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El Catoblepas, número 132, febrero 2013
  El Catoblepasnúmero 132 • febrero 2013 • página 2
Rasguños

Corrupción & Crisis

Gustavo Bueno

Consideraciones generales sobre las filosofías inducidas por la corrupción política y las crisis económicas de los años corrientes

Corrupción & Crisis conectados en el mito de la expulsión del Paraíso, según Miguel Ángel

I
Status quaestionis

1. «Corrupción» y «Crisis» son acaso las dos palabras que mayor frecuencia han alcanzado en los últimos años que corremos, si empezamos a contar a partir del 14M del año 2004, a raíz de la masacre de Atocha, hábilmente utilizada por el partido de la oposición de entonces (el PSOE) para recanalizar las oleadas de indignación contra el gobierno de Aznar (PP) tras su reunión con los gobiernos de Estados Unidos, Inglaterra y Portugal, en la Cumbre de las Azores, para apoyar la entrada de España en la Guerra del Irak. Podemos asegurar que entonces ya había rumores que alertaban sobre ciertos indicios de corrupción escandalosa en el gobierno popular, así como también había rumores sobre los peligros de la «burbuja inmobiliaria» en España, puestos de manifiesto tras la quiebra de bancos internacionales que gestionaban los fondos de inversión norteamericanos años después. Sin embargo, cuando estalló la crisis económica norteamericana (la bancarrota de Lehman Brothers en 2008) y se empezó a conocer su impacto en los bancos españoles, el gobierno socialista de Zapatero, que había comenzado ya su segunda legislatura, no reconoció o no quiso reconocer la crisis económica (la corrupción se atribuía sencillamente al gobierno popular), ni tomó, por tanto, las primeras medidas; tardó casi tres años en reconocer la crisis y fue dando tumbos hasta que perdió las elecciones de noviembre de 2011. Todo el mundo hablaba ya de la crisis, que se hacía evidente en la calle por el incremento del desempleo, cierres de empresas, aumento de la deuda pública, &c.

En cualquier caso, sin embargo, no se hablaba lo suficiente, en medio de la algarabía, puesto que la crisis no sólo era económica (en el sentido de las «crisis cíclicas» del capitalismo) sino también política, y afectaba no sólo a España sino también a otros países de América y de Europa.

En los mismos años tiene lugar en España la crisis política más profunda, representada por la escalada de los partidos secesionistas en los años de la ola de renovación de Estatutos de Autonomía: Cataluña, País Vasco y, en parte Galicia. También la autonomía andaluza estaba sacudida por la crisis política y la corrupción, aunque más encubierta (el PER y los ERES), y sin que se diera importancia al hecho de que su nuevo Estatuto hubiera reconocido como «padre de la patria andaluza» a un musulmán, Blas Infante, cuyo «mensaje político» se resumía en la propuesta de restaurar el Califato de Córdoba.

Paralelamente, aunque se hablaba cada vez más de corrupción general, a medida que estallaban cada día escándalos de corrupción política (caso Gürtel, caso Urdangarín, ERES y PER en Andalucía, evasión de capitales…), sin embargo cabe afirmar que no se hablaba suficientemente, si tenemos en cuenta que la corrupción de la que se hablaba se circunscribía a la «corrupción ilícita», circunscrita en su contenido –para utilizar los términos de Jenofonte– al terreno de la economía idiotética y doméstica (es decir la corrupción de funcionarios o políticos que manipulaban fondos públicos para derivarlos a su economía personal o familiar), pero dejando de lado otras corrupciones, acaso más graves, a saber, las que tenían que ver (y seguimos utilizando la terminología de Jenofonte) con la economía satrápica (la autonómica y local), la economía basilical (o regia) y la economía política (o estatal, incluyendo a los partidos políticos). ¿Acaso no es políticamente más grave que la corrupción personal o doméstica la corrupción de los gestores locales o autonómicos, que derrochaban millones de euros en obras faraónicas –aeropuertos, ferrocarriles de alta velocidad, universidades, embajadas– y ello aún suponiendo que no desviaban parte de los recursos a su economía idiotética o doméstica?

2. Ahora bien: mientras que los problemas suscitados por las crisis o por la corrupciones «localizadas» son habitualmente tratados –en su diagnóstico, etiología, pronóstico y terapia– por economistas, o por expertos (tribunales de cuentas, auditorías, tribunales jurídicos, &c.), es decir, por disciplinas o por tecnologías institucionalizadas, que proceden por «conceptos», más o menos rutinarios (por ejemplo, los conceptos del Código Penal), los problemas suscitados por las crisis y las corrupciones generalizadas desbordan las competencias de las disciplinas o tecnologías instituidas al efecto. Y entonces las cabezas de muchos hombres y mujeres comenzarán a supurar «reflexiones» sobre la crisis o la corrupción, con frecuencia planteadas por los mismos expertos. Pero estas «reflexiones», aunque suelan ser interpretadas como meditaciones personales (probablemente por una contaminación del llamado «Día de reflexión», previo a las elecciones), suelen ser reflexiones objetivas, que desbordarán el horizonte tecnológico o científico y rondarán una y otra vez con la filosofía, de acuerdo, además, con la acepción que en las últimas décadas fue asumiendo la palabra filosofía. (Por ejemplo, en el anuncio de cierto proyecto político «no ideológico» de un grupo bienintencionado, figura como rótulo de una sección suya: «Nuestra filosofía».)

Pongamos por caso: cuando políticos, economistas, sociólogos, moralistas o teólogos, diagnostican la crisis y la corrupción como efectos de una «crisis de valores», están desbordando de hecho las fronteras de cualquier disciplina especializada, sin contar que su «filosofía» es, en cierto modo, tautológica, si tenemos en cuenta que entre los valores en crisis hay que contar también a los valores de la Bolsa.

II
Bosquejo de una clasificación en tres géneros de las «filosofías» de la Crisis y de la Corrupción

1. Suponemos que la mayor parte de las «reflexiones» de los economistas, de los políticos, sociólogos o juristas, sobre la crisis o sobre la corrupción son, de hecho, «filosofía de la crisis y de la corrupción». Nos interesa ofrecer, por nuestra parte, desde las coordenadas del materialismo filosófico, un análisis crítico de este conjunto de reflexiones filosóficas, es decir, una clasificación de las filosofías de la crisis y de la corrupción.

Comenzamos por una clasificación de las filosofías de la corrupción y de la crisis que suelen encubrirse como exposiciones técnicas o científicas, económicas, jurídicas o políticas. Es obvio que los criterios que podamos utilizar para esta clasificación son múltiples. Por ejemplo, podríamos utilizar criterios de indudable aspecto «empírico», muy pegados a la visión emic que suelen tener quienes «reflexionan» sobre la corrupción o la crisis. Criterios que podrían inspirarse en el hecho de que los términos corrupción o crisis sobre los cuales se reflexiona se nos ofrecen emparejados; por tanto, criterios que toman pie de esta mutua referencia de la crisis a la corrupción o, recíprocamente, de la corrupción a la crisis. Podríamos acordarnos aquí de la estructura de lo que llamamos «conceptos conjugados», tomándola como criterio de clasificación. Distinguiríamos entonces:

(1) Reflexiones que utilizan el esquema de la yuxtaposición: crisis y corrupción serían fenómenos independientes, procedentes de fuentes propias, lo que no excluye su «intersección» accidental o empírica.

(2) Reflexiones que utilizan el esquema de articulación o de fusión en algún tercero (como pueda ser el «modo de producción capitalista»). Y no faltan, en efecto, reflexiones –procedentes sobre todo de militantes marxistas o anarquistas– que interpretan la corrupción y la crisis como indicios seguros de la quiebra del «sistema capitalista».

(3) Reflexiones que utilizan el esquema dual de la reducción, o bien directa («la crisis se reduce a la corrupción o deriva de ella») o bien inversa («la corrupción se deriva de la crisis»). Los esquemas duales de reducción, tomados como criterios de clasificación de las reflexiones sobre la crisis y la corrupción, discriminan bastante bien dos tendencias generales que pueden observarse empíricamente: la tendencia de quienes hacen responsable de cualquier anomalía (o crisis objetiva) a alguna voluntad maligna o benéfica, a algún pecado original o a alguna gracia soteriológica. En la tradición bíblica, el pecado aparece en el universo por la rebelión de los ángeles; son ellos, más tarde, quienes provocan el pecado original de los hombres. La corrupción –movida por la ambición, la codicia, &c.– tiende a explicar, a partir del Capitalismo, las fuentes de la crisis mundial, la destrucción de los bosques, el agujero de ozono, la explotación del hombre por el hombre, &c.

(4) Reflexiones que utilizan esquemas de conexión diamérica: las crisis (descompuestas en fases, de suerte que, entre ellas, la corrupción desempeñe el papel de nexo) o bien la corrupción (descompuesta en diversos factores, entre los cuales las crisis económicas desempeñan el papel conectivo). Y por ello la corrupción, en las situaciones en las cuales no hay crisis económica, podrán considerarse como un subproducto tolerable que incluso puede tener efectos funcionales respecto de la eutaxia política («roba, pero moderadamente», dicen que decía Bismarck a uno de sus ministros).

Sin embargo, dejaremos de lado este criterio de clasificación por cuanto implica excesivos supuestos en las definiciones de corrupción y de crisis, es decir, en cuanto presupone la admisión de peticiones de principio en lo referente a la presentación del sentido de sus conexiones diaméricas. En realidad, el criterio de la «conjugación» para clasificar las reflexiones sobre la crisis y la corrupción, termina siendo un criterio puramente formal (lo que no suprime la totalidad de sus capacidades taxonómicas).

2. Las «reflexiones» sobre la crisis y la corrupción que en estos meses proliferan sin cesar, inspirando manifestaciones de protesta, que a su vez inspiran nuevas «reflexiones», dada la escala global en la que suelen ser formuladas («crisis del capitalismo», «regeneración de la democracia», «diálogos entre culturas», «necesidad de un nuevo humanismo», «crisis de valores»), ponen en danza las ideas claves de la, por decirlo así, Antropología filosófica. Con esto queremos decir que sólo podemos pretender encontrar criterios pertinentes para una clasificación de estas reflexiones si nos acogemos a criterios dados a la escala de la Antropología filosófica en la que realmente se desenvuelven estas reflexiones, aunque tales reflexiones «hablen en prosa sin saberlo».

Desde las coordenadas del materialismo filosófico debemos comenzar diciendo que, por motivos similares a los que nos llevan a rechazar la definición (etimológica) común de la Filosofía como «amor al Saber», tampoco podemos aceptar la definición común (etimológica) de la Antropología como «tratado del Hombre». Y a fin de evitar estas definiciones que piden el principio, comenzaremos por distinguir el material antropológico del espacio antropológico.

Con la expresión «material antropológico» queremos cubrir todo aquello que tiene que ver con el hombre o con lo humano en el sentido ordinario, como pueda serlo un esqueleto Cromagnon, un vaso campaniforme, las religiones del libro o las organizaciones tribales. Este material, sin embargo, no es enteramente amorfo, y en él se diferencian de hecho los «materiales primatológicos», o los «materiales ictiológicos», respecto de los «materiales antropológicos», por el hecho de que éstos están conformados institucionalmente.

Ahora bien, al asumir alguno de estos tipos de criterios nos comprometemos excesivamente, en el sentido de pedir el principio, de los resultados de la clasificación.

Para preservarnos de algún modo de este peligro, comenzamos por distinguir el material antropológico del espacio antropológico, fundándonos en el hecho de que el material antropológico, como campo de la Antropología, no utiliza únicamente «fragmentos de lo humano», sino también contenidos no humanos, como puedan serlo los astros, los bosques, los animales o los dioses olímpicos. Solamente algunos antropólogos (idealistas o espiritualistas) consideran suficiente trabajar con un solo eje, el hombre, para organizar el material antropológico; tal sería el caso de J. T. Fichte, o el de Gehlen («hasta ahora la Antropología ha intentado aproximarse al Hombre desde la Naturaleza o desde Dios, pero ha llegado la hora de intentar aproximarse al hombre desde el hombre»).

De hecho, constatamos que la mayor parte de las «concepciones del hombre» han utilizado múltiples ejes. Por ejemplo, los gnósticos, también los cristianos, antes de «llegar a la idea de hombre», en el séptimo día de la creación, han creído necesario introducir a Dios, a los arcángeles, a los ángeles, a las plantas y a los animales. Asimismo constatamos que las concepciones filosóficas del hombre han sido más sobrias, y han reducido a tres el número de ejes necesarios y suficientes para organizar el espacio antropológico. Por ejemplo, el canciller Bacon, operó con tres ejes: Dios, la Naturaleza y el propio Hombre. Más adelante este espacio antropológico tridimensional habría tendido a reducirse (como consecuencia de la eliminación de Dios, como eje metafísico) a un espacio plano, bidimensional, con dos ejes: Naturaleza y Libertad (Kant), o bien Naturaleza y Espíritu (Hegel), o bien Naturaleza y Cultura (Windelband, Rickert), o bien Naturaleza e Historia (Cassirer, Ortega).

El espacio antropológico propugnado por el materialismo filosófico es también tridimensional, pero sus ejes no están definidos tomando morfologías dadas del material antropológico (espíritus arcangélicos, dioses, Naturaleza, Cultura, &c.). Como si, después de Cassirer, no pudiéramos prestar atención al desarrollo, debido a los etólogos, de la investigación de las culturas animales. Por el contrario, los ejes se tomarán de determinadas ideas abstractas que, para subrayar su carácter abstracto (contradistinto de las morfologías de los contenidos del material antropológico) designaremos, no directamente, sino a través de sus representaciones en un diagrama que utiliza círculos concéntricos, radios de esos círculos y ángulos determinados por la intersección de radios y círculos. Hablamos por tanto del espacio antropológico como un espacio organizado sobre tres ejes –el eje circular, el eje angular y el eje radial–, de suerte que los materiales antropológicos puedan ser representados o bien (algunos) en un único eje (como si estuviesen saturados en él), o bien en dos ejes, o bien en los tres.

En todo caso el número tres de ejes de este espacio no es empírico, sino resultado de una clasificación que podría tener como fundamento la misma estructura tridimensional del espacio antropológico, establecida mediante este trilema: o bien, eje circular, el material antropológico se considera desde las conexiones o relaciones de los hombres con otros hombres (individuales, personales o grupales); o bien, eje radial, como las conexiones o relaciones de los hombres con materiales no antropológicos y a la vez impersonales; o bien, eje angular, como las conexiones o relaciones de los hombres con entidades distintas de él pero que no sean ni humanas ni impersonales (remitimos, por ejemplo, a la lectura segunda de El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996: «Sobre el concepto de espacio antropológico»).

Nuestro propósito es esbozar una clasificación de las «reflexiones» filosóficas en curso sobre la crisis y la corrupción que hoy podemos escuchar o leer en los medios de comunicación, en las tertulias, en los parlamentos, en las sedes de los partidos políticos o de los sindicatos, utilizando como criterio de clasificación a los ejes del espacio antropológico, bien sea tomados uno a uno (reflexiones radiales, angulares o circulares), bien sea tomados dos a dos (angulares-circulares, angulares-radiales, &c.) o los tres conjuntamente.

III
«Reflexiones» sobre la Crisis y la Corrupción susceptibles de ser representadas principalmente en cada uno de los tres ejes del espacio antropológico

1. Una cantidad importante de «reflexiones» sobre la corrupción y la crisis piden ser clasificadas directamente como «reflexiones angulares»; y una cantidad mucho mayor (incluso en aquellos casos en que toman la forma de diagnósticos o terapias positivas, jurídicas o económicas), pueden también considerarse como angulares, aunque de un modo indirecto, por no decir enmascarado.

Nos referimos, ante todo, a las reflexiones («filosóficas») que ponen como origen de la crisis, o a lo menos, como pábulo decisivo para el desarrollo de esta crisis, en algo así como un «pecado original» del Género Humano, entendido como ruptura de algún pacto tácito entre los hombres y los animales (linneanos y no linneanos).

Acaso como precedentes de estas reflexiones angulares no estuviera de más recordar la serie de especulaciones catastrofistas (que siguen, de algún modo, el mito del origen del hombre expuesto por Platón en su Protágoras, según el cual habría sido la torpeza o descuido de Epimeteo –al olvidarse de los hombres en el momento de repartir los dones que Zeus habría asignado a todos los animales– lo que les dejó inermes de nacimiento, y sólo por la acción de Prometeo, robando el fuego a los dioses y recibiendo después de Hermes las virtudes políticas –δικη και αιδως– pudieron los hombres recuperarse de su «dolencia original»). Dolencia que no habría sido propiamente un «pecado» –sino un error, acaso de mala fe, de Epimeteo–, una enfermedad congénita que rompió el «equilibrio natural» entre el hombre y los animales.

Podríamos decir que el mito de Epimeteo fue el modelo que muchos antropólogos alemanes de la primera postguerra mundial utilizaron como inspiración para su visión catastrofista de la condición humana, por tanto de sus crisis y de sus corrupciones. Me refiero especialmente a la teoría del origen del hombre de Bolk, un anatomista holandés que presentó la tesis de la conformación neoténica de la nueva especie humana. Según esta tesis, el hombre, lejos de ser la cumbre de la evolución de los primates, debía ser considerado como un primate detenido en su situación de feto. Podría ser llamado, por eso, no sólo el «mono bipedestado», sino también el «mono desnudo» (como los fetos). El hombre –añadirían otros– es un mono degenerado, un «paso en falso» de la Naturaleza. Max Scheler agrupó estas teorías en una «cuarta idea de hombre», en su libro El puesto del hombre en la historia.

El «desajuste genético» –fuera o no pecaminoso– sería la razón de las crisis y de las corrupciones del hombre en el curso de su historia. No habría que atribuir a la mala voluntad humana la corrupción y las crisis; lo anómalo hubiera sido que un mamífero que intentó remediar sus carencias con «ortopedias culturales» –vestidos para suplir el vello; hachas de silex para suplir la debilidad de sus garras o colmillos; palos o armas para suplir la debilidad de sus músculos…– pudiera mantenerse a lo largo de la historia sin crisis o sin corrupción.

En años posteriores, y a raíz del desarrollo de la Antropología cultural, se tendería a explicar la ruptura del supuesto «pacto originario» con los animales como un efecto de su cultura, antes que como un efecto propio de su naturaleza.

Sin embargo, acaso podríamos considerar a Juan Zerzan (Malestar en el tiempo, trad. española en Ikusager, Vitoria 2001) como uno de los más radicales defensores de la tesis del «origen angular» del desvío, alienación o pecado original de una humanidad descarriada. Desvío que le habría conducido a una concatenación incesante de catástrofes y aberraciones. Entre ellas, las crisis y las corrupciones.

En efecto, Zerzan no pone el origen de la alienación originaria en la lucha de clases (que daría origen al Estado, según el marxismo), o en la agricultura (que terminaría con la libertad que habría caracterizado a los cazadores recolectores del Paleolítico, encadenándolos a un trabajo incesante e ininterrumpido). El punto en el cual, según Zerzan, habría comenzado la alienación del Género humano habría tenido lugar en la transformación del hombre primitivo recolector en hombre cazador, porque esta transformación rompió el «pacto tácito con los animales», que de amigos y hermanos pasaron a ser enemigos, y convirtieron a los hombres cazadores en asesinos. En principio, en asesinos de los animales, pero muy pronto en asesinos de sus propios hermanos. Porque, a fin de cuentas, las armas para la caza fácilmente se transformaban en armas para la guerra. Viene a resultar, por tanto, que la Guerra –una de las más terribles y escandalosas corrupciones del Género humano, según la más generalizada evidencia de los pacifistas– tiene su origen en el hombre cazador, que rompió el contrato animal.

En esta misma línea, aunque muchas veces con fórmulas propias, podemos referirnos a todo cuanto se relaciona con el llamado «Proyecto Gran Simio», publicado a escala internacional en 1993 por un distinguido grupo de primatólogos, psicólogos, etólogos, antropólogos y juristas. El «Proyecto Gran Simio» –que se presentó como la primera fase de un proyecto universal para cambiar las actitudes tradicionales de los hombres hacia los animales– inspira también formas de diagnóstico y terapias orientadas al tratamiento de las crisis y de las corrupciones que puedan derivarse de esta ruptura con el supuesto (por no decir metafísico) «contrato animal». Por ejemplo, el «movimiento ecologista», los partidos políticos «verdes», tienden a limitar, incluso a suprimir, la dieta carnívora tradicional entre los hombres, proponiendo no sólo el vegetarianismo tradicional, sino también sus formas más radicales (veganismo, nudismo, &c.). Muchas medidas generalmente consideradas como terapias adecuadas para mitigar el despilfarro implicado en la crianza de animales productores de carne o de leche, están inspiradas en estos principios. Al mismo tiempo, y de modo coherente, el tabú animal-alimento se acompaña del ataque al tabú animal-objeto sexual, y en la Alemania de 2013 un alto funcionario ha reivindicado el derecho de mantener relaciones sexuales ordinarias con su perra. Y hay muchos más que incluso justifican este derecho como un procedimiento pragmático de control de la natalidad, sin necesidad de acudir al celibato o a la prostitución.

Sin embargo son las «religiones del libro» (como llamó Max Müller al conjunto formado por judíos, cristianos y musulmanes) –que también están representadas en el eje angular– aquellas que con mayor insistencia, y muchas veces con exclusividad, tienden a considerar a la corrupción como la verdadera causa de las crisis globales. La corrupción no sería otra cosa sino el apartamiento de los preceptos que el Antiguo Testamento, pero también el Nuevo Testamento o el Corán, revelan como palabra de Dios (otras religiones distintas de las religiones del libro se refieren a animales no linneanos, que en nuestros días muchos «investigadores» identifican como alienígenas). Se supone que el apartamiento de los «principios angulares» conduce a la codicia, a la ambición, al desorden de las costumbres, a la necesidad imperiosa de acumular riquezas. En general, la enseñanza de los fundamentalistas judíos o de las autoridades cristianas o musulmanas, ofrecen constantemente las mimas explicaciones de la corrupción y de la crisis, y prescriben también parecidas terapias o remedios. Decía el Papa Benedicto XVI, días antes de su renuncia: «La crisis de la Iglesia [y por tanto la crisis de la Humanidad] está en nosotros mismos, en la crisis de nuestra fe en Jesucristo.»

2. Otro gran número de «reflexiones filosóficas» sobre la crisis y la corrupción podrían ser clasificadas como «radiales».

Acaso la característica pragmática común a las reflexiones que llamamos «radiales», suscitadas por la crisis y la corrupción, sea su tendencia a mantenerse al margen de la cuestión de las responsabilidades éticas, morales o políticas, que pudieran corresponder a las voluntades de los sujetos humanos implicados en tales crisis o corrupciones.

En efecto, en este género de «reflexiones», los procesos de crisis (política, económica, social, religiosa…), como los procesos de corrupción, se generarían, y aún se desarrollarían «por encima de la voluntad» de los sujetos que son arrastrados por ellos: Fata volentem ducunt, nolentem trahunt. O bien, en terminología gnoseológica, las «reflexiones radiales» se mantienen vecinas a algún plano alfa operatorio, mientras que las reflexiones circulares se mantendrían más cerca de algún plano beta operatorio (las reflexiones angulares estarían a medio camino entre los planos α y los β puros).

Sin embargo, las reflexiones radiales sobre la corrupción y la crisis no alcanzan, en todo caso, por sí mismas, la condición de reflexiones científicas (categoriales); antes bien, las encontramos presentes en sistemas mitológicos o metafísicos de las más diversas tradiciones, védicas –aunque sean antibrahmánicas– o presocráticas. Por ejemplo, podemos acordarnos de las concepciones del jinismo, fundado por Mahavira o Jina el Victorioso, en el siglo VI antes de Cristo, contemporáneo de Buda, si bien Buda se inclinaba más hacia el agnosticismo, mientras que Mahavira prefería una metafísica doctrinal. A saber: la doctrina de la evolución cíclica (parcial, no total, según los ciclos de aniquilación y creación defendidos por hinduistas o budistas) del Universo. Ciclos ascendentes (ut-sarpini) y descendentes (ava-sarpini) de unos 28.000 años de duración. En cada ciclo aparecerán 63 grandes hombres; hoy vivimos en el último periodo del ciclo descendente, y no hay que esperar ningún gran hombre o tirthankara. Pasados 21.000 años comenzará el peor de los periodos, en el que cada individuo humano vivirá sólo 20 años. Un calor insoportable de día, y un frío mortal de noche azotará la Tierra. Al final, durante 49 días (una anticipación evidente del big crunch de nuestros cosmólogos científicos) lloverá una materia corrosiva que aniquilará la vida en la Tierra. Sólo a continuación volverá un periodo ut-sarpini.

Señalaremos aquí, en nuestra tradición, únicamente el pensamiento de Anaximandro de Mileto (a quien algunas fuentes hacen maestro de Pitágoras), por la presencia que sus ideas sobre el apeiron y el cosmos siguen teniendo en la ciencia cosmológica moderna (Max Born decidió llamar apeiron al éter electromagnético). Subrayemos, sobre todo, el hecho de que Anaximandro consideró las injusticias del Cosmos injusto (adiké) como derivadas de un proceso impersonal de segregación de los contrarios, proceso que él denominó ekrisis; o bien, de segregación, apokrisis, de una semilla o gónimon de la que más tarde saldrá el Mundo. Sería como si las tensiones propias de las crisis o corrupciones políticas estuviesen concebidas como efectos de tensiones cósmicas impersonales (Vernant, por su parte, trató de hacer ver cómo el sistema de Anaximandro era un reflejo de las tensiones que la «nueva democracia» determinó en el viejo orden eupátrida).

Es obligado señalar aquí también la historia de los principios de la Termodinámica, desde el primer principio o principio de conservación, enunciado por R. Meyer (1842) y por Helmholtz (1847) –«en las transformaciones del calor en trabajo mecánico, y del trabajo mecánico en calor se mantiene una relación constante»–, y el segundo principio, o principio de la entropía (Clausius, 1865), según el cual la entropía total S de un sistema térmicamente aislado aumenta; pero si el sistema fuese reversible, entonces la entropía se mantendría constante («la variación ΔS de entropía no disminuye nunca: 0 ≤ ΔS»). La entropía, en efecto, está vinculada con la ley, descubierta por Carnot, que establece la necesidad de una diferencia de temperatura para que el calor pueda transformarse en trabajo, y la imposibilidad de que el calor se propague hacia un sistema de temperatura superior. «Es más fácil transformar trabajo en calor que calor en trabajo: la transformación de la energía es aquí asimétrica.» De donde se seguía la llamada «ley universal de la degradación de la energía», es decir, de la transformación de la energía a costa de incrementar un remanente de energía no transformable que sería la «energía degradada». De aquí se dedujo que la energía tiene una cierta dirección en un sistema aislado, y también (aunque desbordando el campo categorial de la Termodinámica) que el Universo, en la medida en que sea un sistema aislado, tiende hacia una muerte térmica. De donde algunos físicos pretendieron deducir el principio de una Ética universal, que tendría como norma el ahorro de energía.

Ludwig Boltzmann (cuyos Weitere Studien… aparecieron en 1872), tomando a los gases diluidos como modelo para sus análisis de las relaciones entre el calor y la temperatura, advirtió la profunda conexión entre la entropía y el desorden molecular, y pudo relacionar la entropía con la probabilidad: S = k log P. El incremento ΔS de la entropía de un sistema podrá reducirse a la condición de un proceso probabilístico en el cual la probabilidad tiende al máximo con el tiempo.

En la interpretación estadística del segundo principio (distribuciones de Gibbs) se generaliza todo tipo de sistemas, y se pone el incremento de la entropía en correspondencia con el desorden del sistema (incluso con el caos), mientras que el decremento de la entropía se pondrá en correspondencia con el orden (mucha resonancia han tenido las investigaciones de Prigogine y sus aplicaciones a sistemas sociales y políticos).

Pero tanto las crisis de los sistemas como las corrupciones de estos sistemas tienen mucho que ver con el desorden, es decir, con el aumento de entropía. En la teoría de los «sistemas dinámicos» (en el caso más sencillo, cada partícula del sistema estará determinada por seis valores: los tres componentes de sus posiciones y las tres componentes de sus velocidades) se parte del análisis de los sistemas mecánicos, pero se generaliza inmediatamente a los sistemas biológicos y a los sistemas económicos (y, por tanto, a las crisis económicas). Gran repercusión han tenido también los planteamientos que E. Lorentz propuso en 1963 sobre los «atractores extraños», interpretados como atractores caóticos y, sin embargo, deterministas. No faltan fórmulas de las crisis económicas globales en términos de evolución caótica determinista, que se orienta hacia una región atractora del espacio de fases.

La misma perspectiva radial implicada por la visión de las crisis como procesos que tienen lugar en un sistema que evoluciona con incremento de su entropía (o de su desorden) –dicho de otro modo: que no marcha hacia la crisis por una corrompida «voluntad suicida» de sus gestores, o por torpeza de sus políticos–. Su entropía aumentará en virtud de mecanismos objetivos impersonales que envuelven a los mismos gestores.

Por otro lado, y como ejemplo eminente de las concepciones objetivas de la crisis o de la corrupción, podríamos poner a la teoría de las siete catástrofes elementales de René Thom; pues, aún cuando no toda crisis económica sea «catastrófica», toda catástrofe económica sí equivale a una crisis, en virtud de la cual el sistema de referencia pierde su estabilidad.

Cabría decir: las catástrofes podrán dar lugar a una crisis, pero las crisis, por sí mismas (sobre todo, si son cíclicas), no son catastróficas. Una catástrofe es la transformación discontinua de un sistema que pasa de un estado de potencial mínimo a otro. La discontinuidad no significa aquí que no haya estados intermedios, sino que estos estados intermedios no son estables. Un oligopolio, cuyos socios van disminuyendo precios para ser competitivos, puede desintegrarse si los socios comienzan a experimentar un ligero desacuerdo por una caída grande de los precios.

Se distinguen, como hemos dicho, siete tipos de catástrofes, según los factores de continuidad (cuatro como máximo) y sus «ejes de conducta»: pliegue, cúspide, cola de milano, mariposa, umbílica hiperbólica, umbílica elíptica y umbílica parabólica. Lo que Gibbon llamó «caída del Imperio romano» se habría producido como una catástrofe en cúspide (un eje de conducta y dos factores de continuidad). Los procesos catastróficos, o las crisis, aunque afectan a los hombres, los afectan no tanto en cuanto sujetos operatorios («corruptos») sino en cuanto son puntos de un sistema que se integra, o bien oscila «por motivos que actúan a una escala suprasubjetiva» y, en este sentido, radial.

En realidad, las «reflexiones» filosóficas sobre la crisis política o sobre la corrupción, aún cuando se manifiestan a través del desbordamiento metamérico de fórmulas categoriales ajustadas a un campo de categorías diaméricas, cuando regresan a sus causas se mantienen próximas al eje radial; parecen tener como efecto la absolución de toda responsabilidad ética, moral o política (de los gestores políticos o económicos) en la medida en la cual ellos son considerados inmersos por ciclos naturales envolventes, ya sean astronómicos, ya sean biológicos, ya sean históricos, que en cualquier caso se organizan «por encima de nuestra voluntad». En la Narratio prima, en la cual Rheticus nos anticipó un compendio del revolucionario sistema copernicano, leemos: «Añadiré una predicción: vemos que todos los reinos han tenido su principio cuando el centro de la excéntrica estaba en algún punto especial del círculo pequeño. Así, cuando la excéntrica del Sol estaba en su máximo, el gobierno de Roma se transformó en monarquía; mientras la excéntrica declinaba, Roma también declinó como si envejeciera, y después sucumbió…».

Podríamos también citar aquí a la misma ley de Malthus –que tanta influencia tuvo en el desarrollo del darwinismo y en el desarrollo del materialismo histórico– como una muestra de la tendencia de tantas «reflexiones» sobre la crisis económica o política que se orientan hacia el eje radial. Una tendencia que sólo puede considerarse armónica si en la armonía se incluye el hambre, las masacres, las guerras, los abortos masivos y otros remedios maltusianos que frenan el incremento de la presión demográfica, cuyo ritmo está desajustado con el incremento de los productos alimenticios. Y esto sin contar con las «terapias» o remedios, aún más siniestros, que acuden a la utilización del «sobrante demográfico» como material para la producción de pasteles alimenticios. Otros acuden a la idea utópica de trasladar, a cientos de millones de hombres, a algún otro planeta de nuestra galaxia o de otras. El propio Marx recurrió a «premisas radiales» no tanto para justificar la esclavitud que actuaba en el origen del capitalismo moderno, sino para exculpar el esclavismo –en contra del puritanismo– a partir de su reconocimiento como instrumento necesario para el desarrollo del capitalismo, considerado, a su vez, como una fase necesaria en la serie histórica de los modos de producción, a través de los cuales tendrá lugar el progreso del Género humano, en camino hacia el «estado final», la sociedad comunista.

3. En tercer lugar pasaremos a considerar las «reflexiones» sobre la crisis y la corrupción clasificables como contenidos saturables en el «eje circular». Las llamaremos «reflexiones circulares» (metafísicas o filosóficas). Y como quiera que el eje circular acoge a todas las conexiones y relaciones que puedan ser establecidas «entre hombres y hombres» (individuales o grupales), parecería que no ha de haber ninguna dificultad en considerar al eje circular y a las reflexiones que en su dominio puedan surgir, como un «eje humanístico» (contradistinto del eje religioso –«angular»– o cósmico –«radial»–), puesto que el Hombre, o el Género humano (homo sapiens de Linneo), en sus diversas especies y, en principio, la del homo sapiens sapiens (el «hombre moderno» de los paleontólogos, que habitualmente se identifica con el hombre de Cromagnon, al menos en la medida en que el hombre de Neanderthal habría sido eliminado o absorbido por aquel).

Nos enfrentamos, de este modo, con una cuestión central en Antropología filosófica, como lo es la cuestión de la naturaleza del hombre, que aparece en el eje circular, en cuanto involucrada con la cuestión de su origen o génesis. La confusión de planos es aquí muy embrollada. El «Hombre», o el «Género humano», para la Antropología física (zoológica), es ante todo un género linneano, que pertenece al orden de los primates, sin confundirse con sus géneros y especies, ni éstas entre sí. Pero desde la perspectiva taxonómica linneana, el Homo sapiens tiene características genéricas o específicas (tales como el número de sus cromosomas, como el número de sus piezas dentarias, como la configuración de su pelvis, como la curva en S de su columna vertebral, curvatura vinculada a la bipedestación). Perspectiva que, por el hecho de poder dar lugar a conceptos claros y distintos (científicos), no permite confundir al hombre de la Antropología física con el hombre del Humanismo. Tan sólo quien entiende el humanismo en función del hombre natural originario –el buen salvaje de Guevara o el recolector de Zerzan– podría confundir el hombre de la llamada Antropología física con el hombre del «Humanismo».

Linneo, después de incluir, sin duda, al hombre en el reino animal (dejando de lado a cualquier «reino hominal») se enfrentó con estos problemas sin pararse en barras, mezclando, por ejemplo, sin encontrar dificultades mayores, los caracteres anatómicos de la raza china, por ejemplo, con sus sombreros cónicos, del mismo modo que, al describir los leones, tenía en cuenta sus melenas al lado de sus mandíbulas o de sus garras. O, como se dirá después, mezclando caracteres naturales del Homo sapiens (cromosomas, mano con pulgar oponible, estructura del cráneo, &c.) con caracteres culturales (sombreros cónicos, cabañas, clanes, &c.).

De aquí el criterio, ampliamente utilizado, para distinguir el hombre natural y el hombre cultural. El hombre del humanismo sería el hombre como animal cultural (identificándose de hecho la cultura con el espíritu, o con el lenguaje, o con la religión, o con el arte…).

Sin embargo este criterio, que todavía vemos presidiendo la Antropología de E. Cassirer, quedó arruinado por el avance de la Etología y de la Primatología, que se vio obligada a reconocer la realidad de las «culturas animales». Dicho de otro modo: el Hombre, a escala del «humanismo circular», no sería el hombre natural, pero tampoco será el animal cultural, puesto que los primates antropomorfos y, en general, todos los demás animales, también han de considerarse como animales culturales. Como «adelantado» de esta aproximación de la cultura extrasomática humana a las culturas extrasomáticas animales –la aproximación de las conchas de los moluscos a las casas de los hombres primitivos– hemos citado, en otras ocasiones, a Edgar Quinet, como autor de La Creación.

¿Cómo definir entonces al hombre del eje circular? ¿Acaso por alguna característica capaz de marcar la diferencia autotética más profunda entre los hombres del humanismo y los demás animales? ¿Acaso por el carácter de su espíritu, infundido o creado por Dios en un momento dado de la evolución de su cuerpo? ¿O acaso (siguiendo a Bolk) por la característica de su neotenia, es decir, por la condición de antropoide que no llegó a alcanzar siquiera su madurez animal, manteniendo sus rasgos fetales que le habrían obligado a una compensación con «la ortopedia de la cultura»?

Ninguna de estas respuestas, que buscaban la especificación del hombre del eje circular, mediante alguna característica ligada a su origen (a su pretérito) puede ser aceptada por el materialismo filosófico. La primera (la infusión de un espíritu) por metafísica; la segunda (la neoténica y la cultural) por su incompatibilidad con el desarrollo de la Etología, que también considera como notas distintivas de otras especies zoológicas a la cultura extrasomática.

Es preciso constatar que los supuestos antropológicos que «envuelven» la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948 (vigente teóricamente hoy a escala universal), en tanto esta declaración viene a ser la primera definición institucional del hombre reconocida, no ya como especulación de alguna secta o escuela, sino como una norma defendida por la Asamblea General de las Naciones Unidas, se mantienen en la más tenebrosa ambigüedad lisológica. La Declaración, en efecto, comienza estableciendo que «el hombre nace libre» y que sus derechos no se fundan ni en la religión, ni en la lengua, ni en la cultura, puesto que son derechos naturales, es decir, no culturales. Derechos humanos que armonizan plenamente con la Declaración Universal de los Derechos del Animal de 1977. De este modo la Declaración de los Derechos del Animal constituye la mejor cobertura normativa para lo que muchos consideran una aberración, a saber, el Proyecto Gran Simio. Con todo, queda intacta la cuestión filosófica de las diferencias entre el hombre natural de los antropólogos paleontólogos y el hombre al que se refiere el humanismo.

Por nuestra parte hemos defendido la tesis (remitimos al artículo de El Catoblepas, «Por qué es absurdo ‘otorgar’ a los simios la consideración de sujetos de derecho», 51:2, mayo 2006) de que la especificidad del hombre, representado en el eje circular del espacio antropológico, no hay que buscarla tanto en su pasado metamérico (la insuflación del espíritu o la neotenia), o en general en caractéres autotéticos, sino en su mismo proceso evolutivo-histórico de sus caractéres alotéticos, es decir, en la historia, y no en la Antropología.

En este sentido cabría decir que el «origen del hombre», como ser histórico, no hay que ponerlo en el australopiteco, ni siquiera en el neanderthal, ni el cromagnon originario, sino que se encuentra mucho más adelante, por ejemplo, «pasado el Magdaleniense».

Es en la Historia de su desarrollo en donde podemos encontrar algo así como los prototipos de la idea del hombre del espacio antropológico. Y, en función de ellos, definir las desviaciones del hombre morfológicamente (no lisológicamente) desde una perspectiva diamérica. No se trata de dejar de lado los componentes zoológicos (tales como los alimentos o los conflictos sangrientos), sino de interpretarlos a través de la incorporación de tales componentes a determinadas instituciones alotéticas, enfrentadas a otras en el contexto de su desarrollo histórico. Dicho de otro modo: el hombre del eje circular del espacio antropológico no se encuentra tanto en la Naturaleza (ni en la Cultura) cuanto en su Historia.

Pero ocurre que esta Historia no se identifica con el curso de algún proceso evolutivo de un género o especie zoológica linneana, de una especie que va evolucionando entre las otras especies. Estamos ante un conjunto de grupos humanos, acaso de la misma especie, pero que se organiza a otra escala, a saber, a la escala de los sistemas de instituciones diversas y contrapuestas entre sí. Por ello las normas de sus planes y programas no pueden proceder de principios absolutos (de un supuesto Derecho natural previo como fundamento de la misma historia), sino de sistemas ya cristalizados en el proceso histórico. Prototipos que, en número abundante, pero controlable, han ido cristalizando en el curso de la historia humana.

Desde esta perspectiva diamérica, las «reflexiones» sobre la crisis y la corrupción no habría que entenderlas como si fueran «desviaciones suicidas» de un sistema de normas absolutas y eternas (metaméricas) –que es lo que entienden quienes no contemplan siquiera la imposibilidad de una «humanidad» cuyas estructuras sociales o políticas permanecerían estables a la vez que se le atribuye un incremento demográfico o tecnológico en progeso indefinido–, sino, a lo sumo, como desviaciones de sistemas de normas institucionalizadas constituidas en el proceso mismo de consolidación de las distintas culturas o sociedades interactuantes.

Consecuentemente, las «reflexiones» (filosóficas o mitológicas) sobre la crisis y la corrupción se ajustarán al mismo esquema. Porque si el prototipo humano («circular») se considera válido para el futuro, y aún para la recuperación de las instituciones consideradas como degeneradas, será porque se descarta la ruina de la norma absoluta general de la humanidad. Y por ello, muchas de las «terapias» propuestas se basarán en la recuperación o regeneración de algún prototipo que se considera ya realizado en el pretérito, al que se antepondrá el prefijo «neo» (neoclasicismo, neoliberalismo, neocomunismo, neonazismo…).

Y en esto hacemos consistir su fundamentalismo, tanto cuando las condiciones históricas hayan rebasado los fundamentos que hacen posible el sistema de instituciones considerado como prototipo. Es el caso, por ejemplo, de la Idea-fuerza (en nuestros días de crisis económica, en la España de los seis millones de parados), del «Estado de bienestar».

Un sistema de instituciones creado trabajosamente, y aprovechando coyunturas de bonanza económica, abiertas casi siempre por las guerras, a lo largo de un siglo –Bismarck, Unión Soviética, New Deal, Plan Beveridge, Constituciones de las democracias homologadas tras la Guerra Fría, entre ellas la Constitución española de 1978–, pero que hoy la «izquierda» ha venido a considerar como si fuera un sistema de «derecho natural». Un sistema que los gobiernos liberales capitalistas «de derechas» habrían arruinado con sus «recortes» a la educación pública, a la sanidad pública, a las jubilaciones, &c. Y, por ello, «el pueblo», movido por los doctrinarios socialdemócratas o comunistas se manifiesta ruidosamente en las calles reclamando el retorno inmediato del «estado de bienestar», como si este estado fuese un indeclinable derecho natural de los individuos humanos, y como si se pudiese lograr por decreto o por ley de un «parlamento de izquierdas».

Otro tanto ocurre con los autodenominados «republicanos» en la España del presente, que han erigido la Segunda República como prototipo universal del humanismo, siendo así que la Segunda República carece por completo de entidad (por la fugacidad de su duración y por la debilidad de sus instituciones, en conflicto armado interno entre sus partidos y sindicatos) y porque las condiciones en las que ella apareció han cambiado casi por completo. El ideal republicano es hoy una cáscara vacía, que sólo sirve para recoger los recuerdos (la llamada «memoria histórica») de algunos supervivientes.

En ninguno de los casos estamos autorizados para identificar las «reflexiones circulares» sobre la crisis y la corrupción con ese género habitual de reflexión sobre la crisis y la corrupción que cultiva la perspectiva psicológica ética o moral. Es decir, por el análisis subjetualista de la crisis o de la corrupción, atribuyendo la corrupción, y por tanto la crisis, a desórdenes subjetivos de la conducta, a la ambición (hybris), o bien a la debilidad, o desorden derivado, acaso de fuentes genéticas o sociales. El eje circular no es, en efecto, una línea dibujada por unos individuos humanos (sujetos corpóreos operatorios) capaces de incorporar los materiales subjetivos al círculo común. En primer lugar porque las relaciones o conexiones circulares interindividuales no son reductibles íntegramente a relaciones individuales, sino que están siempre involucradas con las conexiones o relaciones entre grupos; en segundo lugar, porque el concepto de las relaciones o conexiones circulares incluye también las relaciones o conexiones entre grupos diferentes, y aún de diferentes culturas. Por lo demás, estas distinciones se advierten con gran claridad en el análisis de la crisis, en sentido económico, y de la corrupción, en el sentido político.

El concepto de crisis (según una opinión muy generalizada) aparece como un concepto no estrictamente subjetivo-psicológico (es decir, algo así como una «crisis orgánica», en el sentido hipocrático, o como una «crisis espiritual», como una «crisis de valores»), sino como un concepto referido a los procesos de producción y distribución de bienes entre individuos o grupos, procesos que tienen, es cierto, que inscribirse en el eje circular. Sólo que aquí los individuos o grupos están ya tratados en función de los bienes o servicios producidos o intercambiados. Partiendo de la llamada «ley de mercados», se proclamará la conexión armónica de la oferta con la demanda, de suerte que aquella deba fundarse en ésta (Adam Smith, Say, Bastiat, el propio Ricardo). Se admitieron oscilaciones, perturbaciones, o estancamientos pasajeros en la producción, en la distribución o en el intercambio, perturbaciones casi siempre debidas a causas exógenas (sequías, epidemias). En todo caso, perturbaciones que no eran propiamente crisis asociadas a la sobreproducción de la oferta sobre la demanda.

Es cierto que ya Lauderdale (1759-1839), en polémica con Adam Smith, admitió la posibilidad de una sobreproducción generalizada debida a una excesiva acumulación de capital; y el mismo Malthus habló de que la sobreproducción y la crisis podrían sobrevenir como consecuencia de un ahorro excesivo que creara insuficiencia en la demanda de los bienes de consumo y de producción. Sin embargo es frecuente considerar al economista suizo Sismondi (1773-1842) como el primer teórico de las crisis de superproducción, en una teoría endógena de la crisis que, según él, derivaría de la misma estructura del sistema capitalista, en cuando envuelve la libre competencia de los que ofertan. Una libre competencia que requeriría bajar los costes de producción y desemplear fuerza de trabajo, aumentando con ello el desempleo y disminuyendo la demanda efectiva.

Se considera a Clemente Juglar (1819-1905) como el primero en reconocer (1862) la alternancia de los periodos de expansión y de depresión, de un modo regular. Con ello habría comenzado la incorporación teórica de las crisis a los ciclos económicos. La teoría endógena de la crisis, ofrecida por Sismondi, se consolidó y desarrolló por Marx y sus seguidores, ya como «crisis de realización», ya como «crisis de subconsumo» (Tugan-Baranovsky, Kautsky, Lenin y después, como teorías marxistas de la crisis, Dobb, Sweezy, &c.).

El concepto de crisis económica, sin perjuicio de su carácter circular, se mantiene a escala suprasubjetiva, es decir, más allá de las condiciones psicológicas, éticas o morales, de los individuos o grupos que las sufren, integrados en el eje circular. Dicho en términos gnoseológicos: la teoría de las crisis económicas obliga a pasar desde la perspectiva una análisis beta operatorio hasta el terreno de los análisis alfa operatorios, y ello debido a que las conexiones o relaciones entre los sujetos operatorios ya no son reductibles al terreno subjetivo (puesto que hay leyes objetivas que gobiernan las propias conexiones intersubjetivas).

Este proceso de transformación de la perspectiva beta operatoria en una perspectiva alfa operatoria puede advertirse, aún manteniéndonos en el mismo campo de la economía, en dominios distintos de la teoría de la crisis, incluso en los dominios de la teoría del mercado ordinario (que, desde luego, se inscribe en el eje circular). Los análisis marginalistas –cuyos precursores, según Alfred Marshall, serían Cournot y Gossen, y sobre todo Jevons o Edgeworth–, considerados desde una perspectiva gnoseológica, representarían el paso de la perspectiva objetual beta operatoria a una perspectiva alfa operatoria. La perspectiva subjetiva del análisis económico del mercado fue transformada por Jevons en una perspectiva objetiva, al adoptar como criterio de la medida de los deseos subjetivos de un bien –de los deseos de felicidad– por el dinero que el sujeto estuviese dispuesto a dar por el bien que satisface ese deseo o produce esa felicidad. Desde la perspectiva objetiva ya se hacía posible representar geométricamente las leyes de variación de la utilidad marginal, porque la du/dx mide el grado marginal de la utilidad.

4. Podríamos intentar delimitar los más importantes «prototipos» que a lo largo del curso histórico, y en número relativamente pequeño, han cristalizado en algunas sociedades políticas como «épocas gloriosas» a través de las cuales la humanidad habría alcanzado la «plenitud de los tiempos», si no ya la plenitud eterna. Las corrupciones y crisis sobrevenidas tras esas épocas de plenitud (que, en todo caso, son únicamente plenitudes «emic») tendrían como único remedio el regreso a la regeneración del prototipo que se supone «traicionado» o «degenerado». Exponemos a continuación una relación de diez prototipos diaméricos que están a la base de muchos proyectos de humanismo, no ya intencionalmente metahistóricos (como podría ser el prototipo del «hombre nuevo» de los soviéticos, que lo situaban más allá de la historia, o en la redefinición de Marx, de la «prehistoria de la Humanidad»), sino intencionalmente positivos, es decir, concebidos como realizados de algún modo en alguna época histórica definida (diaméricos, por lo tanto), desde la cual ejercen su papel de modelos guías para cualquier proyecto o acción política.

Por supuesto, los prototipos de esta relación son, pese a su condición positiva, excesivamente abstractos, y su utilización terapéutica suele estar necesitada de referencias idiográficas mucho más concretas. No bastaría apelar, por ejemplo, a «la democracia», sino a la democracia de la Constitución de Bonn, por ejemplo; no ya al centralismo estatalista autoritario, sino al centralismo del régimen de Franco (al menos considerado en la fase en la cual los ministerios fueron ocupados por los tecnócratas). Sin embargo, estas concreciones del modelo prototípico, producto muchas veces del sectarismo partidista más grosero, sólo mantienen su prestigio cuando se les ofrece encuadrados en el prototipo general.

(1) Como primer prototipo histórico del «humanismo circular positivo» podemos considerar al sistema que conocemos por «democracia griega periclea». Un prototipo enfrentado a los sistemas despóticos de los imperios bárbaros coetáneos, sobre todo del Imperio persa; pero también enfrentado a los sistemas griegos precursores de las tiranías o a la república espartana.

Lo cierto es que el prototipo democrático de Pericles sigue ejerciendo, desde su lejanía, una fascinación cuasimística entre los republicanos o entre los demócratas (según las épocas) de los Estados Unidos de América del Norte. El discurso funeral que Pericles pronunció, y que nos fue transmitido por Tucídides, expresaría la conciencia de que la república de Atenas había alcanzado la plenitud del Género humano, la plenitud de su libertad. Por tanto, la democracia de Pericles podrá ser tomada como ejemplo en el proceso de regeneración de cualquier otra república corrompida o en crisis.

Y, sin embargo, si nos atenemos a las críticas que Platón y Aristóteles dirigieron pocos años después de la muerte de Pericles a su democracia, el discurso de Pericles descansaría sobre dos sofismas escandalosos:

(a) Utilizar el nombre de «oligarquía» (o gobierno de algunos) en un sentido, por sí mismo, peyorativo, como si el gobierno de los pocos estuviese siempre orientado a su propio provecho, olvidándose de lo que representó el gobierno de los grandes tiranos atenienses.

(b) Utilizando el concepto de «democracia» en un sentido fundamentalista, como si el gobierno de la mayoría estuviera siempre orientado a la tutela o beneficio de todo el pueblo. Y ello sin tener en cuenta que el «pueblo» de los ciudadanos de la democracia ateniense no llegaba al diez por ciento de la población total, contando a las mujeres, a los esclavos y a los metecos.

(2) Como segundo prototipo histórico del «humanismo positivo» parece obligado citar aquí al Imperio de Alejandro, que podría interpretarse como una transformación (o expansión) del mismo prototipo de la democracia ateniense, al menos si damos cierto crédito a la sospecha de que Alejandro hubiera intentado fundar –como réplica al imperio depredador de los persas– un imperio generador de ciudades, una red de carácter universal de Estados-ciudad (Plutarco, Alejandro, 27, 6; Arriano, Anábasis, 7, 2).

(3) Como tercer prototipo del «humanismo positivo» (heredero de algún modo del prototipo de Alejandro) sería preciso considerar también, desde luego, al Imperio romano de Augusto, tal como lo presentó Virgilio (Eneida, VI, 851: Tu regere imperio populos, Romane memento).

(4) El prototipo imperialista resultante de la transformación del Imperio romano de Augusto en el Imperio universal cristiano, a partir de Constantino el Grande. Un prototipo que servirá de modelo a los imperios surgidos de los reinos sucesores (incluso al imperio de los califas), y después a los «imperios europeos» (al imperio carolingio, al imperio romano germánico, y después a la Monarquía hispánica de Carlos I y Felipe II).

(5) El prototipo de «humanismo positivo» asumido por la Revolución francesa también comenzó por una «Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano» en 1789, y creyó ver que su revolución inauguraba el año cero de la historia del Género humano. Marx ya había observado que los revolucionarios franceses hicieron su revolución «disfrazados de romanos».

(6) Otro tanto habría que decir del Imperio norteamericano, surgido de una rebelión de colonos ingleses contra el reino británico. Una rebeldía que no hubiera tenido posibilidad de prosperar si no hubiera sido por el apoyo de Francia y de España.

Por lo demás, la influencia del Imperio romano en el desarrollo de los Estados Unidos del Norte de América es bien conocida: senadores, Capitolio, &c.; influencia creciente a partir, primero de Monroe, y después de Wilson, de Roosevelt, de Truman, de Eisenhower y de Kennedy.

(7) También la Revolución de Octubre, la revolución soviética, fue interpretada por sus gestores como una nueva época del Género humano, aquella en la cual la lucha de clases habría sido superada por la dictadura del proletariado, y después por la República Soviética. Kruschev había calculado que el comunismo efectivo y aún el «hombre nuevo» se alcanzaría en la Unión Soviética en la década de los años ochenta del siglo XX.

(8) No es posible omitir una referencia al prototipo creado por la República Popular de Mao y sus sucesores. Su tradición oriental es muy distinta de los prototipos occidentales o mediterráneos. Su imperialismo también es sui generis: y no sería tanto «centrífugo» (como lo fue el imperio español, el británico, o el norteamericano) como «centrípeto» (como lo fue el imperialismo de Augusto y sucesores, hasta Constantino).

(9) Tras el prototipo fugaz del «imperialismo ario», que desencadenó la Segunda Guerra Mundial y que fue aplastado por los imperios colindantes (principalmente por el soviético y por el norteamericano), la postguerra ofreció un nuevo prototipo que, en gran medida, refundía prototipos anteriores.

(10) Nos referimos, por último, al prototipo de las democracias pacifistas homologadas y al prototipo de globalización económica pacífica, bajo el ideal humanístico de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

IV
Prototipos metafísicos
envueltos en prototipos de apariencia positiva

1. La importancia de la teoría de los «prototipos diaméricos», económico políticos y sociales, sólo puede medirse por su papel de teoría alternativa a las concepciones metaméricas (metafísicas) del curso histórico del Género humano, entendido en función, o bien de un término límite definitivo en el que el «Hombre nuevo» podrá vivir indefinidamente en la Tierra (o acaso en algún otro planeta o galaxia), o bien en función de un término ilimitado o indefinido que envuelva la disgregación del sistema por enfrentamiento mutuo de las facciones del Género humano.

2. Aún cuando los prototipos humanísticos hoy vigentes se presentan en la forma de prototipos positivos (históricamente cristalizados) –al incorporar, por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, o la organización política de las democracias parlamentarias homologadas, o los principios del pacifismo y del desarme nuclear, o la economía de mercado–, sin embargo, tras ellos, suelen encubrirse prototipos metafísicos apenas disimulados por su «disfraz positivo».

La corrupción generalizada y la crisis económica internacional desencadenada en la primera década del siglo XXI, hacen pensar a muchos que hemos llegado a una situación apocalíptica de catástrofe universal, porque la red internacional de los Estados interdependientes es demasiado frágil, y el incremento de las tensiones entre ellos, efecto acaso del imparable progreso demográfico del Género humano, autorizan a pensar en la inevitabilidad de una Tercera Guerra Mundial.

Sin embargo, también es cierto que la visión metafísico apocalíptica de la situación del presente suele ser mantenida por grupos de oposición al partido del gobierno (en España, ahora, por el PSOE o IU frente al PP), con el designio objetivo de hacerle responsable de la «situación caótica» (que cada vez más tiende a describirse, antes como efecto de la corrupción del partido en el gobierno, que como efecto de una crisis cíclica) y forzándole así a dimitir, a fin de poder recuperar de nuevo el poder perdido.

Pero el pueblo, que escucha la algarabía de los partidos de la oposición ante el gobierno –una oposición que alienta a los grupos gremiales que se manifiestan gritando y saltando por las calles de las ciudades españoles, griegas o venezolanas…–, llega a contagiarse de su catastrofismo. Y, si no llega a más, es porque «el pueblo» no actúa en realidad como una unidad, sino distribuido en grupos gremiales (médicos, enfermeros, jueces, profesores, estudiantes, farmacéuticos, pilotos de aviación, empleados del metro, mineros…).

Sin embargo, los millones y millones de desempleados, al menos en España, no asaltan los comercios o los bancos (y los escasos asaltos a supermercados han sido ejecutados por políticos que buscaban acelerar la dimisión del gobierno). ¿Cómo explicar esta paradoja? Acaso se explica porque los millones de desempleados no están hambrientos in extremis, debido sobre todo a que sus familias, organizaciones vecinales, municipales o religiosas, les proporcionan alimentos; indicio este de que la retícula social no está aún podrida. Y quienes confían, dejando de lado las visiones apocalípticas, una recuperación próxima y atribuyen la crisis a la corrupción (o a la «crisis de valores»), suelen propugnar remedios liquidacionistas, es decir, piden un cirujano de hierro que castigue a los culpables, a los corruptos, considerados como los verdaderos culpables y causantes de la crisis.

Dicho de otro modo, la interpretación apocalíptica de la crisis y de la corrupción –en realidad, de la corrupción como causa de la crisis– no llega, en prácticamente ningún caso, a enfrentarse con la hipótesis del naufragio del sistema global heredado. No se «reflexiona» sobre la posibilidad de que no dispongamos de ningún prototipo o modelo positivo para el futuro. Por ello el pueblo se considera extraviado o perdido, y vuelve a apelar a algún modelo positivo, aunque sea tan pintoresco como el que proponía una manifestante socialista, con apariencia de iletrada: «Todo los políticos españoles están corrompidos, y la única manera de salvarnos es traer a políticos suecos, que dicen que son los más honrados» (acaso, en esta opinión, está actuando el anticlericalismo, de origen protestante, hacia los católicos).

La situación es muy distinta. Los modelos o prototipos que ofrecen las organizaciones religiosas tienen el componente positivo de presentarse como una restauración de los valores judíos, cristianos o mahometanos, es decir, del retorno a los principios del Antiguo Testamento, del Nuevo Testamento o del Corán; el modelo que proponen las naciones separatistas (en España, los catalanes, los vascos, los gallegos) es el retorno a la supuesta edad de oro de sus naciones respectivas (a sus orígenes celtas, a sus fueros medievales vascos o navarros, o al imperialismo mediterráneo catalán). Y quienes se mantienen al margen de los separatismos también verán muy clara la terapia de la crisis y de la corrupción: el retorno a la democracia laica de la Segunda República, o bien el retorno a los años de la Guerra Civil, en la cual se estuvo muy cerca de la proclamación de una República Popular Soviética «que hubiera extirpado definitivamente al capitalismo» (todavía en el último octubre, el de 2012, 78 aniversario de la Revolución de Octubre en Asturias, el PCE reivindicó «la actualidad de la lucha contra el capitalismo»); o bien el retorno al régimen de Franco; o bien la regeneración de la «democracia de la transición» (anterior a la democracia de los Estatutos de Autonomía).

Ahora bien, quienes proponen estos modelos o prototipos retrospectivos, presentados como modos de probada eficacia, no es porque estén proponiendo modelos positivos, que son no sólo inviables (dado el lapso de tiempo transcurrido desde su época hasta el presente, y el cambio de circunstancias, por ejemplo, para los modelos comunistas, la caída de la Unión Soviética) sino metafísicos.

O dicho de otro modo: porque se están reinterpretando los modelos positivos a la luz de modelos metafísicos que nunca existieron, o si existieron en un tiempo pretérito no es posible reproducirlos en el presente, puesto que el curso de la historia los ha hecho inviables. El modelo de la Segunda República como prototipo de una sociedad política democrática para la España del siglo XXI se basa en una idealización puramente subjetiva y nostálgica de un régimen que propiamente no existió jamás, sino como campo de batalla de anarquistas, comunistas, socialistas o falangistas, y con gobernantes de muy dudosa calidad política o intelectual (dejando de lado su pedantería). De hecho fue reprobado desde dentro por uno de los personajes más ponderados por los propios republicanos, como fue Ortega y Gasset («No es esto, no es esto»).

Y el modelo comunista, que sigue proclamado en las banderas del PCE es, hoy por hoy, un modelo metafísico, porque tales banderas las levantan quienes parecen no haberse enterado del hundimiento de la Unión Soviética, es decir, del fracaso del «comunismo realmente existente». ¿Y qué decir de los anarquistas que viven recordando algunos experimentos libertarios del valle del Ebro durante la Guerra Civil española?

 

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