Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 141 • noviembre 2013 • página 10
En el comentario del cuadro de Velázquez, Las Meninas, que aparece en la obra de Michel Foucault, Las palabras y las cosas, hay un pasaje referido al mastín que podemos ver a un lado de la escena representada por el pintor de la Corte de Felipe IV. Foucault escribe que, «a la derecha el perro echado, único elemento del cuadro que no mira ni se mueve; porque no está hecho, con sus grandes relieves y la luz que juega en su pelo sedoso, sino para ser objeto que mirar.»{1}
Extraña razón la que nos da el filósofo, que puede fácilmente llevarnos a confundir la representación con lo representado. En efecto, el perro tiene en el cuadro una actitud que lo singulariza. A buen seguro, se trata de la pose habitual que adoptaba. En ella quiso representarlo el pintor. Su postura nos habla de su posición en el interior del grupo humano representado. Puede adoptarla porque es un noble animal y, por tanto, establece sus propias jerarquías, al margen de las que marca el orden nobiliario humano. A él se le podrían aplicar con buen tino y justicia las palabras que dedicó Lord Byron a su perro Boatswain, en el epitafio que escribió para su tumba. Porque, en efecto, también el perro de Las Meninas es una criatura «bella sin vanidad, fuerte sin soberbia, valiente sin ferocidad». Es verdad que el perro de Byron era un terranova, en lugar de un mastín, como el del cuadro de Velázquez, pero ambas razas comparten su gran envergadura y su buen talante. Por otro lado, como bien sabemos, el mal carácter de un animal se debe más a la educación que le han dado los humanos que a inclinaciones de raíz biológica.
En todo caso, volviendo al perro de Las Meninas, podemos decir que una elocuente prueba de su buen carácter es que Nicolaso Pertusato juega con él, posa su pie sobre su lomo y éste permanece indolente, como si no le molestara. Quizá por la fuerza de la costumbre, o bien porque el leve peso del pie del enano le produce el placer de una caricia. Sus ojos, que también miran aunque los párpados estén casi cerrados, parecen indicar esto último. En todo caso, el perro de Las Meninas no es sólo un objeto al que mirar. No es únicamente un objeto que está ahí para equilibrar la composición velazqueña. Sin duda, el pie de Nicolaso Pertusato habla en ese rincón del cuadro con más elocuencia que la boca de muchos críticos de arte posteriores.
Bien sabemos que el perro es el animal más adaptado y cercano a la convivencia con los humanos. Un verdadero amigo, fuente de serenidad, calor, amistad, compañero de juegos de niños y adultos. Sin duda, el animal que aparece en el cuadro encarna todo esto y mucho más. Por ello hay que insistir en que no es sólo un objeto al que mirar, en que no es, en absoluto, una cosa, un objeto.
Hace poco llegó hasta mí el desesperado anuncio de una asociación protectora de animales, que solicitaba una familia de adopción para un perro que iba a ser sacrificado en pocos días, si alguien no se hacía cargo de él. ¿El motivo? El animal vivía confinado en el patio interior de una vivienda y los vecinos se quejaban del mal olor de sus deyecciones. La dueña, en lugar de plantearse sacarlo cada día para que hiciese sus necesidades en algún otro lugar fuera de casa, optó directamente por entregarlo a la asociación, sabiendo que casi con toda probabilidad (al tratarse de un animal adulto y de una de esas razas calificadas como peligrosas) eso suponía condenarlo a muerte.
Es uno de tantos ejemplos que podíamos poner, en relación a la inconsciencia con la que los humanos disponen de la vida y la muerte de sus animales domésticos. En efecto, un procedimiento veterinario, creado para evitar sufrimientos inútiles a los animales que se encuentran en los momentos finales de su vida, se emplea ahora, sin que ello cree problema ético alguno, para quitarse de encima a ese animal que fue acogido en la familia un día, pero que poco después, por alguna de esas extrañas razones que no caben en la razón, se ha convertido en un inconveniente para ir de vacaciones o en una molestia en la rutina cotidiana.
Frente a ello habría que recordar que los animales no son objetos que están ahí para ser contemplados, utilizados y desechados por los humanos. Sus vidas son valiosas por sí mismas, con independencia de lo que nosotros podamos pensar al respecto. Por eso, para eliminar el dilema ético o arrinconar todo problema de conciencia, no es suficiente saber que una inyección de pentobarbital o de tiopentato de sodio, les va a proporcionar una muerte rápida e indolora. Una vez más habría que insistir en que la ausencia de respeto a la vida animal, su reducción a la condición de objeto, es un claro índice del enorme déficit ético que padece la sociedad actual.
Notas
{1} Foucault, M., Les mots et les choses, Paris, Gallimard, 1966, p. 29.