Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 126 • agosto 2012 • página 7
El empuje de lo moral y lo político sobre la ética
A nadie que se interese por los asuntos relacionados con el ámbito de la razón práctica, desde la persona de natural curiosa hasta el funcionario con dedicación exclusiva, puede escapársele la notable metamorfosis –mudanzas internas, rehabilitaciones y reestructuraciones– que ha tenido lugar, en las últimas décadas, dentro del panorama filosófico español –y hasta donde tengo noticia también fuera de él– con determinación notoria en cuanto a sus resultados teóricos y prácticos. Ocurre que la preocupación nativa de la filosofía moral, centrada en la reflexión sobre la vida humana y los ideales razonables de perfección, así como en la construcción del carácter y en la dirección de la acción, se está viendo desplazada a favor de los espacios de la filosofía política, la sociología y la filosofía del derecho, cuando no de la estética y las artes aplicadas, por entenderse acaso que son los mencionados espacios más idóneos para dar cuenta de las cuestiones apremiantes del hombre contemporáneo.
La problemática que concita hoy la mayor atención en el área de la filosofía práctica gira así en torno a cuestiones relativas al multiculturalismo, los estudios culturales, las minorías raciales, el feminismo, la nueva y la vieja ciudadanía, las teorías sobre la justicia, la solidaridad, la democracia participativa, la igualdad y la parcialidad en el horizonte de la avenencia social, la fundamentación de los derechos humanos, el estatuto de un derecho de los animales, las paradojas de la tolerancia, la bioética, las profesiones y sus alternativas deontológicas, etcétera. El conflicto de las identidades nacionales y su engarce con los derechos individuales, la contienda entre particularismos y universalismo, la globalización y la «renta básica» no son tampoco asuntos desatendidos ni despreciados por las expectativas académicas y mediáticas, sino situadas en lugar destacado en los foros de discusión, en los congresos y seminarios, en los cursos de doctorado y de verano, acaparando así gran parte de la programación de actividades y la bibliografía actuales centrados en el ámbito de la praxis. La querella entre liberalismo y comunitarismo, las razones y los riesgos del republicanismo, la disputa entre modernidad y posmodernidad no sabría decir con seguridad si todavía siguen de moda.
La constatación de este auge de lo político, lo jurídico y lo culturalista no tiene por qué ser considerado algo anómalo en sí mismo, pues toda renovación que impulse una reactivación del pensamiento filosófico debe ser bienvenida. Será prudente, no obstante, ahogar –o frenar al menos– el entusiasmo en el momento en que advertimos que la profusión y expansión de estos programas de investigación y análisis se llevan a cabo, en gran medida, a costa de hacer retroceder o menguar la debida atención acerca de la materia principal de la ética, que gira, si no ando distraído o errado, sobre la felicidad del individuo y el cuidado y la mejora de sí. La esfera de la razón práctica, dentro de la que incluimos los temas mencionados, puede contemplarse con visión generosa y no selectiva, pero no debería olvidarse que la sabiduría práctica enseña que lo esencial y lo importante no es prudente que estén al servicio de lo circunstancial y lo apremiante.
Dos estimaciones problemáticas
Propongo llamar la atención sobre dos problematizaciones acerca de dicho crecimiento de lo secundario y perentorio, el cual, a mi juicio, puede trastornar la armonía establecida desde antiguo en el pensamiento práctico:
1. en primer lugar, el riesgo fundado de que la ética, agotada y abandonada por espíritus cansados pero con prisa, quede vacía de contenido y sea tomada sin remedio como mera auxiliar o como recurso fundamentador de aquellas disciplinas que, como la política y el derecho, precisan de su concurso (en unas ocasiones, con un resultado moralizador altamente expuesto y, en otras, con un efecto devorador de la ética que llegue a deshacerla),
2. y, en segundo lugar, la presunción según la cual la reflexión ética se nutre de los apremios del presente cambiante y rampante, mientras que se mostraría estéril y anacrónica cuando recupera los antiguos patrones desde los que tomar las certeras medidas del hombre, los cuales dictan ubicarse en un presente continuo, en el que los bienes y fines humanos dependen más de valores universales e imperecederos que de consignas derivadas del día a día (aquí el avance de los presupuestos historicistas y relativistas pugnan por provocar un similar efecto asfixiante y paralizante).
Los efectos de la expansión del paradigma culturalista y político aquí aludido pueden advertirse de modo palmario en la caracterización que ofrecen del sujeto moral. Desde la perspectiva culturalista, la presencia y la acción del hombre resultan incomprensibles sin vincularlas al complejo haz de factores sociales que le rodean o sin emplazarlo en unas precisas coordenadas históricas que den noticia y razón de cómo y por qué actúa, asunto éste más relevante que discernir acerca de lo que es y qué hace; brevemente, el individuo moral se trueca en agente moral.
Por otra parte, desde los intereses de la teoría política, el ser humano aún conservaría una naturaleza o categoría sustancial que lo define y le da sentido –algo así como una sustancial vita activa–, pero que sólo la práctica política y la participación ciudadana vendría a garantizar o completar; en otras palabras, el individuo moral es percibido y valorado, más que nada, como ciudadano.
¿Se acaba aquí la ética?