Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 137 • julio 2013 • página 2
Eugenio de Rioja, viejo amigo, me pide, mejor, me honra, pidiéndome un prólogo para su libro sobre Casalarreina.
En este libro viene el autor a sostener que Casalarreina asumió su identidad propia cuando recibió el poético nombre que hoy le distingue. Y no porque la realidad, una realidad histórica como la de Casalarreina, pueda considerarse como una creación ex nihilo, mediante una palabra –una «fundación del ser por la palabra», para utilizar la célebre fórmula mediante la cual Heidegger definió la poesía–. La palabra, sin duda, es decisiva para delimitar a la cosa, que no existiría siquiera como tal, delimitada entre otras cosas, si no estuviese dibujada por la palabra. Eugenio de Rioja tiene en cuenta la fórmula de Ortega, más que la de Heidegger: «Poner el nombre a una cosa es tanto como dominarla».
Pero dominar no es crear ex nihilo, es fundar un dominio propio mediante la «liberación» de una unidad preexistente, es decir, del imperio de la identidad de otro dominio que, al envolverla, impide que llegase a actualizarse la propia identidad constituida por el nombre poético. No se trata de un mero cambio de nombres, como algunas tradiciones parecen querer decir. El autor se preocupa de recoger los antiguos nombres que marcaron ese lugar de la Rioja: primero Ajuarte («curiosamente el lugarejo tenía señas de identidad, después de que en 1452 Sancho de Lodoño traspasó el derecho que tenía sobre Ajuarte al monasterio de Santo Domingo de la Calzada») y después Naharruri (un nombre de raíz semita, por naha = río, el Oja; y el sufijo vascuence uri = aldea). Pero, sobre todo, en tercer lugar, el nombre despectivo (todavía Quevedo no lo había reivindicado con el análisis de sus gracias y desgracias) que le daban en tiempos los transeúntes o «los ocupas del logar» de varia procedencia (nómadas, cazadores, bagaudas), el nombre de Oxo Xulo; si bien, más adelante, el autor sugiere que este nombre que llevaba la intención del máximo y más grosero desprecio, pudo ser inventado más tarde por los vecinos jarreros (de Haro), los alegres compadres que, en imprenta o en tertulia, o embadurnando una pared, hacían jocosos e irresponsables comentarios (añadiéndole acaso, para cerrar la operación, un cartel que decía: «Joderos y borrarlo»).
Acaso estos alegres compadres consideraban a Naharruri como el «patio trasero» de su alfoz. Domingo Hergueta dio pábulo, sin citar fuentes, porque no las hay, pero con evidente mala fe –«él, que tantos documentos aportó»– escribiendo: «Pasando una reina por este pueblo preguntó por su nombre, y como se excusasen de decirlo, por vergüenza, insistió aquella, y al oír que se llamaba Ojo de…, exclamó: 'Desde hoy se llamará Pasó la Reina, o la Casa de la Reina’.»
Eugenio de Rioja tiene buen cuidado de demostrar que el relato recogido por Hergueta, «Joderos y borrarlo», es históricamente imposible. Las dos reinas que efectivamente pasaron por el logar fueron, la primera, Isabel la Católica y, más tarde, su hija Juana la Loca. Pero Isabel la Católica, según reseña Rumeu de Armas, pasó por el lugar en el viaje que hizo desde Santo Domingo de la Calzada (donde residió desde mayo a septiembre de 1483) a Bilbao: «Pasó por aquí camino de Pancorbo y Santa Gadea, pero es evidente que no se paró.» En cuanto a doña Juana, «todavía en 2011 siguen las autoridades culturales tolerando la persistencia en el error». Dicen que pasó la reina Juana en 1511, y que estuvo alojada en el Palacio del Condestable; pero el nombre Pasó la Reina es una imposible metátesis al paso del tiempo, y no hay ningún documento que lo pruebe.
No fue, según esto, un nombre, una palabra destinada a borrar a otras palabras malsonantes, la que dio lugar a la «fundación del ser», es decir, a la fundación de una nueva identidad, la de Casalarreina. La nueva palabra fue destinada a designar (a «dominar») una creación que no era sólo verbal, sino monumental, el Palacio del Condestable de Castilla, Conde de Haro, y el Monasterio de la Piedad. Todo vendría del segundo Conde de Haro y I Condestable de Castilla, don Pedro Fernández de Velasco («el que está enterrado en la más suntuosa capilla de la Catedral de Burgos, que diseñó, con Simón de Colonia, su esposa Mencía de Mendoza»). Don Pedro habría hablado con Juan F. de Velasco, hijo bastardo suyo, y Obispo de Calahorra (más tarde de Palencia), del «bello valle» de Naharruri, y de su proyecto de edificar allí un palacio. «El Obispo aceptó la idea y vio, por otra parte, lugar idóneo para levantar un monasterio de monjas». Pero la reina Isabel, en la guerra con los partidarios de Juana la Beltraneja, había establecido que todos los castillos y palacios se le atribuyeran (y así, en el asedio a Granada, se montó el Hospital de la Reina). «El Obispo Juan, tras ser nombrado para la sede riojana [de Calahorra] estuvo viviendo en Naharruri, donde terminó las obras del palacio que ya en 1505, este alcázar o cassa de la Reyna estaba ya habitable.» En 1515 el obispo Juan compra un solar para llevar a cabo el proyecto de un monasterio de monjas franciscanas, porque la familia Velasco era de devoción generalizada a San Bernardino de Sena. Sin embargo terminó acogiendo a monjas dominicas, por obra de Isabel de Guzmán (una señora emparentada con Santo Domingo de Guzmán). No serían franciscanas, fueron dominicas, por voluntad de su fundadora, Sor María de la Piedad. El cambio requería una ceremonia que afianzase la regiduría de los dominicos, ceremonia representada en la recepción, por fray García de Loaysa, maestro general de la Orden de Predicadores y confesor del emperador, por su apoderado Fray Pedro Lázaro, prior de San Pablo de Burgos.
Y así: «los honrados señores Lope García Cavaco y Antonio Sanz, alcaldes ordinarios de la villa de Haro tomaron de la mano al dicho Rvdo. P. Fr. Pedro Lozano, y le hicieron abrir la puerta principal del Monasterio y le metieron dentro, y metido, le trajeron por todas las dependencias de la casa y cabó con la morisca en la guerta».
Y el nombre, por otra parte bellísimo, de Cassa la Reyna, que era el alcázar donde estaban trabajando, pasó a documentos: «la Casa de la Reina nombraba definitiva y satisfactoriamente un lugar tantos años sin identidad».
Esta conclusión de mi viejo amigo el autor de este libro, Eugenio de Rioja, me evoca los años cuarenta, en los cuales coincidí, algunas veces, con el entonces considerado por muchos en Europa como el más grande filósofo y teólogo dominico del siglo XX, el padre Santiago Ramírez (solía ser apodado entonces como «el Báñez redivivo»), a la sazón director del Instituto Luis Vives del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en el cual yo preparaba, como becario, mi tesis doctoral. Al bajar del tren procedente de Madrid en Miranda de Ebro o en Haro, y al tomar el tren hacia Ezcaray, hoy ya desaparecido, me encontraba a veces con el padre Ramírez, y le ayudaba a bajar del trenecito en Casalarreina, donde él pasaba unas semanas veraniegas, precisamente en el convento de las dominicas. Todavía recuerdo la sorpresa que me producía escuchar, de la boca del teólogo y metafísico ensimismado, los elogios a los viñedos o plantaciones de pimientos que tota simul aparecían ante nuestra vista. Le despedía hasta el próximo curso: él se quedaba en Casalarreina y yo volvía a subir al tren que en unos cuantos minutos me llevaba hasta Santo Domingo de la Calzada.
Es este un libro del que cabe decir que tan interesante como lo que parece ser su objetivo principal –la reivindicación de la identidad genuina de la bien nombrada Casalarreina– es el modo entre poético e histórico de lograrlo. Quiero decir, que, sin perjuicio de ayudarse de las «reliquias documentales» bien buscadas y explotadas, se aleja por completo del estilo contencioso-abogadesco, gracias, me parece, a la perspectiva histórico filosófica o poética que ha asumido desde el principio, es decir, a la perspectiva capaz de abarcar la historia de una Nación en cuyo núcleo, Castilla, considera emplazado el lugar que en siglos relativamente muy recientes comenzó a ser considerado como Casa de la Reina.
Tras el recuerdo de los baños y calzadas romanas, tras el recuerdo del reino de los visigodos, se impone el monoteísmo islámico, que muy pronto, en 718, entra en la Rioja, utilizando las viejas calzadas romanas, a lo largo del Ebro, y buscando someter a los «politeístas cristianos».
La reacción fue fulminante: «dirigida por un caudillo, espatario de un rey godo, Pelayo, inició, no sólo la Reconquista desde las montañas de Covadonga, sino una nueva monarquía». Pelayo era riojano, sostiene el autor, sin importarle los gritos en el cielo, en son de insulto, que semejante afirmación provocará entre los nacionaliegos asturchales que Eugenio de Rioja conoce bien en su tierra de adopción. Y, citando a García de Cortazar, el autor remacha: «Persiguió el rey Witiza a don Pelayo, hijo del duque de Cantabria don Favila, que aquél matara en Tuy, e quisiéralo matar, mas don Pelayo huyó a su tierra, que es Logroño, e así escapó a las manos del Rey.»
Casalarreina adquiere su identidad definitiva, su nombre, en los años de maduración del Imperio español, cuando consiguió la segregación de Haro, que más adelante podría iniciar, a su vez, un camino propio («ya estamos en Haro, que se ven las luces»). Y esto sin perjuicio de que todavía en los años cuarenta del siglo XX –como recuerda Eugenio de Rioja– siguiera habiendo carteles en Haro que decían: «Prohibida la blasfemia, salvo en la cuesta», por donde los arrieros tenían que arrear a las bestias que resbalaban a veces con sus herraduras (también es verdad que en los años sesenta del siglo XX, en la sala de espera de la estación de Posada de Llanes, había un cartel que decía: «Prohibido escupir en las paredes»).
Reinando Carlos II se redactó el documento de segregación de Casalarreina de la jurisdicción de Haro, en virtud del cual se da el consentimiento que, «para mayor conservación, pueda ser villa de por sí, sin quedar sujeta a la jurisdicción ordinaria de las Justicias que su Excelencia pone y confirma en dicha su villa de Haro y demás Ministros de ella, porque la han de ejercer los Alcaldes y demás Ministros que su Excelencia ha de nombrar en el dicho lugar de la Casa de la Reina, en la conformidad que adelante se declara».
En el último capítulo de su libro, el capítulo XV, titulado «El corazón me manda», Eugenio de Rioja, transforma su perspectiva histórica, la del tiempo narrado, en una perspectiva del presente, la del tiempo vivido. Se dirige a sus amigos y parientes, que le acompañan, sin perjuicio de que algunos hayan ya fallecido. Es uno de los capítulos que a mí más me han interesado, sin necesidad de conocer a las personas designadas por los nombres respectivos. Aquí es donde el autor «toma tierra», y se compromete con su pueblo, con su presente, pero gracias a que a ese presente ha llegado desde la perspectiva de un pretérito, desde la perspectiva de una historia general o, si se prefiere, filosófica.
Con este libro, Eugenio de Rioja, mi viejo amigo, ha entrado, me parece, en la intrahistoria de Casalarreina, como si fuera un sillar más de su fábrica, y espero que así sea reconocido.