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El Catoblepas, número 135, mayo 2013
  El Catoblepasnúmero 135 • mayo 2013 • página 10
Libros

Robespierre, la Revolución
y la primera generación de izquierda

Carlos M. Madrid Casado

Crítica de Robespierre, de Javier García Sánchez,
Galaxia Gutenberg, Barcelona 2012

Javier García Sánchez, Robespierre, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2012

«¿Cómo podéis llamarme tirano, a mí, a quien todos los tiranos del mundo temen?» Maximilien Robespierre.

«La República nada quiere de sus enemigos, nada les ofrece, excepto plomo.» Louis Antoine de Saint-Just.

Javier García Sánchez (Barcelona 1955) ha escrito una obra magna, aunque sólo sea por su volumen desmesurado. Este escritor, que cuenta con alguna que otra incursión de categoría en la narrativa deportiva (bien conocida por los amantes del ciclismo), ha dado a la imprenta una novela impresionista, de sensaciones más que de hechos. No obstante, el aluvión de palabras oculta un espléndido fresco de la Francia revolucionaria. Una obra coral en la que intervienen múltiples personajes y ambientes de época. Sobre todos ellos planea una figura, la de Maximilien Robespierre (1758-1794), que el autor desea salvar de la quema del tiempo: si en su momento impulsó la represión sangrienta, lo hizo como medio para salvar la Revolución. Esta idea vertebra todo el libro, que se constituye como una excelente radiografía de la primera generación de izquierda, la radical o jacobina, por decirlo con Gustavo Bueno (El Mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, p. 163 y ss.). Un género de izquierda definido en función del Estado y decidido a transformar la Francia del Antiguo Régimen en una Nación política de nuevo cuño, aunque para ello hubiera de recurrir a mecanismos holizadores poco o nada pacíficos.

El punto de arranque del libro coincide con la llegada de un joven llamado Sebastien a París, a principios del otoño de 1793. La primera visión que le depara la capital revolucionaria a través de las ventanillas de su carruaje no es otra que la de la guillotina, ese artefacto que –como la muerte– iguala a siervos y reyes. «Tú, que a través del Terror salvas la libertad», escribió Víctor Hugo. «Con la libertad, llegó la guillotina», dejó escrito Alejo Carpentier en su deslumbrante obra El Siglo de las Luces. El protagonista siente, entonces, una ligera brisa en el cuello, justamente por donde Descartes afirmó que residía el alma. A partir de aquí, bajo la apariencia de una novela de formación, dan comienzo las memorias del personaje, que sirven de excusa al despliegue de esta novela de ideas con más de mil páginas. Por momentos, agónica e infumable. En otros, ensayo original y atractivo.

Tras casi cuarenta apretadas páginas describiendo la sensación que inundó al protagonista a su llegada a París, conocemos a los dos personajes históricos que centran la narración: Robespierre, conocido como el Romano –por su proclividad a citar los clásicos del Derecho–, y Saint-Just, el joven revolucionario con aire de pirata. Es en la página 118 cuando tomamos contacto con la tesis fundamental del autor: Robespierre, condenado por la Historia, habría sido el alma de la teoría del Terror, pero bajo ningún concepto su mano ejecutora. Con respecto a lo primero, se recuerdan las célebres palabras del abogado:

«El Terror no es otra cosa que la justicia pronta, severa e inflexible. […] La primera máxima de vuestra política debe ser que se conduzca al pueblo con la Razón, y a los enemigos del pueblo con el Terror» (p. 122).

Pero el Terror, surgido como emanación de la Virtud para agilizar la justica (Ley de Pradial), desencadenó una espiral irrefrenable en la que los gobernadores de los distintos departamentos –Tallien, Barras o Fouché, el genio tenebroso que fascinara a Stefan Zweig– cometieron indecibles tropelías. Ahora bien, se añade más adelante, con dosis de Realpolitik, que el Terror fue para los jacobinos «una práctica tan lamentable como necesaria a fin de que la Revolución no quedase encallada nada más ponerse en marcha» (p. 177).

García Sánchez exculpa a Robespierre de la carnicería girondina, señalando con dedo acusador a Marat y sus verdugos (p. 138). Marat, el amigo del pueblo, era un apólogo de la violencia, capaz de publicar en su periódico las direcciones particulares de los diputados enemigos a fin de que las masas pudiesen liquidarlos físicamente. Para evitar ríos de sangre, pedía verter algunas gotas: primero, quinientas o seiscientas cabezas; luego, diez mil; más tarde, cien mil cuellos. Robespierre fue, en cambio, uno de los dos últimos diputados a los que hubo que convencer para que votasen por la pena de muerte como castigo político. El propio Bonaparte reconocería años después que había leído varias cartas de Robespierre a su hermano, a la sazón amigo suyo, en las que siempre se quejaba de que «los comisarios convencionales están echando a perder la Revolución con su tiranía y sus atrocidades» (p. 804).

Desde el principio, Robespierre, Saint-Just y su amigo paralítico, el abogado Couthon, se encontraron cogidos entre dos fuegos en el seno del Comité de Salud Pública, «con un Carnot situado muy a su derecha y un Billaud-Varenne [también Collot d’Herbois] situado muy a su izquierda» (p. 301). El sector más a la derecha exigió la detención fulminante de los sucesores de Marat –una vez que fue asesinado por la exaltada girondina Charlotte Corday–, es decir, de Hébert y los hebertistas, los más radicales entre la Comuna, que tramaban una insurrección armada contra la Convención. Por su parte, el sector más a la izquierda arrastró a Danton, Camille Desmoulins y Fabré d’Églantine, entre otros, a la guillotina, por aprovecharse de los bienes de la Patria (se enriquecieron fraudulentamente en el negocio de la Compañía de Indias). Curiosamente, como no deja de subrayar García Sánchez, la firma de Robespierre es de las que menos aparece en las sentencias de muerte, pues frecuentemente estuvo ausente de las reuniones del Comité (p. 414). Pese a ello, Danton declamó a gritos poco antes de morir: «¡Tú me seguirás, Robespierre!». Una alusión que se demostró profética.

El libro gana en agilidad narrativa, de la que no está sobrado, cuando comienza a reconstruir los sucesos de Termidor. Para García Sánchez, Carnot, el Artífice de la Victoria (Valmy), fue el verdadero cerebro en la sombra (p. 931).{1} Mientras Robespierre dormía ajeno a todo (soñando, quizá, con su Ser Supremo rousseauniano), tras una polémica sesión en el Club de los Jacobinos (donde David le confió que bebería la cicuta por él, aun cuando tardaría poco en negarle y pintar al teniente corso), Carnot, Billaud, Collot y Fouché tramaban su caída y la de sus fieles.

Al día siguiente, 9 de Termidor del Año II (domingo 27 de julio de 1794), Robespierre se levantó decidido a intervenir en la Convención, a fin (supuestamente) de dar una lista de los últimos enemigos de la Patria, de los responsables del Terror con mayúscula. Pero fue recibido a gritos de «¡Abajo el tirano!» y se le impidió tomar la palabra. «Si habla, se salvará» exclamó alguien. Los conjurados habían logrado extender el miedo entre los bancos de la Convención: la Patria estaba de nuevo en peligro, porque una conjura robespierrista contra los diputados estaba en marcha. La fatídica sesión concluyó con la votación del arresto de Robespierre, Saint-Just y sus afines.

Al conocerse la noticia, Hanriot, líder por entonces de la Comuna y sus milicianos, tomó cartas en el asunto y se propuso liberar a los jacobinos del arresto decretado por la Convención. A juicio de García Sánchez, este fue su error. Los conjurados pudieron desde ese mismo instante declarar que Robespierre y los demás estaban hors-la-loi (p. 719) y, por tanto, sujetos al Terror, a poder ser ejecutados sin juicio previo. A ello se unió el recelo del puntilloso Robespierre a saltarse la legalidad y dar orden de capturar a los verdaderos sediciosos cuando las circunstancias todavía eran favorables a la Comuna (p. 724). Cuando le propusieron hacer un llamamiento a los ejércitos, dicen que Robespierre contestó «¿En nombre de quién?». Y los que le rodeaban enmudecieron ante la firmeza de sus principios (p. 771). Los horas entre el 9 y el 10 de Termidor transcurrieron y el buen hacer de Carnot con el ejército hizo acto de presencia: pasado el conato inicial de motín, no fue difícil capturar de nuevo a Saint-Just y Robespierre, que apareció vivo pero con el rostro destrozado por un disparo (¿suicidio fallido? ¿resultado del forcejeo con su captor?). El Incorruptible aún aguantó vivo para llegar a su destino natural: la guillotina.

Con la muerte de Robespierre y de su inseparable Saint-Just, la Revolución se estancó. No en vano, Marat, el carnicero inmovilizado en una bañera, eran los ideales; Danton, el demagogo hedonista, los actos; y Robespierre, el frío y atildado orador, las palabras (p. 355). La Libertad quedó entronizada, pero no así la Igualdad. Una paradoja que, como ha señalado Gustavo Bueno en múltiples ocasiones, no dejó de subrayar Marx. La Gran Revolución desmontó el orden feudal, pero dio paso a un orden social y económico tanto o más injusto y cruel, el orden burgués, el de la explotación capitalista, el orden que Marx analizó en su inmensa obra. Los átomos racionales eran ahora libres, libres para vender su fuerza de trabajo.

No se equivocó ni un ápice Robespierre cuando vaticinó que a su derrota personal seguiría el encumbramiento de un despotismo militar (p. 465). Aunque hubo para quien Napoleón no fue sino un Robespierre a caballo, que exportó los principios de la Revolución a medio mundo. La pasividad de Robespierre durante los sucesos de Termidor tampoco se explica si no se toma en cuenta su distanciamiento con respecto a otra forma de despotismo: la de la canalla, la de los enragés (los indignados de la época). No está de más traer a colación dos citas certeras que Pedro Insua nos recuerda en su artículo «De la conciencia indignada o del populismo demagógico» (El Catoblepas, nº 133, p. 3):

«La democracia no es un estado en el que el pueblo –constantemente reunido– regula por sí mismo los asuntos públicos; y todavía menos es un estado en el que cien mil facciones del pueblo, con medidas aisladas, precipitadas y contradictorias, deciden la suerte de la sociedad entera. Tal gobierno no ha existido nunca, ni podría existir sino fuera para conducir al pueblo hacia el despotismo» (Robespierre, Sobre los principios de la moral política, Discurso del 18 de Pluvioso del Año II, 5 de febrero de 1794).

«El pequeño-burgués ‘enfurecido’ por los horrores del capitalismo es, como el anarquismo, un fenómeno social propio de todos los países capitalistas. Son del dominio público la inconstancia de estas veleidades revolucionarias, su esterilidad y la facilidad con que se transforman rápidamente en sumisión, en apatía, en fantasías, incluso en un entusiasmo ‘furioso’ por tal o cual corriente burguesa ‘de moda’» (Lenin, El izquierdismo, enfermedad infantil en el comunismo).

Siendo ecuánimes, no le falta razón a García Sánchez al limpiar la figura de Robespierre del maltrato del tiempo, aun cuando para ello caiga en sustancializaciones idealistas, como sostener que con Termidor se fraguó para la historia del mundo el final de las soñadas Igualdad, Libertad y Fraternidad (p. 487). Perdón, ¿para quién? ¿Para una Humanidad presupuesta sólo si se obvia que la dialéctica de clases se manifiesta siempre a través de la dialéctica de Estados? ¿Cómo afirmar algo así, sin precaución alguna, sin considerar siquiera la segunda generación de izquierda (la liberal, de cuño hispano y tan enemiga o más de la jacobina que el trono y el altar) o, sencillamente, la quinta, la comunista, la de la Revolución de Octubre? Las simplificaciones que a veces contiene el libro resultan innecesarias, mera justicia poética.

Pasando del contenido a la forma, la estructura de la novela recuerda a la del Clave bien temperado de Bach, con un tema recurrente volviendo una y otra vez (pp. 1088 y 1162): Termidor. Pero la hemorragia textual fugada no queda exenta de reiteraciones innecesarias que dejan al lector exhausto, desfundado y desfondado. Y es que, pese a que ha cosechado inmejorables críticas (aunque el crítico literario no ha de leer al completo la obra a reseñar, basta con que simule leer las solapas, el índice, la primera y, acaso, la última página), esta obra enseña pero no divierte.

Más interesante que el grueso del libro es el post scriptum, donde el autor se sincera y reconoce que Robespierre es, ante todo, una novela moral, una suerte de reparación histórica de esta denostada figura (p. 1106). Ensalzada, no obstante, por Marx y Lenin (p. 1116). Pese a la abrumadora cantidad de libelos en su contra que ha despertado, esta personalidad sigue siendo la que en las encuestas aparece como más significativa de la Revolución (p. 1150). Por delante de Sieyès, Mirabeau, La Fayette, Danton, Marat, Hébert, Saint-Just, Babeuf, Talleyrand y Bonaparte.

Al lector avezado el libro que comentamos se la aparecerá como una suerte de «contralibro» de la obra –por ceñirnos a la historiografía española al respecto más reciente– de Pedro J. Ramírez (El primer naufragio, La Esfera de los Libros, Madrid 2011), que el autor sólo menciona superficialmente en la página 1128, señalando que se acoge a las tesis de Michael Sydenham en su opúsculo Los Girondinos (1961), y cuya deuda el propio periodista reconoce explícitamente (página 1261 de El primer naufragio).

El libro de Pedro J. parece por momentos la antítesis del de García Sánchez, y viceversa. Si el de este último se inscribe en el periodo que va desde la llegada de Robespierre al poder hasta su ejecución (de julio de 1793 a agosto de 1794), el de Pedro J. lo hace –en cambio– entre finales de enero de 1793 –una vez guillotinado Luis XVI y arrojados sus restos a una fosa de cal viva– y el vertiginoso junio de ese mismo año. Ambos libros dan por supuestos y conocidos episodios cruciales: la convocatoria de Estados Generales a consecuencia de la bancarrota francesa en 1789, el juramento del juego de pelota, la toma de la Bastilla, la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, el espoleamiento de la Revolución por parte de una aristocracia desencantada y celosa de sus prerrogativas, pero también imbuida de las ideas ilustradas, la huida frustrada en Varennes de la familia real, la victoria de Valmy…

Para el director de El Mundo, el papel parlamentario de la izquierda encabezada por Danton y Robespierre fue siempre cainita, exacerbando –por medio de Marat– el resentimiento y el odio de ciertos sectores sociales, para adueñarse de la calle y, entre el 31 de mayo y el 2 de junio de 1793, cuando las campanas de Nôtre-Dame llamaron al golpe de Estado, de la Convención, por medio de la eliminación de sus rivales girondinos (Vergniaud, Brissot, Condorcet). Se trataba, según sus palabras, del advenimiento del totalitarismo terrorista, de la libertad traicionada y, en definitiva, del primer naufragio de la Democracia moderna. Para García Sánchez, por contra, se trató de salvar la Igualdad por encima de la Libertad, de evitar que los girondinos pusieran en práctica planes ocultos para sofocar la Revolución y devolver todo al estado de cosas anterior.

Por decirlo contundentemente: el error de ambos libros consiste en tomar como parámetro de sus análisis históricos la Idea de Democracia o las de Libertad e Igualdad, cuando –desde una perspectiva materialista– a lo que se estaba asistiendo es al alba de otra Idea, bastante menos metafísica: la de Nación política, una idea filosófico-política que no se recorta en el campo de la metafísica, de los paraísos mentales de izquierda o derecha, sino en el engranaje de ciertas instituciones humanas, demasiado humanas. Con palabras de Gustavo Bueno:

«La Gran Revolución, que destruyó el Antiguo Régimen e instauró un Nuevo Régimen, fue mucho más realista en el entendimiento de las relaciones de la sociedad civil con el Estado. El Nuevo Régimen se hace equivalente ahora a la instauración de la Nación política, como heredera del Reino absoluto. Consiguientemente, opera la transformación de los súbditos del rey absoluto (teóricamente, ideológicamente) en ciudadanos de la Nación política, constituida como una sociedad democrática en la cual la soberanía reside en el pueblo. Son ciudadanos que saben que tienen que defender sus derechos democráticos con las armas, frente a los ataques de los Reinos del Antiguo Régimen (Aux armes, citoyens!); el ciudadano Robespierre, o el ciudadano Marat, saben además que tienen que utilizar la guillotina y el terror para que la Nación política pueda seguir sosteniéndose como tal» («Sobre la educación para la ciudadanía democrática», El Catoblepas, nº 62, p. 2).

Quizá, después de todo, no haya mejor resumen de este singular y extraño panfleto que las palabras de su autor: «Ésta es la historia de unos hombres que quisieron cambiar el mundo, consiguiéndolo, y que perecerían en el intento creyendo que fracasaron». En resumen, un necesario rescate de una serie de figuras que harían temblar a los políticos demo-corruptos de nuestro tiempo, aunque también a amplios sectores de la llamada sociedad civil, que a día de hoy conforman tejidos conjuntivos y basales también corrompidos.

Nota

{1} Una opinión que el que esto escribe comparte, aunque no así su juicio negativo. García Sánchez incluso tilda a Carnot de monárquico, lo cual fue cierto en Vendimiario pero no durante los Cien Días, cuando no sólo no apoyó a Luis XVIII –como se dice en la p. 528– sino que fue ministro de Napoleón. En otro sitio (Laplace. La mecánica celeste, RBA, Barcelona 2012, Capítulo 3, «Libertad, Igualdad y Matemáticas») he intentado ponderar su papel político-científico durante la Revolución y el Imperio.

 

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