Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Introducción
En el presente trabajo trazaremos un panorama histórico filosófico sobre las Ideas de nación, nacionalidad y nacionalidades en el siglo XIX español.
Incluye cinco capítulos, introduccion y apédice divididos en dos partes fundamentales, en la primera, que comprende el primer capítulo, mostraremos a través de una antología de textos y de diversas consideraciones por nuestra parte, una panorámica de las ideas de nación y nacionalidad, es decir, aquellas ideas que manejaban los mismos actores protagonistas de la Historia del siglo XIX en España. Al ser el siglo XIX al completo un campo quizá demasiado amplio, hemos decidido centrarnos en la primera parte del siglo y sobre todo en el proceso mismo de surgimiento de la nación política en el marco de la Guerra de la Independencia, alrededor de las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812.
Como es imposible hacer una narración imparcial de estos hechos históricos, la narración resultante dependerá en gran medida de la filosofía de la historia que manejemos frente al confusionismo de los tratamientos ideológicos, doctrinales o teóricos de la idea. Es decir, adoptaremos una perspectiva etic, ya desde el presente, para intentar criticar, catalogar, clasificar, desde una opción filosófica, las diferentes Ideas de Nación que manejan los diferentes autores, corrientes políticas o ideológicas, por ello mismo, en esta primera parte, los hechos históricos aparecerán ya contaminados de teoría aunque dando por supuesto en muchas ocasiones las referencias en el lector. Es decir, en la primera parte, aparecen muchas veces ejercitadas, las ideas que se representan en la segunda.
En la segunda parte del trabajo, que comprende los restantes capítulos, presentaremos un abanico de teorías y doctrinas referidas a las ideas de nación y nacionalidad e intentaremos mostrar la necesidad de una filosofía de la nación, necesaria para superar la confusión, muchas veces malintencionada, a la que nos abocan las teorías al uso a propósito de estas ideas.
La metodología que utilizaremos será la del materialismo filosófico, una opción crítica, no dogmática, incidiendo especialmente en sus últimas aportaciones teóricas al ámbito de la Filosofía política y de la historia, tales como España frente a Europa, El mito de la Cultura, El mito de la izquierda o España no es un mito. En virtud de esta perspectiva, el surgimiento de las naciones políticas, en particular la española, de la que trataremos especialmente en este trabajo, no aparecerá ya como un producto de la voluntad de los pueblos, un pacto social, una aplicación de las ideas ilustradas o románticas o como un desarrollo del espíritu del pueblo en virtud de unas determinadas señas de identidad. Las naciones, después del tratamiento crítico que el materialismo filosófico puede aplicar a la idea de nación, aparecerán como productos históricos resultantes de unas muy determinadas confluencias de fuerzas de las naciones entre sí y de las luchas de clases en el marco de cada una de ellas.
PRIMERA PARTE
I. El nacimiento de la nación española en el siglo XIX
La Guerra de la Independencia en España, a parte de una guerra de liberación nacional, a parte de ser una guerra patriótica contra el invasor extranjero, supuso también el inicio de la revolución burguesa en España, la revolución liberal realizada frente a las fuerzas del Antiguo Régimen y sus instituciones, monarquía, clero, &c.
En España, a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, se pueden distinguir varias oleadas revolucionarias más o menos definidas: la primera 1808-1814, con la guerra de Independencia; la segunda 1820-1823, el Trienio Liberal; la tercera 1833-1843, la primera guerra carlista de 1833 a 1840 y después, la regencia de Espartero de 1841 a 1843; y la cuarta 1854-1856, en ésta, que ya nos mete de lleno en la segunda mitad del siglo, las reformas económicas fueron escasas, pero las experiencias políticas fueron importantes. De estos cuatro períodos, quizá el más decisivo y fructífero en lo que respecta a la introducción de medidas económicas burguesas, fue el de la guerra de los liberales o isabelinos contra los carlistas en la guerra civil que estalló a la muerte de Fernando VII, que duró ocho años y acabó con la derrota de los últimos.
- La Guerra de la Independencia
Poco después de la Gran Revolución de 1789, la izquierda radical{1} desborda las fronteras de la nación política francesa y se lanza, en su forma bonapartista, a la guerra contra las potencias del Antiguo Régimen. Al llegar a España, tras acontecimientos de sobra conocidos (alianza con Francia, guerra contra Portugal e Inglaterra, acontecimientos del dos y tres de mayo en Madrid, &c.), se genera una dialéctica de clases, determinada por la de Estados, en la que se enfrentan, en el bando español, los partidarios del trono y el altar tradicionales y los miembros de una nueva generación de izquierda, la izquierda liberal. Así expresa Villamil la necesidad del cambio:
«La nación española, con esta gran turbación, debe entrar en un nuevo ser político y en una administración gubernativa del todo nueva, por medio de una sabia Constitución que la preserve de convulsiones como las que sufre y del monstruo del despotismo que la puso al canto del precipicio y de ser sumida entre sus ruinas, sin cuenta entre las naciones y hecha una provincia de Francia, como los romanos la pusieron bajo el imperio del prefecto que residía en León. ¡Oh, Fernando el deseado, que con este dictado te distinguirán como a otro de tus antecesores entre los de tu nombre, tus súbditos, sin los demás que te granjeen un día tus virtudes! ¡Escucha. benigno. ahí do la perfidia te detiene, la voz de quien por guardarte fidelidad se expuso a graves peligros y pesadumbres! [...]. Si quieres mandar sin remordimientos ni zozobra y asegurar para siempre en tu posteridad y familia el trono más codiciado del mundo, manda poco, manda menos: son demasías y abusos lo que ministros ambiciosos e ineptos llamaron derechos y prerrogativas del trono. Los reyes son para el pueblo, y no el pueblo para los reyes. La gente española conquistó su libertad con su sangre; ella misma se dio reyes que la gobernasen en paz y en justicia; y hasta ahora, protegiéndola Dios, desde que su restauración comenzó en aquellas montañas donde en estos días resonaron los primeros clamores de guerra y libertad, ninguno la conquistó para hacerla su patrimonio y disponer de ella a su arbitrio. Hoy adquiere a costa de sangrientos combates su independencia por segunda vez. Tu pueblo un día, renovando el júbilo con que hoy te aclamó su soberano, saldrá a recibirte con el símbolo de la felicidad en una mano y en la otra el de su libertad escrita en la nueva Constitución que hará inmortal tu reinado.»{2}
El liberalismo es, como hemos señalado, la segunda generación de izquierda definida política que defiende la libertad y el derecho de los individuos frente al poder de la monarquía y los privilegios de la nobleza en el Antiguo Régimen. El término fue tomado de las artes liberales del mundo antiguo. En consecuencia, el primer empleo político del término liberales se produjo en la católica España en 1810, en plena Guerra de Independencia española, cuando un partido de ese mismo nombre intentó introducir en España el parlamentarismo inglés con variaciones que llevarían a la primera Constitución española (1812). Se opusieron a los serviles, defensores del absolutismo del Antiguo Régimen, y también a los afrancesados, colaboracionistas con Napoleón.
En el siguiente texto, José Gallardo en su Diccionario crítico burlesco (1812), aclara los orígenes del término liberal y reconoce la originalidad española en este aspecto:
«Vamos a nuestras ideas liberales. Así llamamos a las que no solo excitan al conocimiento, amor y posesión de la libertad, sino que propenden a extender su benéfica influencia. Hay algunas personas no tan versadas ciertamente en el buen romance castellano como en el francés, o tampoco duchas en uno y en otro como muy aferradas en sus rancias preocupaciones, que condenan la expresión liberales en el sentido que acabamos de significar, como novedad disonante en nuestro idioma; conceptúanla luego galicismo y a fe que no lo es.
No es de los franceses de quienes la hemos tomado, sino de los romanos; los cuales a todos los ejercicios, profesiones y aun pensamientos propios o dignos de hombres libres, los llamaban liberales (...). En este mismo sentido, llamaban, y llamamos nosotros aún liberales a ciertas artes (señaladamente las de ingenio) que ejercían en Roma los ciudadanos a diferencia de las mecánicas o serviles, en que trabajaban los esclavos.
Como entre nosotros, gracias en gran parte a nuestra religión, casi no se conoce esa diferencia de hombres libres y esclavos, pero ni tampoco se ha hablado redondamente el idioma de la libertad, se ha oscurecido algún tanto este significado del calificativo liberal. Ahora es cuando debemos esclarecerle; ahora que derramamos liberalmente nuestra sangre peleando por asegurar nuestra libertad contra todo linaje de tiranía, es cuando debemos dar toda su latitud a la palabra liberales, fijando sus legítimas acepciones y estampándolas hondamente en el alma, para no tener pensamiento, obra ni palabra que desmerezca de un español, es decir, de un hombre fuerte, constante y liberal.»{3}
España pues, se lanza a una guerra contra Francia en el propio territorio español, con estos dos bandos enfrentados en su propio seno: liberales y defensores de las viejas instituciones. La revolución burguesa está produciéndose en ese momento a través de nuevas instituciones como la Junta Central compuesta por treinta y cinco miembros iguales en representación. Su presidente era el conde de Floridablanca, que contaba en aquellos momentos con ochenta y cinco años y presentaba una postura muy conservadora. Pero sin duda su elemento más destacado era Gaspar Melchor de Jovellanos, político y escritor, de un talante reformista moderado, que era partidario de llevar a cabo algunos cambios en España en el terreno político, social y económico. Su propuesta era la de crear un sistema de Monarquía parlamentaria de dos Cámaras, en el que la nobleza jugase un papel de amortiguadora entre el rey y el pueblo. Excepto estos dos miembros y Valdés, que había sido ministro de Marina con Carlos IV, el resto de los componentes de la Junta carecía de experiencia en las tareas de gobierno. La mayoría de ellos pertenecía a la nobleza; había varios juristas y también algunos eclesiásticos. Aunque no puede establecerse entre ellos ninguna división ideológica, en su mayor parte eran partidarios de las reformas para regenerar el país. Esta actitud les granjeó no pocos ataques por parte de las oligarquías más conservadoras y de las viejas instituciones del Antiguo Régimen. Jovellanos se vio obligado a salir en su defensa mediante la publicación de una Memoria en defensa de la Junta Central.
Fue en el interior de esta Junta donde se formuló la idea de reunir a las Cortes, no sólo para coordinar la acción contra los franceses, sino para reformar políticamente al país. El propio Carlos Marx, reconoce, en un famosísimo texto perteneciente a los escritos periodísticos publicados en Estados Unidos a propósito de la Revolución en España, la importancia de la Junta Central:
«Nos ha parecido muy necesario extendernos sobre este punto porque su importancia decisiva jamás ha sido comprendida por ningún historiador europeo. Sólo bajo el poder de la Junta Central era posible unir las realidades y las exigencias de la defensa nacional con la transformación de la sociedad española y la emancipación del espíritu nacional, sin lo cual toda constitución política tiene que desvanecerse como un fantasma al menor contacto con la vida real. Las Cortes se vieron situadas en condiciones diametralmente opuestas. Acorraladas en un punto lejano de la península y separadas durante dos años del núcleo fundamental del reino por el asedio del ejército francés, representaban una España ideal, en tanto que la España real se hallaba ya conquistada o seguía combatiendo. En la época de las Cortes, España se encontró dividida en dos partes. En la isla de León, ideas sin acción; en el resto de España, acción sin ideas.»{4}
Desde nuestro punto de vista habría que matizar esta afirmación, como ha señalado Gustavo Bueno{5}, pues en Cádiz sí había fuerza, pero era precisamente la fuerza de los guerrilleros y el poder de movilización de los sacerdotes en las iglesias, que habían declarado la Guerra como Santa{6} y por supuesto, en el resto de España sí había ideas, pero eran las Ideas del Antiguo Régimen, la defensa del trono y el altar. Eran las ideas contrarrevolucionarias de un Filósofo Rancio, por ejemplo, uno de los más eficaces y prolíficos portavoces del pensamiento servil:
«Es voluntad del pueblo que se conserve la religión de sus padres tal cual sus padres se la transmitieron. Cumplan esta voluntad sus procuradores. Si alguno de ellos cree en que ésta es una superstición, cumpla su voluntad, y luego podrá irse a París a buscar una religión tan depurada como la quiera. Si la religión del pueblo tiene colgajos o no los tiene, y si estos colgajos se le deben o no quitar, la voluntad del pueblo es que sus procuradores no se metan en esto, porque, no teniendo el mismo pueblo facultad para hacerlo, mal pudo delegarla a sus procuradores. La voluntad del pueblo es que se la conserven sus clérigos y sus frailes, porque si estos no fuesen como deben, el mal será para ellos y no para el pueblo, que sabe que la santidad y eficacia del ministerio nada pierden por la depravación de los ministros (...). La plata y renta de la Iglesia fue en algún tiempo del pueblo. Este la dio para el culto por una donación irrevocable, con el pleno conocimiento de que la Iglesia sabría aplicarla a las públicas necesidades luego que éstas lo exigiesen. No quiere, pues, que sus procuradores se porten en esta materia como dueños, sino que avisen a la Iglesia de que el patrono está necesitado (...). La voluntad del pueblo es que se le gobierne como en los tiempos de los Fernandos II y, VII, y para esto no es menester nueva Constitución, sino buena voluntad y temor de Dios (...).
Quisiera, sin embargo, antes de este apretón, ver a España libre de franceses y de filósofos.»{7}
En cualquier caso, en el período constituyente (las Cortes tuvieron su primera sesión en septiembre de 1810), el esquema ideológico del liberalismo se ha consolidado, conforme prueban escritos como las Reflexiones sociales, o idea para la Constitución española (1811) de José Canga Argüelles:
«La Nación Española, que en el mes de mayo de 1808 juró su independencia, ofreció su sangre para mantenerla, y a pesar de los reveses y desgracias sostiene tan santo propósito; al cabo de dos siglos de silencio y opresión se va a ver representada por Diputados, nombrados solemne, legítima y generalmente, para formar una Constitución que destruya hasta las reliquias impuras de la arbitrariedad y del despotismo.
(...) Estos atributos preciosos dan al hombre: 1., la libertad, o sea la facultad de hacer con seguridad cuanto le pareciere más acomodado a sus deseos, siempre que con ello no dañe a los de más hombres; 2: la igualdad, o sea el derecho para ser protegido en sus medios, y en sus facultades, sin diferencia de unos hombres a otros, gozando de una misma consideración sin distinción alguna; y 3.°, la propiedad, o la facultad exclusiva de disponer y gozar a nuestro arbitrio del producto de nuestro trabajo.
La unión de dos o más personas, fundada sobre convenios libre y espontáneamente aceptados por todos, se llama Sociedad; y será sociedad civil, o Nación, cuando se reúnan muchas familias naturales, para mantener su libertad, su igualdad y propiedad, bajo ciertas condiciones o leyes formadas por ellas mismas. y afianzadas sobre una fuerza capaz de contener al díscolo, de apartar las sugestiones de la ambición, y los efectos funestos de las pasiones, de donde dimana la Seguridad, que es el convencimiento que tiene el hombre, de que nada podrá perturbarle en el disfrute de sus derechos (...).
Todos y cada uno de los ciudadanos que componen la sociedad, tienen derecho para intervenir en el establecimiento de las leyes, por residir en ellos la soberanía. Pero como de verificarlo indistinta y colecticiamente (sic) las discusiones se eternizarían y el desconcierto sería el resultado; de aquí la necesidad de constituir el poder legislativo de la Nación, de un modo que sin tocar en estos inconvenientes, nos ofrezca la voluntad de ésta.
El cuerpo legislador deberá constar de individuos elegidos libre y espontáneamente por el Pueblo, en número proporcional a la población del Estado, que tengan la calidad de ciudadanos, y cuya conducta no desmerezca tan alta confianza. Estos serán los representantes de la Nación, depositarios de su confianza, órganos de su voluntad y a cuyos desvelos se confiará la formación de las leyes (...).
A las Cortes, o sea el cuerpo legislativo corresponde formar la constitución, sancionar la integridad de la Nación, mudar o confirmar sus actuales divisiones en Reinos, Partidos, Corregimientos o Intendencias, punto interesante para la economía interior del Gobierno, y cuyo desarreglo daña a los ciudadanos. A ellos toca extender los códigos civil, criminal, económico y de rentas; determinar las relaciones entre la Iglesia y el Gobierno; arreglar los planes de enseñanza; confirmar o derogar los tribunales actuales; darles la forma más análoga al bien de la Nación:
Y por último establecer el sistema militar bajo bases sólidas, que nos ofrezcan un ejército capaz de defender nuestra libertad e in dependencia, sin ruina de la agricultura y de las artes en los tiempos de calma y de paz.
Todos los proyectos de ley que propusieren los Consejos en sus consultas pasarán a las Cortes, en donde examinados con los que las Cortes mismas formaren, y los que los ciudadanos les dirigieren, recibirán, o no, la aprobación del Cuerpo Soberano.»{8}
A pesar de que en su mayor parte, la oposición a las reformas revolucionarias fue religiosa, como ejemplo hemos visto, la del Filósofo Rancio, sin embargo, también encontramos representantes políticos del Antiguo Régimen y magistrados totalmente alineados con las instituciones tradicionales:
«Las nuevas Constituciones son para las sociedades que comienzan; ¿por qué tanto ahinco para abolir la que nos gobierna después de 16 siglos? Las leyes fundamentales de una tal monarquía deben ser, en lo humano, inmutables e inmunes de toda sustancial variación. Si los políticos acontecimientos exigen (como es indudable) reformas de algunas leyes que convinieron antes, y disuenan ahora, útil será su derogación, pero dejando ilesas las fundamentales y establecidas por el perenne y firme consentimiento de la nación.
El Rey debe ser lo que siempre ha sido; y sus diversas clases, lo que siempre fueron. Si ha habido excesos y demasías en unos y en otros, no han nacido de las leyes, sino de su inobservancia, hija primogénita y única del despotismo, y de nuestra actual desolación. Nuestras leyes primordiales atan al Rey para que no pueda mortificar al vasallo con tributos que no consienta. Si se trata de sus derechos, es igual a sus mismos súbditos; y en la administración de justicia se sujeta como un mero particular a los tribunales del reino: no puede hacer leyes sin el consentimiento de éste ni éste sancionarlas sin su real autoridad; en las materias de gobierno, en la guerra y en la paz, en la elección de empleados civiles, militares y políticos, debe consultar con sus respectivos Consejos y autoridades.»{9}
Sería, sin embargo, un craso error suponer que las Cortes de Cádiz estaban formadas exclusivamente por partidarios de las reformas, por los Revolucionarios. Las Cortes estaban divididas en tres partidos: los serviles o realistas, los liberales y los americanos. Estos últimos votaban alternativamente por uno u otro partido conforme a sus intereses particulares.
La Constitución de 1812, que salió de estas Cortes de esta guisa partidas, en la cual encontramos ejemplos de un compromiso entre las ideas liberales y las instituciones tradicionales, es una constitución sumamente original{10} que tiene menos que ver con la Constitución francesa que con las posteriores constituciones de las naciones europeas, que se inspiraron directamente en la española. Este sería uno de los argumentos a favor de la tesis fuerte, del origen español de la segunda generación de izquierdas, la izquierda liberal.
Los liberales tuvieron asimismo la suficiente prudencia política de no proponer la abolición de la Inquisición{11}, de los diezmos, de los monasterios, &c, es decir, procuraron no realizar los ataques más conspicuos a las instituciones del Antiguo Régimen, hasta después de promulgada la Constitución. Pero, a partir de este mismo instante, la oposición de los realistas dentro de las Cortes, y del clero fuera de ellas, se endureció considerablemente.
A pesar de que, como es sabido, la guerra terminó con el regreso de Fernando VII, el manifiesto de los persas, la supresión de la Constitución, la represión de los liberales y con el pueblo cantando coplillas satíricas contra la nación política, el liberalismo no se consiguió extirpar del todo por parte de la reacción. Así como el Congreso de Viena, en su intento de volver al status quo internacional anterior a las guerras napoleónicas, vía legitimismo, fracasó completamente y no pudo frenar el auge del nacionalismo y las revoluciones burguesas de los años 20, 30 y 40, tampoco en España consiguió la santa alianza de trono y altar, frenar los ímpetus revolucionarios de las clases emergentes. Ya no había vuelta atrás, aunque costaría varias guerras civiles, posteriormente llamadas carlistas conseguir darle cierta estabilidad a la nación española en su sentido político.
- La primera Guerra Carlista
Comenzaremos recordando que durante esta primera guerra carlista el Gobierno de la nación estuvo en manos de los liberales, y fue en este período cuando se introdujeron las leyes más radicales en sentido burgués, sobre todo a manos de Mendizabal, que dentro de los liberales pertenecía a la parte de los exaltados o progresistas.
Entre los motivos de la guerra estaba la cuestión dinástica entre Carlos e Isabel. En España estaba en vigor la Ley Sálica, que prohibía reinar a las mujeres, desde comienzos del siglo XVIII y aunque Carlos IV aprobó la Pragmática Sanción que derogaba la Ley Sálica en 1789, nunca se había hecho efectiva. Fernando VII, que no tenía descendencia masculina, decidió promulgarla en 1830, con lo que su hija Isabel se convertía en heredera al trono. El hermano de Fernando VII, Carlos María Isidro de Borbón, hasta entonces heredero al trono, no reconoció a Isabel como princesa de Asturias y cuándo Fernando murió el 29 de septiembre de 1833, Isabel fue proclamada reina bajo la regencia de su madre María Cristina de Borbón-Dos Sicilias.
La cuestión dinástica no fue la única razón de la guerra. Tras la Guerra de la Independencia, Fernando abolió la Constitución de 1812, pero tras el Trienio Liberal (1820-1823), Fernando VII no volvió a restaurar la Inquisición, y en los últimos años de su reinado permitió ciertas reformas para atraer a los sectores liberales que además pretendían igualar las leyes y costumbres en todo el territorio del reino eliminando los fueros y las leyes particulares, al tiempo los sectores más conservadores se agrupaban en torno a su hermano Carlos.
La dialéctica de las clases que se enfrentaron unidas contra Napoleón en la Guerra de la Independencia, por tanto, se manifestaba en toda su crudeza envuelta por la cuestión dinástica de la sucesión al trono.
En esta etapa, las posturas y los partidos se van diversificando, los partidarios de Isabel, Espartero y María Cristina, los liberales, se dividen como ya hemos apuntado entre conservadores y progresistas, unos conservadores que irán transformando sus posiciones en cada vez más cercanas a la monarquía y unos progresistas que se irán decantando por el proyecto republicano y federal. Así, podemos leer en El Huracán de Madrid:
«Mientras haya esa absorbente y absurda centralización de poder, a que necesariamente propende todo gobierno, es imposible que exista la verdadera, la única libertad. La igualdad efectiva de que pueden disfrutar los hombres reunidos en una asociación política. Los esfuerzos de la revolución deben pues dirigirse a destruir aquel cáncer inveterado, y a sustituir el pensamiento propio e independiente de cada fracción de la sociedad, en cuanto sus intereses privativos, y el mutuo acuerdo, el predominio de los votos de la mayoría numérica en cuanto a los intereses generales, comunes a toda la sociedad o a varias fracciones de ella. Más claro. Cada ayuntamiento debe de formar una pequeña democracia independiente de las demás, y soberana tan sólo en cuanto a sus intereses locales y privativos; cada distrito o provincia igualmente; lo mismo cada estado o república que se forme de la agregación de varios distritos o provincias: y sólo el congreso central que se componga de todos los representantes de las federaciones, decidirá acerca de los intereses generales de la unión o de las disputas entre dos o más estados.»{12}
Por su parte, el bando carlista, tradicionalista, que se identifica fundamentalmente con los antiguos serviles, aunque ya han incorporando miembros de otras generaciones, también se encuentra dividido entre los carlistas más furibundos, partidarios de la guerra a toda costa y los moderados, como Balmes, que desean encontrar una salida pacífica a la crisis dinástica, proponiendo un matrimonio que nunca se produjo entre el conde de Montemolín e Isabel II e incluso aceptando leves reformas liberales.
Jaime Balmes representaría esta postura carlista moderada en El Pensamiento de la Nación periódico religioso y político que publicó desde el miércoles 7 de febrero de 1844, nº 1, hasta el jueves 31 de diciembre de 1846, nº 148.
«Balmes se encontraba en una posición muy favorable para ser el campeón de esta digna cruzada. Era joven y el corazón latía de entusiasmo por su patria; había ejercitado sus grandes dotes de eminente talento y de pensador profundo en las publicaciones que había hecho, y esto le facilitaba conocer donde estaba la acción del mal y que sus juicios fuesen respetados; no tenía compromiso alguno con ningún partido, y esta independencia le daba libertad para decir la verdad toda entera; independencia que estaba realzada por su estado y por sus virtudes, muro inexpugnable contra los halagos de la ambición y el atractivo de los honores.
Un periódico, sin embargo, no tiene necesidad solamente de doctrina, son necesarios fondos para plantearlo; y cuando se pretende con él influir en las masas, su acción no ha de ser pasajera, sino que ha de tener el carácter de estabilidad. Balmes no se encontraba entonces en el caso de disponer del capital bastante crecido que exigía tal empresa; además que el mismo carácter de especulación mercantil podía distraer la atención que convenía se limitara a una sola idea, a la parte política. Pero al instante se ofrecieron a Balmes los fondos necesarios.
Cuando Balmes pensaba en la necesidad de dirigir la opinión de una gran parte del país por un medio más activo y directo que lo hacía en la Sociedad, otros también conocidos ya por haber defendido en el parlamento ideas conformes a las de aquel distinguido escritor, habían concebido la misma idea. El pensamiento de la conveniencia vino a ser simultáneo; Balmes fue desde entonces el campeón de aquellos principios, siendo el indicado para demostrarlos conquistando la opinión pública.
En efecto, personas respetables por muchos títulos, al frente de las que se encontraban el difunto duque de Osuna, el marqués de Viluma, el señor duque de Veraguas, el señor don Santiago de Tejada, el señor don José de Isla Fernández, fueron los auxiliares decididos de aquella grande y fecunda idea, pues entendían del mismo modo que Balmes todas las cuestiones políticas y sociales. Uno y otros se encontraron, uno y otros se entendieron y se trató de la fundación de un periódico. Las condiciones, porque preciso es hacer una ligera indicación sobre esto, fueron como se podían esperar de caballeros que se unían a un hombre grande. No iban a darle lecciones, querían recibirlas; su independencia, pues, en el periódico era ilimitada. Balmes era el director del periódico sin recibir influencias de nadie, porque era la expresión viva y elocuente de los altos fines de la gran reforma moral y política a que se aspiraba, y en favor de la cual se habían decidido otras personas distinguidas por sus calidades, por su riqueza y por su situación elevada.
Así las cosas, Balmes dio nombre a su periódico y escribió el prospecto: escrito notable por sus ideas, por sus juicios, por su forma, por su estilo y que es aún más interesante cuando se lee después de concluido el periódico, por ver que en todo este no hay una palabra que esté en contradicción con aquel.»{13}
Fracasado este proyecto y casada Isabel II con Francisco de Paula, el periódico dejó de publicarse. La segunda guerra carlista estaba servida.
SEGUNDA PARTE
II. Sobre las nacionalidades
Una de las fuentes de los errores, confusiones y oscuridades que hoy día aún se detectan en las manifestaciones de tantos políticos, medios de comunicación a propósito de las nacionalidades, &c., radican, a nuestro juicio, en los dos sentidos diferentes en los que puede tomarse ésta palabra, caracterizándose la diferencia por la relación que pueda tener este concepto con el del Estado.
a) La nacionalidad en sentido político:
Si la relación entre nación y Estado existe, es decir, si estamos hablando de la nación política, la nacionalidad es el estado propio de la persona que ha nacido o se ha naturalizado en un Estado determinado. Surge este concepto de que la nación política, es la misma forma del Estado, y en este supuesto, el elemento personal de dicho Estado integra la nación. Enfocada la cuestión jurídica o políticamente, la nacionalidad es el vínculo que une el mencionado elemento personal con su nación, en cuanto ésta se toma por el Estado mismo, ya que la manifestación contemporánea del Estado es la nación, como agregado social, con determinados caracteres (soberanía e igualdad formal) y aun con determinados fines (eutáxicos).
El uso ha aceptado la frase como sinónima de ciudadanía y como medio indudable de distinguir aquel elemento individual de un Estado del de los demás (extranjeros) y en este sentido político se sigue empleando la palabra nacionalidad por la de ciudadanía, no sin antes observar que ésta última es política, y la otra no lo es siempre y por ello mismo hemos dicho que de aquí nace una de las confusiones, no es quizá la palabra ciudadanía lo bastante expresiva para determinar la pertenencia a un Estado, cuya forma dejó de ser la ciudad con la desaparición de las Polis griegas. Pero ya se utilice la palabra nacionalidad o la palabra ciudadanía, la ciencia del derecho internacional privado y aun la del derecho civil tienen que apreciar la génesis de cualquiera de ellas en la conexión que se da actualmente entre la nación política y el Estado, pues sólo ésta, en cuanto expresa un poder soberano es capaz de hacer súbditos del Derecho que ejerza, a los inmigrantes que vienen a integrar aumentar el número de sus ciudadanos. Las ramas del Derecho, que tienen en este punto relación visible con el Político, en cuanto determina el concepto del Estado, son las que se señalan cómo puede modificar la nacionalidad o ciudadanía la capacidad de las personas y en consecuencia cómo se adquiere, cambia o pierde dicho estado de derecho.
La nacionalidad en sentido político se relaciona con la nación biológica también, en el sentido de que los códigos civiles y constituciones son, como hemos dicho a propósito de el aumento de los ciudadanos vía inmigración, los que regulan, ya sea por ius sanguinis, el recién nacido tendrá la nacionalidad de los padres, o por el ius soli, el recién nacido tendrá la nacionalidad de la nación política donde nazca independientemente de dónde sean sus padres, la incorporación de los nuevos individuos al cuerpo de la sociedad política.
b) La nacionalidad en sentido étnico.
Quizá no sea muy apropiada la propia palabra nacionalidad para revelar una situación jurídica o política, pues ya está, como hemos señalado, la de ciudadanía (tampoco quizá apropiada por la razón señalada en el párrafo anterior). Ante los ojos de muchos y en virtud del idealismo alemán y la ilustración francesa, parece que con ella se expresa algo étnico o histórico, algo natural o voluntario, pero siempre en relación con fines que nada tienen que ver con la situación anterior estando más cerca del campo de la Sociología o la Antropología. Es decir, la nacionalidad se toma otras veces por un concepto que nada tiene que ver con la relación entre el individuo y la nación política. En este supuesto la nacionalidad se relaciona estrechamente con la nación étnica si es que no se las toma como sinónimas. Sin embargo, siempre será posible distinguir la nación étnica de la nacionalidad, como se distinguen el término de la relación. La nación étnica existe como algo substantivo y propio cuando se dan los caracteres que se indicarán más adelante y cuando la nación étnica existe, perfectamente distinguida (disociada) del Estado de forma más o menos abstracta, aunque no siempre en la realidad (no separada), es cuando para adjetivar de algún modo al elemento personal de esa nación étnica, que vive y se desenvuelve en el entorno de la nación étnica misma, se habla de la nacionalidad como un vínculo, como un lazo y, por lo tanto, como algo productor de un carácter especial, que califica al grupo humano que ocupa aquel contorno.
Es este sentido de nacionalidad (relación del individuo con la nación étnica, histórica), el que utilizaron ideólogos españoles como Pi y Margall o los catalanistas como veremos más adelante.
Este sentido de nacionalidad (que equivale prácticamente a nación étnica), cuando se combina con el principio de nacionalidad (cada nación étnica, un Estado), que vamos a exponer a continuación, puede provocar que determinados grupos humanos puedan llegar a Guerras de Secesión o acciones terroristas como las que padecemos en España desde hace más de treinta años a manos de la banda ETA.
III. El principio de las nacionalidades: formulación.
Con el nombre de Principio de las Nacionalidades se designa en ciencia política el derecho de cada nación a constituirse en Estado. Aparece en el campo del Derecho Internacional.
Francisco de Vitoria fue quizá el primero en desarrollar una teoría sobre el ius gentium (derecho de gentes) que sin lugar a dudas puede calificarse de moderna. Extrapoló sus ideas de un poder soberano legítimo sobre la sociedad al ámbito internacional, concluyendo que éste ámbito también debe regirse por unas normas justas y respetuosas con los derechos de todos. El bien común del orbe es de categoría superior al bien de cada estado. Esto significó que las relaciones entre estados debían pasar de estar justificadas por la fuerza a estar justificadas por el derecho y la justicia. Francisco de Vitoria se convirtió en el creador del derecho internacional.
El ius gentium se fue desarrollando en la filosofía de autores posteriores. Francisco Suárez, distinguía entre ius inter gentes e ius intra gentes. Mientras que el ius inter gentes, que correspondería al derecho internacional moderno, era común a la mayoría de países (por ser un derecho positivo, no natural, no tiene porqué ser obligatorio a todos los pueblos), el ius intra gentes o derecho civil es específico de cada nación.
La piedra angular del derecho internacional contemporáneo la puso Pascual Estanislao Mancini{14} en 1861 al formular el principio de nacionalidad apoyado en lo que años antes Juan Teófilo Fichte ya había llamado «Estado de Cultura».
Para Mancini, toda nación tiene, por el hecho de serlo, el derecho y el deber, si así lo desea, de organizar un Estado. Es el Cogito ergo sum del nacionalismo. Mancini, por supuesto, no aclara y confunde, los conceptos de nación étnica y política.
El principio de nacionalidad está, por tanto, apoyado en bases míticas (el mito de la Cultura{15}), porque la realidad histórica es muy diferente: la nación política no proviene, históricamente, de la nación étnica preexistente supuestamente dotada de un particular espíritu, Volkgeist o cultura, surge del proceso revolucionario iniciado con la Gran Revolución. Surge de los efectos devastadores que sobre el Antiguo Régimen tiene una particular dialéctica de clases conjugada con la dialéctica de los Estados en un proceso de guerras y revoluciones que son, en palabras de Gustavo Bueno, «el argumento sangriento de la historia de los siglos XIX y XX»
IV. El principio de las nacionalidades: desenvolvimiento en diferentes teorías o doctrinas
Después de la presentación de estos fenómenos históricos, fenómenos que, por otra parte, son inseparables de las doctrinas y teorías sobre la Nación pues es necesario presentarlos ya conceptualizados, pasaremos a exponer diferentes teorías sobre la nación, que se iban tejiendo in media res a lo largo del proceso mismo de formación material, de cristalización histórica de estas naciones a lo largo del siglo XIX.
Debemos aclarar en primer lugar, que no por otorgar un lugar diferente a las teorías y a los fenómenos históricos, estamos situando a las teorías y doctrinas en un plano superior propio de la superestructura (Uberbau) en sentido marxista. Como si los fenómenos históricos fueran la base (Aufbau) de la cual brotasen las superestructuras ideológicas, científicas, filosóficas, metafísicas o como quiera que sea que podamos calificarlas y como si, además, estas superestructuras, por el hecho mismo de ser ideológicas o metafísicas en muchos casos, no tuvieran ningún papel en las transformaciones que cupiera realizar en la organización de los travesaños internos de la base. Debemos inmediatamente despegarnos de ese tipo de visiones. Nosotros, en este caso estamos considerando a las doctrinas y a las teorías sobre la nación como formando parte del mismo campo gnoseológico, aunque en diferentes estratos, que los fenómenos de surgimiento y desenvolvimiento de las naciones (el campo de las Ciencias Políticas o el campo de la Historia de España, en lo que cabe intersectarlos), es más, diremos que esas teorías y doctrinas sobre la nación, surgidas in media res, en los procesos de formación nacional, van a conformar, a codeterminar, el proceso mismo real, fenoménico, histórico, de desenvolvimiento o creación de las naciones o como poco, a determinar los planes y programas de las clases con más intereses en ello, con lo cual, el materialismo filosófico recupera el papel de las Superestructuras (filosofía, religión, ideología), en los procesos de transformación social, papel que le había sido negado por el materialismo histórico, determinista, económico.
La distinción entre doctrinas y teorías es una distinción que puede ser entendida como el resultado de una proyección de la distinción «propia de la Teoría del Cierre Categorial entre teorías cerradas (en un campo de fenómenos operatorios y fisicalistas) y doctrinas envolventes de esas teorías». De este modo se comprende que la distinción entre doctrinas y teorías no es una distinción gratuita o ad hoc; es un procedimiento para poder incluir sistemáticamente a las concepciones espiritualistas o idealistas de la Nación.
El criterio que utilizaremos para distinguir doctrinas y teorías será el de inmanencia o trascendencia con respecto del campo. Según esto, las doctrinas desbordarían el contorno del campo y se encontrarían envolviendo al campo, en su entorno y las teorías se mantendrán en el interior del campo, en su dintorno. Y esto a pesar, de que en muchas ocasiones, estás teorías desborden el campo o se contraigan, de tal manera que se haga muy difícil distinguirlas de las doctrinas. Desde la Teoría del Cierre Categorial puede decirse que sólo cuando las teorías consiguen establecer cierres, pueden distinguirse con nitidez de las doctrinas, aun cuando estas teorías no sean científicas (también pueden establecerse cierres tecnológicos).
La Filosofía de la Nación reclama, por lo tanto, desde su génesis, estar envuelta por las doctrinas sobre la nación. Es más, es imposible que nazca sin ellas.
1. Doctrinas ilustradas
Dentro de las teorías y doctrinas ilustradas consideramos fundamentalmente las de la Ilustración francesa, Rousseau, Quesnay, Turgot, Voltaire, los enciclopedistas &c{16}.
Son las teorías que consideran a la nación producto de un pacto social entre los individuos que la componen. Un pacto previo el cual es el origen de la formación del Estado y en el que las personas que lo compondrán han de sumar todas sus voluntades para poder realizarlo. Es decir, la soberanía reside en los ciudadanos, y algunos autores como el mismo Rousseau, negarán incluso la posibilidad de la representación política, pues supondría la renuncia misma al ejercicio de la soberanía por parte del ciudadano. Desde este punto de vista cada ciudadano debe considerarse como «parte indivisible del todo».
2. Doctrinas románticas
Propias de Alemania, donde la historiografía estaba encaminada a justificar científicamente el proceso de unidad nacional, por ejemplo en Leopoldo Ranke (1795-1886). Para Ranke, son las ideas de los filósofos y los ideólogos las que constituyen el «motor de la historia»: la historia está conducida por las Ideas. Son las Ideas las que han provocado la Gran Revolución de 1789 (y esto sin perjuicio de que Ranke se manifestara precisamente en contra de esas Ideas).
Este romanticismo histórico es solidario del idealismo filosófico de Fichte:
«En primer lugar, no tiene duda que los límites primeros, originarios y verdaderamente naturales del Estado son sus límites internos. Todos los que hablan un mismo idioma… hállanse unidos entre sí desde el principio por un cúmulo de lazos invisibles, porque pueden comprenderse unos a otros y se comprenderán cada vez con mayor claridad formando, naturalmente, un todo homogéneo. Siendo así, le es imposible al Estado aceptar, de ningún otro pueblo, noción alguna de abolengo y de idioma diferente, sin perjudicarse a sí mismo y a su propia formación. De esos límites internos, constituidos por las propias fuerzas de la naturaleza espiritual humana, se originan luego los límites o fronteras materiales, de modo que los hombres no forman una nación porque vivan en este o el otro lado de una cadena de montañas o de un río, sino que viven juntos -- protegidos, si la suerte les ha favorecido hasta tal punto, por montes y ríos — porque primitivamente, y en virtud de las leyes naturales de orden superior, formaba ya un pueblo.
Así, la nación alemana, gracias a poseer un idioma y una manera de pensar comunes, hallábase suficientemente unida y se distinguía con claridad de los demás pueblos en la vieja Europa, constituyendo el muro de separación entre razas heterogéneas, bastante numerosa y esforzada para poder defender sus fronteras contra los ataques del extranjero, y bastándose a sí misma, inclinada naturalmente a no preocuparse de las naciones vecinas ni a mezclarse en los asuntos de éstas, y mucho menos a turbarlas o convertirlas en enemigas suyas.»{17}
Es decir, las teorías románticas o idealistas, son las que contribuyen a afirmar que es el «espíritu del pueblo» (Volkgeist) el que está detrás del principio de nacionalidad, actuando como una especie de fuerza de gravedad, que obligaría a los pueblos a formar Estados.
Al contrario que las ilustradas, la doctrina sobre la nación que desarrollarán los juristas alemanes tipo Gierke, Jellineck, &c., no será la de la soberanía personal imposible de delegar su poder en una representación parlamentaria, sino una visión organicista, en la que la nación es órgano del Estado.
3. Teorías centrípetas
El principio llamado de las nacionalidades tiene un doble procedimiento para actuar: unas veces se manifiesta por agregación de estados previamente constituidos y otras, por el contrario, por disgregación de los mismos. En el primero de estos supuestos, el que se tiene como vínculo de la nacionalidad, es decir, los rasgos culturales, morales, lingüísticos, &c., se presentan no sólo en un Estado, sino repartidos en varios, y el movimiento de agregación implica naturalmente desembarazarse de las ataduras con los diversos Estados en que aparecía repartida la nacionalidad y ofrecer, en cambio, asiento a un nuevo Estado que la abarque por completo. Tal es lo que sucedió, según estas teorías, por ejemplo, a la nacionalidad polaca y a las nacionalidades alemana e italiana antes de su integración en un solo Estado.
4. Teorías centrífugas
Por el contrario, un mismo Estado puede comprender en su territorio elementos heterogéneos en lo que se refiere a las nacionalidades que lo componen, y la acción del principio que examinamos se mostrará por disgregación como tendencia separatista o secesionista, buscando cada nación un Estado respectivo que la personifique. El ejemplo más común del efecto de este tipo de teorías centrífugas lo tenemos en el proceso de descomposición del Imperio Austrohúngaro.
5. Teorías y doctrinas sobre la nacionalidad en España: federalismo y nacionalismo periférico
En España las dos fuentes de las teorías sobre la nacionalidad en cuanto identificadas las nacionalidades con las naciones étnicas que tendrían derecho, en virtud de sus señas de identidad, a fundar un Estado bajo su forma de nación política son el nacionalismo periférico por un lado, tanto catalán como vasco, y las teorías federalistas de los liberales progresistas republicanos, paradigmáticamente Pi y Margall, con resabios anarquistas.
El nacionalismo periférico catalán, que se articuló políticamente en los últimos quince años del siglo XIX, tuvo un doble origen, uno de ellos federalista republicano, iniciado por Valentí Almirall, y otro carlista, liderado por Josep Torras i Bages. Este es el nacionalismo que cristalizó en torno a una serie de demandas que se concretaron en las llamadas Bases de Manresa de 1892. Es un nacionalismo centrífugo y romántico, que pretende en virtud de las señas de identidad de la lengua, sobre todo, recuperar un pasado mítico ahistórico.
El nacionalismo periférico vasco por su parte, presentó otros caracteres menos progresistas y marcadamente reaccionarios y racistas. Su ideología se concreta en la del Partido Nacionalista Vasco, PNV, fundado en 1895.
Ambos nacionalismos y todos los venideros, bebieron de las tesis federalistas de Pi y Margall y de la experiencia de la I República:
«Acabemos ya y fijemos el sentido de las palabras y el alcance de las ideas. Federación viene del nombre italiano foedus, que significa pacto, alianza. Para que la haya es indispensable que los que la celebren tengan capacidad para obligarse y sean por tanto libres, es decir, sui juris. La federación supone por lo tanto necesariamente igual y perfecta autonomía en los pueblos para componer las provincias; igual y perfecta autonomía en las provincias para constituir las naciones; igual y perfecta autonomía en las naciones para constituir imperios o repúblicas, latinas, europeas, continentales. Sin esto no hay federación posible: fuera de esto no hay más que el principio unitario. Los pueblos han de constituir la provincia y las provincias la nación: éste es el sistema.»{18}
Gustavo Bueno ha ofrecido una crítica a las tesis del federalismo de los actuales nacionalistas y progresistas de Izquierda Unida en su obra España no es un mito (2005) que recuerdan por la estructura del razonamiento a las que le dedicó Manuel de la Revilla a Pi y Margall desde las páginas de la Revista Crítica el 30 de marzo de 1877.
«La federación nunca ha sido otra cosa que un medio para llegar a la unidad, un procedimiento para formar grandes naciones; pero jamás se ha aplicado a la organización de nacionalidades ya constituidas. Por eso la federación entre ciudades no independientes o entre provincias que se hallan en el mismo caso, no tiene razón de ser ni se ha verificado nunca. Por eso cabe hablar de federación entre España y Portugal, o entre estas naciones, Italia y Francia; pero no entre las provincias, departamentos y ciudades de estos pueblos. En la época presente las ciudades no tienen el carácter de independencia política que tuvieron en otros tiempos; no son un todo independiente, sino partes de un todo superior que ellas no han constituido por pacto; y siendo así; no se explica a qué puede responder el sistema del Sr. Pí.
Hay, pues, que distinguir en el federalismo (y en el libro que nos ocupa por consiguiente), dos aspectos diversos. El federalismo, aplicado a la constitución de grandes nacionalidades, considerado como lazo de unión entre pueblos afines, es una necesidad de los tiempos; y cuanto se haga en su favor será un inestimable servicio prestado al progreso humano. El federalismo aplicado a la organización interior de naciones ya constituidas, es un fatal y peligroso absurdo.»{19}
V. Hacia una Filosofía de la Nación
El materialismo filosófico se despega de estas teorías y doctrinas y se enfrenta a ellas de modo radical, pues todas estas doctrinas tienen en común, por un lado el hecho de aceptar el metafísico principio de nacionalidad, y por otro, el pensar que son las ideologías fomentadas por filósofos e ideólogos, quienes determinaron la Revolución y las guerras napoleónicas.
Ya hemos visto que el principio de nacionalidad bebe de fuentes metafísicas, no históricas, y hemos visto también en lo que queda dicho principio después de aplicarle la vuelta del revés materialista: frente al «cada nación étnica, un Estado», oponemos el «cada Estado, una nación política», que es como realmente sucedió históricamente. Por otro lado, el materialismo filosófico rompe radicalmente con las teorías que afirman que la raíz de los cambios revolucionarios tienen su primer motor en las ideologías de teóricos y filosofantes, pues más bien encuentra en el desarrollo de determinadas teorías científicas y en la introducción de nuevos avances técnicos, la clave para entender el cambio en el modo de entender la racionalización del cuerpo de la sociedad política. Es decir, la revolución tiene otras raíces, más relacionadas con el desarrollo de las ciencias que con las ideologías, aun siendo estas importantísimas.
Esta es una de las mayores innovaciones, a nuestro juicio, de la Filosofía política materialista más actual: la idea de racionalización por holización tomada de diversos campos científicos (teoría celular, teoría cinética de los gases, &c.) y aplicada al desarrollo de las revoluciones burguesas. De hecho, las naciones políticas surgidas de estas revoluciones empezaron casi inmediatamente a aplicar las teorías fisiocráticas o de Smith y Ricardo (que empezaban a considerar productores y consumidores individuales, atómicos), es decir, las teorías surgidas en el campo de la Economía política, a la política económica real, con la intención de que nunca más el Rey soberano interviniera arbitrariamente en ésa misma política económica para impedir que se produjeran asuntos tales como la subida insufrible de los precios del grano y el pan en la Francia anterior a la Revolución o en la España de mediados de siglo XIX{20}, las crisis alimentarias de las décadas de los 40 ó 50. Las crisis financieras, bancarias, de la segunda mitad del siglo tienen otras explicaciones en las que no podemos entrar ahora.
La Idea de Nación política se acabó presentando ante los revolucionarios franceses y españoles como construcción interna imprescindible en el proceso revolucionario mismo. Necesitaron, por tanto, crear un concepto, en realidad una categoría política nueva, mediante la cual se pudiera definir esa realidad a la cual pretendían alcanzar, partiendo de un Estado y unas instituciones plenamente constituidas, en el interior de sus fronteras, mediante la resolución de sus miembros en sus átomos racionales, pero de tal suerte que la sociedad política reconstruida, lejos de quedar anegada «en la humanidad que la envuelve, pueda mantenerse en los límites de su «ámbito natural» (en rigor: de su ámbito histórico).
La categoría política que exige esa racionalización por holización, es precisamente la categoría que creó la Gran Revolución, la categoría que conocemos hoy como Nación política. Una categoría sobre la cual se cimentará toda la teoría política posterior hasta nuestros días.
«Tal como se expresará en la obra de Pascual Estanislao Manzini, Della nacionalita come fondamento del diritto delle genti (1861): «La humanidad es la asociación de las patrias.» Manzini ya había dicho que los hombres, reunidos por muchos lazos materiales «no formarán una Nación sin la unidad moral de un pensamiento común, de una idea predominante. Es el Pienso luego existo de los filósofos aplicado a la nacionalidad.»{21}
Fue la codeterminación que a la Francia revolucionaria opusieron las potencias exteriores, una presión que ponía en peligro la misma revolución en marcha, la que hacía imprescindible redefinir en el «conjunto de la humanidad», reconocida por la Declaración de los Derechos del Hombre, el recinto en el cual la Revolución estaba desplegándose realmente.
La Nación francesa se convirtió en el objetivo de la Revolución en el momento de la holización constructiva. Detener el proceso (holizador) cuando se llegó a la escala de la Nación, como paso previo imprescindible del proceso de una racionalización revolucionaria, un proceso que se había autodefinido casi desde el principio como universal en su Declaración de los derechos del Hombre, no fue, en cualquier caso, una decisión que pudiera haber resultado de un simple y discutible cálculo estratégico interno, de una voluntad, capaz de fijar la necesidad del dialelo a fin de poder proceder a la reconstrucción. Detenerse en la Nación, que de ese modo se creaba como categoría política, era el resultado del ataque objetivo a la Revolución de las fuerzas reaccionarias del Antiguo Régimen, que ponían en peligro los mismos resultados primeros de la holización. Este ataque demostraba que el dialelo estaba realizado por la interacción dinámica de las potencias exteriores y de la sociedad antigua del interior, por la conjugación de la dialéctica de clases y la de Estados. El dialelo quedaba realizado por el hecho mismo de la permanencia de Francia en el proceso de su transformación o metamorfosis desde su estado de Reino absoluto hasta su estado de Nación republicana.
«No puede por tanto, considerarse del todo casual, el hecho de que la proclamación de la Nación republicana y la victoria de Valmy tuvieran lugar ese mismo día, a saber, el día 20 de septiembre de 1792, en el que la monarquía francesa que había sido demolida de facto el 10 de agosto, fue sustituida por una República, alentada por una Asamblea Soberana que se llamó Convención. […]»{22}
La victoria del ejército republicano sobre las potencias extranjeras que representaban al Antiguo Régimen que se resistía a caer, es la que confirió realidad a la nueva categoría de la Nación política, que había sido acuñada por los diputados de la izquierda de la Asamblea revolucionaria y que había suscitado ya el espanto de los monárquicos.
A partir de este momento será ya imprescindible, en la teoría y en la realidad de los acontecimientos políticos ulteriores, plantear los problemas tomando como referencia la idea de Nación política; y será necesario no olvidar nunca que esta idea de nación política sólo pudo constituirse sobre un Estado previamente establecido: no fue la Nación (que no existía todavía como entidad política) la que dio lugar al Estado, sino que fue un Estado antiguo, establecido durante siglos, el que pudo transformarse en Nación política.
La Nación política no quiso, por tanto, ser la recuperación de alguna entidad o identidad pretérita, histórica o prehistórica (que es lo que pretenden ser tantas nacionalidades de nuestro presente), sino todo lo contrario, porque la Nación política, en estado constituyente, se concibe como una entidad nueva, revolucionaria.
El principio de nacionalidad que ya hemos tratado y que Mancini formularía años después «Cada nación, un Estado», constituye puro idealismo; la fórmula que la Revolución francesa impuso al curso real de la historia no fue la de Mancini. De la misma manera que el cogito, no precede al sum. Por mucho que se empeñaran Descartes o Mancini
Se impone, por lo tanto, la necesidad de formular una Filosofía de la Nación que nos aclare si quiera mínimamente esta confusión, esta mezcolanza doctrinal que hemos mostrado en el primer capítulo.
Como ha señalado Gustavo Bueno{23}, el término nación es un análogo de atribución cuyo despliegue en sucesivos modos cabe equiparar al desarrollo de los modos de un unívoco: Universal que se despliega en tres géneros que a su vez tienen diferentes especies y que se presuponen unos a otros a partir del primero:
La confusión entre nación histórica y nación política sería un anacronismo porque la nación política es un género o modo de nación que aparece con el proceso de holización política que se inició en la Revolución francesa y no antes.
Ahora bien, si como dijimos más arriba, la nacionalidad es el vínculo que surge como consecuencia de una formación nacional, es decir, es una relación entre la forma-nación del Estado de referencia y los individuos que lo componen y a la cual pertenecen, según haya sido producida la nación en la historia, así será aquel vínculo. Es decir, en su sentido político, sólo hay una nacionalidad en España, la nacionalidad española que es la relación que establece la Nación política España con los individuos que la componen en sentido atómico. De esta forma, en este primer modo, el concepto de la nacionalidad política prácticamente se recorta a la misma escala y se superpone con el de Ciudadanía.
Sin embargo, si consideramos la relación existente entre la nación en sentido étnico y los individuos que la componen, volvemos a una confusión análoga a la confusión entre nación étnica, histórica y política. Sin embargo, la nacionalidad gitana, por ejemplo, ya no será una relación entre la nación gitana, en su sentido político, y los individuos que la componen, puesto que tal nación no existe más que en un sentido étnico o biológico, racial, grupal o tribal (de ahí que los gitanos, con su vieja sabiduría mundana, se llamen entre sí "primos", o los negros de Harlem "hermanos", y no "ciudadanos"). En el caso de las llamada "nacionalidades históricas" de nuestra constitución de 1978, que bajo nuestro punto de vista, son naciones étnicas (y quizá esto sería concederles demasiado, pues como ha señalado Gustavo Bueno en repetidas ocasionnes: ¿acaso no está llena Cataluña de andaluces, manchegos o murcianos que componen más de la mitad de su población?), que sencillamente, pretenden fraccionarse de la nación política canónica, para formar un Estado en virtud del metafísico principio de nacionalidad que ya expusimos, la nacionalidad se correspondería (como relación entre nación étnica e individuo que la compone), con el concepto de paisano o vecino de una determinada región, pero en principio, sin matices políticos: es el caso, por poner un ejemplo actual, de la formación política "Ciudadanos de Cataluña", la cual si se refiere al concepto de ciudadanía o nacionalidad, estaría confundiendo a Cataluña con una nación política y si lo que quiere denotar es "habitantes de Cataluña" debería sustituirlo, para hablar con más propiedad por "paisanos de Cataluña", los cuales no tienen más nacionalidad (en su sentido político), y por ende ciudadanía que la Española.
Este desarrollo nos permite acercarnos desde una perspectiva etic al material presentado en la primera parte, ofreciéndonos una herramienta para situar críticamente las posiciones ideológicas, políticas y filosóficas que están actuando en el proceso mismo de la formación de la nación política española que hemos observado en el primer capítulo.
Desde este punto de vista aparecen ya nítidamente las posiciones. Los liberales, integrantes de la segunda generación de izquierda, son los agentes que defienden la idea de definir España como una nación política, es decir, de ciudadanos libres e iguales mientras que las fuerzas serviles, reaccionarias, estarían por el mantenimiento de la nación histórica, la monarquía hispánica dividida según la racionalidad anatómica, en diferentes estamentos. Los federalistas y nacionalistas periféricos de la segunda mitad del siglo XIX estarían abogando, los primeros de forma ingenua (pues nunca cuestionaron in recto la soberanía nacional. Los federalistas, como muestra su proyecto de constitución, sólo consideraron una soberanía, no una absurda por imposible nación política de naciones pollíticas: lo que era absurdo en su caso era el mismo federalismo, que implicaba una desunión que de hecho no existía ¿Cómo federar lo que ya estaba unido?) Y los segundos, con absoluto conocimiento de causa, por la nación fraccionaria.
APÉNDICE
Nación y nacionalidad en el diccionario de la RAE
Este desarrollo que ofrece Gustavo Bueno, puede servirnos también para analizar las diferentes acepciones que van figurando en las entradas nación y nacionalidad en el diccionario de la Real Academia, a través de sus sucesivas ediciones, observar con otros ojos y pudiendo sacar conclusiones totalmente inesperadas en principio o si usamos otros sistemas.
En su edición de 1791, el diccionario nos ofrece las siguientes definiciones{24} de nación y nacionalidad:
En estas definiciones destaca el hecho de que como primera acepción el diccionario sitúa a la nación biológica, siendo la segunda y la tercera acepciones que tienen mucho más que ver con las especies de la nación étnica.
En la edición de 1803 se introduce un cambio{25}:
En la última acepción de nación se ofrece una acepción que ofrece estrechos paralelismos con la nación integrada. Por lo demás todo sigue igual, repitiéndose machaconamente las definiciones y las acepciones a lo largo de la edición de 1817, 1822, 1837, 1843 y 1852.
En la edición de 1869 encontramos grandes cambios{26}, sin duda propiciados por los acontecimientos políticos inmediatamente anteriores:
Aunque sigue siendo la acepción biológica la primera de la definición, vemos aparecer en la segunda, la acepción política de la nación: la nación identificada como forma del Estado, como forma del cuerpo de la sociedad política.
Por su parte, el término nacionalidad nos ofrece un cambio total. Ahora se nos aparece desdoblado en los dos sentidos que le dimos en el trabajo, el primero, un sentido étnico, histórico, basado en el «carácter de los pueblos», que son capaces de formar «Estados independientes». La segunda es una acepción política, la que definimos anteriormente como relación entre el individuo y el Estado, y que figura en los códigos civiles y constituciones: la manera de adquirir o perder nacionalidad &c.
Parece imposible, al advertir el enorme cambio producido en este intervalo, no pensar que detrás de estas modificaciones se encuentran el principio de nacionalidad manciniano y las tesis republicano-federalistas de la I República española. Las nacionalidades de Pi y Margall, equivalentes a estados cantonales en el proyecto de constitución republicano, aparecen aquí funcionando a todo vapor y siendo incorporadas al acervo común del idioma en virtud del progresismo liberal ascendente y triunfante en la septembrina (en algunos casos lindante, por lógica material, por la misma dialéctica entre las generaciones de izquierda en la que unas generaciones vienen de otras, estando a la vez enfrentadas a muerte, lindante decimos, este progresismo liberal republicano federal, con el primer anarquismo de corte proudhoninano).
En la edición de 1884{27} observamos otro cambio notable:
Mientras que nacionalidad se mantiene, identificada con los pueblos que forman un estado independiente (¿independiente de quién? Suponemos que de la nación política que alberga a esos "pueblos") en nación observamos un cambio de orden. Se ha situado como primera acepción la política, la étnica, con diferentes matices, históricos o integrados se mantiene y la nación biológica baja en el orden del diccionario, comenzando a perder su inicial prestigio.
En la última edición del siglo XIX[28], la de 1899, volvemos a encontrar algun cambio significativo:
En la primera acepción de la entrada nación desaparece la palabra Estado e introduce la más ambigua país. Cabe relacionar estos cambios con la perdida de prestigio del progresismo republicano y el auge del liberalismo conservador.
Notas
{1} Desde las coordenadas del materialismo filosófico, el término "izquierda política" no es unívoco, sino análogo. Esto significa que se aplica a realidades distintas con sentidos diferentes, sin perjuicio de las conexiones existentes entre ellos. La izquierda, como género plotiniano, carece de unidad sustancialista. Las izquierdas son diversas corrientes políticas, algunas de ellas incompatibles entre sí, que han seguido sus cursos evolutivos a partir de un "primer género generador" (la izquierda revolucionaria francesa enfrentada a los privilegios del Antiguo Régimen en 1789). En su nacimiento, las prácticas de la izquierda están asociadas a un proceso de racionalización política, llamada holización, consistente en una homogeneización de la sociedad orientada hacia su transformación en una nación de ciudadanos (es decir, de individuos iguales entre sí). Por consiguiente, la nación política constituye el ámbito en el que se ha establecido la distinción derecha/izquierda, por lo que aplicar dicha distinción a contextos históricos anteriores a los de la formación la nación moderna implica cometer necesariamente un anacronismo.
Si entendemos la izquierda como una Idea funcional, su característica genérica y abstracta es el racionalismo universalista, característica que la hace incompatible con cualquier proyecto político fundado en principios revelados o en particularismos de raza, etnia o clase. Los valores de la "función izquierda" adquieren un sentido político concreto en la medida en que se aplique la característica a determinados campos de variables políticas con sus correspondientes parámetros (considerando como primer parámetro a la "nación política" enemiga del Antiguo Régimen).
Dada entonces la pluralidad de la izquierda, procederemos a agrupar sus diferentes corrientes atendiendo a un criterio estrictamente político, a saber, su posicionamiento definido con respecto al Estado. Así, pues, distinguiremos entre las generaciones de las izquierdas definidas y las corrientes de las izquierdas indefinidas. La primera generación de las izquierdas definidas corresponde a la izquierda radical (la izquierda revolucionaria francesa). La segunda, a la izquierda liberal. La tercera, a la izquierda libertaria. La cuarta, a la izquierda socialdemócrata. La quinta, a la izquierda comunista. Y la sexta, a la izquierda asiática (la vinculada al maoísmo). Con respecto a las corrientes de las izquierdas indefinidas, podemos distinguir entre la izquierda extravagante, la izquierda divagante y la izquierda fundamentalista.
{2} Pérez Villamil, J.. «Carta sobre el modo de establecer el Consejo de regencia del reino con arreglo a nuestra Constitución». Madrid, 1808. en Quatro verdades..., pp. 37-39.
{3} Diccionario crítico burlesco, Cádiz, 1812, pp. 122-123 de la ed. de B. José Gallardo. Madrid. 1822.
{4} Marx, C. New York Daily Tribune 27-10-1854.
{5} Gustavo Bueno, El mito de la izquierda, Ediciones B, Barcelona, 2003, pp. 176-178.
{6} Así lo expresa Rafael Vélez en su Preservativo contra la irreligión:
«Quisiera que los gloriosos días de nuestra insurrección jamás se olvidasen por los españoles. ¡Qué devoción, qué piedad. qué religión! Hablo lo que vi: publicistas, sabios, políticos, filósofos, que zaherís los ministros del Santuario y que pretendéis reformar los abusos de la religión, traed a la memória los felices días de nuestra revolución. ¿Queréis saber de qué sirven los regulares? Presentaos en Sevilla, en Ecija, en Córdoba, y veréis alarmadas todas las ciudades por los eclesiásticos. Entrad en los templos, movidos sus habitantes por los sacerdotes, sacar las imágenes, llevarlas por las calles, gritar en altas voces: ¡María Santísima, viva Jesucristo, viva su fe, su religión, viva Fernando VII, mueran los franceses!... Las funciones de Iglesia se multiplican, los sermones son diarios, las confesiones son más frecuentes. Los soldados ponen en sus sombreros los retratos de la Virgen; en sus pechos se dejan ver los escapularios; caminan alegres, no como soldados, sino como una gran cruzada, en la que muriendo, el cielo va a premiar sus trabajos. El militar se hizo hermano del religioso; el oficial aun de la mayor graduación, venera al ministro de la Religión, le honra con política y en cierto modo satisface el desprecio con que antes le miraba, seducido por la nueva ilustración. La España parecía una gran cruzada en que todos se arman por defender la religión de Jesucristo.
(...) Algunos españoles incautos, es verdad, se han dejado seducir por la astuta Filosofía y halagados con las aparentes luces de reforma e Ilustración y tiran a destruirte, aunque sin pensar. ¡Oh religión amable...! ¡Oh, dulce religión! Ellos desaparecerán en el momento que los franceses dejen de reinar: ellos huirán pavorosos más allá de los Pirineos o retractarán sus doctrinas o se ocultarán tímidos (avergonzados de haberse valido de la agresión francesa para publicar sus errores y aumentar nuestros males) luego que venzamos a los que han causado esta escandalosa mutación. El español siempre te adorará; el español es tu más fiel hijo; el español dará su vida por defenderte.» P. Vélez, Preservativo contra la irreligión, o los planes de la Filosofía contra la religión y el Estado, pp. 116-118 de la 4. ed. Madrid. 1813.
{7} Francisco de Alvarado. Cartas Inéditas, Ed. de E. Gonzalez Blanco, Madrid, 1915, «Carta XI al Sr. Licenciado don Fco. Gómez Fernández», 14 de febrero de 1811, pp. 213-215.
{8} Canga Argüelles, J., Reflexiones sociales o idea para la Constitución española que un patriota ofrece a los representantes de Cortes. Valencia. 1811. pp. 1, 8, 25-26, 29.
{9} Colón, José Joaquín, España vindicada en sus clases y autoridades (1811). pp. 36-37 de la 2. ed.. Madrid. 1814.
{10} «Examinando, pues, más de cerca la Constitución de 1812, llegamos a la conclusión de que, lejos de ser una copia servil de la Constitución francesa de 1791, era un producto original de la vida intelectual española que resucitaba las antiguas instituciones nacionales, introducía las reformas reclamadas abiertamente por los escritores y estadistas más eminentes del siglo XVIII y hacia inevitables concesiones a los prejuicios del pueblo.» Marx, New York Daily Tribune, 24-11-1854.
{11} En este cuadro de tensiones, el 9 de enero de 1813, Agustín Argüelles explica ante las Cortes la necesidad de suprimir la Inquisición:
«Yo renuncio a vivir en un país que deja la administración de la justicia en los puntos de que conoce la Inquisición al arbitrio de hombres que juzgan en el secreto, sin más regla que su discreción, sus luces y su moralidad. No me quejo yo de los inquisidores. Nada he tenido jamás que ver con este Tribunal. A lo menos que yo sepa, y aun conozco personas muy justas, ilustradas y benéficas, entre otras, un digno individuo de la Suprema que hoy está en Cádiz, que han atenuado en lo que podían el rigor de este establecimiento. Mas cabalmente este proceder arbitrario es una de las más fuertes razones que hacen urgentísima su abolición. Los reglamentos inquisitorios hacen estremecer a todo el que los lea; el extracto que hace de ellos la comisión para formar el cotejo con las disposiciones constitucionales en el proceso criminal excusa cuanto yo pudiera decir en este punto. En ellos están violadas todas las reglas de la justicia universal» Actas de las Cortes de Cádiz, pp. 1072-1073 del tomo II de la Antología editada por E. Tierno Galván. Madrid, 1964.
{12} El Huracán, Madrid, 17 de diciembre de 1840.
{13} Benito García de los Santos, Vida de Balmes, extracto y análisis de sus obras , Madrid 1848, pp. 29-30
{14} Mancini, P.E. Sobre la nacionalidad, Tecnos, Madrid, 1985
{15} Véase de Bueno, G. El mito de la Cultura, Prensa Ibérica, Barcelona, 1996
{16} En materia de pensamiento político, J. Locke elaboró toda una teoría sobre el Estado, sobre la base de su experiencia durante la revolución inglesa de 1688, que iba a tener gran repercusión en el continente. Sus ideas básicas eran:
a) El derecho a la propiedad es un derecho tan natural al hombre como la energía física de su cuerpo. El derecho a la propiedad es, por tanto, anterior a cualquier tipo de gobierno, que, por supuesto, no tiene autoridad moral para limitarlo. La propiedad es el derecho más importante del individuo y los demás derechos natura les los concibió considerándolos también atributos del individuo nacidos con él.
b) La función básica de los gobiernos debe consistir en la defensa de los derechos «naturales» del individuo. De hecho, el poder del Gobierno es tan sólo una delegación que cada individuo ha hecho de su propio poder «en manos de la comunidad». Los hombres se unen en sociedad y forman Estado a través de un «pacto original», pero el mal uso del poder estatal que el Gobierno puede hacer, intentando aplastar los derechos naturales. invalida moralmente la legalidad de dicho gobierno.
c) En materia de religión era partidario de la tolerancia mutua de las confesiones (excepto para los ateos) y abogaba por la separación de la Iglesia y el Estado. Sus doctrinas deístas le llevaron a negar todos los dogmas que fueran «superiores a la razón».
{17} Fichte, Discursos a la nación alemana (1807), en M. Artola, Textos fundamentales para la Historia, «Revista de Occidente», Madrid, 1975, pág 563
{18} Pi y Margall, La Federación, Madrid, 1880, p. 143.
{19} Manuel de la Revilla, Revista Crítica, 30 de marzo de 1877
{20} Sobre el precio del pan en todo el siglo XIX en España, puede consultarse el libro de Nicolás Sánchez Albornoz, España hace un siglo: una economía dual, Alianza Universidad, Madrid, 1988.
{21} Gustavo Bueno, El mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona, 2003, p. 128
{22} Ibíd. p. 130
{23} Gustavo Bueno, España no es un mito, Temas de hoy, Madrid, 2005, pp. 81-124
{24} Diccionario de la RAE, 1791, p. 584
{25} Diccionario de la RAE, 1803, p. 577
{26} Diccionario de la RAE, 1869, p. 531
{27} Diccionario de la RAE, 1884, p. 731
{28} Diccionario de la RAE, 1899, p.686
Bibliografía
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- Bueno, G. España no es un mito, Temas de hoy, Madrid, 2005.
- Bueno, G. El mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona, 2003.
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