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El Catoblepas, número 140, octubre 2013
  El Catoblepasnúmero 140 • octubre 2013 • página 3
Artículos

La ira roja

Pedro Carlos González Cuevas

En torno a la nueva izquierda radical en España

La ira roja

1. Un fantasma recorre España

Según dijo el filósofo John Austin, el análisis del lenguaje no es la «última palabra», sino justamente «la primera»{1}. Y es que sólo una metodología del esclarecimiento semántico permite reducir a un mínimo la vaguedad, la ambigüedad, el índice de oscilación del significado. Para este análisis de las palabras, hemos de partir, un tanto esquemáticamente, de dos dimensiones, la emotiva y la cognitiva, que posee toda palabra. Y es que todo vocablo comunica algo a quien lo oye; le informa sobre el dolor, la tristeza, la alegría del emisor. Y recíprocamente, todo término, por conceptual que sea, posee una dimensión emotiva. Por ejemplo, la palabra «matemáticas» suscita en muchos un esencial sentimiento defensivo de temor al aburrimiento. Y, si lo vemos escrito en la portada de un libro, un movimiento de repulsa y apartamiento. Pero si somos capaces de dominar el primer impulso y, hojeando el libro, encontramos la expresión «teoría de conjuntos», ésta puede despertar un sentimiento de extrañeza y de curiosidad que, al menos durante breve tiempo, nos induzca a tratar de averiguar qué quiere decirse con ella.

El término «extrema derecha» es, primariamente y en principio, muy preponderantemente emotivo antes que cognitivo, porque ya en sí mismo, pretende reflejar y determinar, en el lenguaje ordinario, coloquial, una realidad negativa; funciona casi como un eufemismo de las escalofriantes palabras «fascismo», «nazismo» y ahora «franquismo». Los difuntos regímenes de «socialismo real» y los democrático-liberales organizaron, cada uno a su modo, sus propios mecanismos de autodefensa frente a sus enemigos, mediante un sistema de fortificaciones concéntricas: en el centro, la estructura misma del poder; rodeándola, la superestructura supuestamente teórica; a su servicio, el círculo protector de la fuerza pública; y, en fin, como halo puramente emocional, el círculo de lo que se ha denominado Angstkoeffizient, es decir, el coeficiente de terror puramente emocional, muy deliberadamente cultivado por el régimen de que se trate. Este coeficiente de angustia se cultiva mediante la presentación propagandística como inminente o poco menos del retorno del horror. En el caso que nos ocupa, el vocablo «extrema derecha» invoca una pulsión de retorno al régimen franquista, que, dada la hegemonía ideológica de la izquierda, ha tomado, desde hace tiempo, un significado grotesco, para terminar, en estos momentos, en pura demonología. Y es que la izquierda española siempre se ha caracterizado por su pereza mental. Antes era la Inquisición la que servía para dar una explicación histórica de nuestra permanente decadencia y todos nuestros problemas sociales y políticos. Hoy, ese papel lo ocupa el «franquismo» o, mejor dicho, una caricatura del régimen político nacido de la guerra civil. Parafraseando al Menéndez Pelayo de La Ciencia Española{2}, podríamos decir que el «franquismo» se ha convertido en «coco de niños» y «espantajo de bobos»; en el Deus ex machina que viene llovido del cielo en situaciones apuradas. ¿Por qué existe el fracaso escolar en España? Por el «franquismo». ¿Por qué hay corrupción? Por el «franquismo». ¿Por qué existe el independentismo catalán y vasco? Por el «franquismo». ¿Por qué los españoles duermen la siesta? Por el «franquismo». ¿Por qué no funciona la Justicia? Por el «franquismo». ¿Por qué sigue existiendo la fiesta de los toros? Por el «franquismo».

Sin embargo, como ya hemos adelantado, la interpretación y valoración del «franquismo» ha experimentado últimamente un salto cualitativo, en un sentido que podríamos denominar demonológico. Ya no se trata sólo de un régimen grotesco, representante de la «España negra»; se trata, además, de un sistema político genocida, emparentado con el nacional-socialismo alemán{3}. Y los «franquistas» se han convertido, a manos del Jefe del Estado actual elegido por su «Generalísimo», en los «marranos» del actual régimen de partidos. Pondrán, sin duda, conservar su fe política y practicarán sus ritos; pero de forma clandestina, como los judíos sefarditas en la España del siglo XVI. Han sido privados de sus símbolos, como la bandera con el águila de San Juan, y es muy posible que, en la próxima legislatura, el cadáver de Franco sea sacado del Valle de los Caídos, con lo cual no podrán ofrecerle homenaje.

Y es que en España ha existido y existe, a nivel mediático e intelectual, la plus bête derecha de toda Europa. Lo que se ha denominado y se denomina «extrema derecha» en España fue un espantajo muy útil en el proceso de transición al régimen de partidos. Sus enemigos y adversarios no tuvieron que profundizar excesivamente a la hora de destacar sus rasgos negativos; el trabajo se lo dieron prácticamente hecho. Cuando hacemos referencia a la «extrema derecha» en España, es decir, a los grupos que no aceptan el pluralismo político y social, tenemos in mente sobre todo a Fuerza Nueva y a su líder por antonomasia Blas Piñar López. Y junto a ellos, a los tridentinos «Guerrilleros de Cristo Rey», a los residuos del tradicionalismo carlista y del falangismo fiel al régimen de Franco. No obstante, fue Fuerza Nueva quien llevó la voz cantante en ese proceso. Blas Piñar López fue un líder político errático y crispado, que destacó, a diferencia de un Jean Marie Le Pen o un Giorgio Almirante, por su perspectiva radicalmente antipolítica. Ningún partido político español de la época defendió un proyecto tan alejado de las preocupaciones y de la mentalidad del español medio.

Durante algún tiempo, se habló de Fuerza Nueva como un conato de «neofascismo» a la española{4}. Pero realmente nunca hubo tal. El partido liderado por Piñar López estuvo anclado en el muy anacrónico paradigma teológico-político, defensor de la Monarquía tradicional, de la confesionalidad católica del Estado y del corporativismo social y político. Su táctica se limitó a la apuesta directa por el golpe de Estado militar. Piñar López llegó incluso a identificar su alternativa político con las dictaduras militares de Stroessner y Pinochet. Además, Fuerza Nueva fue un movimiento absolutamente cerrado a la reflexión y al debate político-cultural. Su inconsistente extremismo sirvió a los gobernantes del «tardofranquismo» para aparecer como reformistas e incluso progresistas. No deja de ser significativo que el «franquismo» como caricatura quedara identificado con un grupo político, como Fuerza Nueva, cuyos dirigentes nunca había tenido cargos significativos en la instituciones del régimen; todo lo contrario de lo que ocurría no sólo en Alianza Popular, sino en Unión del Centro Democrático. Fuerza Nueva fue una de las coartadas de Fraga y Suárez a la hora de conseguir su carné de demócrata de toda la vida. Y la intervención de algunos de sus militantes en la monstruosa matanza de Atocha facilitó al gobierno de Adolfo Suárez la legalización del Partido Comunista. Y no digo que esa legalización fuese buena o mala; simplemente, que las consecuencias políticas de aquellos asesinatos fueron por completo contrarias a los objetivos perseguidos por sus ejecutores. Para colmo, Piñar López, el líder político que había clamado públicamente por la intervención directa de los militares, no fue llamado ni tuvo intervención alguna en las conspiraciones que concluyeron en la intentona golpista del 23 de febrero de 1981. Algo que no evitó –más bien todo lo contrario– que Fuerza Nueva y Piñar López fuesen acusados por el grueso de los medios de comunicación de ser, junto a otros nostálgicos del «franquismo», los promotores directos de la sedición. Hoy sabemos que los inductores estaban en otros lugares; pero Piñar López y los suyos fueron el rostro del golpismo durante años. En definitiva, Fuerza Nueva y su líder representaron a la perfección el papel de «malos», de villanos de la película en aquellas circunstancias. Lógicamente, tras un período de auge aparente, Fuerza Nueva acabó autodisolviéndose después de su estrepitoso fracaso en las elecciones de octubre de 1982{5}. Desde entonces, la «extrema derecha» desapareció del horizonte político español. Hace algunos años el politólogo italiano Marco Tarchi acuñó el término «esuli in Patria» para caracterizar la situación política y psicológica de la derecha neofascista tras el final de la Segunda Guerra Mundial{6}. Sin embargo, el neofascismo, a través del Movimiento Social Italiano, ha disfrutado de una influencia política infinitamente mayor que la de los nostálgicos del «franquismo». Y, en ese sentido, si alguien merece el apelativo de «exiliado en su Patria» son los españoles.

La autodisolución de Fuerza Nueva dejó al régimen español sin la coartada de un «enemigo» por la derecha. Una de las múltiples paradojas de la situación española ha sido –y es– la reivindicación insistente, agónica, de un «centro» sin la previa existencia, al menos semántica, de una derecha. Se trata de un auténtico milagro político-geométrico, el de un espacio político que puede segregar un «centro» y una izquierda, pero sin derecha. Alianza Popular y luego el Partido Popular pretendieron ser un «centro» que no tenía a nadie a su derecha. Y es que la palabra «derecha» sigue llevando, todavía hoy, ineludiblemente aparejada la carga afectiva antes reservada a la expresión «extrema derecha». Según se nos ha contado a raíz de su óbito, Manuel Fraga Iribarne murió muy tranquilo y en la paz de Dios, porque, gracias a su presencia en la dirección de Alianza Popular, impidió la existencia de la «extrema derecha»{7}. Sin embargo, pese a sus esfuerzos, no se le perdonaron sus orígenes franquistas, como al resto de las derechas. En el homenaje que le tributó el Congreso de los Diputados, los parlamentarios comunistas –Izquierda Unida–, nacionalistas periféricos –PNV, Amaiur, ERC– se ausentaron de la Cámara; y los diputados de CIU y varios del PSOE, como Alfonso Guerra y Elena Valenciano, no aplaudieron{8}.

Sin embargo, el régimen político actual parece seguir teniendo la necesidad de un «coco de niños» y «espantajo de bobos». Y, de vez en cuando, un periódico o una revista suelen ofrecer –por lo general, cuando se cumple el aniversario de la muerte de Franco– un reportaje sobre supuestas tramas «negras» o de «ultraderecha» y de la reorganización de los grupos violentos neonazis. Esto es casi un rito en la peculiar liturgia de nuestro régimen partitocrático. Incluso historiadores inteligentes, como el catalán Xavier Casals, llevan anunciando años y años la eventual aparición de un partido de extrema derecha postmoderna y ahora últimamente de un grupo neopopulista{9}. Y no hubo nada. Otra vez será.

No obstante, mal que les pese a muchos no existe hoy en España un movimiento de extrema derecha digno de ser tomado en cuenta como alternativa política; lo cual no deja de ser significativo en una Europa donde el neopopulismo es ya una alternativa, como es el caso de países como Italia, Francia, Austria, Grecia, Bélgica, Holanda, Finlandia e incluso en la conservadora y liberal Gran Bretaña. Sin embargo, la necesidad de la existencia del enemigo interior continúa. En mayo de 2011, volvió a surgir el fantasma cuando la formación neopopulista Plataforma por Cataluña, liderada por el antiguo militante de Fuerza Nueva Josep Anglada, consiguió representación en cuarenta y un municipios catalanes, obteniendo sesenta y siete concejales y más de 66.000 votos. Para algunos politólogos, Plataforma por Cataluña se configuraba ya como «el laboratorio de la nueva ultraderecha en España»{10}. Sin embargo, el partido de Anglada no consiguió representación parlamentaria ni en las elecciones autonómicas de 2011 ni en las generales de 2012. Pero no se desanimen, porque hay más.

El 11 de septiembre pasado tuvo lugar un incidente que contribuyó a la especulación sobre una eventual aparición de la extrema derecha violenta y xenófoba. Justo el día en que el nacionalismo catalán celebraba su «Diada», un puñado de «ultras» enmascarados y gesticulantes irrumpía en la librería «Blanquerna» de Madrid, propiedad de la Generalidad catalana, donde algunos diputados catalanistas conmemoraban su particular evento. Los «ultras» dieron algunos empujones al diputado de CIU Josep Sánchez Llibre y a otros asistentes al acto. Los agresores eran, al parecer, militantes de La España en Marcha, una coalición recientemente creada por cinco formaciones políticas: La Falange, Nudo Patriota Español, Alianza Nacional, Movimiento Católico Español-Acción Juvenil Española y Democracia Nacional{11}. Sospechosamente, no había policías en el recinto de la librería; pero sí cámaras de televisión. En unas horas, los agresores estaban detenidos y pocas horas después en libertad con cargos. En cambio, no se detuvo a los enmascarados que, en la celebración de la «Diada» en Barcelona, quemaron banderas españolas, francesas y europeas, así como fotografías del Jefe del Estado español. En ese sentido, es preciso dejar claro que la policía española se encuentra infiltrada en los grupos de extrema derecha desde hace décadas y los ha utilizado muchas veces, con la ayuda de la prensa, en particular de revistas como Interviú y de diarios como El País o Diario 16, a la hora de desprestigiar cualquier idea o movimiento juzgado peligroso para el régimen político actual.

En cualquier caso, el incidente de «Blanquerna» sirvió de nuevo para sacudir el fantasma de la «ultraderecha» y el fervor antifascista tanto en la izquierda como en la derecha. El presidente de la Generalidad Arturo Mas condenó el ataque, comparando la actitud de los asaltantes con la del «pueblo catalán, que se ha presentado con educación, civismo, respeto, con alegría y patriotismo» a lo largo de la «Diada». Por supuesto, nada dijo de la quema de banderas durante la celebración de su aquelarre antiespañol. El delegado del gobierno catalán en Madrid, Josep María Bosch, presentó una denuncia ante la policía acompañado de Sánchez Llibre. La alcaldesa madrileña Ana Botella calificó de «lamentable» el asalto. La portavoz socialista Soraya Rodríguez instó a todos los partidos democráticos a mostrar «tolerancia cero» y a «no minimizar ninguna exhibición de lemas, símbolos franquistas, nazis o fascistas». La diputada del Partido Socialista de Cataluña Teresa Cunillera dijo: «La bestia no está muerta, está simplemente callada». El comunista Cayo Lara pidió no tener «contemplaciones» ni «tolerancia» con el «fascismo» y el «nazismo». «Con el fascismo y el nazismo no se pueden tener contemplaciones, no se puede tener tolerancias, porque todo el mundo sabemos qué es lo que ha significado en la historia de nuestro país y en la historia de Europa». En el Congreso, todo terminó de una manera enternecedora, mediante un abrazo entre la diminuta vicepresidenta del gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría y el no excesivamente heroico Josep Sánchez Llibre. Izquierda Unida, a través de sus diputados y portavoces en las comisiones de Interior y Justicia del Congreso, Ricardo Sixto y Gaspar Llamazares, presentaron una proposición no de ley en el Congreso e instar la actuación de la Fiscalía General del Estado, para que se iniciasen los trámites de la declaración de ilegalidad y disolución de las formaciones de extrema derecha que realicen actuaciones ilegales{12}. Una vez más, la extrema derecha plus bête no ya de Europa sino del mundo, echaba una mano al régimen político que tanto detesta. Piñar López no lo hubiera hecho mejor.

No obstante, lo que más llama mi atención –y no sólo la mía, desde luego– es el plus de legitimidad que disfruta, en nuestro país, la extrema izquierda en todas sus variantes y facetas. No debemos olvidar que Izquierda Unida aplaudió la legalización de Bildu, Sortu y Amaiur. Y que ha celebrado con entusiasmo la abolición del la denominada «doctrina Parot» por parte del Tribunal de Estrasburgo. A ese respecto, el diputado de Izquierda Unida Alberto Garzón calificó la sentencia de «buena noticia», argumentando que «las leyes se han de redactar procurando basarse en la razón y en los derechos humanos; no en el odio, como se acostumbra en este país». En similar línea, el también diputado de Izquierda Unida, Gaspar Llamazares pidió al gobierno que acate un fallo que está «ajustado a Derecho». La sentencia, dijo, avergüenza al gobierno e instituciones como el Supremo y el Tribunal Constitucional, que, a juicio del político comunista, han sufrido un gran «varapalo»{13}. Tampoco debemos olvidar las simpatías de los miembros de Izquierda Unida por la dictadura comunista de Fidel Castro Ruz y por el régimen de Hugo Chávez Frías. Sublime fue, en ese sentido, el contenido de la carta de felicitación por su cumpleaños que José Luis Centella, secretario general del PCE, envió, en nombre de todo su grupo, a Castro Ruz, deseando que «siga presente en la lucha contra el imperialismo»{14}.

Todo lo cual no impide, más bien al contrario, a los comunistas y al conjunto de la extrema izquierda dictar normas de obligado cumplimiento al resto de la sociedad española. Mientras nuestra prácticamente inexistente extrema derecha es objeto de universal condena, la izquierda comunista, portavoz de una tradición política y de un proyecto político genocida, que ha propiciado el exterminio de varios millones de personas y la permanente ruina social, económica y moral de las sociedades donde ha ejercido su dominio, se permite dar lecciones de tolerancia y de defensa de los derechos humanos. Increíble, pero cierto. Sin duda, España sigue siendo diferente. Y es que, en nuestro país, la propia condena sumaria del régimen de Franco, ha favorecido la hegemonía ideológica e incluso moral no sólo de la izquierda socialista, sino de la comunista. La «imagen» que del «franquismo» se ha ofrecido sobre todo a la juventud ha contribuido a legitimar cualquier opción antifranquista por monstruoso que sea su contenido. En ese sentido, no hay duda de que la extrema izquierda comunista, representada sobre todo por la coalición Izquierda Unida, ha conseguido, a diferencia de los restos del franquismo, articular una especie de «hipermoral»{15}, una nueva moral acorde con su proyecto político, que le ha permitido atentar contra los principios morales más elementales de la vida en sociedad y, además, con la conciencia tranquila. Sólo de desde este contexto, puede entenderse el contenido de las declaraciones de la conocida novelista Almudena Grandes: «He tenido que estar seis años leyendo libros de Historia contemporánea, al preparar mi última novela, para darme cuenta de que la verdad hay gente a la que le pesa la caída del Muro, que se pone frenética por desmarcarse de los países del socialismo real, cuando nuestra tradición es absolutamente distinta, Aquí el PCE no fue un partido que tuviera nada que ver con las purgas de Stalin, ni con el socialismo real. Fue un partido de oposición, el partido que mantuvo encendida la luz de la democracia durante treinta y siete años de dictadura, y es esa es la verdad. Hay una tradición de unidad, disciplina, generosidad, deseos de ser útiles y responsabilidad que merece la pena reivindicar»{16}.

¿Habían leído usted en alguna ocasión embustes de tal envergadura? Por poner algunos ejemplos palmarios, ¿no tuvo nada que ver el PCE, durante la guerra civil, con el asesinato de Andrés Nin? ¿Tampoco tuvo nada que ver en el desarrollo de las masacres de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz? ¿Y en el genocidio eclesiástico? A ese respecto, me resulta difícil discernir qué resulta más pornográfico en la obra de la señora Grandes, si su libro Las edades de Lulú, sus novelas pseudohistóricas o sus opiniones políticas.

No resulta tampoco extraño, en este contexto, que el inevitable Gaspar Llamazares se sienta orgulloso del papel de Izquierda Unida en la elaboración de la tristemente célebre Ley de Memoria Histórica, que, según él, ha significado, «un paso de gigante en la recuperación de la memoria democrática, eso sí, si sabemos mantener la iniciativa y el pensamiento crítico». «Por primera vez por Ley, y después de treinta años de democracia, se condena el franquismo. Por primera vez, se reconoce solemnemente a todos aquellos que lucharon frente al fascismo y por la libertad y por primera vez también se deslegitima todo el andamiaje pseudojurídico de los juicios inquisitoriales de los tribunales franquistas»{17}.

No debemos olvidar que, si hemos de creer a Enrique Silva, los primeros intentos de articular un movimiento en pro de la «memoria histórica», mediante la creación de un Tribunal Internacional contra los Crímenes del Franquismo, fue promovido por el PCE (marxista-leninista) en octubre de 1978{18}.

Sin embargo, en el PCE, y en el conjunto de las izquierdas españolas, la autocrítica brilla por su ausencia. En la clausura de su XVIII Congreso, José Luis Centella, el ferviente admirador de Fidel Castro Ruz, manifestó su inquebrantable voluntad de defensa de las señas de identidad de su organización política, de cuya trayectoria histórica se mostraba orgulloso: «El Partido Comunista reivindica su pasado heroico y no tenemos que avergonzarnos ni pedir perdón por nada, sino que hay que luchar para que no nos quiten la memoria»{19}.

En realidad, nada de esto resulta novedoso. Este tipo de «hipermoral» se encuentra ya presente en los primeros escritos marxistas del filósofo György Lukács, quien, a la altura de 1920, hacía referencia a la «misión moral» del Partido Comunista, basada en «una fe», «que nunca puede ser conmovida ni por la lentitud de su realización, ni por las circunstancias a menudo más que adversas a las que debe enfrentarse; el verdadero revolucionario asume todo esto, y nunca permite que todas estas perturbaciones y obstáculos le hagan perder de vista su meta y los indicios de aproximación». «La transición de la sociedad vieja a la nueva no significa, sin embargo, una transformación puramente económica e institucional, sino también una transformación moral»{20}.

A diferencia de la extrema derecha, la izquierda radical española, incluso la proetarra, disfruta de representación parlamentaria y de una cada vez más amplia influencia social, política y cultural. Izquierda Unida, no lo olvidemos, gobierna en coalición con el PSOE en Andalucía. ¿Cuáles son sus ideas? ¿Sus referencias internacionales? ¿Sus maestros pensadores? ¿Sus opiniones sobre la más reciente historia de España? Veámoslo.

2. Una crítica de la Transición

En el ámbito cultural donde resulta más perceptible la influencia de las izquierdas radicales es en la historiografía, las ciencias sociales y la filosofía. Han sido estas tendencias político-intelectuales las que influyeron en mayor medida en la puesta en cuestión del modelo de transición del régimen de Franco al actual sistema partitocrático. Lo que, en alguna medida, puede considerarse como una hazaña intelectual y política. Y es que el proceso de transición fue, hasta hace poco, mitificado hasta extremos difícilmente asumibles; como si de una obra sobrehumana se tratase. Tanto es así que uno de los historiadores oficiales del régimen actual, Javier Tusell Gómez, lo elevó a elemento fundador de la nación española actual. Para este historiador, la sociedad española no podía basar su orgullo en una historia repleta de conflictos, ni en la reivindicación de Gibraltar, ni en glorias lejanas y discutibles, sino en «la hazaña histórica de construir su libertad como costes sociales reducidos y sin modelo inmediato que seguir»{21}.

La derecha oficial, representada por el Partido Popular, asumió con todas las consecuencias esta imagen histórica. En los órganos culturales de este partido, la Constitución es interpretada como un «texto sagrado»; la Monarquía se configura como una «institución ejemplar»; y el Estado de las autonomías como el «orden natural» que configura a España como nación{22}. Sin embargo, para un importante sector de la izquierda y, sobre todo, de la extrema izquierda, la Transición ha sido, en palabras de Ariel Jérez, la garantía de la «hegemonía conservadora» que «ha sumergido al campo progresista en una profunda depresión que alcanza ya dos generaciones», frente a la cual este autor hace referencia a ETA como portavoz de la «opción armada»{23}.

La izquierda socialista y, sobre todo, la izquierda radical, gracias a la consolidación social y política de su «hipermoral», no ha dudado, siguiendo esa lógica, en someter esta imagen a una crítica severa y descalificadora. La etapa de gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero dio un status cuasioficial a esta nueva interpretación del pasado español más reciente, a partir de su apoyo económico y político a los movimientos de reivindicación de la «memoria histórica» y la posterior legislación al respecto. Todo ello ha sido fruto no sólo de una movilización social anterior, sino de una labor cultural e historiográfica previa. En ese proceso, han tenido un importante papel historiadores como Josep Fontana Lázaro, a través de editoriales como Crítica o Pasado-Presente. Patriarca de la historiografía marxista y adalid del nacionalismo catalán de izquierda, Fontana no ha dudado en calificar a una transición hasta entonces «sagrada» como un «sainete»; y hace recaer la culpa de su desenlace a la actuación de los partidos de izquierda, como el PSOE y el PCE, que abandonaron sus proyectos de transformación social y de emancipación a cambio del «acceso a las parcelas de poder que les podía ofrecer el posfranquismo». Lo cual supuso el «desarme político, moral e intelectual» del conjunto de las izquierdas. De ello se deduce, según el historiador catalán, que es preciso luchar por una «transición real», consistente en «un proyecto democrático avanzado», cuyo antecedente histórico más próximo fueron las Brigadas Internacionales combatientes en la guerra civil española, luego traicionado por Stalin; un «socialismo mejor», contra el «capitalismo realmente existente»{24}.

El libro de Juan Antonio Andrade Blanco, El PCE y el PSOE en (la) Transición, prologado por Josep Fontana, desarrolla una acerada crítica, desde supuestos de izquierda radical, a los partidos de la izquierda tradicional. Como Fontana, este autor reprocha al PSOE y al PCE su progresivo abandono de los proyectos de transformación y de emancipación social, en un proceso que osciló, según él, «entre la enfática afirmación de esos principios y el pragmatismo desaforado». El proyecto socialista comenzó con una apuesta por el socialismo autogestionario y marxista, para finalizar en un discurso «modernizador» y «tecnocrático». En el caso del PCE, el debate sobre el leninismo sirvió para «eclipsar el debate sobre el controvertido papal del partido en la Transición». Ni uno ni otro partido fueron capaces de «imponer la ruptura». El PCE se sumó a la reforma de un modo entre «ingenuo» y «autocomplaciente». El eurocomunismo funcionó «como un instrumento legitimador del tacticismo cotidiano del partido», «un recurso propagandístico» y «una renuncia a la transformación radical en la sociedad». El autor incide igualmente en el papel de los medios de comunicación en el proceso de «moderación» de ambos partidos, y, sobre todo, en el auge del PSOE y en el declive del PCE. Los comunistas sufrieron en mayor medida la «coacción ideológica» a la hora de obtener su legitimación y tuvieron que renunciar a su identidad republicana. El «consenso» generó «un discurso de excepción orientado a legitimar las prácticas políticas del momento en el cual se difuminó una parte de la identidad ideológica de las izquierdas». En definitiva, la transición funcionó como «un agujero negro» para los ideales y proyectos de transformación social{25}.

Seis años antes, la editorial El Viejo Topo, a la que haremos referencia posteriormente, había publicado el libro de Benedicte André-Bazzana, Le mythe du Modèle espagnol de transition à la democratie, con un título mucho más descalificador , Mitos y mentiras de la Transición, donde se sometía igualmente a crítica la construcción narrativa del proceso de cambio político. La Transición se convierte en un «mito» para la estabilización del nuevo régimen político. En la construcción del «mito», destaca la presencia del rey Juan Carlos I, como defensor de la democracia; la exaltación de los políticos que llevaron a cabo el cambio, principalmente Adolfo Suárez y Felipe González; y la valoración positiva del «consenso» como método de llegar a pactos entre partidos. Sin embargo, a juicio de André-Bazzana, el «mito» no sólo ha ocultado selectivamente otros factores a la hora de analizar el cambio político, sino que se convirtió en un obstáculo para la socialización democrática y tuvo como consecuencia la confiscación de la soberanía popular. Su cara oculta ha sido «la pasividad de los ciudadanos, la debilidad de los valores democráticos, e incluso el regreso a determinadas prácticas autoritarias que creían definitivamente desaparecidas a la muerte de Franco»{26}.

En una línea análoga, el historiador Ferrán Gallego ha contribuido a la deconstrucción del discurso de la Transición, mediante un análisis del proceso político desde el asesinato de Carrero Blanco a las elecciones de 1977. No deja de resultar significativo que Gallego recurra a la metodología marxista tradicional a la hora de dar contenido a su análisis. En algunos casos, creemos estar leyendo a Manuel Tuñón de Lara con un estilo asaz farragoso. El cambio político fue, a su entender, consecuencia de la «crisis orgánica» del régimen franquista y de la necesidad del «bloque social dominante» de encontrar una nueva cobertura institucional y legitimación ideológica. En opinión del autor, las izquierdas no estuvieron a la altura de las circunstancias, al no lograr una auténtica ruptura social y política con el franquismo; lo que tuvo consecuencias muy negativas en el posterior funcionamiento del régimen político actual, algo que se refleja en la baja calidad de la vida política, la ley electoral restrictiva, la corrupción, &c., &c.{27}

A un nivel mucho más grueso, el politólogo Juan Carlos Monedero –férvido admirador, como veremos luego, de Fidel Castro y, sobre todo, de Hugo Chávez Frías– ha pretendido igualmente descalificar y deslegitimar el proceso de cambio político. Lo hace, sin embargo, de una manera excesivamente grosera y simplista. Si en las obras anteriores, destacaba, aunque fuese discutible su mensaje ideológico, el nivel académico, en el caso de Monedero no podemos decir lo mismo. Se trata de un análisis caricaturesco, una especie de síntesis de todos los lugares comunes de la literatura característica del movimiento de la memoria histórica. No es ya solamente su interpretación del cambio político; es que incide, desde una perspectiva y una jerga que recuerda a los regeneracionistas y krausistas decimononos, en todos los tópicos de la visión decadentista de España, desde los godos a la actualidad. Y, por supuesto, la guerra civil es una contienda entre demócratas y fascistas. Y el cambio político resulta ser una «transición autorizada». Por ello, reprocha, desde su calidad de «nieto de la ira», a las anteriores generaciones intelectuales, de haber tenido «menos coraje del que creyeron tener». En cualquier caso, su principal acusación a la Transición fue la negación del pasado republicano y antifranquista. Su reivindicación no es otra que «Memoria, recuerdo, justicia y afirmación»{28}. Todo un programa.

Como he dicho muchas veces, no soy un entusiasta de la visión mirífica y apologética de la «Santa» Transición. Creo que, en sus líneas generales, se hizo mal. Me repugnan la partitocracia, el Estado de las autonomías y la Monarquía como forma de gobierno. Sin embargo, del estudio de las críticas radicales al modelo de cambio político –basados, por lo general, en un absurdo y extravagante legitimismo no de la II República, sino del Frente Popular– se deduce que el remedio hubiese sido mucho peor que la enfermedad. Por ello, resulta necesaria una crítica de la Transición desde la derecha, es decir, desde el realismo político y de la defensa de valores como la unidad nacional.

3. Algunos «maestros» de la infamia

¿Cuáles son los maestros de la izquierda radical española? Muchos y variados. Tiene donde elegir. Y es que, sin duda, el pensamiento de la izquierda revolucionaria ha experimentado, a nivel internacional, una evidente renovación y una capacidad de proselitismo por su crítica al proceso de «globalización» y como consecuencia de la crisis social y económica provocada por la puesta en cuestión del modelo económico neoliberal, a raíz de la crisis financiera de 2008{29}. Basta por darse un paseo por las librerías madrileñas para darse cuenta de ello. En sus estanterías apenas pueden encontrarse obras de pensadores de la derecha, liberales o conservadores, y no digo ya fascistas, aunque Carl Schmitt está en plena forma; claro que su pensamiento, como veremos, ha sido ya captado por las izquierdas extremas. En cualquier caso, la presencia de autores adscritos a la extrema izquierda resulta abrumadora; sólo daré algunos nombres: Toni Negri, Michael Hardt, Michel Foucault, Gilles Deleuze, Alain Badiou, Slavoj Zizek, Friedric Jamenson, Jacques Derrida, Doménico Losurdo, Michael Löwy, Noam Chomsky, Edward Said, Ernesto Laclau, Daniel Bansaid, Terry Eagleton, Pierre Bourdieu, Jacques Rancière, Jacques Braudillard, Giorgio Agambem, David Harvey, Etienne Balibar, Inmanuel Wallerstein, &c. Incluso la insufrible Marta Harnecker vuelve a las librerías. Y los clásicos del pensamiento radical, aparentemente olvidados, resurgen; es el caso de Karl Marx, Vladimir Illich Ulianov –Lenin–, Walter Benjamín, Jean Paul Sartre, León Trotsky, Herbert Marcuse, Franz Fanon, Louis Althusser, &c., &c.

Y es que, a diferencia de la extrema derecha, la izquierda radical y revolucionaria dispone de editoriales y revistas de prestigio a la hora de difundir su pensamiento: Siglo XXI, Crítica, El Viejo Topo, La Catarata, Txalaparta, Sequitur, Escolar y Mayo, Akal, Anagrama, Síntesis, Prometeo, Seix-Barral, Trotta, Icaria, Debate, Pasado-Presente, Paidós, &c., &c. Incluso una editorial hasta hace poco liberal-conservadora, como Espasa-Calpe, publica, en su colección Austral, obras de Josep Fontana, Slavoj Zizek o Noam Chomsky.

El caso de Txalaparta es digno de estudio. Se trata de una editorial ligada a la extrema izquierda nacionalista vasca. Entre sus publicaciones se encuentra la conocida obra del argelino Franz Fanon, Los condenados a la tierra, con el célebre prólogo de Jean Paul Sartre, donde, como es sabido, el filósofo francés incitaba a la violencia a los nativos de Argelia contra los colonos franceses. Suponemos que la publicación de esta obra en una editorial de la extrema izquierda vasca no es casual. Sin duda, los nacionalistas vascos ocupan el lugar de los argelinos, y los españoles el de los imperialistas franceses. Esta editorial ha publicado igualmente una historia apologética de la organización terrorista catalana Terra Lliure, obra de Carles Sastre, Carles Benítez, Pep Musté y Joan Rocamora, Terra Lliure. Punto de partida, 1979-1995. Una biografía autorizada. No han faltado tampoco en las listas de esta editorial las obras de Fidel Castro Ruz, de Ernesto Che Guevara –La guerra de guerrillas–, del Subcomandante Marcos o de José Martí, Contra España.

Sería una labor imposible sintetizar en un artículo el pensamiento de todos estos autores. Tan sólo me centraré en tres: Doménico Losurdo, Alain Badiou y Slavoj Zizek.

El primero es el menos dotado filosóficamente de los tres. Se trata de un profesor de Filosofía de la Historia en la Universidad de Urbino y presidente de la Sociedad Internacional de la Filosofía Dialéctica Hegeliana. Políticamente, se encuentra muy próximo al comunismo. Sus estudios están centrados en la crítica de la tradición liberal, en el análisis de la filosofía clásica alemana, Hegel, Nietzsche y Heidegger. Su interpretación de la filosofía política de Kant es la de un filósofo afín al radicalismo revolucionario de Rousseau y admirador de la Revolución francesa y de Robespierre. A su entender, si el filósofo prusiano se mostró críptico a la hora de expresar su pensamiento político fue con el objetivo de burlar la censura{30}.

La editorial El Viejo Topo ha publicado dos obras de Losurdo, Contrahistoria del liberalismo y Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra. En el primero de los libros, Losurdo intenta estudiar el liberalismo en su «concreción», es decir, en «las relaciones políticas y sociales en las que se expresa, además del vínculo más o menos contradictorio que se establece entre estas dos dimensiones de la realidad social». En ese sentido, el pensador italiano interpreta el liberalismo como «una ideología de dominio y hasta una ideología de la guerra». Sin duda se trataba de una ideología que había propiciado el desarrollo de la riqueza social y de las fueras productivas, pero igualmente la exclusión social e incluso étnica de las mayorías. Entre otras cosas, los pensadores liberales del siglo XIX habían justificado la esclavitud y la expansión colonial, la explotación de los niños y de las clases trabajadoras. En realidad, tanto en Estados Unidos en como Gran Bretaña, lo que realmente existía era una «democracia para el pueblo de señores». Losurdo es especialmente duro con Burke y Tocqueville, e incluso critica a Karl Marx, a quien acusa de no tener en cuenta que, tras el triunfo del liberalismo, ciertos grupos sociales y minorías étnicas fueron discriminadas y exterminadas: «Sabemos ya que con la revolución norteamericana se abre el capítulo más trágico de la historia de los pieles rojas, y que el período que va de la Revolución Gloriosa a la revolución norteamericana ve el surgimiento de la esclavitud mercancía de base racial de una dureza sin precedentes»{31}.

Losurdo, en cambio, se muestra tolerante hasta el irenismo, en su segunda obra, con la figura de Stalin. Como en el caso del liberalismo, el pensador italiano estima que el stalinismo ha de ser contextualizado históricamente; pero esta vez no desde un planteamiento crítico, sino desde la comprensión e incluso desde la apología. En ese sentido, acusa a los críticos del dictador soviético de haber elaborado una imagen siniestra, «a partir de abstracciones colosales, arbitrarias». En concreto, el informe Kruschev fue «un discurso reprobatorio que se propone liquidar a Stalin en todos los aspectos». Losurdo defiende su actuación ante la invasión alemana de 1941. Niega que su régimen fuese totalitario, caracterizándolo como una «dictadura de desarrollo». Compara su «culto a la personalidad» con el de Roossevelt o el de Kerenski. Niega la existencia del «holocausto» en Ucrania, promovido por los dirigentes soviéticos. No llega a negar la existencia del Gulag, pero banaliza su significado y características, ya que considera que en su interior predominaba no un proyecto de exterminio, sino «un estímulo productivista y pedagógico». Y es que en el Gulag el detenido es «un «compañero» potencial obligado a participar en condiciones de especial dureza en el esfuerzo productivo de todo el país, y después de 1937 es en todo caso un ciudadano potencial»{32}.

En Italia, el ensayo de Losurdo suscitó una gran polémica incluso entre las izquierdas. En España, no produjo ningún comentario en la prensa conservadora. Fue, en cambio, alabado en Mundo Obrero, en un artículo firmado por David Becerra Mayor{33}.

Si Losurdo es fundamentalmente un historiador de la filosofía, y más bien mediocre, con Alain Badiou entramos en otro mundo. Se trata de un auténtico filósofo. Discípulo de Louis Althusser, su sistema filosófico resulta ser una curiosa amalgama de platonismo y marxismo, teñido de un profundo radicalismo político{34}. Como luego veremos en otro representante del pensamiento radical, Slavoj Zizek, Badiou sueña con un «acontecimiento» fundante, como la Revolución francesa o la Revolución cultural maoísta, que restaure el principio de «Verdad». En ese sentido, la democracia liberal es el modelo a batir. A juicio del pensador francés, la democracia liberal es la «organizadora principal del consenso»; supone el «culto al número» y el «relativismo»; y todo lo que se convierta en convencional es falso. La democracia liberal carece de relación directa «con una norma afirmativa como la Verdad o el Bien». En realidad, más que hablar de democracia, lo realmente existente es el «capital-parlamentarismo», o sea, la «dominación de los propietarios». Se trata, además, de un sistema político «precodificado», destinado exclusivamente a los «demócratas». Su lema es «Dinero, Familia, Elecciones». «Las democracias contemporáneas –dirá– pretenden imponer al planeta un humanismo animal. En él, el hombre sólo existe en cuanto digno de compasión. El hombre es un animal lastimoso»{35}. Los derechos humanos son «los derechos de los poderosos a destruir otros estados y para hacer posible la subida al poder –combinando ocupación violenta con «elecciones» fantasmagóricas– de corruptos serviles que entregan a estos poderosos los recursos del país a cambio de nada»{36}. En ese sentido, exalta la perspectiva democrático-totalitaria de Rousseau y a los representantes del jacobinismo, como Robespierre y Saint-Just, al igual que a la Revolución cultural de Mao Tse Tung; porque la democracia representa ante todo y sobre todo la «igualdad»{37}. Su enemigo por excelencia es Nicolás Sarkozy, al que compara con el mariscal Pétain; es un «termidoriano», es decir, un «corrupto», «un aprovechado de la precariedad de las convicciones políticas»{38}. El comunismo, en cambio, es el reino del «nosotros», es decir, de la auténtica fraternidad. De ahí que, como decía Jean Paul Sartre, todo anticomunista es un «perro», porque manifestaba, con su actitud, el odio al «nosotros»{39}.

Si en la exposición de sus ideas e incluso en su estilo Badiou parece un apolíneo, Slavoj Zizek es, sin duda, un dionisiaco, incluso en su aspecto físico, de yeti feliz y apacible. Aunque se ha convertido en un autor mediático, su pensamiento filosófico es extraordinariamente denso, trufado, además, por un estilo ambiguo, críptico, en el que abundan numerosas contradicciones y paradojas. Sin embargo, su pensamiento político se encuentra tenebrosamente claro. El pensamiento de Zizek es un pensamiento híbrido, que se nutre de diversas tradiciones filosóficas y políticas: Hegel, Marx, Lenin, Jacques Lacan, la teología cristiana, Carl Schmitt. Ha sido definido como un representante de la «izquierda lacaniana»{40}. Zizek se autodefine como marxista, mostrándose partidario de reexaminar la concepción del poder y del Estado del marxismo clásico y principalmente de Lenin, a quien pretende «repetir». En ese sentido, se muestra, como Badiou, muy crítico con las democracias liberales. «Si te tomas (o aspiras a tomarte) en serio la ideología liberal hegemónica, entonces no puedes ser simultáneamente inteligente y honesto: o bien eres un estúpido o un cínico corrupto»{41}. Y es que, desde su perspectiva revolucionaria, la democracia liberal se perfila como «utópica», ya que la revolución «sólo se autoriza a sí misma» y se encuentra, en consecuencia, por encima de las mayorías. Además, la democracia liberal es «el principal fetiche político, el desactivador fundamental del antagonismo social»{42}. En la democracia liberal, el cuerpo social se convierte en una «multitud informe y abstracta»; y que, mediante argumentos moralistas, excluye de la vida política a los que no son ni liberales ni socialdemócratas. Zizek, a semejanza de Badiou, acusa a la democracia de relativismo; es el «reino de los sofistas», que no se basan en ninguna «verdad», y la «verdad» es por esencia «unilateral». La «verdad» de los derechos humanos universales son «los derechos de comercio y propiedad privada». Incluso hace una referencia provocadora, parafraseando a Heidegger, a la «grandeza interna del stalinismo». Repetir Lenin no significa, en el pensamiento del esloveno, retornar acríticamente al pensamiento del revolucionario ruso, sino pensar «lo que no logró hacer», ya que conserva aún su carga subversiva, al demostrar el «agotamiento de la democracia actual»{43} ante lo retos de la globalización. Y es que Zizek, como Badiou, se muestra partidario de una «política de la Verdad», que ve encarnada en Lenin y no en Marx, porque éste último se haya integrado en «la hegemonía liberal democrática»{44}. Y señala: «(…) del mismo modo que un auténtico conservador, un verdadero leninista no tiene miedo a pasar a la acción, de asumir todas las consecuencias por desagradables que sean, que se derive de realizar su proyecto político». Por ello, resulta necesario un «acto heroico» frente a «la violencia objetiva del capitalismo»{45}. En esa línea, no sólo exalta a Lenin, sino a la herencia de Robespierre, Saint-Just –«el pasado terrorista es nuestro», dirá–, Che Guevara y Mao{46}. Significativa es, en ese sentido, su denuncia del «multiculturalismo» como ideología del capitalismo global. De ahí que, frente a la «tolerancia multicultural», sea necesaria, a su juicio, «una buena dosis de intolerancia, aunque sólo sea con el propósito de suscitar esa pasión política que alimenta la discordia». Y es que el «multiculturalismo» es una nueva forma de racismo, que implica, por parte de las naciones hegemónicas, «la afirmación de su propia superioridad». Por ello, no duda en defender la revolución islámica de Jomeini como un «evento político auténtico», que demostraba la existencia de un «genuino potencial emancipatorio en el Islam»{47}. No resulta extraño que el esloveno reivindique la noción de «enemigo» y la de disciplina; que se muestre partidario de la pena de muerte; y contrario a la tolerancia con los homosexuales, ya que se trata de «luchas de victimización de la clase media alta»{48}.

4. Héroes, adalides y nuevas generaciones

Mientras la extrema derecha española carece hoy de referentes internacionales, la izquierda revolucionaria los tiene y muy claros: la Cuba de Fidel Castro Ruz y la Venezuela de Hugo Chávez Frías y de Nicolás Maduro. Revistas como El Viejo Topo, dirigidas por antiguos discípulos de Manuel Sacristán Luzón, muy próxima a Izquierda Unida, no han dudado en publicar artículos del dictador comunista cubano, que es presentado en sus páginas como «uno de los escasos políticos del planeta que muestra una genuina preocupación por la sobrevivencia de la especie humana, amenazada seriamente por un capitalismo cada vez más desenfrenado en su carrera hacia el precipicio»{49}. Y es que ni la izquierda más o menos socialdemócrata ni mucho menos la extrema izquierda han condenado al régimen cubano, cuyo fracaso a nivel social, económico, político y moral ya es de por sí evidente. Pero, como hemos visto en Lukács, el comunismo es, ante todo, una fe que no vacila, que no razona. La «hipermoral» continúa ejerciendo su función en ciertas mentes. Así lo muestra Ignacio Ramonet, en su libro Fidel Castro. Biografía a dos voces, donde el líder comunista cubano aparece como un héroe carlyliano, como el adalid de «un ideal de justicia», representante de «la izquierda a la izquierda de la izquierda internacional», «un referente importante para millones de desheredados de la tierra»; un líder que posee una autoridad que le confiere «su cuadruple carácter de teórico de la Revolución, jefe militar victorioso, fundador del Estado y estratega, desde hace cuarenta y ocho años de la política cubana». Irrisoriamente, Ramonet sostiene que en Cuba no existe «culto a la personalidad»{50}.

El «carisma» de Castro Ruz ha sido trasladado, por parte de los extremistas de izquierda españoles, a Hugo Chávez Frías, a quien, tras su muerte, El Viejo Topo dedicó un número extraordinario de la revista, con el título de «Chávez Vive». Cuán nuevo Bossuet, Juan Carlos Monedero le dedicó una oración fúnebre, en la que el líder bolivariano aparecía como un santo, como un Cristo contemporáneo, el gran enemigo del «fascismo» y del «neoliberalismo»: «Dicen que Chávez ha muerto. Lo dicen los que no saben leer los tiempos del viento, los que no saben de la rabia acumulada, los que no saben de la conciencia encarnada en la memoria»{51}. Hay que reconocer que cierta literatura de ultraizquierda resulta insuperable en sus simplezas y necedades.

El Viejo Topo se ha tomado en serio, lo que son las cosas, al sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, a quien Víctor Ríos y Miguel Riera entrevistaron para la revista barcelonesa, dedicándole ¡catorce páginas!. En la entrevista, el presidente venezolano acusa al gobierno español de «cómplice de la derecha fascista-golpista venezolana». Y sentencian los entrevistadores: «Cita el desempleo y subraya lo intolerable que es que el 55% de los jóvenes españoles no encuentren un puesto de trabajo. Ni que decir que el Topo está de acuerdo con sus palabras»{52}.

En las páginas de El Viejo Topo y en su editorial se han difundido las ideas de Losurdo, Badiou, Zizek, Marta Hacnecker, Sacristán Luzón, Tariq Alí, &c.; y se han reivindicado las figuras de, entre otros, D´Holbach, Robespierre, Saint-Just, Marx, Lenin, &c. Sin duda, han hecho su trabajo. No obstante, la extrema izquierda española ha hecho mucho más. A diferencia de sus antagonistas, ha sabido y logrado reproducir su legado en las nuevas generaciones, es decir, ha garantizado su porvenir. Sólo daré un ejemplo, que queda plasmado gráficamente en la conversación publicada en una editorial catalana, Icaria, entre Pablo Iglesias Turrión y Ricardo Romero Laullón. El primero es un joven profesor de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid, que ha conseguido abrirse paso, como tertuliano, en los medios de comunicación, incluso en programas como El gato al agua, de la cadena católico-conservadora Intereconomía; el segundo es menos conocido y se presenta como «eterno estudiante de Comunicación Audiovisual de la Universidad de Valencia y vocalista en la formación Los Chikos del Maíz». Iglesias se consiera discípulo de Lenin, Michael Hardt, Zizek, Agambem, Judith Butler, e incluso de Carl Schmitt. Los ídolos políticos de ambos son Fidel Castro y Hugo Chávez. Consideran a Unión, Progreso y Democracia como «lo más parecido al fascismo en su forma amable», «un proyecto de las clases medias aliadas al poder económico». La Transición fue «nuestro vodevil de tercera», en el que las izquierdas pusieron «los muertos en la calle». Ni una palabra para los novecientos asesinados por ETA. El eurocomunismo conducía «directamente a la desaparición de los partidos comunistas en la Europa occidental». Los Pactos de la Moncloa fueron «la mayor bajada de pantalones que se recuerda». El ejemplo a seguir, para ambas, es el de la izquierda vasca, que supo mantener, a su juicio, su «identidad y asumió la importancia de estar organizada en la sociedad civil como elemento de poder». Suponemos que con la cale borroka y otros métodos de dudoso contenido liberal. Ambos asumen la herencia «antifascista» y consideran la democracia vinculada a la revolución, ya que ésta es «la máxima expresión de la democracia». Interpretan la insurrección asturiana de 1934 como «la resistencia democrática frente al intento de la CEDA de destruir los logros de la República». Consideran políticamente lícito «usar la religión» siguiendo el ejemplo de Chávez en Venezuela. Acusan a socialistas y comunistas de haber pactado con «canallas», es decir, con la OTAN. Y dice Ricardo Romero: «Yo no voy a condenar jamás ni a la URSS ni a la RDA ni a cualquier tipo de experiencia socialista. Es como la izquierda abertzale con ETA, ¿tú te crees que cuando ETA hacía saltar por los aires las piernas de una niña la izquierda abertzale estaba orgullosa? En absoluto, cualquier persona racional lo condenaría. Pero existe un conflicto y cuando hay un conflicto de clases a nivel mundial, hay que cerrar filas. ¿Por qué hay obligación de condenar a ETA pero no 40 años de franquismo? De la misma manera, ¿por qué estoy obligado a condenar a la Stasi o el Muro si el capitalismo exterminó razas enteras y saqueó varios continentes?». Tan rudas expresiones delatan una mentalidad escasamente política y, desde luego, nada maquiavélica, ya que ni tan siquiera son capaces de ocultar su estrategia manipuladora del lenguaje político: «(…) la dictadura del proletariado tiene muy mala fama y es muy difícil de vender. En lugar de apostar por la dictadura del proletariado podríamos apostar por democracia popular, democracia participativa que se vender mejor». Para Iglesias Turrión, la dictadura del proletariado es «la máxima expresión de democracia para los más para destruir los privilegios por los menos». «Pero funciona muy mal porque la palabra dictadura es infame»{53}.

Esperemos que Iglesias Turrión y Romero Laullón no sean los representantes de la izquierda del futuro, aunque, la verdad sea dicha, dadas las circunstancias, me temo lo peor.

5. El Partido Popular: la razón cínica

¿Qué decir del Partido Popular? Para describir su actitud tendremos que recurrir a la descripción que el filósofo Peter Sloterdijk realiza de lo que denomina «razón cínica». Para el alemán, las ideologías, en su sentido clásico, han dejado de ser operativas en las sociedades posmodernas. Y es que, a su juicio, los individuos han llegado, hoy, a la conclusión de que el discurso que les ofrecen los mass media y las elites políticas resulta falaz. Ya no se dejan engañar; lo cual, para Sloterdijk, implica que nuestra época es la de un cinismo generalizado que ha sucedido a la era de las ideologías{54}. La tesis de Sloterdijk ha sido muy criticada, en particular por Slavoj Zizek{55}. Sin embargo, independientemente de su mayor o menor veracidad, no cabe la menor duda de que existen partidos que, como el dirigido por Mariano Rajoy Brey, se comportan como si fuera absolutamente cierta. El Partido Popular, en su práctica concreta, parece no creer en nada, salvo en las próximas elecciones. Significativa fue, en ese sentido, la respuesta del actual presidente del gobierno cuando fue interrogado por una periodista sobre su opinión respecto a la derogación por el Tribunal de Derechos Humanos de Estrabusgo de la denominada «doctrina Parot». Se limitó a decir «Llueve mucho». Al día siguiente, ante la presión de las asociaciones de víctimas del terrorismo y la opinión pública conservadora, hubo de manifestar su rechazo a la decisión del Tribunal, al tiempo que dijo no tener más remedio que cumplirla{56}. Cuando oí el exabrupto de Rajoy Brey, recordé de aquella canción de Pablo Guerrero, «Que tiene que llover». Una canción que podíamos escuchar con toda libertad, a pesar de su claro contenido antifranquista, en las radios y televisiones del llamado «tardofranquismo». Naturalmente, luego llovió mucho, quizá demasiado, sobre todo en Cataluña y el País Vasco. Rajoy Brey resulta ya exasperante. El líder del Partido Popular se nos muestra como un hombre inarticulado, pequeño burgués de mentalidad, sinuoso, carente por completo de elocuencia, de convicciones y de proyecto político. De buscar un personaje literario paralelo a Rajoy Brey, no cabe duda que los encontraremos en Haustad, el director de periódicos, protagonista, entre otros, de la célebre obra teatral de Henrik Ibsen, Un enemigo del pueblo. Un personaje de demanda «moderación», pero que no duda en traicionar al doctor Stockmann, a la hora de publicar su denuncia sobre las condiciones higiénicas del balneario de la ciudad{57}.

Rajoy encarna, sin duda, la «razón cínica». Tanto es así que ha llegado a exasperar a sus más íntimos partidarios. Un periodista tan alejado de posiciones maximalistas, como Ignacio Camacho, al comentar la actitud del presidente ante la nueva ley de educación, denuncia que la derecha española, ayuna de toda estrategia mediática, «aparece como el monstruo deshumanizado que desmantela la igualdad de oportunidades». Y concluye: «El ministro se ha quedado sólo con su reforma; por un lado, hasta los padres y profesores más simpatizantes de su causa se sienten desoídos y abandonados, y por otro ni el Gobierno ni el partido encuentran quien salga a hacerle un quite a capotazos»{58}.

La falta de convicciones arraigadas del gobierno puede verse en otros ámbitos. Ni por un momento parece haberse planteado, y eso que disfruta de una amplia mayoría parlamentaria, la derogación de la Ley de Memoria Histórica. Quizá sea demasiado pedirle. Los socialistas ya han vuelto a demandar la exhumación de los restos de Franco en el Valle de Los Caídos. A lo mejor hasta llegan a un acuerdo con el gobierno. Más grave aún ha sido su actitud ante ETA y los nacionalismos periféricos. Todavía parece soñar con un pacto con el nacionalismo catalán. Es incapaz de movilizar a sus bases contra el separatismo. Pero es que, además, el Partido Popular ha dado su adhesión tácita, al contrario de lo que prometió en las elecciones, al nuevo Pacto de Vergara, a la manera de carlistas y liberales en el siglo XIX, llevado a cabo por José Luis Rodríguez Zapatero y Jesús Eguiguren. La excarcelación del terrorista y torturador Uribetxeberría Bolinaga fue todo un símbolo en ese sentido. La aceptación acrítica de la sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre la «doctrina Parot» ha sido la gota que colma el vaso. Puede que ETA haya sido derrotada por las fuerzas de seguridad del Estado; pero no lo ha sido en los niveles más decisivos, es decir, en el metapolítico y en el sociológico, para lo cual hubiese sido necesaria una ofensiva a nivel político e intelectual, que no se ha querido llevar a cabo; ni tan siquiera plantear. En estos momentos, la extrema izquierda nacionalista vasca se encuentra más fuerte que nunca a nivel político e ideológico. Todo lo demás es retórica. En cualquier caso, esta política ha supuesto una clara traición del Partido Popular no ya a su electorado, sino un insulto a la dignidad y el honor de la víctimas de ETA; una violación de los derechos de los muertos. Porque, en pura doctrina conservadora, la del gran Edmund Burke, los muertos tienen también sus derechos, como los vivos; y poseen una importante función sociológica: la tradición que ha de perdurar.

Por todo ello, la actual circunstancia política, social e intelectual exige una decisión. Y es que ya no existe la menor duda de que el Partido Popular no representa a un importante sector de la derecha sociológica e intelectual española. No así a los empresarios, que disfrutan hoy de un poder omnímodo sobre los trabajadores; o a los corruptos y especuladores. Bien está, según los casos, el predominio de la prudencia o de la ética de la responsabilidad sobre el voluntarismo o la ética de la convicción; pero cada cual tiene que ser cada cual. Hay que inventar una nueva derecha. En ese sentido, las críticas de Alejo Vidal Cuadras y Santiago Abascal al Partido Popular van por el buen camino{59}. Naturalmente, esto no se improvisa. Treinta años de «centrismo» no pueden pasar en balde. La opción «centrista», que infructuosamente han intentado teorizar algunos miembros del Partido Popular{60}, carece de entidad desde el punto de vista intelectual y político. Como ha señalado del gran politólogo belga Julien Freund: «La política es una cuestión de decisión y eventualmente de compromiso (…) Lo que se llama «centrismo» es una manera de anular, en nombre de una idea no «conflictual» de la sociedad, no sólo al enemigo interior, sino a las opiniones divergentes. Desde este punto de vista, el centrismo es históricamente el agente latente que, con frecuencia, favorece la génesis y formación de conflictos que pueden degenerar, ocasionalmente, en enfrentamientos violentos»{61}. En el mismo sentido se expresa Chantal Mouffe –intelectual de izquierda- cuando afirma que el «centrismo», al impugnar la distinción entre derecha e izquierda, socava «la creación de identidades colectivas en forma de posturas claramente diferenciadas, así como la posibilidad de escoger entre auténticas alternativas». Y concluye esta autora: «Si este marco no existe o se ve debilitado, el proceso de trasformación del antagonismo en agonismo es entorpecido, y eso puede tener graves consecuencias para la democracia»{62}.

En el fondo, esta decisión tendría que ser una respuesta no sólo al «habitus» centrista característico del Partido Popular, sino al desafío de la «hipermoral» característica de la izquierda social-demócrata y de la extrema izquierda españolas; al desafío de los Badiou y Zizek y a toda la caterva de sus seguidores españoles. Ellos han hecho el trabajo; han creado un nuevo «sentido común», frente al cual la desarbolada derecha española, que ganó las elecciones del 2011 más por los fallos de la izquierda que por méritos propios, se encuentra indefensa. En ese sentido, el horizonte político-social español resulta, hoy por hoy, muy complicado, por no decir aterrador. El futuro resulta imprevisible; pero existen, sin la menor duda, signos alarmantes. Dada la situación actual, si algo parece claro es que el Partido Popular no podrá revalidar su mayoría absoluta. Para colmo, carece de aliados. Con maltusianismo implacable y digno de mejor causa, destruyó cualquier posibilidad de existencia de un partido a su derecha. A ese respecto, la responsabilidad histórica de Fraga Iribarne es superlativamente grave. Hasta ahora, sus únicos aliados posibles han sido los nacionalistas periféricos, si bien lo han sido igualmente de la izquierda socialdemócrata. Hoy un pacto con estos grupos no sólo sería un error, sino alta traición. Las encuestas nos indican un fuerte aumento de los votos de Izquierda Unida y de la extrema izquierda separatista vasca. El PSOE no tendría ningún escrúpulo moral o político en coaligarse con Izquierda Unida, con quien ya gobierna en Andalucía. Además, la extrema izquierda le ha servido en muchos casos, como en el tema de la «memoria histórica» o en cuestiones de «género» y aborto, de laboratorio de ideas. Sin duda, esa será una de las bazas electorales del Partido Popular, si le fallan sus cálculos económicos, que, a estas alturas, ya no le serán suficientes. El líder del Partido Popular y sus acólitos propugnarán el voto útil –es decir, como estamos viendo, inútil- o el voto del miedo. No obstante, es vital no caer en las trampas de la agnóstica «razón cínica»; hay que resistir para luego vencer. Y es que el Partido Popular ha creado, con su torpe política mediática y su nula política intelectual, las condiciones para una duradera hegemonía de las izquierdas y de los nacionalistas periféricos. Su voto es el voto de la nada. En materia de devenir histórico no existe una verdad metafísicamente establecida. Lo verdadero es aquello que llega a estar en situación de existir y durar; lo que merezca ser, será; lo que merecería ser, ya es. Por falsas que puedan ser en abstracto las ideologías más nefastas se convierten en «verdaderas» en la medida en que constituyan la realidad cotidiana que nos rodea y con respecto a la cual nos definimos. La independencia del País Vasco y de Cataluña, la victoria de la izquierda extrema y de la extrema izquierda, pueden ser la «verdad» de mañana; pero es una «verdad» que tenemos derecho a rechazar para oponerle otra más fuerte. Pienso en una nueva derecha, libre de nostalgias y de extremismos estériles, podría responder a ese desafío; una derecha para la que la verdadera fuerza consistiese no en detentar la «verdad», sino en no temer a sus manifestaciones. Dixi et salvavi animam meam.

Notas

{1} John Austin, Cómo hacer cosas con palabras. Barcelona 2008.

{2} Marcelino Menéndez Pelayo, La Ciencia Española. Tomo I. Madrid 1956, pp. 101 ss.

{3} Véase, por ejemplo, Eduardo Martín Pozuelo, El franquismo cómplice del Holocausto. Barcelona 2012.

{4} Ricardo de la Cierva, Crónicas de la confusión. Barcelona 1977, p. 288.

{5} Véase José Luis Rodríguez Jiménez, «Origen, desarrollo y disolución de Fuerza Nueva (Una aproximación al estudio de la extrema derecha española)», en Revista de Estudios Políticos nº 73, julio-septiembre 1991, pp. 261-287.

{6} Marco Tarchi, Isuli in Patria. I fascisti nell´Italia republicana. Parma, 1995.

{7} ABC, 15-I-2012.

{8} El País, 18-I-2012.

{9} Xavier Casals, El pueblo contra el Parlamento. El nuevo populismo en España 1989-2013. Barcelona 2013.

{10} Véase Juan Antonio Cordero, «El laboratorio de la nueva ultraderecha en España», en Claves de razón práctica nº 223, julio/agosto 2012, pp. 26-27.

{11} El Confidencial, 13-IX-2013.

{12} Madriddiario.es, 23-X-2013. El Comunista, 13-IX-2013.

{13} ABC, 22-X-2013.

{14} ABC, 13-VIII-2013.

{15} Véase Arnold Gehlen, Moral e hipermoral. Río de Janeiro, 1984.

{16} Almudena Grandes-Gaspar Llamazares, Al rojo vivo. Un diálogo sobre la izquierda de hoy. Madrid 2008, pp. 143-144.

{17} Ibidem, p. 73.

{18} Emilio Silva, «Movimiento memorialista», en Diccionario de memoria histórica. Madrid 2011, pp. 69 ss.

{19} El País, 29-X-2009.

{20} György Lukács, «La misión moral del Partido Comunista», en Táctica y ética. Escritos tempranos (1919-1920). Buenos Aires, 2005, pp. 77-79.

{21} «El nuevo nacionalismo español», El País, 29-I-2001.

{22} Véase Pedro Carlos González Cuevas, «El retorno de la tradición liberal-conservadora», en Ayer nº 22, 1996, pp. 71-88.

{23} Ariel Jérez, «Transición», en Diccionario de memoria histórica. Madrid 2011, pp. 85 ss.

{24} Josep Fontana, «La llegenda de la transició espanyola», en La construció de la identitat. Barcelona 2005, pp. 121 ss. Prólogo a José Andrade Blanco, El PCE y el PSOE en (la) transición. La evolución ideológica de la izquierda durante el proceso de cambio político. Madrid 2012, pp. 18-19. Por el bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945. Barcelona 2011, pp. 18-19.

{25} Juan Antonio Andrade Blanco, El PCE y el PSOE en (la) Transición. La evolución ideológica de la izquierda en el proceso de cambio. Madrid 2012.

{26} Bénédicte André-Bazzana, Mitos y mentiras de la Transición. Barcelona 2006.

{27} Ferrán Gallego, El mito de la Transición. La crisis del franquismo y los orígenes de la democracia (1973-1977). Barcelona 2008.

{28} Juan Carlos Monedero, La Transición contada a nuestros padres. Nocturno de la democracia española. Madrid 2011.

{29} Véase Raznig Keucheyan, Hemisferio izquierdo. Un mapa de los nuevos pensamientos críticos. Madrid 2013.

{30} Domenico Losurdo, Autocensura y compromiso en el pensamiento político de Kant. Madrid 2007.

{31} Doménico Losurdo, Contrahistoria del liberalismo. Barcelona 2007.

{32} Doménico Losurdo, Stalin. Historia crítica y leyenda negra. Barcelona 2011.

{33} «Stalin reloaded», Mundo Obrero, 13-VII-2013.

{34} Véase Angelina Uzín Olleros, Introducción al pensamiento de Alain Badiou. Buenos Aires, 2006. Véase también Razmig Keucheyan, Hemisferio izquierda. Un mapa de los nuevos pensamientos críticos. Madrid 2013, pp. 241-248.

{35} Alain Badiou, El siglo. Buenos Aires, 2005, p. 92. Compendio de metapolítica. Buenos Aires, 2009, pp. 24, 25, 65.

{36} Alain Badiou, El despertar de la historia. Madrid 2012, p. 12.

{37} Alain Badiou, Compendio de metapolítica. Buenos Aires 2009, pp. 69, 73, 77. Circunstancias. Buenos Aires, 2009, p. 15.

{38} Alain Badiou, Compendio de metapolítica, pp. 101. ¿Qué representa el nombre de Sarkozy? Villaboa, 2008, pp. 20-21.

{39} Alain Badiou, De un desastre oscuro. Buenos Aires 2006, p. 11.

{40} Véase Christopher Kul-Want-Piero, Slavoj Zizek para principiantes. Buenos Aires 2012. Antonio J. Anton Fernández, Slavoj Zizek. Una introducción. Madrid 2012. Yannis Stavrakakis, La izquierda lacaniana. Psicoanálisis, teoría, política. México 2010.

{41} Slavoj Zizek, Bienvenidos al desierto de lo real. Madrid 2008, p. 60.

{42} Slavoj Zizek, Repetir Lenin. Madrid 2004, p. 9-10. Bienvenidos al desierto de lo real, p. 66.

{43} Slavoj Zizek, Repetir Lenin. Madrid 2004, pp. 80-81, 156-157.

{44} Slavoj Zizek, Amor sin piedad. Hacia una política de la verdad. Madrid 2004, pp. 10-11.

{45} Slavoj Zizek, Repetir Lenin. Madrid 2004, pp. 11 y 29. Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Madrid 2009, pp. 11-12.

{46} Slavoj Zizek, En defensa de causas perdidas. Madrid 2008, pp. 166, 176 y 188.

{47} Slavoj Zizek, En defensa de la intolerancia. Madrid 2009, pp. 11-12. ¡Bienvenidos a tiempos interesantes!. Bizkaia, 2011, pp. 37, 55.

{48} Slavoj Zizek, Arriesgar lo imposible. Conversaciones con Glyn Daly. Madrid 2006, pp. 62 y 64, 100, 157.

{49} Fidel Castro Ruz, «El mundo medio siglo después», El Viejo Topo nº 205, febrero 2010, pp. 19-24.

{50} Ignacio Ramonet, Fidel Castro. Biografía a dos voces. Barcelona 2008, pp. 16 ss.

{51} «Chávez del pueblo», El Viejo Topo nº 303, abril 2013, p. 28.

{52} «Crónica de una jornada con Nicolás Maduro», El Viejo Topo nº 308, septiembre 2013, p. 5.

{53} Conversación entre Pablo Iglesias y NEGA LCDM, ¡Abajo el régimen!. Barcelona 2013. Véase igualmente Pablo Iglesias Turrión, Maquiavelo frente a la gran pantalla. Cine y política. Madrid 2013.

{54} Peter Sloterdijk, Crítica de la razón cínica. Madrid 2009. Véase igualmente Margarita Martínez, Sloterdijk y lo político. Buenos Aires 2010, pp. 13 ss.

{55} Véase Razmig Keucheyan, Hemisferio izquierda. Un mapa de los nuevos pensamientos críticos. Madrid 2013, pp. 253 ss.

{56} ABC, 22-X-2013. El Mundo, 23-X-2013.

{57} Henrik Ibsen, Un enemigo del pueblo. Buenos Aires 2007, pp. 107-108.

{58} «Balaclava», ABC, 26-X-2013.

{59} La Gaceta, 4-X-2013.

{60} Véase Javier Rodríguez Arana, El espacio de centro. Madrid 2001.

{61} «Socialismo, liberalismo, conservadurismo», en Veintiuno nº 33, primavera de 1997, p. 103.

{62} Chantal Mouffe, La paradoja democrática. Barcelona 2003, pp. 25-26.

 

El Catoblepas
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