Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 131 • enero 2013 • página 11
Los interesados en la historia de las ideas psiquiátricas y psicológicas están de enhorabuena. Dos libros sustanciosos{1} han venido a sumarse al ya abigarrado estante que cobija las obras que han estudiado con mayor o menor profundidad una de las corrientes más influyentes: el psicoanálisis. No obstante, el lector se encuentra con dos libros de calado muy distinto. Ambos comparten ciertas coordenadas de partida (un punto de vista antropológico o filosófico), pero analizan el psicoanálisis y los trabajos de su padre fundador, Sigmund Freud, de dos maneras por completo diferentes. Y, sin embargo, complementarias (como tendremos ocasión de explicar).
Pero vayamos por partes. El libro de Onfray ha generado, desde su lanzamiento en Francia en 2010, una intensa polémica. Bernard-Henry Lévy, por ejemplo, lo ha tachado de banal, reduccionista, pueril, pedante, ridículo y, por último, lamentable.{2} A lo largo de sus más de quinientas páginas, el libro trata de deconstruir a Freud, como ya hiciera el autor con la figura de Jesús en Tratado de Ateología o con la historia del pensamiento en los sucesivos volúmenes de su Contrahistoria de la Filosofía. De hecho, el filósofo francés toma este lema para escribir su libro: «Sus discípulos se prosternan desde hace un siglo frente al mismo tótem convertido en tabú. Ahora bien, no es misión del filósofo arrodillarse ante los tótems» (p. 375).
Michel Onfray sostiene que el psicoanálisis freudiano reniega de la filosofía, pero es en sí mismo una filosofía y sólo eso. En ningún caso, una ciencia. Pese al deseo personal de Freud, su nombre no debería consignarse a continuación de los de Copérnico y Darwin.
Tomando como motto una cita de Nietzsche en que éste ataca a los filósofos por su falta de sinceridad, por hacer pasar sus prejuicios y deseos por verdades, Onfray se propone realizar una psicografía del padre del psicoanálisis, mostrando cómo esta disciplina no es una ciencia sino una autobiografía en clave filosófica. Freud formuló su hipótesis del inconsciente en una inmersión de lecturas decimonónicas (Schopenhauer, Nietzsche{3}), de modo que no fue un descubrimiento científico fruto de la observación clínica (incluyendo aquí el autoanálisis) sino más bien el producto de una psicología autoimpuesta.
A lo largo de varios capítulos, Onfray se detiene en detallar cómo las vivencias biográficas de Freud determinaron la evolución de sus ideas. Asistimos al nacimiento de Freud, hijo de una madre joven y un padre anciano. A su crianza, envuelto en una familia en que, como consecuencia de los múltiples casamientos del padre, conviven varias generaciones bajo un mismo techo, y donde el hermano bien podría ser por edad el padre. A su noviazgo y matrimonio, con una esposa sexualmente intocable. A su adulterio constante con la cuñada. A su paternidad, con una hija, Anna, anoréxica, condenada desde pequeña a acudir a las reuniones psicoanalíticas y escuchar la «pornografía» –como decía la madre– que allí se comenta, y a quien el padre psicoanaliza para comprender su falta de vida sexual y por qué se masturba frenéticamente pensando en él. Y, finalmente, a su muerte, como consecuencia del cáncer de mandíbula, cuyo hedor provocaba que los perros huyeran de él.
Frente a los hagiógrafos (en concreto, E. Jones), Onfray pretende mostrar el papel que la vida y la sexualidad de Freud jugó en la elaboración de su doctrina. Y no necesariamente en el sentido que el propio Freud creyó muchas veces discernir al explicar por escrito sus «autoanálisis». Desde el sueño como vía de acceso al inconsciente, las fases o estadios (oral, anal, genital) del desarrollo sexual, el complejo de Edipo, la tríada yo/ello/super-yo hasta la psicopatología de la vida cotidiana (los actos fallidos y los lapsus linguae como expresión de represiones subyacentes) y el psicoanálisis de la cultura (la religión como neurosis y Dios como Padre infinito), toda la tópica freudiana estaría mediatizada por las vivencias del hombre. Por ejemplo: el núcleo de la teoría, el complejo de Edipo, no sería –a juicio de Onfray– universal, sino el deseo infantil de una persona, del propio Freud. En efecto, según le confesó en una carta a su íntimo amigo W. Fliess, Freud tuvo de pequeño un sueño libidinal con su matrem nudam. Y este sueño sería, por tanto, el «cumplimiento (disfrazado) de un deseo (sofocado, reprimido)», por citar la célebre definición dada en 1900 en La interpretación de los sueños. Onfray aporta, además, diversos testimonios de cómo Freud prohibió expresamente a sus discípulos psicoanalizarle. En especial, a Jung, a quien, durante su viaje a Norteamérica como portadores de la «peste» –del psicoanálisis, según bromeaba el maestro–, dirigió más de una mirada glacial cuando trató de hacerlo.
Pero, aún más, el psicoanálisis no sólo sería una teoría fantasiosa, poco o nada científica, sino una terapia ineficaz, que no cura, en que el efecto placebo y el pensamiento mágico comparten protagonismo. Para Onfray, la terapia analítica consiste en un revoltijo metodológico en que se conjugan la hipnosis, la asociación libre, la curación por la palabra en el diván, la cocaína como sustitutivo de la morfina y las sondas de agua helada como remedio contra el onanismo… Es más, esta impresión queda corroborada si se repasan los cinco casos emblemáticos del psicoanálisis: Dora la histérica, el pequeño Hans fóbico, el Hombre de las Ratas neurótico obsesivo, el Presidente paranoico y el Hombre de los Lobos neurótico infantil. Onfray sustenta que se trató de cinco curaciones sobre el papel, en que la logomaquia del curandero de Viena no logró ni una curación definitiva. El psicoanálisis sólo curaba, dinero mediante, a las personas sanas.
Lo peor, añade Onfray, es el dilema epistemológico al que conduce la terapia psicoanalítica: o uno confiesa y confirma la verdad (fue seducido/corrompido sexualmente en la infancia), o niega y confirma la teoría aún más y mejor, porque de ese modo manifiesta el poder de la represión. El ejemplo clásico de este dilema es –apunta Onfray– el caso de la paciente histérica cuyos eccemas bucales Freud achacaba a una agresión sexual paterna sufrida de niña y posteriormente olvidada (tanto por la hija como, atención, por el padre). La teoría psicoanalítica no es –por decirlo con Karl Popper– falsable y, por tanto, científica.
Onfray critica con dureza a Freud por darle sistemáticamente la espalda al cuerpo y preferir trabajar sobre un inconsciente nouménico (algo que lo acerca a los grandes filósofos idealistas alemanes). Así, Freud diagnostica una histeria sexual a una mujer con un intenso dolor abdominal. En compañía de W. Fliess, Freud decide operarle la nariz, dado que la nariz está simbólicamente conectada con el sexo en el psicoanálisis. En la operación Freud y su amigo se dejan olvidada una gasa dentro de la nariz de la paciente. Como consecuencia, la mujer queda desfigurada de por vida, y los dolores abdominales persisten. Sólo un par de años después, otro doctor encontraría que los dolores estaban causados por un mioma.
La taumaturgia psicoanalítica participa, pues, del pensamiento mágico: el psicoanalista sustituye las leyes naturales por leyes psicológicas (por ejemplo: cigarro = falo, fumar = masturbarse), que dependen de la interpretación particular del psicoanalista de turno. Se trata, por tanto, de una disciplina que no cierra, en que no puede haber consenso dada la multiplicidad de lecturas siempre posibles. Freud inventa un reino de causalidades mágicas a la medida de su pansexualismo. De hecho, señala Onfray, Freud creyó siempre en la numerología, la telepatía y el espiritismo. Fue, sostiene, un gran crítico de las grandes religiones, pero no un ilustrado o un racionalista: pese a la extendida creencia, «fue indiscutiblemente el más antimaterialista de los filósofos del siglo XX» (p. 309). Y, sin embargo, en una de sus últimas obras, Esquema del psicoanálisis, el anciano Freud se aproximó al materialismo y a la psiquiatría médica tal y como hoy la conocemos, al reconocer que, lejos de ser una panacea, el psicoanálisis no siempre triunfaba, pero que era una técnica abierta, aunque limitada, por lo menos hasta que se encontrara otro medio para tratar las neurosis: «Quizás el futuro, nos enseñe a influir en forma directa, por medio de sustancias químicas específicas, sobre los volúmenes de energía y sus distribuciones dentro del aparato anímico».
Los últimos capítulos del libro de Onfray cuestionan otros extendidos tópicos sobre el creador del psicoanálisis. El psicoanálisis no sería liberal, sino conservador: Freud dedicó a Mussolini un saludo respetuoso en un libro que le regaló, vio con complacencia cómo el psicoanálisis se instalaba en el Instituto Göering del III Reich Nazi, criticó mucho al bolchevismo pero nunca al capitalismo o al fascismo… Y, además, Freud tampoco fue un progresista, lo que Onfray argumenta recordando la concepción que el psicoanálisis tiene de la mujer (la envidia de pene) y de la homosexualidad (la sexualidad incompleta anal). Es más, todo el psicoanálisis arrastra, a entender de Onfray, una ontología pesimista, en que la dicha no es posible y la satisfacción de los instintos desemboca a la larga en la neurosis o, peor, en la psicosis. Siempre hay que esperar lo peor, afirmaba el maestro, pese a que el freudomarxismo del 68 de Marcuse y Fromm le lavara la cara.
Y, sin embargo, el freudismo fue y es una ilusión dialéctica con éxito. Las razones de este éxito las busca Onfray justo al final del libro. En primer lugar, anota, Freud tiene en su haber –otra cosa es en su debe– el haber sacado a la luz el papel de la sexualidad y de la propia biografía en la neurosis. Y, en segundo lugar, Onfray argumenta –lo que le conecta con el segundo libro que queremos comentar, el de Fuentes– que Freud creó una institución a la manera de la Iglesia Católica (los «apóstoles» portaban un anillo rosado), con un sacramento –el análisis– parecido a la confesión auricular (Onfray y Fuentes comparten metáfora), una metafísica de sustitución en un mundo sin metafísica, una soteriología… e, incluso, una serie de herejías (Jung, Adler, Reich) (p. 445).
Es en este preciso punto cuando el lector debería arrancar la lectura del segundo libro, el escrito por Juan B. Fuentes. El libro de Onfray analiza el psicoanálisis desde una perspectiva subjetiva: el psicoanálisis como filosofía vivida por el hombre Sigmund Freud. Pero esta perspectiva no agota el análisis. Resta analizarlo desde una perspectiva objetiva: el psicoanálisis como institución social. Ambos autores comparten el punto de vista filosófico y, según confiesan, «materialista», pero sólo el segundo de ellos, Fuentes, aborda este último estudio, completando de ese modo el libro del primero.
Fuentes, profesor de psicología y antropología en la Universidad Complutense de Madrid, aspira a una crítica demoledora del psicoanálisis como institución que ha incidido en el estado de desmoralización de determinados individuos desarraigados de su vida comunitaria y familiar, eximiéndoles de toda responsabilidad moral respecto de sus vidas, como consecuencia de la impostura de fingir incluso ante sí mismos una concepción radicalmente quebrada de su vida. Su biografía fracasada y desmoronada sería el resultado de una vida inconsciente incontrolable.
El libro de Fuentes arranca justo donde termina el de Onfray, asimilando el freudismo como institución con la Iglesia, el diván con la confesión. La terapéutica basada en la hipnosis y en su destilación más depurada, la asociación libre, evocaría la confesión de supuestos sucesos biográficos reprimidos a causa de la neurosis: ciertos abusos sexuales sufridos en la infancia (la escena de la seducción). Pero de lo que Freud se iría dando cuenta –argumenta Fuentes– es de que lo que menos importa es que estos casos de abuso sean reales. Conforme aumentaba el volumen de sus pacientes, difícilmente podían haber sufrido todos abusos sexuales. De aquí el paso a un complejo de Edipo puramente mítico.
La interpretación experta que el terapeuta sugiere (léase mejor sugestiona o persuade) ante el paciente, que consiente estas imaginaciones desiderativas, esbozaría ese secreto que no puede ser desvelado: la escena de la seducción, el complejo de Edipo. Al igual que Onfray, Fuentes critica la performatividad del psicoanalista: su interpretación es la verdadera simplemente porque él así lo intuye (y esto explica la lectura siempre elusiva y ambigua de los textos clínicos de Freud). Pero lo que carece de realidad es el presunto saber experto del experto. Ambos, analista y paciente, admiten participar en un juego con mala fe compartida, inventándose una ficción biográfica que quiebra aún más la ya quebrada vida del paciente.
Pero no deberíamos perder de vista el artículo «Psicoanalistas y epicúreos. Ensayo de introducción del concepto antropológico de heterías soteriológicas», publicado por el filósofo Gustavo Bueno en 1982.{4} Ni en el texto ni en la bibliografía Fuentes lo cita, pese a que en la solapa del libro el propio Fuentes se declara influido por la filosofía de Gustavo Bueno. De este polémico ensayo se hizo eco en su momento el diario El País,{5} señalando que se ponía en entredicho la eficacia curativa del psicoanálisis y, en todo caso, se situaba, no tanto en su condición de medicina del alma, cuanto en la inclusión del individuo flotante (el paciente neurótico) en el seno de una comunidad (la cofradía de los psicoanalistas). No deberíamos, empero, perder de vista este ensayo, pues en él se encuentra el germen del análisis de Fuentes del psicoanálisis como institución en que se encontrarían incardinadas una doctrina teórica y una práctica terapéutica pretendidamente científicas.
Para Bueno, la doctrina psicoanalítica sería una teoría que, utilizando los modos estilísticos del razonamiento científico, sería racional, pero no científica. En el diván, a la manera que los astrólogos trazaban un horóscopo a partir de la fecha de nacimiento del individuo, los psicoanalistas construirían un horóscopo psicológico a partir de los acontecimientos biográficos del individuo en su infancia, con especial atención a los de contenido sexual. A partir de este supuesto, el núcleo del artículo de Bueno consistía en buscar una respuesta a la pregunta: ¿por qué el psicoanálisis alcanza (se supone) una cierta eficacia terapéutica si se trata en esencia de una suerte de mitología? La respuesta que Bueno ofrecía no era psicológica sino antropológica, conductual. El psicoanálisis como institución social conforma –como dirían los antiguos– una hetería, es decir, una especie de asociación semisecreta de signo soteriológico, es decir, afectando a la salvación o liberación del individuo. Por supuesto, esta nueva hetería soteriológica estaría enraizada en las circunstancias específicas del siglo XX que posibilitaron la formación de masas de individuos flotantes, cuyos planes y programas no encajaban con los vigentes, bien porque les fueran contrarios, bien porque se les resistieran, determinando conductas sin destino ni rumbo fijo (el señorito burgués, el consumidor insatisfecho, la esposa puritana, el obrero en paro, etc.). Este carácter asemejaba –a juicio de Bueno– el psicoanálisis al epicureísmo del Jardín, como formas de salvación alternativas a la Iglesia y al Estado. De hecho, según comentaba Bueno, el propio Lenin calificaba la teoría de Freud como «una necedad que está de moda y prolifera en el estercolero de la sociedad burguesa»; pues mientras que el psicoanálisis medró en EEUU, siempre tuvo problemas para arraigar en la URSS, donde la salvación del individuo no quedaba al albur de su libertad sino bajo la presión del Estado.
En conexión con esto último, Fuentes rastrea el contexto histórico y social como caldo de cultivo de la institución psicoanalítica. Y encuentra que la modernidad rompe con la vida comunitaria de raigambre cristiana, como consecuencia de la abstracción descarnada de las nuevas relaciones económico-técnicas, llevadas a su máxima expresión en el frío capitalismo pero también en el gélido socialismo comunista (por decirlo con Nietzsche: o comerciantes o funcionarios). El desprendimiento de la sexualidad de su matriz familiar condujo al adulterio cosmopolita de las clases altas en las grandes ciudades europeas como Viena.
La supervivencia hoy día del psicoanálisis se explicaría, según Fuentes, por la transformación de las masas: de un ganado esquilmado en establos físicamente miserables (las fábricas) se ha pasado a un ganado cebado en establos físicamente exuberantes (el «establo» del bienestar de los consumidores satisfechos). En el mercado de las psicoterapias, concluye Fuentes, las clases medias adineradas afectadas de un cierto toque de distinción cultural preferirán sin duda lo que el psicoanálisis aún puede ofrecerles, mientras que las clases masivas se decantarán por otras terapias alternativas más sencillas y supuestamente más científicas.
A modo de resumen del contenido de ambos libros, podemos terminar este ensayo-reseña con la cita de G. K. Chesterton que recoge Fuentes al comienzo de su libro: «Los ignorantes pronuncian ‘Frud’, para ponerle peros o aplaudirle. Los bien informados pronuncian ‘Froid’ y yo sin embargo pronuncio ‘Fraude’».
Notas
{1} Fuentes, Juan Bautista: La impostura freudiana. Una mirada antropológica crítica sobre el psicoanálisis freudiano como institución. Madrid: Ediciones Encuentro, 2009, 176 páginas. Onfray, Michel: Freud. El crepúsculo de un ídolo. Madrid: Taurus, 2011, 504 páginas.
{2} Lévy, Bernard-Henry: «Para Sigmund Freud», El País, 2-5-2010.
{3} A esta lista habría quizá que sumar el nombre de Platón, por cuanto en La República 571c-d dice por boca de Sócrates: «Me refiero a aquellos apetitos que se despiertan durante el sueño, cuando duerme la parte racional, dulce y durmiente del alma, y la parte bestial y salvaje, llena de alimentos y de vino, se despierta, salta y trata de abrirse paso y satisfacer sus instintos. Sabes que en este caso el alma se atreve a todo, como si estuviera liberada y desembarazada de toda vergüenza y prudencia, y no titubea en inventar en su imaginación acostarse con su madre, así como con cualquier otro de los hombres, dioses o fieras…».
{4} Bueno, Gustavo: «Psicoanalistas y epicúreos. Ensayo de introducción del concepto antropológico de heterías soteriológicas», El Basilisco, nº 13, pp. 12-39, 1982.
{5} «El filósofo Gustavo Bueno compara el psicoanálisis con la ficción científica», El País (3/8/1982).