Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 139 • septiembre 2013 • página 2
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Un azar, propio de un día de verano, me hizo sacar del estante un librito, publicado por Victoriano Suárez en 1910, en el que se contienen Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua castellana, escogidas por don Marcelino Menéndez Pelayo. En su página 46 figura, tras el nombre de su autor, Gutierre de Cetina, y el número 13, el poema de diez versos (casi un soneto de endecasílabos), que yo conocía desde niño, que titula «Madrigal», refiriéndose al madrigal poético, no musical, por antonomasia.
Ojos claros, serenos,
Si de un dulce mirar sois alabados,
¿Por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuando más piadosos,
Más bellos parecéis a aquel que os mira,
No me miréis con ira,
Porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
Ya que así me miráis, miradme al menos.
Versiones del madrigal de Cetina
en las ediciones de Adolfo de Castro 1854 y Menéndez Pelayo 1910
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Lo primero que advertí es que el «madrigal» no va dirigido a una mujer real, y no ya de carne y hueso conformada, sino a unos ojos abstraídos de ese cuerpo. Por cierto, una abstracción muy similar a la que vemos en Empédocles (Diels-Kranz 31, B 58), considerada como un fragmento de su poema cosmológico:
ὄμματα' τ' οἶα ἐπλανᾶτο πενητεύοντα μετώπων
…y vagaban ojos solos desprovistos de frentes.
Un tipo de abstracción que podríamos llamar formal (siguiendo la tradición escolástica) o atributiva, por cuanto segrega de una totalidad atributiva una parte formal integrante que puede mantenerse en su estado singular (al modo de una disección anatómica), pero también en un estado de universalidad, según el tipo de la universalidad distributiva, pero no porfiriana, dado su carácter meromorfo –la universalidad de un torso o la de un omóplato humano (en cuanto universalidad contradistinta a la universalidad porfiriana de la figura de un hombre o de una escultura antropomorfa concebida como holomorfa)–. En principio, diríamos que los «ojos claros, serenos», del poema de Cetina, como «los ojos que buscan sus frentes», del fragmento de Empédocles, pueden ser interpretados, ya como singulares formales (atributivos, meromorfos), ya como universales distributivos, holomorfos (por respecto a los singulares que se contienen en la extensión distributiva de su concepto clase).
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Versiones incompletas del madrigal de Cetina
en las ediciones de Sedano 1773 y Quintana 1808
Y por ello me sorprendió, aún más, la clasificación del poema, por parte de Menéndez Pelayo (aunque también lo titulan «Madrigal» José López de Sedano en su Parnaso español de 1773, tomo VII, pág. 75, y Manuel José Quintana en su Tesoro del parnaso español [1808], nueva edición, París 1861, pág. 135), como «madrigal», y aún como madrigal lírico, puesto que un madrigal –al menos al modo en el que yo lo entendía– se mantenía en el plano de las relaciones entre individuos singulares humanos, mientras que los «ojos claros y serenos», según yo los interpretaba (unos ojos que «huían de su frente», la frente de una persona «de carne y hueso»), se mantenían en un plano de universalidad en el cual la lírica tenía muy poca cabida.
Y si esta clasificación me sorprendió fue debido, desde luego, al concepto de madrigal que yo tenía por influencia de mis recuerdos de niño de nueve o diez años, en la época de la II República española, recién instaurada. Recuerdos de canciones veraniegas, entonadas a coro por señoritas de 16 a 20 años, «cursis enamoradas, pollitas pera» (como diría años después, ante las elecciones de febrero de 1936, el periodista Luis de Tapia), mientras paseaban por la Carrera de Santo Domingo de la Calzada, cantando la «mazurca de las sombrillas» de la zarzuela Luisa Fernanda (con música de Federico Moreno Torroba y libreto de Federico Romero Sarachaga y Guillermo Fernández-Shaw Iturralde).
Una famosa mazurca, con música y letra, como era lo propio, según algunos filólogos (entre ellos Leo Spitzer), de los primeros madrigales italianos, que se ajustaban a su etimología, del latín materialis, en el contexto de «hijo natural» o bastardo, y de ahí, según Corominas, su aplicación a «composiciones híbridas» (entre música y poesía).
Una famosa mazurca que fue radiada y repetida en los escenarios de las ciudades y villas españolas de los primeros años de la II República, y constituyó, sin duda, el principal canal a través del cual el concepto de «madrigal» adquirió la acepción más degradada o vulgar posible en el conjunto de los géneros musicales o poéticos.
Una acepción pragmática y prosaica, que fue consolidándose a medida que comenzaba a confundirse con las coplas que los mozos de la aldea o los caballeros de la villa o de la ciudad dirigían a las mozas o a las señoritas escondidas tras «la sombra de una sombrillas», con objetivos estrictamente pragmáticos o prosaicos, es decir, no poéticos: acostarse con ellas, bien fuera tras la mediación de un matrimonio civil o canónico, bien fuera de modo inmediato.
Sin embargo, muy probablemente, la mayor parte de aquellas señoritas simpatizantes con la nueva república –recuerdo que una de ellas solía decir en mi presencia, cuando me veía leer a mis amigos alguna novela de Julio Verne: «¡Qué bonita es la cultura!»–, cuando entonaban durante su paseo la mazurca por antonomasia en la época, no eran conscientes de que la zarzuela Luisa Fernanda, en la que figuraba la mazurca y su letra, fuera algo así como un «guiño» que desde los escenarios españoles de la recién estrenada segunda república, las señoritas republicanas «o simpatizantes», dirigían a sus abuelas o bisabuelas de la primera república, puesto que la acción de la zarzuela Luisa Fernanda comenzaba en el Madrid de la «Gloriosa Revolución» de 1868 y terminaba, una vez destronada Isabel II, en una dehesa de Extremadura.
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La mejor prueba que puedo ofrecer de que mi aversión infantil a los madrigales líricos, tal como se entendían en la mazurca de las sombrillas, no era producto de un mero subjetivismo, sino que tenía un fundamento objetivo, es reproducir el texto mismo de la mazurca emanada de la naciente cultura segundorepublicana. Difícilmente puedo concebir hoy una letra más repulsiva por su cursilería y su vulgaridad.
Luisa Fernanda (estrenada el 16 de marzo de 1932)
Mazurca de las sombrillas
damiselas
A San Antonio
como es un santo
casamentero,
pidiendo matrimonio
le agobian tanto,
que yo no quiero
pedirle al santo
más que un amor sincero.
(Se acercan a ellas los caballeritos, y a la duquesa, Javier).
pollos
Yo, señorita,
que soy soltero
y enamorado,
la veo tan bonita,
que soy sincero
y estoy pasmado
de que un soltero
no lleve usté a su lado.
damiselas
¡Ay, qué zaragatero es usté!
pollos
Yo soy un caballero español.
damiselas
(Abriendo las sombrillas)
Yo no soy extranjera…
pollos
Y abra usté el quitasol
para que no se muera
de celos el sol.
javier
A la sombra de una sombrilla
de encaje y seda,
con voz muy queda,
canta el amor…
carolina
A la sombra de una sombrilla
son ideales
los madrigales
a media voz…
carolina
A la sombra de una sombrilla
son ideales
los madrigales,
a media voz…
(Todos hacen mutis, emparejados, por derecha e izquierda del foro).
javier y carolina
¡Qué amable intimidad!
¡Qué bueno el quitasol!
¡Qué gozo da
sentir las flechas del amor!
(Se van por el primer término izquierda).
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Mi ataque a la acepción prosaica de madrigal, promovida en España por la mazurca de las sombrillas, quiere ser a la vez una defensa del madrigal poético representado en el poema de Gutierre de Cetina.
No estamos por tanto ante una cuestión de clasificación, en la cual la taxonomía no fuera sino una mera superestructura añadida al material clasificado. Nos encontramos ante una clasificación que determina la estructura que conforma ese mismo material. No es una mera superestructura la clasificación del murciélago como ave («animal que vuela») o como mamífero, porque es la misma estructura del murciélago (de su concepto) la que resulta afectada por la clasificación. No es mera superestructura clasificar al poema Ojos claros, serenos como madrigal en su acepción de composición poética que clasificarlo como madrigal en la acepción pragmática de «instrumento de cortejo» que había sido asumido en la incipiente cultura popular española segundorepublicana.
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Y, para cortar de raíz las confusiones que se barruntan, el mejor remedio que encuentro sea acaso comenzar clasificando a la decena de versos Ojos claros, serenos, no como un madrigal, en su acepción «segundorepublicana», sino como un «poema» con la estructura de un «problema», en la acepción que este término alcanzó en los Elementos de Geometría de Euclides, cuando en su primera proposición (I, 1), por ejemplo, plantea el problema siguiente: «Construye un triángulo equilátero sobre una recta delimitada.»
Este remedio está inspirado, sin duda, por la reinterpretación de un soneto de Lope de Vega (Suelta mi manso, mayoral extraño) como si tuviera la estructura de un teorema de Euclides, tal como fue publicada en los números 88, «Poemas y Teoremas» (junio 2009), y 89, «Poesía y Verdad» (julio 2009), de El Catoblepas. Y aunque no cuanto a la forma (por ejemplo, los catorce versos del soneto y las catorce líneas del problema), sí cuanto a la materia parece que es posible defender que la estricta poética del madrigal Ojos claros, serenos, está aún más próxima a la estructura matemática del problema de Euclides de lo que pudiera estarlo el soneto de Lope de Vega.
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No negamos, en modo alguno, que la interpretación «prosaica y vulgar» del madrigal Ojos claros, serenos, tenga firmes fundamentos zoológicos. Pero tales fundamentos no pueden considerarse como los más afines a los principios del materialismo. Su afinidad se mantiene circunscrita al terreno de la materialidad primogenérica o segundogenérica (en la que se inscriben los genitales de Cetina, así como sus deseos y «rabiosos tormentos», o los correspondientes a la mujer de ojos claros y serenos, y a su ira o a su desprecio).
Lo que afirmamos es que la interpretación prosaica y vulgar esconde casi por completo la interpretación poética, no menos materialista, sólo que más afín a lo que llamamos tercer género de materialidad. La diferencia principal entre al madrigal «republicano» y el problema euclidiano consiste en que aquel se mantiene en el eje pragmático (beta operatorio) del espacio tecnológico científico, mientras que el poema se mantiene en el eje semántico (si se prefiere, alfa operatorio) cuando se hayan logrado neutralizar las operaciones implicadas en la representación de una ceremonia o ritual zoológico de cortejo.
Comenzamos, por tanto, reconociendo que la interpretación prosaica y vulgar del madrigal de Cetina está «avalada» por la concepción del materialismo pansexualista, cuando nos atenemos a la definición de su creador, Segismundo Freud: «Entiendo por amor el sentimiento [M2] que cantan los poetas y exaltan los místicos y que tiene como objetivo [M1] la cópula sexual.»
Fue esta la metodología hermenéutica más extendida en España en los años anteriores, de la dictadura de Primo de Rivera, y de la segunda república, en los cuales se tradujeron y divulgaron las obras de Freud. Un ejemplo, casi puro, de aplicación de esta regla hermenéutica, nos lo ofrece Desmond Morris, en su libro El mono desnudo, en el que pretende que Dante Alighieri, al escribir la Divina Comedia, no habría tenido otro objetivo que el de acostarse con Beatriz.
Una regla hermenéutica que inspira también las interpretaciones de eminentes críticos literarios en términos abiertamente groseros o burdos, como es el caso de la interpretación psicoanalítica que Mauricio Molho, reconocido filólogo, se atrevió a dar de ciertos sonetos de Lope de Vega (los llamados «mansos»): «ya come ajena mano con la boca»; manso, o la inversa boca, un «evidente desplazamiento o transferencia a otra zona erógena, evocando a través del lenguaje poético pastoril las intimidades de la felación»…
Pero aquí no interesa tanto demostrar la rudeza y grosería de esta hermenéutica. Lo que nos interesa es demostrar que quien practique tal hermenéutica no podrá entender la estructura poética del madrigal de Cetina.
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Ensayamos a continuación un análisis comparativo del madrigal Ojos claros, serenos, de Gutierre de Cetina, cuando se le interpreta desde la perspectiva vulgar (pragmática, psicológica, prosaica) y cuando se le interpreta desde una perspectiva poética (semántica, estética, poemática).
Estas dos interpretaciones tienen en común, suponemos, el ritmo noetológico del discurso. El madrigal comienza, en ambas interpretaciones, por la definición o presentación (prótasis) de un estado de cosas, de posiciones o situaciones dadas –unos ojos que miran–, al que sigue una contraposición –en la forma de una contradicción advertida en la propia prótasis–, para terminar con una resolución de la situación problemática planteada.
Pero el curso (escalar) del ritmo del discurso del madrigal, asume necesariamente alguna de las dos orientaciones («vectoriales») que se corresponden con las dos interpretaciones (la pragmática y la semántica) a las que nos hemos referido.
A) En la interpretación vulgar, el madrigalista comienza con una prótasis (los dos primeros versos de la decena) en la cual se hace presente una mujer individuada, singular («de carne y hueso»), a la que se le atribuye, como predicado que le es comúnmente reconocido, una propiedad, el carácter dulce y sereno de su mirada, que desempeña el papel de un piropo. Por cierto, nada agresivo o extemporáneo, puesto que se subraya hipotéticamente su condición de predicado comúnmente reconocido («si de un dulce mirar sois alabados»).
Ahora bien, inmediatamente a la presentación del predicado común («el dulce mirar») se precisa una nota que enturbia el predicado, una precisión que toma la forma de una pregunta, que autoriza inequívocamente, literalmente, la clasificación del madrigal como un Problema. Una pregunta dirigida (personalizada) a la mujer de carne y hueso, supuesta tras los ojos que miran y no a los ojos mismos: «¿Por qué me miráis airados?»
El predicado airados se contradice, obviamente, con el predicado inicial («de dulce mirada»), y por ello el madrigal toma la forma literal de un problema en la pregunta del madrigalista que ha percibido la contradicción (cosa que no puede percibir el mozo de la mazurca de las sombrillas). Porque el mozo (caballero o «pollo») ha preguntado, desde una orientación pragmática propia del individuo que corteja a una mujer, sin pararse en la contradicción objetiva, sino en la medida en la cual esta constituye una contradicción atribuida a la mujer, que al teñir de ira su dulce mirar, ofrece eventualmente un obstáculo a los fines pragmáticos, tal como los concebiría el psicoanálisis, del cortejador. Esta es la razón por la cual el mozo, en este caso un soldado poeta, Gutierre de Cetina, trataría de allanar la dificultad advirtiendo a la mujer (no a sus ojos) que su ira dañará la belleza que su mirada ofrece a todo aquel que la reciba, intentando de este modo conseguir que la mujer deseada sustituya su ira por la «piedad». Y es entonces cuando la requiere para que deje de mirarle con ira, a fin de que sus ojos no desmerezcan en hermosura ante cualquier cortejador que los mire cuando le dirige su requerimiento: «No me mires con ira». Pero en el poema el requerimiento no busca tanto el bien propio del madrigalista, cuanto el bien de la mujer.
En todo caso, es ahora cuando llega el momento en el cual el madrigalista parece darse cuenta de que su requerimiento no puede dirigirse a la mujer, en absoluto, o universalmente considerada, sino a una mujer concreta (y no a sus ojos). A una mujer que se supone respeta a quien la está mirando como si fuese uno más entre la muchedumbre de cortejadores que alaban su dulce mirar. Se diría que el madrigalista ha advertido con claridad, en el momento de su requerimiento, que su suposición es gratuita, puesto que bien pudiera ocurrir que la mujer de dulce mirada no viera en quien la mira un varón merecedor de respeto, sino un cortejador despreciable y vulgar a quien, con razón (y no gratuita o irresponsablemente), puede mirar con ira. Sólo así se explica la interjección explosiva del octavo verso: «¡Ay tormentos rabiosos!» (verso que algunas compilaciones omiten, y que por tanto pueden servir para determinar el tipo de entendederas del compilador.)
En efecto: ¿en qué otra cosa podría consistir esa rabia tormentosa, sino en la dificultad que la mujer levanta en la libido del cortejador (si nos situamos en la perspectiva de Freud) o en la humillación a la que la mujer somete la voluntad de poder de este cortejador (si nos situamos en la perspectiva de Adler)?
Ninguna de estas alternativas arredrará al cortejador madrigalista, que se mueve por el terreno concreto del primer y del segundo género de materialidad. Su pragmatismo decidido le llevará a resolver la situación «suavizando», a lo sumo, su requerimiento: No quitéis la ira a vuestra mirada mediante el procedimiento de desviarla hacia otro lado, despreciando definitivamente mi presencia, porque este sería el rabioso tormento que yo no podría resistir. Seguid mirándome con ira, porque de este modo podré esperar que la piedad vuelva más adelante a vuestros ojos, y así podrán cumplirse mis objetivos de poseer vuestro cuerpo.
En cualquier caso, la interpretación pragmática (prosaica, vulgar), literalmente «lírica», y tanto si la interpretación es freudiana, como si es adleriana, abre al analista la posibilidad interna de reforzar sus conclusiones con «obligados» complementos biográficos, aunque estos sean extraliterarios. Dejamos aquí de lado las posibilidades de «liberación pragmática» singular-idiográfica (primogenéricas) mediante un asesinato consecutivo a la llamada «violencia de género» (desencadenado por la ira de la mujer), o bien la aproximación a la universalidad, sin salirse del terreno primogenérico, por la poliginia, la prostitución o la promiscuidad sistemática.
El madrigalista Gutierre de Cetina no era hombre apocado, capaz de rendirse a la primera dificultad que surgiera ante sus propósitos. Era un soldado poeta bien «experimentado y entrenado» que, desde su Sevilla natal, en la época en la que comenzó a gobernar el futuro emperador Carlos I, marchó a Valladolid y se alistó como soldado en los ejércitos del emperador Carlos V, que operaba en Alemania o en Italia, en donde Cetina tomó contacto con la «aristocracia de la aristocracia», con el príncipe de Ascoli, o con el duque de Alba, a quienes dirigió sonetos magníficos; había tomado contacto también con los grandes escritores del Renacimiento italiano, y él mismo, como para recordar su origen andaluz, adoptó el sobrenombre literario de «Vándalo», y llamó a amantes suyas reales, de carne y hueso, «Dórida» y Amarillida». Vuelto a España se refugió en una aldea próxima a Sevilla, y mantuvo estrecha amistad con escritores como Baltasar de Alcázar; pero muy pronto embarcó a las Indias, en donde ya vivían sus tres hermanos y un tío suyo, muriendo en México en 1557, a los treinta y siete años.
B) La interpretación poética del madrigal Ojos claros, serenos, como un poema en el que prevalece la semántica poética sobre la pragmática vulgar, podría comenzar a definirse, en términos literarios, como un madrigal épico –como un poema–, antes que como un madrigal lírico. Y esto teniendo en cuenta, por de pronto, la tantas veces comentada contraposición aristotélica (Poética 1451b) entra la Poesía (épica) y la Historia: «La Poesía es más filosófica que la Historia, porque aquella trata de lo universal mientras que ésta trata de lo particular, por ejemplo, de lo que le sucedió a Alcibiades.»
En efecto, sólo podríamos liberarnos de la prosaica situación a la que nos arrojan los contextos tan degradados del pragmatismo vulgar, tales como aquellos en los que escuchábamos la mazurca de las sombrillas, cuando cambiamos la clasificación de los madrigales de categoría, pasándolos de la categoría lírica, en la que comúnmente son incluidos, a la categoría épica.
Mudanza que se corresponde con un «cambio de plano lógico», a saber, el cambio del plano de los singulares pertenecientes a clases lógicas distributivas (por ejemplo, aquel en el cual Alcibiades aparece como un ciudadano de la clase de los ciudadanos atenienses) al plano de los universales (en el sentido de los universales de Porfirio o de Plotino, meromorfos u holomorfos).
Pues podemos dar por supuesto, en el plano de la universalidad terciogenérica, que no caben «contactos» entre los singulares pertenecientes a géneros diferentes (masculino, femenino o neutro). No tiene sentido intentar, pragmáticamente, que los ojos claros y serenos vayan «en busca de sus frentes singulares». Porque la interpretación épica (poética) del madrigal, por antonomasia, como un «poema trágico», habrá aniquilado la singularidad de los hombres que pretenden el amor de la mujer, pero también la singularidad de las mujeres pretendidas. No hará falta «descender» a los singulares idiográficos de cada caso. La singularidad quedará reabsorbida en lo universal esencial o terciogenérico, y la ira o la piedad que se desencadena entre los singulares, dando lugar a rabiosos tormentos personales, quedarán diluidas o disueltas.
En la interpretación épica nadie debe esperar que la ira se cambie por la piedad, porque también la piedad podrá cambiarse de nuevo por la ira. Y con la ira y con la piedad se diluirá también la esperanza de felicidad individual que quedará demolida o reducida al mundo de los individuos vulgares, de los plebeyos capaces de acudir a cantar madrigales tras las sombrillas. Los «cuerpos singulares» (primogenéricos o segundogenéricos) pasan, enferman o mueren; lo que permanecen son las esencias universales terciogenéricas no separadas, sino resultantes de una suerte de intersección entre la materia primogenérica y la materia segundogenérica.
La interpretación poética del madrigal se apartaría, desde el principio, de la interpretación pragmática (prosaica) que comienza dirigiéndose a la mujer singular («de carne y hueso») que se supone actúa (u opera) tras los ojos que miran al poeta. Pero no porque se sustituya esta (supuesta) mujer singular por «cualquier mujer», por una «mujer universal» –el «eterno femenino»– en cuanto «concepto clase» distributiva, que permite la sustitución de una mujer individual por otra cualquiera. Esta universalidad «distributiva» (holomorfa) está más cerca de la universalidad alcanzada, en contextos pragmáticos, por el mozo que encuentra en la poligamia la posibilidad de ver en cada mujer a la misma mujer que le despreció al mirarla, una simple prostituta que puede fingir, mediante retribución, que suprime la ira de su mirada airada para mirar al cliente con mirada dulce y serena.
Puesto que lo que la interpretación poética del madrigal comienza por sustituir es la mujer singular que opera supuestamente tras los ojos que miran, y no tanto para caminar en busca de su frente (como los ojos empedocleos), sino para alejarse de ella. Es decir, para figurar como unos ojos abstractos (formalmente), ya sean singulares, ya sean universales (como ojos cualesquiera, con tal de lograr que miren sin ira).
Estos ojos son aquellos a los que el madrigalista se dirige desde el principio (o, si se prefiere, desde el momento en el cual los editores titulan, a veces, al poema «A unos ojos»). A unos ojos a los cuales no se dirige ningún sujeto (ya esté determinado genéricamente –como femenino o masculino– ya esté indeterminado como sujeto neutro, o determinado como sujeto homosexual). Son los ojos que pueden mirar serenamente y sin ira, porque son ojos segregados de la materia primogenérica o segundogenérica, son ojos atribuidos a una materia terciogenérica en la cual no operan sujetos dotados de voluntad capaz de mirar con ira o sin ella.
De este modo, la interpretación épica del madrigal por antonomasia abstrae o pierde cualquier referencia individual nominalista, y la sustituye por referencias universales abstractas, como puedan serlo las visiones de cualquier hombre que «una vez» miró a unos ojos de dulce mirar que, sin embargo, le miraban airados. Y con ello, la mirada, debía perder su hermosura (en la concatenación universal de las esencias). Y, por ello, el caballero rogaba a la supuesta dueña de los ojos que le mirase sin ira.
¿Por qué entonces el rabioso tormento? Porque en este momento del conflicto, el poeta habría advertido, no tanto una frustración personal pragmática, sino un conflicto universal, natural e irreversible, a saber, que una mujer puede despreciar a un varón que admira su dulce mirada. Lo que quiere decir, dicho de otro modo, que se trata de un drama natural, de un «tormento rabioso» irresoluble que el caballero sólo puede prolongar pidiendo que, al menos, la mujer le siga mirando, aunque sea con desprecio. Y es así como tiene lugar la «inmolación» del caballero de carne y hueso, es decir, la aniquilación de la individualidad singular mediante la liberación de los mecanismos pragmáticos que le envuelven.
La «inmolación» tendrá lugar, en efecto, por la eliminación de cualquier singularidad anatómica (M1) o psicológica (M2) y por la contemplación especulativa de una situación universal intemporal (M3), en la que puede advertirse una «estructura objetiva», conflictiva pero irresoluble, la del desprecio de la dama hacia el caballero que admira su dulce mirar, supuesto que a la mujer nada le importa la admiración del caballero: tal es el grado de su desprecio.
Y en esta situación, el caballero podría preferir seguir siendo despreciado, renunciando a cualquier interés práctico erótico, con tal de mantener la conexión con la dama que le desprecia, a través de su mirar airado.
No nos encontramos aquí con ninguna «sublimación del deseo», al modo freudiano. Nos encontramos con una aniquilación del deseo, gracias a la transfiguración de la situación pragmática singular en una situación en la cual la dama, como sujeto operatorio, ha sido transformada en dos ojos que miran fuera de su frente. En términos terciogenéricos, el supuesto «contrato social» sobre la reciprocidad del respeto entre los individuos de sexos diferentes, se desvanece. El caballero reconoce y acepta la «injusticia» de una admiración no correspondida, no tanto como una suerte de «brutalidad de la Naturaleza», sino como una normal «discontinuidad de esencias» yuxtapuestas, cuya recurrencia acepta.
Niembro, 31 de agosto de 2013