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El Catoblepas, número 141, noviembre 2013
  El Catoblepasnúmero 141 • noviembre 2013 • página 2
Rasguños

Adolescencia:
antropología comparada

Gustavo Bueno

Texto base para la intervención del autor en un curso de verano celebrado en La Granda (Avilés, agosto de 1997), publicado en el libro colectivo Sociopatología de la adolescencia, Farmaindustria, Madrid 1998, páginas 23-56.

Adolescentes

El propósito de este trabajo es establecer un concepto antropológico de adolescencia que no por tener un carácter general deba ser reducido a un sentido unívoco aplicable a las diferentes culturas. Se ensaya la construcción de un concepto funcional de «adolescencia» cuyos valores serán determinables a partir de los valores dados a las variables independientes de «niñez» y «estado adulto».

Introducción
Planteamiento de la cuestión

1. «Adolescencia» es un término latino no bien delimitado respecto del termino «pubertad» (pubertas) y la mejor prueba de ello es que la distinción impúber/púber no se superpone durante todas las épocas (de la misma área cultural de las lenguas latinas) con la distinción de infancia/adolescencia (impúber e infancia se superponen aproximadamente en extensión, aunque etimológicamente su raíz sea diferente). Para mantenernos en el ámbito de la sociedad en la que se tallaron estos términos: en el Derecho romano antiguo y en ciertas escuelas de inspiración estoica, como la de los proculeyanos, los púberes gozaban de capacidad civil absoluta (podían disponer libremente de sus bienes); pero a partir de la Lex Plaetoria se distingue entre un púber menor de 25 años y un ciudadano con mayoría de edad plena. La ley daba a los menores medios para anular las obligaciones por ellos contraídas. Asimismo, se instituyó la «curatela» (en tanto que la pubertad marcaba el fin de la «tutela»). En suma, la pubertad no clausuraba la adolescencia como minoridad de edad o como idea, más o menos vaga, de alguien que «todavía no ha terminado su crecimiento» (adolescere = crecer).

En su uso moderno, más o menos técnico, «adolescencia» comienza a configurarse a principios de nuestro siglo como concepto no estrictamente fisiológico, pero sí psicológico-individual, entendido por Stanley Hall como un periodo del desarrollo ontogenético de naturaleza conflictiva a causa de la rebeldía e idealismo de los jóvenes que han dejado de ser niños. La naturaleza psicológica de las etapas ontogenéticas no excluiría en ellas «recapitulaciones» filogenéticas, según la ley de Haeckel para interpretar las etapas de la historia de los homínidos (etapa cuadrúmana del gateo de los niños, etapa de bandas u hordas, etapa de los Sturm und Drang de la adolescencia…). Por consiguiente, la naturaleza individual del concepto de «etapas ontogenéticas» no excluye que algunas de las etapas envuelvan la tendencia de los individuos a agruparse en bandas y, en todo caso, las bandas u hordas formadas de este modo, aunque fueran el origen de grupos sociales, no se contemplan como si estuviesen «moldeadas» por la sociedad. Por supuesto, el concepto psicológico de la adolescencia incluye, como un episodio suyo central, a la pubertad entendida también en su sentido biológico (anatomofisiológico) como «maduración genital» y, en general, orgánica (esqueleto, masa muscular, &c.).

Ahora bien, el concepto psicológico de la adolescencia (incluyendo la pubertad) constituye una reducción abstracta no ya pura y exclusivamente hacia el terreno biológico-individual, sino también hacia el terreno psicológico-individual, que envuelve a aquél y que actúa como reforzador de esta escala individual (que no excluye la intencionalidad universal-distributiva del concepto). Como prototipo del tratamiento psicológico de la idea de la adolescencia, en este sentido, citaríamos H. Erikson, Identidad, juventud y crisis (Nueva York, 1968), traducción española, Taurus, Madrid 1980, págs. 100 y ss.). No es porque Erikson considere al individuo como una sustancia exenta; se le concibe inmerso en un medio social que le suministra los repertorios de errores. Sólo que la identidad final debe procurársela el propio adolescente. En una perspectiva parecida se mantiene el tratamiento de la adolescencia desde el movimiento «Cultura y personalidad» (Linton, Kardiner), y también el tratamiento de la adolescencia en el contexto contexto de las etapas evolutivas de Piaget. Queda reconocida la necesidad de contar con el momento «social»; pero este momento parece visto más bien como una «dimensión» del individuo, y, en todo caso, el momento social es considerado precisamente en esta reducción genérica; es decir, poniendo entre paréntesis los contenidos culturales e históricos cambiantes y específicos, que son precisamente los que considera la antropología o la historia. La misma confusión de conceptos puede constatarse en los casos en los cuales la adolescencia pretende ser elevada a la condición de figura o categoría propia de la medicina, pero, añadiéndose, de la «medicina social»; pues esto equivale a presuponer que la expresión «medicina social» tiene algún sentido riguroso. Se habla con frecuencia, es cierto, de «enfermedades sociales», entre las cuales se cuentan a veces desde la obesidad hasta una epidemia de viruela, como si la obesidad o la viruela afectasen a un grupo social en cuanto tal (otra cosa es que la enfermedad, que afecta a los organismos individuales, tenga causas o efectos sociales, lo que no daría pie para confundir la administración de la medicina –que puede ser social– con la medicina misma). La adolescencia tiene efectos sociales indudables, pero ello no autoriza a hablar, por ejemplo, de «sociedades adolescentes», confundiéndolas con las «sociedades de adolescentes».

Esta reducción abstracta, que tiene, sin duda, un fundamento in re y que conduce a la acepción más común psicológico-pedagógica del concepto de adolescencia, representa, a nuestro juicio, al mismo tiempo, un oscurecimiento y hasta una tergiversación de la realidad de la adolescencia en tanto ésta no se deja reducir a la mera condición de «figura de la evolución ontogenética» (una figura de escala similar a la constituida por la «segunda dentición», pongamos por caso), como si pudiera aplicarse distributivamente a las sociedades faraónicas, a los indios de las praderas o las democracias occidentales. La adolescencia es una figura que se recorta no tanto en un espacio fisiológico, psicológico o psicosocial, sino en un espacio antropológico, en el que se reabsorben las figuras abstractas psicológicas; un espacio que no es sólo social (es decir, en nuestros términos, representable en el «eje circular»), sino también «angular» y «radial». Por ello, no es nada fácil establecer un concepto de adolescencia, como figura del espacio antropológico, capaz de desbordar los límites de la individualidad psicológica (ontogenética) y, muy especialmente, los límites que le marca la pubertad. Una buena prueba de ello nos la suministra precisamente uno de los principales autores que, desde la antropología, han contribuido más a consolidar la distinción entre el plano psicológico (biológico) y el plano antropológico, Arnold van Gennep, a quien para superar el nivel fisiológico en el que se dibuja el concepto biológico de pubertad («pubertad fisiológica») no se le ocurre otra cosa que construir el concepto metafórico de «pubertad social» (social puberty, en la traducción inglesa, 1960, de su libro de 1908, The Rite of Pasage, University Chicago Press, cap. 5, pág. 65): «En Roma, la pubertad social precede a la física (si los niños eran legalmente casaderos a los 12 años); en París, la pubertad social sucede a la física (si sólo era legal casarse a los 16 años)». Porque es obvio que «pubertad social» es una metáfora que busca desbordar la pubertad fisiológica, pero tomándola como referencia, por otra parte inadecuada (salvo que en el concepto de pubertad fisiológica se contenga ya oscuramente el concepto antropológico de «adolescencia»). También Margaret Mead (con la aprobación de F. Boas, que prologó su célebre obra Coming of Age in Samoa, en 1928) comienza distanciándose de la perspectiva psicológica en el momento de plantear el problema de la adolescencia («los psicólogos observan la conducta de los adolescentes en nuestra sociedad y generalizan»), y apela al método antropológico, a la «antropología comparada». M. Mead pretendió probar que las crisis emocionales de la adolescencia no son secuela inevitable (psicobiológica) de la madurez fisiológica, sino que están determinadas culturalmente.

2. Es cierto que la expresión «antropología comparada» puede parecer redundante, pues toda antropología es comparada desde que Blumenbach la concibió como taxonomía de las razas humanas. Y es comparada porque concebir a la antropología como una disciplina que «se ocupa del hombre en general, en su esencia…» es condenarse en recaer en una «antropología de predicados», como si estos predicados pudieran (incluso en el supuesto de que fueran universales) tener sentido como emanados de un sujeto absoluto («el hombre») y no como resultado de su desarrollo, de su historia; es decir, como si los predicados en cuestión («racional», «libre», «cultural», «elpídico», –«el hombre es animal elpídico», dice Laín–; «futurizo» –«el hombre es animal futurizo», dice Julián Marías–) pudiesen entenderse al margen de las realidades particulares que, en cualquier caso, los generaron.

Y «estas realidades particulares» que han de compararse, o bien son propias de primates, prehomínidas, homínidas y hombres, o bien son propias de diferentes razas, etnias, sociedades o culturas; en todo caso, antropología comparada (del hombre con los animales o de las diferentes culturas entre sí). Ordinariamente, se identifica el método de la antropología con el relativismo cultural; pero la necesidad de la comparación (que es, en rigor, una confrontación) no implica, como algunos pretenden, el relativismo cultural, porque incluso quien defiende el carácter superior de la «cultura occidental» tendrá que llevar adelante esta «defensa» no a partir de principios axiomáticos, sino a partir de la confrontación pormenorizada de la «cultura occidental» con las otras culturas.

Y todo esto se hace más notorio a propósito de la «adolescencia», teniendo en cuenta que el carácter universal (sin perjuicio de las variantes propias de una especie politípica) de su referente –la pubertad– ha de tratarse concatenado a su condición de figura antropológica. Condición que nos obligará a recortar su concepto no «a escala» de esa universalidad biológica (como si las determinaciones sociales o antropológicas fuesen meros sobreañadidos o superestructuras susceptibles de ser atribuidas a un «sujeto universal» que habría que recuperar precisamente definiéndolo desde la rasante biológica), sino a escala del «espacio antropológico», que es en donde «resuenan» los componentes universales (con las variaciones, también nomotéticas, debidas al clima o a la raza) de la pubertad en las figuras de la adolescencia.

El tratamiento adecuado de la idea de adolescencia remueve en realidad todas las categorías y problemas gnoseológicos característicos de la antropología y puede considerarse como un punto de cruce de sus líneas más diversas. Las clasificaremos en dos familias que, por otra parte, interaccionan entre sí y se realimentan, a saber:

1) Por un lado, las líneas y problemas de carácter fenomenológico (eminentemente emic).

2) Por otro lado, las líneas y problemas de carácter ontológico-axiológico (que sólo se dibujan desde una perspectiva determinada, en nuestro caso desde el materialismo cultural o histórico).

3. La distinción anterior puede servirnos para organizar la materia de esta exposición.

I) En primer lugar ofreceremos un esquema de análisis fenomenológico de la adolescencia. El principal problema implicado en este análisis tiene que ver con la distinción entre un tratamiento emic y un tratamiento etic de la adolescencia.

El punto de vista etic comprende no sólo lo relativo al concepto de pubertad (animal y humana), sino también lo relativo a los conceptos de adolescencia establecidos como figuras objetivas en la cultura desde la cual llevamos a cabo el análisis. El tratamiento emic ha de conducirnos a la «reconstrucción» fenomenológica-emic de las figuras de la adolescencia propias de las diversas sociedades que consideremos (en principio, todas), tratando de situarnos en los que Bastian llamó Völkergedanken correspondientes (algo así como «ideales populares»). En nuestro caso entenderemos este análisis como una tipología de los diferentes modos de entender la adolescencia por diferentes culturas, fundadas en la interpretación emic del componente del referente objetivo de las ceremonias de pubertad tomado como criterio objetivo que nos permita aproximarnos a los «correlatos» del concepto de adolescencia de los que no tenemos expresiones emic seguras. Por otra parte, el análisis emic, en tanto nos introduce en los diversos sistemas normativos que tienen un papel causal en la configuración de las figuras mismas de la adolescencia en las diferentes culturas, constituye un puente hacia el análisis ontológico y axiológico, en la medida en que los referidos sistemas normativos emic sean algo más que sobreañadidos o superestructuras imaginarias agregados a una supuesta realidad «de fondo». La «realidad objetiva» de la adolescencia, en cuanto figura del «espacio antropológico» que envuelve a la pubertad, es el mismo conjunto de figuras correlativas a ellas que podamos establecer en las diferentes culturas o sociedades; del mismo modo que «la realidad objetiva» del gobierno político no es algo distinto de la realidad de las figuras históricas y sociales que podamos establecer a título de variedades suyas. Y el reconocimiento de un conjunto tal nada tiene que ver necesariamente con el relativismo cultural; porque una cosa es constatar la realidad de unas determinadas figuras de la adolescencia y otra cosa es conferirles el mismo tipo de consistencia o valor (una cosa es constatar que la monarquía es una figura de gobierno y otra cosa es conferirle el mismo tipo de consistencia y valor, en una perspectiva histórica, que las que puedan ser atribuidas a la república). En cualquier caso, las realidades de las que hablamos no son «megáricas»; el conflicto o confrontación entre ellas forma parte de la misma «realidad», y sólo en esta confrontación es posible medir la consistencia y valor de unas figuras frente a las otras.

II) En segundo lugar procederemos a introducir la perspectiva del análisis ontológico en los dos niveles en los que se mueve la antropología comparada. Ante todo, en el nivel de confrontación, en torno a la adolescencia, entre las sociedades humanas y las sociedades animales; y, ulteriormente, en el nivel de confrontación entre las diferentes sociedades humanas. Este análisis nos confirmará en la tesis de que las figuras de la adolescencia no son simples construcciones de una «libre fantasía mitopoyética» (actuando, principalmente, en la configuración de ceremonias o de normas contingentes), sino que tales figuras están dadas en función de factores tales como puedan serlo las estructuras familiares de base (parentesco elemental, poliginia, monogamia), las estructuras de producción básica (cazadores, recolectores, ganaderos), el régimen de propiedad, las clases sociales en función de sexos, de edades o de tipos de sociedad (por ejemplo, sociedad agrícola, sociedad industrial), las estructuras religiosas, políticas o militares. La adolescencia, considerada en su realidad ontológica y axiológica, no es una figura exenta, un «tema» ofrecido a la curiosidad de viajeros o etnógrafos; es una figura recortada en el «todo complejo» del que habló Tylor.

En un final ofreceremos algunas consideraciones sobre la figura de la adolescencia en nuestra propia sociedad «occidental democrática», tal como podría ser dibujada (y no conocemos otro modo de hacerlo) por confrontación con las figuras determinadas o atribuidas a otras sociedades.

Sección I
Análisis fenomenológico de las figuras de la adolescencia a partir de una tipología de las ceremonias de la pubertad

1. ¿Cómo proceder al tratamiento de un material empírico tan vasto como el etnográfico? ¿Al modo de una rapsodia que recorra documentos de exploradores, misioneros, etnólogos, &c.? Supuesto que las ceremonias de pubertad sean el único referente etic que nos permite establecer correlatos (homologías, analogías) de la adolescencia, nuestro objetivo es alcanzar una tipología de las ceremonias de la pubertad desde criterios que puedan ser pertinentes para construir el concepto mismo adolescencia. El peligro que nos acechará siempre estriba en la dificultad de distinguir entre los rasgos distintivos y los rasgos constitutivos de la adolescencia, rasgos considerados desde el punto de vista antropológico.

Nuestra tipología ha de estar orientada hacia la determinación de un concepto antropológico de adolescencia. La pubertad no es la adolescencia; pero lo importante no es esta distinción, sino su alcance, por así decirlo, gnoseológico. Porque «pubertad» es preferentemente un concepto anatomofisiológico (médico o biológico), mientras que «adolescencia» es un concepto antropológico. Estas dos categorías de conceptos están muy intrincadas, sin duda, porque la adolescencia supone, en general, la pubertad, y porque el concepto biológico, cuando se aplica circunscrito a la antropología, sólo por reducción abstracta (psicológica, biológica) puede separarse del concepto antropológico, aunque pueda disociarse de él, mediante su incorporación a otras legalidades o ritmos característicos. Concedamos, sin embargo, que la pubertad es el núcleo biológico de la adolescencia; esto es tanto como decir que el concepto de pubertad, como núcleo de la adolescencia, no podría considerarse, en el campo antropológico, como un concepto «claro y distinto», salvo por abstracción, porque realmente la «pubertad» está resonando necesariamente en un espacio antropológico y está siendo configurada ordinariamente desde él. La mejor prueba de esta confusión, a la que ya nos hemos referido, es la propuesta (de A. van Gennep) de reformular la distinción como oposición entre pubertad fisiológica y pubertad social (Phisiological Puberty/Social Puberty, op. cit., pág. 65); formulación que no deja de ser una metáfora que si bien reconoce la conexión entre adolescencia y pubertad, no llega a alcanzar por ello un concepto antropológico de adolescencia.

Es esta misma confusión e intrincación de conceptos la que podemos trasladar a las situaciones descritas por los etnólogos como «ceremonias de pubertad»; porque las «ceremonias de pubertad», en su sentido emic, tampoco son ceremonias reducibles a la pubertad biológica, sino precisamente al significado que ella (como referencia etic) alcanza en la cultura de referencia. Precisamente por esto, el análisis tipológico de las ceremonias de pubertad puede acaso ser el medio más eficaz, por no decir inexcusable, para alcanzar una tipología de las figuras antropológicas de la adolescencia.

2. Los criterios que, en esta perspectiva, podrían ser más pertinentes (en todo caso, no únicos) serían criterios susceptibles de presentarse en forma de estructuras alternativas, porque de este modo podrán recoger tipos extremos de ceremonias y tipos mixtos. De este modo, y en este caso, los tipos extremos podrían comenzar a figurar como fases o momentos de un mismo tipo de ceremonia o acaso, sencillamente, como aspectos comunes suyos.

Tres criterios hemos elegido, y sin pretensiones de exhaustividad, según la pertinencia de los rasgos ceremoniales a los efectos que nos interesan:

A) En primer lugar, un criterio que tiene directamente que ver con el núcleo biológico de las ceremonias de la pubertad; a saber, con el dimorfismo sexual de los primates. La pubertad, biológicamente, no es un proceso uniforme en ambos sexos. En cuanto a su fenomenología más ostensible, espectacular, o «dramática», se manifiesta eminentemente como fenómeno femenino ligado a la menstruación (y a determinadas modificaciones somáticas, como la aparición de mamas o del vello pubiano); en cambio, la formación de esperma tiene características menos ostensibles. En cualquier caso, no debe olvidarse que en el reconocimiento de los rasgos fenomenológicos de la pubertad a nivel fisiológico influyen también determinados contenidos culturalmente elaborados (por ejemplo, la interpretación del clítoris como un pene en miniatura).

Según este criterio, sería preciso diferenciar estas tres alternativas:

a) Ceremonias comunes (a varones y hembras), o aspectos comunes a las ceremonias («común» no implica necesariamente «semejante»; basta que las desemejanzas estén engranadas en una ceremonia compartida).

b) Ceremonias de pubertad femeninas.

c) Ceremonias de pubertad masculinas.

B) En segundo lugar, tendremos en cuenta el significado intencional (emic) que podemos atribuir a las ceremonias de pubertad (en función de la adolescencia) y que «tendrá que elegir» entre estas alternativas:

p) La alternativa «ceremonia global», que incluye un momento de salida y un momento de entrada; es decir, que se nos presenta como un rito de paso.

q) La alternativa «ceremonia de pubertad» entendida como «ceremonia de salida».

r) La alternativa «ceremonia de pubertad» entendida como «ceremonia de entrada».

C) En tercer lugar (y tenemos que reconocer que este tercer criterio es de índole más bien etic, pues muchas veces, desde el punto de vista emic, sus opciones pueden ser vividas de otro modo), tendremos en cuenta el significado de la metodología ceremonial según estas tres alternativas:

v) Metodología compleja (con una fase dura y una fase blanda).

w) Metodologías duras (con fracturas de dientes, escisión del clítoris, circuncisión, &c.).

z) Metodologías blandas.

Creemos conveniente decir dos palabras sobre el criterio B en relación con el concepto de los ritos de paso, en tanto en ellos cabe distinguir también tres grandes fases: separación, transición e incorporación (agregation). Mantenemos, en efecto, algún recelo ante un concepto («ritos de paso») que, utilizado a cualquier precio, podría conducir a la reducción de las ceremonias de la adolescencia a la condición de un ritual de paso, entre otros, lo que podría desvirtuar su sentido. Van Gennep, al mantenerse en una perspectiva emic rigurosa, que linda con una suerte de idealismo antropológico, no distingue, es decir confunde, las separaciones imaginarias y las reales (etic), así como también las incorporaciones fantásticas y las reales etic. Las ceremonias funerales, por ejemplo, al ser interpretadas como ritos de paso, resultan automáticamente puestas al mismo nivel que el que corresponde a las ceremonias de matrimonio; por cuanto las ceremonias funerales no sólo incluirían una separación (de los difuntos respecto de sus estructuras familiares o sociales), sino también una incorporación (de los difuntos al «reino de Hades»). Sin embargo, aun reconociendo que ello es así desde un punto de vista emic, y que este punto de vista es, por otro lado, imprescindible (aunque van Gennep mismo admita que en los ritos funerales el momento principal es el de la separación), sin embargo será preciso «traducir» estos patrones ceremoniales «imaginarios» a un terreno positivo, lo que también incidirá en la propia interpretación etnológica. Por ejemplo, una ceremonia funeral podría describirse como aquella que comporta en su fase final la incorporación del cadáver a la urna o al cementerio (o a la tierra o al mar, si las cenizas se dispersan), con lo que dejará de ser propiamente un rito de paso en el sentido «circular» (social). De otro modo, el concepto de ritos de paso debería ser descargado de muchas ceremonias que no son tales, o lo son en otro plano, a fin de poder adscribirlo a algún otro orden de ceremonias (lo que en el fondo el mismo Van Gennep viene a reconocer sólo que mezclando la perspectiva emic y etic e interesándose, sobre todo, por los rituales de paso; aplicar sin más al análisis de las ceremonias de la adolescencia el concepto de ritos de paso de Van Gennep es ya prejuzgar que toda ceremonia de pubertad ha de tener este sentido). Tendríamos, por tanto:

1) Ceremonias de entrada (en una sociedad): ritos de nacimiento (a partir de situaciones naturales, no «sociales»: vientre de la madre, probeta), ritos de iniciación, bautismo.

2) Ceremonias de salida (de una sociedad): despedida de soltero, ritos funerales.

3) Ritos de paso (con entrada y salida formalizadas): el rito de cortar el cordón umbilical, que comporta un rito de salida (respecto de la madre), seguido de un rito de entrada (en el grupo social).

3. Las ceremonias de pubertad, en cuanto pueden interpretarse como «ceremonias de salida», subrayan el carácter que en muchas ceremonias de pubertad pudiéramos advertir como ceremonias que consideran ante todo la negatividad de la pubertad; es decir, como si el sentido de la ceremonia tuviese como «centro de gravedad» el «ayudar a salir al niño» (obligándole a salir, acaso sólo a presenciar cómo logra salir de una situación considerada como pura negatividad: enfermedad, estado inmaduro, &c.). Se subrayarán, por tanto, en las ceremonias los componentes negativos del proceso, lo que él tiene de evasión, liberación, &c., acaso porque se da ya por consabido el destino del adolescente. El mismo Van Gennep subrayaba el hecho de que las ceremonias de primera menstruación ocurrieran en pueblos que no tienen ritos de iniciación (lo que se ritualizaría sería la primera aparición de la sangre, percibida como una entidad que desborda a su portadora).

En cambio, otras ceremonias de pubertad podrían interpretarse, sobre todo, como «ceremonias de entrada», como ceremonias que, sin negar el término a quo, lo abstraen (no lo contemplan como malo, sino simplemente como indeterminado, amorfo, «no marcado») y subrayan sobre todo el sentido que la ceremonia tiene de incorporación o entrada a un nuevo estado que se ofrece como predeterminado. Se tratará, por tanto, de preparar al adolescente («libertad para»).

Podemos establecer ahora el tercer tipo de ceremonias de pubertad como «ceremonias de paso», en cuanto ceremonia compuesta de dos ceremonias encadenadas, una ceremonia de salida y otra de entrada, que habrían pasado a fundirse como momentos de una única ceremonia global. Es cierto que no tendrá por qué ser siempre fácil el distinguir una ceremonia global de una ceremonia de salida, o de otra de entrada; pero también es cierto que no reconocer la posibilidad de estas alternativas equivale a correr el peligro de confundir las ceremonias de salida o de entrada como los momentos de una ceremonia global.

4. Las diversas alternativas A, B, C se cruzan obviamente entre sí; pero cabe señalar algunas particularidades en el cruce. Pues no todos los cruces son igualmente probables, cuando tenemos en cuenta las características de la sociedad en la que ellos tienen lugar. Además, hay un orden en las alternativas compuestas: el momento duro es más probable que preceda al blando. Y es también más probable que las ceremonias duras se combinen con las ceremonias de salida; aunque no por ello las ceremonias de entrada hayan de ser necesariamente blandas.

En todo caso, los 27 tipos distinguibles según estos criterios pueden utilizarse como una tabla de referencia no solamente taxonómica, de materiales dados, sino como un instrumento para la ordenación histórica, cronológica o social de las culturas respectivas.

Los cuadros de la tabla pueden rellenarse en suficiente número (en nuestro caso, dos tercios de ejemplificaciones frente a un tercio que queda sin ejemplificar de modo convincente) y con suficiente dispersión como para demostrar que la tabla no es utópica y que engrana con el material. Por ello, los cuadros en blanco plantean el problema de la explicación de su improbabilidad (la tabla puede servir, por sus cuadros en blanco, para plantear a la antropología cuestiones que, desde otro punto de vista, no se hubieran planteado).

Tabla tipológica (emic) de ceremonias de pubertad-adolescencia

Por la orientación de las ceremonias Por su metodología Por su campo
Complejas Duras Blandas
Globales
(ritos de paso)
(1)
Ceremonias g’wi
Ceremonias de ingreso en academias militares mixtas
(4)
Ceremonias espartanas
(7)
x
Comunes
De salida (2)
x
(5)
Ceremonia makusi Nueva Bretaña
(8)
x
De entrada (3)
x
(6)
x
(9)
Ceremonia de presentación en sociedad
Ceremonias de graduación en estudios medios
Globales
(ritos de paso)
(10)
Ceremonias Wonghi
Ceremonias unmatjera
Ceremonias urabuna
(13)
Ceremonia dieri
Ceremonia tawi
Ceremonia ojebwai
Ceremonia nutka
(16)
Ceremonia Kwakiult
Masculinas
De salida (11)
Ceremonia massai
Ceremon. wanderschaft
(14)
x
(17)
x
De entrada (12)
Aprendizaje de adolescentes varones apaches chiricauas
(15)
Ceremonias abipones
Ceremonias sara y banda de entrada en sociedades secretas
(18)
tarascos
Globales
(ritos de paso)
(19)
Valle inferior del Congo
Indios de Calville
(22)
Nueva Irlanda
(25)
Samoa
apaches chiricauas hembras
Femeninas
De salida (20)
x
(23)
Ceremonias tlingits
Ceremonia toda (putkuli-tázár-utiti)
(26)
x
De entrada (21)
x
(26)
Islas Pelew
(27)
Andamaneses

5. Los nueve primeros tipos son poco probables en sociedades primarias debido precisamente a su condición de comunes; sólo en algunas sociedades la discriminación de sexos intentará ser borrada en la adolescencia (como ocurre sobre todo en sociedades modernas). Omitimos una ilustración pormenorizada de cada uno de los tipos, remitiéndola a la bibliografía, para evitar, en este trabajo, una extensión desmedida.

Como ilustración del tipo (1) citaríamos las ceremonias g’wi, bosquimanos del Kalahari, según el informe de Silverbauer. Ceremonias interesantes porque muestran que la pubertad y la adolescencia no se superponen. Y, en todo caso, no son ceremonias comunes, aunque en parte sean compartidas. La niña, antes de la pubertad, suele estar ya casada (con otro joven adolescente); existe una gran libertad sexual en general; la virginidad importa muy poco, el adulterio in fraganti sólo merece algunos golpes o chistes, y el divorcio, antes de la pubertad, se hace sin trámites ni consecuencias peyorativas. A la primera menstruación, al año y medio de la aparición de los primeros caracteres sexuales (13 o 14 años), la muchacha se lo comunica a su madre; comienza la construcción de la choza (la madre desde fuera, la muchacha desde dentro). La muchacha se despoja de sus adornos y sólo conserva el karose, una suerte de manto corto. Queda encerrada en la choza de ramaje y teóricamente no puede comer, aunque de hecho, la madre le lleva el alimento. Por su parte, el marido abandona la choza conyugal y no puede cazar; lo alimentan los compañeros casados con los que se ha de reunir, y no puede oír ni hablar de la muchacha encerrada. Si lo hiciera, ésta sería castigada por seres del mundo inferior y el marido se encontraría con un león o una serpiente; así también, si la muchacha se quita el karose vendría una serpiente y la mordería; si el marido toca sangre, la banda entera sufriría consecuencias desagradables. Esta situación se mantiene durante cuatro días. Al quinto día, las matronas, junto con el marido, llegan a la choza y abren una entrada por el ramaje. La madre afeita la cabeza al marido y a la mujer; lavatorio simultáneo con agua y raíz de bisa. Tatuajes a ambos y escarificaciones, comenzando por la cabeza y acabando por los pies. Mezclan sangres y frotan heridas con ceniza, consejos a los casados: no jugar con los ojos («flirtear»). El padre va a la choza y saca a la muchacha, que se finge ciega. Al marido lo meten en la choza, los compañeros en corro, con armas, se acercan a él; poco después, la muchacha irá hacia ellos y les irá dando sus nombres (aunque ya los conoce); sale después el marido. El círculo de los hombres se disgrega y ofrece los adornos a la pareja, que los devolverá uno a uno después.

La característica de estas ceremonias de pubertad es que en ellas interviene, en general, la mujer ya casada; también interviene su marido (mezcla de sangres, tatuajes simétricos, &c.). La ceremonia se repetirá cuatro o cinco veces, hasta los 25 años; por ello, puede considerarse como un encadenamiento de ceremonias de adolescencia extendido hasta que la mujer ya es adulta.

Tipo (5). Estamos ante ceremonias comunes a varones y mujeres, con «centro de gravedad» en la «salida» y con metodología «dura». Por ejemplo, los makusi y otras tribus caribes del alto Amazonas y Guayana francesa disponen una choza subterránea en la que encierran a los adolescentes haciendo humo en ella. Entre algunas tribus de Nueva Bretaña, cerca de Nueva Guinea, se recluye a las niñas en una jaula, mientras que a los niños se les recluye en matorrales o chozas aisladas.

Tipo (9). Las ceremonias comunes, de entrada y blandas, son frecuentes en nuestra sociedad: corresponden a las ceremonias civiles conocidas como «fiestas de entrada en sociedad» (puesta de largo, bailes, en sociedades de clases aristocráticas o burguesas), pero también a ceremonias religiosas (tipo «primera comunión») o a ceremonias de «graduación» (en estudios medios o en bachillerato).

Tipo (10). Entre los wonghi de Nueva Gales del Sur encontramos ceremonias masculinas, globales (ritos de paso) y complejas (con fase dura y blanda). Los jóvenes, al llegar a la virilidad, son iniciados en una ceremonia secreta sin más testigos que los iniciados. Parte de la ceremonia consiste en la fractura traumática de un diente; tras la operación, se da a los novicios nombres nuevos, indicadores del paso de la adolescencia a la virilidad. Mientras están fracturando el diente producen un fuerte zumbido con un instrumento denominado «toro bramador» (una bramadera), que los profanos no pueden ver; a las mujeres se las excluye bajo pena de muerte. Se supone que cada adolescente se reúne por turno con un ser mítico llamado Daramulún, que se lleva lejos a los adolescentes, los mata, a veces los despedaza y, después, los vuelve a la vida, rompiéndoles de un golpe un diente; la ceremonia termina con una comida. Entre los unmatjera de Australia central, la ceremonia comienza en función de un espíritu llamado Twanyirika, que mata a los niños y los resucita durante el período de la iniciación. En la iniciación no sólo hay circuncisión, sino también subincisión. Cuando ésta se termina, el adolescente recibe de su padre una churinga (un bastón sagrado) con el que su espíritu estuvo asociado en un pasado remoto; mientras esté el adolescente en la manigua recobrándose, deberá hacer girar la bramadera, pues de lo contrario un ser que vive allá en el cielo se dejaría caer sobre él, arrebatándolo.

Entre los anula, vecinos de los unmatjera, las mujeres imaginan que el zumbido de la bramadera en la iniciación produce un espíritu zoomórfico llamado Gnabaia, que se traga a los mancebos en la iniciación y los vomita después en forma de hombres iniciados.

En la tribu de los urabuna, de Australia central, el novicio sufría las operaciones de circuncisión y subincisión, aprendía algunas ceremonias totémicas y recibía instrucciones de conducta (tenía que hacer un presente de comida a quienes le hicieran las operaciones; éstos, acercándole a la boca un pedazo de carne, le relevarían del deber del silencio).

Tipo (11). Las ceremonias masai en Africa occidental han sido descritas muchas veces, a partir de la obra clásica H. Hollis. Podrían interpretarse como ceremonias de salida. A los doce años, entre los masai, en la región de los Grandes Lagos, se alcanza la pubertad, aunque las ceremonias se adelantan o atrasan según la posición social. La circuncisión se repetirá cada cuatro o cinco años; aquellos que la sufren a la vez, forman una clase de edad. La ceremonia comienza por una reunión de los candidatos sin armas, tras de lo cual se les embadurna con greda y durante tres meses deben recorrer los caminos entre kral y kral. Se les afeita la cabeza y se sacrifica un buey o un cordero; al día siguiente, cada uno corta un árbol y los muchachos lo plantan ante la puerta de los candidatos. Habrán de exponerse después al aire frío o bañarse. Se les corta el prepucio y se coloca en el camastro la piel de un buey chorreando sangre. Tras cuatro días de encierro saldrán, excitando a las mujeres y disfrazándose a veces de mujeres; se les adornará con plumas de avestruz; después se les afeitará la cabeza y cuando los cabellos crezcan se les considerará ya hombres. Por lo demás, los masai deben dejar pasar más de 15 años antes de casarse; un período durante el cual acumularán bienes para su futura familia. Instituciones similares encontramos en los indios de las praderas americanas.

Tipo (12). Entre los apaches chiricauas, las ceremonias masculinas tienen el sentido más bien de ceremonias de entrada, mientras que las ceremonias de las muchachas se acogen a la estructura de los ritos de paso. Para los muchachos, la instrucción es más dura que para las muchachas: se les obliga a levantarse temprano, a recorrer largas distancias arrastrando fardos pesados. Han de bañarse en agua helada, cuidar caballos, hacer de centinelas. Habrán de valerse por sí mismos en el desierto. Tras la pubertad es característica la competencia entre ellos: han de correr en grupos y pelear. A los 14 años ya se es cazador y guerrero; los que sobresalen marcan ya su posición de adultos y a los 16 años pueden ser ya voluntarios en las partidas de pillaje; deben participar en cuatro expediciones (también el número 4 jugará un papel importante en las ceremonias femeninas) como bisoños, actuando como servidores de los guerreros de más edad. Tras la cuarta correría, si el novicio cumplió bien, será considerado adulto: podrá participar en las danzas guerreras, aunque aún tendrá más cosas que aprender en relación con los poderes sobrenaturales, los ensueños, &c.

Tipo (13). Nos referimos únicamente a las ceremonias de los tami de Nueva Guinea septentrional; el centro de la ceremonia es la circuncisión, que acaso tiene aquí el significado de ceremonia de salida («eliminación de un freno»). La iniciación se concibe como un proceso de deglución y de regurgitación a cargo de un monstruo mítico, cuya voz se oye en el fuerte zumbido de las bramaderas.

Tipo (15). Son muy interesantes las ceremonias de los abipones (indios guaicurú, del Paraná, en Argentina); reunían a los niños, los pinchaban con espinas y les ponían cenizas con sangre, para hacerlos indelebles. Habían de sufrir la operación sin quejarse (en general, las ceremonias violentas que comportan sufrimiento parecen orientadas a conferir a los adolescentes las normas de su pertenencia al grupo, la disciplina y la preparación juramentada).

Son muy instructivas las ceremonias de los sara (Sudán oriental), que forman familias patriarcales con hijos pertenecientes al clan materno; al morir, cada miembro del clan se convierte al animal tótem. Entre los sara del Chad existían sociedades secretas, como la sociedad de hombres-leones, dedicada a la caza de hombres (cubiertos de pieles, con zapatos que dejan huellas leoninas, imitando rugidos). Para entrar en la sociedad había que asesinar a alguna víctima con un ceremonial caníbal: se reunían por la noche alrededor del tambor, que aterrorizaba a la tribu (ulteriormente se transformaría en una ceremonia de caza). Otra sociedad secreta, entre los sara, era la del beyondo, en la que los iniciados aprendían las tradiciones de la tribu, hablaban una jerga especial, debían adquirir largas cicatrices que surcaban sus caras, participaban en danzas imitando movimientos animales. En la tribu de los banda, los varones de 15 a 20 años eran llevados a la selva y con los ojos cerrados asistían a las danzas de los difuntos (los hechiceros) que saltaban y corrían en tromba en torno a ellos aullando y desgarrándoles la espalda y el pecho con unas garras de leopardo.

Tipo (18). Las ceremonias de los indios tarascos constituyen un ejemplo de que la pubertad no se puede confundir con la adolescencia. El matrimonio seguía muy de cerca a la pubertad. La muchacha se casaba a los 14 años y no era raro que a los 15 o 16 tuviera dos hijos. Los muchachos se casan a los 15 o 16. Pero no por ello al casarse los jóvenes se consideraban ya adultos. En el primer año, el matrimonio debía residir en casa de los padres del novio (patrilocalidad). La muchacha trabajaba en el hogar bajo la supervisión de la suegra y el muchacho en el campo dirigido por su padre. Sólo cuando nacía el primer hijo podría establecerse la pareja por su cuenta, sin perjuicio de que los padrinos siguieran aconsejándoles.

Tipo (19). Algunas tribus del valle inferior del Congo, descritas por Dennet, nos ofrecen ejemplos de ceremonias femeninas complejas y con sentido de ceremonias de salida. A las primeras señales de menstruación se observa una gran alegría en la tribu: los hombres disparaban sus fusiles (se supone que, anteriormente a la llegada del colonialismo, dispararían sus arcos o tocarían tambores). Se construye una choza fuera de población, a la muchacha se le afeita la cabeza y el cuerpo con takula, una pasta de madera encarnada y agua (que evoca acaso la sangre). Así pintada, la muchacha se retira, acompañada de sus amigas, a la pequeña choza en donde permanecerá seis días. Sus compañeras le sirven como a una princesa y por la noche cantan y danzan al son de la misunga; entretanto, se construye otra choza en el poblado y allí se colocan dos camastros: en uno dormirá la joven acompañada por dos de sus amigas más viejas; en el otro, otras amigas. Diariamente, la embadurnan dos veces al día con takula, y por espacio de cuatro o cinco días se le impide trabajar. Si la muchacha está para casarse, uno de los parientes del futuro marido saca fuera la cama; en caso contrario, la saca el padre. Entonces, todas las mujeres la lavan con agua salada, le hacen saltar la pintura golpeándola con ramitas, la llevan al río y la lavan. Se adornan sus piernas con grandes anillas, con corales al cuello. Se organiza la procesión que lleva a la novia a su casa acompañada de las amigas, que cantan, hacen revolotear sombrillas… y se la entregan al marido.

Tipo (23). Los indios tlingits, o indios kolosh de Alaska, celebraban ceremonias similares a las de los g'wi: a los primeros síntomas de la menstruación se confinaba en la choza o jaula a la muchacha; una choza que tiene un pequeño agujero para el aire. Ha de pasar allí un año sin fuego y sin compañía y únicamente su madre la provee de alimento, poniéndole la comida delante de un ventanillo. Debía beber sorbiendo con un hueso de ala de águila de cabeza blanca. Tenía que llevar una capota con alas grandes para que su mirada de menstruante no contaminase el cielo; no podía tomar el sol. Al final de su confinamiento habían de quemarse las ropas usadas, en la fiesta habrían de darle un corte paralelo en el labio inferior insertándole un trozo de madera o concha para mantener la herida abierta. La ceremonia putkauli tazar utiti de los toda, descrita por Van Gennep y Rivers, comienza antes de que la joven alcance la pubertad: un hombre perteneciente a una sección de la tribu distinta de la suya se acuesta con ella, sin tocarla, tapándose con una manta unos minutos. 14 o 15 días después, un hombre robusto de cualquier sección se acuesta con ella y la desflora; y si esta ceremonia no se hace, nadie querrá casarse con ella. Cuando una niña toda se casa (a veces a los dos o tres años) se convierte en mujer de todos los hermanos del marido (una práctica poliándrica que algunos atribuyen al infanticidio femenino; se ha dicho que, ya en nuestro siglo, aunque fue prohibida la matanza de la niñas, la poliandria siguió practicándose); en realidad, gracias a la poliandria, los maridos pueden mantener las tierras. Cuando llega la pubertad, todos ellos tienen derecho a tener relaciones con ella (el marido visitante ha de dejar el báculo y el manto a la puerta). En el séptimo mes del embarazo, uno de los hermanos otorga el «saludo» y se convierte en padre, aportando unas flechas como juguetes. Otro marido puede hacer lo propio en otro embarazo.

Tipo (25). Las ceremonias de pubertad femeninas de los apaches chiricaua se caracterizan por su carácter blando y amable. Comienzan por la llamada por los etnólogos (Oepler, Beals) «pequeña ceremonia». Dura sólo unas horas y tiene lugar entre la muchacha, su familia y los amigos. Una madrina los asiste y el chamán entona canciones sagradas deseándole buena suerte; la familia distribuye regalos, tabaco, &c. Después hay un rito de pubertad colectivo que afecta a las que han pasado la primera ceremonia; y no parece tratarse sólo de un rito de transición, sino de intensificación, destinado a atraer bienes sobre las muchachas y la comunidad y así como dar la bienvenida a las jóvenes como futuras esposas y madres (lo que permite interpretar estos actos como ceremonia de entrada). Esta ceremonia se hace una vez al año y dura cuatro días. En el primer día, el chamán encargado dirige la construcción de la mansión ceremonial, un gran tipi, y cava cuatro hoyos para plantar abetos, &c. El tipi está dedicado a la «mujer pintada de blanco» (deidad chiricaua). Cada mañana, las acompañantes conducen a las doncellas a un vestíbulo del tipi; las pintan con polen sagrado y les administran masajes de «amansamiento». La joven hace luego cuatro recorridos ceremoniales en dirección al oriente, girando en el sentido de las agujas del reloj alrededor de un cesto de objetos rituales. Al terminar el ritual, la familia arroja presentes de alimento a la multitud. Por la noche, la muchacha es llevada por el chamán al interior del tipi; la muchacha baila lentamente, mientras el chamán salmodia. Entretanto, fuera del tipi, danzantes enmascarados de «espíritus de las montañas» bailan alrededor de una hoguera (los danzantes pueden realizar curaciones). El propósito de la ceremonia parece ser el desear felicidad; al final se hará una gran comida.

Sección II
Análisis ontológico-axiológico

1. Suele definirse, casi universalmente, a la adolescencia como un estadio de la vida de los individuos humanos intermedio entre la infancia y la juventud adulta (es decir, la fase del estado adulto). Por nuestra parte, nada tenemos que objetar a esta definición, salvo el modo como suele ser interpretada en el terreno lógico. En efecto, quienes utilizan esta definición suelen hacerlo sobreentendiendo en un sentido unívoco cada uno de los términos del proceso (infancia, adolescencia, edad adulta); un sentido unívoco o «sustancialista» que toma sus contenidos o materiales de una sociedad determinada, generalmente de la «sociedad occidental». Según esto, la adolescencia sería una fase objetiva, como pudiera serlo el periodo entre dos solsticios consecutivos, y ello sin perjuicio de las oscilaciones estadísticas que puedan alcanzar a los límites del intervalo (otra cosa serían las teorías de la adolescencia que «todavía» no hayan logrado determinar sus medidas exactas y universales). Pero sería necesario advertir que una definición de adolescencia universalmente admitida no tiene por qué tener el formato de una definición unívoca («sustancialista», en el sentido de Cassirer); puede tener el formato de una definición funcional. Esto supuesto, el concepto universal o forma de «adolescencia» estaría desempeñando el papel propio de la característica de una función de dos variables, en nuestro caso («estado intermedio»), en sí misma vacía; «vacía» o «formal» porque puede tomar, sin embargo, distintos valores, según los valores que asignemos a cada una de las «variables independientes» a partir de las cuales se define, en este caso, «infancia» y «juventud adulta».

Ahora bien, los «valores» de la variable independiente infancia se definen, principalmente, en un campo fisiológico –etológico o psicológico– a partir de caracteres eminentemente negativos: inmadurez muscular, sexual o intelectual (incluso en la segunda infancia), así como la carencia en los primeros estadios del lenguaje articulado, o la incapacidad de caminar (cuando nos referimos al lactante); esta perspectiva negativa del concepto de infancia afecta también a las antiguas concepciones de la niñez como un «estado adulto en miniatura» (miniatura = no desarrollo).

La adolescencia, en relación con esta variable, aparece en el momento en el cual los valores de la variable «infancia» comienzan a dejar de ser negativos: se alcanza la madurez muscular, sexual o intelectual, el desarrollo. Pero, con ello, no se habrá logrado todavía configurar el concepto de adolescencia: será necesario atender a los valores de la variable estado adulto, que habrá de definirse en un campo social, cultural o histórico. De este modo, mientras que la variable «infancia» se mantiene a una escala que resulta ser prácticamente universal respecto de los individuos de una especie dada (y que habrá que explicitar, a título de «parámetros»: no es lo mismo la inmadurez muscular de un cachorro que la de un niño), en cambio la variable «estado adulto» no puede considerarse en modo alguno universal a los individuos de una especie politípica dada y singularmente en el caso de la especie humana, caracterizada por la diversidad de sociedades o culturas en la que ella está distribuida. Esta es la razón principal de la que derivarán las dificultades, de carácter lógico, que encontraremos en el momento de dar una definición de adolescencia. Mientras la variable «infancia» toma valores a «escala biológica» –valores en principio universales a la especie o a sus variedades politípicas (sólo en principio, porque de hecho los parámetros están afectados por circunstancias sociales, lo que explica, por ejemplo, las discusiones entre los profesionales en el momento de fijar los límites de la «edad pediátrica»)–, la variable «juventud adulta» toma sus valores a «escala antropológica» (cultural, histórica) –y estos valores ya no son universales–. Lo que significa que el concepto de adolescencia ya no podrá ser dibujado en el terreno de la biología o en el de la «psicología evolutiva»; en cualquier caso, su construcción nos obligará a llevar a cabo una suerte de anamórfosis, que, aun llevada en la línea de la ontogenia, implicará una refundición de las categorías biológicas en las categorías antropológicas, tratadas como realidades con «legalidad propia» (es decir, no como una mera dimensión del individuo); y siendo éstas, como son, heterogéneas y aun enfrentadas entre sí, resultará que el concepto de adolescencia, lejos de ser unívoco, tomará diferentes valores, según los valores que atribuyamos a las variables de que depende.

Ahora bien, en la medida en que creamos necesario no poder aceptar la posibilidad de poner entre paréntesis el enfrentamiento entre estos valores (en la forma de un relativismo cultural), es decir en la medida en que creemos necesario tomar partido ante algunos valores de la variable frente a otros, habrá que conceder que el concepto de adolescencia no es un concepto que pueda ser recortado en un espacio axiológico neutro. Propiamente es un concepto «partidista», dependiente de juicios de valor, un concepto axiológico y, en este sentido, no puede considerarse como estrictamente «científico», por lo que la postura más acrítica en este campo sería precisamente la de quienes lo considerasen como un concepto «estrictamente científico». Para referirnos, en concreto, a los «valores españoles»: un «adolescente jarrai» (un «menor») que ha ingresado en una banda de delincuentes de signo etarra, no podrá ser tratado a la manera como el antropólogo trataría a los adolescentes banda integrados en las sociedades de los leopardos, de los que antes hemos hablado; aún no es un adulto, es cierto, pero tampoco es un «adolescente característico de una cultura determinada». Es, ante todo, un peligro o un enemigo (tanto si se le considera mayor de edad a efectos del Código Penal como si se le considera irresponsable), y ante él hay que tomar partido; no es suficiente con atribuirle la condición de «adolescente» en el marco del relativismo cultural. Dicho de otro modo, que la antropología comparada nos permita categorizar los «ritos de iniciación» de un adolescente jarrai del País Vasco en su grupo terrorista de «baja intensidad» como paralelos a los ritos de iniciación de un adolescente banda o sada de Africa central, no significará que podamos por ello mantener ante los adolescentes jarrai la misma actitud que pudiera mantener hoy un antropólogo de gabinete ante los adolescentes-leopardo (que sólo pertenecen al «presente etnológico»); una actitud que tampoco podrían mantener los antropólogos relativistas que intentaban estudiarlos de cerca.

Como contraejemplo de lo que entendemos por un concepto funcional de adolescencia presentaremos una interpretación de la concepción «evolutiva» de la adolescencia que ofreció Piaget, dentro de su «teoría de la evolución ontogenética de la personalidad». Porque la adolescencia, en esta concepción, aparece entendida, desde luego, como un estado de transición entre la infancia y la juventud adulta. Muchos consideran que esta concepción, tal y como Piaget y sus colaboradores han desarrollado, constituye el paradigma científico mismo del concepto biopsicológico de la adolescencia. Pero Piaget no hace sino acogerse al esquema, generalmente admitido por todos los psicólogos, y que no es otro sino el esquema del que hemos llamado «concepto formal» de adolescencia, un concepto que, utilizado sin las cautelas debidas, se transforma, casi automáticamente, en un concepto unívoco. Son esenciales a los conceptos piagetianos los contenidos asignados a cada uno de los tres estados consabidos. Y, a nuestro entender, y dicho sea de paso, estos contenidos, a partir de los cuales Piaget pretende definir a la adolescencia en general, se parecen extraordinariamente a aquellos que Augusto Comte asignó no ya al individuo humano, sino a la humanidad histórica, en tanto que ésta habría de atravesar tres grandes estadios (con fases diversas a su vez) denominados «estadio teológico» (fetichismo, monoteísmo, politeísmo), «estadio metafísico» y «estadio positivo». Se diría que Piaget, así como intentó (aproximándose sin quererlo al proyecto hegeliano de la Filosofía del Espíritu) estructurar la historia de la ciencia proyectando sobre ella las fases que había asignado al desarrollo de la inteligencia (atribuyendo al niño rasgos fetichistas, animistas o hilozoístas), así también procedió, quizá de un modo inconsciente, aplicando la ley de los tres estadios de Comte al desarrollo del individuo, un desarrollo que a partir de la primera infancia alcanza el estado de adulto joven, en el cual el yo aparece integrado en un «sistema personal». De este modo, la infancia (desde 0 hasta 11 o 12 años) constituiría un primer estadio de desarrollo (sin perjuicio de las grandes transformaciones que en ella tienen lugar: inteligencia sensorio-motriz previa al lenguaje, inteligencia intuitiva de operaciones intelectuales concretas, operaciones intelectuales abstractas) coordinable obviamente con el primer estadio de Comte; en cuanto a la adolescencia, se diría que parece conceptualizada formalmente por Piaget mediante características análogas a las que Comte utilizó para definir el estadio metafísico («la adolescencia es la edad metafísica por excelencia», llega a decir Piaget); es la edad en la que, gracias a la maduración de la inteligencia formalizada, se construyen, entre los 15 y 17 años, sistemas abstractos, «liberados de la realidad»; pero también es la edad de las sociedades de adolescentes, que serán vistas sobre todo –a diferencia de los grupos infantiles– como grupos de discusión en los que los adolescentes, que intentan reconstruir metafísicamente el universo enfrentándose incluso al universo de los adultos, «se pierden en discusiones sin fin destinadas a combatir al mundo real» (una característica –la discusión indefinida– que Comte precisamente atribuyó a la edad metafísica de la humanidad). En cuanto a la juventud adulta, es interesante constatar que también es descrita por Piaget explícitamente mediante el adjetivo «positivo» como una fase en la que tendría lugar la «reconciliación con la realidad». No parece, según esto, muy arriesgado sospechar que el concepto piagetiano de la adolescencia, como edad metafísica, transporta una carga crítica de cuño positivista y de gran significado en los planteamientos pedagógicos, contra los adultos ocupados en el cultivo de la filosofía metafísica y que podrían ser considerados, por tanto, como «adolescentes».

Ahora bien, el concepto piagetiano de adolescencia tiene más probabilidades de ser utilizado en las sociedades occidentales urbanizadas tras la «revolución industrial» (con escuela pública obligatoria saturada de programas cosmológicos o teológicos) que en las sociedades ágrafas o de otros tipos, en las cuales es difícil encontrar esas «sociedades de adolescentes perdidos en discusiones metafísicas», puesto que allí lo que encontramos son grupos de adolescentes sometidos a rigurosos rituales de ceremonias de iniciación a través de las cuales, lejos de enfrentarse al mundo de los adultos, comienzan por participar de sus secretos y a recibir por «infusión» el equivalente de los sistemas metafísicos de los adultos civilizados.

2. Se comprende, por tanto, que sólo a través de la comparación o confrontación de «figuras de adolescencia» atribuibles de algún modo a sociedades diferentes será posible tratar la idea misma de adolescencia en tanto no es ésta un mero concepto abstracto o sustancialista, sino un concepto funcional que toma distintos valores según las variables o factores dados en el espacio antropológico, o, si se prefiere, en el «todo complejo» de Tylor. La figura de la adolescencia se dibuja en el ámbito de este espacio o «todo complejo» y, por tanto, el debate ontológico-axiológico fundamental no lo pondremos tanto en la cuestión de la definición formal-funcional de adolescencia cuanto en la confrontación de sus valores. En todo caso, se trata de determinar los rasgos constitutivos de las ceremonias de la pubertad en el marco de la idea de adolescencia, más que recíprocamente.

3. La primera línea de confrontación (de comparación) es la que se nos abre al tomar como término de referencia a las sociedades animales, especialmente de primates y, sobre todo, de antropomorfos. La confrontación nos permitiría alcanzar aquí determinaciones antropológicas fundamentales relativas a la idea de adolescencia, aunque sea a contrario, por vía dialéctica. En efecto, en las bandas u hordas de babuinos, de gorilas o de chimpancés (de póngidos, en general), difícilmente podría ser definido, salvo formalmente, un concepto de adolescencia (y no por ausencia de contextos sociales); pero sí algunos correlatos, homologías o analogías que aunque no permiten en modo alguno hablar de «adolescencia en primates», con sentido material, sí permiten hablar de algunos factores que, en las sociedades humanas, actúan en el ámbito de la adolescencia y permiten delimitar su figura en el «todo complejo». Es obvio que, si no hubiese algunos factores comparables, la confrontación, aun diferencial, sería excesivamente genérica, como lo sería la confrontación del concepto de adolescencia con alguna etapa del proceso de crecimiento de los árboles de un bosque.

La principal homología, en relación con la adolescencia, entre sociedades humanas y sociedades de primates, pasa también, principalmente, por los procesos de la pubertad, de la maduración sexual y muscular; pero estos procesos están incluidos en otras series de relaciones envolventes, principalmente: 1) en las relaciones derivadas de la naturaleza social de ambos términos de la comparación, y aun de la estructura jerarquizada de las bandas u hordas de primates y de las sociedades humanas; 2) en las relaciones derivadas de la condición de mamíferos de lactancia prolongada a las que hay que atribuir la diferenciación «natural» entre unas fases de las crías, al cuidado de las hembras adultas, y de unas fases de maduración –que incluyen también alianzas, coaliciones, entre los jóvenes– hasta su transformación en el estado adulto. Estado que toma la forma principal de estado competidor en la jerarquía (conflicto de los machos jóvenes frente al monopolio de las hembras por parte del adulto). Aquí no cabe hablar de «adolescencia» como figura objetiva, porque los jóvenes que comienzan objetivamente a poder competir con los adultos no constituyen un período normado en la vida del todo; a lo sumo, podemos hablar de una situación, más o menos precisa, que se alienta a partir de mecanismos etológico-psicológicos (lucha de individuos por el poder, sustituciones) que tienen un carácter más bien individual que social. Y, por supuesto, tampoco cabe hablar de los primates en general, porque la estructura social de los primates antropomorfos no es uniforme. Los comportamientos de las diversas especies de primates que tienen que ver con la pubertad parecen, en todo caso, muy correlacionados con todo lo que tiene relación con la evitación del incesto (lo que permitiría formular la hipótesis de una conexión significativa entre las ceremonias humanas de pubertad y la evitación del incesto, aun cuando esta evitación no fuera exclusiva de las sociedades humanas, como pretendió Levi-Strauss). Desde este punto de vista, habría que distinguir tres tipos de estructuras sociales (que no se corresponden biunívocamente con las diferentes especies de antropomorfos): 1) Las parejas monógamas (gibones, siamags, dos especies de colobos asiáticos y una sola especie africana de cercopitecos). 2) Harenes (un macho para varias hembras), según los cuales están organizados la mayor parte de los cercopitecos africanos (el mono azul arborícola) y de colóbidos (como los langures asiáticos). 3) Los grupos compuestos de varios machos y hembras, caso del vervet (un cercopiteco), casi todas las especies de macacos, babuinos, &c. Ahora bien, en las especies monógamas, los jóvenes de uno y otro sexo son expulsados por sus padres (el hijo por el padre y la hija por la madre), de suerte que el antagonismo entre las dos generaciones, por cuanto alcanza su máxima intensidad cuando los jóvenes llegan a la pubertad, parece que es lo bastante eficaz como para evitar las relaciones incestuosas. En los harenes se apartan tan sólo los machos, que se vuelven solitarios, como los gorilas, o se agrupan en bandas compuestas únicamente por machos de todas las edades (entre los papiones hamadríadas, los machos jóvenes se apartan de su grupo de nacimiento, pero permanecen en la proximidad de la banda), la emigración de los machos jóvenes reduce la probabilidad de incestos verticales (madre/hijo) y horizontales (hermano/hermana). En los chimpancés, la situación es más compleja; los machos jóvenes copulan, a veces, con sus madres por iniciativa de éstas, cuando las crías muestran signos de angustia (informe de Bertrand Deputte); se trataría de relaciones incestuosas (dice este autor) de carácter iniciático, totalmente integradas en el proceso de socialización de los jóvenes primates. En los chimpancés de la reserva Gombe de Tanzania, A. Pusey ha encontrado que la construcción de las relaciones sexuales es concomitante con un cambio profundo de las relaciones sociales: «En la pubertad, las relaciones madre-joven cambian profundamente; las hijas pasan a ser más independientes después de su estro y los hijos se asocian cada vez menos con su madre»; además, prefieren frecuentar a los grupos donde están las hembras adultas en estro v machos adultos mientras que sus madres buscan a los que están formados por otras madres con sus jóvenes.

Y todo esto es lo que nos confirma la concepción de la adolescencia como figura antropológica y no meramente psicológica. Solamente cuando suponemos ya dada una «totalidad humana» en un espacio antropológico (lo que implica normas referidas a sus tres ejes y orientadas al sostenimiento de esa totalidad, frente a otras, lo largo del tiempo; normas que, a su vez, implican un lenguaje capaz de recoger de anamnesis de radio superior al de las vidas individuales y prolepsis proporcionadas, en rotación o revolución cíclica prevista) será posible recortar la figura de la adolescencia. Esto quiere decir que si no cabe atribuir un correlato de la adolescencia a los primates, no es debido a que a ellos no les fuera aplicable la oposición individuo/sociedad (como si los primates no viviesen socialmente), sino porque los primates antropomorfos no constituyen sociedades normadas (por ejemplo, tienen ritos, pero no ceremonias), con un lenguaje fonético, prolepsis, &c. La situación de la adolescencia no reglada por normas en los primates antropomorfos podría definirse, efectivamente, como el intervalo en el cual una cría ha madurado sexualmente y aun muscularmente, pero carece de capacidad para salir de la horda o desplazar al guión. Esto no significa que el concepto sea sólo individual, dado que, como hemos visto, se forman coaliciones de naturaleza social, lo que manifiesta una clara distinción entre los procesos y las estructuras rutinarias, con resultados regulares, y los procesos y las estructuras normadas (sin perjuicio de que, por sus contenidos, ambos tipos de procesos puedan ser muy similares al de las rutinarias).

La aplicación a los primates del concepto de adolescencia plantea dificultades análogas a las que plantea la aplicación a estos mamíferos del concepto de familia o matrimonio (normado, con reglas de elección, &c.). No se trata de que en los primates no existan emparejamientos más o menos estables y aun la evitación de hecho del incesto. Pero una cosa son las «situaciones de familia», homólogas a las familias humanas, y otras las familias de sentido antropológico.

Precisamente por ello comienza a ser más relevante la circunstancia de que algunas relaciones dadas en la «situación de adolescencia» de los primates siguen siendo aplicables a las adolescencias humanas (en unas figuras más que en otras). Los componentes φ no quedan eliminados, sino refundidos por anamórfosis en componentes π. Nos referimos principalmente a todo cuanto tiene que ver con las analogías entre las relaciones etológicas de competición que se establecen entre algunos grupos de jóvenes primates respecto de los adultos (competición por el control de la jerarquía del grupo de las hembras, &c.) y las relaciones de competición de adolescentes con adultos (relaciones fundadas en la rivalidad mutua que, por otra parte, se establecerá a propósito de muy diversos contenidos). Valdría como ilustración de este punto una cierta reinterpretación de la teoría de las generaciones de Ortega en la que se insistiese en los componentes etológicos que pudieran estar en la raíz del conflicto entre la «generación en gestación» de los jóvenes (en el concepto orteguiano, la categoría «joven» desborda a la adolescencia, puesto que alcanza hasta los 30 años) y la generación que está en el «periodo de gestación» (de 30 a 45 años). Obviamente, las generaciones se mueven a otra escala (la generación en gestación se dibuja en un terreno «cultural» muy distinto del terreno biológico o puramente etológico); pero en la medida en que pueda decirse que la unidad entre las generaciones consecutivas no se agota en el orden sucesivo, sino que se extiende en el orden simultáneo (el orden de las relaciones de coetaneidad, que nos permite asimilar los grupos generacionales a las bandas de primates), entonces podríamos decir que los «conflictos generacionales» no tienen precisamente una raíz «espiritual», sino etológica; son conflictos de bandas, que pueden llegar a constituirse como organizaciones duraderas o efímeras (como habría sido el caso de la llamada «generación del mayo del 68»).

4. Por lo que se refiere a la comparación o confrontación entre las diferentes sociedades humanas, conviene insistir en la necesidad de disponer de un concepto genérico de adolescencia capaz de comprender a las diferentes figuras antropológicas y, a ser posible, a las mismas «situaciones de adolescencia» primatológicas. El peligro de un concepto genérico que se mantenga en el terreno de la característica de una función, como la que hemos expuesto anteriormente, no es otro sino «la tendencia» de estos conceptos genéricos a convertirse en una generalidad de tipo «absorbente» (una «idea general», en el sentido de Bachelard), una generalidad que se aplica unívocamente a sus diferentes «especies».

Ahora bien, para que un concepto general, que intenta englobar procesos tales como los de la adolescencia, sea «modulante», es decir para que pueda diversificarse en sus especificaciones como si éstas fuesen valores de una función característica, no es suficiente partir de una característica puramente formal; es necesario atenerse a una estructura material, en la cual la figura de la adolescencia esté ya organizada (por ejemplo, como figura de un rito de paso). A partir de esta estructura material intentaremos determinar un momento suyo tal que pueda desempeñar el papel de «característica» de la función. Y, a nuestro juicio, el momento más adecuado es el que hemos denominado anteriormente «momento de la salida».

Construiremos de este modo un concepto etic artificioso, sin duda, pero genérico, el concepto de «adolescencia abierta»: el período que comienza con la salida de la infancia (salida para cuyo análisis disponemos de un criterio objetivo: la prepubertad y la pubertad), pero en el cual todavía no se ha alcanzado el estado de adultez. En cualquier caso, este concepto se mantiene muy cerca de la etimología del término: adolescere equivale a «crecer», y aún esta es la acepción corriente en nuestra sociedad que equipara a la adolescencia con «edad del pavo».

La «adolescencia abierta» no se confunde, por tanto, con el concepto de juventud (tal como lo propone, por ejemplo, desde el punto de vista sociológico, Schelski: «Intervalo que transcurre desde el momento en que el joven sale de su familia hasta el momento en el que pasa a formar parte de otra familia, bien sea constituyéndola, bien sea integrándose en una comunidad preexistente»). En el concepto de «adolescencia abierta» subrayamos la idea de «indeterminación», pero, a la vez, la idea de «salida de la infancia».

El concepto genérico, formal o funcional y etic de adolescencia (que es propiamente tan sólo la característica de un concepto material a construir) podrá, de este modo, ir tomando valores en las propias figuras antropológicas que se determinen, según los valores variables del «estado adulto». Estos valores serán los que clausuran el concepto genérico o formal, transformándolo en un concepto material de adolescencia.

Consideremos las alternativas B de la tabla taxonómica. En las sociedades en las cuales la salida está ya dibujada casi como si fuera un momento que prefigura a la entrada, el concepto de adolescencia se desdibujará emic, pero no perderá su significado etic. Nos permitirá considerar a este tipo de figuras como formas, entre otras, capaces de determinar la indeterminación genérica de la salida. Asimismo, tomando la pubertad como referencia, podremos, sin embargo, ampliarla hacia atrás; en todo caso se trata de no confundir, por ejemplo, las ceremonias de la adolescencia con los ritos matrimoniales.

En las sociedades industriales, en las que la familia no se contempla como término de la juventud, habrá que empezar a hablar de una «adolescencia social». En estas sociedades, los adolescentes podrán reagruparse en organizaciones o estructuras sociales o políticas (distintas de la forma familiar) reivindicativas, en unidades de consumo (contempladas en el sistema social), &c. Organizaciones que permitirán hablar de una «integración» de los adolescentes a partir de la cual tenga lugar la transformación de estos adolescentes en adultos jóvenes. Y de aquí inferimos también que si cabe dar al concepto de adolescencia un contenido efectivo, será en la medida en que la oposición niñez/adultez pueda ser definida materialmente en la cultura de referencia. Pero esto sólo ocurre en «sociedades tradicionales» (no precisamente primitivas, sino simplemente anteriores a la última «explosión demográfica») en las cuales es posible dibujar una ceremonia de pubertad como rito de paso (con entrada y salida). Lo que quiere decir que en los casos en que no fuera posible definir los valores de la niñez o de la adultez en el sentido dicho, el concepto de adolescencia tomaría un valor 0 (lo que puede interpretarse como un mérito del concepto funcional, en tanto se manifiesta capaz de adaptarse a sus valores límites). He aquí el camino de una posible reconstrucción, en estos términos, de la visión de la adolescencia en Samoa que Margaret Mead (salva veritate), dadas las impugnaciones que sus descripciones han merecido recientemente, popularizó hace ya más de 60 años. La peculiaridad de este concepto de adolescencia sería que, en él, se habría borrado la oposición entre los términos a quo y ad quem, de la función mediante la sustitución de la oposición por una sucesión de etapas intermedias, casi infinitesimales, representadas en las ayudas que los niños mayores prestaban correlativamente a los menores; por lo que la adolescencia no sería ya propiamente, no ya «traumática», sino que ni siquiera existiría como tal, disociada de la pubertad (que, a su vez, quedaría reducida a la condición de una categoría fisiológica, pero con resonancias muy débiles en el contexto global).

Adviértase que el concepto de salida (o de entrada) de nuestro concepto característico ha de interpretarse como referido a un estado de niñez o de adultez efectivas; de suerte que la «entrada» (al menos desde una perspectiva materialista) en un mundo imaginario (que comporta, muchas veces, la muerte, como en el caso de los suicidios ceremoniales del Templo del Sol) no puede ser considerada como una entrada real. Las ceremonias que comportan formulaciones fantásticas o míticas de esta entrada habrán de tener correlatos materiales funcionales: por ejemplo, la «entrada» del novicio en el «Reino del Espíritu Santo» se interpretará sencillamente, por ejemplo, como la entrada del novicio en una comunidad de frailes; de hecho, el Concilio de Trento fijó la edad mínima para la profesión religiosa a los 16 años, so pena de nulidad. Dispondríamos, al menos, de este modo, de una regla hermenéutica segura: en todas las figuras de ceremonias en las cuales las «entradas» tengan una formulación mítica, será preciso buscar un correlato material efectivo. En lo que se refiere al concepto funcional referido a la «salida» (sin alcanzar la «entrada»), deberíamos puntualizar que este criterio se cumple sobre todo en el «eje circular», lo que no excluye que emic, al menos, se extienda por el «eje angular» y etic por el «eje radial» a través del trabajo productivo del adolescente.

Consideremos las alternativas A de la tabla taxonómica. En cuanto a la diferenciación sexual, habrá que puntualizar que este criterio está subordinado al anterior y lo determina a través de cauces característicos en los diferentes ejes: en el propio «eje circular», a través de la reproducción, dado que la recurrencia del «todo complejo» (su «sostenibilidad») pasa siempre por una reproducción de generaciones a través de los sexos. Sin la diferencia sexual y las normas para canalizarla no hay posibilidad de hablar de sociedades humanas «desplegándose en el tiempo» ni, por tanto, posibilidad de dibujar la figura de la adolescencia. En el «eje radial», la determinación tiene lugar, sobre todo, a través de la producción (y en este punto entramos en la cuestión de la diferenciación de las tareas productivas asignadas a la mujer en diferentes sociedades, como recolectora, cazadora, &c.). Precisamente aquí es en donde tiene lugar la confusión objetiva en muchas sociedades, entre niños y mujeres, cuando éstos son tratados conjuntamente frente a los adultos integrados en un determinado sistema de producción.

Consideremos, por último, el criterio C. La oposición blando/duro cobrará sentido en relación con el concepto funcional según el grado de profundidad que sea atribuido a la oposición entre las variables independientes. Una ceremonia «dura» significará para la idea de adolescencia (aparte de otras cosas atribuibles a los rasgos generales de la cultura de la sociedad de referencia) que la oposición niñez/adultez tiene el alcance de una oposición radical, profunda. También la oposición duro/blando puede definirse en un «eje circular» (dureza o blandura de las relaciones sociales), en un «eje radial» o en un «eje angular».

5. La cuestión más importante, desde la perspectiva ontológica, es la de determinar, y no sólo en general, cómo intervienen eficazmente en cada caso las figuras emic de la adolescencia de una sociedad dada y la realidad material de esa figura en esa sociedad. En general, nos acogeremos a la idea de que no han de considerarse dados, como si tuvieran eficacia por sí mismos, los factores llamados basales (por ejemplo, la producción de alimentos, la organización de la caza o la separación de sexos), puesto que precisamente estos factores llamados básicos sólo actúan a través de canales π, y estos canales no tienen por qué ser, en principio, entendidos como supraestructuras, puesto que es a través de ellos, y sólo a través de ellos, como actúan realmente los factores básicos (aun en el caso en que estos canales π pudieran ser considerados como delirantes). La oposición sexual, esencial para la reproducción, sin duda, sólo a través de las normas del matrimonio, de la crianza de los niños, &c., tiene eficacia antropológica y no puede ser tratada como una «fuerza en sí» que «se busca cauces» que pudieran ser prescindibles. Una imagen aproximada para ilustrar esta relación podría ser tomada del proceso según el cual la energía térmica de la caldera, sólo a través de las bielas, de las ruedas, &c. (y no porque la energía térmica «se busque» estas superestructuras), para poder actuar mueve la locomotora. Esta sería la razón que nos permitiría reconocer la estructura de una sociedad jerárquica con oposición radical entre niños y adultos, con definición precisa de unos y otros, mediante mitos religiosos, separación de sexos, &c., es tan real como pueda serlo la estructura de una sociedad que estuviera desprovista de mitos o de separaciones de esta estirpe. En general, las ceremonias de separación diferencial (entre varones y hembras), aunque pueden alcanzar eficacia a través de una influencia «ideal» (Frazer subrayaba la relación entre el temor a la sangre menstrual y el temor a que el poder del rey divino se derrame en contacto con el suelo «como el fluido de una botella de Leyden»), requieren también un fundamento funcional asociado que no sea meramente «mental o imaginativo», sino etológico; por ejemplo, pongamos por caso, en la superioridad efectiva de los varones cuanto a la fuerza muscular se refiere. La diferencia gnoseológica entre las explicaciones idealistas o psicológicas «tipo Frazer» y las explicaciones materialistas «tipo Harris», salva veritate, sería la siguiente: que Frazer se mantiene en el terreno de las concatenaciones ideales o fantásticas (la sangre menstrual es contaminante, &c.), que pueden sin duda explicar parte de la conducta (de la misma manera que yo puedo explicar por qué desvío mi automóvil con un volantazo cuando percibo erróneamente un animal en la calzada); pero en el transcurso regular de la vida social, parece imprescindible acudir a concatenaciones funcionales efectivas (pongamos por caso, corroborar la creencia acerca del carácter contaminante de la sangre menstrual contribuiría a un ahorro de la energía varonil). Otra explicación de tipo funcional –materialista– es la que John Whiting ofrece, por ejemplo, a propósito de las ceremonias duras de la iniciación masculina en sociedades preindustriales: estas ceremonias tendrían su aplicación en sociedades domésticas, constituidas por círculos de madres-hijos en los que haya tenido lugar el proceso de «identificación del niño con el sexo contrario»; los ritos duros tendrían, en esta situación, el sentido de la inculcación a los niños de su identidad masculina; incluso la escisión o ablación femeninas tendrían el mismo objeto (subrayar la diferencia de las mujeres respecto de los varones, eliminando «el componente viril» de su clítoris). A su vez, estas situaciones nos remitirían a sociedades con bajo consumo de proteínas, con tabú puerperal sexual (para que la madre continúe amamantando) y, por tanto, con poliginia; si además hay patrilocalidad, tendríamos que pensar en un conflicto entre lo que el varón debe hacer y pensar como adulto y lo que hace como niño. Se trataría, de algún modo, de una remodelación cultural de los «sexos naturales» que irían siendo sustituidos por «sexos culturales» (por supuesto, las ceremonias de escisión o ablación femeninas pueden estar justificadas emic por motivos higiénicos o psicológicos; también funcionales, por ejemplo la evitación o atenuación del placer sexual de la mujer, a efectos de asegurar su fidelidad).

En cualquier caso, la posibilidad de dar distintos valores al concepto funcional de la adolescencia no implica relativismo cultural, puesto que las sociedades que se mantienen estacionarias, con sus propias figuras de adolescencia, sin perjuicio de ser todas ellas reales, establecerán en un momento dado relaciones de interacción mutua y, generalmente, conflictiva; el grado de «realidad» se definirá ahora por el grado de potencia que las unas puedan tener sobre las otras.

En conclusión, los componentes mitológicos o metafísicos de las figuras de la adolescencia no tienen por qué ser considerados como sobreañadidos inertes (aunque puedan serlo en parte), sino como componentes de la propia realidad antropológica. Será necesario, eso sí, para dar cuenta de su eficacia, determinar sus correlatos funcionales, su papel como desviadores de otras corrientes, &c. En el momento de este análisis revestirá una importancia sobresaliente la disyuntiva habitual entre las «explicaciones difusionistas» y las «explicaciones paralelistas». ¿Cómo explicar las asombrosas semejanzas entre ceremonias de pubertad si no está probado el mecanismo difusionista? ¿Por qué las púberes de Alaska y las de Africa eran encerradas en chozas elevadas sobre el suelo? El paralelismo (a veces tanto más asombroso por implicar «ideaciones» análogas en situaciones muy alejadas) es una prueba a favor del carácter «real» de los mismos delirios. Pero, en cualquier caso, habrá que tener presente que operaciones semejantes en ceremonias diferentes no significan siempre lo mismo, como ocurre en las propias ceremonias de circuncisión o en las de escisión del clítoris. Doutté comparaba el alcance de las ceremonias de circuncisión con el que pudieran tener las ceremonias del «primer corte de pelo» o del «primer diente». ¿Significa esto que son siempre ritos de purificación? En todo caso, no son siempre ceremonias orientadas a la facilitación del coito, porque (al margen de la escisión y también de la incisión) la circuncisión puede disminuir la sensibilidad del glande. Frazer, en El origen de la circuncisión, decía que una parte del individuo es sacrificada para mantener el resto; Crawlev, en La rosa mística, pensaba que la circuncisión o la perforación del himen estaban concebidas para aliviar un supuesto peligro de clausura, de suerte que tales ceremonias vendrían a representar una continuación del parto. Otras veces podría tratarse simplemente de signos de adscripción a un grupo social, de unión con Dios (en los judíos) o de signos tendentes a subrayar la diferencia entre los sexos (en la escisión). En las sociedades en las cuales esa diferencia tenga un valor funcional.

Final

1. ¿Qué valores puede cobrar el concepto genérico-funcional de adolescencia en una sociedad como la nuestra (sociedad industrial, abierta, democrática)? Más precisamente, ¿qué tipo de valores susceptibles de poder ser considerados como distintos de los valores típicos de la adolescencia propios de las sociedades ágrafas, que constituyen el campo privilegiado de la antropología?

Hablando muy en general, la raíz principal de la diferencia, que damos por probada, habría que ponerla en la estructura comparativamente más compleja (cuanto a clases sociales, conocimientos profesionales, demografía, &c.) de nuestra sociedad. A pesar de ello, y en la medida en que una «estructura compleja» haya podido mantener una estabilidad suficiente en sus ciclos reproductivos –lo que significa que el sistema social puede ofrecer a los adolescentes un repertorio de papeles más o menos fijo entre los que elegir–, los «valores» de la adolescencia, aunque mucho más ricos y variados, se asemejarán notablemente (sobre todo los de determinadas clases sociales o determinadas profesiones) a los valores propios de las sociedades ágrafas. Las instituciones educativas de índole sanitaria, militar o profesional, a quienes les está encomendada, dentro de este sistema social que planifica su reproducción, la misión de preparar a las nuevas generaciones desde el momento del «destete familiar» hasta el momento de su incorporación hacia una profesión, tenderán a acogerse a una concepción de la adolescencia muy próxima a sus líneas genérico-formales; la adolescencia se concebirá como el período de salida de la niñez, que es previo al de la integración definitiva del adolescente en la sociedad adulta. Y en la medida en que la preparación de quienes atraviesan esta fase, habida cuenta de la multiplicidad de «papeles ofrecidos» por las instituciones a los adolescentes (ofrecidos no significa que puedan ser elegidos siempre por cualquiera), ha de contar, en general, con la iniciativa (llamada «libertad») de cada adolescente, se comprenderá que el concepto de adolescencia tienda ahora a quedar reducido al plano psicológico, es decir a la perspectiva desde la cual es el adolescente quien tiene que elegir entre los papeles que el sistema social le ofrece. Aparecerán problemas nuevos (respecto de las sociedades ágrafas) centrados principalmente en torno al concepto de «crisis de la adolescencia», y la equiparación progresiva de los sexos, en todo cuanto tenga que ver con la elección competitiva ante esta oferta de papeles, determinará también una tendencia a rebajar la importancia de las ceremonias de la pubertad, incluso la tendencia a disimular el significado social de los fenómenos de pubertad, sin necesidad de negarlos, aunque dándoles, por ejemplo, un alcance parecido al que puedan tener los fenómenos relativos a la segunda dentición.

2. Sin embargo, este concepto genérico-funcional estándar de la adolescencia puede considerarse como ideológico (según la ideología propia de las instituciones pedagógicas, sanitarias, militares, a las que nos hemos referido) en la medida en la que se vea obligado a tratar a la «sociedad» como término de la «integración» en términos globales y abstractos. La realidad es muy otra.

Ante todo, por la efectividad de la diferenciación de nuestra sociedad según las clases sociales. No pueden ser del mismo orden las «crisis de adolescencia» de un príncipe o de un aristócrata, incluso del heredero de un agricultor rico –todos estos sujetos tienen ya prefigurada, en cierto modo, su vida adulta, a la manera como la tienen prefigurada todos los jóvenes de las tribus ágrafas (precisamente será en estas clases en donde florecerán las ceremonias de «puesta de largo», «de graduación», &c.)– que las «crisis de adolescencia» de los hijos de empleados urbanos, de trabajadores industriales que buscan la «promoción social» de sus descendientes haciendo lo posible por darles estudios y lograr su ingreso en la universidad.

Pero también por la realidad del desempleo, cada vez más acusado, que hace que sea una ficción ideológica la «oferta» que la sociedad hace a los jóvenes de papeles sociales, profesiones, puestos de trabajo, &c., porque tales ofertas sólo existen, muchas veces, en los carteles de propaganda.

Hablar ahora de la «adolescencia» como «fase previa a la integración social» y de las «crisis de la adolescencia» como «problemas psicológicos» comienza a ser una forma de cultivar el humor negro. Incluso en aquellos casos en los cuales la integración social se produce, resolviendo de paso las crisis psicológicas, mediante esa especie de parodia de «creación de un nuevo sistema social» capaz de acoger a los adolescentes que consiste en hacer sustancia de la misma situación de adolescencia, ya sea mediante el cultivo institucional del swing (como símbolo de la libertad, en los tiempos de los jóvenes antifascistas del Hamburgo nazi), o del rock de nuestros días; ya sea mediante la promoción de nuevos modelos de integración propios para bachilleres y universitarios de primeros cursos de vida juvenil, al estilo de aquellos que fueron puestos en circulación en el mayo francés del 68. Modelos que son seguramente, en cualquier caso, sin duda, preferibles a aquellos otros en los cuales la «integración social» les es ofrecida a los adolescentes bajo formas que recuerdan asombrosamente a los modelos de integración en sociedades secretas propias de algunas tribus primitivas (como la tribu de los sara o de los banda, a las que nos hemos referido); estoy aludiendo a los modelos sectarios de orden seudorreligioso (tipo «niños de Dios») o de orden seudopolítico (tipo «jarrais vascongados»).

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