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El Catoblepas, número 145, marzo 2014
  El Catoblepasnúmero 145 • marzo 2014 • página 2
Rasguños

La idea de sociedad civil

Gustavo Bueno

Se analiza la idea de sociedad civil en cuanto contradistinta de la idea de sociedad política.

La  «sociedad civil» celebra el Domingo de Ramos

1. La sociedad civil es disociable pero no es separable de la sociedad política

En los años de estas primeras décadas del siglo XXI se ha incrementado notablemente, en los debates políticos, la apelación a la idea de la «sociedad civil». Y no sólo en cuanto contradistinta a la idea de sociedad política, sino también como contrapuesta a ella. Se apela a la sociedad civil para justificar las reformas de la ley hipotecaria, o para recordar al gobierno la existencia de un poder distinto del que detentan los políticos demócratas; es decir, los diputados del partido que logró la mayoría absoluta en el Parlamento. Pero con esto se está sustantivando (hipostasiando) la idea de sociedad civil, como si ella fuera separable de la sociedad política, cuando únicamente es disociable de ella. Que los días sean disociables de las semanas, o las semanas sean disociables de los meses –porque el día nominativo («día lunes», «día martes», &c,) puede pertenecer a distintas semanas o la «semana ordenada» («segunda semana», «tercera semana», &c.) del mes a distintos meses– no autoriza a separar el día de todas las semanas, o la semana de todos los meses, o los meses de todos los años. Es cierto que cuando me refiero a «Septiembre» (o a parte de Vendimiario) en abstracto (es decir, como concepto nomotético respecto de los múltiples «septiembres»), como época de las cosechas de uvas o de higos, tengo necesidad de disociar el mes del año corriente; pero esta disociación no autoriza a separarlo, porque «Septiembre» (o Vendimiario) forma siempre parte de una órbita real e individual (idiográfica) que la Tierra ha recorrido en torno al Sol.

La sociedad civil española de los años de la II República (1931-1936) seguía siendo la misma (aunque profundamente transformada) que la sociedad civil española durante los años de la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930). Pero esta circunstancia, que permite disociar la sociedad civil española de sus expresiones políticas concretas, monárquicas o republicanas (Alfonso XIII-Primo de Rivera, Alcalá Zamora-Azaña o Largo Caballero), no permite considerar como separables a la sociedad civil española de la sociedad política, de la monarquía o de la dictadura, o de la sociedad civil española de la II República y la sociedad política de Alcalá Zamora, Azaña o el Frente Popular. Y esto por la sencilla razón de que la sociedad civil española, de la época de la dictadura de Primo de Rivera, por ejemplo, no existió ni pudo existir al margen de la monarquía, que conformaba su realidad histórica (al margen de la monarquía la sociedad civil española no hubiera podido mantener su eutaxia precaria).

2. La sociedad civil se distancia de la sociedad política en el Imperio romano

La contradistinción entre las cosas significadas por los nombres «sociedad política» y «sociedad civil» –que lleva involucrada la distancia entre el griego y el latín– fue el resultado de un proceso histórico de siglos, y no fue el resultado de una mera decisión léxica que pudo haber tomado un erudito en unos pocos segundos. Hay que partir de los tiempos en los cuales sociedad política y sociedad civil designaban lo mismo, porque, sin perjuicio de diferencias de detalle, en la evolución de la polis griega (del Estado ciudad antiguo) y en la evolución de la civitas romana (desde la Roma republicana hasta la Roma imperial), es evidente que el conjunto de los ciudadanos de cualquier ciudad del Imperio, es decir, la sociedad civil, sabía que su unidad, y la persistencia de ella, y no sólo en su estructura jurídica, sino también en su estructura económica, en la provisión diaria de los alimentos, &c., dependía del foro, de los ejércitos, de las calzadas, de la sociedad política.

Para decirlo de otro modo, la sociedad civil estaba «envuelta» por la sociedad política, y recíprocamente. Eran lo mismo, lo que no quiere decir que fueran separables e inmutables, y ni siquiera inmóviles.

La contradistinción entre la sociedad civil (el conjunto de los ciudadanos) y la sociedad política (que llegará a interpretarse, en el anarquismo, como una mera superestructura de aquella, por ejemplo, en la crítica a la «clase de los políticos como clase parasitaria») comenzó a establecerse, como algo más que una distinción entre nombres, cuando realmente la República romana, y sobre todo el Imperio, como genuina sociedad política, comenzó a dilatarse, es decir, cuando comenzó a crecer la distancia entre las sociedades civiles constituidas por los municipios y la ciudad originaria (la urbs, sede del Senado y del emperador). Distancia creciente que se disimulaba mediante la ficción, generalizada por Caracalla, de conceder a los habitantes de los municipios de determinado nivel la ciudadanía romana.

3. La Iglesia romana se organiza como «sociedad civil» envolvente frente a las «sociedades políticas envueltas» por ella

Esta distancia creció hasta extremos irreversibles a raíz de la conversión al cristianismo del imperio de Constantino el Grande y de Teodosio, porque fue entonces cuando la Iglesia romana dejó de ser una institución reabsorbible en el Estado y comenzó a comportarse como un Reino que no estaba exclusivamente en este mundo, sino que formaba parte de un mundo sobrenatural: «Mi reino no es de este mundo» (Marcos 4,30), o bien, «El reino de Dios es como un grano de mostaza», o también (Apocalipsis 21,3): «Esta es la morada de Dios con los hombres: habitará con ellos y ellos serán su pueblo.»

San Agustín, tras el saco de Roma por Alarico (año 410), ofreció en La Ciudad de Dios la fórmula definitiva de la distinción entre la Iglesia, como ciudad de Dios, por tanto como sociedad civil y no política, y la ciudad terrena, que era una ciudad política.

Esta distinción se consolidó en el curso de los siglos cuando la Iglesia romana ya no se relacionó únicamente con un Estado, sino con diversos Estados, generalmente contrapuestos entre sí, como ocurrió sobre todo en Occidente. La contradistinción entre la sociedad civil (la Iglesia, que tenderá a concebirse como «comunidad parroquial o municipal» y, siglos después, como «comunidad autónoma») y la sociedad política (el Estado) se oscureció en el Imperio de Oriente, bajo la influencia del arrianismo y de su tendencia al cesaropapismo (heredada siglos después por los reyes godos hasta Recaredo, y en Inglaterra por el rey Enrique VIII y sucesores, declarados jefes de la iglesia anglicana) y, por supuesto, en el islamismo.

Sin embargo, la idea de una sociedad (o «comunidad») civil universal, como Ciudad de Dios, contradistinta de las sociedades políticas, reinos, repúblicas o estados particulares, se encuentra de algún modo en los escritores estoicos nuevos (Séneca, Diálogos, VIII, 4): «Imaginemos que existen dos repúblicas, una grande y verdaderamente pública, que contiene a dioses y hombres; otra la que nos fijó la circunstancia de nuestra nación, que podría ser Atenas o Cartago… Algunos rinden culto a ambas repúblicas simultáneamente, a la grande y a la pequeña, otros, sólo a esta, y algunos sólo a aquella únicamente.»

Pero la idea cristiana de una Cosmópolis, de una sociedad (o comunidad) civil no política, cosmopolita, sólo a través del Imperio romano pudo tomar cuerpo. Y de hecho este cuerpo lo adquirió cuando el Imperio romano se hizo cristiano, y cuando la Iglesia romana comenzó a ejercer el papel de «agencia internacional» entre los reinos sucesores, por ejemplo, en el siglo XII, con la doctrina teocrática del Imperio del cisterciense Otón de Freising (De duabus civitatibus, 1146).

Tras la reforma protestante, la idea de una sociedad civil universal llegará a secularizarse, y terminará dando lugar, en 1789, a la concepción de una sociedad (o comunidad) civil universal presidida por los derechos humanos. La idea de una sociedad civil universal (no política) seguirá corriendo por los cauces del idealismo laico kantiano (la paz perpetua) o krausista («porque Dios es uno y unidad absoluta, en la unidad de Dios se demostrará al mundo como un organismo internamente ordenado, inteligible para el espíritu y realizable en la esfera de la libertad, conforme a la idea de la ley eterna», decía don Julián Sanz del Río en el §90 del Ideal de la Humanidad). También hubo otros cauces. Desde la Sociedad sin Estado, del anarquismo de Bakunin, y aún de Marx, hasta la «sociedad civil de las naciones» de Dewey.

Las expresiones «sociedad civil» y «sociedad política», en el curso de los siglos, dejarán de ser sinónimas, y adquirirán la condición de conónimas, tanto cuando sean propuestas a escala de un humanismo cosmopolita, resultante de las alianzas de los pueblos de la Tierra (y aún de los seres racionales que habitan en la galaxias), como cuando se proponen a escala de la política particular de cada Estado.

Ahora bien: por influencia del marxismo y del anarquismo, la oposición sociológica o antropológica entre sociedad civil y sociedad política se transformará en una oposición contradictoria (en el sentido axiológico y principal de los valores morales –solidaridad, jerarquía aceptada– y estéticos, arquitectónicos, musicales…); transformación paralela a la que experimentó la valoración del Estado, como realidad pública, al ser interpretado como «Estado capitalista», como realidad controlada por «los capitalistas» financieros o industriales que buscaban sobre todo su interés privado individual (tanto en sentido psicológico, como en el sentido familiar de las «familias individuales»). Pero el término «burgués», en alemán, designaba al habitante de la ciudad (en cuanto contradistinta de la aldea o de la villa); lo que quería decir que la expresión alemana «sociedad burguesa» (bürgerliche Gesellschaft) equivale a la «sociedad civil» (así, en Hegel). La doctrina de Locke-Montesquieu sobre la sociedad democrática no distingue propiamente entre la sociedad política y la sociedad civil; la distinción fundamental era la que pudiera mediar entre la comunidad democrática (social o política) y la tiranía del absolutismo: «Mas no pudiendo sociedad política alguna existir ni subsistir como no contenga el poder de preservar la propiedad; y en orden a ello castigue los delitos de cuantos a tal sociedad pertenecieren, en este punto, y en él sólo, será sociedad política aquella en que cada uno de los miembros haya abandonado su poder natural, abdicando de él en manos de la comunidad…» (Locke, Tratado, II, 7, 87-90).

Para el marxismo y el anarquismo, desde su concepción del Estado como instrumento de las clases explotadoras (que no buscaban el bien público «socialista», sino el bien privado «individualista», de los individuos o de las familias individuales), la «sociedad burguesa», en la época del capitalismo (financiero o industrial), comenzó a significar sociedad en la cual, a través del Estado, los «capitalistas» eran los «burgueses» que controlaban el Estado capitalista.

En consecuencia, «sociedad burguesa», de significar, con valor ponderativo, una sociedad más refinada que vivía en las ciudades (como contradistintas de las aldeas o de las villas) y, por tanto, una «sociedad de ciudadanos» como «sociedad burguesa», que había alcanzado un estado histórico superior al de la sociedad de aldeanos o de villanos, pasó a significar (con valor peyorativo o despectivo) una sociedad odiosa, degenerada. En la introducción a los Grundrisse, Marx habló de los «pasos de gigante» de la «sociedad civil», que maduraba desde el siglo XV al XVI, dando lugar al surgimiento de la individualidad; una individualidad que la Ilustración vio como procedente de la Naturaleza, considerando al individuo burgués como un producto del refinamiento de la cultura, que busca recuperar la quimera de la «vida natural», cuando ese individuo no es tanto un producto de la Naturaleza, sino de la vida social «liberada del yugo feudal».

La incidencia de estas inversiones de las relaciones entre conceptos políticos fue y sigue siendo muy grande. Por ejemplo, en la valoración del arte característico de las diversas épocas históricas (en arquitectura, o en pintura, o en música), tales como el gótico, el renacimiento, el barroco, el neoclasicismo, el romanticismo… Desde el punto de vista de la historia de las artes, el hecho de que los palacios renacentistas hubieran sido habitados por la aristocracia, no implicaba que esos palacios hubieran «emanado» de la clase aristocrática: la arquitectura o la música del renacimiento o del barroco eran obra de los artistas que continuaban una evolución interna, lineal o ramificada, apoyada siempre en tradiciones de sociedades esclavistas, del arte grecorromano. Pero cuando se llegaba a la arquitectura o a la música de la sociedad civil, en la época de la burguesía, es decir, a la arquitectura o a la música de la burguesía, los edificios, calificados de burgueses (o también, las sonatas o las sinfonías «burguesas», que se atenían a las normas de Rameau, de las que tan largamente habló Adorno), adquirían una valoración negativa, como si hubieran emanado de la «burguesía capitalista explotadora». Y los historiadores del arte se transformaban así en sociólogos groseros, que llamarán burgueses a los edificios de las «ciudades del capitalismo», que serán vistas, ante todo, como residencias de los burgueses en el sentido que los marxistas o anarquistas daban a ese término.

4. La teoría de los «tres sectores» de las sociedades compuestas (de sociedad civil y de sociedad política)

Es a esta escala de las sociedades políticas nacionales cuando la oposición entre la sociedad civil y la sociedad política se hace más popular, al hilo de los conflictos que tienen lugar en las democracias homologadas, en época de crisis y de corrupción administrativa, entre el pueblo que se enfrenta con los políticos (que a veces han sido elegidos por él mismo).

Ocurre como si el «pueblo indignado» (con los políticos que teóricamente los representan) o el pueblo que se siente indignado (por los impuestos, recortes de salarios, desahucios), pero, sobre todo, algunos de sus representantes (ideólogos, periodistas, técnicos de radio o de televisión), en lugar de invocar o hablar en nombre de la nación, o de la patria, o de la constitución, hablarán en nombre de la «sociedad civil», en cuanto opuesta a la «sociedad política».

Al invocar a la sociedad civil parece que quienes se manifiestan en las calles tuvieran puesta la mirada en una sociedad civil intemporal, fraternal, anarquista, regida por la ética de la solidaridad más pura, alejada, en nombre de la «ley del amor» a los hombres, de los políticos parásitos, y además corruptos, que constituyen la sociedad política.

En cualquier caso, la idea de un sociedad civil, aunque ideológicamente se entiende como una realidad positiva, algo así como el único núcleo sano o incorrupto de la realidad social, de hecho es definida mediante rasgos negativos, es decir, por ejemplo, por lo que no es el Estado (o el Gobierno). La conocida teoría de los tres sectores en los cuales pueden considerarse constituidas las sociedades «avanzadas» del presente, comienza agrupándolas en dos bloques: el del Gobierno y el de la Sociedad Civil. Y ésta se entiende como sociedad no gubernamental (ONG), subdivida a su vez en otros dos sectores: el sector lucrativo y el sector no lucrativo. El primer sector incluye, por tanto, todo aquello que tiene que ver con el gobierno de la sociedad avanzada; los sectores segundo y tercero se engloban en el rótulo de sociedad civil.

El segundo sector describe al bloque lucrativo de la sociedad civil, y el tercero al bloque no lucrativo. El bloque lucrativo engloba a los empresarios que mantienen rentabilidad económica en sus negocios; el tercer sector, el no lucrativo, comprende varias divisiones, tales como las asociaciones religiosas o incluso los partidos políticos.

Subrayamos que la teoría de los tres sectores considera a las asociaciones religiosas como formando parte de la sociedad civil, es decir, recoge, a su modo, la distinción de la sociedad política y de la sociedad civil en la línea de La ciudad de Dios de San Agustín. Pero también considera a los partidos políticos como formando parte del tercer sector, es decir, de la sociedad civil. (La paradoja de unos partidos políticos formando parte de la sociedad civil estaría justificada cuando los partidos políticos se consideran como asociaciones no gubernamentales, aunque cuando se orienten a formar parte, en las elecciones, del gobierno o del Parlamento.)

La sociedad política se define, por tanto, como una negación, cuando se trata del segundo sector (no gubernamental pero lucrativa), o por dos negaciones, en el caso del tercer sector (no gubernamental y no lucrativa). Tal sería el caso de las sociedades filantrópicas (masónicas, por ejemplo) o de las oenegés, aunque ahora, en el caso en el que se utiliza la denominación OSC –organizaciones de la sociedad civil– parece que su negatividad explícita se reduce a la segunda negación, no lucrativa, lo que plantea todavía más dificultades, por cuanto tiene que recurrir al concepto de qué es lucrativo o no lucrativo.

Sin embargo cabe reducir o reconstruir esta idea metafísica (sustantivada) de la sociedad civil, entendiéndola como una entidad social metapolítica, equivalente al hombre del humanismo, cuando este se interpreta como entidad social situada más allá de la política. Correlativamente, se redefinirán las modernas sociedades políticas históricas como sociedades en las cuales la mayoría de los ciudadanos están organizados morfológicamente a través de los partidos políticos.

Supuesta esta organización morfológica, la sociedad civil ya no tendría por qué entenderse como el fondo –en sentido gestáltico– previo y separable de la sociedad política organizada en partidos políticos, puesto que también existen electores independientes (apartidistas, pero no por ello apolíticos). Según esto, la sociedad civil, como concepto, no necesita ser pensada como separable de la sociedad política, puesto que es suficiente reconocerla como disociable de ella; distinción que un ignorante profundo es prácticamente incapaz de entender.

5. Quienes creen posible separar la sociedad civil de la sociedad política son ignorantes profundos

¿Por qué llamamos ignorantes a quienes se apoyan en la Idea de sociedad civil como manantial que da fuerza a sus reivindicaciones contra el gobierno?

La razón es bien clara: porque sustantivan, como si fuera una fuente positiva de energía política propia, a la sociedad civil, cuando la idea de sociedad civil no está separada nunca de la sociedad política (de lo que Aristóteles llamó el zoon politikon). Ignorantes porque no son capaces de distinguir los conceptos de separación y de disociación entre dos conjuntos. La sociedad civil es un concepto resultante de una abstracción formal ejercitada en las sociedades avanzadas en general; pero esta abstracción sólo tiene el alcance de la disociación de una parte respecto de la sociedad política, y no el alcance de la separación de ella.

Aunque la Idea de sociedad civil pueda componerse con diversas y aún opuestas sociedades políticas, no puede separarse de todas ellas, sino que está unida sinecoidalmente a ellas, al menos sucesiva o alternativamente. Según esto podemos decir que quien habla «en nombre de la sociedad civil» demuestra que carece de inteligencia, y que carece de verdadera base o impulso político para sostener sus reivindicaciones. Por ello acude a la idea borrosa y cuasimítica de sociedad civil (referida a su propia sociedad política) o a la idea, aún más borrosa, de sociedad civil universal, o a los derechos humanos.

Y cuanto más énfasis pone en su apelación a la sociedad civil, como razón justificativa de sus reivindicaciones, mayor ignorancia demuestra, puesto que está acudiendo a una apariencia falaz en lugar de dirigirse a realidades positivas existentes, malas o buenas. Lo único que pueden hacer estos ignorantes es buscar aliados (sean del tercer sector, del segundo o del primero), tanto connacionales como extranjeros, para su acción política, y acudiendo al fantasma de la sociedad civil se organizan en grupos políticos de acción o en partidos políticos que, aún procedentes de la sociedad civil, no por ello dejan de ser formaciones políticas.

No dudamos que esta idea fuerza ofrece a sus creyentes una explicación de las «injusticias» de las diferencias de clase o de las maldades del capitalismo; pero esta idea ejerce su influjo animador de manera similar a como la idea de Dios ejerce un influjo elevante y santificante en quienes creen en él.

 

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