Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
1. Pacifismo ético y pacifismo político
La idea de la Paz, en cuanto idea fuerza capaz de movilizar a millones de ciudadanos, a veces incluso en forma agresiva y violenta, tiene, por eso mismo, mucho de paradoja, pues, ¿cómo quienes claman por la paz y aún por la paz perpetua proceden de modo violento? Es la paradoja que, en el terreno del lenguaje, se manifiesta en las frases de quienes apelan a la «guerra contra la guerra».
Resulta fácilmente comprensible, al menos a escala psicológica, que grupos o muchedumbres de personas se manifiesten en nombre de la paz cuando se trata de una paz concreta («morfológica»), definida ante una guerra también concreta («morfológica»), como pudo serlo la guerra de Marruecos en la primera década del siglo XX, o la guerra contra Inglaterra en la Alemania de la segunda década del mismo siglo. La fuerza de los soldados de reemplazo, que pedían la paz (en realidad, el armisticio) en 1905, o la fuerza de los espartaquistas alemanes que se manifestaban en 1914 bajo el lema «Abajo las armas», podría atribuirse a la resistencia que cualquier individuo «normal» tiene a ser separado de su oficio, de su familia, de su trabajo, de sus amigos, para ser incorporado, con grave peligro de su propia vida, a expediciones a tierras extrañas (que no le interesan).
Sin embargo, lo cierto es que los manifestantes pacíficos más corrientes, durante la guerra del Irak, aunque se movieran por motivos puramente psicológico-éticos y no políticos, acompañaban sus gestos y sus gritos con rótulos que expresaban que el objetivo de su manifestación no era otro sino el rechazo de las guerras en general. O, dicho de otro modo, que ponían como objetivo de sus deseos no ya al armisticio, sino a la paz perpetua, entendida como idea lisológica a priori, ligada una «Humanidad» entendida también lisológicamente (sobre todo cuando se establece sobre la idea de Igualdad, que habría que alcanzar entre los individuos y grupos de esa supuesta humanidad). De este modo, la idea de la Paz (respecto de las guerras históricas con morfología propia) aparece «flotando» en un espacio absoluto, similar al espacio de Newton respecto de los planetas que también flotan en él, y que no se deducen tampoco de él. Y así como de la idea de espacio absoluto newtoniano no se deducen los planetas o las galaxias, ni tampoco recíprocamente, así tampoco de la idea de Paz absoluta se deducen las situaciones morfológicas de la paz, ni tampoco recíprocamente. Lo sorprendente es que quienes negaban ya la guerra del Irak, la de Afganistán o la de Libia en los primeros años de este siglo, lo hacían en nombre de una paz lisológica exigida a priori por razones «éticas», acogiéndose generalmente a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Muy pocos de aquellos millones de manifestantes que en la España de febrero de 2003 gritaban «No a la guerra» distinguían bien entre la guerra del Irak y la guerra en general, y acaso, sólo después de la manifestación, miraban al mapa para localizar no sólo Bagdad sino el propio Irak.
Lo cierto es que la gran mayoría de quienes en 2003 se manifestaban contra la guerra de Irak eran simpatizantes o militantes del PSOE o de IU (es decir, como gustaban afirmar, eran «la izquierda»), y para ellos, acaso, la fuerza de su pacifismo se alimentaba, en gran medida, de su aversión al gobierno de Aznar, a quien hacían corresponsable de la guerra por el pacto de las Azores. También es cierto que había muchos que se manifestaban portando velas encendidas en silencio, con los ojos bajos y gestos no agresivos: eran monjas y colegialas, para quienes la «paz evangélica» (lisológica) era uno de los ideales prácticos supremos. De hecho, en aquellos años, diversas empresas editoriales, atentas a su negocio, publicaron varias versiones de La paz perpetua de Kant, lo que sorprendió a muchos lectores, al ver que ese libro contenía ideas mucho más sencillas, y al alcance de todos, que no necesitaban de las argumentaciones abstrusas atribuidas al filósofo alemán, de quien no habían leído nada y de quien no volverían a acordarse en el futuro.
La gran mayoría de quienes se manifestaban por la paz en la España de 2003 eran ignorantes. Ignorantes que, sin embargo, estaban destinados a derribar, en el siguiente año 2004, al gobierno popular, tras el 11M. El 11M de 2004 los terroristas musulmanes habrían desencadenado la «masacre de Atocha»: inmediatamente circuló el rumor (mucho más explosivo que el debate sobre si los autores fueron los islamistas o los etarras) de que esta masacre podría ser la respuesta que los musulmanes daban a España por su intervención en la guerra del Irak.
2. La Paz, como concepto plural, y la Paz como concepto de clase unitaria
Del bosquejo del análisis del sentido de la paz expresado en las manifestaciones de 2003, que acabamos de ofrecer, concluimos que el término «Paz» tiene dos significados o acepciones políticas principales, si dejamos de lado otras diversas acepciones no políticas, tales como «la paz de la familia», «la paz del barrio», «la paz consigo mismo» o «la paz de los cementerios».
Dos acepciones políticas distinguibles en función de las diferencias de sus formatos lógicos o lingüísticos respectivos; lo que quiere decir, que podemos formar dos grupos de acepciones políticas del término paz:
A. El grupo de acepciones del término paz que asumen el formato de una clase plural, cuya connotación se multiplica distributivamente por sus diversos «elementos» (a la manera como el concepto de triángulo rectángulo es un concepto claro y distinto que se multiplica distributivamente en las diferentes figuras triangulares isósceles o escalenas, de diversos tamaños).
Por lo demás, es evidente que podemos utilizar el concepto clase de triángulo, ya sea como un triángulo individual, y sea desde la perspectiva de la clase de los triángulos, y de sus diferentes especificaciones (podemos hablar del triángulo universal o del triángulo de las Bermudas). Así también, cuando hablamos de la Paz de Westfalia (firmada en 1648 por el emperador de Alemania, Fernando III), o de la Paz de Basilea (firmada en abril de 1795 por los diputados de la Convención y por los representantes de Prusia y de España), incluso de aquella Paz Perpetua que en 1516 acordaron los cantones suizos con Francisco I, rey de Francia, y que sólo fue perpetua por su nombre, porque de hecho acabó en los tiempos de la Gran Revolución.
En todos estos casos estamos utilizando el concepto clase de paz como un concepto universal, distribuido en diversas «paces políticas» concretas (idiográficas), pero con propiedades comunes a todas las demás, en diversos grados de comunidad genérica o específica. El célebre «principio de Clausewitz» –«la guerra es una continuación de la política por otros medios»–, o su equivalente: «la paz es el intervalo entre dos guerras», utiliza el concepto de Paz según el formato de las clases lógicas. La perspectiva de la lógica de clases la utilizó Aristóteles en su famosa sentencia: «La paz es el verdadero fin de las guerras» (Política, 1334 a 5).
B. El grupo de acepciones de paz que asumen el formato lógico de una clase unitaria (lisológica), con un único elemento. Tal sería el caso de una paz perpetua que estuviera pensada como una paz que, una vez establecida, sería continua, es decir, que no estuviese interrumpida por nuevas guerras (capaces de figurar como elementos del concepto clase «guerra»).
3. Ciencia sobre las «paces históricas» y sus clases, e ignorancia sobre la única paz perpetua posible
Podemos afirmar que sabemos muchas cosas, incluso con seguridad, vecina de la seguridad científica, sobre la paz, como concepto claro y distinto. Un concepto clase cuyos elementos son empíricos, desde el punto de vista historiográfico (la Paz de Westfalia, la Paz de Basilea o la Paz de Versalles). Los saberes «científicos» sobre este tipo de paces no son, sin embargo, uniformes, puesto que puedan establecerse desde la perspectiva de diferentes «horizontes categoriales», o desde diferentes niveles de cientificidad. Por ejemplo, desde niveles puramente descriptivos (a partir de la constatación documental de los tratados de paz y de su proceso), o bien desde niveles explicativos o causales, sociológicos, económicos, tecnológicos (aviación, radio, radar…), religiosos, políticos, &c.
Los saberes causales sobre la paz, en cuanto conceptos clase, envuelven necesariamente saberes sobre la guerra, considerada también como un concepto clase plural. Un concepto que reconoce muchas guerras y de diversas especies o géneros morfológicos, pero que no prescinde del concepto específico o genérico de la guerra. Sin embargo, de hecho es frecuente considerar, por algunos teólogos o incluso filósofos de la historia, a las diversas guerras idiográficas como si fueran fases de una única guerra, y efectos de una misma causa. Causa identificada o bien con un pecado original de índole teológica, que rompió el orden divino y determinó la expulsión de Adán del Paraíso, o bien con un pecado original de índole antropológica, de tradición marxista, que recurre a la alienación del Género humano dividido, desde la comunidad primitiva, en clases antagónicas consideradas como el verdadero motor de la Historia, motor que seguirá funcionando hasta alcanzar el «estado final».
Sin embargo no nos detendremos aquí en el análisis de los inmensos caudales de saberes positivos o empíricos sobre la paz, sus tipos, sus relaciones con las guerras que les preceden o les suceden. Ni tampoco sobre ciertas posibles conclusiones inductivas extraídas de la confrontación de las guerras empíricas, del tipo: «todas las guerras tienen como finalidad la paz de la victoria», o polémicas, sobre si las guerras, en cada caso, no constituyen una interrupción de la actividad política, propia del animal político, sino «una continuación de la política por otros medios».
Y no nos detendremos aquí en los análisis de la paz y de la guerra, considerados desde la perspectiva conceptual de las clases universales (análisis imprescindible, en todo caso), porque sobreentendemos que esta perspectiva no permite alcanzar la idea de la paz como idea fuerza referida a todas las posibles guerras futuras. El análisis de la paz, o de la guerra, desde la perspectiva de los conceptos clase, puede explicar la transformación de la idea oscura y confusa de la guerra en una idea fuerza, no ya en general, sino referida a alguna guerra determinada, cuyo estallido se quiere detener. Tal habría sido el caso de los intensos debates sobre la legitimidad de la guerra contra los indios, debates que en el siglo XVI alentó el mismo Carlos I. Un debate que enfrentó a Las Casas con quienes, con Sepúlveda y Soto, habían triunfado en las Cortes de Valladolid de 1550. En este caso, la «movilización» contra las guerras con los bárbaros (los indios) no se habría dirigido contra la guerra en general, sino contra unas guerras determinadas, como se ve claramente a lo largo de la Relección segunda de Vitoria, De Indiis o del derecho de guerra de los españoles contra los bárbaros.
4. Sobre el formato lógico de la idea de Paz perpetua
La idea fuerza de Paz es la idea fuerza que desencadena, como tal idea, a la idea lisológica de paz perpetua. Otra cosa es que algunos autores (entre ellos el propio Kant) consideren que la verdadera paz –a diferencia del simple armisticio– es la paz definitiva, por lo que «añadirle el epíteto de perpetua sería ya un sospechoso pleonasmo: el tratado de paz aniquila y borra por completo las causas existentes de toda futura guerra posible».
Pero, ¿acaso la redundancia de la expresión «paz perpetua», denunciada por el mismo Kant, para ser algo más que una afirmación gratuita o arbitraria (basada en la definición estipulativa de la paz como paz perpetua), no parece acogerse al formato unitario (el formato de una clase límite unitaria)? El formato propio de la idea lisológica de paz indefinida, per saecula saeculorum, de una paz continua, pero ininterrumpida por periodos de guerras, ¿no será suficiente para retransformar la idea de paz perpetua en el concepto clase de paces intercaladas entre diferentes guerras?
En cualquier caso, parece evidente que la idea de una paz perpetua (y perpetua al menos en el curso íntegro de la historia futura de la humanidad) sólo tiene sentido involucrando una filosofía de la historia de signo pacifista, de cuyos principios pudiera deducirse esta paz perpetua. Una paz que afectaría al Género humano que siguiera existiendo en la Tierra o en un Cielo galáctico (y no ya en un cielo espiritual, o en el cementerio nuclear resultante de la última bomba atómica con capacidad de aniquilación de la humanidad existente).
Por lo demás, esta filosofía de la historia de signo pacifista no tiene por qué ser entendida como una filosofía única, sino más bien como el nombre de un conjunto de filosofías muy diversas, en sus fundamentos y métodos, siempre que todas ellas, sin perjuicio de la heterogeneidad de sus fundamentos o de sus métodos, condujeran a la tesis de la paz perpetua.
Ahora bien, desde las coordenadas del materialismo filosófico que profesamos, no podemos menos de afirmar que cualquiera de estas filosofías de la historia pacifistas, incluso las que asumen una metodología positivista, se mueve en un horizonte metafísico. Un horizonte basado en la sustantivación del Género humano, o, si se prefiere, del «humanismo» derivado de tal sustantivación.
Diríamos, según esto, que la ignorancia relativa a la condición metafísica de estas filosofías es la razón por la cual la idea fuerza de paz perpetua puede cobrar visos de racionalidad filosófica. Y, en consecuencia, que sólo los ignorantes de estas condiciones metafísicas de la tesis de la paz perpetua pueden sentirse «movilizados» por esta idea fuerza de la paz.
5. El cuatrilema de la paz
Sin embargo, la demostración del carácter metafísico de la idea de paz perpetua, en cuanto involucrada en una filosofía de la historia de signo pacifista, no puede llevarse a cabo en general, es decir, considerando en bloque a todas las variedades de filosofía de la historia de signo pacifista. Es preciso tener en cuenta los tipos pertinentes de tales variedades. Dicho de otro modo: es imprescindible tener en cuenta alguna clasificación pertinente, adecuada al caso, de los tipos de filosofía de la historia capaces de concluir en la idea de una paz perpetua. Una clasificación que habrá de estar fundada en criterios pertinentes para diferenciar las divisiones de la corriente central en otras corrientes capaces de rebasar los diques que pueden desviar la corriente central de la paz perpetua.
Dos criterios tendremos aquí en cuenta: el criterio que separa a las filosofías idealistas (o espiritualistas) de las filosofías materialistas, y el criterio que separa las filosofías anarquistas de las filosofías estatalistas (en el momento de hablar del curso histórico del Género humano).
El primer criterio podríamos reducirlo, en último análisis, a los siguientes términos: consideraremos idealista o espiritualista a cualquier concepción filosófica sobre un campo antropológico dado (o sobre la totalidad de todos los campos), que suponga la unidad atributiva (continuidad entre sus partes, armonía monista…) del campo considerado. Será materialista cualquier concepción filosófica que parte de la pluralidad atributiva o distributiva (discontinuidad entre sus partes, inconmensurabilidad entre muchas de ellas) de las partes del campo considerado. Según este criterio el espiritualismo (que definimos negativamente, como reconocimiento de la realidad de los vivientes no corpóreos) tiende hacia el monismo, porque el espíritu se concibe como simple o carente de partes. Pero el monismo, por sí mismo, no tiende hacia un materialismo filosófico en el caso en el cual ese monismo se haga compatible con la sustantivación de una parte del universo, como pueda serlo el Género humano cuando se le dota de un «destino» inscrito en su propia inmanencia. En este sentido, el materialismo histórico marxista, tal como fue cultivado en la Unión Soviética (Diamat, Histomat) no será considerado aquí como materialismo filosófico, sino como «materialismo grosero», que sólo nominalmente se presenta como un pluralismo no monista.
El segundo criterio separa las concepciones del curso de la historia del Género humano según la conexión que este curso histórico mantenga entre el curso histórico y la institución del Estado. Y aquí cabe distinguir una línea divisoria de la corriente global: o bien se hace pasar necesariamente el curso del Género humano por el Estado (o en función del Estado) –y hablaremos de «humanismo estatista», y como ejemplo de él pondremos a Aristóteles cuando definió al hombre como animal político, es decir, como animal que vive en los Estados-ciudad– o bien se supone –el «humanismo anarquista»– que el curso del Género humano sólo puede seguir adelante al margen del Estado.
Estos dos criterios se cruzan. Del cruce obtendremos los cuatro tipos generales siguientes de filosofías de la historia de signo pacifista: (a) filosofías de la historia de orientación idealista o espiritualista de carácter anarquista; (b) filosofías de la historia de orientación idealista o espiritualista de carácter estatista; (c) filosofías de la historia de signo materialista y de orientación anarquista; y (d) filosofías de la historia de orientación materialista y estatista.
(a) Como prototipo de filosofías de la historia de carácter espiritualista y orientación anarquista podríamos tomar a la ideología de San Agustín, tal como se expresa en La ciudad de Dios. Aunque esta obra, por su género literario, es ante todo una teología dogmática de la historia, más que una filosofía de la historia, sin embargo contiene el esquema de una filosofía de la historia fundada, no ya en la revelación bíblica (en la «historia sagrada») sino en el curso empírico de la historia humana, susceptible de ser interpretada al margen de toda «revelación».
La ciudad de Dios ofrece, en efecto, un esquema de la historia de la humanidad según el cual, en el futuro (y gracias al desarrollo de las ciencias y de las técnicas) la humanidad encontrará una paz universal y perpetua, pero gracias a que los hombres habrán podido liberarse del yugo de la sociedad política, del Estado, de la Ciudad terrena, y habrán logrado organizarse como sociedad civil, como Ciudad de Dios, que ya no tendrá por qué identificarse con la Iglesia romana.
(b) Como prototipo de filosofía de la historia de signo idealista y orientación estatista podríamos tomar la obra de Kant antes citada, La paz perpetua, publicada en Koenisberg en 1795. Es cierto que el proyecto kantiano para una paz perpetua tuvo muchos precedentes, y acaso el más cercano pudo ser el discurso de Volney en la Asamblea nacional francesa, el 18 de mayo de 1790. Pero la exposición de Kant se atiene a un sistematismo riguroso establecido en el ámbito de lo que más tarde (principalmente con Von Mohl) se llamará el «Estado de derecho», sobre todo si se complementa con el llamado «derecho internacional», en cuanto regulación de las relaciones entre los diversos Estados de derecho, tal como la entendió Baltasar Ayala.
Ahora bien, la argumentación jurídica de Kant se mantiene, a nuestro entender, en el más ingenuo (o ignorante) idealismo histórico. Un idealismo que concibe al Estado como una «sociedad de hombres sobre la cual nadie, sino ella misma, puede mandar y disponer», desentendiéndose, por tanto, del suelo o territorio que ocupa, y que corresponde a lo que el materialismo filosófico denomina «capa basal» del Estado.
Con esto Kant sustantiva la capa conjuntiva del Estado como si esta pudiera funcionar por sí misma al margen de la capa basal (en términos de la época, de la «policía»). Asimismo, en el artículo preliminar tercero de su obra, Kant comienza postulando un Estado des-armado (es decir, sin capa cortical), lo que no viene a ser otra cosa, en la argumentación de su proyecto, sino una mera petición de principio, puesto que si el proyecto de una paz perpetua debe comenzar suponiendo que los Estados que van a firmar el tratado están ya desarmados, es porque ya se parte de la misma paz que se quiere establecer mediante el tratado.
Y en el primer párrafo preliminar de su opúsculo, Kant se cree obligado a suponer que los Estados firmantes no deben mantener ninguna reserva mental, que consista en no hablar por el momento de «ciertas pretensiones»; suponer que no existe, en los Estados que van a firmar el tratado de paz perpetua, la menor pretensión de declarar una guerra cuando las condiciones sean favorables, es otra ve pedir el principio, es decir, es suponer que los Estados ya se encuentran en situación de paz perpetua. Y cuando Kant invoca el principio pacta sunt servanda, como razón suficiente para concluir que los pactos suscritos en el tratado de paz perpetua tienen garantizada su validez en el futuro, comete la mayor ingenuidad idealista que cabe imaginar en política, suponiendo no ya solamente la fuerza de un principio latino, sino sobre todo, suponiendo que las sociedades políticas controlan las decisiones que previamente han tomado sin tener en cuenta que muchas decisiones que los Estados puedan tomar son respuestas a situaciones inesperadas, no previstas, por tanto, en los tratados.
Ni tampoco se tiene en cuenta que un Estado que no respete los pactos previos no ha de proceder impulsado por una ley ética o moral, sino por una ley político económica, a la que debería esta siempre dispuesto a plegarse. Es evidente, además, que las decisiones para la paz de una sociedad política no pueden someterse a las leyes comunes de la ética, a las que se someten los individuos. Y que, por tanto, es necesario distinguir los procesos de decisión ética y los procesos de decisión de una sociedad política. Lo que Kant, de hecho, tiene en cuenta, son las diferencias constitucionales de los Estados que van a suscribir un tratado de paz.
Y descarta a todos los Estados que tengan una constitución despótica (en términos actuales: los tratados de paz suponen constituciones democráticas homologadas en todos los Estados firmantes). En el caso de los Estados despóticos, los procesos de las decisiones políticas se aproximarán excesivamente a los procesos de las decisiones psicológicas. Por ello tampoco Kant considerará fiables, para firmar tratados de paz, a los Estados con constitución democrática, porque «de las tres formas posibles de Estado» (según su forma Imperii, es decir, la monarquía, la aristocracia y la democracia, es la democracia, en el estricto sentido de la palabra, necesariamente despotismo, porque funda un poder ejecutivo en el que todos deben decidir sobre uno y, a veces, contra uno).
Kant concluye que la constitución del Estado más favorable para constituir un tratado de paz perpetua será la constitución aristocrática; y no deja de llamarnos la atención la distancia que mantiene la argumentación de Kant respecto de las argumentaciones habituales, en los círculos de las democracias homologadas de nuestros días, según las cuales las democracias parlamentarias serían las de constitución más favorable para no votar una declaración de guerra en un parlamento, puesto que aquí son los diputados, como sujetos psicológicos, los que tienen que dar su voto, y no el dictador o el grupo despótico. Argumento muy débil, porque da por supuesto que cada diputado procede por motivaciones individuales libres, y que no está determinado ni siquiera por el partido al que pertenece. El contraejemplo más escandaloso y desfavorable para las tesis kantianas nos lo ofrece el tratado de renuncia a la guerra del 27 de agosto de 1928 –el llamado pacto Briand-Kellogg– en el cual los firmantes condenaron solemnemente el recurso a la guerra como procedimiento de resolución de los conflictos internacionales. Y sin embargo, su majestad el emperador del Japón, firmante del tratado, invadió China, y poco después el canciller del Reich alemán invadió Checoslovaquia y Polonia, y dio comienzo a la más grande guerra mundial, la de 1939 a 1945.
(c) Como prototipo de teoría filosófica de la historia de signo materialista y orientación anarquista que cree poder predecir la paz perpetua, citaremos a las corrientes socialdemócratas revisionistas u opuestas al marxismo, como puedan serlo las teorías socialdemócratas gradualistas de Bernstein y, a su modo, la teoría del anarquismo bakuninista. Estas teorías ponen, como causa de las guerras, a la lucha de clases, lucha considerada como el motor o leitmotiv de la historia. El Estado habría surgido como un episodio decisivo en el curso de la lucha de clases; el Estado es el aparato que las clases dominantes se dan a sí mismas para poder mantener el dominio sobre las clases expropiadas. Según esto, la paz no se alcanzará (salvo como frágil armisticio), hasta que el Estado no sea demolido.
El materialismo histórico marxista, según esto, sólo es antikantiano en la medida en la cual sustituye los tratados internos (efectos de decisiones psicológicas) por las fuerzas económicas que determinan, desde fuera, a cada decisión psicológica. Pero constituye un monismo metafísico el atribuir todo el proceso histórico a la acción continuada y acumulativa de una única causa que lleva a cumplir un destino determinado, la paz perpetua. Esto equivale a un monismo histórico que ignora, carente de una verdadera doctrina de la causalidad, la complejidad de las causas que intervienen en el curso de la historia. Lo que le permite concluir que la paz perpetua puede derivarse de la acción formal de esta causa única. Y ello constituye una idea tan metafísica como pueda serlo la de continuidad en la Pax Christi.
(d) Por último, como prototipo de filosofías de la historia de intención materialista y de orientación estatista propondríamos las concepciones de la historia desarrolladas en amplios círculos del capitalismo determinista, que confía en un estado final de la historia humana determinado por el «juego» de los Estados democráticos del bienestar, controlados por los Estados (o por un grupo de Estados) hegemónicos, capaces de evitar las guerras destructivas mediante el derecho internacional y el monopolio de la bomba atómica, así como también mediante la educación del pueblo elector, a través de los deportes competitivos o de la manipulación literaria o televisiva. El famoso artículo que Fukuyama firmó en 1991 sobre el fin de la historia, publicado precisamente en el año del derrumbamiento de la Unión Soviética, se aproxima, mejor que cualquier otro, a este cuarto prototipo de filosofías de la historia.
Ahora bien, nos parece evidente que el prototipo esbozado por Fukuyama, y reforzado en el libro que siguió a su artículo, pide el principio clave de su teoría de la paz perpetua. Es decir, ignora la gran probabilidad de que el control atómico permanezca como un monopolio de algunos Estados. Y, sobre todo, ignora las razones materiales objetivas que desencadenan las guerras (ente ellas el incremento demográfico imparable del «Género humano», si no se quiere que el control de la natalidad transforme a las sociedades políticas en sociedades efímeras de ancianos), dando por supuesto también, por razones éticas, que los ancianos excedentes no serán exterminados en sucesivos y sistemáticos gerontocidios.
6. La guerra es la continuación de la política por otros medios
Concluimos: quien defiende el ideal de la paz perpetua basado en el supuesto de que las guerras, en cualquiera de sus diversas tipologías, han de ser concebidas como aberraciones, y que la idea de la paz perpetua sólo podría ser propuesta a las generaciones más jóvenes como un ideal que únicamente podría tener algún efecto, efímero, de naturaleza psicológica, en las próximas generaciones.
Un efecto que habría de ser desbordado en las generaciones sucesivas, impulsadas por causas materiales objetivas de la guerra, y no solamente por causas psicológicas que tengan que ver, por ejemplo, con la llamada «memoria histórica». Pues las causas de la guerra habrá que ponerlas en la misma incompatibilidad de las sociedades políticas realmente existentes, cuyos conflictos sólo podrán resolverse, aparentemente, en el reino de las palabras. Por ejemplo, como suele hacerse hoy, sustituyendo sistemáticamente la palabra «guerra» por la expresión «misión de paz orientada a la resolución de un conflicto» (como si cualquier guerra, desde siempre, no hubiera sido otra cosa que una misión de paz cuyo objetivo es la paz de la victoria, de la victoria del Estado vencedor sobre los Estados vencidos).
En grandes sectores de la diplomacia internacional, pero también en los «Ministerios de Defensa», denominación que sustituyó a los antiguos «Ministerios de la Guerra», de los Estados más influyentes, y en sus Constituciones respectivas, ha ido borrándose la palabra «guerra» y va tomando cuerpo psicológico la ideología según la cual la «guerra» es un concepto anticuado, como lo pueda ser la esclavitud o el canibalismo. Pero también tenemos que constatar que esta victoria ideológica de la idea de Paz perpetua (vinculada íntimamente con el incremento del prestigio de unos Derechos Humanos entendidos como norma suprema universal), que creyó haber alcanzado su meta en los días de la guerra del Irak de Sadam Husein, no ha acabado con las guerras reales, entre ellas la actual nueva guerra del Irak, porque tan solo, de momento, ha atenuado el oleaje de las manifestaciones por la Paz. Para muchos expertos, incluso expertos militares, incluso miembros de estados mayores, es hoy un axioma el que establece que «la guerra no existe», y que los estados mayores, en lugar de hablar de guerra, deberán hablar en lo sucesivo de los «métodos para resolución de conflictos». Sin embargo es lo cierto que estos métodos siguen teniendo, en lo esencial, la misma morfología que las guerras tenían en la época de Clausewitz.
Con no menos fuerza que la que posee la ideología de la paz, la ideología de las democracias avanzadas del presente ha hecho creer a los bachilleres y a los maestros o doctores de nuestros días que ellos han dejado ya de ser súbditos para convertirse en ciudadanos. Pero las creencias se mantienen en el terreno psicológico subjetivo, o incluso en el terreno de la historia ficción, pero se desmoronan en el terreno de la historia real.