Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 138 • agosto 2013 • página 11
La crisis económica y financiera de 2008 que ha azotado especialmente a los países europeos, y de la cual la mayoría todavía no ha logrado sobreponerse, ha vuelto a poner en el candelero la viabilidad de la socialdemocracia, con una virulencia más intensa si cabe que la que experimentó tras la caída del Muro de Berlín. Este cuestionamiento{1}, bien paradójico, en un momento de nacionalización bancos, rescates financieros y lanzamiento de costosos planes de estímulo económico, se encuentra estrechamente ligado a la incierta perduración de los Estados del bienestar, toda vez que estos proliferaron casi en exclusiva en territorio europeo en virtud de la implantación de recetas económicas de ascendencia keynesiana.
El libro que vamos a comentar (La crisis de la socialdemocracia: ¿qué crisis?, Ignacio Urquizu, ed. La Catarata, 2012), lejos de admitir que la ideología socialdemócrata ha entrado definitivamente en barrena –ya tocada desde los años setenta (encarecimiento de las materias primas, fin del sistema de Bretton Woods, &c.)– sostiene que ésta se encuentra en una situación si no mejor, tampoco peor de la que a menudo se ha visto en el pasado. La clave de tal interpretación radica en entender el signo «adaptativo» de la socialdemocracia, además de extraer de su historia la evidencia feliz de la superación de sus crisis periódicas.
A efectos de demostrar su tesis, Ignacio Urquizu, profesor de Sociología en la UCM, presenta una línea de argumentación clara y bien definida, en la que analiza tres puntos: i) la evolución ideológico-política, ii) la política económica y iii) las políticas sociales de la socialdemocracia. Y lo hace además desde un enfoque no normativo, sino «positivista», articulado sobre los datos que le proporcionan los actores e instituciones (sindicatos y partidos políticos) involucrados en el marco de su estudio, esgrimiendo certeza empírica para cada una de las conclusiones a las que llega. La trama de su investigación se ve, pues, atravesada por la cuestión de las modificaciones programáticas que ha seguido la oferta socialdemócrata y el propósito no es otro que dar con los factores que las expliquen y, en consecuencia, levantar acta de su buen estado de salud. Y qué mejor forma para empezar que revisar su historia.
Acudiendo a la parcelación consolidada entre los expertos, el autor nos presenta un relato de la socialdemocracia pautado en tres fases: una primera, de integración, que se prolonga hasta el fin de la II Guerra Mundial; una segunda, que constituye su «edad de oro», y una última fase «de resignación». De acuerdo con esta secuencia –acorde a las exposiciones de Ludolfo Paramio o José V. Sevilla{2}–, la socialdemocracia habría tenido ciertos problemas de acomodación inicial en las democracias liberales, habida cuenta de su hostilidad «de entrada» ante las instituciones representativas y frente al sistema económico, opuesto al objetivo de «socializar los medios de producción». No obstante, sus primeras experiencias en el poder y la constatación de que las desigualdades pueden reducirse a través del gasto público y el aumento de los impuestos, moderaron su discurso. Un discurso que tras la II Guerra Mundial se hace hegemónico, tanto más cuanto se ajusta a la doctrina económica keynesiana, esto es, al intervencionismo económico del Gobierno, vía políticas de oferta, encaminadas a estimular la demanda.
Estamos en los albores de la edad dorada, un momento además en el que se produce un consenso entre los socialdemócratas y los demócrata-cristianos conservadores, desde el que se edifican los Estados del bienestar, orientados a asegurar la igualdad de oportunidades mediante la educación, a reducir la brecha salarial entre ricos y pobres a través de la política fiscal redistributiva –y expandir por ende la clase media– y a garantizar una protección básica a los desfavorecidos, gracias a la implantación del salario mínimo y el subsidio por desempleo. La fórmula encaja con la avanzada definición de la ciudadanía que propuso Th. Marshall, de acuerdo con la cual los derechos sociales vienen a completar la existencia de derechos civiles y políticos. Sin embargo, la citada crisis de los setenta –que introdujo un fenómeno hasta entonces inédito, al sumar estancamiento e inflación– rompió con el modelo y posibilitó la instauración de nuevas propuestas económicas que, auspiciadas por el magisterio de Milton Friedman, desaconsejan la acción estatal y las medidas anticíclicas. Llega así la resignación.
El neoliberalismo que desarrolla Margaret Thatcher en los ochenta ilustra los rasgos de dicha filosofía, que deja en manos de la iniciativa privada la reactivación económica y recomienda la bajada de los impuestos como incentivo para el ahorro y la subsecuente inversión, aun a costa de un incremento (provisional) de las desigualdades. Tal y como nos explica Urquizu, la socialdemocracia propuso alternativas, reenfocando el gasto público ya no en la oferta, sino en la demanda, es decir, invirtiendo en capital físico (infraestructuras) y humano (educación, I+D): confiando en consecuencia la modernización de la economía al Estado. Cierto es que, como apunta el autor, durante los años noventa la izquierda socialdemócrata se abandonó a un ideario laxo (la Tercera Vía), prácticamente idéntico al liberal, al restringir sus objetivos a la igualdad de oportunidades e insistir en la idea de la responsabilidad individual. De ahí que la crisis financiera –en gran parte, siempre según Urquizu, causada por la falta de regulación de los mercados– haya pillado a la socialdemocracia con el pie cambiado.
Pero, más allá de este estado de la cuestión, lo que le interesa a Urquizu es validar la hipótesis de la moderación ideológica que a priori habría sufrido la socialdemocracia, ante todo en los últimos años. Para hacerlo, en congruencia con su perspectiva «positiva», se vale de los indicadores del Manifesto Data Project (Volkens), macroestudio –al que el autor recurrirá con asiduidad– en el que se pueden identificar las propuestas de los partidos políticos occidentales en el periodo histórico considerado, según las categorías de izquierda y derecha{3}. Pues bien, la primera constatación que el autor nos presenta es que los partidos enfatizaron su discurso izquierdista, relacionado con el programa de la redistribución y el logro del pleno empleo, durante la llamada época de oro, justo en el momento en el que consiguieron mejores resultados electorales. En cambio, durante los años de la resignación fue cuando, al tiempo que los apoyos en las urnas disminuyeron, las propuestas se moderaron. Descritos los hechos, Urquizu aborda su explicación, no sin advertir previamente que una reducción del voto no significa menor presencia gubernamental puesto que, aun en coalición, los partidos socialdemócratas accedieron al poder con más frecuencia precisamente a partir de los años ochenta.
Centrémonos en el análisis, ¿a qué se debe la moderación ideológica de la socialdemocracia? Un estudio clásico de Adam Przeworski, apunta Urquizu, hacía hincapié en el carácter del voto obrero, no siempre decantado a la izquierda, y en la menguante presencia de esta clase en la sociedad. De ahí la renuncia socialdemócrata por proyectos maximalistas. Más recientemente, nos indica, José M.ª Maravall ha señalado que en la derechización de los partidos conservadores se encontraría un condicionante de peso para explicar la moderación socialdemócrata. Nuestro autor, sin embargo, no satisfecho con tales teorías, presenta un modelo más general, que integra tres factores: el contexto político, el contexto económico y los actores políticos principales (votantes y sindicatos). Y acto seguido, somete cada una de estas dimensiones a análisis regresivos a fin de precisar estadísticamente el alcance de su influencia.
Siendo esto lo fundamental, resulta clave desentrañar los contenidos que introduce Urquizu al considerar los factores que menciona. Así, al hablar del contexto político, el dato crítico que subraya es el de la gestación de la Unión Europea y, en concreto, el diseño institucional de la unión económica y monetaria. En este sentido, los requisitos referentes al gasto público y al déficit de los Estados marcados por la UE limitan obligadamente el papel económico de los Gobiernos nacionales. Por añadidura, la función principal del Banco Central Europeo (BCE) se ciñe al control de la inflación, priorizando un objetivo propio de la ideología liberal. A continuación, el autor se detiene en el contexto económico, fijando su atención en tres puntos: la renta de los trabajadores, la apertura económica asociada a la globalización y el índice de la desigualdad. La hipótesis manejada presupone que a mayor renta, más moderación de los partidos de izquierda, y que a mayor globalización y desigualdad, menor moderación. Por último, la ascendencia de votantes y sindicatos sobre los programas de la socialdemocracia vendría determinada por, en primer lugar, un mayor número de votantes (a mayor participación, más énfasis ideológico{4}) y, en segundo lugar, una menor sindicación en el país, debido a que los partidos tendrían entonces mayor necesidad de integrar a los trabajadores, carentes en este supuesto de representación social.
Presentados todos los componentes, el análisis sobre la moderación ideológica que acomete Urquizu confiere de significación estadística al rol del BCE y al aumento de las rentas: ambos factores explicarían la atemperación del discurso socialdemócrata. La globalización y la desigualdad, siendo igualmente determinantes en la elaboración de los programas, no habrían contribuido a una radicalización de los mismos. Finalmente, las evidencias que extrae el autor le llevan a descartar el peso de votantes y sindicatos sobre la transformación ideológica experimentada por la izquierda.
Recuperando el mismo esquema que se acaba de plantear (revisión histórica seguida de un análisis empírico), Urquizu afina su estudio examinando la evolución de la socialdemocracia en el plano de las políticas económicas y sociales, complementando así los resultados obtenidos. Tanto las líneas de argumentación que despliega como el perfil de sus conclusiones son muy similares, pero es de interés considerarlas por cuanto sus tratamientos se enmarcan en un relato que apenas admite fisuras y arroja rendimientos positivos, sin alcance no obstante para cuestionar los parámetros de partida. De este modo, y según registran los propuestas programáticas de los partidos desde 1940, tanto la evolución que habrían seguido las políticas keynesianas (anticíclicas, fiscales, regulatorias, &c.) como el respaldo que habrían recibido las medidas bienestaristas (cobertura sanitaria, educación, defensa del salario mínimo, &c.), responden al modelo canónico trifásico, de integración, auge y postración. Ello no ha sido óbice –como el propio Urquizu apunta– para que los porcentajes destinados al gasto social hayan seguido aumentando tras la edad de oro. El agotamiento de la ideología, en todo caso, correría en paralelo a la desafección de los ciudadanos.
¿Cómo explicarlo? Por lo que concierne a la dimensión económica, y antes de recurrir a su teoría general, el autor desliza el razonamiento de Torben Iversen, de acuerdo con el cual existe la posibilidad de compaginar una política monetaria expansiva y, a su vez, controlar el riesgo de inflación, vía negociación colectiva, esto es: pactando una moderación salarial con los sindicatos. De esta forma sería posible crecer económicamente, reducir los niveles de desempleo y evitar la alternativa aciaga –a la que estaríamos abocados– de, o bien prosperar aumentando el paro, o bien no crecer. Sin embargo, tanto la arquitectura institucional de la UE como el descenso de la sindicación (fruto de la introducción de la tecnología en el mundo laboral y el aumento de la cualificación profesional) bloquearía en la actualidad la aplicación de tal estrategia. Con todo, el análisis estadístico que desarrolla Urquizu mitiga la repercusión de la hipótesis de Iversen, en tanto las causas determinantes de la moderación que identifica estriban en: la pertenencia a la eurozona, el aumento de las rentas y la reducción de las desigualdades, y la derechización del electorado. Así pues, la sindicación no se distinguiría como factor de impacto, al igual por cierto que tampoco lo sería la globalización económica.
Ahora bien, lo sorprendente –al menos, desde una óptica socialdemócrata– es que el trasfondo del análisis refleja un incremento del nivel de vida de los trabajadores; incremento que explicaría la moderación, pero que –y he aquí la clave– se habría producido durante la fase de resignación, acreditando el buen comportamiento de las medidas liberales tomadas entre 1990 y 2010. La deducción de Urquizu, hecha en clave adaptativa, se limita a celebrar la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos, sin restarle méritos a una izquierda que, por lógica, se ha vuelto más liberal{5}, aunque por lo demás deba continuar luchando por modificar el diseño de la UE.
A tenor de lo antedicho, el capítulo dedicado a las políticas sociales adolece de cierta incongruencia, puesto que lo que Urquizu detecta en los programas de los partidos, acudiendo a Volkens, es una acentuación del discurso social –y no un comedimiento– sobre todo a partir de los años ochenta, énfasis en este caso estimulado en exclusiva por los factores económicos (globalización, renta, desigualdad), cuya evolución sin embargo no ha supuesto merma del bienestar ciudadano. Igualmente, tampoco se registra reducción sino crecimiento del gasto público en partidas sociales, según datos de la OCDE. Por descontado, la incongruencia caería no del lado del análisis, sino de la oferta de los partidos, con la excepción de los casos británico y norteamericano. Comoquiera que sea, la interpretación de Urquizu parece más bien encaminada a vindicar las bondades del Estado del bienestar y su sostenibilidad a futuro, ilustrando al lector en la célebre clasificación de Gosta Esping-Andersen{6}. Y acudiendo, para explicar su conveniencia, a razonamientos democrático-institucionalistas y de coalición interclasista, en contra de los aportados por la escuela estructural-funcionalista, según la cual el Estado del bienestar desactiva el potencial revolucionario de los trabajadores, si bien no está claro que tal potencial sea una variable previa e independiente, duda circular que acaba por anegar su capacidad explicativa.
Resulta aún así curioso que el autor acuse de teleología a éste último enfoque cuando la narrativa de su obra obedece a una misma lógica, planteando en su tramo final una cuarta fase socialdemócrata, todavía en ciernes, quod erat demonstrandum: que no hay crisis sino continuidad, adaptación mediante. A estas alturas, no resulta complicado inferir los rasgos definitorios de la misma: demanda de una mayor representatividad cívica en el plano de las instituciones supranacionales{7}, impulso de una agenda financiera que imponga mayor regulación y más transparencia, transformación del modelo económico –a través de la inversión pública en I+D (políticas de demanda) que incentive la competitividad– y, por fin, revisión de las prioridades sociales. Quizá en este punto es donde nos encontremos con un discurso más rompedor –también más realista, habida cuenta de la situación sociodemográfica– al poner en primer plano la necesidad de reformar el sistema de pensiones, y más eficaz, al cuestionar el desvío de la redistribución hacia gastos poco comprensibles (como el de las subvenciones a la educación privada y concertada). Pero, acaso llevado por el ímpetu, Urquizu concluye con una fórmula –«no es la socialdemocracia lo que está en crisis, sino la democracia» o directamente la realidad, como afirma en otra parte– que, tras su aparente agudeza, trasluce un diagnóstico de escaso vuelo.
En verdad, dicha sentencia no viene sino a recordarnos la circunscripción europea de su investigación, que deja de lado la dimensión internacional de la crisis y la presión a la que el continente europeo está sometido por parte de las economías emergentes, lideradas por la República China –país que se ha convertido en pocos años en el principal acreedor de Estados Unidos. Orillar el plano internacional resulta tanto más errado por cuanto es inconcebible entender la génesis del consenso social-demócrata europeo (expresión, dicho sea de paso, que no cabe adscribir a partido alguno, tal y como explicó Lipset), sin hacer referencia al Plan Marshall ni, es más, aludir al manto de seguridad defensivo desplegado por los norteamericanos precisamente durante la llamada edad de oro, ya fuese tan solo para proteger sus intereses estratégicos en el contexto de la Guerra Fría. Dicho en palabras de Robert Kagan: «El nuevo orden kantiano de Europa solo podía prosperar bajo el paraguas del poder estadounidense según las reglas del viejo orden hobbesiano»{8}. Por si fuese poco, actualmente la UE representa el 7% de la población mundial, el 25% de la producción y el 50% del gasto social: ¿es esto sostenible? Seguramente aquí radique el debate esencial. Ante tal laguna, anotar que los años dorados fueron gobernados por partidos conservadores y que estos asumieron gustosamente el modelo social hegemónico entre 1945 y 1980 (véase la Industrial Charter británica, o el colbertismo francés bajo el general De Gaulle) parece secundario.
Por lo demás, cabe matizar el relato que presenta a la socialdemocracia como un sistema metódicamente violentado por el neoliberalismo a partir de los ochenta, en tanto: i) su propia ubicación en la frecuencia de onda izquierdista resulta, bajo una perspectiva histórica, más bien marginal y heterodoxa, y ii) el triunfo de Thatcher y Reagan solo fue posible en un escenario de abatimiento contrastado de las fórmulas keynesianas (los «fallos del Estado» sobre los que reflexionó James Buchanan), necesitadas de urgente revisión. Así, a la luz del presente, la Tercera Vía que teorizó Anthony Giddens se presenta como un programa mucho más robusto de lo que el autor, pese a sus concesiones al liberalismo económico, sugiere. Más aún si centramos sus consideraciones bienestaristas al sistema español, cuyas clases medias no parecen electoralmente proclives a asumir ni la carga impositiva ni las exigencias laborales (sistema de «flexiseguridad») propias de los países nórdicos. De ahí que la indudable necesidad de invertir en innovación deba más bien dimanar del sector privado, previa ruptura –eso sí– del mercantilismo plutocrático{9}. No obstante, ello rebasa ya las lindes del estudio de Urquizu, cuyo mérito metodológico, aun arriesgado, es sin duda loable: no sobran enfoques positivistas en el terreno de las ideas políticas. Otra cosa es discutir los esquemas preestablecidos y estimar que, más que añorar tiempos pasados, el reto de la socialdemocracia es dejar de ser conservadora{10}.
Notas
{1} Puesto de nuevo en circulación mediática y académica al hilo de la publicación en 2010 del libro del historiador Tony Judt, Algo va mal.
{2} Véase, respectivamente: La socialdemocracia (2009), ed. La Catarata y El declive de la socialdemocracia (2011), ed. RBA.
{3} Se trata de una base de datos coordinada por Andrea Volkens et al., de 24 países y 30 formaciones socialistas que cubre el intervalo 1910-2010.
{4} Dado el presupuesto de que la abstención recae mayoritariamente sobre sujetos con menos recursos y más propensos a votar izquierda.
{5} En torno a la socialdemocracia liberal, puede consultarse el siguiente Documento de debate: La renovación liberal de la socialdemocracia, Daniel Innerarity, Fundación Ideas (2010).
{6} E insinuando cierto desdeño ante el modelo anglosajón, frente al modelo nórdico y el continental.
{7} Pese a la ambigüedad manifestada por la socialdemocracia en sus orígenes, Urquizu no resiste la recurrente tentación de hacer equivaler esta opción con el significado más pleno de la democracia.
{8} Poder y debilidad, ed. Taurus, 2003, pág. 111.
{9} El analista Ángel Pascual-Ramsay ha desarrollado estas ideas en diversos artículos y publicaciones. Véase, a título de ejemplo: «Un reto para la élite empresarial», El País (5/2/2013).
{10} Para un mayor abundamiento en el tema considerado, puede consultarse el artículo del profesor Ángel Rivero: «La crisis de la socialdemocracia en Europa», Cuadernos de pensamiento político nº 27 (julio-septiembre 2010), págs. 95-114.