Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 139 • septiembre 2013 • página 4
A mi maestro Enrique Nery.
Al final de una entrevista realizada luego de un concierto en Noruega, muy seguramente cerca ya del fin de sus días, Bill Evans (1929-1980), en los comentarios de cierre, dejó escapar una leve y muy breve, pero sobre todo tímida carcajada. El entrevistador no pudo dejar pasar el hecho y le dijo de inmediato y como que de alguna manera sorprendido: “¡Pero ahora te estás riendo! En las portadas de todos tus discos eres siempre ‘el hombre serio’.” Bill Evans, levantándose ya e instalado en su tenor habitual –tímido, reservado, introspectivo, triste, preciso, franco–, dijo, lacónico, algo más o menos como esto: “sí, lo sé. Así es como me fotografían. De tres o cuatro que me toman, en una quizá sonrío. Pero siempre escogen aquéllas en las que no lo hago”.
Si se trata, en efecto, de una entrevista realizada en las postrimerías de su vida, esto significa que para entonces Bill Evans había decidido abandonar deliberadamente el tratamiento de hepatitis al que estaba sometido. Un padecimiento, el hepático, que había por otro lado desarrollado durante largos años debido a su autodestructiva adicción a, primero, la heroína, y después a la cocaína. En la primavera de 1979, su hermano Harry, al que se le había diagnosticado esquizofrenia, se había suicidado con 52 años de edad. Era el principio del fin. Todo indicaba que Bill Evans había decidido no ya nada más abandonar un tratamiento de hepatitis. Había decidido también suicidarse lentamente. Abandonarse. En agosto del 79, grabaría una pieza serena y llena de belleza y melancolía, dedicada a su hermano con elocuente título: We will meet again. Un año después cumpliría su promesa. Murió en el hospital Monte Sinaí de Nueva York, el 15 de septiembre de 1980, con 51 años, afectado por una combinación de úlcera péptica, cirrosis, neumonía bronquial y, en efecto, una hepatitis no tratada. En las fotografías de sus últimas apariciones su mirada es ya de absoluta desolación y amargura. Era el momento de partir.
La anécdota de la entrevista en Noruega tiene mucho significado. O por lo menos lo tiene para quienes seguimos paso a paso su vida y, sobre todo, para quienes hemos educado nuestro oído escuchando, apreciando, estudiando una y otra vez y otra más la maravillosa música y el universo artístico de Bill Evans. A todos nos parece un hombre profundamente melancólico, triste, que no ríe; pero de una magia musical y poética, de una cadencia perfecta y tenue, equilibrada, arduamente trabajada, consistente y deslumbrante aunque increíblemente modesta en su exposición. Sencillamente no hay nadie como él. Es uno de los artistas fundamentales del siglo XX. Bill Evans significa un estilo, una estructura. No es nada más la música. Es el estilo, el modo de estar.
Héctor Infanzón me dijo alguna vez que prefería él a Michel Petrucciani, otro gigante que sí, es verdad, encarna –o más bien encarnó– la maestría jovial y saturada de vida, pues Bill Evans se le hacía algo así como demasiado triste o depresivo. En efecto, unos y otros, desde mi amigo y brillante artista Infanzón hasta mi querido maestro Enrique Nery, quien me ha enseñado a descifrar la mecánica interna de la poética musical de quien marca un antes y un después en la historia del jazz: fue él quien introdujo el impresionismo de Ravel y Debussy, ampliando y complejizando la paleta tonal y el fraseo pianístico al grado de que, refiriéndose a uno de los puntos de inflexión de la historia de la música del siglo XX, la grabación de Kind of Blue entre marzo y abril del 59, Miles Davis dijo que el trabajo entero se había organizado alrededor del piano de Bill Evans; fue él también quien estabilizó el formato del jazz trio constituido por piano, bajo y batería, en una nueva síntesis más refinada, más equilibrada y compenetrada en el conjunto de le ejecución, en donde el protagonismo instrumental es el mismo en cada uno de los tres componentes. Bill Evans resumió musicalmente una nueva plataforma, la del tránsito entre el Bebop y el Cool jazz, incardinando en sus concepciones y desarrollos tanto a Nat King Cole y George Shearing como a los impresionistas europeos y la música modal teorizada por George Russell en su fundamental The Lydian Chromatic Concept of Tonal Organization for Improvisation, tan importante para el ulterior desarrollo del jazz (escúchese So What de Miles Davis para estos efectos), en una estrategia muy similar a la desplegada por The Modern Jazz Quartet, conformada por quienes en su momento constituyeron la sección rítmica de Dizzy Gillespie: Milt Jackson, John Lewis, Percy Heath y Kenny Clarke, y quienes fueron pioneros en la –digamos– “intelectualización” del jazz, presentándose en conciertos con la rigurosidad y etiqueta de un concierto de música clásica, demandantes de toda la atención y concentración del auditorio, al que además se le explicaba pormenorizadamente cada de una de las piezas a interpretar.
Además de todo esto, Enrique Nery me explicó también la razón por la que en algunas portadas de sus discos aparece Bill Evans con las manos extrañamente inflamadas: era la droga. La lenta destrucción al lado de la composición sutil y sosegada, y de la imagen pulcra e intelectual que siempre, salvo quizá en su última época, transmitió. Sabemos todos muy bien en todo caso que el entrevistador tocó la médula: sabemos, entendemos por qué precisa razón se detuvo en detalle tan por otro lado pasajero e incluso insignificante como el momento en el que alguien o encarga o se le escapa la risa. ¡Pero si te estás riendo! Sí, porqué no. Como todos.
Pero no. Su vida no fue como la de todos. Imposible. Además de ser un hombre en el que se daba cita una rara convergencia de atributos: el genio, la modestia y una ausencia de vanidad colindante prácticamente con la más increíble inseguridad, Bill Evans tuvo una vida en la que detrás de la belleza, la armonía, el trazo equilibrado y soberanamente repetible –que es como magistralmente me explicó Ricardo Benítez lo que para él es el núcleo esencial del arte–; detrás, en fin, de todos estos atributos resumidos en una sutileza creativa que alcanzó como decimos los registros del genio, estaba la destrucción, la agonía, el suicidio y la adicción: ‘es que no lo entiendes’, dicen que decía Bill Evans refiriéndose a la heroína, ‘es como la muerte y la transfiguración. Te levantas a diario con un dolor como la muerte y luego sales y consumes y eso es la transfiguración. Cada día se transforma en la vida entera en un microcosmos.’ Además de su hermano, una de las novias que tuvo, adicta también a la heroína, Ellaine –y no fue la única pareja adicta que tuvo Evans–, se suicidó tirándose a las vías del metro al saber la noticia de que había aparecido otra mujer: Nenette Zazzara.
Los fotógrafos también atinaban siempre en la elección precisa del instante, que es lo que acaso define al verdadero fotógrafo del que no lo es, como me lo ha hecho entender mi adorada fotógrafa colombiana Gina Marcella Jiménez a través de ella misma y de la fantástica gramática de viaje que ha sido su vida: la maestría en el control de un doble y, por dinámico, escurridizo y dialéctico y casi misterioso –¿cómo saber si es mejor dejar pasar, o no, un segundo más?– proceso: la captación del instante pero en función de una idea o concepción estética pensada para apresar, posibilitar y prefigurar la detección técnica y operatoria de ese preciso instante. Así como no hay problema sin teoría –pues el planteamiento de un problema equivale a su resolución, como decía Carlos Marx– no hay instante artístico sin idea estética que lo configure, conjugada, como tal, haciendo entonces que el fotógrafo no pueda jamás nunca deslindarse de la materia con que trabaja, y de la que queda entonces cautivo. Es por esto que para el artista visual su praxis vital está tan definitivamente insertada en el plano de percepción estética. Su mundo es un mundo intensamente estético, si se puede decir así. Francois Maspero utiliza un recurso literario de gran belleza para expresarlo, diciéndonos en La Higuera esto:
«y aquel hombre seguía adelante, infatigable, sin preocuparse por el paso de las estaciones (correr del sol y de las lagartijas por los mojones de los caminos perdidos), acechando en el lienzo el nacimiento de una vida frágil, precaria.
Ardiente agrimensor paciente en descifrar el laberinto de sus pasos
hasta el día, la hora, el instante silencioso en que sabe –pero ¿cómo?, y ¿qué misterio es éste?– que ha trabajado bastante: ¿por qué una luz, un color, un trazo entre otros muchos marcan su final, la conclusión de su trabajo?
¿Con sólo un golpe breve la exigencia del descanso?
Y aquel hombre da un paso atrás, retrocede y quiere abarcar su obra con una sola mirada: pero no ve más que acumulación y desorden. Ninguna visión de conjunto: él no está en aquella mirada, sigue enfrente, prisionero de las formas, de los movimientos, de los gritos que ha trasladado al lienzo, está en el lienzo, dentro del lienzo
Hilo ínfimo de la trama, cautivo sin retorno.
Bill Evans era entonces el genio que, como en el conjunto de esas portadas que han terminado por ser el relato metafórico de su vida, no reía, o que nunca lo pudo hacer a plenitud, bien sea por la permanente y acechante inseguridad, por la inaguantable presión de un mundo en su tiempo dominado por los negros –al parecer Coltrane nunca aceptó que “un blanco” compartiera el lujo de alternar con ellos en el sexteto de Miles– o por los golpes que la vida depara a quien decide consagrarse a una actividad y profesión tan desgastante y tan peligrosamente expuesta al excesos y al desequilibro, porque la de Bill Evans no fue en realidad una adicción excepcional sino más bien común y ordinaria en el ambiente en que vivía: Coltrane, Parker, Miles Davis mismo o Jaco Pastorius, por poner cuatro ejemplos nada más de cumbres del jazz y, por tanto, de las más finas manifestaciones de la música del siglo XX en general –quien está en el jazz está en las cimas–, son casos también emblemáticos de estrago y excesos.
Acaso no haya podido nunca Bill Evans reír a plenitud, pero con sólo incorporar una nota, una sola nota en un acorde modesto, acaso inseguro y callado, generaba una atmósfera que sólo él hizo posible que se diera de esa forma y no de otra: la atmósfera sofisticada y compleja, meditativa, elaborada pero expresada con simplicidad, que discurre entre la tensión, en el límite de la distorsión, y la distensión que recupera y repercute en el equilibrio, el tono y la simetría. Cuentan que en el contexto de la grabación –otra vez– de Kind of Blue, Miles Davis escribió en una hoja de papel dos acordes –sol menor y la aumentado–, preguntándole al instante “¿Qué harías con eso?”. Bill Evans pasó la noche entera escribiendo lo que resultó ser una maravillosa, perfecta, sobria y elegante obra de arte con dos acordes como base: Blue in Green.
La de Evans era una dialéctica de la tensión armónica y melódica que desemboca en el goce más exquisito y en una elaborada hermosura estética. No es un desbordamiento romántico, aunque lo puede ser en el límite. No es un recogimiento clásico, geométrico. No es la contención y el equilibrio. Es la tensión producida por la síncopa y una cierta impresión de distorsión y de dislocamiento, de no resolución entre el plano melódico y el armónico, distribuido en función de las tres extensiones fundamentales del acorde: la novena, la onceava y la treceava, que Bill Evans colocaba alrededor de la tónica en variedad de inversiones al tiempo o de desplazarla afuera de la construcción, o de suprimirla para que fuera el bajo quien la tocara como base del acorde, posibilitando así también una movilidad en la marcha armónica de la pieza de gran dinamismo y funcionalidad en los momentos tanto melódicos como de acompañamiento del piano en los turnos de improvisación del resto de los instrumentos. Antes de Evans nadie había hilado tan fino. Después de él nadie pudo dejar de hacerlo: Hancock, Jarret, Corea, Fisher, Nery, Petrucciani, Infanzón, Beirach, Barron, Elias. En todos ellos está detrás la impronta, el estilo y la estructura de Bill Evans.
Y siendo él mismo alguien tocado por el genio, su modestia y sensatez lo hacía desestimar categóricamente aquéllas concepciones del “artista como genio” o “como sensibilidad exquisita”. En el libro Bill Evans, the 70’s, con las partituras de ocho composiciones originales arregladas para piano solo, insertan los editores como preámbulo un comentario suyo, aparecido en Contemporary Keyboard de enero del 81, en donde dice lo siguiente:
«Yo en lo que creo es en las cosas desarrolladas a través del trabajo duro. Siempre simpatizo con quienes se han desarrollado larga y trabajosamente, y especialmente a través de la introspección y mucha dedicación. Creo que lo que logran es algo usualmente mucho más profundo y hermoso que lo logrado por quienes pareciera que tienen esa habilidad y fluidez desde el principio. Digo esto porque es un buen mensaje para los jóvenes talentos que se sienten como yo solía sentirme.»
Otra de sus parejas, Peri Cousins, a quien le dedicaría Peri’s Scope, relataba el lujo incomparable que significaba compartir ciertos aspectos de la vida cotidiana de Bill Evans: ‘tocaba generalmente música clásica. Claro, él era un romántico ¿sabes? Tocaba a Rachmaninoff, pero también a Beethoven y Bach. Tocaba eso y luego súbitamente se sumergía en el jazz de una manera muy fluida. Era hermoso poder escuchar eso –tal fue mi privilegio.’ (Bill Evans. How my heart sings, Peter Pettinger, Yale University Press, 1998, p. 24).
Bill Evans fue lector de Platón, Voltaire, Whitehead y Santayana, así como de Freud, Margaret Mead, Sartre y Thomas Merton. Para él, ‘la técnica es la habilidad de traducir tus ideas en sonidos a través de tu instrumento. Esta es una concepción de la técnica mucho más abarcadora e integral, que va más allá de las escalas y todo eso. Es la técnica expresiva…’ (Bill Evans. How my heart sings, p.55). Brian Case, en elocuente artículo titulado ‘El silencioso innovador’ (The Quiet Innovator), aparecida en Melody Maker pocos días después de la partida de Evans, el 27 septiembre de 1980, inserta un fragmento de una de sus últimas entrevistas, en donde se transpira la permanente modestia que lo caracterizó siempre:
«El mercado no ejerce influencia alguna en mi pensamiento… Sé de dónde vengo, dónde estoy y qué es lo que tengo para trabajar, y trato de hacer lo que considero el más totalmente humano y musical planteamiento dentro de los medios y la tradición de la que provengo.
Amo a Bartok, a Berg, a Stravinsky. El hecho de que la música sea politonal, atonal, polirítmica o lo que sea no me afecta en absoluto –pero debo decir algo. Trabajo con medios muy sencillos porque soy una persona sencilla, y provengo de una tradición sencilla de música de baile y de trabajos cotidianos y simples, y aunque –digamos que– he estudiado mucho otros tipos de música, creo que conozco bien mis limitaciones y trato de trabajar dentro de ellas. En verdad no hay límite para la expresión que pueda hacer dentro del idioma si tengo la necesidad interior de decir algo.
Aquí es donde encuentro el problema. Un problema más emocional, creativo-emocional.» (Bill Evans. How my heart…, p. 273.)
Pero ahora te estás riendo, dijo entonces aquél entrevistador en Noruega mientras Bill Evans se levantaba apresurado. Estaba en su última gira europea, muy cerca de la última gira. Con la mirada ya perdida, vaciado y devastado, estaba por irse modestamente de la vida luego de haber llenado la de tantos otros de belleza, elaborados acordes, sofisticación musical, influencia intelectual, argumentos y tonalidades. La brasileña Eliane Elias, por ejemplo, casada además con Marc Johnson, contrabajista del último trío de Evans, es una de las maravillas que resumen la delicadeza sutil y perfecta que este gran artista del siglo XX nos dejó. Grabó discos inolvidables con Toots Thielemans, con Tony Bennett, con Stan Getz, con Miles Davis, con Gil Evans y Claus Ogerman, con Herbie Mann, con Jim Hall y Joe Pass, con Cannonball Adderley y con Chet Baker, con Michel Legrand, con el gigantesco Charles Mingus. Además de toda su obra en el formato de jazz trio, con sus grandes acompañantes: fundamentalmente Scott LaFaro (bajo) y, tras su muerte, Chuck Israels (bajo), y Paul Motian (batería), Eddie Gomez (bajo) y Marty Morell (batería), y Marc Johnson (bajo) y Joe LaBarbera (batería).
El tour europeo concluyó en Alemania, en agosto de 1980. De vuelta a Estados Unidos, las giras continuaban. Portland, Los Ángeles, San Francisco. Y Bill Evans seguía consumiendo droga. Se estaba lentamente suicidando. Eso era todo. Y lo sabía muy bien. En San Francisco, mientras Herb Wong, dueño del sitio donde tocaría con su último trío –Marc Johnson y Joe LaBarbera– intentaba convencerlo de que era necesario descansar y tratarse con un médico antes de seguir, Bill Evans lo interrumpió para decirle: ‘espera, no quiero que te vayas todavía. Quiero decirte algo. Quiero agradecerte por todas las conversaciones que hemos tenido en todos estos años’. Wong, contrariado, no entendía su tono. Pero Evans insistió: ‘Muchas gracias, de verdad, pero me tengo que ir.’ Se estaba suicidando. Pero no se metería un tiro en la cabeza. Tocaría hasta su último respiro. Hasta que su cuerpo y sus manos no pudieran hacerlo más. Y así sería.
La última vez que tocó fue en Nueva York, el miércoles 10 de septiembre de 1980, en el Fat Tuesday’s. Habían sido contratados para presentarse toda la semana. Pero el jueves 11 declaró no poder más. Llegó en taxi al lugar para disculparse, donde lo esperaban Johnson, LaBarbera y su eterna amiga y representante Helen Keane. Los tres días siguientes se resguardó, destruido, en su departamento. El domingo 14, Laurie Verchomin, su última esposa, y Joe LaBarbera lo convencieron de que debía ir al hospital. Al hacerlo, tosiendo sangre durante el trayecto y sintiendo que se ahogaba, se desvaneció para que LaBarbera lo introdujera en brazos ya por completo inconsciente.
Bill Evans, el genio que nunca pudo reír pero que con su música delimitó una órbita entera en la historia de la música moderna, murió aproximadamente a las 3.30 de la tarde del día siguiente, lunes 15 de septiembre de 1980. La promesa hecha a su hermano Harry se cumplía: We will meet again.
El hombre que siempre dudó de su talento, y que no perdía ocasión para precisar que era consciente de sus limitaciones; ese semblante reservado, intelectual y pulcro; esa mirada inteligente y hasta cierto punto saturada de tristeza y ternura que configuró todo un estilo artístico, sofisticado e impresionista. El hombre que recordaba con orgullo y regocijo cuando, en sus primeras presentaciones como artista secundario en el Village Vanguard de Nueva York a mitad de los 50, al abrir los ojos luego de mantenerlos cerrados mientras improvisaba, advirtió de pronto que al final del piano estaba “la cabeza de Miles” escuchándolo; ese hombre reservado, tímido e introspectivo que sorprendió a su interlocutor en Noruega al dejar escapar una carcajada tímida, terminaba sus días devastado por la adicción y la irreparable pérdida de su hermano. La pieza que le dedicó era en realidad también su despedida. Como Mozart, terminó escribiendo su propia despedida. Su propio Réquiem moderno. Era el Réquiem de Bill Evans.