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El Catoblepas, número 132, febrero 2013
  El Catoblepasnúmero 132 • febrero 2013 • página 9
Artículos

El rancio españolismo

Iván Vélez

Desde cien años ante del franquismo

presunto rancio españolismo en Bienvenido Mr. Marshall, 1953

Es habitual encontrar en la prensa española, las expresiones, de evidentes connotaciones negativas, «rancio españolismo» o «españolismo rancio», fórmulas identificadas con un caduco esencialismo unitarista atribuido a los defensores de una nación española a menudo acusada, por parte de quienes recurren a tales rótulos, como «prisión de naciones». En este trabajo trataremos de rastrear y analizar someramente los términos de tal construcción: «rancio» y «españolismo».

Por lo que se refiere a la primera parte de la construcción, encontramos, ya en el siglo XVIII y en tierras hispanoamericanas, el rótulo «filósofo muy rancio» en la siguiente obra, en la que, además, se observa hasta qué punto el ortograma imperial seguía vigente con los ojos puestos en el continente asiático{1}. Es en la Nueva España, cuya denominación iba decantándose hacia el vocablo México, donde se emplea, en 1765, la fórmula «filósofo [muy] rancio», concretamente en la tercera página de su Carta familiar de un sacerdote: Respuesta a un colegial, amigo suyo, en que le da cuenta de la admirable conquista espiritual del vasto Imperio del Gran Thibét y la Misión que los Padres Capuchinos tienen allí, con sus singulares progresos hasta el presente. Dase también una noticia sucinta de la fundación de esta penitente, Seráfica Familia, de los Santos que la ilustran, Cardenales, Arzobispos: de su observancia, y austeridad: Misiones que tiene en todo el Orbe: Provincias Convento, y Religiosos, en que se halla propagada, con otras noticias Histórico-Eclesiásticas (Imprenta de la Biblioteca Mexicana en el Puente del Espíritu Santo, año 1765. Y ahora reimpresa con algunas Notas en Madrid. 1772. Por D. Joachin Ibarra, Impresor de Cámara de S. M.):

«Mi Amigo, y mi Señor.
Soy curioso: no extrañe V. md. mi manía; que a lo que entiendo no es tan mía, que no sea también de todos los hombres. Así lo oí a un sujeto muy erudito, alegando a su favor un Filósofo muy rancio, que decía: Todo hombre desea naturalmente saber. Así me sucede a mí; y no teniendo otro maestro, que a V.md. a V.md. recurro, para que me enseñe.
Ya sabe V.md. mi corta educación en lo más retirado de la América, y que con cuatro rudimentos de Filosofía, me ha trasladado mi suerte de entre los Indios Apaches a continuar mis estudios a este Colegio de Paztquaro. Y aunque mi curiosidad dulcemente me inclina a la apreciable lección de bellas letras, apenas me queda tiempo de mis precisas tareas para saciar mi apetito. Demás que los vapores sulfúreos, que continuamente exhala el volcán vecino de Xurullo, son aquí tenidos por poco sanos para la ocupación frecuente del estudio: con que me veo imposibilitado de saber lo que pretendo. Ya creó soy largo en el exordio: voy al caso.
Un día de estos apareció aquí un P. venerable con un hábito estrecho, y remendado, barba crecida y en todo predicando mortificación, y penitencia. Su desnudez, compostura, y religioso aspecto, me llevó la atención; y aunque al principio le tuve por Padre Bethlemita (* Es Religión en la América parecida mucho a los Capuchinos en el hábito), la diversidad de capilla, y el cordón, me hicieron mudar de dictamen.»

Quien firma esta Carta familiar es Ricardo Anffescinio, pseudónimo que junto con el de Fraderico Monsacii, empleó Francisco de Ajofrín.

Francisco Agustín de Ajofrín nace en 1719 y se hace novicio capuchino a los 21 años. En 1753 es vicario en el convento de Segovia y al año siguiente es profesor de filosofía en Madrid, ocupando su cátedra seis años para posteriormente hacerlo en la de Teología durante un trienio.

En 1763 pasa a Nueva España con el encargo de recaudar fondos para la misión del Tíbet, proyecto ecuménico que todavía se manejaba, siglos después de que Colón se encontrara con un continente interpuesto entre España y las Indias Orientales, hacía donde se dirigía el navegante con el propósito, entre otros, de cristianizar al Gran Khan y envolver a los hombres coranizados. Sea como fuere, nuestro capuchino permanecerá en México hasta 1767, emprendiendo una serie viajes por la Nueva España que también dieron sus frutos en la imprenta. A su regreso a España es nombrado guardián del madrileño convento de san Antonio, cargo que ocupó hasta su muerte en el revolucionario año de 1789.

Tras esta pincelada biográfica, hemos de señalar que Francisco de Ajofrín cita en su texto a Aristóteles, con la frase que da inicio a su Metafísica, otorgándole una ranciedumbre emparentada con la antigüedad que ya se recogía como segunda acepción en el Diccionario de Autoridades de 1737:

«Vale también añejo, antiguo ù conservado por mucho tiempo.»

Casi medio siglo más tarde, el Imperio español se hallaba inmerso en su definitiva transformación, tras la ocupación peninsular llevada a cabo por un Napoleón que había secuestrado a la Familia Real en Bayona para sentar a su hermano en el trono español bajo el nombre de José I. En ese contexto, encontramos el uso del término «españolismo» en una obra de Francisco Alvarado (1756-1814), autodenominado como El filósofo rancio, quien en esta ocasión firma como «de antaño». El libro en cuestión es su Prodigiosa vida, admirable doctrina, preciosa muerte de los venerables hermanos los filósofos liberales de Cádiz, su entierro y oración fúnebre, hasta el requiescant amen, por D. F. A. y B., Filosofo de antaño, devoto de los venerables. Imp. de Lema, Cádiz, 1813, 346 p. En ella, particularmente en su Libro primero, página 276, hallamos el siguiente párrafo:

«De aquí es, que habiendo sufrido de los franceses las mismas calamidades que vosotros, siento interiormente que un impulso poderoso me inclina á compadecerme. Non ignara mali, miseris succurrere disco. Y aunque no puedo negar, que muchos dirán que todo esto es ficción; y públicamente se me ha tratado de afrancesado, asegurando que el rey D. Pepe en premio de mi españolismo y aversión á los franceses, me condecoró con la gran banda y ministerio de policía; honor y distintivo sin comparación mayor que el de la berenjena, y empleo desconfianza suma del Sr. D. Pepe, pues se reducía á perseguir de muerte á los verdaderos españoles y hombres de bien; todo esto es una calumnia vil, lo que trato de probar, y lo haré cuando Dios quiera.»

Alvarado trata de exculparse de esa acusación de colaboracionismo que anidaba en el calificativo «afrancesado»{2}. En el fondo, el clérigo se situaba en las coordenadas del clero hispano, que identificaba a Napoleón con el Anticristo, visión a la que tanto contribuyeron obras como la que andamos comentando o el célebre Preservativo contra la Irreligión, o los planes de la Filosofía contra la Religión y el Estado, realizados por la Francia para subyugar la Europa, seguidos por Napoleón en la conquista de España, y dados a luz por algunos de nuestros sabios en perjuicio de nuestra patria del padre Vélez, publicado en Cádiz un año antes. Obras todas a las que hemos de sumar los numerosos centinelas tras los cuales encontraremos las plumas de escribas tonsurados

La palabra «españolismo», empero, tenía un uso anterior, pues al menos desde 1790 se tiene constancia documental de su empleo. Así es, ese año, el Correo de Madrid (o de los ciegos), en su edición del miércoles 8 de septiembre, nº 394, página 6, ofrece al lector este escrito de Antonio Olivares de la Cueva, quien tras visitar Francia, se hallaba sensibilizado por la enseñanza de los niños.

«Aprecio sobre manera tener, en el modo de pensar, un compañero tan ilustrado Como el señor Quiquondam: ¡oh que gloria me resulta de tan buena compañía! Ojalá fuese mayor el número con tal que no diesen en la rareza (por no decir otra cosa) de enmascararse: celebraré verme segundado como dice, mas no terciado, cuarteado, ni quintado, pues ni soy barbecho, renta, ni útil para las armas, permítaseme también algún españolismo.
Las ocupaciones, Señor Editor, me han impedido corregir las erratas de imprenta que contienen mis últimos escritos, ahora remito la lista para que se publique, pues al señor Quiquondam le sobra la razón en cuanto insinúa en esta parte.»

Españolismo, sin embargo, y lejos del matiz político que posee en la actualidad, parece tener, en este caso, connotaciones que podemos situar en los aledaños del casticismo. Sin embargo, y pese a que esta vía no se agotará de forma inmediata, el sentido político, con gran carga religiosa, persistirá.

Ese mismo año, la prensa editada en Cádiz, en este caso el periódico servil que al año siguiente se trasladaría, con la restauración borbónica, a Madrid, El Procurador general de la nación y del rey, incluía en su primera página del día 13 de junio de 1813, lo siguiente:

«El artículo de Vd. de 3 de junio me incita á darle una prueba de que del puente del Trillo hacia Castilla se piensa muy de otra manera que en Cádiz. Es el caso que viendo anunciada para el día de San Fernando, día grande para los verdaderos españoles, la comedia de la Viuda de Padilla (aquel revolucionario de marras) y escandalizado con este rasgo del furor de los ciudadanos de ayer mañana, quiero decir , los cómicos, hijos uterinos de la Constitución, me trasladé al Puerto de Santa Maria. ¡Qué diferencia encontré! Allí todo respiraba contento desde la víspera de este día. Si hubiese Vd. asistido á la plaza de la verdura, habría visto la iluminación de aquella gente del campo, que por lo regular es la mas pura en su españolismo. Los puestos cubiertos de ramos, y adornados de faroles ó con luces, y el retrato de Fernando, el deseado, y el contento de las gentes, eran un indicio cierto de la sinceridad de estas demostraciones. El resto de la ciudad correspondía á la plaza dicha, á la de la Constitución é Iglesia prioral, y exceptuando una ú otra casa de afrancesados (que para castigo nuestro aun existe esta raza) todo estaba brillante, pues ni el muelle dejó de estar iluminado graciosamente. ¿Qué diré del día de San Fernando? ¡Qué fiesta tan magnífica en la Iglesia! ¡Qué edificante la presencia de los Ilmos. Sres. Obispos de Plasencia, y Albarracín! ¡Qué sermón tan oportuno, tan español, tan piadoso nos hizo el Sr. González, diputado de aquel clero! ¡Con qué propiedad comparó la vida de Fernando Vil, sus persecuciones y rivales, con la de San Fernando, sus trabajos y enemigos! ¡Con qué alma hizo el cotejo de aquellos españoles con los presentes, realzando el patriotismo de estos sobre el de aquellos, y concluyendo con que España siempre había sido el pueblo de Dios, y que ahora como siempre había motivo para cantar al Señor cánticos nuevos de alegría y reconocimiento! […]

La unión entre Trono y Altar es evidente, llegando incluso a buscarse paralelismos entre Fernando VII y su santo homónimo. En el otro extremo del espectro político, el liberal El Duende de los cafées, en el cierre de su número del jueves 2 de septiembre de 1813, página 4, denuncia la persistencia de elementos afrancesados en Madrid que, llegado el caso, podrían actuar como quinta columna. El texto viene precedido de una autocrítica consistente en la denuncia de desunión o de un oportunista patriotismo entre las filas y en la existencia de fisuras en las huestes liberales, que permitían la infiltración de agentes serviles:

«Señor Duende de los Cafés: Me escriben de Madrid que en el Palacio nuevo y en todos los demás de los sitios y casas de campo (excepto en las Reales Caballerizas) no se nota la ausencia de los gabachos pues todo huele a francesismo en aquellos parajes cuando todo debía ser puro Españolismo, dígame V. ¿en que consiste esto y por qué los Alabarderos que allí hay prosiguen haciendo las guardias en el Palacio nuevo después que la han hecho por tantos años á Pepe Botellas? Deseo que V. satisfaga mi curiosidad sobre todo esto y así saldremos de dudas todos los que detestamos á los franceses y afrancesados. Queda de V. su amigo que en otra ocasión le preguntará otras cositas y es de V. su atento servidor Q. B. S. M. = El Decidido

Meses después, en el Diario de Madrid del 17 de enero de 1814, encontramos un muy diferente españolismo al citado, el ligado al Rey y a la Iglesia. D. José Matías Roblejo, Tesorero del Consejo Supremo de Guerra, firma esta crónica de exaltación de El Deseado y el aparejado regreso de las caenas:

«Entre las muchas e irrefragables pruebas de nuestra libertad, y de la mayor satisfacción para los verdaderos españoles, es la feliz y tan deseada entrada de nuestro augusto Congreso y de S. A. la Regencia en la heroica capital: día que su celo, su actividad y fina política se ha merecido: día en que la invencible Nación redobla su patriotismo, y dilata su angustiado corazón con la noble esperanza de mirar á su idolatrada FERNANDO sentado en su solio; día finalmente en que todo católico español debe levantar sus manos al cielo y dar infinitas gracias al Dios de las victorias.
Penetrado de tan eficaces motivos, y lleno mi corazón de una alegría inexplicable, dispuse que en el día 6 del corriente se celebrase en el magnífico templo de este monasterio una misa solemne con su divina Majestad manifiesto, y sermón que predicó el párroco de este real sitio, concluyendo con un devotísimo Te Deum, tributando al Altísimo estos religiosos obsequios en acción de gracias por tan singulares y extraordinarios beneficios. El lucido y respetuoso concurso de sacerdotes seculares, de estos ancianos monjes, del ayuntamiento todo, de los empleados de la hacienda pública, y la asistencia de la mayor parte de los ciudadanos de este fidelísimo pueblo colmó con gozo, manifestando en su españolismo, y entre lágrimas y vivas, el intenso amor que profesan á su REI como á tal y como á hijo de su suelo.»

Otra carta particular, la del diputado liberal por Extremadura, Canónigo de la colegiata de San Isidro de Madrid, Antonio de Oliveros (1764-1820), emplea el vocablo «españolismo». El clérigo había sido un activo recaudador de fondos para combatir a los franceses durante la Guerra de la Independencia, y sufrió represalias con la reacción absolutista, siendo encarcelado y posteriormente desterrado:

«Aquí desde luego se presentó Ostolaza con su intrepidez natural, y le ha servido mucho; mas como él se ha dado tanta importancia lo ha perdido todo lo que ha querido ganar para sí propio de opinión particular. Él es un vigoroso antagonista de los ateo-demócratas, enmascarados de Constitucionales; y si no dejara ver muy á las claras, que es fácil se pase de la raya, sería mirado con cordial estimación, á pesar de ser suplente americano, por que él públicamente ha sostenido el españolismo y la propiedad en la representación; y entrar á escudriñar intenciones eso se debe quedar para Dios. Es un gusto verlo cuan ufano vá por todas partes. El otro día estaba yo al balcón, y se encontró al frente de mí en la calle con un su amigo, al tiempo que pasaba N… el farolón enemigo declarado del Rey y de toda Religión, que anda loco al ver la opinión que entre los buenos disfruta el Duque del Infantado, y se ha empeñado en andar divulgando cuanto puede y cabe en su destemplado caletre y viciosa imaginación contra uno de los mejores españoles, que será el que al Rey lo haga practicar sabia y oportunamente sus virtudes con la mas fina política y sincera religión.» (Diario patriótico de Cádiz, Cádiz, martes 8 de febrero de 1814, p. 7).

El martes 3 de mayo de 1814, en su tercera página, el madrileño El Amigo de las leyes, reproduce la continuación de un artículo comenzado a publicar el 26 de abril de ese mismo año. Lo firman las iniciales L. C., y constituye una defensa del papel jugado por Andalucía contra el invasor francés frente a su cuestionamiento por parte de voces procedentes de otras regiones españolas. Tras destacar la crucial batalla de Bailén, L. C. no deja pasar la ocasión de mostrar una visión de los andaluces todavía vigente, la de una población sujeta a seculares abusos.

«¿Que más podía hacer para manifestar su españolismo una provincia, acostumbrada á tener por ley divina y humana, que el moverse es delito, y el discurrir pecado? ¿qué los esclavos de poderosos y eclesiásticos? Nueve mil y pico de casas tiene ó tenia hace pocos años Sevilla; las siete mil y aun pico eran propiedad eclesiástica; añádanse á estas las de potentados, residentes en la corte, y caballeros de aquella provincia; ¿que mas puede decirse para probar que con sufrir y no corromperse ha hecho tanto como el que mas?»

Días más tarde, españolismo se opone a jacobinismo. Así, en el Correo político y mercantil de Sevilla, al fervor fernandino se unen las invectivas contra «la señal detestable de la democracia, ó por decirlo mejor, la oligarquía mas despótica»:

«En esta ciudad y en todas las de España no podía persona alguna salir á la calle de noche sin que fuese asaltado por algún ladrón o ratero de los que poblaban los barrios: desde el felicísimo día seis, en que dimos fin al jacobinismo, y principio al Españolismo verdadero, todo es quietud, todo paz, todo armonía, todo placer y uniformidad de sentimientos. Corren las gentes, es verdad, á todas horas unidas en numerosas tropas, y con desaforados gritos expresan sin cesar los afectos de su corazón hacia su idolatrado Fernando; pero jamás ha turbado este gozo ni la embriaguez escandalosa, ni el robo, ni el desafuero, ni el insulto, ni la sangre, ni la desunión, ni el desorden, como han querido decir los enemigos de la verdad.» (Correo político y mercantil de Sevilla, Sevilla jueves 12 de mayo de 1814, p. 2)

A comienzos del año siguiente, la Atalaya de La Mancha en Madrid carga contra los españoles exiliados a causa de su afrancesamiento, lo que les convierte en hispano-apóstatas que difamaban a la Nación:

«Los Editores del Monitor universal de Paris se han encontrado una mina inextinguible en la chismografía de los hispano-apóstatas que han abjurado el españolismo. ¡Que combinación tan afortunada! Aquellos, dotados de unas tragaderas capaces de dar paso al Rhin con barcos y velas: estos, unas animetas que jamás han padecido de escrúpulos.» (Atalaya de la Mancha en Madrid, Madrid viernes 6 de enero de 1815, p. 1)

Durante el Trienio Liberal, encontramos nuevos usos del término «españolismo». En una sesión de Cortes extraordinarias en la que interviene Felipe Fermín Paúl (1774-1843), presidente del primer Congreso de Venezuela, suscriptor del Acta de Independencia y Diputado por Caracas en las Cortes españolas hasta su regreso en 1823, éste debate con el darocense Marcial Antonio López (1788-1857), abogado del Colegio de Madrid y diputado por Aragón, en relación con un dictamen que rebaja la hostilidad al reconocimiento de las soberanías americanas. Paúl, quien señala el superior poderío militar americano, es favorable a establecer lazos y garantías que protejan a los españoles peninsulares establecidos en aquellas tierras. He aquí la cita en El Universal:

«A pesar del españolismo de que ha hecho alarde el Sr. López, no crea su señoría que excede en amor á la España á los diputados de ultramar que han firmado el dictamen y están persuadidos que lejos de proponer una cosa contraria al honor nacional, presentan una medida que hará un eterno honor á la España y á las cortes.» (El Universal, Madrid miércoles 13 de febrero de 1822, p. 3):

El rótulo todavía se empleó en el México soberano de 1830, tiempo decisivo por el interés que los Estados Unidos tenían en hacerse con un jugoso mercado, así como con los vastos territorios tejanos. Herramienta fundamental para conseguir estos propósitos sería la implantación de la democracia, razón por la que, desde el prisma yanqui, monarquismo y españolismo son voces con una gran carga peyorativa. El miércoles 10 de diciembre de 1830, la Gazeta de México –página 4– incorpora esta dupla tratando de demarcarse un tanto de determinadas interpretaciones:

«¿Por qué, pues, se quiere confundir la jornada de Tulancingo con proyectos de monarquía y de españolismo

Tras la acusación de españolismo, se ocultaba el forcejeo entre logias masónicas escocesas, que recibían tal calificativo, y las yorkinas, afectas a la causa y cánones estadounidenses.

Siete años más tarde, y de nuevo a este lado del Atlántico, en 1837, encontramos la expresión «españolismo rancio» en el periódico madrileño El Español, en la que se incluye dentro de un artículo en el que se habla de la quiebra del Antiguo Régimen, fractura a la que se le atribuye un origen ideológico francés extendido por otras naciones, entre ellos los jóvenes Estados Unidos, frente a la cual se plantea la revisión de todas aquellas antiguas, rancias, clásicas instituciones españolas.

«Si tal es nuestra verdadera situación; si con efecto somos nosotros los mismos españoles que retrató CERVANTES, pues que de su tiempo al que describimos ninguna modificación radical se había verificado; y si con toda nuestra indolencia hidalga, nuestro platonismo, nuestra pobreza de buena fe, nuestros duelos y nuestros quebrantos nos empeñamos en remedar á los habitantes del norteamérica, si nos figuramos ser lo que son ellos, y desdeñamos nuestro propio valer, aunque sea corto nuestro españolismo rancio, nuestra honradez, nuestra modestia, nuestros propios vicios, y nuestra virtud indígena ¿qué otra causa ni motivo necesita buscarse para explicar nuestros males?» (El Español, Madrid miércoles 10 de agosto de 1837, p. 4)

En 1840, una crónica religiosa escrita por el corresponsal en Asturias de El Católico, conecta catolicismo y rancio españolismo en un texto que comienza con una queja por la puesta en marcha de una ley que limita la movilidad de los clérigos y termina reclamando los pagos adeudados de quienes deben proveer de pasto espiritual al vulgo:

«De este modo sería como yo (y cuantos no hayan degenerado todavía del rancio españolismo) pondría silencio a mi pluma por mas que el corazón me impulsase sentimientos de humanidad y de filantropía.» (El Católico, Madrid sábado 2 de octubre de 1840, p. 2).

Una conexión que no se mantuvo constantemente, como puede observarse en este acto, ajeno a la esfera católica, y de exaltación de la milicia nacional de Madrid durante la regencia del isabelino Baldomero Espartero (1793-1879):

«Para vosotros no existen tampoco los inefables placeres que nosotros hemos disfrutado ayer: no; vosotros no conocéis esos placeres y esas dulzuras. Porque vosotros no lleváis en vuestro seno el amor á la patria, y el españolismo puro que abrigan en el suyo la milicia y el regente.» («El Regente y la milicia nacional de Madrid», El Espectador, Madrid, sábado 7 de enero de 1843, p. 4).

Ese mismo año, el historiador Modesto Lafuente (1806-1866), bajo el pseudónimo Fray Gerundio, emplea el término dentro de la publicación satírica, primero leonesa y después madrileña, del mismo nombre:

«La nación española habrá visto que Fr. Gerundio, encastillado constantemente en su programada españolismo y ley, se ha declarado contra toda influencia extranjera,…» («Manifiesto de Fr. Gerundio a los españoles», Fr. Gerundio, Madrid 25 de junio de 1843, p. 9).

«La profesión de Fr. Gerundio se reduce a muy pocas palabras: españolismo y ley por arriba, españolismo y ley por abajo, y por variar un poco, ley y españolismo por la derecha, y ley y españolismo por la izquierda.
Fr. Gerundio será de la coalición mientras esta tenga por objeto la reconciliación sincera de todos los españoles, y mientras no se desvíe de la vía sacra de la ley. Si algún día los coligados se separaran, Fr. Gerundio sería de los que enderezaran sus pasos por la senda mas española y mas legal. Y si ninguno la siguiese, lo cual no es de presumir, de ninguno sería, y se quedaría Fr. Gerundio solo y no de Dios. Los mandamientos gerundianos pues de esta segunda era se encierran en dos, ley dura y limpia, y españolismo rancio, sólido y apelmazado. Y no digo mas aunque pudiera, que disciplinazos vendrán donde mas largamente se habrá de contener.» («Manifiesto de Fr. Gerundio a los españoles», Fr. Gerundio, Madrid 25 de junio de 1843, p. 23).

Situados ya en el ecuador del siglo XIX, el Diccionario de la Real Academia ya recogía, desde 1837 esta definición de rancio, que completaba la anteriormente citada:

«Lo que muda el color, el olor y el sabor, adquiriendo una especie de corrupción, por haberse guardado ó detenido mucho tiempo. Aplicase por lo general al tocino salado. Se usa muchas veces sustantivado; y así se dice que el tabaco tiene rancio.»

En cualquier caso, con el auge del pintoresquismo de capa, mantilla y toros, la expresión se mantiene también en un plano cultural. En la ya independiente Cuba de principios del siglo XX, en la que todavía se conservan rescoldos de su pertenencia a España, hallamos:

«No es pequeño síntoma de reacción tampoco la campaña, ya totalmente fracasada por suerte, hecha por determinados españoles y cubanos españolizados, para restablecer entre nosotros el espectáculo bárbaro, inculto y típico de la España medioeval, de las corridas de toros.
A pesar de que en Cuba a poquísimos cubanos gusta tal espectáculo –y a ninguno de los de las nuevas generaciones, seguramente–; a pesar de ser por todos nosotros considerado como espectáculo del españolismo rancio y anticuado que en la propia España se está luchando por desterrar…» («Los extranjeros en Cuba», Cuba contemporánea, La Habana 1915, p. 8).

Por su parte, el maurófilo Alcántara Medina imbuido de ideología negrolegendaria, afirma, refiriéndose a la conquista de Granada, capítulo final de lo que califica como «bárbara conquista», y al último monarca nazarí, lo siguiente:

«No. Los guerreros de Fernando e Isabel eran menos españoles que los granadinos, y ambos monarcas, lejos de aventajar en españolismo a Abu Abdal-lá, eran harto menos castizos que él.
Es decir, que de los personajes representativos de esta tragedia, el que por la sangre tenía derecho a llevar la representación de España era el vencido.»

La legitimidad, desde su perspectiva, estaba del lado musulmán:

«Más no conviene ahondar mucho en el cómo comienzan las dinastías, musulmanas o cristianas, pues no suele ser laudable el principio de ellas, ni mi objeto es otro ahora que el de probar el rancio españolismo de la dinastía de los Beni-Nasr frente al extranjerismo de sus vencedores, los cuales ya se sabe que se decían descendientes de Ataúlfo, y que, por tanto, entraron en España por fuerza, robando y matando y matándose entre si.» («Las mil y una desdichas de España en África (explicación clara y amena de un problema oscuro y trágico)», El Sol, Madrid 10 agosto de 1923, p. 4).

El socialista asturiano, miembro del gobierno republicano en el exilio tras la Guerra Civil, Álvaro de Albornoz (1879-1954), la emplea con evidente matiz peyorativo en un artículo que relaciona carestía material con altura espiritual:

«Nuestro viejo, rancio españolismo –nuestro romanticismo trasnochado, si queréis– desconfiará siempre de esos hombres «modernos», hábiles, prácticos, con «esprit fort» suficiente para burlarse de los grandes, gloriosos mitos que sirvieron para forjar la patria…» («El dinero y el ideal», Madrid científico, 1929, p. 7).

Por su parte, en plena II República, meses antes de su octubre famoso, Acción Española hace este ejercicio de equilibrismo:

«El individualismo español no es hermético, cual el por la reforma engendrado; no es egoísta con egolatría liberal, sino al contrario, expansivo, con sublimes ansias de darse en comunión espiritual a todos y cada uno de los hombres. Por eso, dase al caso singular en nuestros nacionalismos desmembradores, de su origen antiliberal genuinamente hispánico. Los vascos, los navarros, los catalanes, defendiendo sus fueros frente al constitucionalismo del siglo XIX, defendían la individualidad española, amenazada en sus notas fundamentales y características. Y todavía hoy, los vasco-navarros escudan su separatismo en la catolicidad; es decir, que luchando contra España, pretenden defenderse de la anti-España que amenaza extirpar su rancio españolismo.» (Acción española. Madrid 13 de marzo de 1934, p. 35).

Ese mismo año, Fernando Gallego de Chaves Calleja (1889–1974), Marqués de Quintanar y Conde de Santibáñez del Río, que así lo firma, realiza una recensión del libro de entrevistas escrito por el portugués Antonio Joaquim Tavares Ferro (1895-1956), titulado: «Prefacio da República Hespanhola»:

«Unamuno, es, asimismo, excepción por el decoro con que se expresa en general, y por la certera previsión de muchos de sus Juicios, aunque también caiga en el lazo del «milagro» Ibérico. Pero, en Unamuno, lo ha visto magníficamente Eugenio Montes, ya era vieja entonces la lucha del subjetivismo revolucionarlo de su aluvión cultural, con la solera objetiva de su rancio españolismo. ¿Cómo encontrar la fórmula que logre, en lo político, en lo histórico, la sustitución de la fuerza desahuciada de una dinastía que se hunde, por los peligros de separatismo y de revuelta con que amenaza la República que ha de sustituirla? «La sociología me deja indiferente; lo que me preocupa es la fatalidad histórica», dice el sabio profesor. Para él la Historia de España se quiebra con la muerte del Infante Don Juan, el hijo de los Reyes Católicos. ¿Por qué, entonces, no pensar en reatarla, acudiendo al prestigio del nombre y del infantazgo? Unamuno pone su esperanza en la juventud, y se encoleriza al evocar las posibles soluciones de Lenine o de Maurras. «Maurras es un pedante; no ha aportado nada nuevo», exclama traicionándose. Pero la Juventud ilustrada va estando más con Maurras que con Lenine, y si el ilustre autor de «Enquéte sur la Monarchie», no ha aportado nada nuevo, al menos ha vuelto a leer la Historia con ojos de filósofo. ¿No lo hace también el señor Unamuno, aunque no nos lo diga siempre? (Conde de Santibáñez del Río «Revolución e iberismo. Un libro al que llega su tiempo», La Época, Madrid 17 de octubre de 1934, p. 3).

Un año más tarde, hallamos la reivindicación de un españolismo ibérico, una suerte de iberismo, vocablo muy empleado casi un siglo antes:

«Confieso, con toda franqueza, que de este contacto espiritual ha nacido en mi alma una gran simpatía hacia el pueblo brasileño, simpatía que tarde o temprano he de exteriorizar en capítulos más constructivos. Yo no sé si es por el rancio españolismo, saturado en mi sangre –españolismo de génesis "ibera", en el concepto peninsular y geográfico, rotundo como mi americanofilia,– pero el caso es que los pródromos de la conquista y colonización del Brasil, tan brava y bellamente episódicos, obran en mi espíritu con la fuerza evocadora y magnética de una revisión…» (Jaime Molins, «La influencia decisiva de los "bandeirantes" en la estructura nacional del Brasil», Caras y caretas, Buenos Aires, 18 de mayo de 1935, pág. 54).

El periodo franquista será etiquetado, sobre todo de forma retrospectiva, como el del españolismo rancio –casposo, adjetivarán otros– por antonomasia, y ello a pesar de que es en su mismo seno, con ciertos grados de tolerancia, donde se incuban muchos de los movimientos políticos que hoy plantean la secesión de algunos territorios españoles como, por ejemplo, Cataluña. Es en estas tierras de gran producción editorial en español, donde se seguirá empleando la expresión «españolismo rancio», y no precisamente con un sentido peyorativo, con cierta asiduidad. Puede el lector comprobar este dato acudiendo a la hemeroteca de La Vanguardia Española en los tiempos previos a la vaporización del adjetivo que acompañó su cabecera.

La consolidación del régimen constitucionalista de 1978, y la exacerbación de los particularismos regionalistas, y en extremo, secesionistas, dejará abierta la vía de una solución que ya se apuntaba con frecuencia entre las filas más o menos beligerantes del antifranquismo: el modelo federal{3}. De entre los que, con mayor o menor cálculo, o directamente confusión, han esgrimido tal modelo como balsámico lenitivo a los males de la, al parecer, siempre deficiente España, o de su correlato eufemístico: Estado español, podemos destacar a Pascual Maragall, quien en La Vanguardia del domingo 15 agosto de 1999, pág. 18, lanzaba la siguiente idea recogida en una entrevista hecha por Lluis Foix Carnicé:

«El federalismo que predica lo define por vía negativa: no es ni nacionalismo catalán ni españolismo rancio. Es la plasmación de la variedad y pluralidad de España.»

Ni que decir tiene que si ese es el modelo del PSC, reivindicado de nuevo en recientes fechas por algunos de sus dirigentes más destacados, otras facciones del catalanismo, en particular la de la hegemónica, en el periodo autonomista, CiU, emplean con saña el rótulo que estamos tratando. Abundantes son las referencias que podemos rescatar ligadas a Jordi Pujol. Hace poco más de una década, Pujol, todavía considerado por ingenuos o miopes sectores de la opinión pública española como un hombre de Estado, calificaba como «alud de españolismo rancio», espectáculos televisivos como Eurovisión u Operación Triunfo. Tal percepción, que evoca los tiempos en los que la hispanofobia acuñó el término «flamenquismo», ha girado con gran vigor hacia el terreno político –sin que ello impida que los manidos estereotipos afloren de cuando en cuando–. Recientemente, el discípulo aventajado de Pujol, Artur Mas, ante la tibia respuesta del Gobierno frente a su plan secesionista, en particular frente al intento de controlar la acción exterior del catalanismo, ha manifestado que tal iniciativa no es sino una manifestación más del «nacionalismo español más rancio».

El rótulo, en el seno de una enranciada España, en tanto que nación corrompida ya en el terreno delictivo ya en el no delictivo, goza de gran vigor. Haga uso el lector de su fino olfato y continúe su rastreo si le place.

Notas

{1} Con respecto a los planes ecuménicos y políticos que tenían Asia como objetivo, remitimos al lector al artículo de Pedro Insua, «Hermes en China», El Catoblepas, núm. 71, enero 2008, pág. 16: nodulo.org/ec/2008/n071p16.htm

{2} Véase el tratamiento que de los afrancesados, calificados de traidores, hace Gustavo Bueno en su El mito de la izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, pág. 176.

{3} Véase, en este sentido, el libro de Sergio Vilar: Protagonistas de la España democrática. La oposición a la Dictadura 1939-1969, terminado de escribir en 1968 y publicado ese mismo año en Francia antes de hacerlo en España.

 

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