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El Catoblepas, número 150, agosto 2014
  El Catoblepasnúmero 150 • agosto 2014 • página 2
Rasguños

Cultura y contracultura

Gustavo Bueno

La Idea de Cultura mantiene su pleno vigor mítico como idea fuerza que envuelve ideologías armonistas y pacifistas o de alianza entre civilizaciones y de atención las secreciones culturales que se constatan en todos los pueblos… pero la propia idea mítica de Cultura envuelve las contraculturas que contradicen tales ideologías armonistas y aliancistas.

Cultura y contracultura

1. Culturas como realidades constituidas y como realidades en estado constituyente

No hablamos aquí de «cultura» o de «contracultura» en lo que tengan de realidades ontológicas ya constituidas (o «cristalizadas» como instituciones objetivas). Realidades que pueden ser confrontadas desde perspectivas «internas al todo cultural» o bien con otras realidades consideradas como no culturales, o como preculturales (como pueda serlo la «Naturaleza», en el sentido cósmico, o el «Reino de la Gracia», en su sentido teológico).

La perspectiva interna al «todo cultural» comprende tanto a la confrontación de las «partes transversales» de una misma «esfera o círculo cultural» (por ejemplo, la confrontación entre las instituciones políticas, religiosas o musicales de la cultura cristiana medieval) como también la confrontación de las diversas «esferas o círculos culturales», sobre todo en los casos en los cuales estas esferas o círculos entran en contacto.

En efecto, cuando la cultura se considera como denominación de un concepto clase plural, cuyos «elementos» sean, por ejemplo, la cultura mesopotámica, la cultura egipcia faraónica, la cultura helenística, la cultura maya…, entonces la confrontación de una cultura dada con otras culturas a las cuales eventualmente puede tratar de sustituir, puede asumir el papel de una contracultura. La «cultura hispánica» de los siglos XVI al XVIII podría considerarse como una contracultura respecto de las culturas indígenas americanas, o recíprocamente, las culturas maya, aymara, azteca, &c., se mostrarán a veces como contraculturas de la cultura hispánica.

Hablamos de culturas o de contraculturas, en lo que puedan tener de realidades constituyentes, pero en sentido operatorio, es decir, como proyectos, hojas de ruta o programas (asumidos por sujetos operatorios o por grupos organizados de sujetos) orientados, desde una perspectiva práctica a la instauración de determinadas instituciones culturales en sujetos o bien no definidos culturalmente (como puedan serlo los niños que pasan de su casa familiar a las instituciones preescolares, o a las escuelas de las instituciones pedagógicas preparadas al efecto) o bien a sujetos definidos culturalmente (como puedan serlo quienes pertenecen a culturas étnicas, respecto de sus colonizadores, incluso a grupos pertenecientes a culturas étnicas que entran en una sociedad preparada para recibirles como inmigrantes). En estos casos la cultura de la sociedad receptora desempeña el papel de contracultura respecto de la cultura de estos inmigrantes, puesto que ellos deben abandonar sus costumbres (rituales medicinales, ablaciones del clítoris, indumentaria, incluso su idioma) para sustituirlos por los de la sociedad receptora. Las instituciones de acogida (sanitarias, escolares…) no pueden confundirse con las instituciones orientadas a curar o a educar a los niños preescolares, en la medida en que estos puedan considerarse, ante todo, como «Naturaleza» culturalmente neutra.

La línea divisoria entre el tratamiento ontológico de las culturas ya constituidas y el tratamiento práctico de las culturas en proceso de constitución o de expansión, sólo se dibuja de un modo claro y distinto cuando la perspectiva práctica va referida a los procesos «en marcha» del presente (respecto de un futuro inmediato, como es el caso de la aculturación reglada de inmigrantes africanos en países europeos). Sin embargo, esta distinción entre el análisis ontológico de las culturas constituidas y de las culturas constituyentes, se aplica también al pretérito, por ejemplo, a los procesos de «romanización» de los bárbaros germanos que fueron entrando en el imperio siglos antes de las invasiones de los siglos V y VI de nuestra era.

En cualquier caso, es una parte de la «cultura» o una «contracultura», en su sentido práctico-operatorio -la que venimos llamando cultura circunscrita-, la que se pone en mano de los educadores, de los gestores culturales, de los ministerios de cultura, de las consejerías de cultura o incluso en el campo de la hacienda pública (el «IVA cultural», por ejemplo). La «cultura circunscrita» hay que reducirla a un porcentaje, comparativamente muy pequeño, respecto del «todo complejo». Es evaluada a veces por los economistas en un 5% o un 10% del PIB. La llamamos «cultura circunscrita» porque ha sido circunscrita, en el conjunto del «todo complejo», por los propios Ministerios de Cultura, que dejan de lado a otros dominios de la cultura como «todo complejo» (en expresión de Tylor), como pudieran serlo la Agricultura, el Ejército, la Administración pública, la propia organización jurídica del Estado (dominios que se toman en cuenta, sin embargo, por los antropólogos culturales, cuando describen una esfera cultural definida). La cultura circunscrita (seleccionada por las instituciones que se atribuyen el cuidado de la cultura) tiene como contenidos principales a las artes liberales, en cuanto contradistintas a las tradicionalmente consideradas como artes serviles (tales como la agricultura, las tecnologías mecánicas, &c.). En cualquier caso, no es nada clara la línea divisoria entre ambos tipos de arte, por cuanto muchos dominios de la cultura objetiva, del todo complejo (por ejemplo, el dominio de la arquitectura), involucra a la vez la condición de arte liberal y de arte servil.

2. Tipos de culturas objetivas envolventes de los sujetos operatorios y según los tipos de estos sujetos

Ahora bien, las culturas en sentido objetivo, o, en su caso, las civilizaciones, se consideran como realidades dadas ya constituidas (aunque el mantenimiento en su existencia implique siempre una incesante actividad constituyente). Estas culturas están diferenciadas unas de otras, sobre todo en la medida en la que están dotadas de una capacidad normativa sobre los individuos que interactúan en ellas y entre ellas. De este modo, las culturas (o las contraculturas) asumen una coloración de algún modo conformadora (y aún coactiva) sobre los individuos, o los grupos de individuos. Cuando esta coloración no se tiene en cuenta (acaso porque se trata de culturas o de civilizaciones pretéritas o ya extinguidas), entonces, la consideración de esas culturas o civilizaciones será más bien descriptiva que normativa o, si se prefiere, «descriptiva de normas».

Por último, si atendemos a los tipos generalísimos de individuos que actúan en el ámbito de una cultura o de una civilización, las culturas de las que en nuestros días se habla comúnmente pueden clasificarse en tres grupos, según que los sujetos sean considerados como sujetos humanos, o bien como sujetos animales linneanos, o bien como sujetos animales no linneanos (supuesto que existan animales que queden fuera de las especies, géneros, familias, órdenes, &c., establecidos en principio por Linneo).

Quienes estudian o hablan de las culturas cuyos sujetos son humanos, es decir, de las culturas en sentido antropológico, son los antropólogos culturales; quienes estudian o hablan de las culturas de los animales linneanos son los etólogos (la Etología es una disciplina científica muy reciente, de algún modo «consagrada» en el año 1973 a raíz de la concesión del premio Nobel a von Frisch, Lorenz y Tinbergen); por último, quienes hablan, aunque todavía no puedan estudiarlas, de las culturas de los animales no linneanos (supuesto que existan), son los autodenominados «exobiólogos», pero sobre todo los escritores de ciencia ficción, los guionistas de películas de extraterrestres, es decir, como quienes hablan de culturas alienígenas. Subrayamos cómo que el concepto de «animales no linneanos» permite tratar filosóficamente de cuestiones teológicas que antes excedían a la filosofía (como pudieran serlo las cuestiones sobre los démones o sobre los dioses olímpicos, planteadas por teólogos, poetas o filósofos antiguos).

Por supuesto, quienes se interesan por las culturas etológicas mantienen intensos debates (sobre todo en el momento de trazar las líneas de frontera) con los antropólogos culturales. Debates que llegan a su máximo de intensidad cuando quienes discuten son los etólogos o los antropólogos con los «alienólogos», a quienes llegar a negar la existencia misma de su campo de investigación. (Podríamos decir que la Exobiología, como disciplina, se parece a la Teología escolástica en que tiene que comenzar, en cuanto «disciplina científica», por la «demostración de su objeto de estudio».)

Los alienólogos reaccionan tratando de probar que las culturas humanas actuales no lo son propiamente en su génesis, puesto que habrían sido determinadas por civilizaciones extraterrestres. Los «antiguos astronautas» visitantes de la Tierra, y no a título de «hombres flotantes» (en el sentido de Avicena), sino instalados en vehículos adecuados, «naves espaciales» que habrían sido percibidas por los hombres de la Tierra como «objetos voladores no identificados». Estos astronautas habrían creado (según la tesis de Erich von Däniken, Recuerdos del futuro, 1968) nuestras culturas, las culturas que llamamos antropológicas.

En cualquier caso, podríamos aplicar a las interacciones entre estos diversos tipos de culturas la idea de «contracultura». Los santos del Yermo del siglo IV (como San Simón el Estilita o San Pajón, por ejemplo) eran emigrantes que huían de las ciudades del Imperio hacia los desiertos de Nitria, con objeto de sustituir la cultura grecorromana (que consideraban corrupta) por una vida cristiana, apostólica, entendida a su modo, es decir, según una «nueva cultura». Podemos decir, en efecto, que los santos del Yermo de los que nos habló Paladio, en su Historia Lausiaca, constituyeron una contracultura (respecto de la cultura clásica) que tuvo una gran influencia en las sociedades cristianas postimperiales, por ejemplo a través de los benedictinos (cambios de indumentaria, de costumbres, de cultivos, &c.). Los cínicos, como escuela, podrían considerarse como precursores de la contracultura de los santos del Yermo; los cínicos se presentan como una escuela de sabiduría no propiamente religiosa, sino orientada a triturar la cultura urbana de las ciudades helenísticas. El epicureísmo también tuvo mucho de contracultura clásica.

Y para citar ejemplos recientes, podremos referirnos a la llamada «nueva cocina», que ha llegado a tener ya una cátedra de «cultura gastronómica» (la Cátedra Ferran Adrià de una universidad de Madrid), y que desempeña también el papel de un «programa contracultural», respecto de la gastronomía tradicional, en un proceso de sustitución gradual (parcial y, en el límite, total) de la cultura culinaria establecida. De este modo la tortilla española de patata (sustituida en la época de la «francesada» por las tortillas francesas o tortillas con solo huevos, cocinadas por soldados que no disponían de patatas) está llamada ahora a desaparecer como práctica cultural grosera, no sustituida por la «tortilla francesa», sino por la llamada «tortilla de patata deconstruida», para consumo de unas élites que por otra parte ni siquiera tienen necesidad de leer a Deleuze. La «nueva cocina» toma así una figura similar a la de una vanguardia estética (como pudo serlo en su tiempo el surrealismo o el cubismo), llamada a sustituir a las formas académicas. Y no porque las obras de las vanguardias pasen a formar parte del patrimonio del Museo (y, por tanto, dejen de ser contraculturales, al ser integradas de pleno derecho en la cultura oficial) tenemos por qué olvidar los componentes contraculturales que las vanguardias tuvieron en su génesis, una vez que éstas ya han sido incorporadas a la historia de la pintura o de la escultura.

3. La idea de cultura como idea neutra y como idea fuerza

En cualquier caso, cabe afirmar que la idea de cultura, de ser una idea «neutra», o meramente descriptiva, asume el aspecto de una idea fuerza cuando, referida a una cultura o civilización dada se la considera como idea normativa. Y, muy especialmente, cuando en el enfrentamiento con estas otras culturas, asume una función reivindicativa cuyos mecanismos habrá que establecer en cada caso. Esto se aplica también obviamente a las contraculturas, siempre que las entendamos como episodios del conflicto de unas culturas con otras. A veces como el conflicto de realidades que ni siquiera se consideran como culturales, sino como realidades praeterculturales (como pretenden serlo la «Naturaleza», la «Historia» o «Dios»).

Así, por ejemplo, la Idea de cultura humana, en general, se convierte en una idea fuerza cuando se utiliza reivindicativamente —por ejemplo, desde el «humanismo»— para dar cuenta de la «dignidad del hombre» frente a la Naturaleza, frente a los animales (linneanos) y aún frente al Dios de las religiones positivas.

Se repite, una y otra vez, que la ciencia y la filosofía modernas se han comportado como si buscasen remover al hombre del trono en el cual la religión, sobre todo la cristiana, le habría atribuido, a título de Hijo de Dios, o a título de Dios mismo, encarnado como Segunda Persona de la Santísima Trinidad en Cristo, a la vez Dios y hombre. Una persona que vivió en un determinado lugar del planeta Tierra, que se concebía situado en el centro del Universo.

Copérnico, al «desplazar» a la Tierra del lugar central, en el que puso al Sol, habría iniciado, acaso sin quererlo, el destronamiento del hombre. Porque, de ocupar el centro del universo, el hombre pasó a ocupar un planeta entre los millones de planetas o de estrellas que pululaban en un firmamento infinito. Darwin —se sigue diciendo— al enfrentarse con la doctrina tradicional, según la cual el hombre habría sido creado por Dios en un paraíso envuelto por la Gracia santificante, afirmando que procedía de la transformación de algún primate, habría contribuido a destronar al hombre del puesto privilegiado que la religión cristiana le atribuía (y que se había mantenido en el espiritualismo que alienta entre los empiristas ingleses, Locke o Hume, de los que ha hablado largamente Daniel Dennett en su conocido libro La peligrosa idea de Darwin). Lo que Darwin había demostrado es que el hombre es un primate más entre los otros primates. Más aún, algunos biólogos, anteriores a la Segunda Guerra Mundial (como el anatomista holandés Bolk) habrían dado un paso adelante en este proceso de degradación del hombre defendiendo la tesis de que el hombre no sólo procedía de algún primate, sino de un primate enfermo, degenerado, embrionario (neoténico), que habría necesitado de una ortopedia sustitutoria de sus déficits para suplir sus carencias de garras, aletas o alas, por puñales, barcos o aviones. El hombre sería un paso en falso de la evolución. Paso en falso compensado principalmente por una ortopedia a la que llamamos «cultura».

4. La idea de cultura como idea reivindicativa

Se comprende que la cultura humana, transformada en idea fuerza, surgiese en el seno de los movimientos reivindicativos propios del humanismo, sin por eso verse obligados a acogerse al credo espiritualista de las iglesias cristianas o al zoologismo científico de los primeros darwinistas o de los etólogos después.

Las culturas, como ideas fuerza, habrían aparecido como la idea de un Reino del Hombre sustitutivo del Reino de la Gracia. Por ello, lo que de algún modo cabría sospechar, es que la Idea de Cultura, como idea fuerza, tal como fue organizada a finales del siglo XVIII por la filosofía alemana (Hegel, Fichte) tomó su impulso reivindicativo del enfrentamiento de la Alemania reformada contra la Iglesia católica. Enfrentamiento que se habría mantenido muy transformado en el movimiento Kulturkampf, o lucha por la cultura, promovido por el canciller Bismarck hacia 1870. Todavía E. Cassirer, recién acabada la Segunda Guerra Mundial, publicó su Antropología filosófica en la que definía al hombre como «animal cultural», sin tener en cuenta, desde luego, el Reino de la Gracia, ni, menos aún, las supuestas culturas extraterrestres, y ni siquiera las culturas animales de los etólogos. La cultura sería el «Patrimonio de la Humanidad» del que años después hablará la UNESCO. La cultura sería, según Cassirer, la forma de expresión que tienen los hombres, como entes espirituales, para comunicarse entre sí.

Entre las instituciones creadas después de la Segunda Guerra, fue la UNESCO, sin duda, la que asumió principalmente esta idea espiritualista de la cultura (e incluso llegó a acuñar el concepto espiritualista de «patrimonio inmaterial de la humanidad», en el que incluye, sin embargo, contenidos tan corpóreos como puedan serlo los silvos de los pastores canarios o las danzas de giróvagos turcos). En el artículo primero de su Declaración de principios de cooperación cultural, la UNESCO dice: «1. Toda cultura tiene una dignidad y un valor que debe ser respetado y protegido. 2. Todo pueblo tiene el derecho y el deber de desarrollar su cultura…»

Estos artículos de la UNESCO asumieron, desde luego, la idea política del «Estado de cultura», inventado por Fichte, según el cual, la misión del Estado era no ya mantener el orden entre los ciudadanos (el Estado gendarme), ni tampoco velar por la satisfacción de las necesidades basales (Estado de bienestar), sino garantizar el sostenimiento y promoción de la cultura de cada pueblo, en cuanto Estado de Cultura. A cada pueblo o a cada Nación, con una cultura propia, se le reconoce «el derecho y el deber» de constituirse como Estado político soberano.

Acogiéndose a este principio (reformulado ya en el siglo XIX por Pascual Mancini, como Cogito ergo sum de la ciencia política) muchos pueblos o naciones étnicas reivindicaron sus culturas nativas, juntamente con la reivindicación de un Estado político propio. En los siglos XX y XXI este proceso de reivindicación política resurgirá en la forma de los «nacionalismos fraccionarios». La «cultura catalana», por ejemplo, se reivindicará como distinta y separable de la «cultura española», reclamando por tanto un Estado independiente. Otro tanto hará la llamada «cultura vascongada» o la «cultura gallega», por no hablar de la «cultura extremeña» o de la «cultura pasiega».

Otros muchos frentes reivindicativos se abrirán a la idea de cultura en su condición de idea fuerza movilizada. En los años de la revolución de octubre de 1918, en pleno dominio de la ideología de la lucha de clases, se enfrentaron los defensores de la llamada «cultura proletaria» con los defensores de la llamada «cultura burguesa». O bien, se enfrentarán los defensores de las culturas nacionales con los defensores del «internacionalismo cultural comunista», tendente a considerar a las culturas de los pueblos como configuraciones históricas transitorias, destinadas a ser reabsorbidas en la «cultura universal de la humanidad». Marr llegó a proponer incluso un nuevo lenguaje para la humanidad nueva creada por el comunismo, partiendo del supuesto de que los lenguajes históricos eran los lenguajes de los pueblos explotadores victoriosos. Y mantuvo sus principios hasta que Stalin le calló la boca. Conviene recordar aquí que Lenin había insistido en la tesis de que la cultura proletaria había que entenderla como heredera de los contenidos más valiosos de la cultura burguesa, del mismo modo a como la cultura burguesa habría heredado la cultura aristocrática. Los valores culturales de las artes liberales no envejecen: Marx se había referido al «arte griego» señalando que, sin perjuicio de haber sido creado en el ámbito del «modo de producción esclavista», conservaba, en nuestra época revolucionaria, toda su frescura y juventud.

Citaremos por último un particular frente reivindicativo de la cultura humana, a saber, el frente de los antropólogos que reivindican la idea de cultura humana como campo irreductible a la Zoología o a la Etología y, por supuesto, a la Alienología (o a la Teología). Este frente reivindicativo, aún cuando tiene una extensión social mucho más reducida de la que conviene a otros frentes, sin embargo tiene a su favor el prestigio gremial propio de una disciplina académica considerada como científica, y que por tanto ejerce una influencia muy grande sobre el público en general. En cualquier caso, la energía de esta idea fuerza de cultura procede en gran medida del gremio de los antropólogos, que reivindican la autonomía de su disciplina, frente a las disciplinas de los etólogos, de los teólogos o de los alienólogos.

5. ¿Qué son las contraculturas?

Lo que hoy suele conocerse como contracultura (en el sentido en que esta expresión se utiliza, por ejemplo, por Teodoro Roszak, en su libro El nacimiento de la contracultura, 1969), puede considerarse, sin fatiga, como una especificación de la idea fuerza de cultura, tomada en la situación del conflicto entre las culturas humanas (cuando se deja de lado el armonismo UNESCO). O bien de las situaciones de conflicto entre las culturas humanas, cuando se enfrentan con otras supuestas realidades constitutivas del «espacio antropológico».

Las contraculturas, interpretadas como movimientos culturales orientados a la demolición de culturas humanas convencionales, tienen una larga tradición, no sólo doctrinal, sino también social. Hemos citado anteriormente las tradiciones cínicas, que surgieron en la época socrática, y cuya figura más famosa es Diógenes de Sinope. Quien, según cuenta Diógenes Laercio, habiendo visto a un niño bebiendo el agua de un río en su mano, arrojó su colodra diciendo: «Este niño me gana en sabiduría.» Otra anécdota, transmitida también por Laercio: Diógenes, invitado por un amigo a visitar su casa, llena de mesas, alfombras y estatuas valiosas, arrojó un «reuma» o escupitajo a la cara de su amigo, disculpándose con estas palabras: «Perdóname, pero no he encontrado un sitio menos limpio para escupir.» Precisamente los cínicos tomaron su nombre de los perros, al verlos como animales que vivían «según la naturaleza». El cinismo griego acaso se inspiró en los gimnosofistas, o sabios desnudos, que los griegos vieron en Asia a raíz de las expediciones de Alejandro. El cinismo, sin olvidar a los santos del Yermo, a los que ya nos hemos referido, rebrotó en la época moderna, bien fuera en la forma del «retiro del mundo» (el quietismo de la Guía espiritual de Miguel de Molinos), bien fuera a través de la «vuelta a la Naturaleza» («El villano del Danubio» de Guevara), sin olvidar al «buen salvaje» de Rousseau, que hizo exclamar a Voltaire: «Después de leer tu libro experimento la tentación de ponerme a cuatro patas.»

En nuestro siglo, la contracultura de estirpe cínica es reconocible en los movimientos nudistas, pero también en el ecologismo, en el veganismo y en los llamados «partidos verdes».

Pero acaso, como breviario más radical de la contracultura naturalista de hoy pudiera considerarse ser el libro Malestar en el tiempo (2001) de John Zerzan. En este libro se propone un contracultura que habría de comenzar por demoler a la totalidad de las culturas humanas históricamente recibidas, por ejemplo, las culturas que se han ido produciendo, no ya desde el romanticismo o desde el barroco, ni siquiera desde el renacimiento moderno, Grecia o el Egipto faraónico; tampoco desde el Neolítico. Zerzan pasa por encima, ante todo, del hombre cazador recolector, y se detiene en el primitivo hombre recolector que todavía está libre de las cadenas belicistas de la caza, o de la agricultura, que lo esclavizan.

6. Contraculturas y libertad

La transformación de la idea antropológica de cultura en una idea fuerza de cultura (o de contracultura), sólo pudo tener lugar cuando el proceso transformador cultural se hizo consistir en un proyecto de demolición o trituración de los moldes de las culturas realmente existentes, cuya ejecución nos llevase, por hipótesis, a desembocar en alguna forma de cultura superior. Una cultura en la cual, acaso, los hombres pudieran descansar definitivamente para «disfrutar» de la paz perpetua.

Semejante proyecto, en sus diferentes grados de radicalismo, sólo sería viable cuando su ejecución se apoye en ignorancias muy profundas. Ignorancias que hacemos consistir en procesos de sustantivación metafísica de las culturas que tienen que ver con el análisis de las culturas realmente existentes. Tendremos aquí en cuenta tres versiones de un mismo proceso de sustantificación que nos mantienen en un estado de ignorancia profunda.

La primera versión estaría relacionada con el proceso de demolición reiterada referida a las culturas realmente existentes, que nos lleva a ir retirándonos a culturas de épocas pretéritas, hasta acabar (intencionalmente o, al menos, en los fines de semana) en «la cultura primigenia» del primitivo hombre recolector que todavía no ha caído en la trampa de la caza o de la agricultura. Ahora bien, este proyecto de libertad-de queda sustantivado como una libertad-para vivir una vida «auténticamente humana» cuyos contenidos se postulan, con petición de principio y de un modo enteramente gratuito. La ignorancia profunda que está en la base de esta sustantificación estriba en la resistencia a aceptar que este hombre, libre de las reglas de la fabricación de instrumentos musicales, de las reglas de fabricación de las hachas de sílex, de las reglas que organizan los grupos sociales o políticos, o de las reglas del tráfico aéreo, se parece más al australopiteco que a un hombre históricamente definido.

La segunda versión de este proceso de sustantificación la referimos al proyecto ilusorio de un «hombre nuevo», el hombre del futuro, el hombre proyectado por los soviets (y que todavía siguió ejerciendo su influjo en la Cuba de Fidel Castro). A veces, del «hombre politécnico», resultante de una «educación integral», tal como la concibió Bakunin; una «formación enciclopédica», «politécnica», del hombre del futuro, que sólo podría dar lugar, en el mejor caso, a una cultura kitsch, tan superficial y artificiosa como serían tantas lenguas planeadas para el futuro, como el esperanto o el volapuk. Solamente cuando sustantivamos esta cultura kitsch, atribuyéndole gratuitamente los caracteres propios del hombre libre, cabe seguir hablando de la transformación de la idea de cultura en la idea fuerza de la «cultura del hombre nuevo» o del «hombre integral».

Finalmente, la tercera versión de estos procesos de sustantivación se basa en la creencia ilusoria de que el progreso hacia la globalización de las culturas abriría el paso hacia una cultura nueva resultante de la convivencia de todos los miembros del Género humano, que habría logrado iniciar la última etapa de su curso histórico. Dejemos a los aficionados a la ciencia ficción la idea fuerza de la transformación de la cultura humana del presente en una cultura superior, que se aproximaría a la cultura de una población de superhombres. Una cultura, a veces, atribuida a los primitivos alienígenas que volverían a visitar la Tierra, como ya lo habrían hecho los antiguos astronautas, sus precursores.

Concluimos: sólo la ignorancia puede transformar la idea de cultura antropológica en ideas fuerza de cultura o contracultura que alientan en nuestros días en las cabezas de los autores de ciencias ficción, de diseñadores de tecnologías futuristas, de novelistas o guionistas de películas destinadas a las grandes pantallas o a las pequeñas. Libros o pantallas en las cuales las apariencias ofrecidas por los productores de vanguardias podrán atraer a la plebe semiculta. Una plebe semiculta que, sin embargo, «no está en el secreto» de los mecanismos de la cultura, y cuyo verdadero alimento no es otro sino la ignorancia.

 

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