Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 130, diciembre 2012
  El Catoblepasnúmero 130 • diciembre 2012 • página 7
La Buhardilla

Hollywood revelado

Fernando Rodríguez Genovés

Avance editorial del primer volumen de la serie Hollywood revelado,
coordinado por Fernando R. Genovés y publicado por Ártica

Hollywood revelado

Introducción
Diez directores de Hollywood en la penumbra

Durante las primeras etapas de la historia del cine, y hasta bien avanzado el siglo XX, los directores de las películas apenas eran conocidos por el gran público. Los primitivos films llevaban la marca identificativa de la compañía que montaba el espectáculo, por entonces, poco más que el simple pasatiempo de contemplar fotografías en movimiento o «animadas», un entretenimiento equiparable a la función de teatrillo, los peepshows, el café-concierto, el espectáculo de feria. Eran los tiempos de la prehistoria del cinematógrafo, de los pioneros hermanos Lumière, Pathé Fréres, Edison & Co, ocurriesen los extraordinarios hechos en París o en Nueva York. Aun sin olvidar la notable contribución de Thomas H. Ince, en los acontecimientos aquí referidos, el cine comienza a concebirse y entenderse como tal a partir de D.W. Griffith, maestro de maestros, quien convierte un nuevo –aunque, incipiente y primitivo– artificio técnico en una naciente forma de expresión artística: el séptimo arte.

En cualquier caso, el cambio producido no deja de ser sino la transformación de lo que antaño fue un pequeño entretenimiento artesanal hasta llegar a erigirse en un gran entretenimiento artístico a escala industrial y de dimensión internacional. Bastantes analistas y críticos han cedido a la tentación de definir el cine como «arte definitivo y total» –también, «el arte del siglo XX»–, en la medida en que ha integrado en sus productos a las restantes artes, de un modo no siempre consciente y deliberado, aunque impactando, profunda y necesariamente, aquél en el posterior proceder de éstas. Piénsese, a modo de muestra, en la técnica narrativa de un buen número de novelas contemporáneas, pero asimismo en los montajes de teatro, ballet y ópera, en las exposiciones de fotografía, en las video-creaciones, etcétera. Comoquiera que fuese, la influencia de la cinematografía ha llegado, en ocasiones, a fagocitar la propia sustancia de las demás artes.

No debería advertirse incompatibilidad alguna entre ambición empresarial e impulso artístico. El cine nació como manufactura, pero a medida que fue creciendo, precisó de la producción a gran escala a fin de permitir su expansión y perfeccionamiento; hoy en día, los gigantescos emporios empresariales de la informática e internet han dado a su vez los primeros pasos en garajes caseros y pequeños trasteros. Vinieron a continuación los primeros productores independientes, con una firme voluntad innovadora y emprendedora, una fuerte ambición y amplia proyección de futuro. William Fox y Carl Laemmle abrieron la senda sobre la que evolucionaron los futuros macro-estudios cinematográficos, donde pronto reinaron los poderosos magnates de la nueva industria. Algunos de ellos eran hombres de negocios que probaban suerte en una vía de negocio todavía por explorar; otros, eran productores ejecutivos, en sentido estricto, no inversores sin más, sino verdaderos apasionados del cinematógrafo, no limitados a la labor de producir, sino también a la de realizar películas. Pensemos al respecto en Adolf Zukor, Lewis J. Selznick, Irving Thalberg (David O. Selznick, Samuel Bronston, vendrán más tarde). Buena parte de éstos, percibieron en la fábrica de construcción de vehículos el modelo a partir del cual producir películas; algunos pioneros del séptimo arte –Howard Hughes, Clarence Brown, Howard Hawks– fueron, de hecho, ingenieros antes que cineastas. Acaso, en el cine lo mismo que en las restantes industrias, fue necesario elaborar, en un primer momento, producciones en cadena, en masa, para posteriormente ir definiendo la política (policy) de selección y especialización de los productos a realizar. Esta tendencia ayudó a perfilar la marca de serie que distinguía cada estudio cinematográfico, así como la paulatina caracterización de los géneros cinematográficos y el estilo propio de cada productora, pero también de los respectivos directores.

No importa el nombre que apareciese en el lugar más destacado de las fachadas de los edificios que albergaban las salas de cine, en los títulos de crédito o en la publicidad. Los protagonistas que aparecen en la pantalla acaparan, de inmediato y sin discusión, la atención del público, a veces para sorpresa de los productores. Los actores y las actrices con mayores cualidades, y no menor fortuna, alcanzan la fama entre los espectadores, conquistan y hasta enloquecen al gentío que abarrota las salas, pasando sin interrupción ni intermedios de la inicial sorpresa y admiración a la desaforada pasión y aun a la devoción. Despuntaban en el firmamento cinematográfico las stars, algunas de las cuales, desde el primer momento, ejercen, al mismo tiempo, de productores y empresarios, participando directamente en la creación de las primeras compañías estables en la emergente industria de entretenimiento de masas. Un batallón de actores y actrices trabajaban bajo los focos, y sus rostros brillaban en la pantalla; unos como protagonistas, otros, como miembros del reparto; unos con más fulgor, otros con menos. En cualquier caso, para gran parte del público, la identidad de los mismos permanecía en la oscuridad. Los productores no permitían, en un primer momento, que el nombre de los intérpretes les quitase protagonismo y popularidad. Acaso no se les escapaba tampoco la circunstancia de que reconocerse en los grandes titulares y las luces de neón alimenta la vanidad de cualquiera. Pero, sobre todo, representa el paso previo para no ser uno más en el negocio; para ser, en definitiva, alguien susceptible de exigir más altos salarios en proporción directa a la celebridad alcanzada. La actriz Florence Lawrence fue quien consiguió quebrar la norma dominante en la época al ver aparecer su nombre en los créditos de las películas que protagonizaba.

La primera ley del show business dicta que, pase lo que pase, el espectáculo debe continuar. La segunda, que el público siempre tiene razón. La gente acudía al cine, hacía colas durante horas, para ver una película de Douglas Fairbanks, Charlie Chaplin o Mary Pickford. Más tarde, a las notoriedades citadas habría que añadir los nombres de Greta Garbo, Clark Gable, Gary Cooper, Joan Crawford, Spencer Tracy, Bette Davis o Cary Grant. Y luego, muchos más. Durante los años dorados del cine, el sentido, la jerarquía y el relieve de los participantes en las cintas, así como el estímulo que atraía a los espectadores a las salas, respondieron, por lo general, a este principal reclamo.

Entretanto, los directores permanecían en la penumbra, sin apenas brillo, realizando calladamente su trabajo tras la cámara, o dando órdenes a gritos, o sugiriendo las instrucciones al oído. Esto dependía del carácter de cada cual, pero, normalmente, vivían y trabajaban en un segundo plano, cuando no en el anonimato; tan destacados del resto del equipo de producción y rodaje como podían serlo, incluso hoy mismo, los guionistas, los decoradores, los responsables de maquillaje y vestuario. El propio crecimiento de la producción cinematográfica alteró el mencionado orden de cosas. Los originarios cortometrajes, que ocupaban no más de cuatro o cinco rollos de película, van dando paso a los mediometrajes, a cintas –una vez montadas– de una duración superior a una hora.

La labor del director se hacía, de este modo, más compleja, lo cual exigía un mayor esfuerzo y conocimiento por parte de quien se hacía cargo de la película. Por otra parte, los productores advirtieron que un buen director podía rendir más tiempo –y pasaba de moda más lentamente – que las estrellas, muchas de ellas fugaces, efímeras; algunas hasta se desvanecían en la niebla del olvido sin apenas tiempo para ser admiradas. De esta circunstancia no estuvieron exentas las figuras más queridas por el espectador, quienes, con el paso de los años, podían llegar a producir un cierto cansancio, a fuerza de verlas una y otra vez, a menudo repitiéndose en papeles muy semejantes (justamente aquellos que les habían reportado fama y gloria).

D. W. Grifftih

Corresponde igualmente a D.W. Griffith el haber dado carta de autoridad a la tarea del director. A partir de The Birth of a Nation (El nacimiento de una nación, 1915), logra que el primer intertítulo del film rece lo que sigue: «A Griffith Feature Films/Produced exclusively by David Wark Griffith». El resto de intertítulos llevan en la base las iniciales «DG». Charles Chaplin inserta tras los créditos del film A Woman in Paris (Una mujer de París, 1923) un «Aviso al público», en el que no pierde la ocasión para dejar la firma tras el mensaje: «Para evitar cualquier malentendido tengo que advertirles que yo no aparezco en esta película. Éste es el primer drama serio escrito y dirigido por mí.» O acaso resulte que la firma sea, precisamente, el mensaje. Muchos años más tarde, Orson Welles dirige (y, literalmente hablando, firma) The Magnificent Ambersons (El cuarto mandamiento, 1942). Al final del film, puede escucharse la grave y soberbia voz del director: «I wrote the script and directed it. My name is Orson Welles [He escrito el guión y lo he dirigido. Mi nombre es Orson Welles]». Entretanto, personalidades del celuloide, entre las que destacan Cecil B. DeMille, John Ford, Erich von Stroheim, Ernst Lubitsch y Frank Capra (posteriormente, habrá que añadir en la lista a Alfred Hitchcock o Stanley Kubrick, entre algunos otros más), se toman muy en serio la tarea tendente a que el espectador reconozca en el trabajo del director un mérito especial, un valor añadido, del que debe quedar constancia, bien a las claras, en letras de gran formato, desde primeras imágenes y voces del film hasta las últimas.

La situación descrita –el equilibrio de fuerzas en la escena, la pugna entre el star system, las majors y los directores, al objeto de hacerse con el liderazgo y el reconocimiento público de la autoría de la obra cinematográfica– experimenta un brusco cambio en pleno siglo XX, a partir de los años cincuenta. En el número de enero de 1954, François Truffaut escribe para la revista Cahiers du Cinéma el artículo «Une certaine tendance du cinéma français [Una cierta tendencia del cine francés]», cuyo contenido suele interpretarse como la declaración formal, el manifiesto fundacional, de la política del Auteur. La figura e identidad del director salen así a relucir, siendo elevadas hasta la cúspide. Desde una voluntad transformadora –intencionalmente, transgresora–, Truffaut proclama en el mencionado texto que la peor película de Jean Renoir tiene más interés que la mejor de Jean Delannoy. En el prólogo a su libro de memorias publicado en 1974, Renoir, tras agradecer tal mención dedicando el volumen a la Nouvelle Vague, declara: «La historia del cine, y sobre todo la del cine francés durante el último medio siglo, es la historia de la lucha contra la industria. Me siento orgulloso de haber participado en esa pugna victoriosa. Hoy día reconocemos que una película es la obra de un autor igual que lo son una novela o un cuadro.» Así pues, Renoir da por ganada la batalla. Algo que no negarán quienes están convencidos, desde entonces hasta nuestros días, de que el cine clásico –el cine tal y como fue entendido desde que vio la luz– pasó a mejor vida, a la memoria del cinéfilo. El cine ha pasado a ser, en consecuencia, otra cosa.

No quiere decirse con esto que la causa de semejante mutación derivase directamente de las intempestivas declaraciones de la nueva ola de los directores franceses, cabezas visibles de un movimiento más amplio e influyente en los medios, en las universidades y hasta en el mismo «mundo del cine». El auge de la televisión durante los años cincuenta, repentino e intratable competidor del cinematógrafo, así como la crisis financiera y creativa en el interior de los propios estudios de Hollywood, fueron, entre otras, circunstancias mucho más definitivas a la hora de explicar el ocaso del modelo clásico –industrial y glamouroso– del cine que la reacción de algunos intelectuales, por influyentes que fuesen. Aun así, la nueva filosofía, la renovadora forma de entender y hacer cine, la nueva redistribución del énfasis y las primacías, habían quedado teorizadas, sentenciadas, por la crítica, la intelligentsia y la moderna ilustración francesa, la cual, al menos desde la Revolución francesa, ha dado pruebas de gran habilidad para derribar reyes y duques (tanto da que imperasen en Versalles, París o Sunset Boulevard), sustituir los ídolos y modificar la moda y el aprecio de las gentes.

En el banquete anual del Directors Guild Of America, celebrado a principios de los años cuarenta, el cineasta Frank Capra, en calidad de presidente y maestro de ceremonias, comenzó la alocución permitiéndose hacer una broma que fue muy celebrada por el público asistente, formado casi íntegramente por… directores: «Buenas tardes. Quisiera darles la bienvenida a todos los directores presentes. Especialmente a los escritores-directores, los actores-directores, los productores-directores, los actores-escritores-directores, los escritores-productores-directores y a los simplemente directores-directores.» Los presentes apenas pudieron imaginar que la ironía capriana habría que interpretarla, con el paso de los años, como una boutade.

«El director es la estrella». He aquí el rótulo que aparece en la edición española del libro, editado en dos volúmenes en 1997, de Peter Bogdanovich, Who The Devil Made It: Conversations with Legendary Film Directors. La fórmula elegida por la versión española de la obra resulta, sin duda, mucho más comprometida con la línea de la política de autor que la original, en la cual, al menos, sigue considerando al director, además de autor, un filmmaker; esto es, un hacedor de películas. Lo mismo que en los viejos tiempos. El crítico-guionista-director norteamericano, Bogdanovich, simpatizante él mismo de la nueva ola en materia de autorías, ofrece allí sendas entrevistas a dieciséis directores que trabajaron en Hollywood: Allan Dwan, Raoul Walsh, Fritz Lang, Josef von Sternberg, Howard Hawks, Alfred Hitchcock, Leo McCarey, George Cukor, Edgar G. Ulmer, Otto Preminger, Joseph H. Lewis, Chuck Jones, Don Siegel, Frank Tashlin, Robert Aldrich y Sidney Lumet.

Ninguno de estos nombres son examinados en el libro que el lector tiene en sus manos. Y no por llevarle la contraria a Bogdanovich. Tampoco –de ninguna de las maneras– por desafecto o antipatía por los distinguidos cineastas allí señalados. De hecho, algunos de ellos han sido incluidos en los próximos volúmenes de nuestra obra. El propósito que orienta Hollywood revelado sigue un criterio propio, no necesariamente alineado –ni, por supuesto, enfrentado– a otros, hayan sido referidos o no hasta este momento; un criterio, no pretendidamente original ni pretenciosamente descubridor. Aunque sí, decididamente, revelador. Lo relevante, en cualquier caso, es informar al lector de la existencia misma de un criterio, tanto de selección de cineastas como de perspectiva de análisis.

No es nuestro propósito reivindicar ni glosar el papel del director –en general ni en particular– en la producción total de un film. Tampoco adoptar una postura unánime y hacerla pública acerca del controvertido asunto de la autoría en el cine. Ni, en fin, afiliarnos a una escuela o corriente cinematográfica concreta. Pero sí nos parece razonable dar algunas pistas que clarifiquen el significado del título y el subtítulo del ensayo.

Muchos son los directores de cine que, habiendo trabajado en Hollywood, permanecen en la penumbra; quiere decirse, sus nombres son ignorados, o apenas conocidos, por el público. Incluso por cinéfilos confesos. Sucede esto hasta en las últimas décadas, en las que el concepto de «cine de autor», conscientemente o inconscientemente, ha calado en buena parte de la afición. Para referirse a determinada película, se dice que es de Wellman, de Welles, de Wilder o de Wenders. Expresándose en tales términos, probablemente no intente uno repartir titulaciones ni ejercer de registrador de la propiedad. A menudo, se dice así… por decirlo. No resulta tampoco extraordinario ni extravagante que ordenemos nuestra propia colección de DVD y cintas de vídeo por autores, es decir, por directores. No conozco a muchos que las clasifiquen por la categoría «director de fotografía» o «montador». Aunque sí por años.

The Jazz Singer

¿Cuántos aficionados recuerdan, o saben, el nombre del director de The Jazz Singer (El cantor de jazz, 1927), película unánimemente considerada como la que certifica el paso del cine mudo/silente al sonoro/hablado en la historia del cine? No hablamos, pues, de un título cualquiera. Estaría uno tentado a apostar que no hay amante del cine que no haya visionado, al menos dos veces, títulos tan memorables y populares como Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó, 1939), The Wizard of Oz (El mago de Oz, 1939), The Adventures of Robin Hood (Robin de los bosques, 1938) o Casablanca (1942). Pero, ¿cuántos serían capaces de decir el nombre de los directores que constan en las respectivas fichas técnicas? Y conste que apuntamos hacia unos directores que han firmado más de un título célebre…

Cierto es que en no pocas ocasiones, fueron varios los realizadores que participaron en el rodaje de un film: rodando alguna secuencia concreta, especialmente cuando afectaba a un género del que no era especialista el director titular (a veces, hasta filmando alguno de los momentos más recordados o míticos de un film); ocupándose de los retakes; rodando escenas o planos alternativos a los ya disponibles. Fue ésta una práctica muy habitual durante la época dorada del cine, y algo que tal vez influyó en el quilataje de los productos realizados en aquellos años. Sólo en los libros especializados o en archivos concienzudos y cuidadosos encontramos noticia acerca de la intervención de directores renombrados en la ficha oficial de los films en calidad de «no acreditados».

No nos ocupamos en Hollywood revelado de desempolvar o poner en evidencia semejantes prácticas, de intentar descifrar lo oculto, de sacar a la superficie a los hasta ahora tapados. Tampoco nos anima la idea de rescatar del olvido a directores denominados «malditos», de redimir biofilmografías singulares de turbio pasado, de exhumar «viejas glorias», de restaurar obras bajo amenaza de ruina, de establecer un listado de personajes en busca del título de «autor» o de añadir, en fin, algún otro ed wood a la nómina de héroes perdedores y otras curiosidades. Ni los mayores estudiosos de la historia del cine están en condición de memorizar el listado completo de los directores varios que han pasado por el plató o set de rodaje de las películas que realizaron. A menos que pretendan participar en algún concurso de televisión, modalidad quiz show. De hecho, bastantes nombres casi es mejor mantenerlos en el olvido…

¿Qué Hollywood es el que deseamos revelar en esta obra? Una de las acepciones que la Real Academia Española de la Lengua Española da al término «revelar» es la siguiente: «Hacer visible la imagen impresa en la placa o película fotográfica.» Pues bien, concedemos aquí a «revelado» el sentido de «positivado». Proponemos ofrecer al lector una selección en positivo; no meramente anecdótica o caprichosa, con ánimo de epatar o impresionar a nadie. Porque lo sorprendente del caso es que ha habido directores en Hollywood que sin haber sido situados por la crítica en la primera fila, sin estar en boca de todos y en la mente de muchísimos, manteniéndose inéditos para gran parte del público, han realizado, no obstante, una obra más que notoria, notable, extensa o intensa (o todo ello al mismo tiempo) y, al menos, una obra maestra del cine. He aquí nuestro criterio. Nuestro anhelo más que descubrir, consiste, entonces, en poner en su sitio a cineastas selectos, de primera calidad, sólidos y solventes, pero que, ay, casi nadie recuerda ni habla de ellos como se merecen.

He aquí nuestra intención. He aquí, para empezar, nuestra lista de los diez elegidos. ¿Por qué diez, podría preguntarse? El diez, desde los pitagóricos griegos es tenido por un número perfecto, sagrado. Mas, con esta información, de sobras conocida, tampoco revelamos nada. Pero los nombres propios sí hablan con claridad: John Cromwell, W. S. Van Dyke, Clarence Brown, Frank Borzage, Rouben Mamoulian, Mitchell Leisen, Gordon Douglas, Robert Wise, Robert Mulligan, Arthur Penn. Diez directores magníficos, imprescindibles. No se negará que son todos los que están. Sin embargo, para algunos aficionados al cine todavía están en la penumbra… Hollywood revelado representa un esfuerzo compartido a fin de proyectar un foco de luz en aquellos escenarios que todavía permanecen a oscuras.

En este proyecto común era menester contar con colaboradores singularmente brillantes a fin de estar a la altura de la situación. Se trataba de reunir a un grupo de amantes del cine, de conocedores del medio a explorar, pero también de excelentes escritores. Y a fe que podemos felicitarnos de haberlo logrado. El lector advertirá y apreciará a continuación que este juicio no proviene del capricho ni de la afectación. Josep Carles Laínez, Hilario J. Rodríguez, Carlos Tejeda y Enrique S. Tenreiro no han compuesto meras recensiones de la vida y las películas de los directores a su cargo, sino genuinos ensayos en los que destacan con claridad y precisión el valor de la obra de unos cineastas ejemplares no suficientemente reconocidos, probando así el porqué es justo haberlos sacado a escena y situarlos en el verdadero lugar que se han ganado en la historia del cine.

No deseamos terminar ese prefacio con un fundido en negro, sino con tres palabras, clásicas y luminosas, asociadas tradicionalmente al proyecto ilusionante de ver los sueños convertidos en realidad: ¡Luces! ¡Cámara! ¡Acción!

 

El Catoblepas
© 2012 nodulo.org