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El Catoblepas, número 132, febrero 2013
  El Catoblepasnúmero 132 • febrero 2013 • página 11
Libros

El fracaso de la monarquía

Atilana Guerrero Sánchez

La editorial Planeta acaba de publicar el libro El fracaso de la Monarquía, Madrid 2013, de Javier Castro-Villacañas (Madrid 1964), abogado y periodista

Javier Castro-Villacañas, El fracaso de la monarquía, Planeta, Madrid 2013 El fracaso de la Monarquía es, en definición de su autor, «un ensayo político donde se analizan las claves del reinado de Juan Carlos I». Unas claves entre las que se encuentra su base ideológica, compartida tanto por franquistas como por «demócratas». Según Castro-Villacañas, fue el concepto de «Monarquía social» de Lorenz von Stein el que hizo las veces de «testigo» entregado en la «carrera democrática» por los teóricos del régimen franquista a los socialdemócratas, una de cuyas principales figuras, Enrique Tierno Galván, por ejemplo, fue miembro del grupo monárquico Unión Española ya en 1959.

El principal delineador de la Transición y profesor del Rey, Torcuato Fernández Miranda, así se lo enseñó a su discípulo: «El objetivo es consolidar la monarquía incorporando a todos sus enemigos declarados». Siguiendo estas directrices, a decir del autor y creemos que con fundadas razones, don Juan Carlos, como representante del «régimen del 78», es un monarca aliado especialmente de la izquierda socialdemócrata en virtud de un pacto previo a la Constitución. En ese pacto en el que, paradójicamente, se conchabaron el PSOE y los separatistas dejando al margen a la derecha española que había propiciado su misma llegada al poder.

De este modo, Javier Castro-Villacañas no sólo presenta las «intrigas» del pacto preconstitucional de forma periodística o histórica, sino que tienen un apartado principal en su libro las cuestiones de teoría filosófico-política. Destacan especialmente los capítulos dedicados al pensamiento reaccionario europeo, así como al concepto de «consenso» en cuanto que ley fundamental del régimen, por cierto que abriendo y cerrando cada uno de ellos respectivamente el libro.

La pregunta que cabe hacerse es, entonces, en qué sentido hablaríamos del «fracaso» de la Monarquía. Pues, si fuera la Monarquía el sujeto que fracasa, pareciera que es ella misma la que no ha conseguido algún objetivo que hubiera debido cumplir durante el período que lleva de existencia en España (desde el 22 de noviembre de 1975): ahora no cabría hablar tanto de su fracaso, como de su éxito, puesto que el plan de consolidar dicho pacto con la izquierda socialdemócrata se ha realizado.

Es claro que es otro el sentido que quiere presentar el autor, entendiendo que es la Monarquía como tal, en sí misma, lo que es un fracaso, a la vista de que su interés por mantenerse por encima de cualquier pacto –en un pacto «contranatura»– ha llevado a España a una situación crítica caracterizada por el autor del siguiente modo: «la pérdida de conciencia nacional, la falta de libertad política y de democracia, y la presencia nauseabunda de la corrupción».

En su estructura formal, el cuerpo del libro se compone de una introducción y dos partes. La primera parte («La Historia») consta de dos capítulos sobre esta alianza entre la Monarquía y el Socialismo, llegando hasta el gobierno del actual presidente Rajoy; y la segunda parte («La Política»), ofrece el tercer capítulo titulado «El juancarlismo», terminando con un epílogo sobre el problema de la sucesión. Por último, una sección de nutridas notas y un índice onomástico. En total, 352 páginas resultado de un estudio riguroso, no por ello dirigido a un público especialista, en el que se cuenta con una extensa bibliografía referida al actual monarca español.

* * *

Comenzaremos por decir que las posibles interpretaciones de la significación del reinado de Juan Carlos I, en la medida en que este aún no ha finalizado, no pueden ser las de un «período histórico», por definición, perfecto, o sea, terminado, sino las que cabe realizar sobre el presente político «abierto».

Pero Javier Castro-Villacañas nos ofrece una visión del «futuro perfecto» del «régimen del 78»; una visión del mismo tal que, ante determinados fenómenos que pudieran entenderse como síntomas de su acabamiento, nos permitieran certificar su fin{1}. Un fin ligado a la propia vida individual del monarca cuya trayectoria ha estado al servicio del mantenimiento de un equilibrio inestable de fuerzas políticas enfrentadas difícil de repetir, razón por la cual la sucesión de Felipe VI parece inviable. Dice el autor:

«el régimen creado a la imagen y semejanza de los intereses personales de Juan Carlos de Borbón y Borbón no ha dejado de ser en ningún momento, un régimen de carácter personal. Instaurado por exclusiva decisión personal del general Francisco Franco, nunca ha dejado de funcionar a la manera franquista que le dio la vida: en su origen, permanencia, funcionamiento y desaparición ha estado, está y se finiquitará con la existencia vital de la persona que le ha dado su nombre: juancarlismo.»{2}

Hemos de movernos, entonces, para encontrar la plataforma desde la cual es posible ver el final del período considerado, en el terreno de las llamadas ideas aureolares. Ese tipo de ideas desde las cuales se analizan los hechos dando por supuesto un desarrollo de los mismos que todavía está por cumplir.

Y es desde una idea aureolar de República, en tanto que verdadera encarnación del régimen democrático, como el autor reconoce los déficits democráticos que caracterizan al actual «régimen de la Monarquía de partidos juancarlista». El principal de los cuales déficits sería el de la misma Monarquía: instaurada por Franco, recibida sin posibilidad de referendo democrático, sustentada por un pacto antidemocrático en la llamada «Transición democrática», no parece que sea posible que en España se instituya una verdadera democracia hasta que no se elimine la Institución monárquica.

Así lo expresa el autor al final del libro:

«La forma monárquica del Estado es radicalmente opuesta a los principios de libertad política y de democracia. La diferencia entre Monarquía y república no se encuentra, únicamente, en que la primera rige el derecho de sangre para ocupar la primera magistratura del Estado, mientras que en la segunda –no siempre– rige un sistema de elección popular entre diferentes candidatos que deben representar el abanico abierto del pluralismo democrático. La diferencia esencial entre Monarquía y república radica en que toda Monarquía, como todo sistema monista de poder, tiende siempre a ser corte (oligarquía) y cortijo (célula o unidad económica de producción) en beneficio exclusivo, o preferente, de una o muy pocas familias ligadas por la sangre, los negocios o los intereses políticos a la figura que ostente la jefatura del Estado.»

Y por último: «Por su propia naturaleza, la Monarquía no puede ser nunca, de verdad, democrática.»{3}

Nos vamos a ceñir, pues, en nuestro comentario a estas dos cuestiones que acabamos de plantear: en primer lugar, el análisis de la alianza entre Monarquía y Socialismo; y, en segundo lugar, la supuesta imposibilidad de conjunción entre democracia y monarquía presentada por el autor. Reconociendo, no obstante, que, si bien son los ejes fundamentales del libro, dejamos fuera del foco de atención muchos otros apartados de interés. Veamos.

Respecto a la alianza entre Monarquía y Socialismo, según el autor ensayada en España desde el siglo XIX con la Restauración borbónica, puede parecer fruto de un pacto «antinatura», decimos nosotros, en la medida en que hablemos desde el significado usual de los términos «izquierda» y «derecha», o sea, aquel que considera al socialismo patrimonio de la izquierda, y de una izquierda republicana. Lo cierto es que Javier Castro cita El mito de la derecha de Gustavo Bueno reconociendo que hay que huir del «dualismo fundamentalista»; pero bastaría con que aplicáramos al caso las diferentes modulaciones de la derecha que Bueno expone en su libro, contando especialmente con la existencia de una derecha socialista, para que lo paradójico de esta alianza se mitigara. Incluso, la misma contradicción de querer hacer una «Monarquía de republicanos», si tal fue el plan de Cánovas en la expresión de José María García Escudero, citado por el autor, no lo sería tanto siempre que tuviéramos en cuenta quiénes son los enemigos de esa extraña solidaridad; pues es la solidaridad frente a terceros la que funciona. Así lo expresa el propio Javier Castro aunque no lo subraye como hacemos nosotros:

«La crisis del régimen de la Segunda Restauración llevó a la Monarquía a tomar una deriva posibilista, equiparable a la que siempre ha sido la acción política del socialismo. Años después, la propia monarquía a través de la Dictadura de Miguel Primo de Rivera, buscó alianzas políticas para lograr su supervivencia con el socialismo catalán y el vasco, y así frenar a los que fueron los críticos irreductibles de su régimen de poder: los tradicionalistas y los anarquistas del momento.»{4}

Menos aún aparece contemplado por el autor el estrepitoso fracaso de la Primera República, como para que la vuelta de Alfonso XII no fuera meramente una operación de toma del poder sin «legitimidad». Pero si durante la Restauración, carlistas y anarquistas fueron los enemigos comunes de la alianza entre la monarquía y la izquierda pragmatista de Sagasta, que dice Castro vendría a jugar un papel similar al que cien años después jugaría Felipe González, a partir del éxito de la revolución soviética un nuevo enemigo surgiría para continuar con dicho pacto, el comunismo.

Todo ello dicho sin rectificar el concepto de «monarquía» como institución desprendida de una materia política concreta, porque según la clasificación de Gustavo Bueno, a finales del siglo XIX estamos entendiendo por «monarquía» a la asociación de la institución monárquica con la derecha de la Restauración, que es la derecha liberal, o sea, ni la derecha primaria, representada por Fernando VII, ni la socialista, ya con Alfonso XIII. Dice Bueno en El Mito de la derecha:

«Los liberales de que hablamos [los del siglo XIX], sean moderados, sean exaltados, sean conservadores, sean progresistas, se mantienen fieles a la Monarquía, al Trono.»{5}

Y ello no de modo improvisado, o por mero afán de poder, sino porque la doctrina revolucionaria española se inspiró en las enseñanzas de los escolásticos españoles según las cuales, a diferencia de la doctrina oficial del Antiguo Régimen, el Poder no era comunicado por Dios directamente al Príncipe, sino a través del Pueblo. Y así fue como en ausencia del Rey durante la Guerra de la Independencia la Nación ejerció la soberanía sin que se contradijera la doctrina escolástica tradicional. Así dice Gustavo Bueno que:

«No ya los contrarrevolucionarios, tampoco los revolucionarios españoles querían destruir la Monarquía. Querían restaurarla, pero sus mismos procedimientos ejecutivos, imprescindibles por otra parte en una situación de guerra, implicaban el desacato a la jerarquía tradicional, les obligaba a reconocer que la fuente de su decisión de restauración, mediante el desacato, no brotaba del rey, que estaba secuestrado, sino de ellos mismos, por la gracia de Dios, y en tanto se reunieran todos –los de ambos hemisferios– en unas Cortes Generales. Por tanto, en sentencia de Flórez Estrada, no sería ya posible dar al rey el título de soberano, porque ello constituiría un crimen de Estado.»{6}

En efecto, la doctrina revolucionaria española separó la soberanía de la persona del rey y la transfirió a la Nación, aun conservando la figura de un rey sin soberanía. Para colmo del dualismo, la misma reacción de la derecha primaria contra la invasión francesa dará lugar a la izquierda revolucionaria de segunda generación, la izquierda liberal, propia de España.

En el siglo XX, es la continuación de una alianza frente a terceros, ahora ya frente al comunismo, y sin desaparecer los anteriores anarquismo y carlismo, además de los proyectos de secesión, lo que explica tanto al «maurismo», como a la dictadura de Primo de Rivera y al «franquismo», los tres períodos en los que gobierna la Derecha socialista.

Y ya situados en el tercer movimiento de la derecha socialista, ¿qué significó la vuelta de la monarquía en la España franquista? Javier Castro recoge la opinión de algunos de los allegados a Franco, destacando las palabras de Serrano Suñer, de quien reconoce ser «quien mejor ha simplificado lo que significaba desde el punto de vista histórico y jurídico la Ley de Sucesión»{7}. A saber: «Que un señor que no es Rey nombre sucesor a título de Rey, es una de las cosas más absurdas que han podido escribirse en el derecho público del mundo.»{8} Y en efecto en el libro se hace un interesante acopio de las razones por las que España es un caso único en la cuestión de la Monarquía, especialmente con nuestro último rey, «la restauración más singular, especial y atípica jamás imaginada y sin antecedentes posibles». Llegando a calificar el proceso como «antihistórico».

Pero, ¿qué quiere decir «antihistórico»? ¿En qué sentido podemos decir que una institución que ha «sobrevivido» a la Revolución, por tanto, procedente del Antiguo Régimen pero no por ello «extinguida», es «antihistórica»? Siguiendo el paralelismo con la evolución de las especies, el Gran Tiburón Blanco no está menos adaptado al medio por el hecho de existir en el planeta desde hace 350 millones de años que otra especie «recién llegada» como pueda ser el homo sapiens. «El anacronismo –dice Bueno precisamente en relación con la pervivencia de las instituciones del Antiguo Régimen– no es una categoría histórica, sino el resultado de la perspectiva historiográfica de un historiador que observa las semejanzas entre los sucesos de una época y los de otra antecedente, y decide que estas semejanzas “no debían haberse producido porque van en contra de la corriente histórica”».{9}

No obstante, la monarquía se dice de muchas maneras, principalmente, a la manera absoluta y a la manera constitucional, y siendo esta última procedente del Antiguo Régimen, no quiere decir que pertenezca a él, sino que como una morfología resultante se ha adaptado a las nuevas condiciones tras el surgimiento de la Nación política. Una nación que queda definida a la altura de 1812 en su Constitución escrita como la reunión de españoles de ambos hemisferios, y que no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia o persona, dejando claro en este sentido el lugar que pasa a ocupar la corona en cuanto institución de la Nación política, es decir, subordinada a esta.

En el caso de las condiciones políticas de la España de Franco, precisamente estas dejaban poco margen para las corazonadas, como parece que interpretaron algunos su monarquismo. En concreto, nos ceñiremos a la elocuente cercanía de fechas entre el anuncio de la doctrina Truman y la nueva Ley de Sucesión tal como Stanley G. Paine las presenta en su obra El franquismo:

«el anuncio de la doctrina Truman el 12 de marzo de 1947, con la que se inauguraba oficialmente la primera fase de resistencia a la expansión del comunismo, abría nuevas perspectivas para una situación internacional polarizada que un régimen español legitimado podría explotar para poner fin al ostracismo. El 27 de marzo estaba preparada la nueva Ley de Sucesión.»{10}

He aquí de nuevo las serpientes que desde nuestro punto de vista le faltan a Laoconte en la interpretación de la instauración de la monarquía como una referencia aislada, sin contexto. Y decimos a sabiendas «interpretación», porque es el propio autor el que en su libro nos ofrece en este sentido valiosa información. Así dice Castro-Villacañas, abonando lo que estamos sugiriendo, ahora ya en el siguiente paso desde el franquismo a la «democracia coronada», período en el que evidentemente no se había acabado la Guerra Fría: «El apoyo esencial en las Fuerza Armadas será fundamental en la consolidación del nuevo régimen monárquico. Pero el recién estrenado Rey Juan Carlos I tendrá respaldos aún más importantes. El primero de ellos, el de Estados Unidos, a través de sus agencias de inteligencia, CIA, DIA y NSA, y de sus sucursales y hombres en España incrustados en los servicios secretos españoles: primero en el SECED, luego en el CESID y actualmente en el CNI. La importancia y el sometimiento del nuevo monarca a la política de intereses estadounidenses aparecen relatados en la obra de Pilar Urbano El precio del trono.» Y continúa el párrafo con referencias a esta actuación de los aparatos «parapoliciales» y de inteligencia del Estado en todo el proceso de la Transición.{11}

A modo de anécdota que no deja lugar a dudas acerca de la necesidad de contar con las «potencias extranjeras» en el proceso de la Transición, en lo que llamaríamos desde las categorías del materialismo filosófico una consideración «cortical» de la misma, en el libro aparecen fragmentos de las memorias de Gonzalo Fernández de la Mora muy interesantes; por ejemplo, cómo le cuenta Arias Navarro su «supuesta» dimisión:

«estaba harto de jugar al ratón y al gato sobre lo esencial que era la liquidación del Estado del 18 de julio y el cumplimiento de un pacto entre la corona y las izquierdas europeas, incluido el dictador rumano Ceaucescu. Cuando comprobé que las Fuerzas Armadas no acababan de aclarar su posición, decidí abandonar.»{12}

Pero tampoco queremos presentar, al hilo de nuestro comentario al libro que reseñamos, una teoría conspiratoria internacional para explicar lo que, por otra parte, atendiendo a la economía nacional, venía a ser el desarrollo «natural» de la sociedad española. Una sociedad que, como sociedad de mercado homologada con el resto de las potencias del entonces «bloque capitalista», adopta la forma democrática antes como un resultado de su pertenencia a dicho bloque que como «liberación de» la dictadura.

Como tampoco creemos que la astucia de Franco a la hora de buscar los equilibrios de poder se pueda interpretar como únicamente dirigida a soluciones cortoplacistas: si, siguiendo a Payne, hemos relacionado la doctrina Truman y la Ley de Sucesión, lo hacemos suponiendo, basándonos en la misma historia contemporánea española, que la alternativa de la República era poco menos que inviable, tanto por la experiencia personal de Franco como por los fracasos objetivos de los dos períodos republicanos habidos en España. Es de notar, en este sentido, que Javier Castro-Villacañas salve a la figura de Franco de las interpretaciones subjetivistas que, citando a Luis María Anson, se han presentado de él (decimos «subjetivista» en cuanto que Anson reduce su ejercicio político a una simple lucha personal por el poder){13}. En efecto, dice el autor, en un párrafo que merece ser reproducido:

«Ya sea desde las posiciones más críticas contra el general Franco, por ejemplo las defendidas por Paul Preston o Santos Juliá, hasta las más defensoras de su legado histórico y político, como han sido las escritas por Ricardo de la Cierva y Luis Suárez Fernández, aun pasando por las más moderadas o intermedias como pueden ser los casos de los profesores Stanley G. Payne y Juan Pablo Fusi, todos los anteriores historiadores coinciden en que la actuación política de Franco no responde, únicamente, a una ambición personal por el poder. Despojar la figura de Franco de sus ideas, que son además las que lleva a la práctica a lo largo de su vida, como son combatir al comunismo, mantener a España dentro del eje occidental, vertebrar un Estado de Derecho no democrático bajo la inspiración del pensamiento católico tradicional, transformar y modernizar la economía y la sociedad española, y, finalmente, restaurar la monarquía, es, simplemente, falsificar la historia.»{14}

Nos limitamos, entonces, a poner de manifiesto que si el propio autor presenta la decisión de restaurar la monarquía como una decisión personal de Franco, en cuanto que decidida sin el apoyo de la realidad histórica, –ahora «personal» en cuanto que subjetiva–, no se compadece con el retrato que acabamos de ver del mismo, precisamente crítico con el subjetivismo.

En efecto, como hemos dicho más arriba, según Castro define el reinado de Juan Carlos I, («instaurado por exclusiva decisión personal del general Francisco Franco, nunca ha dejado de funcionar a la manera franquista que le dio la vida: en su origen, permanencia, funcionamiento y desaparición ha estado, está y se finiquitará con la existencia vital de la persona que le ha dado su nombre: juancarlismo.»{15});¿qué quiere decir «funcionar a la manera franquista»? ¿Acaso que es un régimen basado en la simple figura humana irrepetible? No creemos que tal interpretación se sostenga a juzgar por lo que el mismo Castro nos presenta en su libro, dicho con sus palabras, «la creación del mito personal [de Juan Carlos I] que oculta el pacto de poder que se instaura en España tras su llegada al trono»{16}. La «manera franquista», pues, vendría a significar la «manera no-democrática».

Porque franquismo, juancarlismo, felipismo… son nomenclaturas que encubren toda una red de instituciones no sólo personales, sino sobre todo impersonales (peseta, seguridad social, OTAN…) cuyo nombre no es fácil de encontrar debido a la dificultad que entraña categorizar procesos políticos todavía abiertos. Una red de instituciones, en efecto, que no solamente nos permiten comprender la continuidad entre el «franquismo» y el «régimen del 78» en lo que al plano jurídico se refiere –«de la ley a la ley»–, sino también, como hemos dicho, en lo relativo a economía y a política exterior.

Ahora bien, si juzgamos los hechos desde una idea pura de democracia, esto puede resultar escandaloso. Pero basta con que no tengamos una idea tan elevada de lo que es la democracia, para comprender que los déficits, monarquía incluida, son ahora las condiciones mismas reales de la democracia positiva, la sociedad democrática en la órbita del imperio estadounidense frente a la Unión Soviética, gracias a las cuales se puede decir que el «régimen del 78» es una democracia «realmente existente».

En cualquier caso, España como Nación política es la plataforma desde la cual consideramos que puede hablarse del fracaso o el éxito de la monarquía, ahora, de su monarquía. Monarquía que, sirviera o no de freno, en alianza con la socialdemocracia, al supuesto y esperado auge del comunismo en España tras el fin del franquismo, como parece fueron los planes estadounidenses, tampoco es una institución «improvisada». No podemos más que reconocerla como un resto del naufragio del Antiguo Régimen, sin duda, pero un Antiguo Régimen que en España lleva el nombre de Monarquía Hispánica, el primer imperio universal positivo de la historia. Un «resto» junto a otros como, para empezar, la misma patria común e indivisible de los españoles de la Constitución del 78, que hacen que la identidad de España se encuentre antes en «lo que queda» de aquel Imperio, que en la nueva Nación política democrática en espera de que la infecta homologación acabe en las próximas décadas de llevarse a cabo por completo.

En este sentido, recibimos la publicación del libro de Javier Castro-Villacañas con el mayor de los agradecimientos, porque significa una especie de memento mori de la sociedad democrática española: «recuerda que fuiste franquista», diríamos ahora a quien, desde la ideología del fundamentalismo democrático, quiere hacer de la democracia española una sociedad creada ex nihilo. Pero de la nada, nada sale, tampoco la democracia.

Y entonces, nuestra diferente perspectiva respecto del autor a la hora de percibir el pasado franquista del monarca y de todos aquellos que con él establecieron el pacto de poder que narra el libro –diríamos que Castro presenta un partidismo total negativo, porque ninguno de ambos regímenes, ni el franquista, ni el «del 78» serían para él democráticos–, nos lleva a adoptar un partidismo negativo también total, pero contra la ideología democrática, incluida ya en los franquistas, pues ahora es la democracia «realmente existe», de persistir tanto la monarquía como los partidos nacionales en mantener el «pacto de poder» con los partidos secesionistas y sus cómplices, la que puede significar el verdadero fracaso, no ya de la monarquía, sino de España.{17}


 

Notas

{1} Nos referimos al concepto de «futuro perfecto» que Gustavo Bueno define así :

«Pero los escenarios emic del campo histórico (escenarios propios de una “Historia teatro”, en la que hay “protagonistas”) se suponen ya clausurados; es decir, la plataforma del presente ha de ser siempre una plataforma etic respecto de aquellos. Y lo que desde esta plataforma se busca no es sólo, como algunos pretenden, reconstruir el escenario emic “tal como fue” (salvo en el terreno emic), sino sobre todo establecer su engranaje con el curso histórico. Determinando, por tanto, sus antecedentes y sus consecuentes, que habrá que suponer ya producidos en el “futuro perfecto” de aquellos sucesos. Un futuro perfecto que forma parte ya de nuestro pretérito. Porque sólo puede hablarse de “futuro perfecto” –no sólo “infecto”– cuando éste va referido a la posterioridad encadenada de un estrato histórico que se considera como pretérito: la rebelión militar del 18 de julio de 1936 pertenece al futuro perfecto –para el historiador positivo– de la República del 14 de abril de 1931. Pero el futuro infecto (la posterioridad de los hechos respecto del presente del historiador) queda fuera del «escenario» de la historia positiva, y esta es la razón por la que no cabe hablar de Historia del presente.» («Sobre la imparcialidad del historiador y otras cuestiones de teoría de la Historia», El Catoblepas, enero 2005, 35:2, nodulo.org/ec/2005/n035p02.htm)

{2} Javier Castro-Villacañas, El fracaso de la Monarquía, Planeta, Madrid 2013, pág. 299.

{3} Javier Castro-Villacañas, El fracaso de la Monarquía, Planeta, Madrid 2013, págs. 305-306.

{4} El autor adopta la denominación de «Segunda Restauración» para el período conocido como «La Restauración», siguiendo a Dalmacio Negro Pavón, que denomina como primera restauración a la de Fernando VII. (p.58)

{5} Gustavo Bueno, El mito de la derecha, pág. 228.

{6} Gustavo Bueno, El mito de la derecha, pág. 207.

{7} El fracaso de la Monarquía, pág. 124.

{8} El fracaso de la Monarquía, pág. 124.

{9} El mito de la derecha, pág. 250.

{10} Stanley G. Payne, El franquismo, primera parte, Arlanza ediciones, pág. 132.

{11} Según el libro reciente del general de División Juan María Peñaranda, miembro de los servicios secretos españoles, titulado Desde el corazón del CESID, citado por Castro-Villacañas.

{12} El fracaso de la Monarquía, pág. 168 (subrayado nuestro).

{13} El fracaso de la Monarquía, pág. 104.

{14} El fracaso de la Monarquía, pág. 105.

{15} El fracaso de la Monarquía, pág. 299 (subrayado nuestro).

{16} El fracaso de la Monarquía, pág. 15.

{17} Utilizamos aquí la diferencia que Gustavo Bueno establece en su libro Zapatero y el Pensamiento Alicia, entre el parcialismo y el partidismo (pág. 100). El primero es ideológico, pues resulta de eliminar datos que puedan servir a la actuación del «contrincante», por decirlo de alguna manera; es la estrategia de la «memoria histórica» que resulta, por ejemplo, de eliminar todo lo que de negativo hubo en la Segunda República. Por el contrario, el partidismo, ejercita una metodología aceptable, como es la de, sin eliminar los hechos, orientarlos en una perspectiva que se enfrenta a otras posibles. Gustavo Bueno distingue, así, la posición de aquel que, desde un partidismo negativo, no está ni a favor ni en contra de ninguno de los partidos que se presentan ideológicamente enfrentados, en un partidismo disyuntivo; es el caso aquí de franquistas frente a demócratas.

 

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