Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
La interpretación de Lledó del Quijote no es, en verdad, más que un desarrollo más completo y elaborado de la idea de Campoamor de Cervantes como fundador del subjetivismo moderno. Ya no se trata de que en un pasaje determinado don Quijote haya formulado el Pienso, luego existo, sino que toda la novela es la expresión en forma artística de este pensamiento y el autor se encarga de mostrar que es así. Sin embargo, esta manera de interpretar la novela tiene tanto fundamento como la ocurrencia de Campoamor. Peca, en primer lugar, de parcialidad, en la medida en que viene a identificar la concepción de la realidad del libro, la filosofía del Quijote, con la interpretación de la realidad de su protagonista, ignorando por completo la de Sancho y la del propio narrador. La del escudero es indispensable no sólo por su valor en sí misma, sino porque el propio pensamiento de don Quijote se define constantemente en relación, muchas veces polémica, con el de Sancho, que es con quien, no se olvide, el caballero más conversa y mantiene largas pláticas. Y la del narrador es crucial, no sólo por su valor en sí mismo sino porque además únicamente desde la visión de la realidad del narrador es posible calibrar y poner en su justo punto el sentido de la interpretación del mundo tanto de don Quijote como de Sancho.
Puede alegarse que el pensamiento de don Quijote es el dominante, lo que es cierto, pero, aparte de no ser el único, se debe insistir en que, por más dominante que sea, su verdadero sentido se desvirtúa si se separa del contraste con el de Sancho y del pensamiento del narrador, que, aunque a veces coincide con el de don Quijote o con el de Sancho, en cuestiones decisivas difiere del de ambos y sobre todo en él se encuentra la clave para fijar el verdadero pensamiento de don Quijote, que de otro modo, considerado desde sí mismo, al margen de la referencia a Sancho y al narrador, resulta desfigurado. Además, incluso el propio pensamiento de don Quijote no se nos presenta al completo, ya que Lledó se limita a exponer su interpretación del mundo fruto de su locura y está más expuesto, por tanto, a los efectos de la manía caballeresca que padece. Pero olvida el intérprete que la locura de don Quijote es intermitente, que el caballero tiene intervalos de lucidez, durante los cuales su pensamiento es bastante diferente en asuntos importantes con respecto a su pensamiento en estado de locura. En relación con la cuestión analizada por Lledó sobre la manera de don Quijote de representarse la realidad, la diferencia es crucial, pues mientras en la fase de locura, la estudiada por Lledó, don Quijote idealiza la realidad inventándosela incluso en tanto transforma las cosas ordinarias en el género de realidades que pueblan los libros de caballerías, en la fase de lucidez no hace nada de esto, sino que percibe las cosas realistamente según su modo de ser.
No son, sin embargo, sus peores defectos la unilateralidad e incompletud de una interpretación tan restrictiva que reduce la filosofía del Quijote a la filosofía de su protagonista preso de locura. Aun dejando esto al margen, la interpretación en sí misma adolece de graves fallos, unos de carácter general, que afectan a la interpretación como un todo, y otos de carácter local, que afectan a aspectos parciales de ésta.
Errores generales
En cuanto a los fallos de tipo general, el primero de todos se localiza en el núcleo mismo de la visión del Quijote como la dramatización del cartesiano Pienso, luego existo. Decir que la historia de don Quijote encarna de forma práctica y vital este principio, un principio del que no tiene conciencia y que él nunca formula es algo que se puede decir igualmente de cualquier otro ser humano, real o imaginario. En el plano práctico del ejercicio, todo el mundo supone que si piensa existe, pero en el plano teórico de la representación no es así, sino que hubo que esperar hasta que san Agustín, Gómez Pereira y Descartes pensaron en esa idea y luego fuese conocida por los demás. Por tanto, atribuir a don Quijote la formulación de una singular versión del entimema cartesiano Cogito, ergo sum, según la cual si él piensa, esto es, se representa sus aventuras encaminadas a instaurar la justicia, en el mundo, entonces existe, es un pura y ociosa ficción, pues don Quijote nunca tuvo este pensamiento, aunque éste se pueda ver reflejado en su vida activa, al igual que el burgués gentilhombre de Moliére, monsieur Jourdain, desconocía el concepto de prosa, aunque hablaba en prosa. Por tanto, intentar entender la historia de don Quijote en términos del Cogito, ergo sum es un esfuerzo completamente baldío, tan inútil como sería aplicarlo a la comprensión de la vida de cualquier persona real o personaje de ficción; el molde conceptual que ofrece es tan genérico y tan vacuo que no añade nada para comprender mejor la vida de don Quijote o de cualquier otro individuo real o de ficción.
Además, malentiende el verdadero significado del principio del Cogito, ergo sum, un malentendido que le permite practicar su peculiar ensayo de interpretación del Quijote, al precio de desviarse de este principio de dos maneras. La primera forma de desviación reside en el tipo de carácter práctico que le imprime Lledó al Cogito, ergo sum de don Quijote, al que se llena de contenido caballeresco. De acuerdo con el mentado entimema –y para el caso es irrelevante que se formule al modo cartesiano o al de san Agustín, Si fallor, sum, o al de Gómez Pereira, Yo conozco, luego yo soy–, basta simplemente con que un sujeto piense, sin que importe la materia de este pensamiento, para que uno esté seguro de su existencia y pueda afirmarla. En cambio, de acuerdo con la exposición de Lledó, según hemos visto, a don Quijote no le basta con pensar para existir, sino que ha de pensar en las aventuras caballerescas que se representa, pero esto tampoco es suficiente; es menester además ponerlas en ejecución para afirmar su existencia y, puesto que esta ejecución parte de una representación inadecuada de las realidades involucradas en las posibles aventuras, necesariamente se generan choques o conflictos, de forma que don Quijote no puede afirmar su propia existencia sino a través del choque con la realidad. Esta idea del choque o conflicto mediante el cual el yo se afirma como tal para imponer su hegemonía es crucial, como hemos visto, en la exégesis de Lledó.
Ahora bien, esta idea práctica del Cogito ¿qué tiene que ver con la idea teórica cartesiana? Absolutamente, nada. De acuerdo con la idea cartesiana, basta con pensar para existir, el sujeto se afirma en su existencia por más que le asalten la dudas más hiperbólicas posibles, como la del sueño o la del genio maligno, simplemente pensando, aunque se engañe o dude: de acuerdo con la lectura práctica del Pienso, luego existo, que es lo que en el Quijote se representa conforme a la exégesis de Lledó, hay que realizar lo que se piensa para existir, esto es, no se puede existir y afirmar la existencia del individuo si no es actuando en un mundo que se le ofrece conflictivamente. Pero el yo cartesiano, antes de saber que hay un mundo que le trasciende, no tiene conflicto alguno; como mucho lo tiene, pero sólo en un contexto teórico, antes de tener la certeza de su existencia con las dudas que le asaltan; pero resueltas éstas y recobrado el mundo, gracias a la garantía divina, en el que ya sabe cómo insertarse, hay una armonía entre sus representaciones y las cosas, que la infinita bondad de Dios le garantiza.
Así que, al insistir en la realización práctica del yo a través del conflicto con la realidad, Lledó se está alejando de la metafísica cartesiana y se acerca más a la concepción romántica de la relación del hombre con el mundo, de la que es un ejemplo su interpretación del Quijote, en el que los románticos veían precisamente aquélla representada alegóricamente. Y si se quiere buscar un modelo de filosofía que represente mejor el género de interpretación filosófica de la realidad de don Quijote, habría sido mejor acogerse al idealismo de Fichte. Pero desde la perspectiva cartesiana del Cogito, ergo sum al igual que no se requiere dotar de un contenido al Cogito, pues basta meramente con pensar para existir, independientemente de éste, tampoco se requiere asignar un contenido determinado al sum, a la existencia, para que se ponga en marcha el entimema a pleno rendimiento, ya que del mero hecho de pensar sólo se sigue el mero hecho de existir del sujeto, independientemente del contenido de la existencia del sujeto; en otras palabras, el principio cartesiano, y para el caso es indiferente la formulación que elijamos, sea ésta la agustiniana, la de Gómez Pereira o la quijotesca, es una verdad inquebrantable sin que para serlo se necesite que tenga que ser una existencia afirmada en una contienda con las cosas; lo es igualmente, aunque la existencia del sujeto fuera absolutamente beatífica y se afirmara, por tanto, en un discurrir sin conflictos.
La segunda desviación estriba en que, mientras el Cogito, ergo sum, no entraña ninguna concepción del mundo, sino sólo del yo, en coherencia con su tesis de que este principio contiene el germen de una concepción del hombre y del mundo, deduce de él una forma de idealismo epistemológico que, correspondientemente, también le adjudica a don Quijote. Del mentado entimema extrae la doctrina de la supremacía del yo en la relación con la realidad, a la que configura; y le atribuye este género de idealismo a don Quijote, aunque un idealismo moderado y no extremo, porque don Quijote admite la existencia de un mundo externo con el que ha de contar para realizar sus aventuras y hacer valer la supremacía de su yo.
Ahora bien, todo esto no tiene nada que ver con el principio del Cogito, del que no se desprende el género de supremacía de que habla Lledó ni una concepción idealista del mundo, auque sólo sea en la versión moderada que adscribe a don Quijote. Del Cogito, en relación con la materia que estamos tratando, sólo se siguen dos consecuencias relevantes: que en el orden del conocimiento el yo, el sujeto pensante, goza de prioridad y que la esencia del yo es el pensamiento; y nada más, no se sigue nada con respecto a la naturaleza de la relación con el mundo ni de su conocimiento; ni siquiera con respecto al cuerpo, que en esta fase del curso del pensamiento del sujeto, cuando sólo sabe que existe porque piensa, no sabe todavía que tenga un cuerpo, sobre el que pesa la duda del argumento del sueño y del genio maligno. Por tanto, la prioridad de que goza el yo pienso es sólo epistemológica, en el sentido de que el sujeto pensante puede dudar de todo, incluso de la existencia del mundo y de Dios, pero no del propio sujeto que piensa y duda, de cuya existencia tiene una seguridad epistémica de la que carece la existencia de un mundo externo, en el que se incluye el cuerpo del sujeto, y la de Dios, esto es, el sujeto pensante tiene una certeza absoluta de su propia existencia, una certeza que no tiene de la existencia del mundo y de Dios. Por tanto, la prioridad del yo como sujeto pensante es sólo epistémica, prioridad en cuanto a certeza, no prioridad ontológica, que es la que le asigna Lledó, pues cuando él habla de supremacía del yo de don Quijote no quiere decir meramente que don Quijote esté cierto de su existencia con más certeza que la que tiene de la existencia del mundo, en cuyo caso se mantendría dentro de los límites del correcto entendimiento del principio del Cogito, sino que esa supremacía del yo contiene un ingrediente idealista en el sentido de que ese yo es un yo que se impone sobre una realidad, que, si bien no se cuestiona su existencia, el yo configura como tal, aunque no la crea de raíz.
Esto no sólo se desvía de lo que el principio del Cogito entraña en sí mismo, sino del conjunto de la filosofía cartesiana, con la que Lledó quiere emparentar el pensamiento de don Quijote, pues, como bien es sabido, Descartes no desarrolló a partir del Cogito el género de epistemología idealista de que habla Lledó y que Cervantes habría anticipado unos años antes, sino una epistemología realista, en que una vez recuperado el mundo externo, tras deshacerse de los argumentos del sueño y del genio maligno, descartados con el auxilio de Dios, el yo no se erige en un sujeto configurador de la realidad, sino como un sujeto cuyas ideas se representan realistamente las cosas, a las que sólo se desposee de sus cualidades secundarias; sólo en relación con las cualidades secundarias, que el sujeto proyecta sobre las cosas, cabe afirmar que el yo se erige como un sujeto configurador de la realidad; pero esto nada tiene que ver con lo que hace el yo de don Quijote, que altera el ser mismo de las cosas al cambiar unas por otras. Por consiguiente, la interpretación de la realidad de don Quijote, según la exposición misma del comentarista, no guarda paralelo ni con el principio del Cogito en sí mismo considerado ni con el conjunto de la filosofía epistemológica cartesiana.
No sólo no guarda una afinidad estrecha con ésta, sino que además el tipo de interpretación de la realidad que le adjudica a don Quijote es menos idealista de lo que realmente lo es. Decir que don Quijote subordina la realidad a su representación o que configura la primera según la estructuración caballeresca de la segunda es algo innegable, pero decir solamente eso equivale a rebajar el nivel de idealismo de la representación quijotesca del mundo. Pues el caballero no se limita a conformar la realidad conforme a su visión caballeresca del mundo, sino que además se inventa realidades, y esto ya no es conformar o configurar la realidad externa, sino mucho más que esto. Cuando percibe gigantes donde hay que percibir molinos o cuando en una cueva percibe un palacio habitado por caballeros encantados, decir que conforma la realidad es tan genérico que se encubre le hecho de que el caballero se inventa realidades inexistentes.
Pero aún hay algo más y es que la realidad extrasubjetiva no se reduce para don Quijote a las entidades que él podía percibir cuando sólo era Alonso Quijano o en sus intervalos de lucidez o que cualquier persona sana y bien constituida puede percibir; la realidad, conforme a la ontología exuberante del caballero, abarca toda suerte de realidades ficticias, sean de tipo personal (caballeros andantes, reyes, emperadores, nobles, damas, gigantes, etc.), impersonales (configuraciones geográficas inexistentes, países, islas, ríos, encantamientos y otros sucesos maravillosos, etc.), animales (endriagos o animales monstruosos) o bien los hechos e historias relatados en los libros de caballerías. En suma, la realidad, según el punto de vista de don Quijote, es la suma de la realidad extraliteraria, con los añadidos introducidos por él mismo, y de la realidad intraliteraria de los libros de caballerías.
Todo esto es así porque la interpretación de la realidad de don Quijote es la de un loco que delira y sufre alucinaciones y por tanto se debe abordar como tal y no como si encerrase un significado filosófico. Por eso es totalmente absurdo comparar la interpretación de la realidad de don Quijote, que es producto de la locura, con la cartesiana que es producto del razonamiento filosófico. La percepción quijotesca del mundo tiene tanto interés filosófico como la de cualquier otro loco cuya mente esté igualmente trastornada, un interés nulo, aunque grande desde el punto de vista patológico o psiquiátrico. Por eso hablar de la supremacía del yo de don Quijote como si fuese una cuestión similar al planteamiento de la misma que le atribuye a Descartes, aun dejando aparte la manera como se distorsiona el sentido de esta doctrina en el filósofo francés, roza el ridículo, pues la supremacía del yo quijotesco es la misma hipertrofia del yo que aqueja a cualquier demente. En el fondo estos fallos emanan, como les suele suceder en general a todos los intérpretes alegoristas del Quijote, de que Lledó aborda la interpretación quijotesca de la realidad desde la propia perspectiva de don Quijote, una perspectiva que se toma en serio pasando por alto que es la de alguien que ha perdido gravemente el juicio. Se habría librado de incurrir en ellos si hubiese tenido en cuenta el punto de vista del narrador, quien constantemente se encarga de criticar la descabellada interpretación quijotesca de la realidad mostrándonos cómo las acciones emprendidas por don Quijote, inspiradas por semejante interpretación de la realidad rebosante de supremacía del yo, no son sino producto de una locura caballeresca que una y otra vez se cierran en estrepitoso fracaso.
Errores particulares
Terminemos este punto con unas escuetas reflexiones sobre algunos fallos que afectan a elementos más particulares de la interpretación de Lledó. En primer lugar, debemos decir unas palabras sobre el retrato que nos hace de Alonso Quijano como intelectual o contemplador antes de enloquecer. Esto recuerda a Unamuno, quien también destacó, como ya vimos, el carácter contemplativo de la vida de Alonso Quijano, lo que le servía para su posterior retrato de don Quijote como una figura de un profundo significado religioso y filosófico, aspectos ambos que en la interpretación unamuniana del Quijote se entrelazan de forma casi inextricable. En Lledó sucede lo mismo; sólo que ahora lo que importa más es empujar a don Quijote hacia el lado de la filosofía. Tan es así que, leyendo a Lledó, parecería que el hidalgo manchego no enloquece por causa de la lectura abusiva de libros de caballerías que terminan secando su cerebro, sino por su total entrega a la meditación sobre las ideas que rigen el mundo caballeresco.
Obsérvese la traviesa trampa del intérprete: se sugiere abiertamente que no son propiamente los libros de caballerías como género literario los que lleva al hidalgo camino de la locura, sino el intento de desentrañar las ideas que gobiernan el mundo caballeresco:
«Este mundo caballeresco no es una descripción caótica, de imágenes más o menos vivas; hay tres o cuatro ideas en él, que lo enmarcan, le dan sentido y lo hacen, en definitiva, un cosmos. El desentrañar estas ideas comienza a poner en peligro la salud mental de nuestro hidalgo.» Interpretación y teoría en don Quijote, en Anales cervantinos, tomo V, 1957, pág. 116
De este modo engañoso se nos induce a admitir como algo natural la figura de don Quijote como un filósofo en ciernes encerrado en su aposento en profundas cavilaciones especulativas de las que nacerá el Cogito, ergo sum de don Quijote a la manera como Descartes cavilando igualmente en su aposento parirá el mismo pensamiento, aunque en términos más abstractos.
No es por ello casual que el comentarista pase directamente de forma engañosa de esa imagen de don Quijote como un meditabundo en las ideas caballerescas absorbidas de los libros de caballerías a la decisión de hacerse caballero andante e irse por todo el mundo a buscar aventuras con la mira puesta en la instauración de la justicia, olvidando referirse al primer efecto de la demencia del hidalgo, a saber, que la fantasía se le llenó de todo lo que leía en los libros de caballerías (encantamientos, pendencias, batallas, amores, disparates imposibles, etc.) y que toda las soñadas invenciones que leía eran históricamente reales. Obsérvese que Cervantes no dice que se le llenase la imaginación o el entendimiento de ideas caballerescas, sino de aventuras y amores caballerescos, que él tiene por historias reales. No es que no absorba, que también lo hace, las ideas y valores del pensamiento caballeresco, pero a Cervantes, para sus fines literarios no le importa este aspecto de la literatura caballeresca; lo que le importa es la retahíla de aventuras y amores disparatados e inverosímiles para someterlos a una despiadada sátira. Y de ahí que no sólo aquí, sino en todos los lugares en que se habla del género literario caballeresco, siempre desde un punto de vista estrictamente artístico, y nunca desde un punto de vista filosófico o ideológico, no cuestiona las ideas o mentalidad caballeresca de las que son exponentes tales libros. Cervantes no pretende juzgar la mentalidad caballeresca, sino un genio literario por su valor artístico y no por el valor de las ideas o mentalidad caballeresca del que son portadores los héroes de las novelas andantescas.
La segunda reflexión concierne a la doctrina quijotesca sobre el maligno encantador que altera las cosas o los sentidos del caballero, la cual tanta importancia tiene, y en esto tiene toda la razón Lledó, en la percepción del mundo de don Quijote. Una doctrina, por cierto, que recuerda el argumento cartesiano del genio maligno, por lo que sorprende que nada diga sobre esto, habida cuenta de su interés en subrayar los paralelismos entre el pensamiento de don Quijote y el de Descartes. Pero aunque lo recuerda, las diferencias son más significativas que la mera semejanza material del recurso a un encantador maligno o genio maligno. Mientras que el cartesiano genio maligno aparece en un contexto epistemológico como un artificio para hacer dudar al sujeto pensante, a uno cualquiera, sobre su propia capacidad de conocer la verdad y sobre la existencia del mundo externo, una duda que surgiría por la mera posibilidad de que existiese semejante ser perverso, en el caso de don Quijote, y visto desde su perspectiva, claro está, el encantador maligno no es una mera posibilidad, sino que realmente actúa en el contexto de la vida real, pero su malignidad no se dirige contra cualquier sujeto pensante humano, sino sólo contra don Quijote, con el ánimo de engañarle, aunque no como fin último, como sucede con el genio maligno cartesiano que sólo se presenta como una posibilidad de engaño, sino como medio para malograr las aventuras que emprenda. Pero mientras el genio maligno cartesiano se estrella contra la certeza absoluta de la existencia del sujeto pensante gracias al Cogito, ergo sum y se esfuma definitivamente con la prueba de la existencia de un Dios absolutamente bueno que le garantiza la existencia de un mundo externo, don Quijote no tiene ninguna defensa ante su singular encantador maligno que consigue engañarlo y, como efecto de este engaño, que fracase en sus empeños.
Ahora bien, ¿este artificio del encantador maligno que le persigue, le engaña y le arruina, un argumento que utiliza por vez primera en la aventura de los molinos y que desde entonces se va a convertir en el recurso más socorrido para explicar sus fracasos, realmente le permite a don Quijote, como pretende Lledó, resolver las contradicciones entre los datos de la realidad y sus propias representaciones, de forma que se imponga su subjetividad o la supremacía de su yo? La respuesta es que no. Una respuesta afirmativa, como la de Lledó, sólo es posible si uno se apropia del punto de vista de don Quijote o se identifica con él y ya nos hemos referido antes a lo graves males exegéticos que se siguen de tomarse en serio la interpretación quijotesca de la realidad. Pero ya sabemos que la perspectiva fundamental del Quijote es la del narrador, ya que es la perspectiva de la verdad novelesca que envuelve y se impone sobre la perspectiva de los personajes y, por tanto, con ella debemos alinearnos y a ella tenemos que atenernos para enjuiciar el valor del recurso de don Quijote al argumento del maligno encantador como explicación exculpatoria de sus derrotas y de su supuesta afirmación de la supremacía del yo.
Pues bien desde la óptica del narrador, de la verdad de la historia, toda esta construcción de don Quijote es una filfa. La verdadera realidad narrativa es que con la utilización por don Quijote del argumento del encantamiento se está escenificando una burla de las aventuras caballerescas en que intervienen encantadores; que realmente no hay aventura alguna, que don Quijote no combate contra gigantes, sino que simplemente se ha estrellado contra los molinos como consecuencia de una alucinación; que por tanto no hay derrota alguna que explicar ni en este caso ni en cualquier otro; y que inventarse la explicación del encantador malvado, lejos de explicar nada, nos advierte sobre la grave locura que padece del hidalgo; y por supuesto no hay supremacía alguna del yo, sino contrariamente una colisión constante de éste ante una realidad que le desborda, no porque de ésta surja algún peligro contra él, sino porque la conoce y la interpreta mal, lo que le lleva a realizar acciones desajustadas, que también malintepreta y de ahí que su yo termine más bien por los suelos hecho añicos.
Pero incluso desde la perspectiva interna del propio don Quijote se trata de una mala explicación, verdaderamente impropia de un caballero andante. Porque alegar que un encantador maligno arruina repetidamente sus empresas equivale a reconocer que él no es capaz de vencerle y, por tanto, que no es un verdadero héroe. Un caballero andante tiene que saber hacer frente a los encantadores como ante cualquier otro peligro. Su admirado Amadís sabía salir airoso de los encantamientos que le tendían los malvados caballeros encantadores, sin perjuicio de que en algún momento fuese víctima de sus malas mañas, y su mayor enemigo encantador, Arcaláus, termina finalmente derrotado.
Otras interpretaciones cartesianas
El ensayo de interpretación del Quijote como portador y abanderado de un género de pensamiento similar al de Descartes, en la línea inaugurada por Patricio de Azcárate y Campoamor y continuada y desarrollada por Lledó, ha gozado, no obstante, de cierto influjo. El primero en recoger esta herencia fue José Luis Abellán en su Historia crítica del pensamiento español (vol. III, págs. 138-141), donde aprueba y respalda el enfoque filosófico aplicado al libro de Cervantes por parte de Azcárate y Campoamor, que según él, les conduce a interpretarlo como antecedente del subjetivismo moderno y a Cervantes como antecedente del mismo Descartes, y asimismo el desarrollo más elaborado que hace de este enfoque Lledó, al que sólo le pone la pega de adolecer de unilateralidad por olvidarse de Sancho; pero, considerada en sí misma, acepta sin reparos la interpretación de la realidad atribuida a don Quijote como una exposición genuina y fidedigna de la filosofía de don Quijote. Habiendo discutido todo esto, no tenemos más que añadir, salvo censurar a Abellán por tergiversar el punto de vista de Azcárate y de Campoamor al adjudicarles gratuitamente la idea de que el pensamiento de Cervantes es precartesiano.
Sin duda esta es la opinión del propio Abellán, pero es, como mucho, dudoso que sea la de Azcárate, quien, como ya vimos, no presenta a Cervantes como autor de un pensamiento precursor del de Descartes, sino como dos pensadores del mismo nivel, «las dos lumbreras del siglo XVII», a quienes, según su visión, corresponde el mismo mérito en haber proclamado la evidencia como criterio de verdad, aunque esto queda limitado por la afirmación de Azcárate de que Cervantes causó en las ideas una revolución que Descartes consumó. Y en el caso de Campoamor está bien claro que no sólo no pinta a Cervantes como precartesiano, sino que muy al revés es al creador del Quijote, junto con Gómez Pereira y con exclusión de Descartes, a quienes considera los «verdaderos fundadores del psicologismo moderno», y además lo acusa de haber copiado literalmente a Gómez Pereira.
Tampoco se puede decir con rigor que Lledó presente a Cervantes como precartesiano, pues insiste en que Cervantes hizo en el terreno literario una proeza similar a la de Descartes en el filosófico en la medida en que el Quijote viene a ser el desenvolvimiento literario del Cogito, ergo sum en versión práctica, esto es, una verdad encarnada en la historia de don Quijote como la historia de la afirmación de su existencia o de la primacía del yo frente a las cosas. Por lo demás, Abellán no hace aportación alguna a estos ensayos de entender el pensamiento del Quijote desde el de Descartes; simplemente se limita a darles su visto bueno y, por tanto, a respaldar la visión de Cervantes como precursor de Cervantes.
Después de Abellán, ha habido otros que se han empeñado no sólo en continuar hablando de Azcárate, Campoamor y Lledó como defensores del precartesianismo de la novela cervantina, sino en asumirlo para ofrecer su propia aproximación al pensamiento de Cervantes como precartesiano. Un buen ejemplo de este proceder es el de José Angel Ascunce Arrieta en su artículo «Precartesianismo de Cervantes en el Quijote» (Actas del Octavo Congreso Internacional de Hispanistas, 1983, págs. 169-174; disponible en la red por el Centro Virtual Cervantes), cuyas ideas principales son, en lo sustancial, una reiteración de las de Lledó; empieza desde las primeras páginas insistiendo en la autoafirmación del individuo, encarnada por don Quijote, en conflicto con la realidad: «La obra cervantina en su totalidad puede ser definida como la historia de una afirmación individual frente a la negación de la realidad contextual» (págs. 169-170), que equivale a la primacía del yo quijotesco que se impone en la acción conflictiva con el mundo: «Todas las aventuras de Don Quijote son actos de autoafirmación del yo frente a un contexto que lo niega insistentemente…la conciencia del yo y la voluntad de mantener siempre vivo ese yo a través de la acción se convierten en los únicos pilares que dan sentido y razón de ser a la propia existencia» (pág. 173), y concluye, siguiendo igualmente a Lledó, que, no obstante este parentesco con el cartesianismo, cabe discernir una diferencia y es que «frente al yo pensante cartesiano, se impone en el caso de Don Quijote un yo actuante de carácter ético, una voluntad de conducta moral, estableciéndose el principio implícito de ‘yo actúo éticamente, luego existo’» (pág. 173).
Puesto que, como se puede apreciar, esta interpretación es básicamente la misma que la de Lledó, le son igualmente aplicables las objeciones vertidas contra ésta. Es conveniente, no obstante, hacer un par de consideraciones. La primera se refiere a la reformulación del Cogito, ergo sum como esquema de interpretación del Quijote en la forma de «yo actúo éticamente, luego existo» por parte de Ascunce, a lo que le conduce su visión de don Quijote como un «yo actuante» que opone al «yo pensante», una idea que, aunque no aparezca compendiada en esta fórmula, se encuentra igualmente en Lledó. Pero esta idea no tiene nada que ver con Descartes; es más, el filósofo francés desautorizó expresamente la posibilidad de afirmar la existencia a partir de la acción, de forma que, desde su perspectiva filosófica de la búsqueda de la certeza absoluta, no cabe decir «Actúo, luego existo» –y para el caso da igual lo que hagamos–, como se puede decir Pienso, luego existo». En la respuesta a las quintas objeciones, formuladas por Gassendi, a las Meditaciones metafísicas, Descartes refuta la propuesta de éste de inferir la existencia a partir de la acción del sujeto lo mismo que se infiere del pensamiento, ya que no hay una sola acción de la que el yo esté absolutamente seguro como lo está de su pensamiento. Así, por poner el ejemplo de Descartes, no es correcta la deducción «Me paseo, luego existo», pues puedo estar dormido y soñar que estoy paseando, que mi cuerpo va de un lado para otro; ahora bien, si pienso que ando sí puedo inferir mi existencia, pero porque pienso, no porque pasee, que lo puedo estar soñando, esto es, del hecho de que pienso que ando sólo puedo inferir mi existencia como yo o mente pensante, pero no como cuerpo que pasea.
La segunda consideración se refiere a que la sustitución del Pienso, luego existo por «Actúo, luego existo», al tiempo que es una desviación del pensamiento cartesiano, al que expresamente se acoge Ascunce para entender la novela de Cervantes, delata el fracaso de intentar hacerlo siguiendo la primera fórmula, que se revela ciega para apresar una vida, como la don Quijote, volcada hacia la acción. Como decíamos de Lledó, también de este exegeta cabe decir que le habría sido más útil la doctrina de Ficnte del yo activo como guía para su exégesis de la historia de don Quijote como la de un yo actuante cuya existencia se afirma a través de la acción.
Finalmente, las tentativas de entender el pensamiento del Quijote desde Descartes o en relación con él llegan hasta el momento presente, como puede verse en varios de los trabajos recogidos en el libro colectivo El yo fracturado, don Quijote y las figuras del barroco (editado por el Círculo de Bellas Artes en 2006 en conmemoración del cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote en 1605), especialmente en los ensayos de Félix Duque, Juan Barja y ángel Gabilondo.