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El Catoblepas, número 141, noviembre 2013
  El Catoblepasnúmero 141 • noviembre 2013 • página 8
Artículos

Contra la espiritualidad (1)

José Luis Pozo Fajarnés

Apuntes y anotaciones posteriores relativas a la conferencia de Gustavo Bueno con el mismo título.{1}

Los seres angélicos no leen El Catoblepas

Gustavo Bueno distingue dos enfoques del término espiritualidad, a los que denomina –con una terminología apropiada al sistema del materialismo filosófico– como concepto antrópico y concepto anantrópico de espiritualidad. En el concepto antrópico de espiritualidad, el espíritu tiene relación con el hombre, y no con otras existencias que la metafísica haya podido considerar desde Aristóteles. La espiritualidad humana –sin entrar todavía en lo que pueda ser ésta– tiende a ser considerada como algo que enaltece al ser humano. El anantrópico es el concepto escolástico de espiritualidad. Por este vamos a comenzar a expresar algunas anotaciones relevantes que vienen a cuento para desarrollar lo dicho por Bueno en su conferencia.

Concepto anantrópico de espiritualidad

Del concepto anantrópico de espititualidad tenemos la mejor definición en Las Disputaciones metafísicas de Francisco Suárez, concretamente en la disputación XXXV,{2} que lleva por título: La sustancia inmaterial creada. Allí Suárez trata de las «inteligencias separadas», las cuales son «espíritus puros» cuya característica particular es la «espiritualidad». Estos espíritus, estas «formas separadas» son en esencia distintas al hombre y, además, anteriores a él por la creación. No suele nombrarse la «espiritualidad angélica» dado que por el hecho de ser éstos ya espíritus sería redundante. Esta explicación de Francisco Suárez –al igual que Santo Tomás– toma distancia de la de Aristóteles para acercarse a Platón. Aristóteles había puesto límites a la gran separación que Platón había propuesto entre ideas y mundo sensible y por lo mismo entre el cuerpo y el alma. Con el Estagirita todas las formas aparecían como actualización de una materia, teniendo en cuenta que las formas iban encadenadas unas con otras y siempre era necesaria una materia ligada a la forma anterior que debía nuevamente actualizarse. Dada esta descripción, vemos que Aristóteles no acepta el platonismo. De manera que la escolástica se aleja de sus tesis en este caso. Lo cual no es extraño dado que el platonismo es un sistema tan relevante para ellos como el sistema de Aristóteles:

«Aristóteles rechazó las formas separadas de la materia –los espíritus–, porque en su Scala Naturae los seres más altos de la jerarquía cósmica son los astros, que siguen siendo materiales, aunque con una materia plenamente actualizada (y por ello incorruptibles, inmortales o divinos). La materia prima asumió el papel de potencialidad pura, pero no de una sustancia. Sin embargo, Aristóteles admitió la posibilidad de un Acto Puro, sin mezcla alguna de potencia; pero no es seguro que este Acto Puro pudiera ser considerado como una forma separada.»{3}

Suárez dedica muchas de sus disputaciones a tratar el tema de Dios, la idea de Dios. Nunca pone en duda su existencia –como no podía ser de otra manera– dado que es «la única sustancia improducida», lo que no es el caso del resto de realidades espirituales. La cuestión del alma, por el contrario, no es objeto directo de ninguna de las disputaciones, tal cuestión la trata en un extensísimo tratado que no forma parte de las Disputaciones metafísicas. Como vamos a atender a lo que Suárez dice en la Disputación XXXV, el tema del alma lo tocaremos solo tangencialmente. Vamos a tratar lo que el jesuita español afirma sobre los «espíritus puros». Suárez afirma que la existencia de los espíritus puros no puede ser demostrada, que los ángeles solo existen probabiliter. La creación soporta dos tipos de sustancias al menos, las materiales y las inmateriales. El problema demostrativo recae en el segundo de los dos pues de él no tenemos información a través de nuestros sentidos. La razón será el único instrumento del que nos podemos valer para concluir su existencia o no, lo que éstas sean y sus propiedades, o lo que de ellas podamos decir atendiendo a las causas que tengan o los efectos que de ellas puedan derivarse.

Suárez comienza por definir la sustancia inmaterial como la que carece de masa corpórea, de la extensión cuantitativa que observamos en las sustancias materiales. Señala que, de esta sustancia inmaterial, no es demostrable su existencia por la razón natural. Suárez considera la doctrina tomista que afirma que solo podemos conocer lo que a través de los sentidos se presenta ante nosotros, por los efectos que tales sustancias deberían mostrarnos pero la prueba que Aristóteles da de la existencia de sustancias incorpóreas, de los motores secundarios de las distintas esferas en el mundo supralunar, no es suficiente para Suárez. Ya hemos visto que la perspectiva de Aristóteles tiene que ser trasformada debido a que en su hilemorfismo no caben las sustancias separadas que Suárez define. Suárez de todas formas incide en las siguientes cuestiones, que vendría a desglosar ese punto de vista inaceptable para el tomismo. Las sustancias angélicas aristotélicas son compuestos hilemórficos de los cuales podemos dar demostración de su existencia, las sustancias separadas de la escolástica ni son hilemórficas ni puede ser demostrada su existencia:

—En primer lugar, porque Aristóteles no deja claro si el cielo se mueve por una fuerza externa derivada del motor o de una interna que sería natural (algo similar al movimiento que hace volver al elemento tierra a su lugar natural, tras que un movimiento violento lo separe de él, a tal movimiento interno el escolástico lo denomina ímpetu, como Juan Filopón denominó a la causa del movimiento, sea éste violento o natural).

—En segundo lugar, porque pudiera ser que el Primer Motor fuera por sí mismo suficiente, como causa externa, para que se den cualesquier movimientos celestes.

—En tercer lugar, porque aun considerando que cada uno de los cielos necesite de un motor externo, éste no tendría por qué ser incorpóreo.

—En cuarto lugar, y ya en un sentido demostrativo distinto de los tres anteriores, tales sustancias tienen que ser producidas ya que improducidas no pueden ser dado que solo hay una sustancia improducida y ésta es Dios. Ello además nos pone en un lugar inaceptable dado que todo lo generado deriva de una materia que es la que engendra y que por ello solo engendrará a su vez sustancias materiales, lo que es contrario al punto de partida.

—En quinto lugar Suárez considera la posibilidad de que sean creadas, pero para descartarla inmediatamente pues tal supuesto sobrepasa el conocimiento natural: la mera razón natural niega la creación, de manera que la filosofía afirma taxativamente que de la nada, nada puede llegar a ser.

—En sexto lugar Suárez nos da razones geométricas pues señala que toda sustancia inmaterial sería indivisible como lo es el punto expresado en la geometría de Euclides. Pero el contexto espacial en el que nos coloca esta argumentación es para Suárez de una categoría de perfección ínfima que no puede soportar la perfección que quiere definir una sustancia de las características que debe tener la que quiere demostrarse existente.

—En séptimo lugar Suárez considera el punto de vista inverso del anterior. La sustancia pudiera necesitar un espacio extenso que fuera a la vez divisible. Ello llevaría a que ella misma fuese divisible y por lo mismo material.

De estos dos últimos podemos extraer la siguiente conclusión:

«Si es indivisible en sí y se sitúa en un lugar indivisible, es necesario que esté toda ella en todo el lugar y toda en cualquiera de sus partes; y tal modo de existir apenas puede concebirlo la mente humana, y, por ello, aun cuando lo admita en el Creador, a causa de su infinita perfección, sin embargo a duras penas puede probarse que le convenga a la criatura finita; ni se ve razón alguna natural con la que ello pueda ser demostrado; por consiguiente, no puede demostrarse de ningún modo con la razón natural que se den algunas sustancias creadas inmateriales e indivisibles de este modo.» (DM,XXXV, págs. 498-499).

Suárez nos ha hecho ver que mediante la razón natural no podemos demostrar la existencia de las sustancias angélicas. Tal existencia depende de la potencia y la voluntad divina, de una potencia que aunque actúa de forma necesaria puede verse coartada por la voluntad, pues es libre para actualizar o no tal potencia. Suárez sin embargo nos deja un campo abierto, el de la posibilidad de demostrar si esas sustancias al menos son posibles, ya que para demostrar la posibilidad no tenemos que apoyarnos en la libre voluntad divina sino solo en la potencia. Con la salvedad de que deberemos considerar también que la realidad no repugne la existencia de las sustancias.

Además, Suárez señala que la posibilidad es más efectiva si consideramos la sustancia inmaterial frente a la material. La razón que esgrime es la siguiente, el efecto de la causa eficiente queda asimilado a eso que lo ha causado, de manera que cuanto más se asemeja a la causa más se afirma el correlato entre ambos. De ello se sigue que como Dios es la primera causa de entre todas y su sustancia es espiritual, para ella se adecuará más directamente todo efecto que se derive de su causalidad. Dada la infinitud del poder causal divino los efectos que de él se deriven nunca observarán perdida alguna, además, cuando el efecto es sustancia inmaterial nos dice esto Suárez:

«La sustancia creada, cuanto más actual e inmaterial es, tanto es más semejante a Dios y, por lo mismo, más conforme con la divina virtud, y en ese aspecto es, en cierto modo, más posible, si es que en estas cosas caben el más y el menos, porque, al ser infinita la divina potencia, de suyo puede igualmente todas las cosas» (DM,XXXV, pág. 500).

Y si esto no es suficiente, afirma con Santo Tomás que para que consideremos el universo en toda su perfección y a ésta en su mayor grado, la existencia de sustancias inmateriales tiene que ser un hecho, pues más perfecto y completo es un universo con ellas que uno sin que éstas se den. Es más, si Dios establece el universo como perfecto, éste no lo sería si estuviera falto de las mismas y falto de su consiguiente graduación y del ordenamiento perfecto de sus distintas realidades. Suárez demuestra así, probabiliter, la existencia de sustancias angélicas en base a esta imposible contradicción en relación a la perfección del universo.

Concepto antrópico de espiritualidad

El otro enfoque es el antrópico. En éste, el espíritu solo va a ser tenido en cuenta en su relación con los hombres. Todo lo «espiritual» es lo que dignificará al hombre. Lo chocante del asunto es que las actividades alejadas de la manipulación directa de la naturaleza, como son las demostraciones matemáticas o la elaboración de ensayos filosóficos se apartan de lo que se considera «lo espiritual». De manera que «lo espiritual» será solamente lo relativo a las actividades religiosas, sean éstas cultos vudús o misas católicas, pasando por cualquier otro rito que podamos traer a colación. Esta percepción de lo espiritual no es muy antigua, Gustavo Bueno afirma que deriva de la actitud de la Iglesia católica tras el concilio Vaticano II, una actitud irenista que buscando la equiparación con otros credos ha dejado en un plano secundario lo que les diferenciaba de ellos, la dogmática de su doctrina. En el ámbito de lo «cultural» podemos decir casi lo mismo, pero allí fue Claudio Lévi-Strauss quien puso a la misma altura cualquier forma de expresión cultural, lo que puede entenderse sin dificultad si atendemos a su adagio: «salvaje es quién llama a otro salvaje».

Desde nuestra perspectiva materialista, opuesta frontalmente a las distintas formas de idealismo que han llevado a las distintas expresiones de espiritualidad expresadas más arriba, consideramos que lo único que se puede aceptar como espiritual en sentido estricto es precisamente lo que nadie considera como tal, y que son aquellas actividades humanas tendentes a demostrar verdades matemáticas, a desarrollar proyectos tecnológicos, o a argumentar filosóficamente. El motivo de que estas realidades espirituales puedan considerarse es por ser «materiales». No aceptamos ninguna de las demás acepciones de espiritualidad pues aquellas no son materiales, son metafísicas, falsas. Lo que propone Gustavo Bueno para terminar con este problema es destruir la idea de espiritualidad, acabar con ella. Pero para ello Bueno considera necesario destruir otro concepto previamente, el de «espíritu».

Destrucción del concepto «espíritu»

Para comenzar con la demolición de esta idea metafísica Gustavo Bueno nos sitúa, en primer lugar, en aquel momento histórico en el que comienza a tomarse este término en serio. Concretamente fueron los escritos de algunos teólogos del siglo XVI los primeros en considerarla, aunque en esos tiempos la idea no arraigara. Solo lo haría cuando en los años sesenta del siglo pasado se creara, por el profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca, Don Luis Sala Balust, el «Centro de Espiritualidad». Fue por obra de este «Centro» que al recuperar tales escritos de cuatro siglos atrás, se comenzó a extender la idea de espiritualidad. Y para llevar a efecto la destrucción de la idea de «espiritualidad» Gustavo Bueno procede a desarrollar una clasificación. Una clasificación que va a ser tripartita, y que va a tener en cuenta las distintas acepciones que debemos considerar con respecto a la idea de espiritualidad.

La espiritualidad como realidad positiva o empírica

Esta espiritualidad no puede clasificarse más que como evidente, pues al depender de hechos de experiencia lo que sucede es que los hechos espirituales «se viven». ¿Qué quiere decirse con que «se viven»? Pues que si alguien, durante el desarrollo de un ritual, sufre convulsiones, y estas no son fingidas, «las vive» por el hecho de que las siente realmente. Si es epiléptico y nadie le ha explicado qué es la epilepsia, podrá buscar distintas causas de su sentir, por ejemplo, podrá considerar que las causa un demonio. Pero eso no es lo más relevante, lo importante aquí es que experimenta el hecho positivo. Así considerada, la espiritualidad es por tanto un hecho de experiencia. Pero estos hechos solo podrán considerarse abstractos respecto de las interpretaciones que de ellos se hagan. Y cada vez que se interpreten variaran, de manera que, lo que Bueno niega para este caso, es que sean una realidad invariante de todo contexto. Esta tiene un paralelo en la consideración de que para un hecho concreto solo hubiera una interpretación, como ocurre en las sociedades salvajes, donde estos no son capaces de separar el hecho de la interpretación. En tales situaciones no caben juicios de los hechos. El juicio de los hechos solo será posible cuando se sopesen dos o más interpretaciones de lo que deba ser explicado. Solo cuando unas interpretaciones niegan, o se contradicen con otras, es cuando empieza la crítica.

La espiritualidad como idea metafísica

La segunda forma de espiritualidad es la que la ve como una idea metafísica. Para el materialismo filosófico materialista es fundamental una consideración que ya hemos visto mucho más arriba, pero que Gustavo Bueno nos recuerda aquí, la de que la vida es imposible independientemente del cuerpo orgánico. Esta es la forma más contundente de separar a quién está convencido de las ideas espiritualistas del que no. El sustancialismo espiritualista interpreta estos datos vinculándolos a un espíritu que vive sin conexión alguna al cuerpo orgánico, al modo en que Descartes expresa su cogito ergo sum. De manera que el hombre es espíritu, y solo el espíritu es lo que hace que sea hombre. Esta idea cartesiana trae los ecos de Santo Tomás cuando decía que:

«La Vida es fuerza intrínseca, potencia motriz espontánea del ser, vis sui motrix; un principio interior de actividad, que obra por acción suya, sobre sí mismo, y para su propia perfección.»{4}

Pero no solo es espiritualista esta concepción, pues también la consideración de los hechos positivos puede derivar en explicación metafísica. Ejemplo de ello son las interpretaciones que se dan de la exhalación del último aliento de un ser humano. Esta forma de espiritualismo es la que consideró Eduardo B. Tylor, denominándola «animismo». Esta doctrina defiende la existencia de espíritus que son incorpóreos, a diferencia de los «démones» de la mitología griega, que sí eran corpóreos (Bueno puntualiza que del mismo modo que el aliento que Tylor considera pues, si no fuera así, no se entendería que pudieran introducirse en otros cuerpos). El animismo, por tanto, tiene dos versiones muy diferentes, dependiendo de si defiende la realidad corpórea o incorpórea de los espíritus. El cristianismo los considera, como ya hemos incidido más arriba, como almas incorpóreas. La filosofía del cristianismo habla de los espíritus como «formas separadas», lo que denominamos «ángeles». Y si estos espíritus puros son humanos, serán las «almas».

La espiritualidad desde la perspectiva ontológica

Por último Gustavo Bueno considera la espiritualidad desde la perspectiva ontológica. Lo primero que hay que considerar aquí es que cualquier realidad que tengamos en cuenta debe ser expresada en el mapa del mundo que consideremos, de manera que nos alejemos de toda consideración del ser en abstracto. Las dos posturas enfrentadas son como el de suponer la del idealismo, que tratará de expresar la realidad de las sustancias incorpórea, y la del materialismo filosófico que afirma la irrealidad de tales construcciones metafísicas. Aquí, el profesor Bueno pone en duda que el animismo pueda relacionarse con lo que Husserl denomino «vivencia», con la experiencia interna por tanto. Sin embargo sí puede ser que tenga una conexión con experiencias externas, por ejemplo, con la experiencia de la muerte. Cuando alguien muere, de su cuerpo, por la boca en concreto, sale el «pneuma». Como hemos referido más arriba este espíritu pneumático es corpóreo, pero la consideración de la incorporeidad del espíritu no tardaría, los cristianos fueron los que la introdujeron. También más arriba hemos analizado la más exhaustiva explicación de la incorporeidad de las «formas separadas», la de Francisco Suárez. La distinción que según Bueno puede ayudarnos más es la que enfrenta esta idea cristiana, que puede denominarse «animismo filosófico» del «animismo etnológico» de Tylor. Para los primeros, al menos hasta el Concilio Vaticano II, la creencia en tales ánimas era considerada pura superstición. Como ya hemos visto –al analizar la disputación XXXV de Suárez– de las almas no se puede demostrar su existencia ni se puede conocer su esencia, también que tienen inteligencia y voluntad como la tiene su creador, pero que nunca podrá un hombre saber lo que piensa un ángel, el cual por parecerse más a Dios que el alma humana, sus pensamientos se supone que se dirigen hacia sí mismos. Eso es lo que hace imposible conocer lo que pudieran pensar tales entidades, como imposible será también conocer a Dios, ya definido por Aristóteles, y aceptado por la escolástica cristiana, como «gnoesis gnoeseos», pensamiento del pensamiento. Las formas que los escolásticos definen no tienen que ver nada con los espíritus del animismo ni de la brujería y pueden asemejarse a las definiciones imposibles, pues son constructos que no pueden existir, que suelen hacer los matemáticos, como son el triángulo birrectángulo, el punto impropio, o el hipercubo.{5} Estos conceptos matemáticos, inexistentes, son pues similares en esa característica a los conceptos del hilemorfismo aristotélico como puedan ser: forma, entelequia o primer motor inmóvil. Como conceptos, tienen legitimidad, existen, pero eso no conlleva la existencia de sus referentes.

La crítica al espiritualismo o la destrucción del concepto «espíritu»

Gustavo Bueno desarrolla su crítica al espiritualismo proponiendo una interpretación que no es metafísica sino ontológica. De lo que se trata de expresar las realidades que sean en una suerte de cartografía que denominamos como «ontología de partida». El materialismo filosófico reconoce tres géneros de materialidad que no soportan ningún género de sustantividad, que no son en absoluto «tres mundos» –por señalar la propuestas metafísica de Carlos Popper–. Si así los nombráramos estaríamos sustancializando, haciendo metafísica como él. Estos mundos son los que Gustavo Bueno propuso por vez primera en Ensayos materialistas, y son: M1, M2 y M3.

Al género M2 corresponde la espiritualidad material que hemos nombrado más arriba y que es la única que Bueno considera real. La espiritualidad así concebida es un contenido material. La materialidad se expresa de muchas maneras desde los dientes originales de un infante hasta la mencionada demostración de un teorema por parte de un matemático, pasando por el reuma que pueda tener el matemático o la ruborización que pueda demostrar al ver la pierna de una de sus alumnas a través de la raja de su falda. Sin embargo los espíritus puros que definió Santo Tomás y que hemos estudiado en Suárez no podemos imaginárnoslos ruborizándose ni echando dientes. El género M2 no es sustantivable, por lo que está siempre vinculado a los otros dos géneros de materialidad. Solo podemos hablar de una suerte de «actualismo» al considerar que lo que denominamos «espiritualidad» es solo el ejercicio operatorio que desarrollan los hombres, y algunos animales también, en su actividad. Y cuando esta actividad desarrolla ciertas funciones que están ligadas a los otros dos géneros de una manera esencial.

Hemos clasificado las distintas formas de espiritualidad y hemos visto como ese término es totalmente confuso ya que reúne en sí toda una gran variedad de cosas heterogéneas. El vudú, la demostración de teoremas, la posesión de espíritus, etc. son para el metafísico, o para el convencido de la bondad del irenismo, un solo fenómeno, la espiritualidad El criterio que propone Bueno para que podamos discriminar lo real de lo no real es la «verdad». Así, si consideramos la vivencia interna no podremos considerar verdadero a todo lo que encontramos dentro de nuestro flujo mental, de manera que consideraremos dos tipos de vivencias, las de contenidos verdaderos y las de contenidos falsos. Y la única forma de saber si los contenidos son verdaderos o falsos, es atendiendo a si tal contenido es una realidad material o una mera sustantivación. Bueno nos pone el ejemplo de la Virgen María, pero podríamos poner cualquier otro. Por ejemplo éste: si alguien va a Transilvania y alquila una habitación en un castillo –creyendo que ese es el verdadero castillo de Drácula– y por la noche está convencido de que ve al vampiro y le alarga el cuello para que chupe su sangre, lo que hace –mediante tal delirio– es sustancializar, crear una realidad metafísica, darle vida a algo que no tiene un cuerpo orgánico. Por otra parte, y si sobrevive a tal «encuentro» y de vuelta a España le cuenta lo que le ha sucedido a un materialista filosófico, es seguro que éste pensará que está ante un auténtico orate. Esta espiritualidad no es pues relevante para un materialista filosófico, la única que sí será relevante es la que tenga que ver con los contenidos materiales del género M2 de materialidad, que es la espiritualidad material que hemos nombrado más arriba y que es lo que Gustavo Bueno considera real, pues la «espiritualidad», como conjunto de fenómenos internos al ego esférico, debe ser considerada como contenidos materiales.

El espiritualismo puede ser demolido por la tremenda confusión de conceptos. Al decir espiritualismo parece que estamos diciendo siempre algo cierto y cargado de valor, pero sin embargo lo que nombramos es un batiburrillo tremendo que hace que se confunda y se dé la misma importancia al ritual vudú que al sistema de semáforos de una ciudad. Bueno señala que con el espiritualismo pasa lo que pasa con la cultura, pues bajo el mismo término se incluye una gran cantidad de cosas también totalmente heterogéneas, equiparándolas sin un criterio definido. Y, así, se consideran al mismo nivel el idioma español y el vasco, o un hacha de sílex y una máquina de tren. Y, lo peor de todo es que para prestigiarla, se sacan de su consideración objetos que son tan culturales como los demás, como por ejemplo la horca o la bomba H. De manera que se hace muy difícil saber qué es realmente la «cultura». Y eso pasa también con lo que ahora estamos trayendo a colación, con el «espíritu».

Así pues, concluye Bueno que el concepto de la espiritualidad es un concepto claro pues se distingue, en el ámbito antrópico, de otras formas que no son espirituales, como son ciertas actividades fisiológicas, o de otras que son prosaicas o incluso de las que tienen que ver con la actividad científica. Pero por otro lado es totalmente confuso pues no están definidos ni localizados los espíritus de que se trata. Por ello Gustavo Bueno afirma que lo mejor para evitar el problema es eliminar lo que está en la base de la confusión: debe eliminarse el mismo concepto de «espíritu».

Notas

{1} Conferencia de Gustavo Bueno pronunciada en la Casa de América, dentro del ciclo «Solo ante el público», Madrid, jueves 9 de mayo de 2002.

{2} Suárez, Francisco. Disputaciones metafísicas, Tomo V, Disputación XXXV. Gredos. Madrid. 1963.

{3} Bueno, G. Confrontación de doce tesis características del sistema del Idealismo trascendental con las correspondientes tesis del Materialismo filosófico, El Basilisco, 2ª época, nº 35, pág. 22.

{4} La expresión de Santo Tomás la extraigo del libro de Antonio Hernández Fajarnés, Principios de Metafísica. Cosmología (página 635). Este autor es un neoescolástico que desarrollo su filosofía a finales del siglo XIX

{5} La primera vez que he encontrado una referencia a este concepto matemático en Gustavo Bueno es en su Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas» de 1991: El Estado totalitario es una idea límite, comparable a la idea de triángulo birrectángulo en Geometría o a la idea del perpetuum mobile en Física. La reaplicación de la idea límite, término de la serie o la reversión del límite, a los términos de esta serie hace posible, por ejemplo, ordenarlos, establecer grados; pero esta gradación no justifica siempre la posición, como un grado más al lado de los otros, del grado límite. «Triángulo birrectángulo» ordena la serie de los triángulos rectángulos cuya hipotenusa va formando ángulos agudos cada vez más abiertos; perpetuum mobile ordena los motores que reutilizan su energía en cantidades cada vez mayores. Pero en la serie de los triángulos no hay un triángulo finito más que sea el birrectángulo, ni en la serie de los motores hay un motor al lado de los otros que reutilice toda la energía «segregada» (Páginas 201 y 202). También en mi artículo publicado en El Catoblepas, número 94, página 18 hago referencia al «punto impropio».

 

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