Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 133 • marzo 2013 • página 4
Rescoldos clásicos
Investigaciones sobre los Estudios Clásicos
I
No se nos dejará mentir si decimos que la historia universal no pudo ser más propicia al hacer coincidir esta sexta y última entrega de LDT dedicada a la conferencia final de la Cátedra Sather de Arnaldo Momigliano para el curso 1961-62 de la Universidad de California en Berkeley con acontecimiento tan singularmente ideográfico y, en este caso preciso, controvertido y sin precedentes, como lo es la sucesión papal, porque ocurre que el tema con el que decidió cerrar el profesor Momigliano su formidable intervención en Cátedra que con tanta distinción y prestigio contribuyó –y contribuye aún al día de hoy– a complementar la formación en el Departamento de griego y latín, antecedente del actual Departamento de Clásicos greco-romanos, fue ni más ni menos que Los orígenes de la historiografía eclesiástica (The Origins of Ecclesiastical Historiography).
La Iglesia Católica no es otra cosa precisamente que filosofía griega y derecho romano, dijo Unamuno, y, como no podría ser de otra manera estando en un Departamento de Estudios Clásicos, es esta también la perspectiva desde la que Momigliano ofreció el recorrido sobre los fundamentos clásicos de la historiografía moderna, mostrándonos primero su asentamiento sobre un zócalo donde hubieron de nivelarse los basamentos de procedencia judía, greco-helenística y romana, para hacerlo encontrar luego el remate arquitectónico de su desarrollo en la historiografía eclesiástica y, por tanto, en la historia de la Iglesia y sus problemas. El cierre de Momigliano no puede ser más significativo e inequívoco su encuadre dentro del espacio histórico que el maestro de Salamanca demarcó en función de esas dos grandes coordenadas.
Imposible encontrar mejor ocasión, decimos entonces, para adentrarnos en tema de tanto interés y complejidad ontológica (de ontología de la historia y de la política) al tiempo de hallarnos también en posibilidad de tener a la vista, a título si se quiere de ejemplo o caso de estudio in situ y en tiempo real, episodio tan relevante y gráfico para así poder situarlo en su justa escala histórica y para contemplarlo a su vez en el ejercicio y cruce de todas sus variables y en toda la espesura de su problematicidad filosófica, teológico-dogmática e histórico-política. Porque no basta con recordar y condenar los vínculos del nuevo Papa con la dictadura argentina o con aplaudir (o, a quien le interese, criticar) sus mensajes y acciones de austeridad o humildad (o, correspondientemente, condenar la riqueza y poder del Vaticano), como han hecho muchos periodistas incapaces de salirse del terreno estrictamente –he aquí la cuestión– periodístico; tampoco basta con condenar (o, a quien le interese, aplaudir) sus posiciones relativas al «paquete» de medidas socialdemócratas (es decir, de grado revolucionario igual a cero) y de carácter antropológico-social (aborto, matrimonio homosexual, sexualidad en general) como es el caso, también, de muchos activistas, periodistas o políticos que, por lo demás, según las referencias y discusiones que al respecto hemos tenido, se mueven en un nivel de ausencia total de referencias teóricas, o de algún sistema coherente de categorías, y que jamás han pasado sus ojos por libro tan importante para los efectos como, por ejemplo, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Federico Engels.
Y puestos a ver cosas, ¿por qué no se hace un análisis comparado sobre los mismos temas: homosexualidad, aborto, el papel de la mujer o la sexualidad, vínculos con el fascismo o, sobre todo, con el nazismo, pero, pongamos por caso, en el islam? Y aquí recuerdo la valentía, el coraje y el aplomo de Oriana Fallaci, que con tanta claridad supo ver en su momento lo que se gestaba y se venía encima y que de Zapatero dijo algo más o menos como lo siguiente: «es un pobre diablo: el mundo está en llamas y él preocupado por el matrimonio gay». Si supiera Oriana, de vivir aún, cuántos políticos progresistas y pobres diablos se inspiran hoy en Zapatero.
La sorpresa que en todo caso se llevarían quienes quisieran acaso realizar ese estudio comparado sería verdaderamente escandalosa (como escandaloso es el hecho de que, al parecer, nadie se ha dado por enterado del asunto), y podría incluso servir para que alguien mínimamente razonable comenzara a situar las cosas en otra escala y comenzara también a ponderar un poco más el problema, que lo que está en juego va más allá de la instrumentalización de las posibilidades de elongación legal que por vía libertario-hedonista burguesa se hace dentro del marco liberal-capitalista occidental, desmantelando estructuras antropológicas fundamentales con consecuencias que aún no se pueden medir: y esto y no otra cosa es lo que está haciendo el progresismo socialdemócrata al convertir en leyes capitalistas (derecho a consumirlo todo y a convertir todo, por tanto, en mercancía) los contenidos heredados de la protesta juvenil y contra-cultural y hippie del 68 («prohibido prohibir», «mandar obedeciendo», «la imaginación al poder», «más orgasmos y menos Biblia»). Desde este punto de vista, la pasmosa desorientación ideológica en que, caído el sistema estatal de socialismo soviético, ha desembocado la izquierda políticamente definida puede ser vista como el triunfo de Bakunin, es decir, del anarquismo puesto al día por vía del amor hippie, el espiritualismo zen y el ecologismo radical budista indigenista de los «indignados» de todo el mundo, aderezado con un insoportablemente leve «espíritu» de juventud o adolescencia permanente (la «oposición estúpida» y sin programa político en estado puro), frente a Marx.
Se trata de un marco liberal, en todo caso, cuyo desarrollo fue posible precisamente y ni más ni menos que dentro de una plataforma cristiana (y, sobre todo, católica). ¿No fue Depardieu el que, en el caso de la «oposición estúpida» de las Pussy Riots en Rusia, dijo que de haber hecho su numerito en una mezquita no hubieran salido vivas? Analícese, pues, su comentario desde una perspectiva comparada. Pero es que para lograr entender por qué en la plataforma cristiano-católica fue posible el desarrollo del liberalismo tal como hoy lo entendemos es necesario apreciar las cosas desde la doble perspectiva de la historia universal y la filosofía, desbordando los linderos categoriales de la sociología o la antropología (no se diga del periodismo o de la fastidiosa perspectiva de las políticas públicas), e incorporando siglos, muchos siglos al cómputo. Y aquí Momigliano es claro y preciso, y recorre los siglos con la soltura y soberanía que sólo es posible encontrar en los verdaderos maestros (démonos la libertad de extendernos en la cita, para entrar con ello en materia):
«He iniciado con este episodio no sólo porque es poco conocido, sino también porque creo que sirve para traer a colación más inmediatamente una de las características distintivas de la historia eclesiástica –y consecuentemente de la historiografía eclesiástica. Un evento del siglo quinto reconstruido por un historiador eclesiástico local del siglo nueve que seguía teniendo implicaciones prácticas para el siglo dieciocho –y no sólo en Ravena, sino en toda la Cristiandad. Tanto la continuidad de la historia de la Iglesia como la interrelación entre eventos locales y los principios generales de aquélla están ilustrados en nuestro episodio. Por supuesto que los precedentes importan en cualquier tipo de historia –y no hay nada en el pasado que en ciertas circunstancias no provoque pasiones en el presente. Hemos conocido ya debates de nuestros contemporáneos sobre el lenguaje de los macedonios alrededor del 350 a.C. o sobre la evacuación de la Dacia romana en el 270, habiendo sido debatidos además como si se hubiera tratado de cuestiones de vida o muerte para el Estado moderno. Pero en ninguna otra historia importan tanto los precedentes como en la historiografía eclesiástica. La continuidad misma de la institución de la Iglesia a través de los siglos hace inevitable que cualquier cosa que haya sucedido en su pasado sea relevante para su presente. Y más aún –y esto es esencial– en la Iglesia la conformidad con los orígenes es evidencia de la verdad […] Por otro lado, el historiador de la Iglesia encara inevitablemente la dificultad de tener continuamente que relacionar los eventos de iglesias individuales locales con el corpus mysticum de la Ecclesia universalis. De esto se siguen ciertas consecuencias para los métodos de la escritura de la historia eclesiástica. Otros historiadores pueden quedar satisfechos reconstruyendo simplemente el pasado. Las posibilidades de que se encuentren ante retos importantes –más allá de tal reconstrucción– son pocas. Pero el historiador de la Iglesia sabe que en cualquier momento se encontrará con esos retos. Las cuestiones con las que trata son controversiales. Y la controversia no es nunca solamente o de dogma puro o de hechos puros –los dos están más bien interrelacionados. La cuestión del otorgamiento del palio por Valentiniano III –para regresar a nuestro caso– fue asunto tanto de hecho como de teoría. Cualquier historiador eclesiástico que crea en la Cristiandad está obligado a ser también un teólogo.» (p. 136 y 137)
El episodio al que se refiere Momigliano es el del descubrimiento que en 1697 el monje benedictino Benedetto Bacchini realizó en la Biblioteca Ducal de Modena del Liber Pontificalis de Agnellus de Ravena. Se trata de una compilación que este sacerdote, oficiante entre aproximadamente 820 y 845, preparó para sus colegas del Capitolum de la ciudad situada al noreste de Italia, en la hoy región de Emilia-Romaña. Aunque vivió en una época en la que se había dado ya una reconciliación por cuanto al esquema de subordinación a Roma de una sede episcopal local como la de Ravena, Momigliano nos dice que no era ajeno al ánimo de Agnellus un cierto eco de nostalgia por los tiempos de orgullosa independencia de la que, con el apoyo de Bizancio, disfrutó el Arzobispo de Ravena.
La polémica en cuestión remite a una controversia que al día de hoy mantiene su vigencia, por más que el nivel de discusión, desde un punto de vista doctrinario, teórico o filosófico, se mantenga de manera general por los suelos: es la polémica sobre las relaciones entre el poder político y el poder religioso, entre la esfera divina y la humana y sus respectivas representaciones y materializaciones, entre la Iglesia y el Estado en definitiva; unas relaciones que cobran un interés de primera magnitud histórico-política y doctrinaria a la luz de la tesis de que la organización de la Iglesia reflejaba la organización del Imperio romano; la Iglesia fue y es, sobre todo a partir de Constantino y Teodosio, una institución fundamentalmente política, tallada a la escala del imperio, y es en esto precisamente, en su alianza con el poder, donde radica toda la fuerza de su historia; la dialéctica entera del simbolismo del poder, de la investidura y de la majestad política occidental encuentra buena parte de sus claves aquí. Revísense, para los efectos, Catolicismo romano y forma política, de Carl Schmitt (Tecnos, Madrid 2011), o también, de Manuel García-Pelayo, Del mito y de la razón en el pensamiento político (Revista de Occidente, Madrid 1968). Potente libro es este último ciertamente, el de García-Pelayo, en donde, por ejemplo, en el apartado sobre ‘Bizancio y la alta Edad Media occidental’, nos dice, situando las cosas en el registro que nos interesa, que
«Al enfrentarse con el Imperio romano, el cristianismo tendió a una politización de la imagen de Cristo, el cual, en el campo de la praxis, opera como la antítesis dialéctica del emperador romano y en la esfera ideológica como rey o emperador verdadero y única fuente de la auténtica maiestas y, por tanto, como sujeto originario de las insignias –cuya simbolización se llena ahora de referencias bíblicas– que el emperador y los reyes solo poseen derivadamente en calidad de vicarios de la divinidad. Con la captura del Imperio por el cristianismo, a la Corona de espinas se añade la Corona imperial (como bien muestran los testimonios iconográficos), y tanto Bizancio como la Edad Media occidental tendrán como uno de los supuestos de la legitimidad política el vicariato de Cristo, cuya extensión visible son las insignias y, particularmente, la Corona, confiadas en trust al rey.» (pp. 19 y 20)
Volviendo a Momigliano, constatamos que la polémica por él comentada se inserta precisamente en este marco doctrinario, porque ocurre que uno de los alegatos esgrimidos por Agnellus se centraba en el hecho de que, a principios del siglo quinto, el emperador Valentiniano III (Emperador Romano de Occidente del 424 al 455) otorgó al obispo de Ravena el grado de Arzobispo, habiéndole dado en consecuencia el palio. Como bien sabemos, nos dice Momigliano,
«el derecho de otorgar el palio es una de las más celosamente defendidas prerrogativas del Papa de Roma: no hay Arzobispo que pueda ser considerado en su legítima posesión de su sede hasta que no haya solicitado y obtenido por parte del Papa la insignia del palio. Una práctica que se remonta quizá al siglo cuarto y una teoría ciertamente bien establecida para el siglo ocho investía al palio con un significado trascendental e hizo de él un símbolo de autoridad papal sobre otras iglesias metropolitanas. Tanto la teoría como la práctica de la confirmación del palio han sido sujetas a controversia desde los tiempos de la Reforma, y dudas sobre el derecho exclusivo del Papa para otorgar el palio han sido expresadas no solamente por los no católicos sino también por seguidores del movimiento galicano dentro de la Iglesia Católica. Cualquier texto que demostrase que entre los siglos cuarto y sexto de la Cristiandad el emperador había otorgado el palio a un obispo era consecuentemente susceptible de desatar las pasiones por todos lados.» (p. 133-134)
Bacchini, nos dice Momigliano, respaldaba por completo a la Iglesia de Roma; su intención no era necesariamente la de contribuir a la deslegitimación de la institución a la que pertenecía, pero el dato no podía ser desestimado ni mucho menos, e implicaba la incorporación problemática de una controversia teórica y práctica puesta a la luz a través del método de la indagación histórica. La historiografía eclesiástica se encontraba con los problemas propios del soporte de la verdad conjugados con una tradición especulativa teológica (filosófica) y jurídica de envergadura considerable. Dogma y hechos, el problema de los orígenes, la necesidad de la evidencia factual, las relaciones entre iglesias o diócesis locales con el corpus mysticum universalis: filosofía griega y derecho romano, historia y política, en efecto. Todo un material que constituye un campo singular y característico dentro de la historia de la historiografía occidental. Pero Bacchini no fue el pionero. Fue Eusebio de Cesárea (270-339).
II
Su propósito fue, según declara él mismo en su Historia Eclesiástica, el de ‘registrar por escrito la sucesión de los apóstoles sagrados cubriendo el período que se despliega desde nuestro Salvador hasta nuestros días; el número y carácter de las transacciones registradas en la historia de la Iglesia; el número de quienes fueron distinguidos en su gobierno…; el número de quienes en cada generación fueron embajadores de la palabra de Dios bien sea oralmente o por escrito; los nombres, el número y edad de quienes, guiados por el deseo de innovación llevado hasta el extremo del error, se han querido reputar falsamente como los introductores del Conocimiento. A esto añadiré el destino que ha asediado a la entera nación de los judíos…’
Quería Eusebio en efecto dejar consigna del acaecer histórico tanto de la Iglesia como de los cristianos como nación, haciéndolo desde la tesis de que sólo desde el interior de la vida de la iglesia era posible entender a la nación cristiana. Y es que además no se trataba para él de una nación más: la de los cristianos era sobre todo una nación victoriosa, en cuya génesis se daban cita dos acontecimientos sin par: la creación del mundo y el nacimiento del Imperio Romano con Augusto. La tesitura era la del triunfo: la Historia Eclesiástica de Eusebio reflejaba idealmente el momento en el que la Iglesia había resultado victoriosa bajo Constantino.
La sucesión apostólica y la ortodoxia doctrinaria eran los pilares de la nueva nación cristiana; sus enemigos, además de quienes la perseguían, eran también los herejes. El conflicto político característico de otras historiografías como la griega o la romana se tradujo, dentro de la historiografía eclesiástica eusebiana, en los juicios inherentes a la resistencia contra la persecución y la herejía. Este dispositivo de reconstrucción histórica demarcó una nueva perspectiva, distinta a la del Antiguo Testamento, a la de un Flavio Josefo o a la de los Hechos de los Apóstoles: Eusebio no estaba tan preocupado
«por la expansión del cristianismo a través de la propaganda y el milagro como sí lo estaba por su sobrevivencia de la persecución y la herejía, de las que habría de resultar efectivamente victorioso. El hecho mismo de que la herejía en el sentido cristiano está ausente en la Biblia y en Josefo, y que juega un papel tan pequeño en los Hechos de los Apóstoles indica la novedad de su aproximación.» (p. 140)
Pero Eusebio tuvo interés también en dejar constancia de las relaciones de continuidad entre el pensamiento pagano y el pensamiento cristiano. La divisa de Unamuno se confirma nuevamente, porque ocurre que no nada más es el derecho (el imperio) romano la estructura que se reprodujo en la organización de la Iglesia (reproducción que le permitió de hecho mantener la unidad política romana luego de la caída del imperio de occidente y hasta, por lo menos, la invasión musulmana), es que también la concatenación de figuras de autoridad y de escuelas filosóficas griegas, garantes de una mínima estabilidad para la transmisión del conocimiento, hubo de reproducirse en el interior de la Iglesia. La idea de «sucesión», nos dice Momigliano, tuvo la misma importancia tanto en las escuelas filosóficas (tal como pudo encontrarse por ejemplo en Diógenes Laercio) como en la noción que Eusebio tuvo de Cristiandad. Los obispos eran los diadochoi de los Apóstoles de la misma forma en que los scholarchai eran los respectivos diadochoi de Platón, Zenón o Epicuro. Por otro lado, de la misma forma que en las escuelas filosóficas, el cristianismo tuvo su ortodoxia y sus desviacionistas (o como también ocurrió con las escuelas marxistas o leninistas y sus correspondientes revisionistas y renegados). Aunque es evidente que también para los judíos la estructura de sucesión es fundamental para el establecimiento del canon y sus desviaciones, Momigliano resalta el hecho de que fue sobre todo el marco helenístico el que jugó el papel decisivo para la configuración del método historiográfico con el que Eusebio trabajó el material eclesiástico y que con tanta autoridad quedó registrado de hecho como uno de los más acabados prototipos de trabajo historiográfico, como tal, producidos en la antigüedad.
En todo caso, en la obra de Eusebio queda consignada una dualidad ontológica destinada a tener repercusiones de largo aliento en tanto que matriz estructural –política, jurídica, teológica, filosófica, cultural, de poder– del mundo occidental, es decir, de nuestro mundo. La puntualización que hace aquí Momigliano es contundente:
«Había de hecho una dualidad real en la noción que Eusebio tenía de la historia eclesiástica que se hizo evidente tan pronto como los cristianos quedaron instalados en el control del estado romano. Por un lado, la historia eclesiástica era la historia de la nación cristiana emergente como la clase dominante del Imperio Romano. Por el otro, era la historia de una institución divina no contaminada por problemas políticos. En tanto que historia de la nueva clase dominante del Imperio Romano la historia eclesiástica tenía entonces que incluir eventos militares y políticos. Pero en tanto que historia de instituciones divinas quedaba restringida a eventos de la Iglesia. Esta dualidad se mantuvo como problema mayor para todos los historiadores eclesiásticos desde Eusebio: ninguno de ellos ha sido capaz de concentrase exclusivamente en asuntos eclesiásticos. Hasta los continuadores inmediatos de él se vieron compelidos a tomar contacto con las dificultades propias de la noción de una Iglesia divina: cómo encarar las tan terrenales relaciones de estas instituciones divinas con otras instituciones en términos de poder, violencia, e incluso de demandas territoriales. Una Iglesia en el poder muy difícilmente puede separarse del Estado dentro del cual lo ejerce. Y más aún, dondequiera que Iglesia y Estado tiendan a la colisión, es ciertamente difícil separar la herejía de la rebelión política, las diferencias dogmáticas de las facciones cortesanas. ¿Cómo podrían los continuadores de Eusebio procesar las vicisitudes políticas de los emperadores, o las intrigas políticas de los obispos?...[:] Incluyendo siempre alguna porción de historia política en sus escritos. Con mucha regularidad subdividían sus historias de acuerdo con los períodos marcados, no por los obispos o los metropolitanos, sino por los emperadores romanos.» (p. 142)
La escritura de la historia eclesiástica no interrumpió entonces ni mucho menos la escritura de la historia política sino que se mezcló por entero, y en esto estriba, como hemos dicho al inicio de nuestra exposición, la potencia y el radio de alcance tan dilatado de la historia eclesiástica, y es por esto que se hace tan difícil el abordaje de institución tan llena de planos y de contenidos tanto míticos como políticos y doctrinarios. Los problemas del simbolismo y de la transpersonalización del orden y del poder políticos son constitutivos, al mismo tiempo, de la historia de la Iglesia y de la historia de la política occidental.
III
En los siglos sucesivos, sobre todo durante la Edad Media, el problema de la unidad de la Iglesia (de la Ecclesia Universalis), unidad que tan cara fue para Eusebio en tanto que lo que a él le interesaba era entender y mostrar al cristianismo y a los cristianos como una unidad orgánica que triunfa en la historia contra persecutores y herejes, mantiene su tensión. Para los tiempos posteriores a Justiniano, entrados ya en la segunda mitad del siglo sexto, fue imposible en el oeste y difícil en el este mantener la perspectiva de la historia eclesiástica entendida como historia de una Iglesia Universal. Tras la caída del imperio romano de occidente el horizonte ecuménico se desdibuja y la cristiandad, nos dice Momigliano, no puede ser tenida ya como una nación. Y más aún, ‘los eventos de la Iglesia comenzaban a identificarse con los del estado; las grandes controversias públicas sobre las herejías estaban siendo reemplazadas por intrigas de la Corte’ (p. 145). Según Momigliano, a partir del siglo VI el interés por la historiografía en un sentido ecuménico fue poco a poco desvaneciéndose en la parte oriental, es decir, bizantina, del imperio romano (hay que recordar que Justiniano cierra también la Academia platónica, produciendo una diáspora filosófica de significativas consecuencias).
Pero en la parte occidental el curso de las cosas es de mayor complejidad. Esa fusión bizantina entre los eventos eclesiásticos y los político-estatales no tiene lugar, y aquí está la clave a la que hacíamos referencia al principio de nuestro ensayo, en el sentido de que fue en la plataforma cristiano-católica (no la bizantina) donde el liberalismo y la separación o dualidad entre Iglesia y Estado pudieron desarrollarse de la forma en que lo han hecho.
En todo caso, la historia eclesiástica eusebiana fue en efecto leída a lo largo de la Edad Media (Gregorio de Tours, Bede, Isidoro de Sevilla), pero su perspectiva ecuménica, es decir, el problema nuevamente de la unidad de la cristiandad, estaba llamada a chocar ahora con el paulatino proceso de configuración de los estados nacionales. Y aunque con las polémicas de la Reforma Eusebio y su ecumenismo fue recuperado con toda su fuerza, la instrumentalización que de él se hizo traicionó de alguna manera su propósito originario, porque lo que buscaban tanto católicos como protestantes era encontrar la mejor manera de probar su mayor fidelidad y correspondencia histórico-dogmática con los primeros siglos de la cristiandad pero para mantener su disputa, no para contribuir a la unidad. La perspectiva necesaria para acometer la reconstrucción total era, sí, la de Eusebio, pero el sentido final era otro:
«Lo que caracteriza a la nueva historiografía de la Reforma y Contrarreforma es la búsqueda de la verdadera imagen de la Cristiandad Primitiva para ser presentada contra la correspondientemente falsa del rival –mientras que Eusebio lo que quiso fue mostrar cómo la Cristiandad salió triunfante de la persecución. La idea de una nación cristiana, que había sido central para Eusebio, quedó por completo carente de sentido y de realidad para un Flacius, un Baronio, y sus seguidores. Su preocupación no estaba centrada en los cristianos sino en las instituciones y las doctrinas cristianas… (p. 150) Mientras la noción de una Iglesia Universal no estuvo en disputa, Eusebio se mantuvo como la fuente de inspiración para los historiadores eclesiásticos. La enorme, casi patológica producción de historia eclesiástica de los siglos diecisiete y dieciocho fue cada vez más involucrándose con la discusión de detalles, y cada vez más diversificada en cuestiones teológicas, pero nunca repudia la noción básica de que una Iglesia Universal existe más allá de las comunidades cristianas individuales.» (p. 151).
A partir fundamentalmente del siglo XVIII, pero sobre todo durante los dos últimos siglos, la curva de la influencia de Eusebio como padre fundador de la historia eclesiástica entra en una fase por completo nueva, que es aquélla en la que la Iglesia comienza a ser analizada históricamente como una institución y una comunidad humana más que como institución divina. Ese dualismo cubre de manera ya definitiva el mundo contemporáneo hasta nuestros días. Momigliano nos ofrece algunas señales que podrían orientarnos para determinar cuándo se cruza el punto de inflexión: algunos, nos dice, sostienen que fue la aparición de la Institutionum historiae ecclesiasticae de Johann Lorenz von Mosheim en 1755 mientras que otros, en cambio, advierten en el pupilo de Hegel Ferdinand Christian Baur al autor de la ruptura fundamental. Y existen también otros que consideran que fue Max Weber, con su Sociología de las Religiones, quien cumplió la tarea de llevar tanto a la iglesia como al cristianismo al plano terrenal de cualquier otra religión o sociedad humana. El status questionis queda entonces planteado del modo siguiente:
«Aquéllos que aceptan la noción de la Iglesia como institución divina diferente de otras instituciones tienen que encarar la dificultad de que la historia de la Iglesia revela de manera demasiado obvia una mezcla continua de aspectos tanto políticos como religiosos: de aquí la frecuente distinción de la que se sirven los historiadores eclesiásticos de los últimos dos siglos entre una historia interna y una externa de la Iglesia, donde interna significa (más o menos) religiosa, y externa significa (más o menos) política. Por el contrario, los historiadores de la Iglesia en tanto que institución mundana tienen que vérselas con la dificultad de describir sin la ayuda de una creencia lo que ha existido a través de la ayuda de esa creencia. Hasta donde yo puedo ver, no hay reconciliación posible entre estas dos formas de interpretación; por más que el amor por la verdad, el respeto por la evidencia y el cuidado por los detalles tanto pueden hacer, y tanto han hecho, por ayudar al mutuo entendimiento y tolerancia, e incluso colaboración, entre creyentes y no creyentes.» (p. 152).
Con esto concluye Momigliano su última intervención, resaltando nuevamente que no es otro más que Eusebio de Cesárea quien preside todo este vasto y dialéctico proceso de investigación historiográfica, que demarcó un terreno de alguna manera autónomo de la Historia, el de la Historiografía Eclesiástica, en virtud de la compleja y -no se diga- fecunda implicación de planos (mítico, religioso, filosófico, teológico y político) que en él se da cita como quizá en ningún otro terreno de la historia hubo de darse. Todo esto sin perjuicio de que fue la separación entre religión y política lo que está en la raíz de la moderna historiografía.
Su comentario final es –digamos que– diamantino, y conecta con el que por nuestra parte hemos querido poner a consideración de nuestros lectores al hacer referencia a la manera de ser libres que dentro de la matriz cristiana y, sobre todo, católica en tanto que gran síntesis de la filosofía griega y el derecho romano, se ha desplegado en la historia occidental como matriz propiciatoria y dialéctica de todo nuestro sistema de racionalidad (y que se traduciría entonces, quizá, podríamos decir, en la conjugación de una forma griega de ser libre y una forma romana de serlo). Hegel dice a este respecto que en la trinidad está lo especulativo del cristianismo, y que es ahí donde la filosofía encuentra la razón. Gustavo Bueno dice por otra parte que fue la instrumentalización que Santo Tomás hizo de la filosofía griega para fundamentar la dogmática católica lo que terminó por abrirle paso a una transformación de la filosofía griega misma de forma tal que permitió, así, el desarrollo de conceptos propios de la ciencia moderna, ni más ni menos.
Ocurre en todo caso que Momigliano, en el remate del perfil que nos ofrece de Eusebio, nos recuerda lo que en 1834 hubo de decir en Tubinga Ferdinand Christian Baur, el discípulo de Hegel precisamente, comparándolo en magnitud e influencia con Herodoto. En efecto, dice Momigliano, es perfectamente posible compartir la tesis de Baur y verlos a los dos a una misma escala y perspectiva, con el añadido de que en ambos casos, en el de Herodoto, que escribió en el contexto del triunfo griego contra los persas, y en el de Eusebio, que escribió en el contexto del triunfo del cristianismo con Constantino, lo que estaba teniendo lugar era la configuración de la escritura de dos hombres que lo estaban haciendo, respectivamente, bajo la inspiración de una nueva forma de libertad establecida.
Final
Con esta entrega llegamos al final de nuestro comentario al libro de Arnaldo Momigliano Los Fundamentos Clásicos de la Historiografía Moderna, correspondiente con las seis lecciones que ofreció, en el curso 1961-62, como ponente en la Cátedra Sather en el Departamento de griego y latín en la Universidad de California en Berkeley. En sus palabras finales hace un último recorrido de carácter más bien personal, que vale la pena citar aquí, pues nos ofrece datos y detalles de lo que fue el estudio de la historia y de los clásicos para un hombre de su tiempo y generación:
«Cuando era joven se me dijo que Herodoto inventó la historia, y que Tucídides perfeccionó la invención. Los siguientes historiadores antiguos corrompieron lo que Tucídides había perfeccionado, y no volvió a recuperar su prestigio hasta que Maquiavelo y Giucciardini revivieron la concepción antigua de la historia política. Es cierto que la idea cristiana de Providencia fue una contribución potencial para el mejoramiento de la historiografía. Pero la Edad Media no produjo verdaderos historiadores. Las potencialidades de la concepción providencial de la historia no fueron descubiertas hasta el siglo dieciocho, cuando la Ciudad Celestial de San Agustín fue secularizada y transformada en la Ciudad Celestial de Voltaire. El paso siguiente fue la idea Romántica de la Historia, que combinó a Tucídides con Voltaire. Algunos de mis maestros prefirieron a Ranke como modelo de historiador, otros prefirieron a Droysen o incluso a Dilthey. Pero el esquema era fundamentalmente el mismo. Puede ser encontrado en Croce y (en parte por implicación) en Meinecke. Y fue presentado al público americano tan tarde como 1949 por un autorizado representante del pensamiento histórico alemán, Hajo Holborn, en un artículo sobre los Conceptos Griego y Moderno de la Historia en el Journal of the History of Ideas.
Como cualquier estudiante de mi generación, tuve que pensar nuevamente sobre los principios más elementales de mi propio tema. Lenta e, incluso, imperfectamente pude formarme un cuadro mucho más complejo de las relaciones entre el pensamiento histórico antiguo y el moderno. He querido presentar algunos de los elementos de este cuadro –no todos ciertamente, y probablemente ni siquiera los más importantes– en estas lecciones.»
El propósito de Momigliano era desarrollar una trilogía, primera parte de la cual habría de ser precisamente esta aproximación a la historiografía clásica como base de fundamentación de la moderna. La segunda y tercera parte habrían de convertirse después en The Development of Greek Biography (Harvard University Press, 1971) y Alien Wisdom: The Limits of Hellenization (Cambridge University Press, 1975, 1978). Tenemos los dos trabajos a la vista. En su momento consagraremos nuestros empeños en comentarlos y reseñarlos para nuestros lectores en esta sección que, bajo el nombre de Rescoldos Clásicos. Investigaciones sobre los Estudios Clásicos, hemos querido delimitar como campo de interés y recorrido propios al que hemos llegado en función de la fascinación filosófica que en nosotros produce la Sinfonía del Mundo Clásico, como la llamaron Toynbee o Vasconcelos.
Apéndice
Nuestra edición de University of California Press, de 1990, viene presentada con un Prefacio de Riccardo Di Donato, del Departamento de Filología Clásica de la Universidad de Pisa, fechada en mayo de 1989 y en la que inserta un pequeño comentario de Momigliano, escrito después de su última conferencia, el 30 de marzo de 1962. El texto dice lo siguiente:
«Seis lecciones no pueden suponerse suficientes para agotar un argumento. Si así fuera no hubiera yo aceptado la encomienda de ofrecerlas, pues es muy poco lo que sé sobre el vasto territorio que elegí para hablar. Las lecciones están publicadas tal como fueron pronunciadas, y me daré por satisfecho si provocan discusión y exploración en el futuro.
Las notas no ofrecen más que alguna ayuda y orientación. Sobre la mayor parte de los puntos elaborados en mis lecciones he estado leyendo y tomando notas por más de treinta años. La selección de mis archivos bibliográficos es inevitablemente arbitraria e injusta, pero tonta, espero, no lo es.
Lo que he aprendido de los escritos y conversaciones con B. Croce, G. De Sanctis y F. Jacoby habrá de ser evidente en cada página. Mis viejos amigos F. Chabod, W. Maturi, C. Dionisotti, F. Venturi, G. Billanovich, Miss B. Smalley, me ayudaron en cada etapa: los dos primeros no están ya con nosotros. Soy consciente también de la enorme deuda con E. Bickerman, H.I. Marrou, H. Strasburger y F. W. Walbank. Y finalmente, pero no al último, debo mencionar con gratitud a mis amigos y colegas de la University College London y del Warburg Institute, y especialmente la sabia y gran bibliotecaria del Warburg Institute, Dr. O. Kurz.
Mis colegas californianos –clasicistas y modernistas– saben cuánto disfruté de su hospitalidad. El Campanario de Berkeley seguirá siendo adorado por mi corazón tanto como lo es mi nativo Campanario.»