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El Catoblepas, número 146, abril 2014
  El Catoblepasnúmero 146 • abril 2014 • página 2
Rasguños

La idea del «patriotismo constitucional»

Gustavo Bueno

Cuarta entrega de análisis sobre cuestiones políticas dirigidas a un público no especializado.

Constitución española 1978

1. Patriotismo real y patriotismo constitucional

«Patriotismo constitucional» es expresión de una idea que fue parida, hace unos años, por el politólogo alemán Jürgen Habermas, para sustituir a la idea tradicional de patriotismo, que en la lengua alemana se expresa mediante la palabra Vaterlandsliebe, derivada de Vaterland, «Tierra de los padres», Patria.

Probablemente, en las tierras alemanas, en las cuales las guerras mundiales fueron enterrando millones de soldados y de civiles muertos en la batalla o en los bombardeos de ciudades como Hamburgo o Dresde, y conocieron la aniquilación de los campos de exterminio, Vaterland pudo llegar a sugerir antes la pluralidad sangrienta de los hombres que su unidad en una patria común. Difícilmente cabría aplicar al caso los sentimientos de unidad derivados de una raza, que era tabú tras la revelación de la Shoá, de la que resultaron millones de judíos convertidos en cadáveres, cuyos huesos o cenizas también estarían enterrados en los Lander. La expresión «tierra de los padres enterrados» replanteaba, en cada caso, la cuestión de la génesis de la unidad nacional, Blut und Boden.

Lo mejor sería, por tanto, dejar de mirar hacia la tierra o hacia el pasado, porque la «memoria histórica», evocada constantemente por los cementerios o por los campos de exterminio, impulsaba a muchos a transformar la patria tradicional en algo que había que sustituir por un «proyecto de futuro». Y este proyecto podía tomar un cuerpo objetivo en una Constitución democrática, abierta, desde luego, a las reformas pertinentes de los alemanes del otro lado del muro de Berlín.

¿Por qué entonces se sustituyó Patria por Constitución? Es decir, ¿por qué tuvo lugar el proceso de desviar el objeto al que se dirigían los sentimientos y las emociones del patriotismo tradicional hacia un nuevo objeto, la Constitución (de Weimar, y luego de Bonn), conservando, sin embargo, los sentimientos o las emociones implicadas en el antiguo patriotismo?

Es así como podría haber surgido y madurado la ocurrencia del «patriotismo constitucional».

Ocurrencia que fue acogida entusiásticamente en España por quienes, identificados ideológicamente con los vencidos en la guerra civil, andaban sumidos en los problemas de la «memoria histórica», como era el caso de tantos teóricos socialistas o comunistas.

La «memoria histórica» de la mitad de los redactores de la Constitución española mantenía caliente el recuerdo de los enfrentamientos sangrientos del pasado, y muy especialmente de los vencidos regionalistas que, con voluntad secesionista, se avinieron a ver en la nueva Constitución la forma de recuperar sus propios sentimientos y emociones patrióticas.

La propia Constitución había introducido la idea de las «nacionalidades», impulsada sin duda por los catalanes, vascos y gallegos movidos por el sentimiento de su propia «patria chica». El «patriotismo constitucional» permitiría dejar de lado las consecuencias disgregadoras involucradas en la idea del sentimiento tradicional de la Patria. Y esto exigía sustantivar la Constitución, como si fuera una entidad distinta de la Patria. Una entidad que miraba al futuro (aunque exigiera una reforma a fondo de la Historia, la «memoria histórica») frente al patriotismo tradicional que parecía agotarse en el pasado y en la Historia. Y una tal sustantivación no ofrecía ninguna dificultad a tantos políticos que se estaban acostumbrando a hacer versos mientras estaban sentados en los escaños de las nuevas Cortes.

En cualquier caso, parece evidente que la acogida que tuvo en España, entre los políticos progresistas «de izquierdas» o adheridos, la idea de un «patriotismo constitucional», no era una simple ocurrencia inocente para exaltar la nueva Constitución, convirtiéndola en un fetiche; era una tapadera imprescindible para encubrir las inconfesables tendencias de las corrientes virtualmente secesionistas que la Constitución de 1978 reconocía como «nacionalidades» vivientes en la «Nación de naciones» (para los más radicales: «prisión de naciones»).

2. El patriotismo español es muy anterior a la Constitución de 1812

Más aún: la Idea del patriotismo constitucional llevaba aparejado un cambio radical en las ideologías políticas históricas. Las «nacionalidades», en su enfrentamiento con la Nación española, tendieron a presuponer que esta Nación, en cuanto Nación política (y no ya biológica, o étnica, o histórica), había surgido de la Constitución de 1812. Sólo las llamadas «nacionalidades históricas» (Galicia, País Vasco, Países catalanes) tendrían una historia preconstitucional. Por tanto, una historia inmune a cualquier eventual cambio constitucional.

Y esto demostraba la oscuridad de la turbia idea del «patriotismo constitucional». Porque tal patriotismo, que se ofrecía como fórmula de un consenso artificioso, orientado teóricamente al mantenimiento de una unidad futura permanente, estaba en contradicción con las pretensiones de los patriotismos regionalistas a quienes se les atribuía una lejanía no sólo histórica, sino prehistórica.

En resumen, gran parte de «la izquierda» tendió a pensar que España, o mejor, el «Estado español», era un producto muy reciente (acaso salido de las Cortes de Cádiz), mientras que Galicia, País Vasco o Cataluña habrían sido entidades prehistóricas ya constituidas y anteriores a la misma España. Una pléyade de historiadores regionalistas fueron tejiendo la idea de que España no había existido jamás como nación política antes de la Constitución de 1812, y por tanto, que su unidad, tan reciente, era muy frágil. Intentaron convencer a los estudiantes, y en gran medida lo consiguieron, de que la unidad política de España fue siempre muy precaria, o que no existió jamás (Rafael Sánchez Ferlosio, autor en 1994 del libro Esas Yndias equivocadas y malditas, recibió sin embargo en 2009 el Premio Nacional de las Letras Españolas).

Pero este modo de interpretar la historia de España no era, en modo alguno, como se pretendía, más «científico» que el modo tradicional de interpretar la historia de España en la línea del liberal Modesto Lafuente, por ejemplo. La unidad histórica de España, como sociedad política soberana (prácticamente, como Imperio, y no como una mera diócesis de la época de Diocleciano), se constituyó a partir de la invasión musulmana de Hispania. Que dio lugar (suponemos) a la organización del Reino de Asturias en cuanto origen histórico de la posterior monarquía española. Una monarquía que se enfrentó, desde el principio, en la época de Alfonso II, no solamente al emirato de Córdoba sino también al «Imperio» de Carlomagno.

Pero la nación española, como nación histórica, está ya explícitamente documentada siglos antes de las Cortes de Cádiz. El bachiller Carrasco, por ejemplo, le dice a Don Quijote: «Sois espejo de la nación española.» Sin embargo, los políticas regionalistas secesionistas, y los historiadores alentados por ellos, pasaron por encima de estos documentos, y trataron de interpretar a su modo la historia común, y no sólo con argumentos «científicos», sino muchas veces recurriendo a patrañas y falsificaciones vergonzosas.

3. La Patria no se funda en la Constitución, sino la Constitución en la Patria

La Patria, por tanto, el patriotismo, no se funda en ninguna de las decenas de constituciones que han ido sucediéndose en el curso de los siglos, sino que son estas constituciones las que se fundan en la Patria, y esta en la Historia. Otro tanto ocurre con la Nación política, idea que es inseparable de la idea de Estado, y que por tanto es contradistinta de la nación biológica, de la nación étnica y de la nación histórica.

Tampoco la nación española, como nación histórica, deriva de un «acuerdo constitucional», sino que se funda en una nación histórica previa, en siglos, en su constitución interna o systasis, al documento constitucional que sistematizó sus normas. De la misma manera a como la Gramática de una lengua no crea la lengua, sino que es una lengua ya constituida la que hace posible su propia gramática (la lengua española se hablaba ya siglos antes de los años en los cuales Nebrija escribió la primera gramática de la lengua española).

4. La Nación política fundamento del patriotismo real, requiere una teoría integral del Estado

La idea de Nación política no puede entenderse al margen de una teoría del Estado que desborde los límites estrictamente jurídicos en los cuales se mantienen los tratadistas de Derecho constitucional. Porque el Estado no se reduce a su capa conjuntiva sino que también contiene necesariamente un territorio apropiado, fundamento de su capa basal, y esto envuelto por una capa cortical que lo separa de las demás y al mismo mantiene su interacción con otros Estados.

Ahora bien, la Patria tiene que ver ante todo con la misma capa basal sobre la que se asienta cada Estado. Y, ante todo, con el territorio que esa sociedad política se ha apropiado como suyo, resistiendo a cualquier otro Estado que pretenda atravesar sus fronteras. El Estado sólo puede constituirse en un territorio delimitado por su apropiación (se atribuye a Henry S. Maine, Ancient Law, 1861, el criterio de la territorialidad como criterio distintivo entre la sociedad primitiva sin Estado y la sociedad civilizada, con Estado).

Aquí puede percibirse con toda claridad cómo el «derecho natural» que una sociedad tiene a su territorio no puede proceder de otra fuente que de su propia fuerza de resistencia ante las pretensiones de otras sociedades que buscan atravesar sus murallas. Y esta es la razón por la cual la apropiación de lo que será su territorio basal no puede considerarse como un robo a las demás sociedades políticas, que sin duda también tendrían el «derecho» a entrar en él. La apropiación originaria no constituye, por tanto, un derecho de propiedad, que sólo puede aparecer en el proceso de redistribución a los individuos o a las familias que forman parte de la sociedad política, del territorio apropiado.

Según esto la Patria es, ante todo, no ya su mera Constitución jurídica, sino, sobre todo, el territorio capaz de acoger a una sociedad política, y no tanto a título de su carrying capacity, medida a escala de su metabolismo basal, puesto que la sociedad política no es una entidad estática, sino en constante proceso de crecimiento dirigido a la explotación de las riquezas de su capa basal o de otras fuentes exteriores. Dicho de otro modo: el amor a la patria no es un puro sentimiento subjetivo, psicológico; es ante todo la voluntad de mantener el territorio y sus riquezas como necesarias y propias de la misma sociedad política constituida en ese territorio. La capa basal del Estado se incorpora así a la sociedad política, organizada a través de sus redes conjuntivas. Y, en este sentido, envuelve tanto a los antepasados como a los descendientes: la Patria es la tierra de los padres y la tierra de los hijos. Mientras que «el pueblo» va referido a quienes viven en el presente, la Patria, o la Nación política, va referida tanto a los antepasados (a los padres) como a los sucesores (a los hijos). Por ello la Patria no se reduce a la constitución formal, ni a su futuro inmediato, sino a la constitución material o interna (systasis) de la misma sociedad política.

En todo caso la Patria no confina a los hombres de la sociedad política, esclavizándolos a su territorio particular, precisamente porque ese confinamiento es lo que hace posible que cada Estado adquiera una perspectiva universal, la resultante de las «tomas de contacto» que todos los demás hombres tenderán a asumir en virtud de su «derecho natural» originario a ocupar un territorio para apropiarse de él.

Concluimos: quienes se aferran al patriotismo constitucional como «sustituto civilizado» de un supuesto patriotismo primario, bárbaro o salvaje, son víctimas de una ignorancia profunda sobre los componentes materiales del Estado. Su ignorancia deriva de la sustantivación de la constitución jurídica (propia de la capa conjuntiva), sustantivación vinculada a los supuestos idealistas y espiritualistas que alientan en el fondo de la concepción kantiana (y luego krausista) del «Estado de derecho». Un Estado concebido como un orden puramente moral regido por la ley, por la justicia y por la paz (de hecho, cada vez más, por los jueces). Y cuanto más «evidencia» adquiere la idea de un Estado puro de derecho —Fiat iustitia et pereat mundus!— mayor ignorancia acumularán los «patriotas constitucionalistas».

5. El patriotismo no es un sentimiento subjetivo, sino un acto de voluntad objetiva

Ahora bien, la tesis (que compartimos) de que la Patria (o, en su caso, la Nación) no se funda en la Constitución, puesto que es la Constitución la que se funda en una Patria (o en una Nación, en su caso) preexistente, queda tergiversada cuando se pretende reducir la Patria (o la Nación, o el patriotismo) a un sentimiento («yo no me siento español sino que me siento gallego», o «catalán», o «vasco»), sobreentendiendo que la Constitución es el producto de la «razón calculadora». Y entonces se añade: los sentimientos no pueden derivarse de las «reglas racionales» que presiden los cálculos, porque emanan de fuentes «más profundas». Pero el patriotismo no se reduce a sentimientos ni a emociones psicológico subjetivas, y tiene más que ver con la voluntad, más exactamente, con la confluencia de voluntades de las que resulta «el pueblo», en su sentido político.

Por tanto, no cabe derivar el sentimiento de la patria de la constitución: sólo cabría desviar el antiguo sentimiento patriótico, a fin de proyectarlo en la nueva «constitución racional».

La tergiversación derivada de interpretar el patriotismo como un sentimiento que fluye de fuentes más profundas de las que fluye la constitución (producto de un consenso artificioso y puramente pragmático), está en la base de los regionalismos secesionistas, cada vez más en auge en la España del siglo XXI. Las encuestas en las cuales se apoyan los políticos secesionistas se basan precisamente en la exploración de los «sentimientos patrióticos» de los encuestados, y sus resultados se exponen en fórmulas de este tipo: «El 65% de los catalanes se siente catalán y no español», «el 30% de los gallegos no se siente español sino gallego».

Lo más grave es que, sobre estos sentimientos, pretenden apoyarse las reformas constitucionales, tomando a tales sentimientos como señales inequívocas de que las decisiones de los ciudadanos en un eventual referéndum se inclinarán claramente hacia lo que los sentimientos les inspiran. Con esto resulta que el patriotismo, y su expresión jurídico constitucional, vienen a fundarse en el sentimiento, y sobre esto no se discute. A lo sumo se sugerirá que los sentimientos habrán de someterse al cálculo (a la razón calculadora, o más groseramente a «la cabeza»), a la manera como cuando una mujer de hace un siglo decidía (por «cálculo racional») casarse con un hombre rico, aún teniendo que resistir sus sentimientos amorosos por algún hombre no tan rico.

El planteamiento de la cuestión del patriotismo en términos de sentimiento, en dialéctica con la razón —más groseramente, en términos del corazón en dialéctica con la cabeza—, presupone una concepción subjetivista, «romántica», de los sentimientos, propia de una filosofía vulgar y groseramente metafísica. ¿Cómo sustantivar sentimiento y razón como si fueran los dos motores de la conducta humana? ¿Cómo podría funcionar el corazón, separado de la cabeza, salvo que fuera asistido por algún dispositivo mecánico y, por tanto, más «racional» que «cordial»?

Es oportuno, por no decir necesario, recordar aquí que el sentimiento, como facultad subjetiva mediante la cual el sujeto «se manifiesta ante sí mismo en su genuina realidad», fue el resultado de una reorganización del campo psicológico tradicional debida a Juan Nicolás Tetens, en un libro publicado en 1776. En efecto, a las dos facultades subjetivas reconocidas tradicionalmente (incluso por Leibniz), la vis cognoscitiva y la vis appetitiva, añadió Tetens la facultad de sentir, los «sentimientos», juntando parte de los conocimientos sensibles y de los apetitos. De este modo, y partiendo del dualismo sujeto/objeto, el campo psicológico se organizó en tres regiones: (1) la región del conocimiento, o vis cognoscitiva, como proceso de asimilación del objeto por el sujeto; (2) la región de la voluntad, vis appetitiva, en el proceso del desbordamiento del sujeto hacia el objeto; y (3) la región de los sentimientos, en el proceso de «manifestación del sujeto ante sí mismo» (como sentimiento autotético).

Ahora bien, esta sustantivación del sujeto como sustancia espiritual capaz de mantener una «reflexión absoluta», una conexión de ella consigo misma (a la manera del conocimiento que al Acto puro de Aristóteles, Dios, mantenía consigo mismo en cuanto «pensamiento del pensamiento»), es una sustantivación característica de las metafísicas espiritualistas de la conciencia, que nos pone en los umbrales del idealismo metafísico (Kant estableció el plan de su sistema de las tres Críticas sobre el sistema de Tetens).

Pero el materialismo, desde Aristóteles, subordinaba la «reflexión inmediata absoluta» (una reflexión que alguno demócratas de nuestros días pretenden haber recuperado institucionalmente en el «día de reflexión» anterior a las decisiones de los ciudadanos horas antes de la elección de candidatos) a la reflexión indirecta o mediata, a través de los «objetos» distribuidos en el entorno gracias al cual los sujetos corpóreos viven y actúan.

Sin profundizar críticamente, en este lugar, sobre esa «reflexión sentimental absoluta», nos limitaremos a advertir que, en cualquier caso, la idea del sentimiento, como expresión definitiva de «mi libertad» es una idea muy tardía, que tiene que ver con la tradición de la mística protestante, y que no se encuentra, por ejemplo, en la tradición de la lengua española. En español, «sentimiento» figura como un derivado de sentir, a su vez vinculado a los cinco sentidos exteriores y a los cuatro sentidos interiores. Lo que significa que el sentimiento no es una idea simple, homogénea, puesto que hay muy diversos tipos de sentimientos. Algunos estarán más cerca de la subjetividad pura, si no del espíritu, sí del sujeto corpóreo operatorio (lo que ocurre con las llamadas sensaciones cenestésicas, o con las sensaciones que Head llamó, en 1920, protopáticas, como contradistintas de las sensaciones epicríticas).

Pero, en cualquier caso (y esto es suficiente para nuestra argumentación) no cabe dejar de constatar la realidad de sentimientos objetivos (alotéticos), es decir, de sentimientos que nos ponen en presencia de objetos corpóreos, como pueda serlo una puerta que se abre por la noche en un caserón azotado por el viento. Cuando en lengua española alguien que vive en ese caserón le dice a otro familiar: «He sentido abrirse la puerta», su sentimiento es alotético, porque va referido a la puerta misma como objeto abriéndose que se hace notar, y no va referido, como si fuese un sentimiento autotético, a la subjetividad «que se hace presente a sí misma». Y cuando no uno, sino varios habitantes del caserón, sienten el ruido del portón abriéndose, puede decir que con-sienten, o, si se quiere, que hay un consentimiento, no ya subjetivo, sino objetivo, en torno a un objeto definido. Sobre este consentimiento puede fundarse la voluntad de defender el caserón de los ataques de los elementos (del viento, del fuego, del agua o de la tierra) y, por supuesto, de los ataques de los terroristas o de los ladrones.

En español, consentir (estar de acuerdo) —y por tanto, consentimiento—, aparece ya en documentos del siglo X (Glosas de Silos, según Corominas). Es decir, consentimiento se opone a «sentimiento subjetivo» de uno solo (o de varias subjetividades yuxtapuestas). Lo que significa que sentimiento podría ser una palabra de formación más tardía que la palabra consentimiento. De hecho, en el Tesoro de Covarrubias (1611), «sentimiento» no tiene una entrada propia, sino subordinada a la voz sentir, «sentimiento es el acto de sentir y a veces demostración de descontento». Benito R. Noydens añadió, en 1674, un comentario a Covarrubias, más amplio, a propósito de la voz sentimiento: «Grande fue el sentimiento que tuvo Julio César cuando en Inglaterra, por una fuerza de una grande tempestad, perdió mucha gente...».

En conclusión: sólo desde el presupuesto implícito de una concepción (metafísica) acerca de la subjetividad absoluta (autotética) de los sentimientos como revelación de una realidad misteriosa e infalible, cabe acudir al «sentimiento» como si fuera la fuente absoluta del patriotismo, o amor a la patria.

La contraposición entre el patriotismo subjetivo y el patriotismo objetivo no tendría según esto tanto que ver con la oposición entre sentimiento y razón (o con la oposición de Pascal entre corazón y cabeza), sino con la oposición entre dos sentimientos objetivos ellos mismos, a saber, el sentimiento de la patria chica (el folklórico «Asturias, patria querida») y el sentimiento de la Patria grande. Sin embargo, ambos sentimientos tienen un componente objetivo, fundado en la historia del pueblo que habita unos territorios que están envueltos por otros (los paisajes de la infancia, las tumbas de los antepasados, &c.).

Pero el sentimiento objetivo de la patria chica (realimentado constantemente por patrañas históricas, es decir, con pretensiones de objetividad, mucho más mitológicas, sin embargo, de lo que puedan serlo la historia de la Patria grande), puede estar refundido en el sentimiento de la Patria grande. Es decir, sólo desde una concepción subjetivista y mística del sentimiento cabe dar por supuesto que el sentimiento de la patria pequeña es simple, espiritual y más genuino que el sentimiento-voluntad de la Patria grande. Porque si los sentimientos no se entienden a la luz de la metafísica de la subjetividad absoluta, es evidente que habría que reconocer la realidad de la evolución histórica de lo sentimientos, y que habría que reconocer al «patriotismo envolvente» una realidad mucho más potente que la que conviene al patriotismo «envuelto» que, justamente por esa condición, puede tender a concebirse erróneamente con un sentimiento puro. De hecho, el patriotismo de Alfonso III, o el Alfonso VI, o el de Alfonso V o el de Hernán Cortés, o el de quienes redactaron la Constitución de 1812, puede ser reconocido como un sentimiento tan profundo, o más, como pueda serlo el patriotismo chico de las Juntas provinciales que terminaron confluyendo en la Junta Central de la que saldría la Constitución de la Nación española, que abarcaba «ambos hemisferios».

Y esto implica también la importancia de la «educación sentimental», es decir, de la educación y generación de sentimientos mediante el trato con los objetos reales capaces de moldearlos. ¿Cómo puede un sujeto inculto o iletrado disponer de sentimientos adecuados para comprender un cuarteto de Beethoven? ¿Cómo puede un sujeto que no ha sido educado en la historia de su Patria grande (si efectivamente lo fue) disponer de sentimientos adecuados para comprender esa Patria? Porque el objetivo de la educación patriótica, de la Patria grande, es la historia objetiva de la Nación, y no la memoria histórica de sus individuos. Por ello el patriotismo no se funda en la Constitución (sin que tampoco se trate de prescindir de ella), sino en la voluntad y en el conocimiento que la precede (nihil volitum nisi praecognitum), obtenido a través de debates profundos, sobre el cuerpo histórico de la Patria grande.

Una miserable concepción subjetivista (psicologista) de los sentimientos es la barrera principal para la formación del patriotismo. Y ello porque el subjetivismo psicológico sentimental conduce necesariamente al relativismo, a la equiparación del sentimiento de mi aldea o de mi patria chica, por su intensidad, al valor que pueda tener quien expresa su afecto por la Patria grande.

Desde este punto de vista (y salvo mejor opinión de quienes rechazarán a priori la conclusión que sacamos), acaso la mejor preparación para la educación del patriotismo sea la sustitución del concepto psicológico subjetivo (espiritualista, idealista, mística) de los sentimientos por una concepción objetivista (materialista) como aquella que nos ofreció Espinosa en su Ética, expuesta según el orden geométrico.

Espinosa, en efecto, no utilizó la idea de sentimiento, sino que, a la manera escolástica tradicional, «repartió» a los sentimientos entre las pasiones y las acciones de los sujetos corpóreos. Lo decisivo de la geometría de Espinosa, en los análisis que ofrece, en la tercera parte de la Ética, de las acciones y de las pasiones, podríamos hacerlo consistir en su distanciación de la miserable perspectiva psicológico subjetiva, considerando siempre a las acciones y a las pasiones como afectos o afecciones del cuerpo (del sujeto corpóreo operatorio), que vive siempre (alotéticamente) entre otros sujetos corpóreos y todos ellos en un mundo entorno, también corpóreo. Afecciones —e ideas de esas afecciones— «por las cuales aumenta o disminuye, es favorable o perjudicial la potencia de obrar de ese mismo cuerpo». Las acciones del sujeto corpóreo brotan sólo de las ideas adecuadas, y las pasiones dependen de las ideas inadecuadas. Precisamente por ello los análisis de Espinosa no se mantienen en la mera descripción psicológica de los afectos, y de la clasificación de los mismos, sino que se proponen establecer una «mecánica normativa» de los afectos en tanto dependen de las ideas adecuadas o inadecuadas que los moldean.

Dicho de otro modo: los sentimientos, y en especial los sentimientos conexionados con el patriotismo, habrían de tratarse también necesariamente en función de las ideas (alotéticas) adecuadas o inadecuadas que los moldean. Las acciones y las pasiones, los sentimientos, aunque sean muy intensos, si están moldeados por patrañas —por patrañas históricas, por ejemplo— tendrán que ser considerados como sentimientos despreciables.

La Ética de Espinosa abre, según esto, el camino hacia una Crítica de los sentimientos, y deja de considerarlos como revelaciones irrevocables de unas conciencias absolutas (autotéticas). Dicho de otro modo, la ética de Espinosa vincula la crítica de los sentimientos a su verdad, y establece las conexiones más profundas entre la verdad y la libertad; libera en particular a los historiadores vulgares del presupuesto de que los sentimientos son fenómenos psicológico subjetivos, analizables con los métodos de la psicología y aún de la sociología. La ética geométrica de Espinosa nos obliga a recurrir a la historia objetiva científica (verdadera), para conducir el análisis de la aversión o del odio efectivo que los grupos secesionistas de un Estado dado mantienen hacia ese Estado del cual, en otros tiempos, formaron partes formales.

En este análisis nos atenemos a la proposición XXXVIII de la tercera parte de la Ética geométrica: «Si alguien comenzase a odiar una cosa amada, de tal modo que su amor quede enteramente suprimido, por esta causa la odiará más que si nunca la hubiera amado, y con un odio tanto mayor cuanto haya sido antes su amor.» Una proposición que el lector podrá aplicar directamente a españoles que, enfermos de subjetivismo psicológico, se sienten catalanes, vascos o gallegos antes que españoles. Aunque su nombre político no es tanto el de enfermos como el de traidores.

6. El patriotismo constitucional como fetiche

El patriotismo real, en cuanto es un acto de la voluntad coordinada con otras voluntades, es finalista (teleológico) y, en consecuencia, objetivo (no es un mero sentimiento subjetivo). En la medida en la cual todo acto teleológico de la voluntad tiene que contar, para su ejecución, con la «realidad aureolar» de su fin objetivo, necesita fundarse en la posibilidad de su realización, posibilidad que sólo cabe demostrar a través de la realización misma («sólo es posible lo que se ha realizado», del «argumento victorioso»). Pero esta realización envuelve la necesidad de conexiones causales objetivas, lo que implica la verdad de las cadenas históricas. De otro modo, la demolición de las historias ficción basadas en mitos o patrañas.

Sólo podrán acogerse al «patriotismo constitucional» los ignorantes que crean que el patriotismo puede reducirse a la condición de un sentimiento psicológico subjetivo, tomado como criterio infalible de la potencia del Estado del que forman parte, sin advertir que su sentimiento patriótico está siempre fundado en la historia de su Nación política y que, por tanto, depende del grado de verdad o de falsedad de esa historia.

En todo caso, el proceso de transformación del patriotismo nacional en patriotismo constitucional tiene mucho que ver con un proceso de fetichización de un texto, de una constitución jurídica, cuando ella tiende a ser considerada como un libro sagrado.

No dudamos que esta idea fuerza ofrece a sus creyentes una explicación de las «injusticias» de las diferencias de clase o de las maldades del capitalismo; pero esta idea ejerce su influjo animador de manera similar a como la idea de Dios ejerce un influjo elevante y santificante en quienes creen en él.

 

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