones sufridas a causa del fanatismo sectario durante los años de su inserción en el espectro religioso de Pensilvania. «Cuando por primera vez nos congregamos como Sociedad», cita Franklin con prodigiosa memoria a Welfare, «a Dios le había complacido iluminar nuestras Inteligencias a manera de ver que algunas Doctrinas que alguna vez fueron consideradas como Verdaderas eran Falaces, y que otras que eran consideradas Errores eran en realidad Verdades».
«De Tiempo en Tiempo», agrega el espíritu tolerante de Michael Welfare, «a Dios le ha complacido proporcionarnos una Luz de mayor Trascendencia, y nuestros Principios de han perfeccionado y nuestros Errores han disminuido». «No estamos ahora seguros de que hayamos llegado al fin de esta Ascensión y a la Perfección del Conocimiento Espiritual o Teológico», confiesa Welfare con humildad y a la distancia, «y tememos que, si alguna vez imprimimos nuestro Auto de Fe, nos sentiríamos como trabados o confinados por él y quizás nos resistiríamos a recibir un mayor mejoramiento, y nuestros sucesores todavía más, porque pensarían que lo que nosotros, sus Mayores y Fundadores, habíamos hecho era algo sagrado y nunca algo que no era sino un punto de partida».
«Esta Modestia en una Secta», concluye Franklin su reflexión sobre la tolerancia de los climas de guerra, «es quizás un Ejemplo singular en la Historia de la Humanidad, ya que todas las demás Sectas se suponen en Posesión de toda la Verdad y asumen que aquellas que disienten de ellas están hasta aquí en el Error». Los Dunkers ilustran para Franklin al Hombre que, en medio de la niebla, reconoce que la claridad inmediata no representa el paisaje total. Aunque luego deplore la suerte de los Cuáqueros e incluso los defienda de los prejuicios generados en su contra y hasta de las simpatías con los indios, la moraleja de Franklin se dirige contra el dogmatismo y la codificación de los principios de una vez y para siempre. «Para evitar este tipo de Complicaciones», narra Franklin en tiempo presente, lejos ya del proceso que él mismo iniciara, «los Cuáqueros han declinado gradualmente en los últimos Años en el Servicio Público en la Asamblea y la Magistratura». La opción de los Cuáqueros, reafirma y resume Franklin al lector, no ha sido a final de cuentas otra cosa que la de perder el Poder antes que los Principios. (Orozco, 2002, págs. 248-250.)
Poder legislativo
Es el poder estructurativo en cuanto capacidad de actuar en la capa conjuntiva. El poder estructurativo, dentro de la capa conjuntiva, es la capacidad de establecer relaciones normativas estables, regulares, en la perspectiva de la eutaxia entre los términos (individuos o grupos). Son las leyes. Pero las leyes a las que nos referimos aquí son las leyes pensadas desde la perspectiva política, fundamentalmente las leyes constitucionales. Las constituciones se establecen una vez que las normas de primer orden están ya dadas. (Bueno, 1991, pág.326; García Sierra, 2000, págs. 590-591.)
El último gran recurso político, de hecho el gran imperativo político franklineano, queda frustrado cuando la mayoría de los Miembros del Parlamento consideran una ley en aquel sentido «como inconstitucional y subversiva de sus derechos más valiosos». «¿Con qué mostraremos nuestra lealtad a nuestro gracioso Rey», se pregunta Franklin y hace preguntarse a los miembros del Parlamento, «si no es dejando que nuestro Dinero sea dado a otros sin preguntar nuestro consentimiento?» Con todo, su lealtad a Inglaterra deja que se asome todavía una solución. «¿Tenemos acaso cualquier cosa que podamos llamar nuestra?», añade otra interrogante a Crowley. «Es más que probable que, trayendo Representantes de las Colonias para que aquí se sienten y actúen como Miembros del Parlamento, uniendo y consolidando entonces vuestros Dominios», plantea ahora Franklin, «se removerían en poco tiempo aquellas Objeciones y Dificultades y se haría fácil el futuro gobierno de las Colonias». «Pero hasta que se haya hecho una cosa semejante», insiste con tonos más radicales, «yo sospecho que ningún Impuesto fijado allá por el Parlamento aquí jamás será recaudado sin que su exigencia esté manchada de Sangre». «Y estoy seguro», reafirma su advertencia, «de que el Beneficio de esos Impuestos jamás responderá al Gasto de recaudarlos; y que el Respeto y el Afecto que tienen los Americanos hacia este País se perderá totalmente en la Lucha, quizá para no recuperarse jamás, y con ello se perderán todas las Ventajas Comerciales y Políticas que podrían haber servido a la Continuidad de tal Respeto y tal Atención». (Orozco, 2002, págs. 122-124.)
Conflicto o anastomosis entre el Poder ejecutivo y legislativo, en Franklin
«El Parlamento ha suspendido finalmente sus sesiones sin interesarse en el Estado de América», lamenta Benjamin Franklin a mediados de 1773 a Thomas Cushing, chairman de la Asamblea de Massachusetts que desde 1757 le nombra Agente Colonial en Inglaterra. Por primera e ignorada vez, Franklin elabora la ley de hierro de la política exterior imperial expresada en el imperativo de un ejecutivo fuerte. Si bien el Monarca sopesa y decide todavía sobre la organización y operación del imperio mancomunado, el escenario aparece ahora repleto de entrometidas presencias que impiden captar el sentido de «la verdadera relación política entre Bretaña y América». La autoridad última de una Suprema Legislatura se dibuja así como el gran elemento disfuncional para articular un interés imperial orgánico. Ocupados en las Indias Orientales o en las minucias de sus propios intereses, los legisladores vuelven dogma su concurrencia decisoria con Su Majestad y promulgan las Actas más arbitrarias bajo criterios absurdamente coloniales. Que no sorprenda, entonces, semejante desarticulación «cuando uno considera la situación del Rey, rodeado de Ministros, Consejeros y Jueces, de doctos en derecho que sostienen todos esa Opinión y consideran cuán necesario es que aquél esté en buenos términos con su parlamento, de cuyas asignaciones anuales se mantienen sus Flotas y Ejércitos y se cubren los déficits de sus nóminas civiles». «Y ello es tan generalmente admitido por sus Lores y sus Comunes», agrega Franklin en su reporte a Cushing, «que cualquier Acta del Rey que decrete lo contrario correría el riesgo de embrollarlo con esas poderosas corporaciones».
Los mismos que, una década atrás, interferían en el nombre del pueblo inglés para que el Monarca ayudase a los nuevos propietarios en la lucha contra el Patrimonialismo de los grandes Señores Coloniales, los Penn, aparecen ahora en Franklin bajo el prisma de la incoherencia y la inoperancia imperiales. Para Franklin, los Pares y los Comunes que en aquel entonces se coludían y mermaban las prerrogativas monárquicas, están en 1773 a punto de crear una parálisis a escala mucho mayor. «En tanto que la fuerza de un imperio depende no solamente de la unión entre sus partes sino de la celeridad para el impulso unido de su fuerza común, en tanto la discusión de los derechos parecería irrazonable en los comienzos de la verdadera guerra», pronuncia Franklin su propia ley de hierro de la política y la geopolítica, «la dilación podría ocasionar el perjuicio del bienestar común». Por si fuera poco, a las marrullerías legislativas y sus maquinaciones sin fin se suma otro factor político decisivo que no puede pasar desapercibido a los ojos empresariales de Benjamin Franklin. «Inglaterra pretende representar colectivamente nuestra soberanía», reflexiona Franklin con Cushing. «Ahora, ella está profundamente endeudada», razona quien jamás pierde de vista los vínculos entre el capital y la soberanía. «Sus reservas», añade fríamente, «están muy lejos de recuperar su equivalencia desde la pasada guerra: otra guerra la pondría todavía más en apuros». «Su pueblo disminuye, a la par que su crédito», anuncia un enterado Franklin. «Necesitarán hombres, al igual que dinero», dictamina aquél.
Con todo y contrastar a Inglaterra con unas colonias que «están incrementándose rápidamente en riqueza y el hombres», Franklin conserva aún invariable la obsesión por la unidad imperial equitativa. «En la última guerra las colonias mantuvieron un ejército de 25,000 hombres», maneja el argumento crucial. «Un país capaz de hacer eso no es un aliado despreciable», reitera. Por ello hay que convencer a Inglaterra de adoptar una «prudente moderación», de invitarla en suma a superar las debilidades y divisiones (infirmities) de su gobierno. A la vez, importa al buen Franklin, y así lo hace ver a Cushing, calcular la solidez favorable del consenso de la libertad prevaleciente en la Inglaterra de esos días. Cuando informa a Cushing acerca de los amigos y las «gentes bien intencionadas» que entonces simpatizan con la causa americana, aquel cálculo de resistencia de Franklin enumera desde comerciantes e industriales hasta algunos parlamentarios cuya disposición cordial no es oportuno alienar. Además de los alegatos idealistas de la libertad, y por la composición variopinta de los participantes y los adherentes en el juego, hay que agregar la propaganda realista de la conveniencia y la dureza que Franklin encuentra en los clásicos políticos italianos. En dirección a la América suya, esa actitud realista aconseja negociar con Inglaterra desde las posiciones de fuerza que se generarían a partir de la creación de un congreso general que una a las colonias en situación de par con Inglaterra. Una vez así aprestadas, la unión imperial última dependerá de una Inglaterra que, si accede, bien, y, si no accede, favorece de todos modos a que «nuestros fines sean finalmente obtenidos». «Porque incluso la odiosidad que acompañe semejantes tentativas compulsivas», explica Franklin a Cushing, «contribuirá a unirnos y fortalecernos y, al mismo tiempo todo el mundo admitirá que nuestras actuaciones han sido honorables». (Orozco, 2002, págs. 210-213.)
Poder judicial
Es el poder determinativo aplicado al tejido conjuntivo de la sociedad política, en cuanto poder clasificador (sujetos operatorios) dados en el marco de las clases asociadas a las relaciones. La censura, que la república romana instituyó en el año 416 a.C. podría ser un ejemplo clásico de poder determinativo: el censor no tiene imperium (poder ejecutivo) pero tiene que clasificar a los individuos en ciudadanos y no ciudadanos; a los ciudadanos en categorías fiscales o militares. La capacidad que las mayorías tienen en las democracias parlamentarias para derribar gobiernos o elegirlos (capacidad que también podría estar detentada por minorías, por el mecanismo del «golpe de Estado») podría considerarse conceptualmente como un ejercicio del poder judicial: el pueblo actúa aquí no como legislador ni como ejecutor sino como jurado. (Bueno, 1991, págs. 326-327; García Sierra, 2000, págs. 592.)
Franklin apenas se ocupa del poder judicial. La explicación que me parece más sólida es que la «experiencia», que para él constituía el criterio supremo para juzgar la realidad, podría encontrar obstáculos en la no aplicación, aplicación laxa o aplicación estricta de la ley a los asuntos que exigían soluciones urgentes.
«Y en tanto el Papel y el Negocio del Pueblo, por cuya consideración todas las Cuestiones públicas son o deben ser gestionadas», copiaba Franklin el concepto de transparencia, «es de su Interés ver si ellas son bien o mal gestionadas, como es el Interés y debe ser la Ambición de todos los Magistrados honestos el tener sus Actos bajo el escrutinio abierto y la observación del público». (Orozco, 2002, págs. 112.)
Poder gestor
Es el poder operativo aplicado a la capa basal; el poder operativo es ahora una capacidad gestora, movilizadora y canalizadora de las fuerzas de trabajo, capacidad que el poder político ha de tener de algún modo si efectivamente tiene una responsabilidad en la eutaxia. No hace falta que sea violento (como poder de reclutar y hacer trabajar mediante capataces interpuestos a los esclavos que cultivan los grandes regadíos). A veces resulta más eficaz el poder estimulativo, es decir, la capacidad del poder político para disponer de estímulos suficientes, estadísticamente hablando, para disuadir a una gran porción de la fuerza de trabajo de rutas no deseadas y atraerles a las rutas preestablecidas. El poder estimulativo tiene como instrumento principal la política de salarios o primas a la producción, promesas de ventajas futuras, la mejora de condiciones relativas de viviendas para los trabajadores y de perspectivas para sus hijos. (Bueno, 1991, pág. 345; García Sierra, 2000, págs. 592.)
«Me llamaron para actuar como el Instrumento de la Asociación», cuenta Benjamin Franklin con su característica modestia en la Autobiografía, «y tras bosquejar el Anteproyecto con unos cuantos amigos, convoqué a una Asamblea de Ciudadanos». Una vez distribuidas y recogidas las copias del documento, «hallamos más de Mil doscientas Firmas y, cuando se distribuyeron otras Copias por el País, los Suscriptores ascendían finalmente por encima de los Diez Mil». Desde luego, ese golpe accionario de Estado, por ortodoxa que resulte su definición, será resentido y calificado de «Desacato al Gobierno» por el eterno malparado de los relatos, el Gobernador y Propietario Thomas Penn. Con todo, por más que éste pronostique que la Asociación «no puede terminar en otra cosa que la Anarquía y la Confusión», Benjamin Franklin no está dispuesto a que ello suceda. En primer lugar, su anteproyecto contiene las bases disciplinarias para un ejército más empresarial que popular en estricto sentido, por más se pronuncie por la elección de oficiales «agradables a la Gente» y por el principio de rotación de mandos, tan servicial a «los viejos romanos». «¿Y qué puede aportar un mayor Espíritu y Vigor Marcial a un Ejército de HOMBRES LIBRES que ser dirigidos por aquéllos de quienes ellos guardan la mejor Opinión?», se pregunta Franklin. Sus múltiples condiciones de fomentador, gestor, empresario, político y soldado se prestan, a no dudarlo, a que bajo esos lineamientos le sea ofrecido el rango de Coronel del Regimiento de Filadelfia, misión rebasada por su labor de promoción de loterías, organización miliciana, recaudación de fondos, propaganda, gestión de armamentos y la construcción de una cadena de fuertes a lo largo de la frontier al Oeste. «Mi Actividad en esas Operaciones fue satisfactoria para el Gobernador y el Consejo», asegura Franklin años después sobre los grandes damnificados de su empresa. «Me tuvieron Confianza», añade. «Me consultaron en cualquier Medida para la cual su cooperación fuera útil a la Asociación».
El Franklin de la Autobiografía, contento con ocupar su puesto en las filas milicianas y con «hacer mi Guardia como un Soldado Común», contrasta ciertamente con el Franklin Gran Hermano que a finales de noviembre de 1755 logra en Pensilvania la aprobación y el presupuesto de sesenta mil libras esterlinas para la puesta en ejecución del Decreto sobre la Milicia (Militia Act). Documento de Fuerza, Franklin no olvida, como es su regla, los ángulos de Consenso y de aquí que, al mes siguiente, lo presente en la Pennsylvania Gazette en la modalidad del diálogo entre «X ,Y y Z» sobre la libertad y la seguridad. Aún en esa versión amable, los párrafos transcritos del Decreto arrojan destellos de fundamentalismo bélico cuando Franklin lo remite a la voluntad «libremente deseosa y presta para defendernos a nosotros mismos y al País, y todo lo que queremos es Autoridad, Orden y Disciplina bajo la ley». A pesar de que el formato del diálogo parezca dejar abierto un juego de discrepancias, los parámetros del texto se circunscriben opresivamente en el intercambio de opiniones operativas, corporativas, de eficiencia y organización paramilitares, de cobardía y miedo y hasta de citas del Capítulo XX del Deuteronomio. «Pensemos sólo en el Servicio de nuestro Rey, el Honor y la Seguridad de nuestro País y la Venganza contra sus Sanguinarios Enemigos», concluye la entidad «X» al final del artículo. «Si el Bien ha de hacerse», explica éticamente, «¿qué importa quién habrá de hacerlo?». «La Gloria de servir y salvar a otros», razona X-Franklin, «es superior a la Ventaja de ser servido o protegido». «Unámonos resuelta y generosamente», delinea por último un militarismo fanático, casi inmolatorio, «en la Causa de nuestro País (por el cual, morir es la más dulce de todas las Muertes) y que el Dios de los Ejércitos bendiga nuestros honestos Esfuerzos».
Sin embargo, la batalla por el consenso belicista tiene referentes más profundos y asociados al pacifismo religioso de los fundadores coloniales, los Cuáqueros. Sabedor desde los días de su relación con George Whitefield del ímpetu irrefrenable de los Grandes Despertares religiosos, Franklin se las ingenia en esos días para ampliar el consenso y «Proclamar un Ayuno, proponer una Reforma & implorar la Bendición del Cielo para nuestra Empresa». Tampoco obstarán las dificultades de promulgación del decreto para que Franklin imprima su moción en dos idiomas, el inglés y el alemán, y dé con ello a la clerecía de las diferentes Sectas «la Oportunidad de Influenciar a sus Congregaciones para unirse a la Asociación». Ni siquiera la llegada de la Paz detiene, por otra parte, la marginación paulatina de los Cuáqueros de la buena comunidad empresarial y militar. Acosados y divididos ellos mismos, los Cuáqueros afrontarán un clima político hostil incontenible a pesar de su mayoría en la Asamblea, mayoría que no tardarán en perder. Para superar los hostigamientos, se valdrán de los subterfugios pragmáticos de corto y mediano plazo que Franklin consigna en su Autobiografía. «Por una parte», escribe un juguetón Franklin, «no estaban dispuestos a ofender al Gobierno mediante un abierto Rechazo y, por la otra, tampoco a sus Amigos del Cuerpo de Cuáqueros mediante el Acatamiento contrario a sus Principios». De allí se seguirá un conjunto de estratagemas cuyo «Modo común fue al fin el de conceder el dinero bajo la frase de que era para el Uso del Rey, sin jamás inquirir como se aplicaba». Tan singular ejercicio de la coerción alcanzará alturas grotescas cuando la condena para aportar dinero para la compra de pólvora, ingrediente de la guerra, se disfraza de «una Ayuda de tres Mil Libras para la Nueva Inglaterra, a disposición del Gobernador y destinada a la Adquisición de Pan, Harina, Trigo, u otros Granos». (Orozco, 2002, págs. 245-248
Aquellos atropellos desencadenados en unas cuantas semanas requieren de la contención y no la destrucción, llaman entre los que mandan a establecer puntos finos de contrapeso. Por eso, no basta ahora para Franklin el crear un clima de impopularidad alrededor de los exaltados a través de golpes de prensa y de panfleto. Cuando, asustados al perder el control de los eventos, los rectores políticos y económicos acuden a Benjamin Franklin, éste echa mano de nuevo y sin reparos a la metodología empresarial del poder. «Promoví una Asociación para apoyar la Autoridad del Gobierno y defender al Gobernador tomando las armas», informa impávido Franklin a Fothergill, «firmada primero por mí mismo y seguida por varios Cientos que, de conformidad, tomaron las Armas». De inmediato, el Gobernador ofrece a Franklin el Comando del singular ejército civil; «escogí», informa éste con su característica modestia, «empuñar un Mosquete y fortalecer su Autoridad sentando un Ejemplo de Obediencia a sus Órdenes». Con todo, el Gobernador prefiere asirse a la autoridad corporativa de Franklin y no cesa de ir a su casa y convertirla en un virtual Cuartel General. «Y en un lapso de cuatro y veinte horas», ilustra al amigo un Franklin cercano a Catón acerca de la versatilidad, alternabilidad y la mutabilidad de las formas políticas empresariales, «vuestro viejo Amigo fue un Soldado común, un Consejero, una Especie de Dictador, un Embajador en el País de las Masas y, al volver a casa, un Don Nadie de nuevo». (Orozco, 2002, pág. 251.)
Poder planificador
Es el poder estructurativo aplicado a la capa basal. Consiste en algo así como una capacidad de planificación y programación de la producción global, sea sancionando proyectos y planes ofrecidos, sea bloqueando otros, sea elaborando los propios programas y planes. Ejemplo típico: los «planes quinquenales» de la Unión Soviética en los años 20 y 30. Este poder no puede ser sustituido por el poder legislativo porque lo esencial es su efecto planificador, su capacidad de formar proyectos públicos que constituyen la auténtica base de la sociedad política, puesto que son los que ofrecen, teóricamente, las rutas hacia su propio desarrollo y subsistencia. (Bueno, 1991, pág. 345; García Sierra, 2000, págs. 592.)
Leyendo cada página del libro de Orozco, comprobamos que Franklin dedicó toda su vida a planificar el futuro de América. Sin embargo, sólo en dos ocasiones he encontrado referencias a planes. Una recoge la reflexión del joven Franklin sobre su vida. En la otra, sí se refiere a planes políticos, demostrando una visión que puede resultar modélica para quienes se dedican a la política.
«Aquellos que escriben del arte de la poesía», anotaba el joven Franklin apenas desembarcado de su primer viaje a Inglaterra, «nos enseñan que si escribiéramos lo que vale la pena leer, deberíamos siempre, antes de empezar, a formar un Plan y Proyecto metódicos de nuestro trabajo: de otra manera correríamos el peligro de la incongruencia». «Me inclino a pensar que eso es lo mismo para la vida», establece casi cartesianamente. «Jamás he fijado un Proyecto metódico en la vida», confiesa un Franklin de veinte años, «lo cual significa que ésta ha sido una confusa variedad de diferentes episodios». «Ahora», se pronuncia solemnemente, «entro en una nueva vida: dejadme, por lo tanto, tomar algunas resoluciones y adoptar algunos planes de acción para que, de aquí en adelante, pueda vivir en todos los sentidos como un ser racional». Más que los «Artículos de Fe y Actos de Religión» que se halla a punto de redactar, si bien no de acometer, el pequeño «Plan de Conducta» de Franklin describe una misión secular asentada ya en las virtudes de la frugalidad, la verdad, la industriosidad y la discreción individuales. Si la obediencia y el culto religioso se le dificultan, no así ese elitismo moral de la Sound-Mind cuya viabilidad Franklin planteará no mucho después, en 1732, ante los miembros del Junto tan juiciosos y razonables como él. (Orozco, 2002, pág. 68).
Las envidias y suspicacias que concita el pragmatismo diplomático de Benjamin Franklin no se circunscriben a ese plano. Aprobados los Artículos de la Confederación por Congreso Continental desde el 15 de noviembre de 1777, la propuesta «Management de los Intereses generales» se topa, ya en 1783, con los quebrantos políticos derivados de la desbandada del ejército independentista, de la ineficiencia y el mal financiamiento del gobierno, de la inasistencia de los representantes de los Estados a las sesiones, del caos arancelario y las leyes en conflicto y, en general, de la lenta unidad nacional propiciada por un gobierno central débil. No obstante, y para que se supiera dondequiera «con qué clase de Pueblo y con qué género de Gobierno» trataban los europeos, Franklin informaba a Livingston de sus gestiones para persuadir al Duque de La Rochefoucauld, amigo, «para traducir al francés nuestro Libro de las Constituciones» a ser repartido a «todos los Ministros extranjeros». «Son muy admirados aquí por los Políticos», indica Franklin a Livingston, «y se piensa que incitarán considerables Emigraciones de Gente Valiosa de diferentes Partes de Europa a América». «Particularmente», agregaba Franklin, «es una Cosa Sorprendente que, en Medio de una cruel Guerra bramando en las Entrañas de nuestro país, nuestros Sabios tuvieran la Firmeza de Mente para sentarse calmadamente y formar semejantes Planes de Gobierno». «Ellos», terminaba la idea, «contribuyen a acrecentar considerablemente la Reputación de los Estados Unidos». (Orozco, 2002, pág. 164.)
Poder redistribuidor
Es el poder determinativo aplicado a la capa basal. Se identifica con el poder redistribuidor, con el poder fiscal, es decir, con la capacidad del poder político para fijar impuestos y exacciones a los sujetos o instituciones y redistribuir lo recaudado a fin de proporcionar, principalmente, la base «energética», ante todo para la replicación de los agentes, pero también para la producción en general. Las funciones del poder fiscal son análogas en la capa basal a las que el poder judicial tiene en la capa conjuntiva. Imponer exacciones a cada súbdito es fundamentalmente clasificar; como también es clasificar canalizar las redistribuciones. (Bueno, 1991, pág. 346; García Sierra, 2000, págs. 592-593.)
El poder redistribuidor en Franklin: la interpretación tributaria de la Historia
«Nunca faltarán Razones para las Argumentaciones que sean propuestas, y siempre habrá un Partido que les conceda más a los Dirigentes (Rulers) para que, a su vez, los Dirigentes sean capaces de darle más a cambio», plantea Benjamin Franklin a principios de junio de 1787 y ante la asamblea constituyente su premisa básica sobre las razones del juego político. «De aquí que, como nos lo informa toda la historia», avanza Franklin su versión entonces pertinente del conflicto social esencial, «en todo Estado y Reino ha ocurrido una especie constante de Guerra entre los Gobernantes y los Gobernados, los unos luchando por obtener más de sus Bases y los otros luchando por pagar menos». Sesenta y cinco años atrás, y en el contexto menos revolucionario del encarcelamiento en Boston del hermano James, el joven Franklin compartía de entrada, y bajo las circunstancias de ese entonces, la ortodoxia contractualista prevaleciente. Aún frente a la combinación de «los Clérigos y los Ministros para tramar la Tiranía y suprimir la Verdad y la Ley», la propuesta de solución del conflicto de Franklin no se salía de aquellos cauces. «La Administración del Gobierno», transcribía Franklin al London Journal bajo el seudónimo de Silence Dogood, «no es otra que la Asistencia de los Fiduciarios (Trustees) del Pueblo en lo tocante a los Intereses y los Asuntos del Pueblo». «Y en tanto el Papel y el Negocio del Pueblo, por cuya consideración todas las Cuestiones públicas son o deben ser gestionadas», copiaba Franklin el concepto de transparencia, «es de su Interés ver si ellas son bien o mal gestionadas, como es el Interés y debe ser la Ambición de todos los Magistrados honestos el tener sus Actos bajo el escrutinio abierto y la observación del público».
Otras circunstancias, otros medios: la versión estilizada y burguesa de la lucha de clases que Franklin esboza ante la convención constituyente universaliza en los debates el meollo de la interpretación norteamericana de la historia social, el que gira en torno de los impuestos y, con ésta, el arquetipo del Contribuyente (Taxpayer) como héroe liberal y democrático por excelencia. Las dos clases opuestas que Franklin diseña entonces trasladarán al escenario de la Constitución la clave política y los dos grandes protagonistas en pugna que calificarán la naturaleza última del conflicto y explicarán y diferenciarán, en adelante, las falsas y las verdaderas revoluciones. Semejante confrontación histórica, dirá Franklin a su auditorio, «ha ocasionado por sí sola las Grandes Convulsiones y las verdaderas Guerras Civiles que terminan o con el destronamiento del Príncipe o con la esclavización del Pueblo». «Por lo general, a no dudarlo», asienta el realismo de Franklin, «el Poder Dirigente se sale con la suya y vemos que los Ingresos de los Príncipes se incrementan constantemente, y vemos que ellos jamás se satisfacen sino siempre se hallan con el deseo de adquirir más».
«Entre más se inconforma el Pueblo con la Opresión de los Impuestos», culmina la filosofía franklineana de la lucha política, «se vuelve más grande la Necesidad que el Príncipe tiene de Dinero para distribuir entre sus Partidarios y para pagar a las Tropas que habrán de suprimir toda Resistencia permitiéndole saquear a Placer». ¿Cómo trasladar esa fórmula del conflicto a la realidad revolucionaria que afrontan Franklin y los miembros del constituyente? ¿Introduce Franklin, con ella, algún elemento nuevo en la filosofía política de la Modernidad? Visto ya, ni en la filosofía política anglosajona, y ni siquiera en la filosofía política continental europea, el ingrediente impositivo constituye una aportación original. En Franklin y en sus compañeros de aventura, empero, la novedad con resonancias universales futuras reside en incrustarlo en el centro del razonamiento independentista y, haciéndolo, en disponer para sus fines de un mecanismo dogmático flexible, supraideológico, invertible y desplazable, pragmático en suma. Con el ente laxo y ubicuo de los impuestos (taxes), la filosofía constitucional norteamericana incorpora y sanciona, por un lado, el admitido principio de la libertad contractual y, por el otro, legitima el instrumento para remover las soberanías indebidas y establecer las soberanías convenientes. En el primer plano, la escritura de Benjamin Franklin está salpicada a lo largo de los años por las figuras complementarias del consentimiento y la representación como los puntales del ejercicio de la más prístina de las libertades inglesas, del derecho más indudable de los ingleses, el de «no ser gravados sino por su propio consentimiento otorgado a través de sus Representantes». En el segundo plano, una vez admitido el valor de la contribución asentida, los impuestos cobran una dimensión libertaria en tanto cumplen funciones de equidad patrimonial, de remoción de privilegios anacrónicos, de impulso y protección industrial y comercial y, fundamentalmente, de defensa militar.
Veterano de guerras impositivas, Benjamin Franklin cuenta entre sus mayores proezas, ciertamente no radicales, la del sacudimiento apuntado ya de las formas remanentes del feudalismo (estates) preservadas sucesoriamente por los Proprietors de Pensilvania, los Penn. En el nombre de los contribuyentes cuáqueros y los nuevos propietarios representados en la Asamblea colonial, y no tanto en el de los commoners en general, la lucha de Franklin se declara a partir de 1757 en Inglaterra y en contra de la «crueldad e injusticia» de las nuevas Instrucciones giradas al gobernador por los Proprietors en el sentido de desaprobar «cualesquiera Leyes para recabar Dinero para la Defensa del País, a menos que el Feudo Patrimonial, o buena porción de su Parte más grande, sea exentada del Impuesto a ser recolectado en Virtud de esas Leyes».
Semejante despropósito viola el contractualismo más elemental y, con él, los principios políticos más caros de la comunidad angloparlante. Para exponerlo teóricamente, como suele hacerlo, Franklin se vale de la caricatura que a unos cuantos meses le facilita el Pensilvania Journal sobre las enseñanzas colegiales de William Smith, partidario y defensor de los Proprietors. Nada más detestable que quien pontifica «que la Libertad es Libertinaje y la Asamblea de una colonia Americana no está dotada del privilegio de la Cámara de los Comunes en relación a sus electores. Que Smith predique a los jóvenes «los principios de la esclavitud y la obediencia implícita a los superiores» es incalificable. ¿Qué esperar de quien promete enseñar «a menospreciar las cédulas de Privilegio de la carta magna y las leyes de la constitución Inglesa»? El carácter de la «Facción Propietaria» queda expuesto cuando Smith declara a la prensa que «si llego alguna vez a toparme con [John] Lock (sic), [Algernon] Sidney o las Cartas de Catón dentro de las paredes bajo mi jurisdicción, serán instantáneamente condenados a las llamas, erradicadas sus nociones de las libertades de la constitución Inglesa y Maquiavelo (machiavel, sic) será el estudio de mis pupilos en su cuarto». (Orozco, 2002, págs. 111-114.)
Poder militar
El poder operativo actuando sobre la capa cortical consiste fundamentalmente en el poder militar, y en el poder o ius belli ac pacis, el poder de cara a la guerra contra los extranjeros o la persecución contra los dioses extraños que comprometen la estabilidad y soberanía del poder político, oponiéndose, como los cristianos en Roma, al culto del emperador; o bien el poder asociarse o federarse con otros pueblos. Comporta, por tanto, la disponibilidad de un ejército capaz –paralelo de la policía de la capa conjuntiva–, con poder (o derecho natural) de invasión hacia los extranjeros y hacia los dioses extraños. El poder comercial confluye muchas veces con el poder basal de redistribución (la idea de Estado comercial cerrado). (Bueno, 1991, pág. 347; García Sierra, 2000, págs. 593.)
La importancia del poder militar en Franklin frente al pacifismo de los cuáqueros. Cómo enfoca la guerra desde una óptica empresarial
Pero más que pelear por «los Privilegios de la Asamblea y los Derechos del Pueblo», la lucha de Franklin en Pensilvania tendrá dos flancos: uno, doctrinal y práctico, el de la equidad tributaria aplicable a todos los propietarios; otro, militarista y menos explícito, el del apuntalamiento, mediante el grande y probado artilugio de la defensa del país, del expansionismo territorial al oeste de «los habitantes de las Fronteras (Frontiers)» que ya rebasan con mucho a la población cuáquera. Pero ello no es todo: la soberanía correctora a la que Franklin apela en su alegato, al margen de toda congruencia teórica, no es otra que la soberanía real inglesa, muy por encima del parlamentarismo de la Asamblea colonial. «Puedo no ser lo suficientemente Filósofo para desarrollar esos Principios», reconoce Franklin en 1764 en su juego pragmático de las soberanías. (Orozco, 2002, págs. 115.)
«Prevengámonos por lo tanto», continúa aconsejando Franklin a Thomson, «de adormecernos en una peligrosa seguridad y de encontrarnos tanto enervados como empobrecidos por el lujo, de ser debilitados por las contiendas y las divisiones internas, de ser desvergonzadamente extravagantes en contraer deudas privadas mientras nos retrasamos en saldar honorablemente las deudas públicas, de olvidar los ejercicios y la disciplina militares y de abastecernos de armas para la guerra con miras a estar preparados cuando ésta se presente». «Y es que», concluye un Franklin ahora impávido, «todas aquéllas son circunstancias que dan confianza a los enemigos y desconfianza a los amigos, y los gastos que se requieren para prevenir una guerra son mucho más livianos que los que, de no prevenirla, serán absolutamente necesarios para mantenerla». Con ello, Benjamin Franklin cierra una reflexión vital que se extiende por lo menos a lo largo del medio siglo en que jamás deja de incursionar en los vastísimos territorios de la economía y la guerra, de la nación y el imperio, del proteccionismo y el comercio fair and equitable, del intercambio desigual y la balanza de pagos, de la riqueza y la pobreza, del egoísmo y el altruismo, del utilitarismo y el racionalismo, de la pasión y el cálculo, del interés privado y el interés nacional. Será ese arco iris temático el que reenvía sin cesar al más universal de los ilustrados norteamericanos al punto de partida de su inquietud política, monetaria y estratégica iniciada a los veintitrés años de edad. «No hay una ciencia cuyo estudio sea tan útil y loable», escribía Franklin en 1729, «que la del conocimiento del verdadero interés del país al cual uno pertenece, y quizás no haya otra clase de aprendizaje más abstruso e intrincado, más dificultoso para adquirirse en cualquier grado de perfección que éste, y de aquí que por lo general ninguno se encuentre tan descuidado». (Orozco, 2002, págs. 192-193.)
Si la esencia y el origen de la guerra son atribuibles en el fisiócrata Franklin a la dinámica mercantilista de los Estados Absolutistas, hay un criterio superior (y típicamente franklineano) que hace disparatada la guerra, el de su incosteabilidad. Allí donde los gastos sobrepasan a las ganancias, donde ni siquiera la ampliación de los mercados compensa las inversiones destructivas, no es posible hablar de una empresa sana, redituable en términos de economía y de intereses nacionales modernos. «Entonces ocurre la pérdida nacional de todo el trabajo de muchísimos Hombres durante el tiempo que se consagraron al robo», concluye la descripción de Franklin en sus Observaciones, «los cuales, además de derrochar lo que tenían en algaradas, borracheras y violaciones, pierden los hábitos de la industria, se adaptan en raras ocasiones a cualquier negocio sobrio después de la paz y sirven sólo para aumentar el número de los salteadores de caminos y desvalijadores de casas». «Incluso los contratistas, los que han sido afortunados», acusa Franklin a los empresarios de la guerra, «son conducidos por su súbita riqueza a una vida dispendiosa que crea hábitos que prosiguen cuando han cesado los medios para mantenerla y, finalmente, los arruinan, castigo justo por haber empobrecido desenfrenada y cruelmente a tantos comerciantes honestos e inocentes y a sus familias, y cuyos bienes estaban empleados para servir el interés común de la humanidad».
«Estoy perfectamente de acuerdo con tu desaprobación de la guerra», despliega Franklin en 1787 su análisis de costo-beneficio del conflicto a la hermana Jane Mecom. «Abstraída de su inhumanidad intrínseca», deja Franklin en claro, «pienso que es errónea en cuanto toca a la prudencia humana». «Y es que, sea cual sea la ventaja que una nación puede obtener de otra, sea cual sea la parte de su territorio, la libertad de comercio que se establezca con ella y la libre navegación en sus ríos, &c., &c.», establece ahora el contractualismo adquisitivo cuyo sello proyecta Franklin a las expansiones futuras, «sería mucho más fácil comprar esa ventaja con dinero contante y sonante que pagar el costo de adquirirla mediante la guerra». «Un ejército es un monstruo devorador», anticipa como siempre Franklin las paradojas de la república pragmática, «y, una vez que lo habéis puesto en pie, para que permanezca, tenéis que asumir no solamente los costos razonables de pagarlo, vestirlo, aprovisionarlo, armarlo y dotarlo de municiones y los otros innumerables costos contingentes y justificados a los cuales responder y satisfacer». Por si aquéllo fuera poco, agrega Franklin, «tenéis que sufragar todos los costos infames adicionales de la numerosa tribu de los contratistas y los de cualquier otro negociante que suministre las mercancías requeridas para tu ejército y que toma ventaja de esa necesidad para demandar precios exorbitantes». Así planteada, la posición de Benjamin Franklin ante la guerra resulta cuantitativamente irrefutable. «Me parece que, si los estadistas poseyeran un poco más de aritmética, o estuvieran más habituados al calculo», vuelve Franklin explícita su última tesis, «las guerras serían mucho menos frecuentes».
«Deploro la cantidad inmensa de miseria acarreada por esta guerra Turca», escribe Benjamin Franklin a Benjamin Vaughan a un año y un mes de distancia y al cabo de que los rusos arrebatan a los turcos el dominio del Mar Negro, «y me temo que el Rey de Suecia pueda quemarse los dedos atacando a Rusia». «¿Cuándo aprenderán los Príncipes la suficiente aritmética como para calcular, si ellos ambicionan zonas de otro territorio, cuán más barato resultaría comprarlas que hacer la guerra por ellas, incluso si les ofreciera una compra-venta (purchase) de cien años?», se pregunta Franklin evocando la metodología liberal del expansionismo. «Pero si la gloria no puede ser tasada, y en consecuencia las guerras en su nombre no pueden quedar sujetas al cálculo aritmético a manera de mostrar su ventaja o desventaja», anuncia Franklin sintiéndose en el pleno tránsito histórico de la guerra, «al menos las guerras por el comercio, que tienen como objetivo la ganancia, pueden ser los asuntos apropiados para un cálculo como ese». «Y una Nación comerciante, al igual que un comerciante particular», postula un Franklin cuya modernidad deja atrás las guerras dinásticas, nobiliarias o religiosas, «deben calcular las probabilidades de ganancias y pérdidas antes de comprometerse en cualquier aventura considerable».
«Esto, no obstante», se duele un Franklin apóstol de la empresarialización de la guerra como condición de razonabilidad y civilidad, «es pocas veces hecho por las naciones, y hemos tenido con frecuencia ejemplos de que se han gastado más dinero en guerras por adquirir o asegurar esferas comerciales de lo que pueden compensar las ganancias de cien años o el disfrute pleno de ellas».
«La mismísima Fama de nuestra Fuerza y Preparación sería un Medio para Disuadir a nuestros Enemigos», sentencia Benjamin Franklin en 1747, «porque es sabio y verdadero decir que con frecuencia Una Espada mantiene a otra en la Funda». «La Manera de Asegurar la Paz es prepararse para la Guerra», afirma en seguida sin gran originalidad. Una vez movilizada la voluntad de aquellos activos ciudadanos, el espíritu republicano se asienta su Libertad y su Propiedad sobre la fuerza de las armas. «Quienes se hallan en Guardia y aparecen preparados para recibir a sus Adversarios», reitera el republicano Franklin, «se encuentran en un mucho menor Peligro de ser atacados que los impreparados, confiados y negligentes». Para la «Reprensión, Instrucción y Advertencia» de los buenos, el vistoso folletín político de Franklin abjura en el nombre de la Unidad y la Fuerza de las divisiones, las facciones y los egoísmos que caracterizan a la Sociedad Civil de Mandeville a Ferguson y echa mano sin reparos de la premodernidad. «Quiera el Dios de la SABIDURÍA, la FUERZA y el PODER, el Señor de los Ejércitos de Israel», ruega el Mercader de Filadelfia que, no sin ironía, aparece como firmante del panfleto franklineano, «inspirarnos con Prudencia en este Tiempo de PELIGRO, y aparte de Nosotros todas las Semillas de Contienda y División y una los Corazones y los Propósitos de todos nosotros, de cualquier SECTA O NACIÓN, en un Vínculo de Paz, Amor Fraternal y Espíritu Público generoso». «Quiera Él darnos la Fuerza y la Resolución para enmendar nuestras vidas», termina el singular Mercader su rogativa, «y se lleve de entre nosotros cualquier Cosa que le mortifique, nos brinde su Protección más graciosa, desconcierte los Designios de nuestros Enemigos y conceda la PAZ en todos nuestros Confines». (Orozco, 2002, págs. 198-202.)
Poder federativo
El poder estructural ejercitado en la capa cortical podría asimilarse con el «poder federativo» aun cuando éste suele ser subsumido en el poder ejecutivo. Pero el poder federativo es un poder que capacita a la sociedad política a establecer relaciones regulares y normativas con sociedades extrañas –concordatos con la Iglesia, alianza con extranjeros– y que, por tanto, sólo podrá estimarse como tal poder cuando él sea compatible con la preservación de la soberanía. (Bueno, 1991, págs. 347-348; García Sierra, 2000, pág. 593.)
Cómo Franklin va evolucionando en su concepción sobre la soberanía de los Estados Unidos
¿Es válido hablar de una Revolución cuando sus dispositivos apuntan a vérselas, por un lado, con el respaldo a los cazadores de pieles y los especuladores de tierras del Oeste y, por el otro, con el juego impositivo parlamentario de los ingleses que grava el desarrollo económico colonial? No, si ese juicio implica a escala interna, colonial, un «momento revolucionario» radical, una vuelta de cabeza del orden interno existente. Para quien asume el cargo de Agente colonial en Inglaterra entre 1757 y 1762 y lo reasume de manera informal y formal entre 1764 y 1775, el ajuste de los derechos británicos y norteamericanos constituye un sinuoso proceso cuyas consecuencias bien pueden ser, a corto plazo, las de la independencia colonial pero que, a plazo más largo y escala más vasta —la escala, en pocas palabras, del imperio mundial— implican ya la traslación gradual de la hegemonía hacia un nuevo centro metropolitano, europeo en su origen y transeuropeo en su desarrollo, expansión y consolidación.
«Ha transcurrido el Tiempo en el que las Colonias hubieran estimado una gran Ventaja, a la par que un Honor para ellas, el que les fuera permitido enviar Miembros al Parlamento y de que hubieran solicitado ese Privilegio de haber tenido al menos Esperanzas de obtenerlo», escribe Benjamin Franklin en su carta del 6 de enero de 1766, presumiblemente enviada al mercader Thomas Crowley, promotor entonces de la unión Anglo-Americana. «Ahora ha llegado el Tiempo», advierte Franklin a Crowley, «en el que ellas son indiferentes a éste y probablemente no lo soliciten, y llegará el Tiempo en el que ellas lo rehusarán sin duda alguna». «Pero si semejante Unión fuera establecida ahora, ella se mantendría probablemente mientras Bretaña continúe siendo una Nación», promete un Franklin nada revolucionario en demasía. «Este Pueblo, no obstante», se queja, «es demasiado orgulloso y desprecia demasiado a los Americanos como para asumir el Pensamiento de admitirlos en una Participación tan equitativa en el gobierno del todo».
Ante el argumento de que, «para salvar a los Colonos de la Destrucción», se justifican las «enormes Cargas y Deudas» para «protegerse de las Exigencias del Estado en el futuro», Benjamin Franklin se duele de la unilateralidad británica, «como si los colonos sólo hubieran cosechado el Beneficio sin haber compartido hasta ahora la Carga». Para disipar las acusaciones de ingratitud, Franklin ofrece a Crowley los datos y las cifras del Esfuerzo colonial de Guerra que arrojan una proporción de Erogaciones muy superior a la de la Gran Bretaña. Más importante todavía, el razonamiento de Franklin entraña ya la conciencia de una paridad metropolitana vulnerada por la legislación monetaria que, primero, prohíbe la emisión de papel moneda a la Nueva Inglaterra y, ya en 1764, la extiende a las demás colonias. Nítidamente, el cálculo de costos y beneficios coloniales se desajusta ya, a decir del escrito de Franklin. Ese desfase se mantendrá, explica Franklin en un largo párrafo, «mientras continúen esas Cargas; mientras Bretaña restrinja a las Colonias en toda Rama del Comercio y la Industria que ella piensa que interfiere con el suyo; mientras ella desangre, mediante su Comercio, de todo el Dinero en efectivo que las Colonias puedan conseguir a través de cualquier Arte o Industria en cualquier Parte del mundo, manteniéndolas en consecuencia siempre en Deuda (porque ellas no pueden promulgar ninguna Ley que desestimule la Importación de vuestros productos excedentes que les arruinan, tal y como vosotros hacéis con los productos excedentes de Francia, ya que esa Ley sería inmediatamente dictaminada en contra por vuestro Tribunal de Comercio y abrogada por la Corona)». (Orozco, 2002, págs. 120-121.)
Con todo, el discurso entre equitativo y desmesurado de Benjamin Franklin habrá de estrellarse contra la complejidad de los intereses al interior del sistema inglés de partidos y el peso de las grandes palabras políticas que, como la soberanía y la libertad, se oponen las unas a las otras entre sí y marginan, en su vanidosa robustez teórica, la aparente simpleza norteamericana. Ya en 1770 y en Londres todavía, Franklin da cuenta a Charles Thomson de los estira y afloja de los partidos que, en el Parlamento, apenas si logran a través del cabildeo acomodos y votaciones apretadas. Franklin, más que nada, capta allí los desfasamientos que el gran discurso ocasiona entre la política y la economía, los modos en los cuales la altura de miras comerciales de los Ministros es frustrada por los intereses personales y partidistas de los legisladores, «con la vana Noción de la Dignidad y la Soberanía del Parlamento, de la cual ellos son tan fervorosos, y cuya imagen sería puesta en Peligro de hacer cualquier Concesión ulterior». A la sombra de esa gran Noción, sin su soberbia arquitectura discursiva, Franklin se percata de cómo, entre los partidos en pugna, el encabezado por John Russell Bedford rechaza ya cualquier paz en las colonias. Los partidarios de Bedford, indica Franklin, «son tan violentos contra nosotros, y tan predominantes en el Consejo, que no hay Lugar para que puedan adoptarse más Medidas Moderadas». «Este Partido», escribe Franklin, «jamás habla de nosotros sino con evidente Perfidia». «Rebeldes y Traidores: son los mejores nombres que pueden conseguirnos», afirma un Benjamin Franklin al borde de la gran decisión revolucionaria, «y creo que ellos sólo esperan un Pretexto plausible y una Ocasión para ordenar a los Soldados provocar una Masacre entre nosotros». (Orozco, 2002, págs. 132-135.)
Para finales de marzo de 1775, el conflicto se vuelve irreprimible y el tono del discurso de Burke, diseñado para «el cuidado y la calma» ante «la ira y la violencia», busca por última vez la mediación parlamentaria a través de la paz y no del terror y la guerra. Abandonadas las sutilezas de la farragosa y tramposa teoría política a fin de que en el diálogo circulen los hechos simples y se imponga la «constitución natural de las cosas», el Discurso de Conciliación con América de Edmund Burke enunciará, documentadas en volúmenes de intercambio comercial, datos educativos, riqueza, religión y ventajas conjuntas, fórmulas que van desde la paz que la Soberanía Superior concede a las colonias con «honor y seguridad» hasta las de un nuevo federalismo imperial que haga de Inglaterra «un agregado de varios Estados bajo una cabeza común, sea esta cabeza un monarca o una república presidencial». «Pienso», reflexionaba Burke desde las primera páginas de su Discurso en lo tocante a los Estados Unidos, «que podría ser necesario considerar distintivamente la verdadera naturaleza y las circunstancias peculiares del objeto que tenemos ante nosotros». «Es que», añadía el empirismo político de Burke, «después de toda nuestra lucha, la libremos o no, debemos gobernar a América de acuerdo a esa naturaleza, no de acuerdo a las ideas abstractas del derecho y de ninguna manera de acuerdo a las meras teorías generales del gobierno, el recurso a las cuales me parece, en la situación en que nos encontramos, no mejor que una redomada frivolidad». (Orozco, 2002, págs. 142-143.)
Y es que tanto su propuesta del pacto familiar con Inglaterra y Francia como su desconfianza hacia una y otra responden, más que a la filosofía política, a la concepción de la inserción mundial de los trece Estados y al todavía necesario posicionamiento al flanco de la Gran Bretaña.
«Yo esperaría que, mediante una unión semejante», escribía Benjamin Franklin a treinta años de distancia a William Shirley, entonces gobernador inglés de Massachusetts, «el pueblo de la Gran Bretaña y el pueblo de las Colonias aprendieran a considerarse a sí mismos no como pertenecientes a diferentes Comunidades con diferentes Intereses sino a una Comunidad con un Interés que yo me imagino que contribuiría a la consolidación del todo y disminuiría grandemente los peligros de separaciones futuras». A partir de la idea de que «el Interés General de cualquier Estado consiste en que su pueblo sea numeroso y rico», Franklin no se concreta a enumerar las ventajas hacendarias y militares que concurren en «la Seguridad del Estado y su protección de cualquier potencia extranjera». Trata, con amabilidad, de convencer a los ingleses de las ventajas solidarias que provendrían de una unión más íntima, fincada en la presencia de Representantes en el Parlamento. Acceder a esa unión casi perfecta y privilegiada sólo se logrará, a decir del Franklin de 1754, hasta que «todas las viejas Actas del Parlamento que restrinjan el comercio o sujeten la industria de las colonias sean derogadas al mismo tiempo, y los súbditos británicos en esta orilla del agua sean puestos, en cuanto respecta a ello, en pie de igualdad con los de la Gran Bretaña, hasta que el nuevo Parlamento, representando al Todo, considere ratificar algunas o todas en el Interés del Todo».
¿Hasta qué punto la independencia y el acercamiento a Francia y su pensamiento económico y político cortan de tajo el «amor hacia Bretaña» profesado por Franklin? ¿Se trata en aquella carta tan sólo de comentarios dictados en función de la asistencia militar al expansionismo territorial brindada a través de Shirley, hombre duro del imperio frente las pretensiones francesas de esos días y esos lugares? ¿Hasta qué punto era válido decir que «las Colonias Británicas colindantes con las Francesas son propiamente las Fronteras del Imperio Británico» y hasta dónde se sustentaba en realidad la noción del Interés General, o el Mejor Bien Nacional? ¿Hasta qué punto podía mantenerse sin contradicción esa imagen franklineana de un islote fisiocrático, de una colonia bucólica sostenida y protegida por un imperio mercantilista? Apenas tres años atrás, en otro arrebato de entusiasmo anglófilo, Franklin apuntaba, como sin querer, la naturaleza y el sentido de sus afinidades imperiales. «Ahora que, en Proporción al Incremento de las Colonias», declaraba aquél en medio de sus fascinantes proyecciones económicas y demográficas mundiales, «está aumentando una vasta Demanda de las Manufacturas Británicas, un glorioso Mercado completamente en poder de Bretaña, en el cual los extranjeros no pueden interferir y que se incrementará en un corto Tiempo, incluso más allá de su Poder de Oferta, aunque su Comercio total deba celebrarse con sus Colonias». «Por lo tanto», asegura alborozado Franklin, «Bretaña no deberá restringir demasiado las Manufacturas en sus Colonias». «Una Madre sabia y buena no lo haría», asume de nuevo su profesión de fe imperial y aforística. «Atribular es debilitar», sentencia Franklin a su manera, «y el debilitar a los Hijos debilita a toda la Familia».
Entre estadísticas y metáforas, las Observaciones de 1751 de Benjamin Franklin multiplican y decuplican por igual el poder y los números de las naciones dotadas, como los cefalópodos, de una dinámica reproductora y organizadora a gran escala. Más que una celebración indiscriminada del Incremento de la Humanidad, lo que hace su sumario precursor de la demografía (y de Malthus) es traducir en cifras y cálculos la alegría de saberse parte del imperio que ocupará la tierra. «Si la faz de la Tierra quedara vacía de otras Plantas, podría sembrarse y diseminarse gradualmente sólo una Clase, digamos que el hinojo», echa mano Franklin de su conocimiento botánico. «Y si se hallara desocupada de otros habitantes», deduce ahora en un plano social, «podría llenarse de nuevo en unos cuantos Siglos por solo una Nación, como por ejemplo los Ingleses». «De este modo», continúa su razonamiento, «se da por sentado que hay por ahora arriba de un Millón de Almas Inglesas en América del Norte. «Este Millón que se duplica, supongamos que no sea sino en 25 años», plantea Franklin en progresión geométrica, «será al Siglo siguiente mayor que el Pueblo de Inglaterra, y el mayor número de los Ingleses estará en este lado de las aguas». El júbilo prorrumpe ahora: «¡Qué acrecentamiento del Poderío tanto marítimo como territorial para el Imperio Británico! ¡Qué Incremento del Comercio y la Navegación! ¡Qué Aglomeración de Barcos y Marineros!» «Hemos permanecido aquí por poco más de 100 Años, y sin embargo la Fuerza unida de nuestros Corsarios en la última Guerra», informa Franklin en torno a las rivalidades inglesas y francesas en el Valle del Ohio, «fue mayor por igual en Hombres y en Cañones que la de toda la Marina Británica en el Tiempo de la Reina Isabel». «Qué asunto tan Importante para Bretaña, entonces, es el Tratado para establecer los Límites entre sus Colonias y las Francesas», concluye Franklin ese apartado enunciando la nueva idea del lebensraum de los anglosajones, «¿y qué tan cuidadosa debe ser ella para asegurar el Espacio suficiente, puesto que del Espacio depende en tan grande medida el Incremento de su Pueblo?».
El entusiasmo de Franklin se acrecienta a medida que los ingleses desplazan a los franceses en Canadá y ocupan Québec en 1759 obligando con ello a la capitulación al año siguiente. En Inglaterra, y para atajar las interesadas insinuaciones de quienes allí buscan la restitución del Canadá a Francia, el alegadamente humorístico artículo que Franklin publica los últimos días de ese año en The London Chronicle se apresura a evitar lo que ya presiente como la asfixia fluvial y comercial de las colonias. En el nombre de «miles de granjeros ingleses desarmados, sorprendidos y asesinados en sus campos», el escrito en el que Franklin declara no tomar partido y dejar que éste sea tomado por la opinión pública juega, a la vez, con la sabiduría política y con la mala fe política de Inglaterra. «Debemos restaurar Canadá para que pronto podamos tener una nueva guerra, otra oportunidad de desembolsar dos o tres millones al año en América», explica Franklin con sarcasmo. «Existiendo en América el gran peligro de que nos hagamos muy ricos», afina ahora su ironía, «no resultan suficientes nuestros gastos en Europa para desangrar nuestros inmensos tesoros». «Debemos reintegrar Canadá para que los Franceses puedan, valiéndose de sus Indios», advierte con mayor seriedad, «ocuparse (como lo han hecho a lo largo de los cien años pasados, incluso en tiempos de paz entre las dos coronas) de una guerra para arrancar cabelleras en nuestras colonias y, de esta manera, obstaculizar su crecimiento».
«Desde hace largo tiempo», declara el humorismo negro y provocador de Franklin ante los ingleses, «los Franceses han declarado abiertamente «que les Anglois & les Francois sont incompatible dans cette partie de l’Amerique». Neutral, a decir de él, en la polémica de qué hacer con Canadá, Franklin se concreta a aportar hechos y circunstancias que documentan, por un lado, los «designios de deflagración & devastación» de los franceses y, por el otro, el apocamiento, si no es que el miedo, de quienes, discutiendo inútilmente, favorecen que los barcos franceses remonten el río San Lorenzo y recuperen Québec. «Se dice que las naciones, al igual que las personas privadas», escribe Franklin al «Mr. Chronicle» que lee sus observaciones, «deben, por consideración a su honor, cuidarse de mantener una consistencia de carácter, y que siempre ha sido el carácter de los ingleses el luchar fuertemente y negociar débilmente». «Que ellos», prosigue Franklin su disquisición sobre los británicos, «acuerdan por lo general el restaurar, en la paz, lo que ellos debían haberse quedado, y quedarse con lo que ellos mejor hubieran reintegrado». «Entonces, si, de acuerdo a las razones precedentes, fuera prudente y correcto devolver Canadá», concluye Franklin su modesta y objetiva argumentación, «deberíamos, dicen los que se oponen, quedárnoslo; de otra manera, seríamos inconsistentes con nosotros mismos».
Más y más convencido por sus propios esquemas federativos acerca de una mancomunidad imperial anglosajona, el aprendizaje «abstruso e intrincado» de la política y la geopolítica lleva a Benjamín Franklin a considerar a principios de 1760 simplemente necesaria la conquista y anexión de Canadá para convertir ya la condición periférica de los norteamericanos en paridad metropolitana. A lo largo de su «Comunicación Epistolar de Sentimientos» con el juez y filósofo del derecho Lord Henry Home Kames, y no sin confesarse turbado por que el corresponsal tome sus ideas como «extravagantes» o como «los delirios de un profeta loco», Franklin le hace ver a principios de 1760 su imperativo geopolítico categórico de que los franceses agitadores y azuzadores de indios sean expulsados de Canadá para que los anglosajones, sin adjetivos, prosigan sin obstáculos su «Progreso hacia la Grandeza». «Nada puede regocijarme más sinceramente de lo que me regocija la conquista de Canadá, y ello no sólo porque soy un colono sino porque soy un Británico», escribe zalameramente Franklin a Kames. «Por largo tiempo», añade, «he sido de la Opinión de que los Cimientos de la Futura Grandeza y Estabilidad del Imperio Británico se fincan en América y si bien, al igual que otros Cimientos, éstos son de poca altura y apenas visibles, ellos son, sin embargo, lo suficientemente amplios y fuertes para sustentar la más grande estructura política que jamás haya sido erigida por la sabiduría humana».
«Si mantenemos Canadá», afirma el previsor y cicatero Franklin a Lord Kames, «todo el País se llenará en otro Siglo más de Gente Británica; la misma Bretaña se volverá enormemente más poblada por el inmenso Aumento de su Comercio». «El Océano Atlántico será dominado por vuestros Barcos Mercaderes aumentando a partir de ahí vuestra influencia alrededor de todo el Globo», anticipa Franklin en un rapto profético. «¡Y atérrese el Mundo!», sentencia también proféticamente. (Orozco, 2002, págs. 204-210.)
Poder diplomático
El poder determinativo, cuando se aplica a la capa cortical viene a equivaler a la facultad de juzgar, es decir, de determinar quiénes son los miembros de la clase de extraños que puedan ser considerados como aliados o como enemigos. Este poder intersecta ampliamente con el campo del derecho internacional y con el derecho de gentes. Es un poder diplomático, discrecional. (Bueno, 1991, pág. 348; García Sierra, 2000, págs. 593.)
La importancia que para Franklin tenía saber cuál o cuáles eran los enemigos
Pero no se crea que todo en Benjamin Franklin obedece a la supresión de los poderes ajenos a la gestación del nuevo sentido de hegemonía nacional. Más que a la decapitación radical de los grupos y los principios disfuncionales, la cirugía franklineana mira por una suerte de equilibrio de poderes menoscabados, acotados, y jamás cifra aquella hegemonía en una transferencia del poder al Pueblo en abstracto. Por el contrario: si en su aritmética política se vuelve necesario recortar el poder de los Propietarios, de la Asamblea o de los Cuáqueros, nada inspira a Franklin más desconfianza, a pesar de la idea general de la Sociedad Civil armada, que las muchedumbres que toman la justicia en sus manos. En defensa, justamente, del Viejo Orden menoscabado, Franklin no duda años más tarde en poner un alto a la violencia de quienes contribuyen a menoscabarlo. «¿Pensaríais que esa Gente tuviera tanta audacia como para admitir semejantes Designios en una Declaración pública enviada al Gobernador?», pregunta Benjamin Franklin a John Fothergill en marzo de 1764 en torno a las masas envalentonadas por las masacres de «los indios conversos, supuestamente bajo la protección de los Cuáqueros». «¿Hubierais imaginado que los inocentes Cuáqueros, Hombres de Fortuna y Carácter», cambia Franklin el tono cuando las circunstancias son otras, «consideren necesario huir por su Seguridad de Filadelfia hacia la tierra de los Jersies temiendo la Violencia de esas Muchedumbres armadas y confiando poco en el Poder o la Inclinación del Gobierno para protegerlos?» «Y podríais imaginar», continúa el cuestionario de Franklin al Doctor Fothergill, «que hoy prevalecen fuertes Sospechas de que esas Turbamultas, tras cometer veinte bárbaros Asesinatos hasta ahora impunes, son privadamente encubiertas para ser Instrumento del Gobierno, para infundir miedo y someter a la Asamblea a las Medidas de los Propietarios?»...
Pero el mismo Benjamin Franklin sabe que ni siquiera la presencia oportuna del empresario providencial o iluminado será capaz de fijar un rumbo menos personal y particular, frágil en suma, a lo que ya configura como un proyecto nacional de largo plazo. Una década antes, la conciencia geopolítica de Franklin parecía resolver de un solo tirón el problema del cauce apropiado, si no era que democrático, tanto para la energía desbordada de las masas como para la eventualidad de la rigidez autoritaria a través del diseño de la figura más objetiva del Enemigo. Ya en mayo de 1754, su celebrado artículo de la Gazette imprimía aprensión al descuido del imperativo unitario con las imágenes de una guerra que ponía en peligro de muerte a las colonias y permitía que los franceses y sus aliados indígenas construyesen fuertes a lo largo y por detrás de las avanzadas angloamericanas y estuvieran a punto de «lanzar sus destacamentos y asesinar y escalpar a los habitantes y arruinar los Condados de la Frontera». Más que procedente del voluntarismo personal o corporativo, su proyecto de Plan de Unión de Albany dibujará ya en 1754 la espina dorsal de los Artículos de la Confederación y la Constitución ajustando las normas de derecho, la organización administrativa y la organización militar a un sistema de expansión y enemistad perpetua con cualquiera que se acerque a su frontera en dilatación. Aprobado por el Congreso de Albany y rechazado por la Corona, a decir de Franklin, «por haber cargado un peso excesivo sobre la Parte democrática de la Constitución» y por cada una de las Asambleas coloniales «por haber concedido demasiado al Privilegio», el Plan de Franklin destaca, y lega a la posteridad a pesar de su primer fracaso, la idea de la unidad y la seguridad nacionales como los objetivos políticos prioritarios del consenso a partir de los cuales se entretejen por igual la noción futura de la democracia pequeño propietaria y la cultura del peligro inminente y la anticipación y preparación correspondientes.
Propuesta para eliminar el «principal aliciente» de «la invasión y el insulto a los dominios Británico-Americanos» por parte de Francia y sus aliados, la idea de la preservación sustentada en la unidad anticipa sobre todo un proyecto autónomo de mercado y Estado. «El establecimiento de nuevas colonias al oeste del Ohio y los Lagos (una cuestión de importancia considerable para el incremento del poder y el comercio Británicos y el quebrantamiento de los Franceses y para la protección y seguridad de nuestras actuales colonias)», escribe Franklin en la exposición de motivos del Plan de Albany, «se llevaría a cabo mediante la unión del conjunto». Bajo esa premisa, el gobierno bosquejado por Franklin delinea fórmulas de participación política, de recaudación de impuestos de paz y guerra obligatorios para las sectas pacifistas y una diplomacia que atiende desde el comercio y la compra-venta de tierras a los indios hasta las alianzas con ellos y toda una geopolítica de la ocupación y poblamiento de territorios. «Una colonia particular», esboza Franklin su política de asentamientos y fortificaciones, «cuenta con escasa fuerza para extenderse mediante nuevos poblados ubicados a gran distancia de los antiguos: pero la fuerza conjunta de la unión podría establecer aceleradamente una o dos nuevas colonias en esas partes, o extender una vieja colonia hacia enclaves particulares». En una suerte de celebración de la blitzkrieg democrática, Benjamin Franklin no duda en despejar el imperativo del lanzamiento a esas posesiones y extensiones al visualizar la mecánica de la expansión como dictada «en gran medida para la seguridad de nuestras actuales fronteras y el incremento del comercio y las gentes, cortando la comunicación Francesa entre el Canadá y la Luisiana y ocupando con rapidez los territorios intermedios». (Orozco, 2002, págs. 250-251 y 252-254.)
La crítica que Franklin hace del pacifismo y su recuerdo interesado de Tomasso Campanella
Al concluir la larga contienda que la historiografía norteamericana registra como Franco-India, Benjamin Franklin será de nuevo implacable con quienes desean «la paz a cualquier precio». Una vez tomada a finales de 1759 la plaza de Québec, capturada la isla de Guadalupe y destruido el poder francés en la India, no hay lugar para hablar de concesiones o de venta de ventajas, y mucho menos en la Inglaterra en que Franklin escribe esos días. Por el contrario: para el Franklin articulista del London Chronicle llega incluso la hora del ajuste de cuentas con el Enemigo interno, con quienes en el nombre del Poder y del Interés propio, respectivamente, pretenden una paz prematura y al precio que sea con Francia. A los que detentan el primero, «los que han estado acostumbrados por tan largo tiempo al Poder que se ha convertido en parte de su constitución», llega al momento de mostrarles una lista de sus fracasos, «tan graves que, en vez de ganarles el Aplauso y la Confianza del Pueblo, los han vuelto más y más Detestables y Ruines». Si el fracaso es la medida incontrastable de la incapacidad del establishment político inconveniente, el finiquito parcial con el establishment económico parte en Franklin ya de criterios nacionales de depuración. Al emprenderla contra la Mercantile People, no habrá por ello indefinición en Franklin. Alude allí llanamente a quienes han puesto en riesgo «nuestros Fondos Públicos» y «AQUÉLLOS (EN NÚMERO NO PEQUEÑO) QUE HAN PRESTADO TAN INFAMEMENTE SU DINERO AL GOBIERNO FRANCÉS». Por encima del principio de los negocios, Franklin detiene también en seco a quienes se aprestan a medrar de una paz precaria y de las posibles intervenciones del resto de Europa. Su inventario de enemigos internos incluye no sólo a los que piensan en la apertura y el ejercicio de nuevas ramas del comercio en términos cosmopolitas sino a la aristocracia rural «y, finalmente, aunque haya muy pocos Católicos Romanos en el Reino» porque éstos «se regocijarían con una Paz a como diera lugar».
En esos dos renglones, el Enemigo alegórico, si bien disminuido, vuelve a asomar la cabeza para conmover la opinión pública angloamericana. Entre 1760, año de la caída de Montreal, y 1763, año de la Paz de París, Franklin no cesará en su misión de celoso guardián de la rendición de Francia, Estado Papal, morada de acechanzas, de expulsión de protestantes, de intrigas coloniales sin fin. Para documentar las sutilezas de la doblez católica, qué mejor que enviar al London Chronicle un Capítulo figuradamente trascrito y traducido al inglés, el XIV, del De Monarchia Hispanica, notable catálogo de los Medios para extender la Grandeza de la Monarquía Española del maquiavélico jesuita Tommaso Campanella. Nadie como Campanella tan a propos, a juicio de Franklin, para ilustrar las trampas de la paz tendidas por un sedicente pacifismo utópico cuya finalidad última es el engaño y la contaminación psicológica de los pueblos del Norte, «lentos de ingenio y torpes de entendimiento, de una forma tal que a menudo es más fácil gobernarles y cambiar su opinión por la maña que por la fuerza». A pesar de la antigüedad del lenguaje del manuscrito que el sensacionalismo de Franklin transcribe en agosto de 1761, el evidente realismo político de los pueblos continentales del sur fuerza en él a recapacitar a los ingleses sobre las artimañas intelectuales de las cuales se valen quienes se han empeñado siempre en embrollar a las mentes prácticas y abiertas. «Si las inteligencias de los enemigos pudieran ser cambiadas», escribe el Campanella con cuyo «viejo texto» de astucias enemigas asusta Franklin a los ingleses, «esas inteligencias podrían ser inducidas a conceder voluntariamente, y por nada, tanto oro como el que a duras penas les convenceríamos a entregar de otra manera».
«Cambiando sólo a España por Francia», transcribe Franklin con una licencia permisible su documento, los Consejos de Campanella abarcan una amplia gama de temas antipacifistas y antintelectualistas, antimodernos, por lo menos en su sentido humanista. «En esos países, y particularmente en Inglaterra», sugiere el buen jesuita al monarca enemigo que le oye, «hay Hombres no carentes de erudición, oradores y escritores ingeniosos que, no obstante, se hallan en pobre condición y apretados de fortuna». «Al ganárseles privadamente a través de los medios adecuados», hace ver Franklin usando a Campanella, «debe dárseles para sus sermones, escritos, poemas y canciones la consigna de manipular y especialmente inculcar puntos de vista como los que siguen». Momento éste para adentrarse en la técnica intelectual del derrotismo. «Dejadles magnificar las bendiciones de la paz, y exagerar poderosamente sobre ella», aconseja quien no busca sino enajenar la conciencia enemiga, «algo que no es indecoroso para los Ministros solemnes del culto y otros hombres Cristianos». «Dejadlos disgregar sobre las miserias de la guerra», alecciona el clérigo italiano a su real discípulo, «sobre el derramamiento de sangre Cristiana, la creciente escasez de trabajadores y operarios, lo costoso de todas las guerras extranjeras y los negocios que crea, la interrupción del comercio por las capturas o las demoras de barcos, el incremento y la gran carga de impuestos y la imposibilidad de sufragar por más tiempo las erogaciones de la contienda». «Dejadles representar la guerra como una ventaja inconmensurable para los particulares, y sólo para los particulares (provocando con ello la envidia contra aquéllos que la administran y abastecen), mientras que son tan perjudiciales para la República y el Pueblo en general», declara el Campanella de Franklin en el colmo del maquiavelismo. «Dejadles que representen las ventajas ganadas en contra de nosotros como triviales y de poca monta», pide al Monarca para que éste a su vez lo pida a los intelectuales ingleses, «a los lugares tomados de nosotros como de poco comercio o producción, inconvenientes por su ubicación, insalubres por su ambiente y clima, inútiles para sus naciones y de enormes costos de sostenimiento que drenarían tanto de hombres como de dinero a los Países sede».
«Dejadlos representar las formas en las cuales las guerras son libradas y proseguidas desde el punto de vista de la ganancia», anticipa Franklin en las palabras del Consejero de reyes enemigos cualquier objeción a la futura guerra capitalista, «que son viles e indignas de un pueblo esforzado, como son demenciales y perversas aquellas que se libran desde la perspectiva de la ambición». Para los ingleses, no sería sino una inmolación nacional el escuchar a los intelectuales que dondequiera procuran difundir la consigna, «vuelta clamor universal», de la Paz, Paz, Paz. Manual de sicología de guerra y sobre las trampas ideológicas de la paz, el que Franklin reproduce para el publico de Inglaterra declara no buscar otros objetivos que los de la información y la comparación. Modestamente, sin aventurarse a decir «que efecto tuvieron los artificios aquí recomendados en la época en la que escribió este Jesuita», Benjamin Franklin se complace empero de que la época actual sea más ilustrada «y que nuestro Pueblo sea un mejor conocedor que antes de nuestros verdaderos intereses nacionales». Sin duda, esa atmósfera diluye la credulidad intelectual y eleva al pueblo inglés a la condición de un estadista con verdadero sentido del honor. «Todos los rangos y las jerarquías sociales entre nosotros», proclama un Franklin en el clímax de la unidad angloamericana, «persisten hasta ahora en declararse a favor de una vigorosa prosecución de la guerra prefiriéndola a una paz insegura y desventajosa».
Todavía en Inglaterra a comienzos del año, la ruptura con la Inglaterra monárquica y parlamentaria se volvía inevitable y pública. Ya en enero de 1775, los subterfugios literarios de Benjamin Franklin perdían todo embozo y, sin reverencia alguna, ponían a Inglaterra, «vieja fanfarrona, sedienta de sangre», en el estrado del virtual interrogatorio sostenido por sus rivales y víctimas históricas, Francia, España, Holanda, Sajonia y América. Si el Diálogo que entabla Franklin se inicia con la petición de consejo que formula Inglaterra a las demás potencias imperiales europeas sobre cómo castigar la desobediencia e impertinencia de «Mis Súbditos en América», las respuestas de aquéllas se convierten en un inventario de recriminaciones en torno a la insidia británica y la desestabilización y la incertidumbre sembradas por la aspiración al poderío único e incontrastable. Si Francia le echa en cara el apoyo a las rebeliones hugonotas, España le reprocha los levantamientos auspiciados por ella en los Países Bajos y Holanda las hambres ocasionadas por las Actas de Navegación, la América de Franklin parece hacer honor al calificativo de «perversa serpiente Whig-Presbiteriana» que Inglaterra le endilga. Porque, a fin de cuentas, el imaginario diálogo de Franklin no busca sólo establecer la interlocución paritaria de las colonias con Europa sino tensar el propio orden europeo. «¡Tú que por doquiera has hecho alarde de tu propia Valentía y difamado a los Americanos como Pusilánimes!», comienza América su acusación contra Inglaterra. «¡Tú que te has jactado de ser capaz de marchar sobre todo su Interior con un solo Regimiento!», increpa Franklin. «¡Tú que, mediante el Fraude, te has posesionado de sus más poderosas Fortalezas y de todas las Armas que han acopiado en ellas! ¡Tú que mantienes un Ejército disciplinado en su País, atrincherado hasta los Dientes y plenamente abastecido!». «¿Andas tú de lugar en lugar», inquiere ahora el sarcasmo de Franklin, «implorando a toda Europa para que no proporcione a esa pobre Gente un poco de Pólvora y Municiones?» «¿Intentas, entonces, caer sobre ellos desnudos y desarmados y aniquilarlos a Sangre Fría? ¿Es éste tu Valor? ¿Es ésta tu magnanimidad?»
«No renunciaré a mi Libertad y Propiedad, así lo pague con mi Vida», afirma rotundamente la América de Franklin en el concierto de las naciones que cuentan. «No es Verdad que mi País fue fundado a tus Expensas», establece ante la Gran Bretaña un entrañable y decisivo principio de soberanía, el patrimonial. «Tus propios Registros», remite Franklin a los Diarios de Debates de la Cámara de los Comunes, «refutan semejante Falsedad en tu propia Cara». Allí donde consta que las colonias y plantaciones se financian privadamente, «sin Cargo Público alguno para este Estado», también consta, por deducción, la singular soberanía empresarial creada por lo menos desde la cuarta década del Siglo XVII. «Tampoco tú me proporcionaste jamás un Hombre o un Chelín para defenderme de los Indios, los únicos Enemigos que yo tenía por Cuenta propia», prosiguen los alegatos y recriminaciones de Franklin. «En cambio», añade aquí un argumento crucial, «cuando tú has entrado en conflicto con toda Europa y me has arrastrado en tus Pendencias, entonces te consideras a ti misma como si me protegieras de los Enemigos que tú has creado para mí».
«No tengo ninguna Causa natural de Diferencia con España, Francia u Holanda; y sin embargo me he unido a ti una y otra vez en Guerras en contra de ellas», se deslinda Franklin de cualquier culpa frente a Europa. «Tú no me consentirías que yo hiciera o mantuviera una Paz separada con ninguna de ellas», revela en seguida una sinuosa postura internacional norteamericana, «aunque, con gran Ventaja, yo podría haberlo hecho fácilmente». «¿El que me hayas protegido en esas Guerras te otorga el Derecho de esquilmarme?», vuelve Franklin a los interrogatorios. «Si así fuera, y en tanto yo luché por ti al igual que tú por mí», reivindica la potencia militar propia, «ello me concede un Derecho proporcional de esquilmarte». «¿Qué piensas tú de una Ley Americana para establecer el Monopolio de Ti y de tu Comercio como lo has hecho mediante tus Leyes de mí y del mío?», reitera la vieja pregunta. «Conténtate con aquel Monopolio tuyo si eres Sabia», concluye la America de Franklin su diatriba sermonaria, «y aprende Justicia si quieres ser respetada».
Detrás de la afirmación de la personalidad jurídica, política y militar del Estado a por nacer, el Diálogo de Franklin apunta, sobre todo, las directrices diplomáticas de las élites rebeldes dispuestas a romper la caparazón imperial ajena y consolidar la suya propia. Al irrumpir en el escenario de las intrigas europeas, el Comité de Correspondencia Secreta del segundo Congreso Continental, antecesor del Departamento de Estado, introduce un nuevo y expansivo factor de poder mundial. Presidido por Franklin y ocupado por Thomas Johnson, John Jay, Benjamin Harrison y John Dickinson a finales de noviembre de 1775, el Comité no busca ni por asomo afianzar las afinidades fisiocráticas y libertarias con naciones europeas tan inocentes como la que se forja en América: busca entrar de lleno, y en posición estratégica privilegiada por la distancia, en la mismísima realpolitik europea.
Al carácter secreto de su organización y sus relaciones y al simple hecho de abrir un frente antes de que estalle la guerra de independencia, el Comité suma en su haber presencias informales previas como la de Silas Deane, mercader, espía y manipulador financiero, hombre proteicamente público y privado. A Deane, sin reparar en esa condición que más tarde lo precipitará al desfalco, Franklin confía las gestorías tanto para la adquisición y el envío de cargamentos de armas como para negociar tratados comerciales y militares. En sus detalladas instrucciones políticas y contables de principios de 1776 a Deane, Franklin mismo alienta la doblez al aconsejarle la manera en la que «el Carácter de Mercader» proporciona una «buena Apariencia» en Francia, si bien, reconoce, a la Corte francesa «pudiera no gustarle que ello fuera públicamente conocido». «Si debiéramos (como tan grandemente parece que lo será) llegar a la Separación total de la Gran Bretaña», escribe Franklin a Deane el 2 de marzo, «Francia ha sido escogida para la primera Solicitud». «Francia sería considerada», dicta el realismo de Franklin, «como una Potencia cuya Amistad sería para nosotros lo más adecuado obtener y cultivar».
Bastaría con hojear las instrucciones de Franklin a Deane, antes y después de declarada la guerra, para constatar cuán lejos quedan la vileza e injusticia que, en aquel texto de principios de 1775, le llevaban a la estrategia dispersa de defender la Sajonia, nada menos que la Madre Patria de Inglaterra, y de allí extenderla a las colonias, hijas maltratadas de ésta. La Equidad como presupuesto del Respeto y criterio de la Amistad jamás se postula en sus disposiciones a Deane como un simple acto abstracto, afectivo o intelectual, sino como un simple cálculo de fuerzas y recursos. «Me causa un gran placer el enterarme por vos de que «Toute l’Europe nous souhaite le plus heureux succés pour la maintien de nos libertés»», escribe Benjamin Franklin al hombre de letras suizo Charles Guillaume Dumas ya en diciembre y al proponerle el papel de agente ante «los embajadores de todas las Cortes» que residen en La Haya. «Pero queremos saber», especifica Franklin, «si alguna de ellas, por principios de humanidad, se halla magnánimamente dispuesta a intervenir en alivio de un Pueblo Oprimido o, como es verosímil que suceda, si de vernos obligados a romper toda conexión con Bretaña y declararnos un Pueblo Independiente habría alguna potencia en Europa que estuviera dispuesta a celebrar una Alianza con nosotros para el beneficio de nuestro comercio, cuyo volumen anterior a la guerra se aproximaba a los siete millones de libras esterlinas al año y habrá de aumentarse continuamente a medida que nuestro pueblo se incremente con mayor rapidez».
Sabiduría de Franklin y los miembros del Comité, la internacionalización del conflicto endurece la posición norteamericana frente a la Gran Bretaña. Aún dos semanas después de la Declaración de Independencia puede aquél proponer a Lord Richard Howe, portador entonces de «la solicitud paterna de los Reyes», las fórmulas para impedir que se quiebre «ese fino y noble jarrón de porcelana del Imperio Británico». La principal, la de la paridad «entre Bretaña y América, como Estados distintos ahora en guerra», hace presentir al propio Franklin, sin inmutarse, que ella rebasa los poderes y la autoridad del representante inglés. Semejante presupuesto para la Paz Perpetua hará que, reunidos Howe y Franklin en Staten Island a mediados de septiembre, las negociaciones partan de la posición de poder de quienes exigen de Inglaterra «la renuncia y abandono de toda pretensión de Derecho o Autoridad para gobernar a los Estados Unidos». Semejante premisa de estatidad impone, en la lógica de Franklin, un corolario de imperialidad. «Para impedir las causas de esos malentendidos que son susceptibles de surgir donde los territorios de dos potencias diferentes colindan entre sí, debidos a la mala conducta de los habitantes de ambos lados de la frontera», se atreve Benjamin Franklin a bosquejar en su propuesta de paz, «Bretaña cederá a los Estados Unidos las provincias o colonias de Québec, St. John’s, Nueva Escocia, Bermuda, la Florida del Este y el Oeste y las Islas Bahamas, comprendidos todos sus territorios contiguos e intermedios ahora pretendidos por ella». En generoso retorno, Franklin deja en blanco el pago, las anualidades y el plazo de la transacción y se compromete, no sin ironía, a garantizar allí el libre comercio y una participación que «pronto será más grande que el todo de lo que había sido antes». Con la misma modestia, Franklin se ofrece en tercera persona para convencer de las bondades de la propuesta en Inglaterra, «donde cuenta con muchos amigos y conocidos, particularmente entre los mejores escritores y los oradores más hábiles en ambas Cámaras del Parlamento».
Desde luego, la perspicacia de Franklin anticipa la respuesta británica, incluida la de los amigos, a la osada propuesta de paz, y más cuando los iniciales descalabros de George Washington se suceden uno a otro. Comisionado en Francia desde aquel mes, se embarca hacia Europa a finales del siguiente, arriba a su destino a principios de diciembre y, apenas iniciado 1777, presenta a la monarquía francesa la solicitud formal de ayuda para la guerra. «Lo que han hecho los Americanos es, en sus Circunstancias, verdaderamente asombroso», escribía Edmund Burke al Marqués de Rockingham apenas a dos días de la petición de Franklin. «En este Estado de cosas», escudriñaba Burke la Crisis hacia la que marchaban los asuntos americanos, «me convenzo de que Franklin va a París para sacar de esa Corte una respuesta definitiva y satisfactoria en lo tocante al apoyo a las Colonias». «Si él no puede lograr esa respuesta (y soy de la opinión de que ahora no puede lograrla)», aventuraba Burke la hipótesis del recurso de Franklin al embajador británico en París, «entonces es de presumirse que está autorizado para negociar con Lord Stormont sobre la base de una dependencia de esta Corona». «Considero que ésta sea su Encomienda», agrega Burke sobre Franklin, «porque jamás creeré que él vaya por allá como un fugitivo de su Causa en la hora de su desgracia, o que vaya a concluir su Larga Vida, luminosa en cada hora en la que se ha prolongado, con una escapatoria tan torpe y deshonrosa». «En este supuesto», concluía Burke, no sin orgulloso júbilo, «considero que no es totalmente imposible que el partido Whigg pudiera convertirse en una especie de Mediador para la Paz».
«Es antinatural», vuelve Burke irrebatible su argumento, «que, al efectuar los Americanos un acomodo que no debieron escoger, en vez de conceder Crédito y apoyo a quienes siempre les han ayudado, se arrojen ellos mismos por completo a la Merced de sus Enemigos enconados, constantes y sistemáticos». (Orozco, 2002, págs. 250-270.)
Las perspectivas de Franklin sobre la esclavitud y sobre los negros
«La esclavitud», redacta a finales de 1789 el Franklin presidente de la Sociedad Promotora de la Abolición de la Esclavitud de Pensilvania, «es un envilecimiento tan atroz de la naturaleza humana que su misma extirpación, de no ser realizada con esmerado cuidado, puede algunas ocasiones abrir una fuente de graves males». Ilustrado entre los Ilustrados, el anciano Franklin instala sus palabras para la posteridad en el «progreso cotidiano de ese espíritu luminoso y benigno de la libertad que se difumina a lo largo del mundo». «El infeliz que por largo tiempo ha sido tratado como una bestia bruta», declara Franklin con emoción, «se hunde con demasiada frecuencia por debajo del patrón de la especie humana». «Las humillantes cadenas que aprisionan su cuerpo también ponen grilletes a sus facultades intelectuales y menoscaban las inclinaciones sociales de su corazón», sentencia en los últimos días de su vida un Benjamin Franklin que asumirá en adelante la posición liberal del paladín de la emancipación. «Acostumbrado a moverse como una mera máquina, por la voluntad del amo», completa el cuadro, «su reflexión queda suspendida: él pierde su poder de opción y la razón y la conciencia no tienen sino una pequeña influencia sobre su conducta, porque se halla gobernado principalmente por la pasión del miedo».
Preámbulo de un plan más colectivo, corporativo, los párrafos humanistas en los que se discierne la voz de Franklin confieren un contexto cualitativo y generoso a la posición que guardara antes y lo hacen siempre en tonos cuantitativos y neutrales alrededor de una esclavitud condenada y condenable, para él, desde la simple perspectiva económica, del más elemental análisis de costos y beneficios. «Hay una Opinión mal fundada según la cual, utilizando el Trabajo de los Esclavos, América puede posiblemente competir con Bretaña en cuanto a la baratura de sus Mercancías», advertía un maduro Franklin en sus tantas veces mencionadas Observaciones de 1751. «El Trabajo de los Esclavos no puede ser aquí tan barato como lo es el Trabajo de los Obreros en Bretaña», asentaba en seguida. «Cualquiera puede calcular eso», establece. «En las Colonias, el Interés del Dinero fluctúa entre el seis y el diez por ciento. Los Esclavos, uno a uno, cuestan treinta Libras Esterlinas por Cabeza», plantea la aritmética franklineana. «Considere entonces», invita Franklin al lector a un largo razonamiento económico, «el Interés de la primera Compra de un Esclavo, el Seguro o el Riesgo sobre su Vida, su Vestido y Alimentación, los Gastos en caso de Enfermedad y su Pérdida de Tiempo, la Pérdida por su Negligencia en los Negocios (la Negligencia es natural en el Hombre que no se beneficia de su propia Solicitud y Diligencia), el Gasto del Capataz que lo mantenga Trabajando y su Ratería de Cuando en Cuando --casi todo Esclavo es por Naturaleza un Ladrón-- y compare el Monto total con los Salarios del Productor de Hierro o Lana en Inglaterra para que vea que el Trabajo es mucho más barato allí de lo que jamás puede ser aquí con los Negros».
Por si no bastara con la lógica contable, Franklin advierte también acerca de los peligros degenerativos, sociales y raciales, que la institución de la esclavitud acarrea. «¿Por qué los Americanos adquieren Esclavos», se interroga Benjamin Franklin. «Porque los Esclavos pueden permanecer todo el Tiempo que le plazca a un Hombre o sea Oportuno para su Trabajo», se contesta como siempre, «en tanto que los Asalariados están abandonando continuamente a su Amo (a menudo en medio de sus Negocios) y subastándose ellos mismos». Conveniencia relativa ésta. «Los Negros traídos a las Islas Inglesas del Azúcar», avisa Franklin, «han disminuido allí grandemente a los Blancos». «Los pobres, por este medio», alerta, «son privados de Empleo mientras unas cuantas familias adquieren vastas Heredades y despilfarran en Lujos Extranjeros y educan a sus Hijos en el Hábito de esos Gastos Superfluos: el mismo Ingreso que es requerido para el Sustento de uno podría haber mantenido a cien». «Los Blancos que son propietarios de Esclavos y no trabajan», sentencia la ética protestante y racial de Franklin, «son enclenques y por lo tanto no tan prolíficos en general; los Esclavos, al forzárseles a trabajar con demasiada dureza y alimentárseles mal, son quebrantados en su condición física y la Muerte ocurre entre ellos más que los Nacimientos, de manera tal que se necesita un continuo Suministro desde África». Al lado del axioma de que, a menor esclavitud, mayor blancura, la ética del trabajo impone una vez mas sus criterios apremiantes de calidad social y laboral. «Los Esclavos», concluye Benjamin Franklin, «deterioran a las familias que los usan: los Niños blancos se vuelven Orgullosos, les disgusta el Trabajo y, al ser educados en la Ociosidad, no alcanzan la aptitud para llevar una Vida de Industria».
Con todo, y en la atmósfera prerrevolucionaria de dos décadas después, los cálculos de costos y beneficios no bastarán ya para convencer de convicciones ilustradas a una conciencia intelectual europea en ebullición. «Aplaudo el Fervor del Autor por la Libertad en general», expresa en el Public Advertiser de Londres, y en torno al libro sobre las injusticias y peligros de la esclavitud de Granville Sharpe, el personaje Americano que Franklin lanza al escenario periodístico para sostener una conversación sobre el asunto con un Ingles y un Escocés. «Me complace su Humanidad», refrenda el imaginario personaje sobre el dirigente antiesclavista. «Pero yo no apruebo», asienta el dialogante de inmediato, «sus Reflexiones generales sobre todos los Americanos como quienes no tienen una Veneración real por la Libertad, como quienes, teniendo una Aversión tan escasa por el Despotismo y la Tiranía, no tienen escrúpulo para ejercerlas con Rigor ilimitado sobre los miserables Esclavos y sus similares». «Tampoco apruebo», se apresura a señalar, «la Conclusión que saca de que, por lo tanto, es injusta nuestra Reivindicación por el Disfrute de la Libertad para nosotros mismos». Quien esclaviza no puede ni debe reclamar la libertad para sí mismo: el argumento que Franklin asimila y resiente como injurioso conduce al Americano del texto a deslindar a la Nueva Inglaterra y otras provincias norteñas de todo estigma de tiranía y opresión y a difuminar y compartir con la misma Inglaterra «el Crimen de tener un Esclavo». Aún más: que el Negro mismo no eluda sus propios pecados. «Tal vez podáis imaginar que los Negros son una Clase de Pueblo de temperamento suave y dócil», adjudica Franklin su parecer al personaje que discute con los europeos. «Algunos lo son, sin duda», reconoce. «Pero la Mayoría son de Disposición conspiradora», afirma, «siniestros, hoscos, ladinos, vengativos y crueles en el mas alto Grado».
Las objeciones y los argumentos subrepticios de Benjamin Franklin, por indirectos que sean a principios de 1770, cobran mayor precisión no sólo cuando se abre para él la oportunidad europea del renombre universal y perpetuo sino cuando, con la independencia, se perfilan alternativas diametralmente opuestas sobre el destino de los negros. El último mes de su vida, Franklin reduce al ridículo como mercader negrero al congresista James Jackson, de Georgia, que plantea el dilema en los términos de la imposible creación de un Estado libre para seres irredimibles e incapaces de actuar sin una compulsión absoluta que les obligue a hacerlo. Ambas disyuntivas extremas e inaceptables, la primera porque presupone la dotación de tierras desocupadas y la segunda porque conlleva la degradación absoluta, movían a Franklin a diseñar casi paralelamente, con el aval de la Sociedad promotora de la emancipación de los negros en Pensilvania, un Plan para mejorar las condiciones del acceso al mercado laboral en el cual reaparece el trasfondo empresarial que se apresura a tomar las riendas de aquello que visualiza como un desprendimiento inminente de «nuestra política nacional». Al convocar las suscripciones y donaciones privadas para dar sentido y organicidad a la Sociedad, el espíritu corporativo, contable y contractualista de Franklin declara garantizar una transición pautada de la esclavitud a la libertad mediante las aportaciones de fondos de los «Hombres Libres, Ilustrados y Benévolos». A ellos se dirige Franklin cuando declara antes que la asociación se propone preparar a los negros libres y sus hijos «para el ejercicio y disfrute de la libertad civil, para promover en ellos los hábitos de la industria, para proporcionarles empleos adecuados a su edad, sexo, talento y otras circunstancias».
«Éste», describe Franklin el perfil y las funciones del Comité de Empleo de la Sociedad, «puede procurar la institución de algunas industrias útiles y simples, que no requieran sino muy poca habilidad, y también puede ayudar a emprender aquellos negocios para los que parezcan calificados». Pero aún ese arduo ingreso a la modernidad no se da sin retribución a cambio: los aprendices, bajo el más estricto criterio capitalista, «serán comprometidos por un término tal de años que compense a sus amos por los gastos y problemas de su instrucción y mantenimiento». Y es que, al lado del Comité de Empleo, la corporación emancipadora crea los Comités de Inspección, de Custodia y de Educación que consagren el ejercicio de un derecho fundamental de los blancos ilustrados, el derecho a la tutela «de quienes así se vinculen». Con ello, la asimilación subordinada asume, a diferencia de los pueblos europeos continentales, los rasgos del paternalismo mas unilateral bajo fórmulas privadas y empresariales, las que se arroga el Comité de Custodia a cuyo cargo corre una virtual encomienda adjudicada a las «Personas Convenientes». Además de los criterios generales de dominación, reparto y estratificación, la emancipación de los negros que bosqueja Franklin acaba configurando un nuevo orden de servidumbre corporativa. Al Comité de Educación, por caso, corresponderá proporcionar a aquéllos «una profunda impresión de los principios más importantes y generalmente reconocidos de la moral y la religión»; al sombrío Comité de Inspección, a su vez y en pocas palabras, le tocará nada menos que la supervisión «de la moral, la conducta general y la situación ordinaria de los negros liberados, y les ofrecerá consejo y dirección, protección de sus propios descarríos y otros oficios amistosos». (Orozco, 2002, págs. 224-229.)
Las perspectivas de Franklin sobre los indios.
Acabo este largo artículo con la exposición que el profesor José Luis Orozco ofrece sobre las facetas que Franklin fue descubriendo en los indios. Mientras que las opiniones de Franklin sobre los negros no son suficientes para interpretar las novelas y películas norteamericanas sobre los negros, creo que sí es posible descubrir las principales tramas de novelas y películas sobre indios siguiendo la exposición de Orozco.
«Pretendemos», escribía Benjamin Franklin en 1764 en un rapto de indignación humanista y tolerancia cosmopolita, «que somos Cristianos y que, desde la Luz superior que disfrutamos, debemos exceder a los Paganos, Turcos, Sarracenos, Moros, Negros e Indios en el Conocimiento y la Práctica de lo que es correcto». Preso en esos momentos de la agitación ante la despiadada masacre popular de los indios desplazados por la expansión y acogidos y protegidos por las autoridades de Pensilvania, Franklin incursionaba a lo largo de «los Libros y la Historia» y proporcionaba, en una jornada extendida desde la Odisea de Homero hasta Mahoma y el Islam, «unos cuantos Ejemplos» sobre «los sagrados Ritos de la Hospitalidad» y el honor guerrero de aquellos pueblos. «¡Infeliz Pueblo!», calificaba a los hombres, mujeres y niños pertenecientes a una de las tribus de los antiguos aliados iroqueses y su confederación de Seis Naciones y asesinados arteramente a finales de 1763 por la turbamulta blanca de los frontiersmen. «¡Haber vivido en Tiempos como éstos y con Vecinos como éstos!», se dolía Franklin en su Narrativa de las Recientes Masacres en el Condado de Lancaster. «Hemos visto», prosigue, «que podrían haberse hallado más seguros entre los antiguos Paganos, para quienes los Ritos de la Hospitalidad eran sagrados». «Podrían haber sido considerados como Huéspedes del Público», considera Franklin, «y la Religión del País habría obrado en su Favor». «¡Con todo», exclama, «las Gentes (People) de nuestra Frontera se llaman a sí mismas Cristianas!».
«El miércoles 14 de diciembre de 1763, cincuenta y siete hombres procedentes de algunos de nuestras comarcas de la frontera y que habían proyectado la destrucción de esta pequeña comunidad», narra Benjamin Franklin con un estilo casi cinematográfico el primer momento de la catástrofe de los indios refugiados, «arribaron al territorio de Conestogoe, tras haber viajado durante la noche a lo largo del condado, todos bien montados y armados con fusiles, garfios y hachas». Bajo la histeria fomentada ante los indios que resisten la expoliación recurriendo a la guerra de guerrillas y al terrorismo que se les adjudica al entrar en desbandada cuando se frustra el ataque de Pontiac, cabecilla Ottawa, a los ingleses en Detroit, la caterva vigilante rodea la aldea por la mañana en busca pretendida de combatientes o, no importa, de escarmiento o de represalia o del simple despojo de los parajes. «Sólo se hallaban en el albergue tres Hombres, dos Mujeres y un Adolescente, ya que el resto se encontraba fuera y entre las Gentes Blancas vecinas, algunos para vender las Canastas, las Escobas y las Palanganas que ellos fabricaban y otros por diversos Motivos», registra Franklin sobriamente y proporcionando los nombres indígenas con su adoptado equivalente inglés. «¡Dispararon inmediatamente contra esas pobres e indefensas Criaturas y se les asestaron puñaladas y hachazos hasta la Muerte!», crece la indignación en el texto. A la vez que a «todos se les arrancó la cabellera, o bien se les mutiló horriblemente», las cabañas del villorrio ardían en llamas. «Cuando la cuadrilla regresó a casa, complacida por su propia Conducta y Heroísmo pero enfurecida porque algunos de los pobres Indios habían escapado de la Masacre», termina Franklin el primer acto, «lo hizo en pequeñas bandas y por diferentes caminos».
El segundo acto de la narración franklineana comienza con el «Desasosiego universal» que provoca la matanza entre los vecinos blancos y el traslado a Lancaster de los «Indios sobrevivientes» en cuya instalación mayor se les promete Protección y el propio Gobernador John Penn promulga un bando para investigar «el cruel e inhumano Acto». Más que promover una satisfacción o un castigo, la Proclamación excita la ira de los jinetes justicieros que el 27 del mismo mes desmontan de nuevo de sus cabalgaduras al pie del edificio donde se concentran los indígenas. «Cuando los pobres Desdichados vieron que no tenían cerca ninguna Protección ni había posibilidades de escapar, y sin contar con la más mínima Arma para la Defensa», continúa Benjamin Franklin su implacable relato, «se dividieron en sus pequeñas Familias, con los Niños asidos a los Padres». «Cayeron de rodillas», cuenta en seguida, «protestaron su Inocencia, declararon su Amor a los Ingleses y que, en su Vida entera, jamás les habían ocasionado Daño alguno». «¡Y en esa postura todos fueron degollados a Hachazos¡», exclama el minucioso narrador. «¡A Sangre Fría!». «Los bárbaros que cometieron la Atrocidad en Desafío al gobierno y a todas las Leyes humanas y divinas y para la eterna Desgracia de su País y su Color», cierra Franklin la escena, «lanzaron hurras por su Triunfo como si hubiesen alcanzado una Victoria y se fueron, ¡sin ser molestados!» «Pero la Maldad no puede ser ocultada», sentencia Franklin. «La culpa permanecerá sobre toda la Tierra», asume tonos sermonarios, «hasta que la Justicia se cumpla sobre los Asesinos». «LA SANGRE DE LOS INOCENTES», concluye encolerizado, «CLAMARÁ POR VENGANZA AL CIELO».
¿Cómo leer esa Condena (diferible si bien) que lanza Benjamin Franklin contra los que hacen culminar con el genocidio la nueva era de la expansión hacia los valles del Ohio y el Mississippi auspiciada por la ruptura del mundo colonial bipolar –el de Francia e Inglaterra—, y a la cual su propio bolsillo no es ajeno? Para algunos, ese «exabrupto melodramático» hace referencia a los «excesos populares» y los aniquilamientos indígenas que acompañarán el proceso de la fiebre de tierra barata y lo alejarán de la leyenda consagrada de la adquisición territorial mediante los Contratos y los Tratados. Al adjudicar la violencia a las masas aguijoneadas por la combinación del terror y la avaricia, Franklin deja intocadas las causas estructurales del proceso de ocupación, y no de compra-venta, adjudicable para él a la perfidia de los Propietarios de Pensilvania que se valen de aventureros inescrupulosos y vagas escrituras. ¿Obedece la redacción del panfleto franklineano al llamado de la «justicia para todos», como suele rotularse en las Antologías, o se dirige a aliviar las tensiones que ponen a la misma Filadelfia al borde de las marchas enardecidas de los Hombres de la Frontera? Si los lamentos de Franklin toman a los indígenas como eje, en ellos apunta siempre el peligro de los principios de la autoridad y el orden conmovidos por la ambición de las muchedumbres. Por si fuera poco, no hay en Franklin ninguna defensa general de la población indígena sino de las minorías sometidas (y degradadas) que son injustamente exterminadas sólo por la analogía racial con sus hermanos en lucha. «Ahora que, hablando de los Indios», pide Franklin a su lector al iniciar sus conclusiones, «ruego que yo no se me entienda como quien hace Defensas para todos los Indios». «Me hallo lejos de desear que se disminuya el laudable Espíritu de Resentimiento de mis Compatriotas en contra de aquéllos que ahora están en Guerra con nosotros, en tanto éste está justificado por su Perfidia e Inhumanidad».
Y es que ya en 1764 se cierra el capítulo de una serie de avances al Oeste que implican el deterioro progresivo del Tratado de Amistad de finales del Siglo XVII entre las Seis Naciones y William Penn, primer Propietario, a medida que los imperativos de la guerra con los franceses y su final derrota imponen modalidades de coexistencia, subordinación en el naciente mercado, instrumentación y desaparición. «Algunos de los Jefes de las Cinco (ahora Seis) Naciones, fungiendo como Embajadores de su Gran Consejo y que permanecieron en la Ciudad unos cuantos Días después del Arribo de nuestro Honorable Propietario», informa objetivamente Franklin a principios de septiembre de 1732 en la Gazette de Pensilvania, «celebraron un Tratado para renovar la antigua Cadena de Amistad entre ellos y nosotros». Reunidos en la Gran Sala de Sesiones, todos los celebrantes intercambiaron regalos, «uno para el Rey de cada Nación», narra el joven reportero con tonos que sólo traerían resonancias un tanto absurdas de las cortes feudales y absolutistas europeas si no fuera porque traducen un esplendor indígena y una paridad de poder que no se repetirán jamás. «Y todos ellos expresaron su Aprobación de cada Artículo de la saludable Advertencia que se les dio de vivir en Paz y Unidad con sus Naciones Vecinas, &c.», introduce la nota un primer elemento paternalista. Una vez que termina la última Audiencia, los indios vuelven a sus parajes. «Actualmente», insinúa Franklin a los lectores saltándose la objetividad periodística y cayendo en el cálculo de tensiones aprovechables, «ellos están en Paz con los Franceses, pero parece que se les ha prohibido la entrada al nuevo poblado en Crow Point y se les ha advertido que se aparten de ese lugar, de no ser que sus Conductas ocasionen una Ruptura».
Tras la lectura en marzo de 1751 del manuscrito enviado por James Parker sobre la dialéctica de la unidad colonial y el mejoramiento de las relaciones con los aborígenes, Benjamin Franklin comunica a su asociado en Nueva York estar de acuerdo con las nuevas fórmulas de amistad sugeridas para con los indios. «Soy de la opinión, con el patriota autor», escribe a Parker, «de que asegurar la amistad de los Indios tendrá las consecuencias más grandes para esas colonias y que los medios más seguros para hacerlo residen en la Regulación del comercio Indio, a manera de convencerlos, por la experiencia, de que ellos pueden obtener los bienes mejores y más baratos y las relaciones comerciales más justas de parte de los Ingleses». Para asegurar ese mercado, será menester compactarlo y jerarquizarlo políticamente, «unir los diversos gobiernos de tal manera que formen una fuerza de la cual los indios puedan depender para su protección en el caso de una ruptura con los franceses, o para que tomen conciencia de los enormes peligros que representaría en el caso de que rompieran con nosotros». Aún más: los indígenas amigos podrían ser «de gran ventaja como guías de destacamentos o exploradores, &c.» «Todo Indio es un cazador», declara Franklin a Parker, «y en tanto su manera de hacer la guerra, esto es, a través del acecho, la sorpresa y la matanza de personas y familias, es la misma que su manera de cazar, con sólo cambiar el objeto todo indio es un soldado disciplinado». «Los soldados de esta clase son siempre necesarios en las colonias en una guerra india», añadía Franklin con la mirada puesta en la polarización de las tribus iroqueses y las algonquinas acarreada por el inminente choque con Francia, «porque la disciplina militar europea es de poca utilidad en esos bosques».
«La tendencia de la Naturaleza humana a una vida de ocio, a la libertad ante el esmero y el trabajo», descarta Franklin al cabo de dos años todo resquicio de incorporación de los indígenas al mercado y a la milicia, «se evidencia fuertemente en el poco éxito que hasta ahora ha acompañado cualquier intento por civilizar a nuestros Indios Americanos». Al configurar una Sociedad cerrada opuesta en su inercia a la buena Sociedad contractual, diagnostica Franklin al corresponsal Peter Collinson, los indios «jamás han mostrado ninguna inclinación para cambiar su modo de vida por el nuestro, o para aprender cualquiera de nuestras Artes». Surgidas y configuradas más por la necesidad que por la opción, sin salidas al mar, aglomeradas en «estrechos Territorios», sin capacidad inventiva, sin motivación para la diligencia, no es de extrañar para el ilustrado Franklin que las poblaciones indígenas concedan tan poco valor a «lo que nosotros valuamos tan altamente bajo el nombre de la Enseñanza». Por más que se les instruya desde niños en la lengua y las costumbres, nada les disuade de bandonar la buena sociedad en cuanto encuentran «la Oportunidad de escapar de nuevo a los Bosques, en los cuales abandonan la mansedumbre». Para el puritano Franklin, empero, esa vida no sólo disminuye las posibilidades de la asimilación subordinada: las actitudes lúdicas y elementales de los indios en torno a ella cancelan, también, el valor instrumental, militar y disciplinario que les adjudica dos años atrás. «En su actual modo de vida», informa Franklin al inglés Collinson, «casi todas sus Necesidades son cubiertas por las Producciones espontáneas de la Naturaleza, con la adición de muy poco trabajo, si es que la caza y la pesca pueden realmente ser llamadas trabajo cuando el Juego predomina tanto en ellas».
Ya Director General Asociado de Correos, Benjamin Franklin acude a comienzos del otoño del mismo año como delegado de Pensilvania para celebrar en Carlisle una apremiante maniobra de alianza con las Seis Naciones enemigas de los franceses y los Algonquinos enemigos de los ingleses, singularmente los Delawares. Sometidos a la presión de los ingleses y la familia Penn que lanzan a lo largo del Ohio un aluvión de inmigrantes europeos a expensas de los Algonquinos, el «tratado» logrado entonces sirve a Franklin como un cálculo preparatorio de enemistades inter-tribales para la ya inminente y prolongada guerra en la cual los franceses serán desplazados del área occidental del continente. Cuando, después de más de un lustro de combates donde las tribus indígenas quedan sujetos a los vaivenes de una guerra que apenas si es suya, la derrota francesa de 1760 es sucedida por el castigo y exterminio de las tribus aliadas a éstos y, más tarde, a partir de la Paz de París de 1763, con la aplicación más general de la máxima que en 1751 enseñaba Franklin a su Príncipe Liberal y Expansionista, el de «la expulsión de los Nativos», así, simplemente, para «ofrecer espacio a su propio Pueblo». «Los Indios del oeste que asediaron el Fuerte de Detroit», comunica Franklin a William Strahan sobre la fallida resistencia del cabecilla Ottawa Pontiac y justamente durante los días de masacre que darán materia a su indignado panfleto de principios del año siguiente, «suplican ahora por la Paz tras haber perdido un gran Número de sus mejores Guerreros en su vano Intento por vencer esa Fortaleza, y se les ha notificado extensamente mediante un Bando del Comandante francés en el País de Illinois que se ha concluido la Paz entre Inglaterra y Francia y que deben evacuar el País y entregar sus Fuertes, y que no pueden ya abastecerlos o mantenerlos».
«Se piensa que esto conducirá a una Paz general», asienta Franklin a Strahan ya sin posibilidades de equivocarse. «Sólo me temo», informa un Franklin que lamenta su previa condescendencia y falta de dureza, «que será terminado antes de que esos Bárbaros se hayan arrepentido lo suficiente por su pérfida ruptura del último». Con ello, Franklin cierra el círculo infernal trazado desde sus escritos teológicos juveniles sobre la Adoración rendida al Diablo por los Indios y recuerda en la Autobiografía, con dantesca y asombrosa precisión, las razones que, por lo menos a partir del tratado de Carlisle, llevaron a los indios a la degradación que testimonian los años finales de Franklin. El manipulador diplomático de Carlisle aparece, al transcurso del tiempo, como el asustado memorista que se recuerda a sí mismo en medio de los regateos y las prohibiciones ingeniadas por él y sus compañeros para impedir que esos Pueblos «extremadamente inclinados a emborracharse» adquiriesen licor y se mantuviesen sobrios «hasta que el Negocio hubiese terminado». Sabedores de que los indígenas se vuelven «disolutos, endebles e indolentes cuando están sobrios, e intratables y perversos en su embriaguez», los negociadores de Pensilvania prometen «ron en Abundancia» y pactan su entrega hasta que el tratado sea conducido con orden y con «la satisfacción de todos». Una vez cumplida la promesa, la gritería y el escándalo de hombres, mujeres y niños corrobora el buen juicio de los blancos. «Hallamos que habían encendido una gran Hoguera en medio de la Plaza», narra el viejo Benjamin Franklin. «Todos estaban ebrios, Hombres y Mujeres, discutiendo y peleándose», agrega. «Sus Cuerpos oscuros y medio desnudos, que veíamos sólo a la tétrica Luz de la Hoguera, persiguiéndose y golpeándose unos a otros con tizones y lanzando sus aterradores Aullidos», complementa Franklin el cuadro, «formaban el Escenario más semejante al que pudiera ser imaginado por nuestras Ideas del Infierno».
Apenados por los desmanes de la noche anterior, los tres ancianos Consejeros de las tribus que se disculpan arrojan para Benjamin Franklin la gran clave de la derrota indígena, dilucidable nada menos que los términos de una teología de la historia. «El gran Espíritu que hizo todas las cosas lo hizo todo para que tuviese algún Uso», abre los ojos de Franklin el Consejero que lleva la voz, «y cualquiera que sea el Uso para el que él concibió cualquier cosa, ese Uso debe dársele siempre». «Ahora que», prosigue el anciano sin el mayor cuidado por la historia propia, «cuando hizo el Ron, el Espíritu dijo: DEJADLO PARA QUE LOS INDIOS SE EMBRIAGUEN CON ÉL. Y así ha de ser». «Y si sin duda el designio de la Providencia es el de extirpar a estos Salvajes para dejar el espacio a los Cultivadores de la Tierra», concluye Franklin por su cuenta y sin la menor referencia a los juegos del poder y al valor estratégico y comercial de los territorios perdidos, «no parece improbable que el Ron haya sido el Medio elegido para hacerlo». Nada con la instrumentación de los indios como escudo móvil contra Francia; nada con las empresas licoreras y con quienes comercian «para mantener a esos pobres indios bajo la fuerza del licor». Gran Medio de la Providencia, el alcoholismo innato de los indios documenta la tranquilidad de la buena conciencia burguesa. «Ya ha aniquilado a todas las Tribus que ocuparon anteriormente el Litoral», concluye Franklin el otro capítulo de la colonización hacia dentro. (Orozco, 2002, págs. 230-239).
Conclusión
Creo haber logrado lo que deseaba con este trabajo. Quería difundir las ideas de los profesores Gustavo Bueno y José Luis Orozco «con sus propias palabras», sin que apenas apareciesen mis opiniones. Estoy convencido de que con esta «crestomatía», los interesados en la Historia de la formación de Norteamérica podrán interpretarla mejor. Y esto, a la luz de una persona tan polifacética y tan influyente en las vidas de los norteamericanos como Franklin. Cuando disponga de más tiempo, daré a conocer otras obras muy importantes de José Luis Orozco. ¡Qué mexicano más valioso!. Durante varios años vino a España para dictar un Curso en el Programa de Doctorado de Calidad que planifiqué y dirigí. De ese Doctorado salieron nada menos que siete becarios FPU (Formación de Personal Universitario). Algunos de ellos ya son profesores y se encargarán de transmitir las ideas de Orozco a futuras generaciones. Bueno les resultaba más conocido. Sin embargo, a quienes lean los dos artículos que he escrito, y no conozcan el sistema de Bueno, los dos artículos podrán servirles como acicate para ahondar en este gran filósofo español. Y aplicar su Teoría Política a la Historia de otras naciones.
Referencias bibliográficas
Bueno, Gustavo (1991). Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas, Logroño, Cultural Rioja.
— El mito de la izquierda (2003). Barcelona, Ediciones B.
— Panfleto contra la democracia realmente existente (2004). Barcelona, Ediciones B.
— El mito de la derecha (2008), Madrid, Temas de Hoy
— El fundamentalismo democrático (2010). Madrid, Temas de Hoy.
García Sierra, Pelayo (editor) (2000) Diccionario Filosófico. Oviedo. Pentalfa.
Orozco, José Luis (2000). Benjamín Franklin y la fundación de la república pragmática. México (D.F.) Fondo de Cultura Económica.
Valbuena de la Fuente, Felicísimo (1998) Teoría General de la Información. Madrid, Editorial Noesis.