Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 140 • octubre 2013 • página 7
«Esta obligación de sacudir de nuestra conciencia el polvo de las ideas viejas, carbonizadas ya, y hacer que en ella se afirme lo nuevo, es siempre difícil y penosa. Lo viejo aporta en su defensa ciertas fuerzas que le son, como tal, adictas.» José Ortega y Gasset, «Nada moderno y muy siglo XX» (1916)
I
Renacimiento ceniciento
Resulta muy gratificante y altamente esperanzador comprobar cómo en los estudios sobre filosofía moral de estos últimos tiempos, algo se está moviendo en la buena dirección. Hago mención a un tímido, aunque nada apreciable, cambio de rumbo –respecto a décadas anteriores– tendente a propiciar lo que podría denominarse el retorno filosófico al pasado, esto es, a la «filosofía antigua», a la Grecia y Roma de la Antigüedad, a la perspectiva del conocimiento práctico basado en la virtud, la felicidad y la vida buena. Todo ello con el noble propósito de reintegrar a los pensadores clásicos al lugar que les corresponde y debemos: el Olimpo de aquellos maestros del pensamiento que se han preocupado por los esenciales problemas del hombre. El revitalizado interés por autores clásicos –Lucrecio, Horacio, Séneca, Epicteto, Cicerón, Marco Aurelio–, pero también el auge de la novela histórica y las series de televisión ambientadas en el mundo antiguo, representan una muestra del fenómeno señalado. No negaré, con todo, que bastante hay de anhelo y empeño –confío en que no mera ilusión– tras esta percepción.
Tampoco sería justo entender el interés por lo antiguo a modo de activación de una moda retro. Señalo una tendencia intelectual –todavía leve, si se quiere– que está impactando directamente en la hegemonía y el poderío cultural mantenida hasta hace bastantes lustros por los neomodernos es decir, aquellos intelectuales, desencantados de la posmodernidad, pero que, de alguna manera, comparten con los postmodernos aquella actitud compendiada hace años, en un brillante diagnóstico/interrogación/lamentación, por Martha C. Nussbaum: «Por qué estos problemas, tan importantes para nosotros [la virtud, la felicidad, la vida buena], se tratan tan raramente en la ética moderna.» (La fragilidad del bien).
¿Qué ordena la actualidad neomoderna? La obsesión por la pasión y el mal (el riesgo, la catástrofe, la crisis), en detrimento de la meditación sobre la razón, la acción, el bien moral y la excelencia; la conversión del otro –y lo otro– en protagonista de la ética, a expensas del yo; privilegiar el discurso del victimismo y la queja, la indignación y el lamento, una moral de mínimos, frente al discurso de la moral alta, el esfuerzo y el valor; la atención y la preocupación por los desgraciados, los humillados y los ofendidos –los parias de la tierra, los pobres de espíritu–, en lugar de destacar la tarea del héroe moral, la acción del hombre virtuoso. Todo esto ha conducido, en el marco postcultural de la denominada «postmodernidad», al establecimiento de un programa doctrinal en el que los máximos honores los sigue ostentando la política expansiva de los derechos humanos, mientras poco o nada se habla, en cambio, de deberes y esfuerzo personal.
No hay, en rigor, una «sabiduría de los modernos» (Luc Ferry y André Compte-Sponville) opuesta a la de los antiguos. El Modernismo no logró imponerse sobre lo establecido al precio de enterrar el paradigma cultural de la Antigüedad. Tal vez por este motivo, el Postmodernismo se enfrentó al espíritu moderno frontalmente; por descontado, también al modelo intelectual de la Antigüedad. De similar forma a como actuaron los modernos, los postmodernos fijaron la vista en el futuro, en el más allá, en lo porvenir, convencidos unos y otros de que el «progresismo» –sustituto nominal del mero «Progreso»– es un concepto necesario e incuestionable, válido por sí mismo. Con similar ardor se mostraban igualmente persuadidos de que cualquier tiempo pasado fue peor. Comoquiera que sea, el pasado perdura y lo clásico permanece.
En los juegos de lenguaje, en el manejo de la artificiosidad y el efectismo, los postmodernos han dejado probada evidencia de sus habilidades. Hoy, cuando parece haberse sentenciado la muerte de la Postmodernidad –entelequia y ensueño de la sinrazón que tantas muertes prematuramente anunció a su vez–, en lugar de preguntarse por lo que vendrá, en vez de conjeturar la nueva faz –el neo-post del post-neo–, acaso sea más conveniente echar la vista a atrás… para seguir adelante. Retornar mentalmente a fin de reparar en el valor de lo pretérito, que no por desusado o descuidado debería ser tenido por rancio y superado por el tiempo; al menos por lo que atañe a los asuntos de la moral y la ética. Tal vez fuese sensato, en fin, aplicar al siglo XX la siguiente reflexión que José Ortega y Gasset dedicó al siglo XIX:
«He aquí una prueba de que es preciso dejar bien muerta en nosotros esa centuria: he aquí la prueba de que el siglo XIX no consiente a los futuros ser de otro modo que él pretende imponerles, no sólo sus preocupaciones, sino hasta el rango que en su ánimo gozaban. El siglo progresista no concibe que se dé progreso en otra forma que en estado de alma progresista.» («Nada moderno y muy siglo XX» [1916]).
II
¿Un pensamiento inactual y, al mismo tiempo, del presente?
Por lo ya dicho hasta aquí, probablemente, no sea exagerado, ni tampoco pretencioso, calificar el punto de vista que aquí sostengo de inactual. Que tal suposición sea reconocida ya en los primeros compases de la partitura, a los pocos metros de la línea de salida, puede confirmar lo que la lectura de los primeros compases del presente texto insinuaba como una simple sospecha. En cualquier caso, la sospecha –filosóficamente entendida– estaba justificada. O al menos la sincera e inocente presunción según la cual el hablar de virtud y vida buena en la ética, el pensar la filosofía práctica a modo de revisitación del pasado, resulta un propósito cuando menos anacrónico, fuera de lugar o demodé, por no decir llanamente «reaccionario». Si a todo ello se añade que lo que sigue contiene la invitación a una ética contenta y contenida, inclinada al individualismo y que previene contra la política, tal vez quepa juzgar esta iniciativa también de osada.
Nuestra vida es, ya lo sabemos, aquello que nos pasa, en este transitar limitado y finito que llamamos existencia. Que la cortedad de la vida y los sinsabores no entrañen insatisfacción ni conduzcan a la desesperación, a la que se ven arrastrados los espíritus derrotados por la desolación, la tristeza y la derrota del pensamiento, es aspiración profundamente ética. Juzgar que, a pesar de todo, la vida hay que vivirla bien, convirtiéndola en experiencia plena y gozosa, y no plana o aburrida, ésta es criterio prioritario de toda moral positiva. Siempre lo ha sido. Y siempre lo será. He aquí la noción de destino concentrada en la siguiente la indicación o instrucción práctica: a pesar de todo, todo va bien.
¿No supone esta declaración una vana loa al conformismo y al bobo optimismo? Ciertamente no. Sin ir más lejos, representa la celebración de lo real, de lo existente.
«Hay un tipo de adicción a lo irreal que alimenta las formas más destructivas del optimismo: un deseo de suprimir la realidad como premisa de la que debe partir la práctica racional, para reemplazarla con un sistema de ilusiones complacientes.» (Roger Scruton, Usos del pesimismo [2010]).
Cuando pasamos de la perspectiva ética a la arena política las cosas cambian. El caso es que hemos soportado un siglo XX con demasiada política. Y todavía falta por ver si el XX es un siglo pasado… Por lo excitable e irritable de la fibra de la política, que al tocarla se eriza uno, y por la posición dominante que ostenta en la vida actual de los individuos, aprecio de difícil encaje con lo vigente sólo sugerir la posibilidad del camino inverso, a saber: atemperar el frenesí y la prevalencia de lo político y lo público de modo que se propicie un regreso a lo tradicional y lo privado. Como Ortega y Gasset, juzgo inexcusable el paso –o trance– que nos conduce a lo político; después de todo, el hombre vive en la polis y no es bueno que esté solo. Pero añado: en la arena política, en la más vibrante vita activa, no es seguro de que el hombre se encuentre a sí mismo, ni mucho menos que desarrolle sus atributos más excelentes, sino que, por el contrario, se vea afectado de alteración (resultado de estar en territorio de alter), poco propenso a generar contento y estabilidad.
Sólo será prudente y positivo dar el paso y ganar mundo una vez hayamos asegurado el continente de la ética, el verdadero hogar del ser humano. Es éste el lugar desde donde iniciar cualquier partida al exterior, el espacio propio donde en el momento adecuado poder retirarse, para restablecerse y volver a partir o para reposar y jubilarse, que es la forma clásica de calificar el acto de alegrarse o ganar el jubileo o alcanzar el júbilo. Si una idea principal y primaria pretendo exponer en este ensayo, de cara al siglo XXI, es ésta.
III
Mirando hacia atrás sin ira y con contento
La perspectiva de la vida moral reinante la Antigüedad sufre, bien es verdad, una perceptible transformación con el advenimiento de la Modernidad y de la «ética moderna» (representada significativamente por la ética kantiana y utilitarista, en sus distintas versiones). En este periodo histórico se instauran formalmente los conceptos de yo y de individuo, si bien éstos, de facto, estaban ya presentes y claramente expresados en los pensamientos más fértiles de la Antigüedad. Lo mismo podría decirse de otras nociones cruciales para el pensamiento: libertad, subjetividad, etcétera. En la Modernidad, ambas nociones –yo, individuo– se ponen al servicio de instancias imperativas como deber o bienestar general –ámbito del otro, indefinido e ilimitado–, lo cual otorga a la ética un sentido y una significación muy distintos con respecto al horizonte del problema en los antiguos, donde el cuidado de sí mismo se antepone a cualquier otro principio.
Curiosamente –aunque no casualmente–, es tal el poder de atracción, asimilación y absorción de lo moderno entre la gente que ha llegado a convertirse en una actitud común el calificar como «moderno» todo aquello que desea elogiarse respecto a una idea, una característica o un comportamiento pasados. De este modo, a no pocos analistas e intérpretes de la actualidad se les antoja afirmar, con neta arrogancia, que un escritor, un artista o un pensador antiguos exhiben una actitud muy «moderna» en el momento en que se advierte en sus trabajos algún rasgo que es juzgado correcto y positivo en el presente, esto es, desde la perspectiva del presente.
Semejantes modos delatan, como mínimo, una sospechosa tendencia a la anacronía, cuando no al ávido determinismo, como dando a entender que si un autor clásico se expresa, por ejemplo, en primera persona o emplea la elipsis a modo de formas estilísticas, resulta ser «muy moderno» en la medida en que con ello se anticipa a lo que un periodo posterior será tomado como elemento cultural característico y hasta ejemplar. En realidad, ocurre justamente lo contrario: aquello juzgado como «moderno» es muchas veces actual y efectivo porque ya los antiguos fueron capaces de vislumbrarlo, poseerlo y mostrarlo en su momento.
Lo justo y razonable sería afirmar, en consecuencia, que a menudo los modernos resultan ser «muy antiguos», al menos cuando recurren a usos y modos empleados antaño de manera provechosa, siendo tan válidos y fructíferos hoy como ayer. No otro sentido posee el concepto «clásico», éste sí tolerado por modernos y postmodernos, aunque con inocultable reserva y prevención.