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El Catoblepas, número 130, diciembre 2012
  El Catoblepasnúmero 130 • diciembre 2012 • página 8
Bicentenarios

240 pies geométricos

Iván Vélez

Sucedidos en el vacío urbano de la Plaza Mayor de San Francisco de Quito

Plaza mayor de Quito

Como el actual gobierno ecuatoriano se ha encargado de recordar mediante un ambicioso programa de fastos que conmemoran el Bicentenario de la Independencia de la República del Ecuador, la madrugada del 10 de agosto de 1809, un grupo de notables miembros de la sociedad quiteña, se reunió en el Palacio Real de Quito para redactar una Declaración que es considerada como el documento fundacional de dicha nación política{1}. A la cabeza de tan distinguido cónclave quiteño –que sucedía a la reunión celebrada un día antes en casa de Manuela Cañizares para constituir la Junta Suprema– se situaba el II Marqués de Selva Alegre, Juan Pío Montúfar y Larrea (1758-1819), quien había ostentado, entre otros, el cargo de regidor del Cabildo de Quito durante un lustro. Junto al que desde ese instante se convertiría en «Su Alteza Serenísima», estuvieron representantes de los distintos barrios de la ciudad a cuya cabeza se situaba otro aristócrata: el Marqués de Solanda, Felipe Carcelén de Guevara y Sánchez de Orellana (1756-1823), alcalde ordinario de Quito, al que hemos de sumar a José Cuero y Caicedo (1780-1851), obispo de la ciudad y vicepresidente de la Junta. La presencia de nobles en esta institución hispana –a los aludidos, hemos de sumar al Marqués de Villa Orellana y al Marqués de Miraflores– tiene un precedente inmediatamente anterior, pues en 1808 se produjo la elocuentemente denominada «Rebelión de los Marqueses», descubierta a finales de ese año. La Declaración, como es sabido, lanzó un estéril llamamiento de adhesión a Guayaquil, Cuenca, Popayán, Pasto, Barbacoa y Panamá, y se puede inscribir en un vasto conjunto de discursos y proclamas de incierto desarrollo e impacto, y ello pesar de la mitificación y relaboraciones de que, con posterioridad, han sido objeto.

No es, sin embargo, nuestro propósito reconstruir en este trabajo los complejos procesos políticos que condujeron a la construcción de la veintena de naciones soberanas hispanas que hoy existen, sino indagar en algunos aspectos previos a este período que pueden ser muy útiles, por otra parte, en la comprensión del mismo. Veamos.

De las dos reuniones, tanto de la doméstica como de la que tiene lugar en el Palacio Real, llama la atención el hecho de que en su composición se reproduce prácticamente –a excepción de los representantes de la Audiencia– la estructura de la misma Plaza Grande y aun de la propia ciudad de San Francisco de Quito. Son, por tanto, agentes internos, representantes de instituciones hispanas, quienes confeccionan una Declaración cuyo trasfondo se atiene a una ortodoxia bien conocida, la que se encuentra en la obra Francisco Suárez (1548-1617), aquella que supone la cesión divina de la soberanía a un pueblo que la otorga a un monarca que ese mes de agosto está cautivo en Bayona. El carácter urbano de la reunión resulta evidente, y el escenario es prácticamente idéntico al descrito por Jorge Juan y Antonio de Ulloa{2} seis décadas antes en su Relación Histórica del viaje a la América Meridional, hecho de orden de Su Majestad (5 tomos, Madrid, 1748):

Plaza mayor de Quito

«La Plaza principal o mayor de Quito tiene sus cuatro fachadas; hermoseadas la una con la Iglesia Mayor o Catedral; otra con el Palacio de la Audiencia; su opuesta con las Casas del Ayuntamiento; y la que lo está a la Catedral con el Palacio Episcopal. Es cuadrada y muy capaz, y en su medio la adorna una hermosa fuente. Las cuatro principales calles que atraviesan los ángulos e la Plaza son derechas, anchas y hermosas, pero apartadas de ellas tres o cuatro cuadras empieza en ellas la imperfección de subidas y bajadas. […] Además de la Plaza principal hay otras dos muy capaces y varias pequeñas, haciendo vecindad a los Conventos de Religiosos o de Monjas; hermoseadas con la arquitectura de sus frontispicios, y portadas; en los que se particulariza el de San Francisco, que siendo todo de piedra de cantería, pueden sus bien distribuidas proporciones, la hermosura de toda obra, y su invención, tener lugar entre las celebradas de Europa, haciéndose allí de mayor estimación por lo excesivo de su costo. […]
Está dividido el recinto de la Ciudad en siete parroquias que son: El Sagrario, San Sebastián, San Blas, Santa Bárbara, San Roque, San Marcos y Santa Prisca.
Los Conventos Religiosos, que hay en Quito, son de San Agustín, Santo Domingo, San Francisco, y La Merced, y además de éstos, uno de los Recoletos de San Francisco, otro de Santo Domingo y otro de la Merced. Hay un Colegio Máximo de la Compañía, dos colegios de estudios para seglares, el uno intitulado San Luis, que está a cargo de los padres de la Compañía, y el otro San Fernando al de la Religión de Santo Domingo […] los primeros, tienen la Universidad de San Gregorio. La dominicana o de Santo Tomás, tiene las cátedras de leyes, cánones y medicina. El convento de San Francisco, tiene una Casa de Estudios para los Religiosos de la Orden, con el nombre de San Buenaventura… […]
A correspondencia de los Conventos Religiosos, hay de Monjas, La Concepción, Santa Clara, Santa Catalina, y dos de Descalzas de Santa Teresa […] Así el Colegio de la Compañía, como los Conventos de Religiosas son muy capaces, de muy buena fábrica y sobresaliente riqueza, pero la fábrica de algunos no es moderna […]
Hay así mismo un Hospital, donde se curan los pobres enfermos, con división de salas para Hombres y Mujeres […] está a cargo de la Religión Hospitalaria de Nuestra Señora de Bethlem …tiene una nueva iglesia que aunque pequeña está bien adornada y primorosa […].»

La obra, al margen de su indudable interés, supuso una respuesta al libro publicado en París en el año 1745: Relación abreviada de un viaje hecho al interior de la América meridional, escrito por el francés Carlos María de la Condamine (1701-1774), cabeza visible de la expedición al subcontinente americano impulsada por Felipe V, quien exigió la presencia en la misma de Antonio de Ulloa (1716-1796) y Jorge Juan y Santacilia (1713-1795). En su libro, C. M. de la Condamine vertía duros juicios sobre los naturales de Las Indias, entre los que destacaremos esta cruda semblanza de los aborígenes: «enemigos del trabajo, indiferentes a todos los motivos de la gloria, el honor o el saber»{3}

Sea como fuere, lo cierto es que con respecto a lo visto por Jorge Juan, la Plaza Grande, que ya había sufrido los seísmos de 1755 y 1797, en las fechas de la Declaración, hubo de acometer las obras promovidas por el presidente de la Real Audiencia, Francisco Luis Héctor de Carondelet (1748–1807), quien mandó al arquitecto español peninsular, Antonio García, reedificar en 1801 el Palacio Real. Tan significativa obra, ha supuesto que hoy el inmueble sea conocido como Palacio de Carondelet, siendo la sede presidencial ecuatoriana. También a Carondelet y al arquitecto citado se debe la remodelación del acceso principal de la Catedral de Quito, un atrio en forma de templete neoclásico rematado por una cúpula. Si esto decimos de la hoy llamada Plaza de la Independencia, del resto de la ciudad podemos afirmar que mantenía sus estructuras fundamentales con las inevitables sustituciones en su edilicia civil.

Llegados a este punto, es oportuno recordar que el Imperio español se construyó mediante la unión, a veces polémica, entre el poder político y el religioso. Nos hallamos, como es sabido, en los dominios de la Monarquía Católica, cuestión que habrá de tenerse presente y que nos sirve en bandeja un modo de análisis del principal vacío urbanístico de Quito. Veamos.

Símbolo sobresaliente del catolicismo hispano, la catedral de Quito es la más antigua de las que se conservan en Sudamérica{4}, siendo sede de la diócesis quitensis fundada en 1545, tras su inicial dependencia de Sevilla y luego de Lima, cabeza del virreinato que se irá fragmentando en bloques más pequeños{5}. El obispado se funda el 8 de enero de 1545, según consta en la bula firmada por el papa Paulo III, Super Militantis Ecclessiae, siendo su primer obispo el capellán de Francisco Pizarro, García Díaz Arias, quien inicia unas obras que continuará su sucesor. Hasta mediados del siglo XVI, donde hoy se ubica la catedral de Quito estaba la iglesia de san Francisco. Es el obispo García Díaz Arias quien inicia la edificación de la Catedral, labor continuada por el arcediano Pedro Rodríguez de Aguayo, quien estableció un sistema de mingas, método laboral prehispánico que nos remite a la mita minera, en las que los indios trabajaron a cambio de sustento y que da cuenta de hasta qué punto el Imperio español mantuvo gran parte de las instituciones indígenas compatibles con su desenvolvimiento.

La Catedral cierra uno de los laterales de la Plaza, si bien no con su fachada principal, pues los desniveles del terreno originario impidieron que su plateresca portada se orientara hacia la misma. Sustituyendo en cierto modo a tal faz pétrea se sitúa el atrio y el templete citados, sobre una escalinata con apariencia de grada.

Regresemos ahora al inicio de nuestro escrito. En la famosa reunión figura José Cuero y Caicedo, ministro de la Iglesia que conecta a los hombres con ese Dios del que parte la soberanía que en tales circunstancias ha regresado al pueblo. En el proceso que ahora comienza, la presencia del componente religioso es constante, si bien las transformaciones políticas son las que más nos interesan, razón por la que deberemos ocuparnos, sobre todo, de otra institución clave: el cabildo cuyo representante más distinguido en este caso es Montúfar.

Pero antes de tratar del Cabildo, y pese a su ausencia en el proceso que andamos delimitando, diremos algo de la Real Audiencia de Quito, es decir, del tribunal de justicia de la ciudad. Es Felipe II, mediante una real cédula incorporada a la Recopilación de Leyes de Indias de 1680, quien concede la implantación en Quito de tal tribunal dependiente de la Corona. En ella se marcan los límites territoriales de la misma y los funcionarios de que se dota a tal Audiencia:

«En la Ciudad de San Francisco del Quito, en el Perú, resida otra nuestra Audiencia y Chancilleria Real, con un Presidente: quatro Oidores, que también sean Alcaldes de el Crimen: un Fiscal: un Alguazil mayor: un Teniente de Gran Chanciller, y los demás Ministros y Oficiales necesarios: y tenga por distrito la Provincia de Quito, y por la Costa ázia la parte de la Ciudad de los Reyes, hasta el Puerto de Payta, exclusivé: y por la tierra adentro, hasta Piura, Caxamarca, Chachapoyas, Moyobamba y Motilones, exclusivé, incluyendo ázia la parte susodicha los Pueblos de Jaen, Valladolid, Loja, Zamora, Cuenca, la Zarça y Guayaquil, con todos los demás Pueblos, que estuvieren en sus comarcas, y se poblaren: y ázia la parte de los Pueblos de la Canela y Quixos, tenga los dichos Pueblos, con los demás, que se descubrieren: y por la Costa, ázia Panamá, hasta el Puerto de la Buenaventura, inclusivé: y la tierra adentro á Pasto, Popayan, Cali, Buga, Chapanchica y Guarchicona: porque los demás lugares de la Governacion de Popayan, son de la Audiencia del Nuevo Reyno de Granada, con la qual, y con la Tierrafirme parte terminos por el Septentrion: y con la de los Reyes por el Mediodia, teniendo al Poniente la Mar del Sur, y al Levante Provincias aun no pacificas, ni descubiertas.»

Del texto se desprende la existencia de una fuerte centralización judicial de un vasto territorio, realizada en torno a una ciudad de referencia. Una delimitación que, por otro lado, mantenía, dentro de la región comprendida, algunas estructuras agrícolas pretéritas junto al poder de los curacas.

Momento es de ocuparnos de otro de los flancos de la plaza, el que ocupa el Cabildo, para lo cual habremos de rastrear el origen de tal institución. Cuando el 6 de diciembre de 1534, día de Pentecostés, Sebastián de Belalcázar (1480-1551), funda la ciudad de San Francisco de Quito a los pies del volcán Pichincha sobre los restos de la ciudad incendiada por Rumiñahui en diciembre de 1533, la tradición de fundación de ciudades por parte de los españoles es ya muy lejana. Una tradición que nos conduce a la Reconquista de la Península, avance y traslación de fronteras que duró ocho siglos y que produjo no sólo un particular urbanismo ligado a los procesos de repoblación –las polas, polaciones o villanuevas son muy frecuentes en la toponimia española– sino también la cristalización de un modelo político de gran importancia que tuvo en las ciudades su expresión más acabada.

En efecto, el Cabildo es una institución medieval española ligada a las villas y ciudades, que sirvió para garantizar un buen número de libertades, entre las que destacan la individual, la de propiedad, de trabajo y las relacionadas con estas{6}. Se trata, en definitiva, de una estructura política de gran potencia que contrarrestaba al poder señorial y aun al real. Su origen hemos de buscarlo en el Concilium o Concejo formado por hombres libres, expuestos a menudo a los peligros de la vida fronteriza. Este atributo, el de la libertad, propició que a los cargos se accediera mediante la elección popular, votaciones que a menudo catapultaban a los elegidos a su admisión en Cortes.

Si este es el origen, la culminación de la Reconquista y la estabilización de la Península, propiciaron la sustitución de estos cargos por personas enviadas por la Corona –adelantados, corregidores–, en detrimento de las aspiraciones hegemónicas de la nobleza. A pesar de ello, el trasfondo, digamos libertario, del municipio hispano permitió que en momentos críticos –por ejemplo ante las invasiones inglesas de plazas españolas en el Caribe– la soberanía popular volviera a aflorar sin que ello supusiera deslealtad a la Corona.

El modelo del Cabildo español se trasladó, naturalmente, a América. De este modo, en el Nuevo Mundo encontraremos regidores y alcaldes que debían elegirse anualmente, respondiendo, además, de su gestión ante el juicio de residencia. El Cabildo servirá para la distribución de tierra y la realización de infraestructuras, la recaudación de impuestos, así como para el mantenimiento del orden público y político. Es, sin duda, una herramienta fundamental para introducir policía, objetivo fundamental del Imperio español, en las nuevas y mestizas sociedades que se configuraron en América con las ciudades como principal soporte. Esta circunstancia, la de la presencia del sustrato prehispánico, se contempló en 1549, cuando una real cédula firmada por Carlos V, instituyó jueces, regidores y alguaciles en ciudades indias, cargos que recayeron, como es lógico, en los propios indios, dado el inmenso peso demográfico de estos en el Virreinato del Perú{7}. Se trata, en definitiva, de una prueba más del carácter generador –frente al proceder depredador de los imperios anglosajón y holandés– del Imperio hispano, cuyo desenvolvimiento –con errores que hubieron de ser rectificados– ya se prefigura en su plataforma insular{8}, y que, al margen de los intereses políticos, incluye objetivos adscritos a la fe. Prueba de ello es el envío de 12 niños indios a España, por orden de Hernán Cortés, con el fin de que sean instruidos en la doctrina católica y puedan difundirla a su regreso a Nueva España{9}.

La persistencia del modelo urbano hispano, civilizador en suma, explica el porqué de la reunión de tales individuos en casa de Manuela Cañizares. Quienes acuden a tal cita, destacados miembros de la sociedad quiteña, no hicieron sino ceñirse al ortograma hispano, respondiendo a la captura de la familia real de un modo parecido a como se hizo en otras partes del Imperio, y ello a pesar de que se pueda percibir, durante todo el siglo XVIII, una creciente rivalidad entre las elites criollas y peninsulares, antesala de los conflictos que se dieron entre los propios criollos una vez expulsado de América el componente español a comienzos de la siguiente centuria. De hecho, de su declaración difícilmente se pueden inferir intenciones secesionistas sino una gran lealtad al Rey.

Volvamos por última vez a la Plaza de la Independencia, a ese vacío urbano de 240 pies geométricos repleto de significados. Ajardinada desde finales del siglo XIX, está dominada por el monumento a la independencia, estatua de azarosa génesis, pues si en 1894 el gobierno de Luis Cordero (1833-1912) da comienzo al proyecto, no será hasta 1906 cuando, bajo el mandato de Eloy Alfaro (1842-1912) se culmine un proceso que desplazó a la fuente hispana ya existente.

El monumento muestra a la perfección la ideología de la época en que se levantó, haciéndolo con elocuentes símbolos: sobre cuatro columnas rematadas por capiteles corintios, una mujer representa a la libertad, a los pies de la columnata, un cóndor victorioso con un eslabón roto en su pico ve cómo el león hispano huye arrastrando sus cañones y estandartes.

Monumento a la Independencia, Quito

Más de un siglo después, la actual República de Ecuador comienza a mirar, cada vez con mayor fascinación, más allá de las llamas de Rumiñahui, buscando en el mundo prehispánico una coartada para cerrar un paréntesis abierto en el siglo XVI y cuyo cierre pueda incluir al propio Viejo Luchador. En definitiva, la nueva iconografía, la propia del indigenismo que alimenta el Mito de la Cultura, es ajena a los símbolos que porta la estatua de la independencia, razón por la cual no parece descabellado pensar que también esta figura pueda algún día desvanecerse al tiempo que lo hace una República convertida en un mosaico marcado por la Etnología.

Notas

{1} Hemos analizado los discursos de 1809 y 2009, así como otras cuestiones relacionadas con el proceso político que conduce a la construcción de la actual República del Ecuador en el artículo: «1809-2009, dos discursos quiteños», El Catoblepas, núm. 117, noviembre 2011, pág. 3; nodulo.org/ec/2011/n117p03.htm, del cual tomamos algunos datos.

{2} Estas distinguidas personalidades españolas se integraron, por expreso deseo de Felipe V, en la expedición encabezada por Carlos María de la Condamine (1701-1774). El libro referido trata de ofrecer una visión menos cruda de la América hispana de la dada por el francés en su obra Relación abreviada de un viaje hecho al interior de la América meridional (París 1745), en el cual encontramos la primera planta publicada de la ciudad de Quito.

{3} Citado por Brading, David A. en Orbe indiano. De la monarquia católica a la República criolla, 1492-1867. Ed. Fondo de Cultura Económica, México D. F., pág. 456.

{4} Véase Navascués Palacio, Pedro. Las catedrales del Nuevo Mundo, Ed. El Viso, Madrid 2000, págs. 181-186.

{5} Fragmentación que también se dio en el terreno eclesiástico, pues en 1848, Pio IX le otorga el rango de catedral metropolitana, tras la segregación de Quito, Cuenca y Guayaquil del arzobispado limeño.

{6} Véase Stoetzer, Carlos. Las raíces escolásticas de la emancipación de la América Española, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1982, pág. 17 y ss.

{7} En este sentido, disponemos de una referencia quiteña. En 1571 Salazar de Villasante habla de la fundación de reducciones en las afueras de Quito, erigidas para poblarse con indios que de este modo –y para retrospectivo disgusto de relativistas culturales–, se civilizaban.

{8} Véase su Hermes Católico, Pentalfa, Oviedo 2012.

{9} En este sentido se percibe un paralelismo con los niños vacuníferos de Balmis propagadores, en este caso, de la vacuna contra la viruela.

 

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