Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 130 • diciembre 2012 • página 4
«–“¿Por qué cree usted que he venido a México?” –“Porque le invitaron a sustentar una serie de conferencias entre nosotros”, le contesté. “Sí –comentó él–, la razón aparente es ésa. Pero lo que me interesaba, sobre todo, era completar mis conocimientos acerca de la historia de España. En efecto, tres de sus mejores siglos, mi país los vivió en el suyo. Ya irá usted algún día a España. Y se dará cuenta de lo que hicieron los españoles en su solar, mientras los más audaces trabajaron en Nueva España y en el Perú, o en las tierras que llevan ahora los nombres de Colombia, Cuba, Chile y Venezuela… Desde mi llegada a España, lo comprobé. De los Ríos tenía razón. Se ha hablado mucho acerca del oro llevado a la península ibérica por los conquistadores. Pero España se entregó a América con esperanzas que sería injusto comparar por el interés consagrado por Inglaterra a sus posesiones en Oriente y en Occidente. Salvo excepciones ilustres, los mejores castillos y los más bellos templos de España son anteriores al viaje de Cristóbal Colón.» (Jaime Torres Bodet, conversación con Fernando de los Ríos, Equinoccio.)
«Las circunstancias en que se reunió este Congreso no tienen precedente en la historia. Ninguna asamblea legislativa había reunido hasta entonces a miembros procedentes de partes tan diversas del orbe ni pretendido regir territorios tan vastos de Europa, América y Asia, con tal diversidad de razas y tal complejidad de intereses; casi toda España se hallaba ocupada a la sazón por los franceses, y el propio Congreso, aislado realmente de España por tropas enemigas y acorralado en una estrecha franja de tierra, tenía que legislar a la vista de un ejército que lo sitiaba. Desde la remota punta de la isla gaditana, las Cortes emprendieron la tarea de echar los cimientos de una nueva España, como habían hecho sus antepasados desde las montañas de Covadonga y Sobrarbe. ¿Cómo explicar el curioso fenómeno de que la Constitución de 1812, anatematizada después por las testas coronadas de Europa reunidas en Verona como la más incendiaria invención del jacobinismo, brotara de la cabeza de la vieja España monástica y absolutista precisamente en la época en que ésta parecía consagrada por entero a sostener la guerra santa contra la revolución? ¿Cómo explicar, por otra parte, la súbita desaparición de esta misma Constitución, desvaneciéndose como una sombra (“la sombra de un sueño”, dicen los historiadores) al entrar en contacto con un Borbón de carne y hueso? Si bien el nacimiento de esta Constitución es un misterio, su muerte no lo es menos.» (Carlos Marx, La revolución en España, Artículo del 24 de noviembre de 1854, en el New York Daily Tribune.)
Ofreciéndolo como adenda a nuestra participación en la Escuela de Filosofía de Oviedo del miércoles 28 de marzo del presente 2012, en donde expusimos lo más pormenorizadamente posible las cuestiones filosófico políticas relativas a La Constitución de 1812 y la Hispanidad (y a ella remitimos a quienes tengan interés sobre el particular), presentamos aquí –no hemos querido dejar que terminara 2012 sin hacerlo– un comentario para Los días terrenales sobre un acontecimiento cuyas claves fundamentales (ese misterio de su nacimiento y muerte que quiso desentrañar Carlos Marx) son sólo inteligibles en su proporción y magnitud adecuadas cuando se observa a la escala de la historia universal, y a la luz, sobre todo, de una teoría de la política que sea capaz de dar cuenta de la figura del imperio como coeficiente fundamental de la dialéctica de la historia y su sistema, el Estado. Es sólo así, desde esa perspectiva global, dialéctica y realista (en el sentido del realismo severo y trágico con el que, para desengaño de tantas almas éticas y sensibles, Hegel interpreta la entrada de Roma en la historia universal teniendo como consecuencia fundamental el hecho de que, al hacerlo, “rompió el corazón del mundo”), como el nacimiento y muerte de la constitución de Cádiz se nos aparece desplegándose históricamente con todos los acordes de su dramatismo y significación filosófico-política, y al margen de la duración de su vigencia efectiva, que es a lo que muchos quieren reducir el asunto para decretar su irrelevancia o inoperancia. Pero es que su vigencia y duración, sin dejar de ser fundamentales como principia de toda política real, para los efectos que aquí perseguimos no importan demasiado: la Comuna de París duró con dificultad un par de meses, cuestión que no fue obstáculo ni mucho menos para que Marx y Engels (o, tiempo después, Lenin) hayan prestado toda la atención y toda la pasión teórica para entender, procesar y rectificar en función de sus consecuencias e implicaciones.
Escribimos esto con conocimiento pleno de la situación actual por la que atraviesa España, y no tanto en el sentido económico (que no dejamos un segundo de considerar dramático y preocupante) sino sobre todo en un sentido histórico-político, o más bien, quizá, y si se quiere, desde la conjugación de ambos sentidos, pues es precisamente en el seno de la agudísima crisis económica española, contextualizada, primero, en el marco europeo y, después, en el marco del sistema capitalista internacional, donde el problema de España ve exacerbadas sus contradicciones esenciales, ofreciéndonos de manera cada vez más intensa aunque recurrente el cuadro de la eterna disputa por la balcanización de la nación española, atizada fundamental aunque no exclusivamente por el secesionismo vasco y el secesionismo catalán en el marco de un proceso político catastrófico que ha sido vendido al mundo entero con cinismo desmedido como modelo canónico, y que se ha venido a denominar como Transición Democrática Española de 1978, y que encuentra su manifestación jurídico política fundamental en la Constitución del 78 y en el así llamado Estado de las Autonomías (remitimos ahora a los interesados a nuestro artículo, publicado en el número 89 de esta misma revista, en julio de 2009, bajo el título El mito de la Transición democrática española: la CIA en España).
Es en medio de este fracaso político convertido en estafa ideológica como el problema histórico de la nación española cobra sus relieves más acusados, y deja de ser así –en caso de que para algunos lo sea– cuestión exclusiva de académicos o de historiadores, para pasar a ser cuestión de dramática vigencia y acuciosidad, situándonos en la posibilidad de afirmar, como Chu En Lai lo hiciera cuando se le preguntaba sobre las consecuencias de la Revolución francesa, que ante la cuestión de ponderar la repercusión y consecuencias de la vida, fracaso y muerte de la Constitución de Cádiz de 1812, partera del liberalismo político que pasó a ser después patrimonio ideológico europeo, lo más prudente sea responder que “quizá sea demasiado pronto para saberlo”.
Y es verdaderamente sintomático, y ya se nos escapa decir irritante, que legiones enteras de politólogos o de sociólogos o, lo que es peor, de activistas sociales: y ni Lenin ni Morelos ni Mina ni el Ché Guevara ni Hugo Chávez fueron, o son, nunca, activistas sociales; ni siquiera fueron, o son, revolucionarios nada más; fueron, y son, políticos revolucionarios. Atención con esto: la del político es una figura que se talla a la escala del Estado, su divisa es el poder, y es sólo frente al poder como, según Malraux, puede medirse la grandeza. Es irritante, decimos una vez más, que politólogos, sociólogos o activistas sociales, ¡¡para hacer política!!, sencillamente no toman en consideración esta figura fundamental de la historia de la política contemporánea (la nación política o el Estado), centrándose casi siempre en cuestiones de orden no político (no estatal) relativas a la “sociedad civil”, a los “déficits democráticos”, a la “identidad”, a la “ética”, a la “sensibilidad”, a los “movimientos sociales” y a la “protesta o indignación social”, a la “criminalización o discriminación de…”, a la “violencia de género”, a la lucha por “los derechos”, o a la condena al neoliberalismo según se manifiesten cada una de estos problemas en España (o México o Argentina o Grecia), mirándolos y “estudiándolos” de una manera homologada y formalista, es decir, prescindiendo por completo de las plataformas político-estatales, materiales, en donde tales problemas cobran forma histórica, económico-política y social (basal), y en función de la cual morfología (y solución) se determina y activa el curso de su dialéctica fundamental: la de la trabazón de sus estructuras de poder de la que depende su orden y su duración en el tiempo.
A este último respecto, es decir, al del totum revolutum ideológico y conceptual, y al rebajamiento teórico total en el que han desembocado las ciencias sociales y la práctica de la política de la mano de activistas, estudiantes y periodistas analfabetos políticos en contubernio objetivo con políticos oportunistas (y no menos analfabetos políticos) en el marco de un sistema fundamentalista democrático relativista y políticamente correcto en donde cualquier “opinión” vale, un ejemplo puede ser de gráfica elocuencia: acaso sea de cierto conocimiento que en el contexto de la campaña electoral mexicana de este año que termina tuvo lugar una muy peculiar insurgencia estudiantil, que pasó a denominarse, en cuestión de horas, como #YOSOY132. La explicación del nombre (y es igual a cero el respeto ideológico que, por nuestra parte, nos merece un movimiento que lleva nombre de adolescente cuenta de Twitter; el respeto político solo puede derivarse de la fuerza acumulada, y eso solo se mide en la práctica. Ahora bien, puede darse muchas veces el problema, o más bien trilema, según lo que Marx apreciaba precisamente en Cádiz: o fuerza sin ideas, o ideas sin fuerza, o ni ideas ni fuerza.); la explicación del nombre, en fin, sería más o menos como sigue: en una universidad privada, la de los jesuitas, el entonces candidato presidencial del PRI y hoy presidente de la República, Enrique Peña Nieto, fue abucheado sorprendente y masivamente por un estudiantado lleno de espasmódico frenesí democrático que, para sorpresa de muchos, resultó que participaba de manera más o menos generalizada de un furibundo anti-priísmo. Luego del connato anti-Peña Nieto, se identificó a 131 de esos estudiantes, siendo así que, en solidaridad, el “colectivo” estudiantil pasó a denominarse, por sinécdoque, con el nombre en cuestión, haciendo referencia a que todos los demás, el etcétera, digamos, son el 132 del “movimiento” (algo similar ocurre con infinidad de movimientos juveniles: “Todos somos Marcos” o “Todos somos Amy Winehouse”, pongamos por caso). Los jóvenes entusiastas del 132 se inspiraban, entre otras referencias, en el movimiento de los Indignados en España (otro ejemplo de bochornoso frenesí democrático-psicológico-subjetivista de fondo anarquista), y demandaban fundamentalmente una apertura, “democratización” le llaman muchos, en el sistema de medios de comunicación mexicanos (parte de su “indignación” se debió a que las principales cadenas de televisión no reportaron casi nada del triste desempeño de Peña Nieto en la universidad en cuestión), y una –obvio es casi decirlo– “verdadera democracia”.
Como era de esperarse, nada ocurrió en términos políticos efectivos con el famoso movimiento juvenil, Enrique Peña Nieto llegó a la presidencia de la República, y los YOSOY132 siguen y habrán de seguir con su entusiasmo juvenil por la utilización del Twitter y las redes sociales para construir una verdadera democracia: poca o nula fuerza política efectiva, en efecto, e ideas escasas y de recorrido más bien breve, en efecto también. Ni fuerza ni ideas en definitiva: opción tres del trilema de Cádiz según Carlos Marx.
Pero a donde queremos llegar es a lo siguiente: en el momento en que este escuálido e infantilista movimiento juvenil ha tenido la osadía de, por qué no, internacionalizar su entusiasmo social y fundamentalista democrático, como ha podido tener lugar en España precisamente, resulta ser que, como no podría ser de otra manera, el oportunismo y la levedad ideológica y teórico-conceptual (manifestándosenos en efecto como “infantilismo izquierdista”) afloraron una vez más a todo lo que su potencia pudo dar, porque ha ocurrido que, por cuanto a lo que respecta a la “célula” del #YOSOY132 en Lérida, según me lo ha hecho saber un querido amigo, se asumió el separatismo catalán como variable incorporada a su lucha heroica y revolucionaria a nivel planetario: estos adolescentes políticos habrán de creer que a golpes de Twitter lograrán cimbrar las estructuras del poder mundial e imperialista, estando destinados siempre a que algún poder real y realista los infiltre y haga estallar su “lucha”, como hubo de ocurrir, precisamente, el día en que Peña Nieto tomó protesta como presidente de México. Y que conste, por lo demás, que nosotros nada tenemos que ver ni con Peña Nieto ni con el PRI.
Dice en todo caso un cartel del #YOSOY132 de Lérida, escrito en catalán: Concentració per la llibertat d’expressió a Méxic!!! Llibertat presos polítics!!! Peña Nieto Asesino. No más impunidad., y etcétera y etcétera. En el cartel se convocaba a una manifestación, el 6 de diciembre, en el Consolat de Méxic.
Nuestra pregunta (o preguntas) es (o son): ¿tendrán estos simpáticos muchachos idea de la implicación histórico política de asumir con tal gratuidad el separatismo que se entiende ejercitado en la redacción del cartel en catalán? ¿Sabrán lo ridículo que es, además, conjugar ese separatismo con su tan genérico, amorfo y adolescente rechazo a Enrique Peña Nieto? ¿Tendrán idea de lo que Carlos Marx o Federico Engels escribieron sobre el problema de la nación política y de la revolución en España? ¿Sabrán acaso en qué siglo vivieron Marx y Engels? ¿Sabrán quiénes fueron, por ejemplo, Xavier Mina o Rafael del Riego? ¿Sabrán que Nueva España precipitó su independencia, para pasar luego, como imagino que sabrán, a ser México, debido a que, en el trienio liberal en España, se quiso restablecer precisamente el liberalismo gaditano? Y lo que es peor: ¿serán conscientes de que si Cataluña se separa efectivamente de España, los primeros que en automático quedarían excluidos (o discriminados, como tanto les gusta decir y pregonar con ferviente sensibilidad ética) serían ellos mismos en tanto que hispanoparlantes?
La respuesta la sabemos de antemano, y es negativa en todos los casos: no, no tienen estos jóvenes idea de lo que ocurrió con la revolución española (hay quien me llegó a preguntar en una ocasión si quien invadió España en 1808 fue Napoleón III; ante mi alarmada y sorprendida respuesta en negativo, complementó su indagatoria y mi sorpresa: ¿entonces fue Napoleón II? No supe si reír o llorar.); no tienen idea de la ridiculez implícita en yuxtaponer de manera tan gratuita demandas tan disímiles como el separatismo vasco o catalán con el reclamo contra Peña Nieto; no tienen –lo sabemos con certeza plena– la más remota idea de lo que Marx y Engels escribieron sobre la revolución en España; no han leído muy seguramente nada de Marx o de Engels (buena parte de su tiempo lo ocuparán precisamente enviando mensajes a través de Twitter), y es probable que ni siquiera sepan en qué siglo vivieron, de la misma forma en que no tienen idea de quiénes fueron los españoles Mina o Riego (los restos del primero yacen en nuestra Columna de la Independencia, en la ciudad de México); no saben por qué razones se activó la revolución y, luego, la guerra de independencia no ya nada más en Nueva España sino en todos los territorios de la Monarquía hispana, la península desde luego que incluida y en primer lugar. Y no, en definitiva no son conscientes de que en el separatismo catalán o vasco o gallego, y aquí aparece una de las claves fundamentales de lo que queremos referir como el problema de Cádiz, está implícita una negación, un rechazo por todo lo americano en la medida precisa en que nuestra lengua materna es el español.
Y aquí llegamos al puto cardinal que determina el contenido y sentido de nuestra interpretación y comentario (tanto el que aquí presentamos como el de aquélla intervención en la Escuela de Oviedo), y que hace por tanto que la estupidez de algo que en realidad no merecería demasiada atención o comentario, el #YOSOY132 de Lérida, cobre una relevancia nada despreciable, a saber: la única manera, la única, de subvertir las coordenadas de reivindicación del significado histórico, ideológico y político de la Constitución de Cádiz en 1812, subversión que nos pondría en posibilidad así, y desde ahí, de defender también a la nación española hoy mismo, en 2012; la única manera de que esa reivindicación pueda ser sostenida con plena consistencia y desde su núcleo histórico fundamental, saltándonos así el problema de Franco y el franquismo (porque no sólo desde el franquismo o desde la “derecha” es dable defender a España como nación política unificada hoy en día), es haciéndolo desde América (entiéndase Hispanoamérica).
La única solución al problema de Cádiz puede y debe venir, hoy, de América, porque es sólo desde el entendimiento de la historia de América como una extensión orgánica, interna y no externa o impuesta, de la historia de España, según tesis de Fernando de los Ríos en su comentario a Torres Bodet, como nos es dable desentrañar el misterio que Marx señala, y que de hecho anuncia incluso en su primer artículo al respecto, con fecha 9 de septiembre de 1854, cuando dice que ‘España jamás ha adoptado la moderna moda francesa, tan en boga en 1848, de comenzar a llevar a cabo una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este terreno son complejos y muy prolongados’. ¿En dónde reside la clave de la complejidad referida por Marx? ¿Por qué razón era imposible hacer una revolución en tres días?
La razón es, a nuestro juicio, ésta: mientras que Francia, con Napoleón, estaba intentando configurar un Imperio como única forma posible de mantener y extender una matriz revolucionaria con sede nacional («Napoleón es el único que supo comprender la Revolución y vencerla. Por eso, por el bien común, no pudo detenerse ante la vida de un solo hombre… Napoleón es grande porque se ha puesto por encima de la Revolución; ha reprimido sus abusos, pero ha conservado todo lo bueno: la igualdad de los ciudadanos y la libertad de palabra y de la prensa. Sólo por eso ha conquistado el poder», dice Pierre Bezujov en Guerra y Paz), España llevaba ya tres siglos en construcción y mantenimiento de un imperio. Esto es un factum histórico objetivo, no es ni bueno ni malo, ni de izquierda ni de derecha: España era un imperio de la misma forma en que lo fueron, en su momento, el inca o el azteca, el romano o el macedónico, el inglés o el soviético (Los grandes problemas nacionales de Andrés Molina Enríquez es a este respecto un libro decisivo para entender con objetividad esta tesis).
En 1812, esa vastísima plataforma (‘Ninguna asamblea legislativa había reunido hasta entonces a miembros procedentes de partes tan diversas del orbe ni pretendido regir territorios tan vastos de Europa, América y Asia, con tal diversidad de razas y tal complejidad de intereses’, dice en efecto Carlos Marx) quiso ser reorganizada con arreglo a la nueva figura de la historia de la política que con la revolución francesa quedó incrustada como variable fundamental: la nación política. La magnitud de la tarea de reorganizar el Antiguo Régimen español en función de la nación política española no tenía en efecto precedente alguno en la historia. Después Bolívar y Lucas Alamán quisieron recuperar la escala problemática, pero ya sin España y teniendo a todo el continente americano en vías de su fragmentación en multiplicidad de naciones políticas y con la intervención de los imperialismos británico y norteamericano a toda máquina: el problema de Cádiz se desdobló luego, en suelo americano, en el problema de Panamá y el problema de Tacubaya. A este respecto, es decir, ante la cuestión del problema bolivariano de la unidad continental, tanto Vasconcelos como Manuel Ugarte y Jorge Abelardo Ramos son fundamentales.
Pero en todo caso, es en el problema de Cádiz donde se cifra la verdadera escala sinfónica del problema histórico universal que se tenía entre manos, y que estaba determinado, en efecto, por la dialéctica de estados imperiales, porque era la colisión con el imperio napoleónico en plena y vigorosa gestación lo que estaba dinamitando la estructura entera del imperio español, y la estructura entera de Europa.
Dice el artículo 10 de la Constitución de Cádiz de 1812 (Capítulo primero: del territorio de las Españas):
«El territorio español comprende, en la Península, con sus posesiones e islas adyacentes, Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, las islas Baleares y las Canarias, con las demás posesiones de África. En la América septentrional, Nueva España con la Nueva Galicia y península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo, y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar. En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas y las que dependen de su Gobierno.»
Aquí se cifra en efecto la verdadera magnitud del problema, y la clave de la mayor universalidad, en términos efectivos, de la constitución de Cádiz con relación a las constituciones francesa y norteamericana, y a sus declaraciones de derechos universales: en Cádiz estaban encarando problemas materialmente universales, y no solo ideales (como en el caso francés), y esto es así porque el de España era ya un imperio universal en marcha. Los restos de ese imperio lo constituyen todas las repúblicas de nuestra América. Ya es tiempo de que nos demos cuenta de que tanto las Cortes de Cádiz como todas las revoluciones hispánicas (en ambos lados del Atlántico) son de igual o incluso, en el límite, de mayor significado histórico político que las revoluciones norteamericana y francesa (y no simplemente una copia de una y otra, como suele decirse en los manuales).
Como se comenta en nuestra intervención en la Escuela de Filosofía de Oviedo, luego de un primer repliegue a través del que se intentó reorganizar todo en función de la nación española, tuvo lugar un primer dislocamiento en el que se recortaron las naciones políticas americanas que al día de hoy existen; pero el problema de la nación española se mantuvo y –ya lo vemos– se mantiene al día de hoy, siendo así que podríamos estar ante el advenimiento de un segundo dislocamiento como remate de todo el proceso histórico global multisecular, consistente en la fragmentación de España en diversidad de nuevas naciones (que es lo que se desea desde el secesionismo). Esto es lo que los americanos tenemos que impedir. Tenemos que defender, con igual vigor e interés histórico, tanto la unidad de cada una de nuestras naciones (y rechazar cualquier secesionismo étnico) como la unidad de la nación española, interpretándola en la línea del gran proyecto liberal del siglo XIX que representaron las Cortes de Cádiz. Estaríamos en necesidad de situarnos –de alguna manera– en el contexto de los tres partidos en que se dividieron las Cortes gaditanas: serviles, liberales y americanos, e intervenir, de alguna manera también, a la altura de nuestro tiempo, en el debate por la unidad de España como nación política, fruto de la segunda generación histórica de la izquierda: la liberal.
Las cosas están hoy muy confundidas. Las historiografías nacionales americanas han omitido aspectos fundamentales de la historia global, y en parte se entienden las razones para haberlo hecho. Pero a doscientos años de distancia de aquél emblemático 1812, y ante el riesgo de la balcanización de España hoy en día, los americanos tenemos mucho que decir al respecto, porque así como, en efecto, nuestra patria es América, tenemos que decir también que España es igualmente nuestra, tan nuestra como puede ser la lengua materna que hablamos cientos de millones. Defendámosla.