Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 131 • enero 2013 • página 4
Rescoldos clásicos
Investigaciones sobre los Estudios Clásicos
I
Llegamos a la cuarta conferencia de Momigliano, titulada en la edición con la que estamos trabajando como Fabio Píctor y los orígenes de la Historia Nacional (Fabius Pictor and the Origins of National History). Pero el título original de la conferencia, según precisión con la que se acota este capítulo cuarto, es el de Fabio Píctor y la introducción de la historiografía griega en Roma.
En las primeras tres conferencias Momigliano demarcó un vasto contexto histórico-político de donde surgirían las dos grandes tradiciones historiográficas griegas: la escuela herodotea y la escuela tucididea, enmarcadas en la symploké entre la historiografía persa y la judía, y entrelazada también con el desarrollo de la investigación anticuaria. Los dos títulos alternativos de esta cuarta conferencia despejan la clave de la cuestión que, nos parece, quiere aquí Momigliano señalar: el prototipo de la Historia (política) Nacional llamado a convertirse en canónico para occidente fue desarrollado, robustecido e intensificado por Roma, pero utilizando troquel griego.
Y no dejan de tener interés las posibilidades que, dice Momigliano, nos son ofrecidas al centrar la atención en las cuestiones relativas a la fase pre-griega de la escritura latina de la historia, a efectos de iluminar aspectos importantes más generales de esta por tantas razones cardinal y propiciatoria área de difusión cultural: “cómo de pronto saltó de una fase de cruda escritura analítica en latín a una más acabada escritura histórica, primero en griego (y de manera suficientemente notable) y luego en latín; y cómo creó el prototipo de la moderna historia nacional” (p. 81). Un prototipo que, con todo, sólo en la intensa dialéctica política romana (sobre todo la que se establece en el período clave de la república y el imperio como alternativas históricas de unidad política) pudo haberse desarrollado ofreciéndonos moldes que recorren los siglos con imperecedera –y peligrosa, añadiría acaso Momigliano– universalidad. Porque
«Los griegos nunca fueron capaces de producir una tradición de historia política nacional para ellos mismos, por la simple razón de que nunca lograron la unidad política. Era más fácil para ellos escribir sobre Egipto o Babilonia como entidades políticas que sobre Grecia como entidad política. Los romanos –no los griegos– transmitieron al Renacimiento la noción de historia nacional. Livio fue el maestro. Esta cuestión implica entonces un intento de clarificar qué fue lo que en la tradición romana preparó este tan importante y peligroso desarrollo, la creación de la historia nacional.» (pág. 81)
Tito Livio (59 a.C.-17 d.C.) fue en efecto modelo en donde multitud de “historias nacionales” encontraron de alguna manera inspiración en el Renacimiento: Leonardo Bruni (1369-1444) escribió la historia de Florencia; Marco Antonio Sabellico (1436-1506) y Pietro Bembo (1470-1547) la de Venecia, mientras que Giorgio Merula (1430-1494) hizo lo propio con la historia de los Visconti de Milán y Enea Silvio Piccolomini (1405-1464) con la de Bohemia; Antonio Bonfini (1434-1503) escribió la historia de Hungría y Lucio Marineo Siculo (1460-1533) la de España, así como Polidoro Virgilio (1470-1555) la de Inglaterra y Paolo Emilio (1481-1537) la de Francia.
Pero las referencias no son nunca ni lineales ni exclusivas, sino más bien circulares (y es la circularidad, como sabemos, la característica distintiva del método expositivo de Momigliano). Tito Livio era efectivamente una. La otra era Flavio Josefo (37-100 d.C.), cuyas Antigüedades judías habrían de influir en la obra de un historiador situado ya en el contexto de la historia nacional medieval como Casiodoro (c. 485-580). Y mucho era también lo que a su vez debía Josefo a Dionisio de Halicarnaso (c. 60 a.C.-c. 7 a.C.), siendo la de Josefo una presencia con implicaciones sin duda importantes, pues es a través suyo como nos es posible tener en mente la otra gran línea de tradición en el proceso de configuración de la historia nacional tanto renacentista como medieval: la de la historia sacra, que incluía, en efecto, a
«la Biblia, Josefo, la Historia Eclesiástica de Eusebio, la cronología cristiana, y la vida de los santos. Ni Casiodoro, que era romano, ni su epítome Jordanes, que era probablemente godo, fueron nunca tentados a tratar a los godos como una nación religiosamente elegida: los dos eran católicos, mientras que la mayoría de los godos eran herejes. Pero es un hecho perfectamente reconocido que, de diferentes maneras, Gregorio de Tours, Isidoro y Beda introducen elementos de la historia eclesiástica en sus trabajos.» (pág. 84)
Pero, en todo caso, el hecho a destacar es de carácter un tanto paradójico, porque de lo que estamos hablando es de la introducción de la historiografía griega en el proceso de configuración de la historia nacional en Roma, cuando en realidad podríamos decir, según lo hasta ahora expuesto, que, en efecto, la griega era una historiografía no nacional:
«Vemos a los historiadores de la antigüedad tardía mirar a los historiadores de Roma, a los historiadores de la Iglesia, y a los historiadores de las naciones orientales –especialmente a los judíos– a efectos de construir sus historias nacionales. No los vemos mirar a los historiadores de Grecia. [Y] como es evidente en mi planteamiento, por historiadores de Grecia quiero decir precisamente historiadores de Grecia, no historiadores escribiendo en griego sobre otras naciones.» (p. 85)
¿Cómo se dio entonces ese proceso de peculiar y sin duda fecunda síntesis entre la historiografía griega, caracterizada fundamentalmente por el sometimiento de un material determinado a un proceso de estricta elucidación racional, y la tradición nacional, no siempre ni necesariamente elucidada por vía filosófico-racional sino por vía poética o mítica? La clave está, nos parece, en el señalamiento que a continuación hace Momigliano en el tenor siguiente:
«Los historiadores griegos practicaron la historia nacional pura en la medida en que escribieron sobre naciones bárbaras o animaron a bárbaros a escribir sobre sí mismos –bien sea en griego o en sus respectivas lenguas nativas. Si quisiéramos seguir a detalle la formación del estudio de la historia nacional en el mundo greco-romano, tendríamos que examinar toda la existencia de fragmentos de lo que era la vasta literatura etnográfica de los griegos. Pero es evidente que los griegos produjeron sus resultados más espectaculares en materia de historia nacional cuando persuadieron a los romanos de un lado y a los judíos y cristianos por el otro a escribir sus historias en función de modelos al menos parcialmente griegos. Los cristianos eran una nación peculiar, pero indudablemente una nación. No es accidente, entonces, que las historias nacionales de la antigüedad tardía tomaran sus referencias de las historiografías romana y judeo-cristiana. La primera tenía el respaldo del prestigio político de Roma, la segunda correspondía a la situación religiosa del momento. Y ambas, habría que añadir, fueron el resultado del encuentro entre el pensamiento histórico griego con fuertes tradiciones nacionales.» (pág. 87)
Quinto Fabio Píctor (c. 254 a.C.) es la figura en la que en Roma hubo de materializarse ese encuentro de un modo tan consistente e imperecedero, que a su luz Momigliano se aventura a afirmar que el hecho de que leamos u ocasionalmente escribamos historia es un hábito que debemos “a un romano que decidió escribir historia a la manera griega entre alrededor de 215 y 200 a.C. ” El contexto de su empeño llamado a ser histórico fue el de la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.C.).
II
En el despliegue ya de una matriz de naturaleza generadora llamada a transformar para siempre y por entero el mapa político (geopolítico) del Mediterráneo, la República romana había iniciado algunas dislocaciones y emplazamientos militares en la región balcánica incluso antes de su enfrentamiento con Aníbal. El reino de Macedonia, al norte de Grecia, era el núcleo político militar en donde se desplegaban las operaciones. En 168 a.C., Roma decretó la abolición de la monarquía, dividió Macedonia en cuatro repúblicas sometidas a sus designios para pasar posteriormente, en el 148 y en la plena consagración de sus “severas atenciones”, de potencia pacificadora a estructura formal y territorial de gobierno (configuración, en efecto, de la pax romana). Estaba en marcha el proceso mediante el cual parcela tras parcela del territorio de lo que después vendría a ser Europa quedaban incorporadas orgánicamente a una matriz de radio de alcance universal, haciendo que en el futuro, como dijera Chesterton respecto de Inglaterra, las cosas estarían dispuestas de tal forma que, al pararse a mirar, en cualquier capital europea, algún “resto de Roma”, lo que se tendría que apreciar no es la manera en que esa capital o ciudad en cuestión logró “conservar” esos restos romanos, sino el arco histórico universal a cuya sombra es más bien esa ciudad, esa capital, Europa y el Oriente Medio mismos los que deben ser apreciados, precisamente, como “restos romanos”:
«Igual que en Italia, donde las carreteras cruzaban el paisaje formando una intricada red, las proezas de ingeniería pusieron el sello final a lo que había empezado las conquistas militares. Se construyó la vía Ignacia, una imponente cicatriz de piedra y grava, tallada a través de los agrestes parajes de los Balcanes. Esta vía rápida, que unía el Adriático con el Egeo, fue el yugo que ató definitivamente Grecia a Roma. Y abrió un camino que conducía a horizontes todavía más exóticos, aquellos que se extendían más allá del azul mar Egeo, donde ciudades relucientes de oro y mármol, repletas de obras de arte y con una gastronomía decadente, tentaban a la República para que les dedicara sus severas atenciones. Ya en el año 190, un ejército romano se había adentrado en Asia, había pulverizado la máquina bélica de un déspota local y le había humillado ante los ojos de todo Oriente Próximo. Tanto Siria como Egipto, las dos superpotencias locales, se tragaron rápidamente su orgullo y aprendieron a tolerar las intromisiones de los embajadores romanos, postrándose ante el nuevo poder y reconociendo la hegemonía de la República. El gobierno formal de Roma todavía era limitado, pues no abarcaba oficialmente más allá de Macedonia, Sicilia y partes de España, pero su alcance hacía la década del 140 a.C. se extendía a tierras extrañas de las que pocos en Roma habían oído hablar. La magnitud y la velocidad del aumento del poder de la República fue tan sorprendente que nadie, y menos los propios romanos, podía creerlo.» (Tom Holland, Rubicón. Auge y caída de la República romana, Planeta, España 2007, págs. 37 y 38.)
La clave era y es, para los efectos de nuestro interés, el proceso de inteligibilidad de toda esta dialéctica política que se abría paso con severidad imbatible. En el nivel de las emociones confusas, nos dice Momigliano, de las ceremonias supersticiosas y crueles, y de las batallas, en medio de la búsqueda vaga (poética, mítica, filosófica, ¿histórico-nacional?) por apresar las claves de configuración de una magnitud política universal nueva y desbordante, “los romanos estaban confirmando su pasado troyano y sus conexiones griegas” (p. 90). Y fue entonces la de Fabio Píctor la figura que hubo de recortarse y destacarse para trazar a partir suyo un derrotero nuevo. No era el único en sus empeños, pero las coordenadas que estableció para emprender la faena sí lo fueron:
«Pero Fabio no se mantuvo en el nivel de sus contemporáneos. En vez de reaccionar simplemente hacia el pasado en términos de ceremonias religiosas, trató de explorarlo. En vez de simplemente consultar al dios de Delfos, construyó un cuadro de la religión romana en su evolución. La veneración supersticiosa del pasado fue transformada por él en una necesidad de conocimiento. Al direccionar las emociones contemporáneas dentro del canal de la investigación histórica, se convirtió en el primer historiador de Roma. Transformó lo que pudo haber sido uno de los innumerables episodios de la credulidad humana en un logro intelectual.» (pág. 90)
Y quien, a ojos de Momigliano, dentro de sus contemporáneos descuella como contrapunto de Píctor fue Gnaeus Naevio (ca. 270-201 a.C.), poeta y dramático un poco mayor que Fabio que había peleado incluso en la Primera Guerra Púnica, y que hubo de escribir luego un poema histórico sobre ella. Los dos intentan reconstruir o reorganizar un material determinado, el del acaecer político y militar romano en su disposición del pasado hacia su presente, para hacerlo inteligible. Los dos escribieron, en definitiva, sobre los orígenes de Roma y sobre su contemporaneidad. Pero la ruta que los diferencia es fundamental, y en ella reside la “conexión griega”:
«Naevio, sin embargo, al elegir escribir un poema en vez de una historia, no sometió el pasado romano al proceso de elucidación racional en el interés de la verdad que es característico de la historiografía griega. Tanto Naevio como Fabio trataron de dar a los romanos una imagen de su propio pasado, pero Fabio fue el único que construyó tal imagen con arreglo a los principios de los métodos historiográficos griegos.» (pág. 91.)
Y es de hecho significativo que Fabio escribió en griego mientras que Naevio lo hizo en latín. Los antecedentes o fuentes historiográficas previas a los tiempos de Fabio, que eran escritas en latín, fueron muy seguramente desestimados por él. La lectura de fuentes griegas representaba un nuevo enfoque, un nuevo tipo de historiografía que, además, había influido en otras naciones para que se escribiera historia en griego y al estilo griego. La helenización del mundo trajo como consecuencia que otras naciones repensaran su realidad y su historia desde categorías griegas: Maneto, por ejemplo, escribió la historia egipcia en griego, lo mismo que Berossus hizo con respecto a la de Babilonia. Los judíos, por su parte, prepararon una traducción al griego de la Biblia.
Pero Momigliano añade una razón más por la cual fue el griego la lengua elegida por Fabio Píctor para escribir historia romana, a saber, que era sólo en esa lengua como era posible encontrar cierta información sobre Roma: era el caso de la obra de Timeo de Tauromenio (c. 350-c. 260 a.C.), historiador griego que durante el siglo tres se convirtió en una de las principales fuentes de información sobre el hasta entonces conocido mundo occidental, con especial interés por la información de Roma.
«Incluso los exiguos fragmentos de los anales de Fabio muestran su deuda con Timeo. El interés por las costumbres nacionales, por las ceremonias religiosas, por los detalles pintorescos y anecdóticos, todo ello es evidente en Fabio de la misma forma en que lo es en Timeo. Sus fechas griegas están en años olímpicos, como podríamos esperar de un admirador suyo. El lado cultural de los anales de Fabio es impensable sin su ejemplo. La larga descripción de los ludi magni, el fragmento de la historia del alfabeto, las notas sobre la integridad de los magistrados romanos y sobre la severidad de los “mores” romanos, nos recuerdan todos ellos a Timeo. Él dio a Fabio el gusto por el alegre matiz en la frase, por la anécdota significativa, por el detalle anticuario, e incluso también por los elementos autobiográficos.» (pág. 101.)
III
Sin que pueda considerarse en realidad que Quinto Fabio Píctor sencillamente haya capitulado a la influencia griega, pues de alguna manera intentó compaginar o conjugar ambos dominios –el material y la tradición romanos y la técnica griega–, lo cierto es que con su obra pudo establecerse un nuevo canon para la interpretación, la investigación y la escritura de la historia: al servirse de los historiadores griegos para, como dice Momigliano, “poner orden en la tradición romana”, estaba abriéndole paso a una nueva era. Poco tiempo después Catón, en su severo celo por el resguardo de la tradición, pudo demostrar que era también posible utilizar con solvencia y soberanía el latín para escribir historia al modo griego: sus Origines fueron, en efecto, latinos en su lenguaje y griegos en su espíritu.
Con todo, Momigliano no deja de señalar que la impronta de Fabio Píctor tuvo consecuencias tanto negativas como positivas. En el caso de las últimas, el hecho de haber dejado a disposición del orbe latino las fuentes y las tradiciones historiográficas griegas se destaca de manera evidente como un avance significativo:
«El juicio político, la crítica de las fuentes, los dispositivos estilísticos de los historiadores romanos fueron permanentemente afectados por los modelos griegos. Salustio miró hacia Tucídides, Livio explotó a Polibio, Varrón aprovechó al máximo los anticuarios griegos. Los romanos fueron compelidos por el ejemplo griego para probar su historia desde varios ángulos –el político, el biográfico, el erudito.» (pág. 106.)
Por cuanto a las consecuencias negativas, Momigliano señala dos. En primer lugar, se aprecia el arrastre de un error o incapacidad crítica que, a su juicio, hubo tanto en historiadores griegos como, por derivación, romanos. El matiz es interesante, pues lo que nos dice Momigliano es que tanto los unos como los otros desarrollaron una alta capacidad, o bien para recoger y criticar tradiciones míticas, o bien para observar y reportar sobre los acontecimientos presentes, es decir, para, digamos, hacer historia contemporánea. Pero o bien hacían una cosa, o bien la otra: ni unos ni otros desarrollaron el dispositivo crítico de “examinar el pasado histórico” como opuesto al pasado mítico, entendiendo tal examen como el estudio sistemático (y no ocasional) de las evidencias primarias. Podían coleccionar y criticar reportes de historiadores precedentes, pero su estudio de una más remota historia nunca tuvo el valor y la coherencia de su estudio de eventos contemporáneos.
«Historiadores medievales y modernos hasta el siglo dieciocho y en muchos casos hasta el diecinueve trabajaron bajo las mismas limitaciones debido a que heredaron los métodos de la historiografía romana. Maquiavelo, Giucciardini, Commynes y sus seguidores fueron historiadores de su propio tiempo.» (págs. 106-107.)
En segundo lugar, Momigliano repara también en un detalle interesante que computa del lado negativo en el balance general de ese proceso de introducción de la historiografía griega en Roma, a saber: que la historiografía romana nunca reaccionó –nos dice– de manera “espontánea” hacia su propio pasado. Y esto era así porque la preocupación fundamental se centraba sobre todo en poner el ojo en dirección a Grecia. El interés de los historiadores romanos no estaba orientado tanto al contraste con sus propios antecesores, también romanos, sino al contraste con sus antecesores –su modelo– griegos. Era casi una obsesión, nos dice Momigliano: para Cicerón sólo los griegos fueron capaces de escribir historia, mientras que para Quintiliano en Salustio no se encuentra otra cosa que traducciones del griego. Y lo mismo ocurría con Livio, quien tuvo siempre en mente la Guerra del Peloponeso de Tucídides al escribir su historia de la Segunda Guerra Púnica.
Fue una obsesión que recorrió los siglos, y que fue evidente en el Renacimiento. Y acaso haya sido solamente hasta el siglo dieciocho, si no es que hasta el diecinueve, cuando según Momigliano la historiografía europea comenzó a darse cuenta de que no era obligatoria la comparación o con los modelos griegos o los latinos. En todo caso,
«No debemos culpar a Fabio Píctor si en su lucha contra la superstición y el tradicionalismo haya tenido que apoyarse en los griegos para desacreditar a los pontífices romanos. El clasicismo nunca es tan peligroso como el tradicionalismo. Y aún más, el resultado de los esfuerzos de Fabio fue quizá más original de lo que él pudo haber esperado o intentado. Los anales que produjo inauguraron un nuevo tipo de historia nacional, menos anticuaria que las crónicas locales de los estados griegos, más preocupada por la continuidad de las instituciones políticas que muchas de las historias generales griegas que conocemos.» (pág. 108.)
En definitiva, Quinto Fabio Píctor debe ser tenido como inventor indiscutible de la historia nacional para el occidente latino, y es la latinidad la plataforma que ofrece una perspectiva global y totalizadora para entender los rasgos y las claves más importantes de una trayectoria de continuidad que, por lo menos en los trece siglos que median entre Virgilio y Dante, tuvo al Latín, y no al Griego, como la lengua universal (cuando aparece la Gramática castellana de Nebrija, en 1492, se configuraba un nuevo orbe universal: el hispánico).
La relevancia de esa invención de Píctor puede entonces incluso tener, según el profesor Arnaldo Momigliano, un recorrido que llega hasta el mundo moderno y contemporáneo, es decir, hasta la era de los nacionalismos tal como los entendemos hoy en día. El germen de la idea de “consciencia nacional” moderna pude acaso encontrar en Fabio Píctor su antecedente fundamental.
Y para la confirmación de tesis semejante, basta con mirar el caso de Cornelio Tácito, que es a lo que Momigliano dedica su quinta Conferencia Sather sobre los Fundamentos Clásicos de la Historiografía Moderna. A ella dedicaremos nuestra próxima entrega.