Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 133 • marzo 2013 • página 3
«Una quinta especie [de democracia] es aquella que traspasa la soberanía a la multitud, que reemplaza a la ley; porque entonces la decisión popular, no la ley, lo resuelve todo. Esto es debido a la influencia de los demagogos» (Aristóteles, Política, Lib. VI, Cap. IV, Especies de democracia)
«La democracia no es un estado en el que el pueblo –constantemente reunido– regula por sí mismo los asuntos públicos; y todavía menos es un estado en el que cien mil facciones del pueblo, con medidas aisladas, precipitadas y contradictorias, deciden la suerte de la sociedad entera. Tal gobierno no ha existido nunca, ni podría existir sino fuera para conducir al pueblo hacia el despotismo» (Robespierre, Sobre los principios de la moral política, Discurso del 18 pluvioso, año ii o 5 de febrero de 1794).
«El pequeño-burgués ‘enfurecido’ por los horrores del capitalismo es, como el anarquismo, un fenómeno social propio de todos los países capitalistas. Son del dominio público la inconstancia de estas veleidades revolucionarias, su esterilidad y la facilidad con que se transforman rápidamente en sumisión, en apatía, en fantasías, incluso en un entusiasmo ‘furioso’ por tal o cual corriente burguesa ‘de moda’». (Lenin, El izquierdismo, enfermedad infantil en el comunismo, p. 40)
«Democracia y punto» es el lema del nuevo Partido X, Partido del Futuro, el más reciente surgido del movimiento conocido como 15M y que parece ser aglutina, aunque sus líderes no quieren una identificación total con el mismo, a algunas facciones de los llamados indignados. El partido nace oficialmente el 8 de enero de 2013 con una promoción en vídeo, por youtube y otras plataformas digitales, en la que se habla de un plan que busca, nada menos, que «reiniciar el sistema» para este mismo año. Así, en una serie de pasos, anunciados un tanto enigmáticamente («X») y que simulan una partida de ajedrez (seguramente emulando personajes cinematográficos que usan la delincuencia como modo contestatario frente al «sistema», tipo V de vendetta o el propio Jocker de Batman), el plan culmina finalmente (algo así, tras varios jaques, como el mate final) con un programa «elaborado por la ciudadanía» que se presentaría, directamente, al consejo de Ministros, eludiendo pues todo el «pantano» antidemocrático parlamentario. El planteamiento del vídeo promocional, por lo demás completamente delirante por paradójico y absurdo, supone que los promotores de este movimiento, y también por supuesto del propio partido, proceden del futuro, y desde él se busca implantar en el presente esa democracia real, así sin adjetivos («democracia y punto»), que ya es una realidad fatal al parecer en la sociedad futura.
Digamos que la estrategia ya de naturaleza directamente política que se plantea desde este nuevo partido, en el contexto de los hitos principales del movimiento del 15M es la siguiente: una vez que se ha «tomado la calle», en aquella célebre jornada (15 de mayo de 2011), se pasó a continuación a «rodear el Congreso» (el 25 de septiembre de 2012), y se trataría ahora, pues, de vaciarlo al ser el núcleo mismo, por su falsa representatividad, de la perversión de la democracia como sistema político. El 15M supone un acto de desobediencia y disidencia populares frente a las leyes, por considerarlas antidemocráticas; el 25S, un acto de insurrección y rebeldía que busca «encerrar» a la clase política, al rodearla, en el lugar que ocupa de un modo ilegítimo, esto es, igualmente antidemocrático, por atender a intereses que no son los del pueblo; finalmente se trataría de eludir el parlamentarismo, en tanto que falsa vía de representatividad, y que el pueblo mismo pase directamente a desarrollar las tareas de gobierno, se supone que organizado o asesorado a través de este partido (que exigiría por cierto, aunque no se diga, la lógica del partido único), con sistemas de votación a través de las nuevas tecnologías (el uso de internet, la tecnología wiki, etc), con referendos vinculantes, iniciativas legislativas populares, &c.
De este modo, por fin, los intereses del pueblo serán atendidos y satisfechos en cuanto que es el pueblo mismo, sin mediación alguna, el que decide y toma decisiones, «reiniciándose el sistema», ahora sí, como una «democracia real».
Y es que el 15M como movimiento social parece ser que, a medida que se desarrolla, va tomando una definición más política de lo que en un principio pudo haber tenido{1}. No ya solo porque cada vez se coordina más con determinadas fuerzas políticas, en los distintos actos que se convocan desde las distintas «Asambleas», con la imbricación creciente en ellas de partidos políticos como EQUO, Izquierda Unida, Izquierda Anticapitalista, Partido Pirata, &c, sino porque ya desde el propio movimiento se han formado distintos partidos políticos que, se supone, concurrirán en las próximas elecciones, atendiendo a las reclamaciones y demandas procedentes, directamente, de las asambleas de «indignados» (el último el Partido X, decimos) .
Este «partidismo» que en principio estaba ausente (o eso se decía) en las primeras movilizaciones del 15M, el DRY, Acampada Sol, &c., parece ser se va decantando a medida que se desarrolla el movimiento, canalizándose bien a través de formaciones ya en marcha o bien de nueva creación y, en general, (auto)consideradas «de izquierda».
Recientemente se ha creado una enciclopedia, con tecnología wiki, dedicada al movimiento, y allí se puede consultar la profundidad de tal imbricación, con entradas dedicadas a personalidades y a partidos políticos cuya exposición es completamente tendenciosa, en este sentido, siendo claramente favorables a determinados partidos y formaciones políticas frente a otros pero, insistimos, con tendenciosidad (por ejemplo, en la entrada dedicada al PP o al PSOE se mencionan la relación de casos de corrupción que involucran a tales partidos, cosa que no ocurre con la entrada dedicada a IU, que no se mencionan los casos de corrupción a ella asociados –que los hay–; por otro lado, y aún tratándose de partidos minoritarios, las referencias a UPyD o a Ciudadanos son, además de escasas, poco simpáticas en general).
En esta misma dinámica partidista y antiparlamentaria se encuentra la reciente convocatoria para el día 23 de febrero de 2013 (23F) de una manifestación en Madrid (y en otras ciudades españolas), a la que atendieron multitud de organizaciones de algún modo asociadas o adheridas al fenómeno «indignados» (incluyendo naturalmente esos partidos antes referidos, desde Izquierda Unida hasta la Chunta Aragonesista){2}, y que, planteada por parte de sus promotores como una pleamar popular, entrando por oleadas en el espacio público («en la calle») según los distintos motivos de protesta y sus fórmulas (contra los recortes en sanidad y en educación, contra los desahucios, en favor de los mineros, …), trataba de poner de manifiesto el contraste entre los intereses del «pueblo», expresados en la calle, y los de aquellos que se supone lo representan en el Congreso. Así con estas movilizaciones «el pueblo» mismo, digamos que «en persona», de nuevo sin intermediarios ni representantes, se supone que se presenta ante el Congreso no tanto para pedir que sus intereses sean en él atendidos (cosa imposible precisamente por el carácter no democrático del mismo), sino para denunciar que la clase política allí reunida (con mayoría absoluta del PP) trabaja más bien en contra del interés general ciudadano que en su favor, llegando incluso a aceptar su sacrificio, el sacrificio de la «clase trabajadora», se dice, para favorecer intereses particulares y espurios de «empresarios» y «banqueros» (se llega a hablar así, desde la convocatoria, del golpe de Estado dado en el Congreso al dictado de «los mercados» y en contra de los ciudadanos, de ahí la fecha del 23F, recordando el golpe de Estado –que en realidad fue un intento– del año 81).
Es así que la intención, digamos, insurreccional de la convocatoria es la de proyectar la imagen de la anegación en oleadas de la propia institución parlamentaria por parte de la multitud allí congregada, para con su presencia deslegitimar a aquellos que en sede parlamentaria hablan, con estafa, en nombre del «pueblo», y traer así de la mano de esta multitud «indignada», de nuevo, una «democracia real» que ponga a cada uno en su sitio («hay que conquistar en la calle lo que de alguna manera los ciudadanos no pueden conquistar en el parlamento», dijo el diputado y portavoz de IU en el Congreso, Cayo Lara).
En este sentido, uno de los lemas de la convocatoria es bien elocuente: «Mariano, ¡toma democracia!» (en respuesta a una reciente intervención del propio presidente del gobierno, Mariano Rajoy, en el contexto del Debate sobre el estado de la Nación, que utilizó esta expresión en respuesta, a su vez, al mismo portavoz de IU, Cayo Lara).
Es llamativo, por lo demás, el papel de IU, que recuerda mucho a aquello de estar en misa y repicando, en cuanto que los miembros de este partido que se sientan en el Congreso no ven obstáculo en sumarse (sin cesar o dimitir como diputados) a un movimiento insurreccional respecto a ese mismo parlamento. Y, del mismo modo, y esto es prueba de ese partidismo del que venimos hablando en el que ha recaído sin duda la conciencia indignada, los participantes en la movilización no ven tampoco problema, no lo han visto esta vez, en que parlamentarios contra los que se supone protesta la multitud congregada (¡no nos representan, que no!) participen de la misma movilización o que incluso, como es el caso de Cayo Lara, alcancen gran protagonismo en ella (recordemos, en contraste que Lara fue en cierta ocasión agredido, abucheado y expulsado, tachándole de oportunista, de una concentración de «indignados» que buscaban evitar un desahucio).
En definitiva, y sea como fuera, la Marea Ciudadana sale a la calle un 23F frente a la «dictadura de los mercados», una «dictadura» se supone sancionada por el Congreso, y lo hace en reunión multitudinaria con la pretensión, ellos sí, de representar al pueblo (o ni siquiera de representarlo, sino de «ser» el pueblo mismo en marcha), siendo su voluntad, la voluntad de esa multitud, el poder legítimo para la constitución de una «democracia real» («somos el 99%», declaran desde el seno de tal multitud).
Pues bien, y este es el problema, ¿qué alcance, desde el punto de vista de su justificación, tiene esta pretensión?, ¿por qué va a ser esta multitud más representativa del «pueblo» que los diputados en sede parlamentaria?.
Pues bien, creemos que este tipo de democracia de la que se habla, que desde esa multitud se supone como la única «real» (es decir, sobreentendiendo que solo existe una especie de democracia cual es la real), es la que Aristóteles consigna en la Política como de «quinta especie» y en la que, en efecto, parafraseando al Filósofo, la ley es sustituida por la decisión popular o mejor, si se quiere, en la que la decisión de una multitud, por lo demás amorfa e indefinida (aunque influida por los demagogos, eso sí), se trata de convertir en ley .
Y esta es, creemos, la esencia de la conciencia «indignada» en lo que pueda tener de conciencia política. Veamos.
1. El fenómeno «indignados»
Como es sabido, el 15 de mayo de 2011 (15-M), con el lema «Toma la Calle», una multitud se congregó en la Puerta del Sol de Madrid, km 0 en el que principian las carreteras españolas, para mostrar su «indignación», así lo proclamaron, ante los problemas asociados a una crisis (desempleo, precariedad laboral, fuerte endeudamiento hipotecario de las familias, déficit del Estado…), se supone derivada de los vicios del sistema –del sistema capitalista se entiende–, y que persiste sin resolverse. Esta persistencia se debe precisamente, según aseguraban, a la malversación o corrupción que sufre la democracia dentro del propio sistema, por lo menos en España, siendo el modo «antidemocrático» de abordar esos problemas, más que los problemas mismos, lo que al parecer produce tal indignación, y es que, lejos de resolverlos, lo que hacen «los políticos» actuales es profundizar todavía más en ellos.
Así, en aquella ocasión, a siete días de unas elecciones (municipales y autonómicas), en tanto que procedimiento «representativo» de las democracias en la actualidad, los dichos «indignados» (de esta manera autodenominados, como es ya archisabido, tras el éxito editorial del opúsculo panfletario de Stepháne Hessel) aprovecharon la ocasión, la reelección de cargos públicos, para salir a la calle y «denunciar» precisamente, atendiendo al manifiesto que les impulsaba (y que aún les impulsa), la falta de representatividad de esos cargos en el contexto de la democracia española («no nos representan», es la consigna, sin duda, más repetida).
Su diagnóstico sobre el estado de la democracia española (perfectamente generalizable por lo visto a otras democracias de nuestro entorno), dictamina, de modo terminante, inatacable al parecer, que la «voz del pueblo», que se supone debiera ser canalizada por las instituciones democráticas representativas, está siendo más bien silenciada, acallada, ignorada, por una oligarquía que tan solo busca su propio enriquecimiento e interés, actuando, eso sí, esta es la coartada, en nombre del mismo pueblo al que se supone representa. Esta oligarquización, que es en lo que dicen se ha convertido realmente la democracia española («lo llaman democracia y no lo es», repiten los indignados), se produce cuando los partidos políticos, lejos de defender los intereses de sus representados, se asocian a corporaciones financieras y empresariales, de las que terminan dependiendo, y privilegian así sus intereses (particulares, incluso algunos dicen «de clase») frente a los intereses (generales) del «pueblo».
Según este análisis, pues, la democracia española degenera, desvirtuada, en una democracia bastarda (en una falsa democracia), que atiende, en ausencia de representatividad, a intereses ajenos al pueblo, comportándose en realidad como una «dictadura de partidos» (esta es la expresión literal utilizada en el manifiesto) en la que predomina, además, el bipartidismo de los dos grandes partidos, PP y PSOE, ambos al parecer sobre-representados en los parlamentos y ayuntamientos al favorecerles la ley electoral («PPSOE», es la expresión híbrida que figura en el manifiesto para significar la complicidad de ambos partidos en esto).
Y es esta y no otra, además, según el propio diagnóstico «indignado», y de ahí la urgencia en la exigencia de las reformas (¡ya!), la causa que explica que la situación de crisis se prolongue: la falta de satisfacción de las demandas y necesidades del pueblo, ignorado y desatendido pero, eso sí, bien exprimido, es directamente proporcional a la satisfacción de los intereses de esos «grupos de presión» empresarial y financieros que tienen sobornada, en realidad comprada (por cómplice), a la «clase política».
De este modo, en esta situación de degradación, son las grandes fortunas al parecer las que cristalizan y prosperan, siempre a costa de la precariedad laboral de los asalariados a los que explotan las grandes corporaciones capitalistas («manos arriba, esto es un contrato», decía una de las pancartas), generándose así una mayor desigualdad social que encrespa todavía más la situación.
Esta es la perspectiva que movilizó y reunió en Sol a aquella multitud, que enseguida se vio además respaldada, elogiando cuando no directamente adulando a los indignados, por el autoconcebido como izquierdismo político (para empezar por el entonces presidente del gobierno Rodríguez Zapatero que, desde luego, no se dio por aludido ni mucho menos, prácticamente sumándose a la indignación), también por distintas figuras representativas de la intelligentsia española, y entusiastas del movimiento (bien que interpretándolo cada uno a su modo, desde Eduardo Punset hasta el recientemente fallecido Agustín García Calvo), así como por buena parte de la prensa, que ofreció gran cobertura simpatizando en general, no tanto en los procedimientos pero sí en la doctrina, con los indignados (a pesar de algunos desencuentros), sobre todo a medida que el movimiento, desde esa primera manifestación del 15M, se iba desarrollando y creciendo.
Tan solo el PP, y algunos medios afines, mantuvieron ciertas distancias, arrojando incluso sospechas, no sin razón, acerca de las verdaderas intenciones de la movilización, temiendo que se repitieran, ante una inminente victoria del PP, unas jornadas como las que tuvieron lugar en vísperas de las elecciones del año 2004 (hay que tener en cuenta que en Sol se encuentra, justamente frente a la placa que señala el km 0, la sede del gobierno autonómico de la Comunidad de Madrid, presidida en tal circunstancia por la popular Esperanza Aguirre, para muchos, y así lo predicaron en la plaza, la máxima representación en España de todo aquello que se supone indignaba a los «indignados»).
Porque, en efecto, tras el día 15, y antes de que tuvieran lugar las elecciones del día 22 de Mayo, los allí congregados terminaron convirtiendo esa concentración primera en la Puerta del Sol en una acampada, tras resistirse a la autoridad policial cuando esta (bien que tímidamente, por cierto) quiso disolverla. Instalándose en la plaza, con dependencias como cocina, enfermería, lo que llamaban biblioteca, incluso guardería…, con vistas a una estancia más prolongada, los indignados se organizaron asambleariamente, formando distintas «comisiones», con sus portavoces correspondientes, para ulteriormente trasladar sus propuestas a las «asambleas» en las que se procedería a la «toma de decisiones».
Los más entusiastas partidarios del movimiento (entre los que se encontraban, naturalmente, aprovechando la oportunidad, conspicuos representantes de Izquierda Unida, de Izquierda Anticapitalista, y de otros) llegaron incluso a sostener, y así lo dispusieron en una gran pancarta que colgaba en uno de los edificios de la plaza, que allí, en aquellas reuniones asamblearias, residía la «soberanía nacional» (quizás buscando la analogía, que más bien resulta caricatura, con los representantes del Tercer Estado reunidos en Versalles en mayo de 1789; el verbo «tomar» en ese sentido también parece buscar ciertas analogías con la «toma» de la Bastilla, que significó la extensión de la revolución desde Versalles a las calles de París, o con la «toma» bolchevique del Palacio de Invierno, frente al gobierno provisional y la Duma, bajo la proclama de «todo el poder para los soviets»).
Sea como fuera, el movimiento continuó extendiéndose hacia otras plazas de otras ciudades españolas, produciéndose en ellas también acampadas sin que la policía procediese a su inmediato desalojo (en un país, hay que decir, en el que está prohibido acampar hasta en el monte). El entonces Ministro del Interior, el socialista Pérez Rubalcaba, responsable último del orden público en ese momento, compareció en este sentido declarando que la policía no está «para generar problemas mayores de los que busca resolver», justificando de este modo su inacción (y es que el escenario de una policía dando porrazos es algo que un gobierno de tales características, como fue el de Zapatero, no estaba dispuesto a asumir, siempre transmitiendo la imagen de seguir procedimientos pacifistas y dialogantes en su modo de gobernar –era el célebre «talante», se supone buen talante–).
Pues bien, en vísperas de la jornada electoral, la Junta Electoral Central, organismo encargado de velar por el buen orden del proceso electoral, termina por desautorizar la manifestación (ya convertida, decimos, en acampada) ante la inminencia de las elecciones, determinando que los acampados, en tanto que piden el voto para partidos pequeños (al negárselo a los dos grandes partidos –PPSOE–), no respetarían la llamada «jornada de reflexión» si se mantuvieran allí hasta el día previo a las elecciones (día 21 de mayo). De este modo, desafiando en efecto a ese organismo, precisamente a la misma hora en que se clausuraba la campaña y comenzaba la «jornada de reflexión», a las 00.00 del sábado 21, tendría lugar la concentración más multitudinaria reunida en Sol hasta el momento, desde que comenzó el fenómeno «indignados», decidiendo además, de nuevo por iniciativa asamblearia, dar a esa hora un (por lo demás muy posmoderno) «grito mudo»: con ello querían manifestar algo así como que su presencia allí estaba por encima de los «gritos de campaña», propia de los estridentes mítines de partido, y que la multitud allí reunida, lejos de manifestar partidismo alguno, lo que hacía era defender «espontánea» y multitudinariamente los intereses del pueblo, precisamente desatendidos por los políticos (no siendo pues reducible su presencia allí a un acto electoral sin más, como interpretaba la Junta Electoral Central).
Así esta muchedumbre pasa, emic, a identificarse ahora directamente con el «pueblo» que, «indignamente» representado por los políticos en los parlamentos y ayuntamientos, toma por fin el poder que se supone le corresponde como titular «democrático» del mismo, y que, organizado en asambleas, comisiones, etc, va a transformar revolucionariamente, esta es la intención, esa oligarquía capitalista, que busca nuevamente su coartada en el «paripé» electoral, en una democracia real.
Esta muchedumbre, pues, ya no necesita justificar sus acciones, porque se trata al parecer del «pueblo» mismo mandando, «gobernándose a sí mismo», sin mediadores que manipulen, el que actúa y toma decisiones desde las plazas españolas. Es la democracia misma realizándose. La Junta Electoral Central es un organismo oligárquico, cómplice del sistema actual, y a la que le interesaba, claro, disolver esa multitud que, como demiurgo democrático, ahora le desafía y hace frente.
Total, que la muchedumbre ni mucho menos se disolvió con la prohibición; al contrario, creció alcanzando en aquella jornada, insistimos, el número máximo de gente allí congregada desde que surgió el movimiento hasta al actualidad, siendo así que la policía, por su parte, siguió sin actuar, no haciendo respetar una ley, cuya legitimidad es lo que precisamente se discute.
Nace así la llamada «spanish revolution» que, se supone, pondría en marcha una nueva ley genuinamente democrática, frente a ese antiguo régimen oligárquico: el «pueblo», identificado con esa muchedumbre que «toma la calle», ha hablado a través de asambleas y comisiones, y anuncia una nueva era que pone fin a la «dictadura de los mercados», a la postre, últimos responsables de la crisis («Europa para los ciudadanos y no para los mercados: no somos mercancía en manos de políticos y banqueros», este es el segundo lema de Democracia Real Ya).
Por lo tanto, y en definitiva, el 15-M, así se han expresado muchos, se dibuja, emic, insistimos, como un acto de (re)constitución democrática del poder político frente a la monopolización capitalista del mismo. Se trata en fin de «destituir» a las oligarquías financieras, consideradas como titulares efectivas (aunque ilegítimas) del poder político, para devolvérselo a los que por lo visto, «en democracia», son sus legítimos dueños: los ciudadanos en asamblea.
2. La esencia de los «indignados» como ideología demagógica
Pues bien, el fenómeno «indignado», como fenómeno político (y dejando a un lado la sociología del asunto), no es desde luego desdeñable y ha recibido múltiples interpretaciones, para empezar la que se ofrece, en tanto que justificación suya, según acabamos de ver, desde el seno mismo del propio movimiento, y que aquí hemos consignado entreverada, sirviendo esa interpretación de cobertura ideológica, con las actuaciones iniciadas a partir del día 15 de mayo.
Una ideología pues (y utilizamos aquí ideología en su sentido marxista estricto, ideología como conciencia deformada) cuyo análisis es necesario realizar para comprender el fenómeno en tanto que forma parte esencial suya, siendo esta ideología, que nosotros identificaremos aquí con el democratismo o fundamentalismo democrático,{3} la que canaliza el movimiento, con sus procedimientos y ceremonias (manifestaciones, concentraciones, asambleas, comisiones, acampadas…), no siendo, desde luego, esta ideología algo superestructural y yuxtapuesto al mismo.
Y es que lejos de ser un movimiento «espontáneo», por el que «el pueblo» se moviliza exhausto ante la opresión capitalista (tal como se quiere desde el seno del propio movimiento), lo que ocurre es más bien que la multitud ha salido y sale a la calle empujada por esta ideología fundamentalista, el democratismo, desde hace ya tiempo muy arraigada en la sociedad española (de ahí la complicidad y el respaldo que recibe), y cuya indefinición y extravagancia política, siempre atendiendo a los componentes ideológicos que la alimentan (y no solo al modo asambleario de organizarse), conducen al movimiento, este es nuestro diagnóstico, a una total esterilidad de cara a la resolución de los problemas que el propio movimiento, según se expresa en su manifiesto, trata de abordar.
Una esterilidad que, en todo caso, tampoco es ni mucho menos inocua, puesto que lo que hace el movimiento es encubrir, a través de una interpretación deformada de los mismos, los verdaderos problemas (verdaderos por lo que tienen de distáxicos) que afectan a España como sociedad política.
Por ello, decimos, no es que la ideología que envuelve a la «spanish revolution» le sobrevenga ad extra, como si su primer impulso respondiese –y sin embargo así lo interpretan muchos– a una realidad en efecto opresiva (que tampoco negamos), sino que el fundamentalismo está presente ya desde el primer momento, siendo el democratismo lo que pone en marcha el movimiento hasta llegar a formar esa congregación multitudinaria, en sus distintas fases e hitos oportunos (sin no pocas dosis de oportunismo), atendiendo a las distintas convocatorias electorales u otros acontecimientos cualesquiera.
Esta concepción fundamentalista de la democracia, que, decimos, moviliza a esa multitud, es aquella que entiende que la democracia, así unívocamente considerada, es la esencia misma de la sociedad política, la forma más característica de su constitución en tanto que fundamento suyo, siendo cualquier otra forma de organización política no democrática una degeneración o perversión de la política (a la postre, y en último término, tiránica o despótica). La democracia, dice el fundamentalista, es la única forma de organización política que otorga a los hombres su condición de seres libres, reconociéndoles su dignidad como ciudadanos de pleno derecho, quedando así automáticamente legitimada su constitución. Cualquier elemento negativo que podamos consignar a la sociedad política (paro, violencia, luchas de clases, desigualdad social, pobreza…) será visto siempre como un residuo despótico producido por la falta de plenitud democrática siendo así que tales desviaciones sobre la esencia democrática solo pueden ser corregidas para el fundamentalista de un modo: con más democracia.
La democracia, si es plena, si es pura, representa el estado de perfección social en el que los conflictos se disuelven ante la realización efectiva, si esta tuviera lugar, de una democracia real. De este modo, la democracia aparece en la conciencia «indignada» como deus ex machina, como la clave a partir de la cual se abre paso la solución de todos los problemas sociales.
Y es que es característico del fundamentalismo democrático su formalismo conjuntivo, de donde procede la pretensión de que un cambio en la forma de gobierno, de oligarquía en democracia (cambio en la ley electoral, circunscripción única, listas abiertas…), supone eo ipso la resolución de los problemas en todos los órdenes, propagándose su solución como por ósmosis, casi milagrosamente (es el milagro de «la transición» a la democracia), por todas las capas y ramas de la sociedad política. Los ciudadanos, el pueblo, así unívocamente considerado (como si fuera un todo armónico) se supone que conoce las claves de los problemas que le acucian de tal modo que un sistema político que fuera realmente representativo atendería a sus intereses y demandas resolviendo, sin más, toda dificultad.
Pero, ocurre, que «el pueblo», en su sentido político, no es unívoco, ni sus intereses homogéneos, de tal modo que algo así como el «interés popular» o su propia «voluntad» son conceptos, más que problemáticos, inconsistentes. La analogía entre la unidad del pueblo y la unidad de un organismo (base del concepto univoco de pueblo), ambos se supone movidos por una voluntad que coordina las distintas partes que los componen, es una analogía inconsistente al confundir los atributos de un individuo con los de un grupo. Así un grupo de organismos, en rigor, no tiene voluntad, como no tiene inteligencia, aunque la tengan cada uno de los miembros individuales que lo componen. La «voluntad popular» es un concepto tan equívoco como el de «inteligencia» de un pueblo, equivocidad que se transmite automáticamente al de «representación» de esa voluntad popular: los intereses del pueblo son los intereses de los distintos grupos en los que el pueblo está dividido, tan populares unos como puedan ser sus contrarios, siendo así que no existe algo así como una «voluntad general» que reconduzca armónicamente los intereses (contrapuestos) del pueblo.
En definitiva, la solución conjuntiva que se plantea desde el movimiento indignado es completamente estéril, por inconsistente, pero además, de la mano del propio formalismo desde el que se plantea, la ideología indignada encubre, al privilegiar y desviar la atención de un modo fundamentalista hacia la capa conjuntiva, los problemas situados en las capas basal y cortical de la sociedad política, deformando completamente el análisis de la realidad social. Este formalismo conjuntivo va unido, además, a una perspectiva divagante, cosmopolita, en relación al Estado como sujeto soberano (y por tanto libre para hacer la ley y hacer cumplirla), que hace que la solución indignada resulte definitivamente, ya no solamente estéril, sino perjudicial para una sociedad política como la española.
Así, por ejemplo, no se contempla en absoluto, ni se establece desde el movimiento indignado ningún tipo de propuesta para España de orden estructural, relativa a la capa basal de la sociedad política, presuponiendo, insistimos, que estos problemas se resolverán de un modo automático, por la propia «sostenibilidad» del sistema democrático, al verse satisfechos punto por punto los intereses del pueblo (como si la conciencia del pueblo fuese homogénea, clarividente, prístina respecto a la realidad administrativa, económica, energética, geoestratégica… que le envuelve). A lo sumo se habla de una fiscalidad «más justa», y de que la inversión debiera recaer en «educación e investigación» (nada se dice, por ejemplo, de la energía, siendo España un país tan dependiente del extranjero en este sentido).
Además, por lo visto, sería tal la justicia y equilibrio del sistema, se supone que en virtud de esa misma organización democrática, que la capa cortical de la sociedad política se vuelve igualmente residual, según figura en el Manifiesto «indignado», llegando a considerar innecesario el gasto militar (y policial). El secesionismo fraccionario y la amenaza marroquí, los dos problemas más acuciantes que desde este punto de vista tiene planteados la sociedad española 8en cuanto que ambos representan una amenaza para la soberanía española), parece ser quedarían resueltos también con «más democracia»: la bondad conjuntiva del propio sistema se supone (una suposición completamente gratuita) neutralizaría quizás las aspiraciones separatistas en cuanto que «la» democracia presupone el reconocimiento del «derecho de autodeterminación» de los pueblos (así los nacionalistas fraccionarios se sentirían más «cómodos» y «encajarían» en una sociedad «plenamente democrática»); esa misma bondad induciría, igualmente, a la armonización y respeto mutuo entre las culturas (islámica y cristiana), lo que también aplacaría la amenaza marroquí (concitaría apoyos internacionales de otras potencias democráticas que, de otro modo, podrían apoyar a Marruecos, etc…).
Ahora bien, el reconocimiento, y ya para concluir, de la esterilidad de las soluciones indignadas para abordar los problemas de la sociedad, en este caso española, no obsta para el reconocimiento a su vez, por nuestra parte, de que el movimiento tenga un gran alcance como movimiento de masas, precisamente en función de su engranaje con la ideología dominante que envuelve a las instituciones de las democracias capitalistas realmente existentes: esterilidad no tiene por qué significar, ni mucho menos, extinción. Es más, es esa vaciedad formalista en la doctrina, propia del movimiento indignado, la que asegura su prosperidad en la propaganda, y es que, en definitiva, como decía aquel, «nadie llega tan lejos como el que no sabe a donde va».
Apéndice final
Notas
{1} Ver Gustavo Bueno, «Albigenses, cátaros, valdenses, anabaptistas y demócratas indignados», El Catoblepas, 114:2.
{2} Ver Apéndice final.
{3} Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático, Temas de Hoy, Madrid 2010.