Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 133 • marzo 2013 • página 2
Tres catedráticos de la Universidad de Madrid: Xavier Zubiri (1898, de Historia de la Filosofía, desde 1926), José Ortega y Gasset (1883, de Metafísica, desde 1910) y Manuel García Morente (1886, de Ética, desde 1912). Foto anterior a 1932, en que Zubiri prescindió de la sotana (que Morente adoptó en 1941).
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Javier Neira, columnista diario de La Nueva España, y responsable de su sección «Hemeroteca», acaba de desempolvar el recuerdo de una conferencia que yo di, por lo visto, en febrero de 1963, que reseñó entonces ese periódico. La reseña, publicada con el título «Sobre la esencia. En torno al último libro de Zubiri. Conferencia de don Gustavo Bueno Martínez», daba cuenta bastante detallada de la presentación que yo hice al público ovetense del libro Sobre la esencia, de Xavier Zubiri, publicado en diciembre de 1962.
Algunos amigos me han sugerido, con buenas razones, que podrían tener interés algunos comentarios míos actuales sobre aquella presentación de hace cincuenta años. Presentación de la que, «haciendo memoria», no conservo recuerdo preciso ni reliquia alguna, salvo algunas notas marginales a lapicero sobre mi ejemplar del libro de Zubiri, las líneas de la noticia en la «Hemeroteca, hace 50 años…», y la fotocopia reciente de la reseña que apareció en La Nueva España el 15 de febrero de 1963.
El presente rasguño obedece a esta sugerencia, entendida más allá del terreno estricto de la filosofía académica (o escolástica, en el caso del libro de Zubiri), es decir, tratando de reconstruir el contexto social y político en el que salió a la luz la obra magna zubiriana. Una dificultad importante para el bosquejo de esta reconstrucción es que la mencionada reseña, aunque muy detallada, en cuanto al contenido doctrinal de la conferencia, no da información alguna sobre los organizadores, ni ofrece ningún comentario sobre el público asistente ni sobre el coloquio posterior, si es que lo hubo.
Lo único que me ha llamado la atención, al leer la fotocopia de la reseña, es que allí no figura una comparación que yo utilicé (acaso en el coloquio), y que recuerdo porque la he repetido en otras ocasiones, la comparación de las esencias de Zubiri y las monedas concretas, acuñadas a la sazón por el Banco de España (monedas vistas, sin duda, a través de sus cursos privados en los locales de la compañía aseguradora La Unión y el Fénix, y del Banco Urquijo, cuyo adalid era el abogado católico liberal Juan Lladó, patrocinador de la Sociedad de Estudios y Publicaciones, que le auspiciaba y publicaba sus libros). Probablemente la comparación pasó desapercibida, como si se tratase de un mero «recurso didáctico», en lo que pudiera tener de «guiño» a las oleadas de marxismo grosero que circulaban en España, y en Asturias, en aquellos meses de las grandes huelgas mineras. También es verdad que mi comparación podría haber sido interpretada, no ya en el terreno político del momento, sino como un paso más, dado en el terreno filológico erudito, en el que, por aquellos años, nos movíamos algunos. Y continuábamos moviéndonos, años después, en un seminario sobre Economía política, en el que me complacía subrayar cómo las monedas acuñadas hacia el siglo VI antes de Cristo constituyeron sin duda uno de los primeros prototipos a partir de los cuales pudo haberse planteado la famosa «cuestión de los universales», es decir, de las ideas generales o esencias de Platón y de los megáricos, y de la distinción entre las sustancias primeras (individuales y concretas) y las sustancias segundas (universales y abstractas):
«Hasta podría decirse que las Ideas de Platón son monedas generalizadas, tanto o más como de las monedas acuñadas puede decirse que realizan un tipo específico de la Idea platónica.» (Gustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías de la economía política, La Gaya Ciencia, Barcelona 1972, pág. 116.)
Y continuaba diciendo en aquellos seminarios, que lo que sí es cierto es que una de las teorías escolásticas más famosas en el contexto de la «cuestión de los universales» es la que sostuvo Gilberto Porretano, que se inspiró en la teoría de la sigilación, recurriendo al procedimiento de la acuñación para explicar la multiplicación (distributiva) del universal (de las sustancias segundas, o esenciales) en sus inferiora (las sustancias primeras). En esta tecnología intervino un paradigma –el cuño o troquel (todavía Kuhn no había «secuestrado» el término platónico)– que se multiplica distributivamente en distintas unidades que se diferencian numéricamente por la cantidad (de la misma manera que, según Santo Tomás de Aquino, se diferenciaban los individuos de una especie porfiriana según la materia signata quantitate). Las mismas discusiones que ya los filósofos-economistas griegos mantuvieron a propósito de los fundamentos del valor de las monedas, los debates entre los metalistas (que ponían como fundamento del valor de una moneda al metal que contenían) o los nominalistas (que ponían el fundamento de este valor en los dibujos o notas grabados en el anverso o en el reverso del cospel), y que testimonia Aristóteles (en Política 1257b), se corresponden con las discusiones posteriores en torno a la «realidad de los universales» entre los nominalistas (individualistas, como Roscelino –liberales, diríamos hoy–, o comunalistas, como Guillermo de Occam) y los realistas («exagerados», como Guillermo de Champeaux, o «moderados» como Santo Tomás de Aquino).
En resumidas cuentas, nos ha parecido que este cincuenta aniversario de una de tantas conferencias o comentarios que se pronunciaron o escribieron en España en aquel año de 1963 y siguientes sobre el libro de Zubiri, puede ser ocasión para confrontar las diferencias entre el estatus sociológico político de la filosofía académica en los años del llamado tardofranquismo, y el estatus sociológico político de la misma (o parecida) filosofía académica de la llamada «democracia española» en los años que corren de «corrupción» y de «crisis», tal como la presentan, desde una perspectiva apocalíptica, los partidos de la oposición al gobierno de Rajoy (PSOE, IU, UPyD, más los partidos separatistas catalanes y vascos), pero que el Gobierno (al menos su presidente, en su discurso sobre el estado de la Nación del 18 de febrero de 2013) formula más bien como una «corrupción localizada y no generalizada a todas las instituciones» y como una crisis cíclica (por tanto, pasajera). Corrupción y crisis que, curiosamente, nunca se atribuye a la democracia misma, sino a sus déficits, o a su escaso desarrollo; y por ello, como remedio infalible para la crisis y la corrupción, se pide «más democracia». En este punto, la Democracia de nuestros días se mantiene en una posición análoga a la que ocupaba el Dios providente del Antiguo Régimen, porque ni los terremotos, ni las masacres, ni las epidemias ponen en peligro la fe en «Él».
Lo cierto es que, en la actualidad, vemos como imposible que, en una día determinado, apareciera en la prensa reseñada una conferencia pronunciada, en el Aula Magna de una Universidad, de un libro como Sobre la esencia de Zubiri. Y que esta conferencia hubiera convocado a tanta gente de la «sociedad civil» ovetense y provocado tantos comentarios posteriores. Recuerdo ahora a dos amigos, uno de ellos el entonces canónigo organista de la Catedral, don Ángel González Pérez, y otro el catedrático de latín del Instituto Alfonso II, don Tomás Recio García. Don Ángel me informaba regularmente de los rumores que corrían por el cabildo: por ejemplo, que mi conferencia había sido «muy dura» (contra Zubiri) y «muy profunda», y que bien se veía por ello que yo había estudiado en Comillas como jesuita (especie que mi paisano Don Ángel trató de deshacer, al parecer sin gran éxito inmediato). Don Tomás, que asistió también a la conferencia, y que había sido profesor mío en Zaragoza, me puso al corriente de los comentarios que corrían entre los profesores, y me confesó que había enviado una copia de la reseña de la conferencia al propio Zubiri.
Los «medios» de la democracia están ocupados hoy por las declaraciones en sede judicial de Bárcenas o de Urdangarín, o, en materia de libros o de cultura, por los comentarios al último volumen de Harry Potter, los análisis de la última película de Almodóvar o con los pensamientos de Fernando Trueba o de los galardonados con los premios Goya.
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Conviene tener en cuenta que las condiciones en las cuales se presentaba, en 1963, un libro de «metafísica pura» como lo era el libro Sobre la esencia de Zubiri, distaban mucho de las condiciones en las cuales, en los años que corren, puede presentarse un libro de gran tirada no anunciado previamente, aunque estuviese escrito por un autor ya conocido y respetado, pero silencioso, editorialmente, desde hacía años (Naturaleza, Historia, Dios, era el «libro fundamental» de referencia, que le había publicado a Zubiri la Editora Nacional en 1944, y que incorporaba algunos artículos ya aparecidos con anterioridad, por ejemplo, en la revista Escorial, de Dionisio Ridruejo y Pedro Laín Entralgo, en 1940).
Ahora bien, ¿cómo expresar las «diferencias de condiciones» entre 1963 y 2013? La fórmula más ortodoxa y frecuente, casi obligatoria en nuestros días (después de la Constitución democrática de 1978) es esta: 1962, como 1944, son «fechas de la Dictadura» (del «nacional catolicismo»); 2013 es «fecha de la Democracia» (dejando aparte sus crisis y corrupciones, que, sin embargo, no afectan a la «libertad de pensamiento» o a la «libertad de expresión», como les afectaba el nacionalcatolicismo).
Esta fórmula se caracteriza por la contraposición «en bloque» de la época de la Dictadura (que «la izquierda» considera como el Antiguo Régimen, el franquismo) y la época de la Democracia. Contraposición que sigue siendo excesivamente indeterminada, lo que suele reconocerse por las diferentes versiones que desbordan, de algún modo, el plano de la contraposición política entre dictadura y democracia. Me referiré aquí a dos versiones, muy conocidas, de esta contraposición: (1) «Tiempo de silencio» (frente a «tiempo de debate», incluso de alborotos y de cruce de insultos, tanto en el Parlamento democrático como «en la calle»); (2) «Erial cultural» (o «paramera cultural») frente a la época posterior de florecimiento cultural (en cine, conciertos, escenarios, rap, fútbol).
«Tiempo de silencio» fue la fórmula que utilizó Luis Martín-Santos para titular su famosa novela, publicada casi al mismo tiempo (1961) que Sobre la esencia de Zubiri; pero el tiempo de silencio iba referido por su autor a los años de la postguerra española (1939-1961), y no podía referirse a los años posteriores, en cuanto, para él, eran años previstos como época de intensa acción política preparatorios de una democracia, a través del PSOE en el que militaba el novelista. En cualquier caso, aunque el tiempo de silencio suele ser sobreentendido como una denominación equivalente a «la Dictadura», no es nada evidente que Martín-Santos hubiera podido tener tal intención, si es que el tiempo de silencio se refería al «silencio de las letras» (de la filosofía, entre ellas) ante el ruido de las nuevas tecnologías, y muy particularmente de la bomba atómica (según hemos defendido en el artículo «La filosofía en España en un tiempo de silencio», El Basilisco, nº 20, 1996, págs. 55-72).
«Erial» o paramera cultural es la fórmula que Gregorio Morán utiliza, en su libro El maestro en el erial (Tusquets, Barcelona 1998), ya en plena época democrática, para caracterizar a la época de la Dictadura.
Ahora bien, tanto Martín-Santos como Gregorio Morán tienen en sus libros, como antihéroe principal, a Ortega (el gran Buco, el maestro falsario y deprimido).
La «descalificación» de Ortega por Martín-Santos se basa principalmente (asumiendo la perspectiva de un «crítico macarra») en la vacuidad de su filosofía, frente a la ciencia o la práctica política; mientras que la «descalificación» de Ortega que ofrece Gregorio Morán (aunque incorporando ampliamente la perspectiva macarra de Martín-Santos) se funda sobre todo en el descubrimiento de que Ortega no era demócrata. Es la acusación que, en el lenguaje macarra del que hablamos se reproduce una y otra vez por quienes, como Fernando Ariel del Val, califican a Ortega de fascista. Y empleamos la expresión «macarra» como calificativo de un tipo de crítica a la filosofía académica en recuerdo de las entonces célebres «cassettes de Mc Macarra» de Hermano Lobo, precisamente entre las cuales aparece una dedicada a Sobre la esencia:
«Yer tío, tú, tragoss de agua y venga de hablá y la murtitú de tías con plumass y peyeho, cayada que cayada, sin pescar ni una. Y ya cuando dise lo de “La potensia que viene de la sensia” yo le hago seña a la gashí como disiéndole que yo de potensia una cosa asín. Yantose eya me hurga er borso y saca una tarhetiya de visita que parese un seyo y me la da y yo le doy otra der cohunto que casi no le cabe n'er borso y digo que me voy porque el gashó que habla no se aclara. Asín que me devanto y me mira todo er personá, masho, como si acabara de asesinar a mi madre con un serrusho yun formón. ¡Jodá, qué hente! Yantose, como todo er mundo se caya me parese que tengo que desí algo y digo, con musha simpatía: “Ustés disimulen, pero no me puedo quedá ar fin de fiesta”. ¡La leshe, qué carass!… Luego miro la tarhetiya de la tía y dise: “Marquesiya de Percate”. Ya verremos, o sá, como se dá. Y luego miro ener tablón der jol y pone: “Hoy, Savié Subiri”. Y le digo ar carté: “¡Hala, masho, cómo t'esplicass!”.» (Emilio de la Cruz Aguilar, Sobre la esencia, Las cassettes de Mc Macarra, Hermano Lobo, 14 de abril de 1973, nº 49, pág. 2.)
Para Gregorio Morán, procedente del PCE y neófito de la democracia, fue sin duda un descubrimiento salvador su sospecha de que Ortega no era demócrata.
Lo que podría interpretarse diciendo que Ortega estaba siendo visto por Morán como si fuera un personaje del tiempo de silencio. La supuesta cobardía de Ortega habría tratado de silenciar todo cuanto tenía que ver con su actuación en la República, y también con la Guerra Civil (su vuelta a la península) y con la dictadura de Franco (Ortega seguía percibiendo sus «haberes» de catedrático por la exquisita delicadeza hacia él del ministro del ramo).
Pero Ortega también «silenció» de un modo continuado a Zubiri o, como decía él, a la «cuestión Z» (Morán habla de este silencio en las páginas 493 a 495 de su libro). El recelo mutuo entre Ortega y Zubiri (que en principio era antiguo discípulo suyo) era bien conocido, a pesa de que ambos procuraron siempre guardar las formas externas. Pero Ortega manifestó a Julián Marías («Juliancico», como él le llamaba) su inquietud por su decisión de ir a visitar, junto con Laín, a Zubiri, para un curso-homenaje, y llegó a aconsejarle que cancelara la visita.
La distancia entre Ortega y Zubiri, sobre todo cuando la vemos en el sentido de la distancia de Zubiri a Ortega (distancia que no es, desde luego, simétrica), puede ponerse en relación con la distancia entre dos fases del régimen de Franco. Y el reconocimiento de esta distancia (asimétrica, como ocurre con la distancia por ferrocarril entre dos ciudades, donde hay que tener en cuenta las pendientes) arruina la visión del tiempo del franquismo como un bloque continuo de tiempo de silencio. Ortega había muerto en octubre de 1955, siete años antes de la publicación de la obra maestra de Zubiri. En ninguna de las 521 páginas de este libro figura el nombre de Ortega; ausencia que tenía incluso algo de descortesía para aquella parte del grupo de personas de la «primera línea cultural» que asistían a las lecciones privadas de Zubiri y que también habían asistido a las primeras lecciones privadas de Ortega. Lo que ocurre, en realidad, es que estas personas se movían ya en carriles muy diferentes, diferencias que se habían ido formando o cristalizando (pues en ningún caso habían surgido de la nada) precisamente en estos años.
Los años en los cuales se observa ya una importante transformación del régimen, que algunos –sobre todo los exilados, que se creen herederos de la supuesta «cultura republicana» y miran a los del interior como meros subproductos del régimen– se empeñan en verlo como un bloque congelado, inmutable (como suele seguir haciéndose en nuestros días de «memoria histórica»).
Pero la realidad había sido otra. Propiamente, ni siquiera en los años cuarenta, la primera década de la postguerra, el nacional-catolicismo podía ser comparado a un «bloque homogéneo congelado», porque en su composición figuraban tradiciones muy heterogéneas, y componentes tecnológicos, literarios o científicos, en proceso de ebullición. Además, el entorno internacional había cambiado profundamente. La historia de estos años, contada en sus momentos ideológicos (o nematológicos), subraya la hegemonía del catolicismo nacional y actúa como una brocha gorda que encubre el verdadero proceso de desarrollo social, tecnológico y «cultural» que tenía lugar en aquellos años, en los cuales ya las autoridades franquistas habían establecido contactos secretos con la diplomacia norteamericana en los años cuarenta. Recíprocamente, Estados Unidos, desarrolló una intensísima propaganda «democrática y liberal» centrada en España, y de la mano de la CIA. El Congreso por la Libertad de la Cultura, comenzó a publicar en marzo de 1953 los Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, un mes antes del estreno de Bienvenido, Mr. Marshall, y ese mismo año España suscribió su nuevo Concordato con la Santa Sede y los Convenios con Estados Unidos por los que se instalaban Bases militares norteamericanas en España; el Congreso por la Libertad de la Cultura fue el discreto organizador, en 1962, del llamado «Contubernio de Munich». Cuatro años antes, en 1958, España se había incorporado a la OECE (Organización Europea de Cooperación Económica), al FMI (Fondo Monetario Internacional) y al BIRF (Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento): todos recuerdan la fotografía de diciembre de 1959, en la que el general Eisenhower, presidente de Estados Unidos, abrazaba calurosamente en Madrid al general Franco, Caudillo de España.
El llamado «milagro español» (otros lo llaman «desarrollismo opusdeísta») de los años 1959-1969 es el nombre de la transformación de una sociedad agrícola en una sociedad industrializada; la época del crecimiento de las ciudades, y por consiguiente de los centros de enseñanza media y de formación profesional (con unos planes de estudios, todo lo nacional católico que fueran sus principios, «las tres marías», pero muy sólidos en sus capas centrales: Matemáticas, Física y Química, Biología, Latín, Historia, Filosofía). Comenzó a formarse una nueva clase de personas, constituida por bachilleres, técnicos, ingenieros de grado medio o superior, que leían los periódicos –cuestión importante para nuestro asunto– y que recibían, aunque fuera por vía ideológica, una visión jerárquica de los saberes, según la cual, en su cúpula, estaban la Teología y la Metafísica, sin que pudiera hablarse, ni de lejos, de una «formación teológica o metafísica» de las nuevas generaciones. Estos saberes, aunque llegaban en la forma de saberes técnicos o científicos, transportaban la idea de que estos saberes no eran los saberes últimos. Además, en el año 1962, había comenzado el Concilio Ecuménico Vaticano II, que significó un cambio importante en la orientación de las enseñanzas (por ejemplo, comenzaron a extenderse las ideas evolucionistas, aunque fuera a través de la obra del jesuita Teilhard de Chardin o del dominico Dominique Dubarle). Tomó cuerpo el llamado «diálogo marxista-cristiano»; en octubre de 1963 apareció el primer número de Cuadernos para el Diálogo, dirigidos por el democristiano Joaquín Ruiz-Giménez.
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Simplificando (o esquematizando) podríamos decir que Ortega y sus seguidores representaban la ideología dominante de la «oposición controlada» al régimen en las primeras décadas de la postguerra (los años cuarenta y cincuenta), mientras que Zubiri y sus seguidores representaban la ideología dominante de la «oposición integrada» de la tercera y aún de la cuarta década del régimen (los años sesenta y setenta). Una oposición integradora, más que integrista (en el viejo sentido de Nocedal), pero sí orientada por una suerte de fundamentalismo político religioso que se ha dado en llamar nacional-catolicismo. Aunque esta denominación corresponde, a nuestro juicio, a una de sus versiones, que se irá diferenciando, cada vez más, de la otra versión, que cabría denominar catolicismo nacional (que años después llegaría a aproximarse incluso al nacionalismo vasco de ETA, con el zubiriano Ignacio Ellacuría y su teología de la liberación).
Estas dos corrientes ideológicas, aunque con muchos puntos de intersección «solidaria» (principalmente en su oposición frontal al anarquismo, al marxismo y al comunismo de la Unión Soviética), se oponían en sus orientaciones respectivas, aunque no es fácil determinar cuáles fueran estas.
Sin duda, Ortega representaba, frente al fundamentalismo nacional católico, o frente al fundamentalismo católico nacional, el «europeísmo pagano» y, con él, un liberalismo elitista, más próximo a la Institución Libre de Enseñanza que a la Iglesia católica; mientras que Zubiri representaría, si no al fundamentalismo nacional católico, o católico nacional, sí a una metafísica de ese fundamentalismo, a un liberalismo económico político (en la línea de Von Misses o Hayek) más próximo a la llamada «sociedad civil», afín a la ideología personalista de la iglesia tradicional. Y precisamente el libro en el cual Zubiri exponía el lejano fundamento metafísico (para iniciados) de ese nuevo liberalismo, puesto que tal fundamento no era otra cosa sino la nueva y lejana idea metafísica de esencia, como sustancia individual, en cuanto sustancia primera individual y concreta, la persona. O, si volvemos a la afinidad antes sugerida, entre la esencia y la moneda, a la concepción metalista de su valor y, llevando las cosas al límite, a los acuerdos de Bretton Woods de 1944 acerca del patrón oro.
Lo que llamamos aquí fundamentalismo antiorteguiano se manifiesta, según decimos, en dos versiones, solidarias ante terceros (la Unión Soviética o China), a su vez enfrentadas entre sí, que cabría designar respectivamente como catolicismo nacional («por Dios hacia el Imperio») y como nacional catolicismo («por el Imperio hacia Dios»), respectivamente. En cualquier caso el enfrentamiento ideológico venía de atrás, desde un fundamentalismo que se expresaba en dos versiones, la católico nacionalista (la de la España sin problema, de Rafael Calvo Serer) y la nacional católica (la de la España como problema, de Pedro Laín Entralgo).
El fundamentalismo católico nacionalista tradicional, «más católico que tradicionalista», se acogía a la tradición de Donoso Cortés, Menéndez Pelayo, Vázquez de Mella o Ramiro de Maeztu; o a la concepción de los obispos de la guerra como «Cruzada» –Cardenal Gomá, Cardenal Pla y Deniel–; ya se había arremetido contra Ortega al final de los cuarenta y en los cincuenta, a través de libros como los de los padres jesuitas Joaquín Iriarte o Juan Roig Gironella (Lo que no se dice, con una antología teofánica de textos de Ortega, Balmes, Barcelona 1953, en la que se ofrecían frases piarum aurum offensiva). El fundamentalismo nacional católico estaría representado principalmente por personalidades falangistas, tales como Dionisio Ridruejo, Javier Conde, Pedro Laín Entralgo, Enrique Gómez Arboleya…, que, sin dejar de reconocer a Ortega como maestro, y asistiendo a sus conferencias, junto con los asistentes de estirpe institucionista, manifestaban ya su veneración por Zubiri. Desde el fundamentalismo católico nacional se veía a Ortega como muy próximo al paganismo o al agnosticismo alemán (de sabor protestante) que inspiraba a Heidegger. Lo cierto es que en la nueva época del régimen de la que hablamos, los fundamentalistas nacional católicos más afines a la línea azul (Javier Conde, Pedro Laín…) advirtieron la necesidad de sustituir el magisterio de Ortega por el de Zubiri, preparando el «lanzamiento» del libro Sobre la esencia, a través de la Sociedad de Estudios y Publicaciones, financiada por el Banco Urquijo.
El «lanzamiento» de Sobre la esencia se preparó cuidadosamente. Se prodigaron en los medios más diversos las entrevistas, anuncios o reseñas tan tempranas, que hacen dudar de que sus autores hubieran tenido tiempo siquiera de leer y entender el libro. ABC publicó una encuesta sobre cuál había sido, «a juicio de nuestros compatriotas», el acontecimiento nacional más importante de 1962. Carmen Laforet, flamante ganadora en 1944 del primer premio Nadal, con su novela, de título heideggeriano o sartriano, Nada, respondía: «¿Acontecimiento nacional de 1962?: «Sobre la esencia», de Xavier de Zubiri. ¿Acontecimiento internacional?: el Concilio. En cuanto a 1963 no cabe duda que lo más importante, desde el punto de vista español y muy particularmente del mío, seguirá siendo el libro de Zubiri.» Y Pedro Laín Entralgo respondía a su vez, puntualizando que lo hacía desde su «campo científico e intelectual» –él sabría lo que quería decir con esto–: «Permítame que, para responder a su primera pregunta, me sitúe en el campo dentro del cual más cómodamente me muevo, el científico e intelectual. En este campo, tal acontecimiento ha sido, a mi juicio, la reciente publicación del libro «Sobre la esencia», de Xavier Zubiri.» Manuel Cerezales, que confesaba no haber leído el libro pero sí consultado a los entendidos, dejaba entrever ingenuamente la perspectiva general: comienza su artículo en el ABC informando de que «hace unos días, en el salón del Instituto Nacional de Previsión» el doctor Severo Ochoa, reciente Premio Nobel, pronunciaba una conferencia sobre sus descubrimientos científicos «presentado por el filósofo Xavier Zubiri». Escribía Cerezales: «Los entendidos sabe con sólo conocer el título: Sobre la esencia, cuánto promete y a cuánto compromete.» Y se apoya en lo que el autor, Zubiri, deja entrever en estas palabras de las páginas preliminares: «No se trata, en efecto, de tomar dos conceptos ya hechos, el de sustancia y el de esencia, y ver de acoplarlos en una u otra forma, sino de plantearse el problema que bajo esos dos vocablos late, el problema de la estructura radical de la realidad y de su momento esencial.»
En enero de 1963 aparecieron otros varios comentarios: Ramón Ceñal SJ, «Acontecimiento de la vida intelectual española. Un libro de Zubiri sobre la esencia» (Ya, 5 enero); Adolfo Muñoz Alonso, «Sobre la esencia» (Arriba, 6 enero); Enrique Valcarce Alfayate, «Zubiri escribe sobre la esencia» (Ecclesia, 12 enero); José Corts Grau, «Sobre la esencia» (Las Provincias, Valencia 13 enero); Emiliano Aguado, «La vida y la cultura» (Arriba, 13 enero); Domingo García-Sabell, «Zubiri y la realidad» (Faro de Vigo, 16 de enero); José Ignacio Tellechea, «Al meollo entremos. El libro de Zubiri Sobre la esencia» (El Diario Vasco, San Sebastián, 22 enero); Sabino Alonso Fueyo, «Zubiri: cuando la ‘noticia filosófica’ se convierte en espectáculo» (Arriba, 27 enero); Alfonso López Quintás, «Estilo de pensar y realismo genético de Xavier Zubiri» (Ya, 30 de enero), &c.
El ABC del martes 22 de enero de 1963 publicaba una crónica del corresponsal el San Sebastián, señor Berruezo, informando de que el Delegado Nacional de Prensa y Radio del Movimiento, profesor José María del Moral, antiguo gobernador civil de Guipúzcoa, sugiere al ayuntamiento donostiarra que otorgue a Xavier Zubiri la medalla de oro de la ciudad, con ocasión de la publicación de su libro Sobre la esencia (Berruezo decía, de su cosecha periodística: «uno de los acontecimientos más notables desde hace muchos años en la bibliografía mundial del tema filosófico»).
Cabe sospechar que la señora Carmen Laforet o el señor Berruezo no habían leído el libro, o, aunque lo hubieran leído, no lo habrían entendido dentro de su propio contexto aristotélico-tomista-kantiano-heideggeriano. Y esta sospecha cabría extenderla al propio Laín, o a José María del Moral. Incluso Gonzalo Fernández de la Mora, que fue condiscípulo y amigo mío, tampoco tuvo tiempo, ni acaso posibilidades, de entender el alcance del libro en su contexto (en sus artículos del ABC, el 28 y 29 de febrero de 1963, y más tarde en la revista Atlántida).
Casi todos lo veían por lo que se esperaba de él, a saber, que en él se ofrecía la filosofía última, pasada por la ciencia, que «garantizaba» que el Universo en el cual se vivía, tal como venía apareciendo ante la nueva Física relativista o cuántica, o por la nueva Biología evolucionista, o por la nueva Política mundial (en plena guerra fría), no era un caos, un absurdo o un infierno (Camus, Sartre), ni un tiempo de silencio, sino una realidad firme, asegurada por la doctrina de la esencia sustantivada. Lo que no se entendía es la razón por la cual un libro como el de Zubiri (a mi juicio de entonces –y a mi juicio de ahora–, un libro francamente malo, cuando se le considera en el contexto de la tradición histórico filosófico académica, aristotélico-tomista-kantiana-heideggeriana) podría ofrecer el fundamento último del Universo. Sencillamente los comentaristas daban por supuesto que Zubiri había descubierto este fundamento último, y por ello, cuanto menos entendían sus frases, en las que en lenguaje llano exponía ideas «de sentido común» (es decir, sin escudarse en una supuesta sabiduría filológica vedada a los lectores comunes), pero que se interpretaban como resultantes del tremendo esfuerzo del «gran pensador», comparado constantemente con Aristóteles, con Santo Tomás y con Kant. Era por tanto el crédito otorgado al pensador lo que certificaba la profundidad del libro.
El libro, sin embargo, era (y es) ininteligible para quien no tuviera un amplio contacto con la tradición escolástica, son su terminología, con sus diversas corrientes. Pero al mismo tiempo, como el libro estaba escrito en español, y las referencias eran, por así decirlo, más rurales que de laboratorio («un leño flotando en el agua», pero no el experimento de Morley-Michelson), y el lector sabía que Zubiri estaba al tanto de la ciencia coetánea, si este lector era un «lector culto» podría entrever que detrás de las frases del libro gravitaba una tradición escolástica que se continuaba por tradiciones modernas. Cabría comparar hoy la actitud de los lectores cultos, pero sin formación escolástica o kantiana, ante la obra de Zubiri Sobre la esencia, con los lectores cultos de nuestros días, sin formación científica, ante las noticias emanadas del CERN sobre el «bosón de Dios»: se da crédito a los investigadores, y, aunque no se perciba qué tenga que ver el campo creado por el bosón de Higgs con Dios, sí entrevé que la asociación no es enteramente disparatada, si es que el bosón de Higgs hace posible la masa, y por tanto la gravitación universal, como fuerza organizadora de nuestro universo y semejante, por tanto, a la acción del Dios tradicional como creador y ordenador suyo. Por ello, la estrategia de quienes hablaban desde el fundamentalismo nacional católico o católico nacional del libro de Zubiri sin suficiente formación escolástico académica, seguían la misma estrategia: insistir, dándolo por supuesto, que Zubiri era un gran pensador, al que había que considerar a la altura de Aristóteles, o de Suárez, o de Kant, o de Heidegger, es decir, en palabras de Berruezo, como «uno de los acontecimientos más notables desde hace muchos años en la bibliografía mundial del tema filosófico».
Y lo que ocurrió en Oviedo el jueves 14 de febrero de 1963 es que existía allí un público distinguido y culto que, como fruto del catolicismo nacional, o del nacional catolicismo, mantenía una alta consideración por la filosofía académica, y que, en pleno milagro económico del Régimen, estaba al tanto de lo que ocurría en el resto de España y acudía a la conferencia que un profesor nuevo en la plaza iba a dar sobre el libro de Zubiri. Un libro, por lo demás, que estaba ya en las librerías de Oviedo, y que, según me contaron los propios libreros, se había vendido abundantemente, en muchos casos como libro de regalo navideño. En algunos, porque acaso se suponía que era un libro literario –en la línea de un bestseller de la época, Mono y esencia, de Aldous Huxley– o quizá un libro en el que se profundizaba en la psicología de los perfumes o esencias. Los libreros contaban que algunas personas volvieron a los pocos días a devolver el libro confesando que no habían encontrado en él los temas que buscaban o, a veces, que habían recibido otro ejemplar como regalo de navidad.
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Y, sin embargo, el Sobre la esencia de Zubiri dejaba mucho que desear desde el punto de vista de su «carpintería». Y esto lo percibía cualquiera que tuviera un contacto regular con la tradición académica escolástica o kantiana; tal era, por profesión y biografía, mi caso en aquellos años, después de haber frecuentado durante la década de los cincuenta, en Salamanca, a los Conimbricenses, a los Salmanticenses, a los infolios de Araujo, de Juan de Santo Tomás o de Suárez, en la Biblioteca Universitaria, en la Biblioteca de la Universidad Pontificia, o en la Biblioteca de San Esteban, en donde el padre Santiago Ramírez, el «Soto redivivo», como se le llamaba por aquellos años, fue autor, por encargo, de un libro de «crítica feroz» contra Ortega.
Como no se trata aquí de hacer una crítica interna del libro de Zubiri, me remitiré a la crítica más rigurosa que conozco, la publicada en el volumen XII de la revista Estudios Filosóficos. Revista de investigación y crítica publicada por los Estudios de Filosofía de los dominicos españoles, por José María Artola O. P.: «En torno a Sobre la esencia de Xavier Zubiri» (nº 30, mayo-agosto de 1963, págs. 297-332). He recordado al padre Artola al leer su reseña, con ocasión de la redacción de este rasguño. Fue condiscípulo –acaso un par de cursos posterior al mío– en Madrid, y amigo. Luego se hizo dominico y se marchó a San Esteban; allí lo vi de vez en cuando y perdí todo contacto con él a partir de 1960. Artola comienza lamentando la ausencia de referencias bibliográficas que Zubiri ofrece cuando habla de Aristóteles y declara «su malestar» por la excesiva simplificación con la que Zubiri explica el pensamiento de Aristóteles; corrige a Zubiri cuando hace la exégesis del pasaje aristotélico de la Metafísica, Γ 1006b22, central para el caso, puntualizando que Aristóteles no habla aquí de la diferencia entre la intención significada y realidad, sino entre nombre y realidad. Es decir, comienza poniendo en tela de juicio la presupuesta sabiduría filológica de Zubiri sobre Aristóteles. Al afrontar la cuestión de las relaciones entre esencia e individuo Artola descubre en Zubiri grandes imprecisiones («por no decir una falsedad») pues «no se puede decir [pág. 184 de Zubiri] que para Santo Tomás la esencia, en cuanto distinta del individuo, es un ente de razón». En la segunda parte del De Anima, Q.D. 1, ad 2, Santo Tomás advierte que las esencias abstractas y universales no son entes de razón cuanto a su contenido, pues de serlo no adquirirían el ser real por la mera individuación: los entes de razón individualizados siguen siendo entes de razón. Artola critica también a fondo lo que considera gran originalidad de Zubiri, su teoría de la especie, aunque lo que, por nuestra parte, objetaríamos a Zubiri, es el desconocimiento de la distinción que nosotros utilizamos entre los géneros porfirianos-linneanos y los géneros plotinianos-haeckelianos.
Pero no tratamos aquí de analizar detalladamente la obra de Zubiri desde la perspectiva aristotélico-escolástico-kantiana, &c., que Zubiri pretendió haber asumido y rebasado. Esto requeriría otro libro de confrontación entre el espiritualismo de Zubiri y el materialismo filosófico, libro que otras personas podrán escribir algún día mejor que yo, si se les ofrece la ocasión.
Y desde este futurible puede ser pertinente subrayar que lo que se refleja en la reseña de mi conferencia de hace cincuenta años, si bien mi actitud era muy crítica hacia la teoría de la esencia de Zubiri, sin embargo esta crítica no estaba formulada desde la teoría de la esencia del materialismo filosófico, tal como se expone, por ejemplo, en El animal divino, de 1985, o en el Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas, de 1991. Sin embargo, la «teoría de las esencias» (no la teoría de la esencia) que actuaba en aquella conferencia reseñada era ya una prefiguración de la teoría materialista. O, si se prefiere, era la teoría materialista en gestación, que comenzaba distanciándose de la teoría de la esencia de Zubiri, ante todo, en lo que esta teoría tenía de concepción absoluta de la esencia, como estructura de la realidad última (trascendente, metamérica). Y, por ello, la reseña hablaba de un «método trascendental», más en el sentido de Kant que en el sentido escolástico. Sin embargo, la referencia a Kant se utilizaba allí como un modo de exponer, en función de referencias comunes, la distancia al método metafísico de Zubiri, recurriendo por mi parte a unas coordenadas que, se suponía, el público podría reconocer. Pero aquel «método trascendental» que se invocaba tenía que ver, más que con el idealismo (de Kant o de Husserl) con el positivismo lógico, y sobre todo con el libro de cabecera de entonces, Der logische Aufbau der Welt. Versuch einer Konstitutionstheorie der Begriffe, la obra que Rudolf Carnap publicó en 1928, o incluso con el Tractatus de Wittgenstein (puede ser interesante recordar que el libro de Carnap estaba todavía sin traducir, y que el libro de Wittgenstein había sido traducido en 1957 por Enrique Tierno Galván, a partir del ejemplar que yo le había prestado en Salamanca).
Resumiendo: las esencias procederían no tanto de «observaciones fácticas» sino de operaciones lógicas de clasificación de la pluralidad de hechos o fenómenos que se nos ofrecen como partes de totalidades dadas en el universo observable; por ello «la esencia», en singular, sería propiamente una expresión carente de sentido, porque una única esencia absoluta no podría ser resultado de una operación de clasificación. Pero las operaciones de clasificación comprenden tanto las operaciones de dividir o partir una totalidad (clasificaciones descendentes) como las operaciones inversas de agrupar partes diferentes (clasificaciones ascendentes). Y esto, tanto en las totalidades distributivas (en las que estableceremos especies, géneros, órdenes…, porfirianos o linneanos) como en las totalidades atributivas (como pudieran serlo las especies o géneros plotinianos-haeckelianos).
Ahora bien, las operaciones de clasificación, que estarían en la raíz del platonismo, sólo habrían comenzado a alcanzar importancia filosófica cuando asumieron el papel de funciones lógicas (noetológicas) orientadas a detener (según la figura dialéctica de la anástasis, como diríamos después) la serie de agrupamientos recurrentes cuyo límite se encuentra en un monismo tipo eleático (presente sin embargo también en el materialismo monista tipo Büchner o Engels); pero también, las series de particiones recurrentes cuyo límite sería el atomismo.
Y como la recurrencia indefinida de estas series no puede establecerse a escala de las realidades físicas extensas, sería necesario tener en cuenta el punto de confluencia de ambos procesos de recurrencia, una función cuyos valores se mantendrían indefinidos si no se introducían los parámetros oportunos, que sólo la «experiencia empírica» podría ofrecer. A su vez, según esto, toda clasificación nos aproximaría, en diverso grado, hacia la cuestión de las esencias, a pesar de que únicamente algunas clasificaciones tecnológicas (o científicas) hubieran acudido a esta denominación. Por ejemplo, los biólogos no hablan de la «esencia de los gasterópodos», ni de la «esencia del ADN mitocondrial»; en cambio es frecuente, entre los químicos, hablar de esencias refinadas, o perfumes, como concepto organoléptico (antrópico, o zootrópico) con gran concentración de sustancias aromáticas. El diccionario de la Academia acoge, como acepción quinta de la voz esencia el concepto químico: «Cada una de las sustancias líquidas, formadas por mezclas de hidrocarburos, que se asemejan mucho por sus caracteres físicos a las grasas, pero se distinguen de estas por ser muy volátiles; suelen tener un olor penetrante y son extraídas de plantas de muy diversas familias, principalmente Labiadas, Rutáceas, Umbelíferas y Abietáceas.»
Ahora bien, Platón, suele decirse, habría hipostasiado las esencias recogidas en el Mundo visible de los fenómenos. Las clases de figuras o de números de los pitagóricos, los tipos de elementos de Empédocles, las especies o géneros de plantas o de animales, que los académicos, con Espeusipo al frente, se dedicaban a clasificar («habían pasado varios días discutiendo –decía, con pretensiones humorísticas, Aristoxeno– en qué lugar del mundo podría ponerse a la calabaza»). Pero separando de las sustancias del mundo sensible las esencias recogidas en él, para alojarlas en un «lugar celeste» (que San Agustín identificaría después con la mente de Dios).
Aristóteles habría dirigido lo principal de su crítica a Platón hacia estas ideas o esencias separadas, restituyéndolas al mundo real (no meramente fenoménico) de las sustancias mundanas, en perpetuo movimiento causado por el Primer Motor. Pero Aristóteles habría a su vez distinguido entre unas sustancias eternas e incorruptibles (los astros) y unas sustancias corruptibles (las que se encontraban en la Tierra). La concepción aristotélica de la sustancia habría sido derrumbada por la ciencia moderna cuando descubrió, por ejemplo, que el Sol o los planetas «tenían manchas» y, por tanto, cuando llegó a reconocerse (en gran medida gracias a la metafísica creacionista del cristianismo) que los cuerpos celestes no eran eternos, sino «efectos» de la evolución de la materia. Lo que Zubiri habría pretendido, al ofrecer su libro Sobre la esencia, habría sido preservar a la ontoteología aristotélico-escolástica tradicional de la crítica demoledora procedente de la ciencia y de la filosofía moderna, mediante la construcción de conceptos-coraza ad hoc, pero sin el menor rigor filosófico.
Veinticinco años después de aquella conferencia (Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Madrid 1989, páginas 113-114) tuve ocasión de poder «poner al descubierto» los procedimientos ad hoc de Zubiri en sus actividades de «gran pensador», mediante el análisis de su idea de religación. Una idea que Zubiri basaba en la idea de apoderamiento, muy próxima, por cierto, a la idea trabajada por la escolástica española, de la relación temporal de causa-efecto implicada en la idea de premoción física divina, sin menoscabo de la libertad humana, mediante la construcción de otra idea ad hoc, basada en la relación espacio-temporal de anverso-reverso en el caso límite en el cual el anverso de un cuerpo sea su propio reverso y recíprocamente. Llamábamos, a falta de otro término, a este límite, el ser ob-verso. Entonces, en lugar del apoderamiento de Zubiri, partiríamos de la idea de envolvimiento, como capacidad ideal que tendría un reverso para «revolviéndose sobre sí mismo», al modo de la cinta de Moebius, pudiera recubrir a su propio anverso. Se convertiría así en un ente reversivamente ob-verso. Llamemos a este proceso «circumposición», en cuanto isomorfo (cuanto a los pasos de su construcción) al proceso de «religación».
«…podemos entonces construir el nuevo modelo, que ponemos en columna paralela al de Zubiri, para facilitar la comparación paso a paso de los respectivos procedimientos sintácticos: | ||
Concepto de religación «El apoderamiento acontece, pues, ligándonos al poder de lo real para ser relativamente absoluto. Y a esta religación la llamamos religión natural.» |
Concepto de circumposición «El envolvimiento acontece, pues, circumponiéndose a la capacidad del sujeto ideal para hacerse reversivamente ob-verso. Esta peculiar circumponencia es justo circumposición. Y a esta circumposición la llamamos intuición intelectual.» | |
(Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Madrid 1989, cuestión 2, página 113.) |
Pero lo más importante es que Zubiri ofrecía una concepción de las esencias como entidades en las que se determinaba de modo absoluto el ser real –un estatuto que, en el sistema aristotélico, correspondía a las sustancias celestes–. Esto significa que las esencias de Zubiri, aunque no fueran eternas o inmóviles, ocupaban el rango de las sustancias eternas anantrópicas de la Naturaleza aristotélica. Las esencias serían dinámicas y, además, no sólo naturales (como podría ser el caso de los elementos de la Tabla de Mendeleiev o las especies de Linneo), sino también artificiales (la «esencia» de una aleación artificial de metales podría ser tan sustantiva como la esencia de un elemento metálico, como el oro o la plata, de la tabla periódica).
Se diría que en el Sobre la esencia de Zubiri, las relaciones de las esencias con las sustancias tienden a mantenerse antes a la escala de las sustancias primeras que a la escala de las sustancias segundas. Pero las sustancias primeras son individuales y eminentemente personales (en la categoría antropológica). Y esto «rimaba» muy bien con aquel llamado liberalismo político y económico que subordina el Estado al individuo personal. Una sustancia primera dinámica, sin duda, pero eviterna (inmortal) de acuerdo con el «materialismo cristiano» presente en el dogma de la resurrección de la carne. La doctrina de la esencialidad de las sustancias primeras, en el contexto antropológico o en el contexto económico político, no se confundía con las líneas de la filosofía existencialista, y ante todo con la concepción del Dasein heideggeriano. Pero sí marcaba la incompatibilidad de principio de las esencias zubirianas con las ideologías totalitarias que ponían al todo como determinante de las partes. Y esto tanto si se hablaba de totalidades internacional-comunistas –y aún socialdemócratas– como si se hablaba de totalidades nacional-socialistas (que utilizaban ampliamente las ideas «holistas» o «gestaltistas» de la época).
Sin embargo, la dicotomía aristotélico escolástica entre sustancias primeras / sustancias segundas, no tenía correspondencia posible en la teoría de la esencia, porque en ningún caso las sustancias primeras (ni siquiera las personales) podrían ser entendidas como esencias, ni siquiera en el supuesto de que estas sustancias personales hubieran sido creadas por Dios y llegaran a ser inmortales o «eviternas». Ni Sócrates ni Alejandro Magno, como prototipos de sustancias primeras –junto con Bucéfalo o el planeta Júpiter–, podrían ser considerados como esencias o como sustancias segundas.
Pero, ¿acaso la oposición entre sustancias primeras y sustancias segundas era una distinción real (entre entes reales) o era una distinción de razón (entre las sustancias primeras reales y las sustancias segundas, entes de razón al menos a juicio de los nominalistas)? Entre las sustancias primeras y las sustancias segundas habría que intercalar las agrupaciones («aleaciones») de sustancias primeras, como partes interactivas de ciertas totalidades dotadas de una unidad suficiente de orden causal, pero no inmóviles sino evolutivas o históricas, como podría ser el caso de los grupos institucionales o totalidades atributivas plotinianas tales como la Religión o el Estado; totalidades que ya podrían ser consideradas como esencias.
5
El proceso gradual del «eclipse de Zubiri», junto con el proceso gradual correlativo del «retorno de Ortega», como pensadores consensuados de referencia por los «creadores de opinión» de cada momento, se hizo visible plenamente en los años que precedieron a la llamada transición democrática (el número 1 de la segunda época de la Revista de Occidente, dirigida por José Ortega Spottorno, apareció en 1963; en su segundo número apareció un comentario huero sobre el libro de Zubiri firmado por Aranguren); transición democrática que condujo, en 1982, a la hegemonía del partido socialdemócrata. Nos parece evidente que la metafísica de Zubiri se adaptaba mejor al liberalismo de los demócrata cristianos que al estatalismo, aunque fuera rebajado, de los socialdemócratas (cuando estos renunciaron al leninismo y al marxismo). Por lo demás, los liberales demócrata cristianos comenzaron entonces a ser llamados «conservadores», mientras que los socialdemócratas se autodenominaban, con asombrosa ingenuidad, «progresistas».
Podríamos preguntar (tomando como material empírico de decisión los planes de estudio de Bachillerato o la prensa diaria): ¿cabe establecer alguna correlación entre esta oposición (conservadores/progresistas) y la filosofía académica? ¿cabe esperar que la ideología de los conservadores fuera más proclive a utilizar la filosofía, mientras que la ideología de los progresistas se inclinaría más bien hacia las tecnologías o hacia las ciencias positivas? Acaso el análisis del material empírico arrojase una tendencia (por parte de los liberales-conservadores) a incrementar la presencia de la filosofía en los planes de estudios, y una tendencia (por parte de los socialdemócratas progresistas) a debilitar esa presencia (mediante la sustitución de la filosofía, por ejemplo, por la «educación de la ciudadanía»).
Pero, ¿y si la pregunta está mal planteada, por la sencilla razón de que toma como término de contraposición a «la Filosofía», como si la Filosofía fuese la «filosofía administrada» por el Estado, y que, por tanto, tendría que asumir la forma de una «filosofía académica» o escolástica?
La idea misma de filosofía, sin embargo, es la que estaba cambiando en los años de la transición democrática, y aún en los años que la precedieron. No se trataría, por tanto, de una oposición entre la simpatía o la aversión a «la Filosofía», porque el término de referencia sería «la filosofía administrada» (académica o escolástica, es decir, la filosofía de los profesores de filosofía).
Teniendo en cuenta las tendencias adversas a la «filosofía administrada» que podían observarse en los planes de estudio o en los «creadores de opinión» de cada momento, no tendrían por qué interpretarse estas tendencias como derivadas de un aborrecimiento por la filosofía, sino todo lo contrario. La cuestión estaba en el hecho de que la filosofía, en la nueva democracia, ya no necesitaba ser administrada. Porque la nueva ideología democrática había establecido que a todo individuo, que había cambiado su condición de súbdito por su condición de ciudadano, y estaba dotado de la facultad de intervenir mediante el voto o la opinión en la vida pública, habría que reconocerle también la capacidad de juzgar acerca de cualquiera de las cuestiones que se debatían en los parlamentos. Muchas de las cuales eran sin duda cuestiones tratadas, con mucho más conocimiento de causa, por la filosofía tradicional (tales como las cuestiones sobre la religión, sobre la cultura, sobre la libertad, sobre la justicia, sobre la propiedad privada, sobre la monarquía o la república, sobre la historia de España o del Mundo).
El ciudadano, en general, y en especial el ciudadano dedicado profesionalmente al cultivo de alguna «ciencia humana», asumía por ello mismo las funciones del filósofo. De hecho la Sociología, la Antropología, las Ciencias Políticas, la Economía política o la Psicología, asumieron el papel de «sucedáneos» de la filosofía. Y muchos profesores de filosofía del Bachillerato, y aún de la Universidad, se comportaban antes como sociólogos, antropólogos o psicólogos que como representantes de una tradición filosófica académica ininterrumpida.
En este contexto, mientras que la filosofía de la razón vital orteguiana se adaptaba bastante bien a las atribuciones democráticas a todo ciudadano de la facultad de tener opiniones propias sobre asuntos que tradicionalmente eran tratados por la filosofía académica; en cambio la filosofía metafísica de Zubiri no se adaptaba fácilmente a esta visión de la filosofía. La especie de filosofía que tratase de ofrecer a los alumnos una doctrina definida sobre el Estado, la Religión, la Historia, &c., sería interpretada inmediatamente por los guardianes de la Democracia y de la Libertad como «adoctrinamiento».
La aversión a la filosofía tradicional, ya fuera tomista, ya fuera kantiana, ya fuera heideggeriana, arreció y se fortificó en el momento en el cual comenzaron a confluir las ideas socialdemócratas con las ideas del positivismo o neopositivismo de los científicos. Si «todo es Química» –como gustaba repetir Severo Ochoa– la Química (o alternativamente, la Bioquímica, la Cosmología, o la Sociología) sería Filosofía; por tanto, la enseñanza de la filosofía, fuera de la Química (o alternativamente de la Bioquímica o de la Sociología) era superflua, y lo mejor sería eliminarla de los planes de estudio, tanto del Bachillerato como de la Universidad (Manuel Sacristán había propuesto esta eliminación en los años sesenta, en su ensayo Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores).
En realidad la tesis de Ochoa («todo es Química») o las alternativas tesis del positivismo gremial («todo es Física», «todo es Matemáticas» o «todo es Psicología») quedaban comprendidas en la consideración que Aristóteles había establecido en el libro XI de su Metafísica: «Si las sustancias físicas fueran las primeras entre todas las esencias, entonces la Física sería la filosofía primera.»
Pero, aún aceptando esta condicional, lo que habría que demostrar en cada caso era la condición. Y esta condición (en sus diversas alternativas: Física, Química, Política, Psicología, Lingüística, Sociología…) se daba por demostrada. Mejor aún, se daba como axiomática por cada uno de los gremios que consideraban a su campo categorial respectivo como «el más importante entre todas las esencias».