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El Catoblepas, número 145, marzo 2014
  El Catoblepasnúmero 145 • marzo 2014 • página 7
La Buhardilla

Viejas y nuevas mitologías españolas con paisaje alemán de fondo *

Fernando Rodríguez Genovés

Sostiene una vieja Leyenda que la cultura en España no está hecha para el pensamiento racional sino para la literatura y, en especial, para la poesía. Aunque creció en suelo hispano, la semilla que fecundó este viejo cuento viene de lejos.

Abadía en el bosque de roblesCaspar David Friedrich (1774-1840), Abadía en el bosque de robles

«Es el amor, y no la filosofía alemana,
lo que realmente puede explicar este mundo,
sea cual sea la explicación del otro.»
Oscar Wilde, Un marido ideal,

La mayor parte de los tristes tópicos, así como los ajados mitos nacionales y culturales, no provienen de la imaginación caprichosa, ni responden a un complot internacional, aunque existan concordancias y conexiones con el exterior. Por lo general, han sido cultivados, conservados y custodiados por la nativa inteligencia local, como quien tutela un preciado tesoro o talismán en un sepulcro. Según los custodios de la Leyenda, ni el carácter ni la lengua de los españoles están hechos para pensar, sólo para narrar, y esta circunstancia ha determinado que nuestra historia esté huérfana de filósofos, pero sea muy generosa en escritores y creadores. De todo ello se coligen dos conclusiones que crearán escuela, asentada una en la conciencia filosófica y la otra, en la poética.

La autoridad filosófica de este signo ha proclamado el designio o albur según el cual el español, o lengua castellana, no permite el cultivo propio. Cuando se adentra en el territorio del pensar adopta la forma de un intruso o un extraño, en un simple merodeador, cuando no un impostor. Esta profunda sugestión remite, aunque no directamente, a poderosas creencias e inquietudes de raíz germánica; verbigracia, la «nueva mitología» propugnada en su día por Friedrich Schelling, en el sentido de buscar ese poema originario e infinito, renovado apeiron de la literatura, unidad de la multiplicidad, donde los demás géneros se funden, y la doctrina romántica, de raíz herderiana, de Wilhem von Humboldt, según la cual en el seno de la lengua, en cada sistema lingüístico, anida una característica concepción del mundo (Weltanschauung) que configura el modo de pensar de sus usuarios.

A este respecto, y más explícitamente, podría traerse a cuento la etno-intuición antojadiza de Martin Heidegger, quien sostenía que sólo el griego y el alemán son idiomas aptos para el pensar, quedando vedados los demás, en especial los de raíz latina. Bajo el manto protector de estas fábulas han sido persuadidas y acomplejadas, casi ahogadas, numerosas generaciones de filósofos en España, y arrastradas a adoptar conductas muy drásticas: desde la que anima sin más rodeos al aprendizaje urgente del alemán (el griego clásico es lengua muerta y no tiene hoy tanto prestigio) con el objeto de transformarse en epígonos de sabios germánicos, hasta la que, sobreponiéndose al apuro inicial, decide abrir una sucursal universitaria en España de escuelas filosóficas, o promocionar autores del exterior con el fin de ofrecer una versión hispana de aquéllas, y éstos adaptados al gusto de los de aquí, estimulados todos por lo que Carlos Pereda ha denominado «fervor sucursalero». Por lo demás, siempre nos quedará la Literatura.

Con semejantes maneras e inclinaciones, es difícil competir o disputar un territorio en el que asentar un discurso filosófico propio. Bajo el peso del enorme acomplejamiento cultural, interiorizado con tímida resignación («¡Siempre nos quedará la agudeza o el arte de ingenio!»), palurda arrogancia («¡Qué inventen ellos!») o burocrático alivio («¡Siempre nos quedara la cátedra!»), el papel del pensamiento español en el mundo ha quedado muy mermado y limitado. Acaso, esta especie de «conciencia desgraciada» aspire, al máximo de sus posibilidades, a ampliar su esfera de acción e influencia hacia la comunidad iberoamericana, pues después de todo nos une la misma lengua, junto al portugués. Y allí buscar compañía y consuelo. Pero si es meritorio propósito el estrechar los lazos con los países latinoamericanos, será aún más realista y provechoso para todos cuando el propósito vaya acompañado de intereses comunes reales y de proyectos igualmente concebidos en común, no de vanos y retóricos deseos. La perspectiva de un tema desfallece en el instante en que crea una ilusión al modo como se forjan las consolaciones de la filosofía.

La empresa consistente en propiciar una más estrecha comunicación con Latinoamérica merece una atención prioritaria, si bien, a mi juicio, no exactamente porque estemos determinados o condenados a compartir un mismo escenario desde el designio que impone la unidad de la lengua. Entre otras razones, porque por este camino seguiríamos alimentando el mencionado cuento de la unidad de destino en lo universal lingüístico o en los condicionales lingüísticos de los que he hablado antes. No deben unirnos intereses creados ni nostálgicos sueños comunitarios, sino proyectos comunes presentes y futuros inspirados en la modernización —y no sólo en la tradición—, la cual pasa inevitablemente por el proceso de la mundialización y la globalización. En el pensamiento filosófico, la lengua no es en sí un lastre, pero tampoco es bueno convertirlo, para sí, en un desquite reparador.

En España, sabemos mucho de la futilidad del lamento y del resentimiento como presupuestos intelectuales. Seguir aceptando que hay lenguas privilegiadas o favorecidas y lenguas desafortunadas o cojitrancas para el pensar filosófico significa perseverar en el autoengaño y el embrujo, así como mantener encendida la llama del camelo. Pero, atención al prejuicio. El engaño no siempre se oculta tras un empellón de bárbaro del Norte, sino también tras el orgullo del pobre guarnecido de hidalga y nativa ranciedad, como la que le hizo proclamar a Miguel de Unamuno: «Nuestra lengua misma, como toda lengua misma, lleva implícita una filosofía.»

No vamos nosotros a ser menos que los otros, o sea, ellos. Pues si ellos tienen a Goethe y a Hegel, nosotros a Jorge Manrique y al Romancero; si ellos su Discurso del método, nosotros, la Subida al Monte Carmelo. Esta manera de cerrar la puerta a Europa y a las influencias culturales extranjeras, este toque a rebato y a cerrar filas, este repudio del saber universalizador ha sido, y sigue siendo, argumento exótico y peregrino, desafortunadamente no excepcional, sino muy asumido, hasta hoy. «El pensamiento reposa en prejuicios y los prejuicios van en la lengua». Así hablaba el rector de Salamanca. Y conste que si traigo a colación ahora esta declaración no es con intención de exigir a nadie ningún tipo de desagravio, sino como prueba de que uno no habla por hablar en lo que viene aquí diciendo.

Paisaje con pabellónCaspar David Friedrich, Paisaje con pabellón

El prejuicio y el mito arraigan en el campo de la cultura cuando éste ha sido previamente labrado a conciencia, mucho más cuando el terreno ha sido identificado con la conciencia nacional o el espíritu del pueblo. De esta fuente bebe a la sazón el romanticismo, con una mezcla de nostalgia y entusiasmo, de melancolía y efervescencia, que suele conducir a delirios de grandeza y a crisis profundas de identidad. En unos casos, profundiza en las raíces propias, en otras, busca allende las fronteras un fermento que estimule lo extraño, según los géneros afectados.

En España, la revitalización y la regeneración cultural que avanza desde el romanticismo hasta la Generación del 98 (por limitarnos a un periodo de fuerte aliento y gran repercusión) no conducirá a la ansiada y necesaria modernización sino a la consolidación, todavía más, de la Leyenda, que dicta lo siguiente: las bellas artes y letras crecen ahondando en nuestras esencias; la filosofía, por su parte, fructifica merced a injertos del exterior, preferentemente de naturaleza germánica, donde abundan las especies, productoras y reproductoras, y siempre podrá hallarse alguna que pueda adaptarse y sobrevivir en suelo patrio. Este sentimiento de importación cultural en relación con la materia filosófica tiene claros precedentes que anuncian el perfil de una tendencia creciente. En aquellas fases de nuestra historia en que ha habido necesidad de imprimir un impulso a la ciencia y al pensamiento, que saque a España de su estado de postración, las miradas se ha buscado ayuda en el exterior.

A finales del Seiscientos y principios del Setecientos, cuando las mentes más activas reaccionan alarmadas ante el estancamiento español y la supremacía de la via antiqui, surge el movimiento de los novatores, como expresión de ese sentimiento modernizador. La cultura francesa, más en concreto la filosofía cartesiana, es elevada por entonces a la categoría de fuerza doctrinal y método con el que contrarrestar y hacer retroceder la hegemonía del aristotelismo dominante. Más adelante, en la segunda mitad del siglo XIX, ya no es Francia la que reina en la filosofía, sino Alemania, donde príncipes y nobles del pensamiento rigen los destinos de Europa desde los nuevos castillos señoriales, las Universidades, y a sus recintos acuden los menesterosos o huérfanos de saber demandando protección y para recibir instrucciones.

El cartesianismo y las ideas ilustradas crecieron en los salones europeos, mientras que la filosofía alemana se afincó en la cátedra: los distintos ámbitos de fecundación marcarán los destinos y los hábitos de reproducción. Una particular especie importada a España desde Alemania que inseminó notoriamente la cultura filosófica del momento fue el krausismo, modesta doctrina de pensamiento vinculada al filósofo idealista alemán Christian F. Krause, muy secundaria en su país, pero que, sin embargo, desarrollará una gran influencia en el nuestro, sobre todo en las Universidades y en algunos Ateneos, donde hará carrera y ganará adeptos.

Leopoldo Alas Clarín, testigo excepcional de estos tiempos y fino analista del movimiento cultural que tenía lugar por entonces, muestra en el ensayo El libre examen y nuestra literatura presente que la larga sombra de la Leyenda alcanza hasta los hombres de talante intelectual más liberal y abierto como fue el suyo. Clarín celebra en el citado escrito los benefactores efectos que tuvieron para la conciencia del país y sus letras la revolución de septiembre de 1868, al margen de provocar de inmediato el destronamiento de Isabel II.

Las Letras vivían, dice el novelista, «en el limbo», en estado de estúpida estupefacción, hundidas en el más estéril nihilismo; todas sin excepción: desde la novela o el teatro hasta la «literatura filosófica». La brusca conmoción revolucionaria en fecha tan memorable alteró la situación. Para la filosofía, supuso la oportunidad dorada de prosperar definitivamente en suelo hispano, aunque para ello se precisase de ayuda exterior: «La filosofía en España era en rigor planta exótica; puede decirse que la trajo consigo de Alemania el ilustre Sanz del Río.»

Desde ese momento, de la mano del krausismo, fueron formándose las sucesivas generaciones de filósofos españoles, que aunque animaron el panorama cultural a base de divulgación y disputas internas, no fueron capaces de superar el ámbito de las lecciones universitarias o las tertulias de café, ni tan siquiera de crear un movimiento de pensadores consagrado a un trabajo de creación intelectual, materializado en producción libresca, que propagara, más allá de reducidas esferas, una más amplia atención y preocupación por los grandes problemas filosóficos: «No por el libro, por la cátedra y el Ateneo se han hecho populares los nombres de [Nicolás] Salmerón, Giner [de los Ríos] y Moreno Nieto.»

Emancipados presumiblemente de la estrecha tutela del dogma y el fanatismo, «el libre examen» prospera en la conciencia de los hombres con una promesa de radiante futuro. Con casi un siglo de retraso con respecto a nuestros vecinos europeos, los aires de ilustración y la esperanza de progreso parecían llegar a España. Como afirmara Kant en el famoso opúsculo ¿Qué es la ilustración?, sólo la pereza mental y la cobardía moral podían impedir que el hombre moderno se desprendiera de la condición de eterno pupilo y alcanzara la mayoría de edad intelectual. El saber y la capacidad estaban por fin al alcance de los individuos, objetivos plausibles, a los que acceder con sólo activar la fuerza de la voluntad y la decisión. Los condicionamientos externos van cediendo. Parecía llegado el momento de desarmar los internos, y despojarse de prejuicios, complejos y rutinas. Pero, en ese instante y lugar vuelve a alzarse la Leyenda.

Mientras que la novela española vive un notorio renacimiento (por ejemplo, Pérez Galdós) y el drama un momento de gloria (piénsese en Echegaray), la investigación filosófica no acaba de despegar o abrirse camino en las letras españolas. ¿Qué pasa con la filosofía en España? Clarín habla claro:

«[...] aún no es momento para que la filosofía influya directamente en el espíritu general del pueblo; su inteligencia es positiva, pero mediata, y más que directamente se realiza por intervención del arte, que expresa vagamente aquello que de la filosofía puede ser expresado con auxilio de las manifestaciones estéticas.»

No es sólo que se haya perdido otra vez la oportunidad que conceden los nuevos aires de libertad de pensamiento al objeto de materializar las viejas aspiraciones y de capturar definitivamente el espíritu del presente y el tiempo de modernidad. En este país, sucede que lo «moderno» e innovador debe pasar siempre por el control de los imperativos y los prejuicios del arcano.

Deberá recordarse que, en la tradición española, la sabiduría se ha acostado de ordinario del lado de la literatura, y en materia de honra y hábito, de moral y religión, las novedades, cuantas menos, mejor. De modo no muy distinto, aunque con sabor propio, a como acontecía en el lejano Oeste americano, al menos según el relato de uno de sus mejores cronistas, el cineasta John Ford, el pasado legendario pesa mucho a la hora de civilizarse y modernizarse. Bien está, afirma un personaje en El hombre que mató a Liberty Valance (1962), que llegue el ferrocarril y la libertad de prensa a las extremas e ignotas tierras, pero a la hora de la verdad «esto es el Oeste, y cuando los hechos se convierten en leyenda, no es bueno imprimirlos». Pues bien, retornando al ámbito geográfico de Europa y tocando suelo hispano: esto es España, y el espíritu de un pueblo no se hace en dos días, ni en dos semanas. Hoy como ayer, tenemos nuestros propios medios de transporte y comunicación, que no nos llevarán lejos, pero sí seguros. Suenan de nuevo, como en afinado verso de Rubén Darío, los claros clarines: «Es la novela el vehículo que las letras escogen en nuestro tiempo para llevar al pensamiento general, a la cultura común el germen fecundo de la vida contemporánea». Palabra clara de Clarín.

Hablaba antes del descontento, la desazón y el problema de identidad que afligen a los filósofos afectados por el canto de la poesía, cuando me he dejado llevar por el palique del recreador de Vetusta. Momento es de retomar el tema, referir el caso contrario y concluir el argumento arriba iniciado. Iba entonces a decir que una sombra de acomplejado sentimiento alimenta la conciencia del poeta, el cual, insatisfecho con los espacios de la lírica, acaso concebida como «género menor» o «género chico», y como quien desea superar el estadio de la zarzuela para acceder a la grandeza de la ópera, añora una poesía de mayor fuste, no sólo con nervio sino también con musculatura, y cree así que la filosofía es el saber idóneo para darle cuerpo, o para espesarla, por así decir. Y poco más. Me refiero en particular a una concepción poética, de fuerte calado en España, que desprecia lo débil y liviano en el verso, así como la denominada «poesía de la experiencia» y los residuos del realismo, y declara no tanto que la poesía es una arma cargada de futuro, cuanto de especulación. Una poesía, así pues, que piensa, y aspira consumar en su máxima expresión el elevado afán expresado por María Zambrano de acceder a la «santidad del entendimiento».

Si Jorge Manrique o San Juan de la Cruz personalizan algunos referentes del pasado, José Ángel Valente ha representado en el panorama contemporáneo un papel emblemático en defensa de esa posición prácticamente hasta su último suspiro. En la última conferencia pública, titulada «El sin por qué [sic], la razón de la rosa», Valente hacía balance de su ideario poético, fervorosamente crítico contra gran parte de la tradición poética española, justamente por ser cosa «huera», «elocuencia rimada»; «pseudopoesía», en fin. La única esperanza será, pues, retomar el pulso de Unamuno y de su noción de la «poesía meditativa», si bien acrecentada por el brío de la «poesía de los metafísicos», que pasa por Luis Cernuda y desemboca, claro está, en el último Heidegger. Y es que la desgracia, para muchos, de nuestra sufrida historia de la filosofía ha sido carecer de un Heidegger. Pero, no sólo él. «¿Qué ha faltado a nuestra tradición —en la casi congelación de ésta en nuestra precaria modernidad— para que el pensamiento haya sido impermeable al sin por qué [sic], es decir, a la razón de la rosa?» En poesía, la presencia de un Novalis o Hôlderlin, afirma Valente.

En relación con la alusión final, pero en el contexto de nuestra problemática, será interesante carear esta profesión de fe con la reflexión que llevó a cabo Stefan Zweig en su afamado ensayo sobre Hôlderlin. Sabido es que hay amores que matan, abrazos de oso que aprisionan y asfixian en vez de deleitar, y amistades muy peligrosas. Pues bien, Zweig, a propósito del cruce entre poesía y filosofía, no duda en calificar de «encuentro peligroso» la confluencia de los poetas alemanes con la filosofía alemana, o con aquellos poetas que desertaron de la vocación creadora para refugiarse en la administración de la ciencia y la estética. Este episodio del espíritu humano ha quedado escenificado en el descenso del joven Hôlderlin desde los espacios celestes en que gestó sus nacientes versos de querubín hasta la plácida Weimar, sede de los ministerios de cultura presididos por Goethe y Schiller. Hôlderlin, como también ocurre con Novalis y Kleist, va al encuentro de la filosofía con la entusiástica disposición del escolar que busca aprender la lección del pensamiento, los entresijos de la norma y el método y la disciplina del sistema, todo en uno. Su decepción será mayúscula.

Ya no encuentra apasionados colegas presos de la euforia de la poesía ni a sabios escrutadores del misterio de la vida, sino a funcionarios: Goethe, Schiller y Herder ejercen de consejeros, y Fichte de profesor de Universidad: «Sus intereses ya no están en la producción poética, sino en los problemas de la poesía; la diferencia es clara.» Ciertamente que lo es. El efecto resultante repercute en el itinerario personal de la vocación. Observemos sino la marca de la transformación, centrada en estos momentos en una metamorfosis profunda y portentosa, la de Goethe. Ese poeta joven y grande, y sobre todo feliz, quien en Italia experimentaba la más pura expresión artística de la sensualidad, helo aquí ahora en el triste ducado de Weimar, más poderoso pero menos joven, aunque igualmente grande. Ese poeta magnífico acaba burocratizando la propia existencia. Goethe ha abdicado de su misión y ha torcido su destino, como señalara al efecto Ortega y Gasset, y acaso con ello hizo peligrar la salvación en el Olimpo de los Poetas, es decir, la eternidad.

Paisaje con arco irisCaspar David Friedrich, Paisaje con arco iris

No pocos poetas han sido atraídos por la fascinación del raciocinio y convergen en la Filosofía como quien acude a curar sus heridas o busca una explicación a la causa de sus destemplanzas e inquietudes, de su fiebre indómita. La filosofía adopta así la forma —o tal vez la función— de un «hospital para poetas desgraciados» (Zweig). El resultado es lamentable; los daños, irreparables. Bajo los efectos del embrujo de Weimar, Hôlderlin comienza la redacción de Hiperion o el eremita en Grecia, particular incursión en la filosofía en forma de novela romántica. Abandona la pura imaginación y se enrola en una quimera, la que promueve el ensueño de convertirse en poeta-filósofo y escribir una novela filosófica:

«Pero a ese libro de ensueños no sólo le falta lo plástico, sino hasta lo espiritual, y se ha tratado de llamarle novela filosófica para encubrir casi todo lo que tiene de amorfo, de abstracto y de impreciso.»

Este recurso al que alude aquí Zweig de hacer colar «falsas novelas», «antinovelas» o «novelas filosóficas» como un intento de sacar de la fragua textos armados, material de fundición, que signifiquen una síntesis de la imaginación y el intelecto, de la pasión y la razón, de la poesía y la verdad, ha dado lugar, las más de las veces, a la manufactura de productos tan híbridos y con tanta necesidad de complicidad para poder sostenerse, que han debido cubrirse con la misma piel de cordero o de serpiente con las que se muestran los falsos amigos o los compañeros de viaje.

Que sepan éstos que de tanto arrimarse al límite sortean el abismo, como pasó con Hôlderlin. «Con él —escribe el escritor español Javier García Sánchez— quedó suficientemente demostrado que ya hubo, con gran riqueza discursiva, poetas de los filósofos y la filosofía; pero ni en su siglo ni en el siguiente han llegado los filósofos de la poesía. Y todavía son esperados por algún alma en vela.»

«Alma en vela», dice bien. Porque en constante excitación, los desesperados no descansan; inasequibles al desaliento, no se calman.

La Filosofía: ese hospital para poetas desgraciados. ¿Qué decir, a la inversa, de los filósofos revestidos de poetas, como así se sienten, o cuando ejercen en su fuero interno como tales, y sólo piensan en edificar la casa común del narrar, el sentir y el pensar? Piénsese en George Santayana, María Zambrano y José Luis López Aranguren, entre otros. La influencia poética les vino de antiguo y la transmitieron a las generaciones futuras. Una influencia, necesario es matizarlo, no materializada precisamente en una corriente de discípulos o una línea de pensamiento, porque en verdad España no destaca por la práctica de consolidar trayectorias o crear escuelas, quizá debido a que en nuestra tradición es más fácil encontrar adeptos y seguidores que verdaderos discípulos, no en el sentido apostólico sino en el de aprendizaje.

Pues, recuérdese esto: se denomina discipulus al individuo formado en el saber del maestro, o sea, al aprendiz. No tanto al que sigue la estela o los pasos de la persona principal cuanto al que rastrea la traza de aquel que ha sido instruido y marcado por una forma de pensar, que en ella se ha cultivado y por la misma se siente estimulado más que determinado. Al que crece y madura por la acción de un nutriente perdurable, de una luminaria que no ciega ni impide alumbrar nuevos destinos. No es preciso que tengan que pasar necesariamente por Alemania.

Notas

[*] El presente texto, con algunas pequeñas modificaciones gramaticales y de estilo, conforma el capítulo III.5 de mi libro La escritura elegante. Narrar y pensar a cuento de la filosofía, Alfons El Magnànim, Valencia, 2004, págs. 89-98.

 

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