Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Y el circunspecto hombre echa mano a la familia
de los pájaros de prontos reflejos y se los lleva,
y también la estirpe de las fieras salvajes
y las marinas criaturas del océano
con entramadas y bien trenzadas redes.
Y con ardides consigue dominar la agreste fiera montívaga,
y ha de llegar a someter al yugo, que circunda la testera,
al caballo cuyas crines caen a uno y otro lado del cuello
y al indómito toro de los montes. (Sófocles 159)
En un artículo anterior (Llanes, Caballos), explicábamos cómo un conocido cuento del escritor argentino Leopoldo Lugones, interpretado con frecuencia como fantástico, puede ser reclasificado como una representación modélica de las relaciones de veneración, dominio y enfrentamiento entre animales y hombres que fueron recurrentes durante el Paleolítico, en lo que ha sido visto por Bueno como el surgimiento de la religión en su fase primaria, como bien lo saben los lectores del volumen en el cual el autor expone su filosofía de la religión, El animal divino. En el célebre cuento de Lugones, «Los caballos de Abdera» (si bien no está ambientado en el Paleolítico), los corceles rebeldes con pretensiones de imitar y finalmente dominar a sus dueños cobran el papel de númenes, pero a punto de ser derrotados nada menos que por Hércules, este último como baluarte de la supremacía de la religión secundaria, en una suerte de relación dialéctica entre religiones. Entre estas, ya se sabe, no cabe el armonismo, a menos que una de ellas se imponga por la fuerza (como es el caso en el relato y nada menos que con Hércules), pero entonces ya no podría hablarse de armonía.
En nuestro artículo también mencionábamos que en la literatura podemos encontrar numerosos ejemplos de ese tipo de relatos, en los cuales se representarían semejantes situaciones en la órbita de la religión. Para dar cuenta de ello, el papel sustancial que la religión en cuanto fenómeno desempeña en la ficción literaria más diversa, el presente artículo se propone llevar a cabo una operación semejante con uno de los relatos de José Vasconcelos, quien, como buen escritor de su época, también practicó el cuento fantástico, como lo prueban las piezas del volumen misceláneo La sonata mágica (1933). En esta ocasión vamos a comentar una de ellas, que estudiaremos bajo la óptica de la filosofía de la religión de Bueno. Aprovechamos además para reivindicar un caso poco estudiado de tan importante escritor: un cuento de aventuras redactado por un mexicano ejemplar, aventurero él mismo (Bueno, Aventurero).
¿Qué llevó a Vasconcelos a interesarse en el cuento fantástico, él, un político y filósofo? Con Vasconcelos pasa algo parecido que con Lugones, quien también intervino en política, lo cual curiosamente provocó la dura crítica del mismo Vasconcelos: «Hemos perdido un poeta y hemos ganado un bufón» (Vasconcelos, Poetas). La respuesta acerca de las inquietudes en torno a lo fantástico de Lugones tal vez se insinúe en otro de sus trabajos, «La redención por la música», crónica de su experiencia como espectador de una ópera, «el cuento fantástico» (Vasconcelos, Sonata 91) titulado Sadko, que el autor describe, con entusiasmo, de la siguiente manera:
«Sadko, el poeta loco, ha encontrado el sortilegio que ha de servirle para imponer su fe a la multitud incrédula: con una red mágica sacará del lago peces de oro. Sube a su barca seguido de curiosos y creyentes. ¿Quién que inventa, ya sea aparato, ya sea mensaje, obra o verso, no ha tenido alguna vez que embarcarse en busca del testimonio que derrota la impotencia y la incredulidad?» (91-2).
Así, podemos decir que el mismo objetivo de construir un aparato ficcional que desafiara la incredulidad del lectores el que guía a Vasconcelos, que en ese fragmento de su crónica dice tanto de sí mismo como del personaje que encomia. Semejante es lo dicho por el protagonista de «El fusilado», otro de los cuentos de Vasconcelos incluido en La sonata mágica, el alma de un personaje que, luego de ser ejecutado por sus adversarios, vaga libremente por el cosmos: «Los eternos incrédulos alzarán los hombros diciendo: ¡Bah!, otra fantasía; pero pronto, demasiado pronto, verán que tengo razón. Descubrirán, como he descubierto yo, que aquí no rigen las leyes corrientes, sino la ley estética, la ley de la más elevada fantasía» (Vasconcelos 23). Así, pareciera que el cuento fantástico es ejemplar de la estética que al autor más le interesa, así que más que extrañarnos de que Vasconcelos construyera este tipo de historias, lo que ahora llama la atención es que lo haya hecho tan poco, apenas en tres ocasiones, según nos informa la crítica (Corral).
Antes de continuar con el Vasconcelos cuentista, unas palabras acerca del cuento fantástico mexicano en general y de La sonata mágica en particular, el libro donde fue recogido el relato al cual habremos de referirnos en nuestro interés por rastrear de forma sistematizada la huella de la religión en la literatura.
Lo fantástico en México
Para dar cuenta de un esbozo histórico de lo fantástico en México seguimos a Corral, quien en su estudio Senderos ocultos de la literatura mexicana, explica cómo el siglo XIX es susceptible de dividirse en tres periodos, el primero de ellos el independentista, «en el que se percibe la secularización del pensamiento, que consiste en transitar del dogma clerical al paradigma racionalista impulsado por la Ilustración» (18). Desde nuestra perspectiva, estamos, más que nada, antes que en presencia de una teoría de la razón en condiciones por parte de los ilustrados (Pérez), frente a la propaganda de la Ilustración, como queda patente de forma cristalina en una de las leyendas del siglo XIX, «La calle de don Juan Manuel», del conde de la Cortina, en la cual los personajes, entusiastas de la Ilustración (como ellos mismos lo aclaran), acuden a la explicación racional de la leyenda del Virreinato, luego de una acuciosa búsqueda de evidencias en los archivos: «Pues yo, desde hoy miraré esa calle con toda la veneración que se debe a un monumento que nos recuerda los progresos de la ilustración del siglo en que hemos nacido» (Cortina 19).
Será con la restauración de la República y el gobierno liberal de Juárez cuando el nacionalismo alcance su culmen, de la misma forma que el modernismo será propio del Porfiriato y sus afanes cosmopolitas (Corral 19). El «primer cuento fantástico culto»{1} aparece por primera vez en México en 1842, cuando se publica «Un estudiante», de Guillermo Prieto (Corral 20, 48, 90-3). 1877 es el año de «Lanchitas», de José María Roa Bárcena, el cuento fantástico más conocido de esos años. Nos ubicamos en el romanticismo mexicano, que atravesará varios momentos, como cuando da cuenta de un interés por las leyendas del Virreinato (con Vicente Riva Palacio y Juan de Dios Peza), hasta el definitivo triunfo liberal del cual hablábamos antes. El modernismo, a su vez, pasará dos etapas, primero con Manuel Gutiérrez Nájera y su lirismo, para luego caracterizarse por el decadentismo de Carlos Díaz Dufoo, Ciro B. Ceballos y Alejandro Cuevas (20-1).
En la etapa final que aborda el estudio de Corral, llamada de transición, tendremos primero una tendencia tradicionalista, que puede considerarse una extensión del siglo XIX, como en Artemio del Valle Arizpe. A Vasconcelos Corral lo sitúa precisamente como parte de la tendencia renovadora, que va a estar representada por el grupo intelectual del cual fue fundador, el Ateneo de la Juventud, aunque para este estudioso en la escritura de textos fantásticos van a ser mucho más representativos los contemporáneos de este, Julio Torri y Alfonso Reyes: «La corriente renovadora constituye en esta transición la parte que participa más claramente del siglo XX. El grupo intelectual que la impulsa es el de los ateneístas, quienes emprenden una revolución cultural con miras a recuperar el legado humanista, como reacción a la hegemonía ejercida por el positivismo» (Corral 21-2).
El Ateneo de la Juventud
El 28 de octubre de 1909{2}, Vasconcelos y un grupo de intelectuales fundan la agrupación que se conoce como el Ateneo de la Juventud. Acompañan al filósofo en esta labor Alfonso Reyes, Isidro Fabela, Antonio Caso, Enrique González Martínez, Julio Torri, Eduardo Colín, Jesús Acevedo y Pedro Henríquez Ureña, en palabras de James D. Cockcroft, «un club intelectual de debate», quien añade: «Formaban parte del Ateneo, que sesionaba regularmente en la ciudad de México, estudiantes, escritores, artistas, profesionales y maestros deseosos de entablar discusiones libres y de investigar conceptos intelectuales nuevos, para reemplazar el cientificismo y el dogmatismo del positivismo» (Vasconcelos, Ulises 547).
Acerca de los relatos fantásticos de Vasconcelos, reunidos en La sonata mágica, Corral afirma lo siguiente: «sus tres cuentos fantásticos participan de un espiritualismo que transita entre el esoterismo modernista y el humanismo sistémico de los ateneístas. Los cuentos a que me refiero son El fusilado, La sonata mágica y La casa imantada…» (326-27). Vamos a hacer un repaso de este libro de Vasconcelos.
Los contenidos de La sonata mágica
La sonata mágica: Cuentos y relatos, es un volumen, decíamos, misceláneo, porque acoge textos que van desde el puro relato de aventuras, hasta la crónica de viajes de tintes autobiográficos y la disquisición ensayística{3}, tan cara al autor. En esta ocasión vamos a concentrarnos en los cuentos, algunos de ellos modélicos de lo fantástico. «El fusilado (cuento mexicano)», como mencionamos antes, cuenta el relato del alma de un hombre que, liberada de su cuerpo, vaga y reflexiona acerca de su trascendencia, por fin ajena a las nimiedades del mundo, luego de ser ultimado de forma violenta. En el contexto de una historia de la Revolución mexicana, Vasconcelos hace intervenir lo fantástico, como si el relato fuera el complemento de otros dos del volumen, que también cuentan la historia del sacrificio extremadamente violento de unos prisioneros: nos referimos a «Es mejor fondearlos» y «Topilejo»{4}.
Por lo demás, la inclusión de lo fantástico en el ambiente revolucionario no es novedosa: en «Huitzilopoxtli. Leyenda mexicana» (1915), relato atribuido a Rubén Darío, ya puede encontrarse esa simbiosis entre el conflicto armado y los componentes que se suponen «mágicos» de la tierra donde se lleva a cabo; años más tarde, en «La luna decapitada» (1963), José Emilio Pacheco también hará lo propio. No hay que olvidar, además, la simbiosis entre lo fantástico y el nacionalismo que caracteriza muchos de los relatos de Carlos Fuentes (Morales xxxiii).
«La casa imantada» es una historia de ensueño en la cual un hombre descubre un jardín en el interior de la casa del título, hacia donde se siente atraído por una fuerza irresistible. El lugar le inspira el sentimiento de que finalmente podrá superar las barreras que lo separan de su amada, pero todo termina abruptamente cuando el personaje despierta de su sueño. Finalmente, el cuento que da título al volumen, «La sonata mágica», relata la experiencia del músico Alejo Grandalla, quien compone durante una suerte de arrebato la pieza del título y en una noche de tertulia la interpreta a sus amigos en el piano: como resultado, el techo de la estancia se abre y un relámpago incendia las partituras.
Como se ve, el cuento que más nos interesa en esta ocasión no es considerado por Corral como fantástico; igual lo desestima Pavón (39), quien de hecho critica que el texto sea incluido en antologías dedicadas a lo fantástico cuando no reúne las características necesarias para ello.
«Una cacería trágica» (1920){5} cuenta la historia de cuatro amigos, «incansables andarines y excelentes tiradores», avecindados en Perú, apasionados de la cacería y la exploración: «Lo que más nos seducía era la región trasandina, fértiles mesetas vírgenes prolongadas del otro lado de la cordillera, en dirección al Atlántico, por la superficie del inmenso Brasil» (Vasconcelos, Sonata 45). Al principio del cuento el narrador describe al grupo, en el cual se distingue a sus integrantes no por su nombre sino por su nacionalidad: el Colombiano, el Peruano, el Mexicano y al cuarto, procedente del Ecuador, le llaman Quito{6}. El cuento es la historia de su encuentro en el Amazonas con una impresionante manada de jabalíes, con la cual los personajes se enfrentan a muerte. Así, como resultado de esa ceremonia angular, la montería, precisamente el objetivo que los había llevado hasta el hábitat del jabalí, mueren todos los exploradores y solo sobrevive el narrador, gracias a lo cual conocemos su testimonio de cazador arrepentido y de tintes animalistas.
Como dijimos antes, Pavón niega que el cuento sea fantástico y solo se refiere a «la anormal agresividad de los cerdos salvajes» (46) del cuento, que no bastaría para clasificarlo como sobrenatural, al menos a su juicio. Para otros autores (Dumas 73), la matanza de cerdos es una alegoría de la brutalidad de los militares que Vasconcelos tanto criticó en su obra (como hemos tenido ocasión de demostrar). Para nosotros, antes que fantástico, el cuento participará de las reflexiones en torno a la religión primaria y la caza angular, como ya ocurría con «Los caballos de Abdera», de Lugones.
Como dice Fernández Tresguerres en su estudio acerca de la caza y el toreo, Los dioses olvidados: «Si le dijésemos a un cazador deportivo que lo que está haciendo es dar vida a una ceremonia angular, de innegables resonancias numinosas, probablemente se llevaría las manos a la cabeza; y, sin embargo eso es lo que hace, lo sepa o no» (Fernández 58). Vamos a analizar a detalle precisamente la caza del jabalí en el relato, para ver si hay correspondencia entre la filosofía de la religión de Bueno y la aplicación que hace Fernández Tresguerres de la misma, a propósito de la caza.
Antes, recordemos brevemente las diferencias entre la caza radial y la caza angular. Tresguerres empieza por decirnos que la expresión «caza deportiva», como se encuentra en Ortega, le parece desafortunada, en tanto que la teoría de la caza de este autor resulta insuficiente. La caza no puede distinguirse por sus técnicas y no cuenta con la muerte del animal como parte distintiva de su esencia, porque en ocasiones el animal es atrapado vivo (50), como es frecuente entre los científicos conservacionistas; de la misma forma, la muerte del animal no puede ocurrir de cualquier forma (51). Explica Tresguerres que la evolución de la tecnología y de las armas es por fuerza indiferente a la caza angular, porque la muerte del animal no es el principal objetivo de esta: «ni cazar es matar animales desde un helicóptero ni sería torear disparar sobre el toro desde la barrera»; además, es necesario que la vida del cazador corra más o menos peligro (51). La caza es una ceremonia angular, mientras que la actividad del matarife remite a lo radial; cuando la caza es radial, su objetivo primordial es obtener alimento (52).
La esencia de la caza angular, en cambio, habría que buscarla en otra parte: «Una serie de movimientos y actos (acecho, acoso, agresión) que suelen desembocar en la muerte de un animal», un proceder que conforma el núcleo de la caza (54), algo que tiene en común con la caza animal: de ahí que se haya comparado a los cazadores del Paleolítico con las manadas de lobos, por ejemplo, por su hábito de cazar en grupo, «cazadores sociales altamente organizados» (55). En la caza angular hay otras necesidades que no van ligadas al imperativo alimenticio de la caza radial. El cazador, para no convertirse en matarife, no puede abusar de la ventaja que le da la tecnología, porque un arma demasiado perfecta, capaz de mantenerlo completamente a salvo, simplemente tendría como consecuencia que la caza desapareciera para convertirse en matanza (59). El matarife en el rastro realiza unas operaciones que provocan la muerte del animal, «pero tras sus movimientos difícilmente se podrán reconocer los de una manada de lobos persiguiendo a una cabra, tan próximos éstos, sin embargo, a los del cazador paleolítico» (60).
Con la revolución neolítica la caza radial queda entre paréntesis, cuando los animales están disponibles en los corrales, domesticados, sin la necesidad imperiosa de salir de caza. En cambio, la caza angular cobra mayor relevancia. El cazador renuncia a su clara superioridad sobre el animal, aunque se trate de correr riesgos, porque además la caza es poco abundante (68-9): una de las razones de su existencia. El animal ya no es un aporte de proteínas sino «otra cosa», porque la caza es «un fenómeno de carácter numinoso que ha pervivido como refluencia hasta nuestros días» (61). Es decir, la caza angular es una ceremonia que remite a la relaciones de sumisión y dominio, características de la religión primaria, precisamente en auge durante el Paleolítico; la montería de nuestros días es un vigoroso eco de este fenómeno.
Ahora veremos de qué forma se manifiesta lo anterior en el cuento de Vasconcelos, una historia de cazadores que a mi parecer quedan atrapados precisamente en la dialéctica entre la caza angular y la matanza. El narrador, el Mexicano, empieza por contarnos los pormenores de la caza del jabalí, así como las costumbres de este:
«Nos habían informado que caminan en tropa de varios miles; ocupan una región, consumen la hierba y se van todos juntos, ordenados como un ejército, en pos de pastos nuevos. Es muy fácil destrozarlos si se les ataca cuando se hallan dispersos satisfaciendo su apetito _ejército entregado a las delicias de la victoria_; en cambio, cuando marchan hambrientos suelen ser feroces». (Vasconcelos, Sonata 48)
Los cazadores se internan en la selva y se refugian en los árboles alrededor de un claro; encima de este, disponen el lugar desde donde habrán de cazar a su presa, en el cual pretenden estar completamente a salvo: «Nuestras cuatro hamacas habían sido amarradas por uno de sus extremos a un solo árbol, firme, aunque no muy grueso, y a partir de este eje, en posición divergente, se sostenían por la otra extremidad en diversos troncos» (48).
Previamente han dispuesto sus armas y provisiones, así que cuando los chanchos salvajes aparecen comienza la cacería. Casi de inmediato, esta se convierte en una grandiosa matanza, dada la enorme ventaja y facilidad que los cazadores tienen sobre los animales. Resulta absurdo, además, pensar que los cazadores, dado el exceso de jabalís muertos, vayan a alimentarse de todos ellos. La experiencia, decimos, es más cercana a la matanza, un exceso que prefigura la mala fortuna de los cazadores, porque los jabalís no dejan de aparecer, así que los hombres se convierten en presas y se ven forzados a economizar las municiones.
Llega la noche y los animales se niegan a marcharse. ¿Qué los detiene, qué hacen en la oscuridad?, se pregunta el narrador: «sin embargo, pensábamos, deben ser ya los últimos, que van de retirada; si un buen ejército necesita varias horas para levantar el campo y desfilar, ¿qué se puede esperar de un vil ejército de chanchos sino desorden y lentitud?» (51). Vamos a ver, sin embargo, que el vil ejército de chanchos luego desmentirá el juicio apresurado de sus victimarios. Cuando amanece, no obstante que las expectativas de los cazadores son optimistas, descubren que los jabalíes se han ocupado durante la noche en preparar el golpe mortal contra sus enemigos:
«Guiados por un extraordinario instinto, con las trompas cavaban la tierra debajo del árbol que sostenía las hamacas, mordían las raíces y seguían minando como roedores enormes y presurosos. Bien pronto caería el árbol, y con él nosotros, entre las fieras. Desde aquel instante ya no pensamos ni hablamos; con desesperación, consumimos nuestros últimos tiros, matamos más animales feroces; pero los otros, renovando su actividad, parecían dotados de inteligencia: no cesaban en su acometida contra el árbol, no obstante que sobre ellos concentrábamos el fuego». (52)
Es en este momento cuando los jabalís dejan de ser, al menos ante los ojos de los cazadores, simplemente un vil ejército de brutos para convertirse en algo más, númenes capaces de someter al hombre, de envolverlo; de ahí que la comparación que hace el narrador entre los jabalís y el demonio sea más que apropiada: «De vez en cuando, los chanchos se estrechaban contra el árbol, empujándolo y haciéndolo crujir, ansiosos de derribarlo cuanto antes. Nosotros mirábamos como hipnotizados la obra diabólica» (52). En el siguiente fragmento volverá a hacerlo, cuando describa a los jabalís como si fueran demonios:
«Nos pareció que, guiados por un súbito vislumbre, se disponían a vengar en nosotros la artera disposición del hombre, destructor impune de las especies animales desde el principio de las edades. Nuestra imaginación, enloquecida por el pavor, nos representaba nuestra suerte como una expiación del crimen implícito en las luchas de la selección biológica. Pasó por mis ojos la visión de la India sagrada, donde el creyente se exime de comer carne para evitar la matanza sistemática de las bestias y para purificar al hombre de su tradición turbia de luchas sanguinarias y desleales, como la que nosotros acabábamos de librar por mera afición viciosa. Sentí que la multitud de los chanchos elevaba contra mí su voz acusadora; comprendí la infamia del cazador; mas ¿qué valía aquel arrepentimiento si yo iba a morir irremediablemente devorado con mis compañeros por aquella horda de brutos con ojos de demonios?». (52-53)
La historia del cuento es también la de la redención del narrador y sus amigos, quienes al parecer comprenden la naturaleza de su tarea, pero por medio de una especie de conciencia animalista que critica, de hecho, al cazador paleolítico y la selección natural de Darwin, esta necesariamente brutal. Llama la atención la forma en la cual el narrador apela a la supuesta sabiduría de la India y su providencial respeto por las vacas, una forma de abrazar (pero de forma tardía, como él mismo lo dice), ideologías muy en boga en el seno de los movimientos animalistas.
Luego, movido por el terror, el personaje logra saltar de rama en rama para escapar, «reviviendo en mi organismo habilidades que ya la especie ha olvidado» (53). La idea de la redención se repite de nuevo al final del relato, con el cazador arrepentido: «Ya no asistiré a cacerías. Contribuiré, si es necesario, al exterminio de las bestias dañinas; pero no mataré por gusto; no gozaré con el innoble placer de la caza» (52). ¿Estamos ante un cuento animalista? No, si pensamos que el narrador, en su expiación, no deja de considera la existencia de ciertos animales como dañina. En todo caso, el animalismo no deja de ser un fenómeno ligado a la refluencia de la religión primaria entre nosotros. Si así fuera, si el cazador renegara de la necesidad de matar animales, estaría además negando la realidad de su naturaleza en tanto que especie capaz de someter a las otras, como lo dice Bueno en su tesela «Sobre los toros».
¿Qué pensaba Vasconcelos de semejantes posiciones animalistas? En el primer volumen de sus memorias, el Ulises criollo, el autor participa en una cacería y, ante la imagen de un venado indefenso que ha sido aniquilado en la caza, reflexiona de la siguiente forma:
«Sonaron en ese instante a mi espalda unos disparos. Al volverme contemplé la rápida fuga de tres o cuatro venados. A pocos pasos de donde estábamos, otro había caído. Echándose abajo del caballo avanzó José para rematarlo de un tiro en la frente. La escena se desarrolló rápida y desagradable. Los ojos de súplica del noble animalito miraron en vano; inspiraban ternura, pero una alegría irreprimible espiritualmente criminal, arrancaba gritos y carcajadas a los cazadores. Sin duda por ser la primera vez que miraba aquello sentía amarga la boca y un dolor casi lloroso me empañó el panorama que un momento antes era inocente y claro. Nunca he padecido el sentimentalismo de los animales, y creo que estorban y nos distraen de reflexiones en que ellos no cuentan, pero no se puede evitar el golpe de náusea que inspira nuestra naturaleza obligada a tomar de alimento especies repugnantes como el cerdo, amables como el cordero.
»—Ya podían matar fieras —apostrofé a mis colegas—, y no pobres animalitos inofensivos». (385)
Un testimonio que no es para nada el de un animalista, quien sin duda no puede alegar ser ajeno al sentimentalismo ante los animales, el núcleo precisamente de su ideología. El pasaje, en cambio, es una escena de piedad, similar a la que tiene lugar en la caza en vivo, como la llama Fernández (71-2). De hecho con su llamada de atención a los cazadores («Ya podían matar fieras…»), Vasconcelos parece recordarle a sus amigos que la caza implica poner en riesgo la vida.
Como decíamos y de vuelta al cuento, al menos está por verse si la posición del Mexicano y sus amigos, que les permitía disparar cómodamente a placer sobre sus víctimas, responde a las características de la caza angular. Además, como hemos dicho, el objetivo de la actividad venatoria del grupo de amigos no era tampoco la alimentación: de hecho el narrador no oculta su placer ante el gran número de jabalíes muertos, que les daría celebridad entre otros cazadores: «Ya había bastantes de ellos muertos para servir de trofeo a varias docenas de cazadores; nuestra hazaña sería sonada; era necesario mostrarnos dignos de tal fama» (51). Está clarísimo entonces que el objetivo no es satisfacer el hambre, si acaso algún otro tipo de apetito, propio de la felicidad canalla. Sin embargo, el mismo narrador ha descrito antes su jornada de caza como una carnicería: «La carninecía [sic] duró así varias horas». (50).
«Una cacería trágica» es, entonces, una ficción literaria representativa de varias cosas: la fusión del interés por la crónica de viajes en Vasconcelos (de la cual hay varios ejemplos en La sonata mágica) con el relato de aventuras que, si bien no remite necesariamente a lo fantástico, sí responde a lo evocación de la religión primaria, por medio de la caza angular y de la presencia avasalladora del numen, un dios capaz de ultimar a sus cazadores, quienes pagan caro su atrevimiento. Recuérdese que en este artículo y en el otro ejemplo que hemos citado (Llanes, Caballos), consideramos la filosofía de la religión de Bueno como una alternativa frente a la abundancia de teorías en torno a lo fantástico. Podría decirse que Vasconcelos mismo intuye la necesidad de un relato a medio camino entre lo fantástico y el paradigma realista, que sería precisamente uno de la naturaleza de «Una cacería trágica», en el cual se dejara constancia de la relevancia de los animales numinosos en nuestros días, así como de la caza angular y, posiblemente, del advenimiento de la vigorosa ideología animalista.
Obras citadas
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Notas
{1} Tomamos esa fórmula de Corral, «primer cuento fantástico culto», el ascenso de lo que el mismo autor llama también «cuento propiamente literario, de tradición escrita» (48), para distinguirlo de formas previas, pertenecientes a la tradición oral.
{2} «Se organizan primeramente en una Sociedad de Conferencias hacia 1907 y dos años más tarde, en 1909, se consolidan como el Ateneo de la Juventud» (Corral 326).
{3} Quienes estén familiarizados con las ideas de Vasconcelos encontrarán de nuevo numerosos ejemplos de sus juicios acerca de lo que él considera el papel civilizatorio del catolicismo, por ejemplo: el protagonista de las crónicas de viaje del libro tiene oportunidad de visitar países musulmanes, con los cuales se contrasta en todo momento, al mismo tiempo que se considera heredero de la tradición grecolatina.
{4} Contrario al telurismo, Vasconcelos va a identificar lo más irracional de su país con las deidades del panteón azteca. En el siguiente fragmento de Ulises criollo, el autor denuncia la brutalidad del bando que derroca al presidente Madero: «En cambio, si los salvajes obedecían su natural instinto, si el drama nacional profundo de Quetzalcóatl contra Huichilobos se consumase esta vez, ya no sólo con la expulsión de Quetzalcóatl sino con su sacrificio en el altar que despedazó Cortés, ¡entonces quizás la misma la misma iniquidad sin nombre, provocaría reacción salvadora!» (Vasconcelos, Ulises 520). Sin embargo, la sentencia de muerte contra Madero es improrrogable: su asesino «preparó la fiesta sagrada del militarismo azteca, el sacrificio de los prisioneros en la sombra de la noche… » (521).
La imagen de Huichilobos como deidad ligada a la brutalidad es recurrente en Vasconcelos. En otro de sus relatos de La sonata mágica, «Es mejor fondearlos», el narrador describe la crueldad de unas ejecuciones con palabras semejantes: «… un hijo de Huitzilopochtli, el dios sanguinario… » (Vasconcelos, Sonata 27). El recurso se repite en el cuento «Topilejo», también acerca de la aciaga suerte de los prisioneros en manos del enemigo: «… cortejos de víctimas, resurrección de sacrificios humanos peores que los aztecas, que, por lo menos, mataban a plena luz (118)».
Otro ejemplo: «Raíces indígenas cuyo significado nadie recuerda pero dan matiz pintoresca al habla de los contemporáneos y conservan algo de la fatídica tradición que nos somete al pecado de Caín. Habría que lavar espiritualmente estos sitios, pensó el ingeniero: sería menester bendecirlos, liberarlos de la maldición. ¿Sólo aquellos sitios o, más bien, la patria negra?» (119). A continuación, otra caracterización del telurismo como fuerza degeneradora: «¿Qué sino oculto liga la traición de la tierra con el desasosiego y la deslealtad de los hombres?». En otro momento, distintos personajes, que Vasconcelos supone la encarnación de lo que rechaza, parecen unidos en una secuencia de siglos que hermana el mito con la historia: «Calibán come y se harta. Caín se sueña, con sueño pesado, un héroe de la Australasia, con sus collares de cráneos. Herodes, borracho, contempla la farsa de una Salomé bestial. Manda la fuerza. Se escarnece la justicia. Al bueno se le infama; después, se le degüella» (124).
{5} El cuento fue publicado el 29 de agosto de 1920 en El Universal (Fell 676). Más tarde fue recogido en 1933 en el volumen misceláneo La sonata mágica: Cuentos y relatos.
{6} Debido a este detalle, la procedencia nacional de sus personajes, se ha dicho que por medio de este relato «Vasconcelos incorporó el cuento mexicano a la corriente americanista del continente» (Leal 16).