Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
1. Los proyectos anticapitalistas presuponen una determinada idea del capitalismo
Englobamos bajo el rótulo «contracapitalismo» a un conjunto de doctrinas económico políticas, históricas, teológicas o filosóficas que se caracterizan por acusar al capitalismo de ser la causa de las crisis y corrupciones, en general, de nuestro siglo, que suponen, al parecer, la descomposición de la cultura que el propio capitalismo habría propiciado.
El contracapitalismo puede considerarse, desde este punto de vista, como una contracultura «antisistema» cuando se le considera en el contexto de la cultura capitalista. Obviamente la idea de contracapitalismo presupone una determinado concepción del capitalismo.
2. El capitalismo es un sistema que deriva del capital y lo desborda
Ahora bien, «capitalismo» es un abstracto derivado del término capital agregándole el sufijo -ismo, que nos dirige la mirada hacia un sistema social y económico político en el cual se atribuye al capital el puesto central de motor del curso de la historia humana y del propio progreso de la humanidad.
Pero el término «capital» —vinculado al latín capita, cabeza— tiene, en lengua española, múltiples acepciones, alguna de ellas no directamente vinculadas al sistema económico político de referencia (como es el caso de los «pecados capitales» o el de las «letras capitales»).
El adjetivo «capitalista» tiene que ver claramente con algún sistema económico político, pero que es preciso determinar. No llamamos capitalista a quienes en una sociedad determinada acumulan muchos pecados capitales, sino a quienes acumulan mucho dinero, aunque no a título de ahorradores avaros, sino a título de empresarios «que ponen su dinero a trabajar». O a quienes acumulan muchas propiedades, aunque no a título de hacendados que se limitan a «disfrutar» de sus bosques, valles o mansiones, sino que asumen el papel de un empresario dispuesto a organizar sistemas de producción cerealistas, mineros o petroleros. No eran capitalistas quienes ya, en los primeros siglos de la edad moderna, fueron arrastrados por la pasión de acumular tesoros (joyas, monedas o vajillas de oro o de plata), como el duque de Frías, que dejó al morir tres hijos y seiscientos mil escudos; a la muerte del duque de Alburquerque —dice Sombart— se necesitaron seis semanas para pesar y tomar nota de mil cuatrocientas docenas de platos, cincuenta bandejas grandes y mil cien pequeñas…). Pero estos tesoros, propios de los ricos, no constituían, por sí mismos, un capital, ni sus poseedores eran propiamente capitalistas.
3. El capitalismo como proceso recurrente (pero no indefinidamente «sostenible»)
El capitalismo se define sin duda a partir del capital. Pero el capital, al menos en el sentido económico que adquiere en el contexto de la idea de un «modo de producción» (contradistinto del modo de producción feudal o del modo de producción esclavista), se define a partir del capitalismo como sistema. Desde este punto de vista, la definición que Marx dio del capital al principio del tomo primero de su obra fundamental (tomo I, 1867) es, sin duda ninguna, la más profunda, precisamente porque bajo la apariencia de una definición circular algebraica, o propia de la perspectiva contable de un comerciante, Marx tuvo la genialidad de involucrar en su definición la perspectiva histórica, al margen de la cual la idea de capital se desdibuja como una figura abstracta.
El carácter histórico de la idea marxista de capital significa además que el capital tiene una prehistoria, en la que puede hablarse, por analogía de atribución, aunque impropiamente, de capitalismo incipiente; y una historia que atraviesa épocas diferentes en las cuales es el propio capital el que asume especificaciones significativas (capital mercantil, capital industrial, capital financiero…); especificaciones que se corresponden con las diferentes estructuras históricas del capitalismo, tales como capitalismo de mercado libre, capitalismo monopolista, capitalismo de Estado (comunista) o capitalismo de Estado (socialista).
Marx, en efecto, parte del dinero D como instrumento de cambio para definir el capital, y esto es tanto como decir que el capital presupone ya una sociedad desarrollada por encima de los grupos tribales primitivos que, a lo sumo, intercambian bienes por trueques directos. Pues el dinero supone una sociedad de mercado de bienes y capitales, lo suficientemente desarrollada (cuanto a la densidad de los bienes intercambiados) como para poder hablar de mercancías, es decir, de bienes que o bien han sido fabricados por los hombres, o por lo menos han sido seleccionados de la Naturaleza (como los peces, las frutas o los metales), es decir, bienes que de algún modo deben considerarse como partes de la cultura de esa sociedad.
En una sociedad de mercado precapitalista el ciudadano que va al mercado es, ante todo, un proveedor, el que va a ofrecer y a vender su mercancía; pero este acto carecería de sentido si no hubiera compradores que posean una cantidad dada de dinero como medio de intercambio de bienes. Dada la mercancía Mk (demandada por el comprador y ofrecida en el mercado), el comprador que dispone de una cantidad adecuada de dinero D compra la mercancía Mk y quien la vende dispone del dinero D recibido para comprar otras mercancías Mq. Marx representa esta transacción mediante la fórmula Mk→D→Mq. Este esquema no es trivial cuando se le considera en su proceso de reproducción. Presupone, en efecto, ya establecidas estructuras nada sencillas, o confluencias de diversas mercancías en el mercado de oferta y demanda. Ocurre que Marx pareció tomar el mercado como un hecho cotidiano, en principio, que plantea muchas dificultades pero que no parece encubrir ningún misterio cuanto a su recurrencia.
Ahora bien, en el curso del desarrollo de la sociedad de mercado, Marx creyó poder advertir una inversión del esquema tradicional, precisamente cuando, a raíz de la misma reiteración del esquema, ese esquema se transforma en este otro: D→M→D. Ahora el dinero se utiliza para comprar mercancías, pero tales que estas puedan a su vez venderse para obtener más dinero, puesto que tampoco tiene sentido cambiar una cantidad de dinero por otra cantidad igual. En este contexto Marx se acuerda del famoso fragmento de Heráclito: «El oro se cambia por todas las cosas y todas las cosas por oro.»
Por ello, el esquema anterior debe ser representado de otro modo: (D→M→∆D). O bien, si el capital inicial fue considerado como una suma de valor igual a x, esta suma se transformará en capital cuando tras la operación del mercado se transforme en x+∆x. La producción de plusvalía (es decir, del beneficio ∆x como plusvalía) es el efecto propio del capital dentro del sistema del capitalismo.
W. Sombart ya señaló, sin embargo, en 1913, en su obra El burgués, que moralistas escolásticos, como Santo Tomás —que ya distinguía entre préstamo sencillo e inversión de capitales— y sobre todo Antonino de Florencia y Bernardo de Siena, ya tienen el concepto de capital plenamente desarrollado y designado por la palabra «capital». Y advierte que «la ciencia económica no volvió a oírlo hasta la llegada de Marx». Antonino de Florencia ya había observado la importancia de la velocidad de transformación y renovación del capital para el aumento del beneficio. El propio nombre de «capital» pudo ser dado al dinero, y sobre todo al oro, como cabeza (caput) en el conjunto de los bienes y servicios poseídos por un hombre rico, capaz de poner en movimiento a toda la cadena de bienes y servicios susceptibles de generar más dinero.
Y aquí es donde Marx plantea la cuestión cuyas respuestas pondrán en crisis (según él y sus discípulos) el propio sistema capitalista: ¿de dónde sale la plusvalía ∆x? Si el sistema funciona dentro del mercado transparente, el dinero D se invierte en comprar mercancías —materias primas—, en comprar la fuerza de trabajo, &c. Pero, ¿por qué al final produce más dinero? ¿Dónde está el misterio?
Marx no se paró en barras. Y, dejando de lado muchas teorías que envolvían peticiones de principio, porque se mantenían fuera del «cierre» del proceso económico recurrente (por ejemplo, las teorías fisiocráticas, que ponían a la «Naturaleza» como fuente de la plusvalía, siendo así que la «Naturaleza» sólo podía entrar en la cadena de mercado recurrente cuando sus valores de uso hubieran sido transformados en valores de cambio), localizó el misterio del origen de la plusvalía ∆D en la secuencia (D→M→∆D). Sin duda porque dio por supuesto que la reiteración de esta producción de plusvalía llega a un grado límite tal que podría poner en crisis la recurrencia del propio sistema capitalista. Es decir, dio por supuesto que el desarrollo de cualquier sistema capitalista no es indefinido («no es sostenible», diríamos hoy), puesto que conduce necesariamente a su desintegración.
Desintegración que, sin embargo, no podría tomarse como final del Género humano, cuya historia Marx la concibe como un progreso indefinido, sin perjuicio de los dientes de sierra determinados por las crisis y las catástrofes que aparecen en el curso del proceso. Y atribuye la fuente de la creación de plusvalía (su «misterio») al trabajo-mercancía de los obreros que transforman los bienes para revaluar el producto en el mercado. La plusvalía, a fin de cuentas, nacerá del plustrabajo que el capitalista «roba» al trabajador sin que él mismo lo advierta.
En consecuencia, el principio mismo del sistema capitalista conduce necesariamente, según Marx, a una transmutación revolucionaria del proceso del modo de producción capitalista. Transformación que sólo puede gestionarse mediante la apropiación, por parte de los obreros explotados, de los medios de producción de las mercancías, es decir, en términos políticos, de la transformación del Estado capitalista en un Estado comunista que, a su vez, hará posible la extinción del Estado mismo en el ámbito de una sociedad universal anarquista.
Ahora bien, la conclusión de Marx acerca del futuro del género humano sólo puede ser extraída desde tres supuestos fundamentales. Primero, la idea de que el trabajo es la fuente del valor de cambio y del incremento de este valor, como ya había sugerido Adam Smith; si bien esta tesis no tiene que ver en sí misma con la doctrina de Marx, según la cual, el aumento del valor no reside en el trabajo sino en el sobretrabajo del obrero. Segundo, el supuesto implícito de que el capitalismo sea el factor determinante de la moderna historia humana, es decir, en el marco de la teoría económica de la historia humana, como sucesión de los diversos modos de producción, y entre ellos, como final, el modo de producción capitalista. Tercer supuesto: que el desarrollo interno del capitalismo conduce necesariamente a un incremento del capital constante y variable y del ejército de reserva de la clase de los trabajadores (el proletariado), como producto de la plusvalía acumulada que tiene un límite interno superior.
La conclusión de Marx es bien conocida: la causa de las crisis sociales y económicas, que implican la explotación del hombre por el hombre y de todas las superestructuras culturales que emanan de esta situación es el sistema del capitalismo, sin perjuicio de que pueda reconocérsele el papel de fase última y límite de tal explotación.
La idea del capitalismo en el sentido marxista, es decir, la idea del capitalismo que, a través del Estado comunista, y en su caso, de la dictadura del proletariado, logrará ser demolido, es, hoy por hoy, después del derrumbamiento de la Unión Soviética, una teoría que pertenece a la historia de las ideas. Otra cosa es que todavía quedan muchos hombres que, o bien actúan como si el derrumbamiento de la URSS no se hubiera producido, o bien como si intentaran desligar el comunismo de la Unión Soviética del marxismo, viendo en la URSS antes un colectivismo burocrático que un sistema comunista, cuyo derrumbamiento, por tanto, deja intacta la doctrina marxista.
En cualquier caso, el debate acerca de la idea del capitalismo (en cuanto enfrentado al socialismo o al comunismo) no tendrá por qué plantearse en función del Estado, puesto que en realidad la defensa de la idea capitalista se vincula más a la idea de una sociedad civil, independiente del Estado, mientras que la defensa de la idea comunista se establece, en cambio, en función de la idea del Estado (o de un capitalismo de Estado, al menos hasta tanto se alcance su extinción).
La cuestión que se debate oscila, según esto, entre esta disyuntiva práctica: o bien menos Estado y más mercado, o bien más Estado y menos mercado. Otra cosa es que el debate sea indecisible, dada la ambigüedad del «más» y del «menos». No por ello es evidente que se trate de una disyuntiva, sino acaso de una alternativa de modelos con gradaciones casi infinitas, derivadas de las combinaciones entre sus partes internas. Basta tener en cuenta las dos corrientes que podrían servir como índices empíricos del modo «menos Estado y más mercado» (el llamado primer capitalismo y el capitalismo monopolista) y las tres corrientes que podrían servir de índices empíricos del modo «más Estado y menos mercado» (el comunismo soviético, el nacionalsocialismo y la socialdemocracia como proyecto de un Estado social de derecho).
Pero lo decisivo es que el capitalismo, como concepto económico, implica, en el proceso de su recurrencia, transformaciones muy profundas al confluir con la historia de las culturas humanas que se desenvuelven siguiendo sus propias leyes. Estas confluencias dan lugar (cuando se asumen las premisas monistas-continuistas) a la más peligrosa confusión filosófica entre el capitalismo y la historia de la cultura moderna (arquitectura, política, música, tecnología, ciencias). Confusión que impide discriminar las leyes y ritmos de desarrollo histórico discontinuo de las diferentes categorías culturales, en la medida en la cual están involucradas con el desarrollo del capitalismo. Por ejemplo, las viviendas edificadas en las ciudades europeas de los siglos XIX y XX, cuyas líneas arquitectónicas derivan de la evolución de este arte en el renacimiento, en el barroco, &c., fueron habitadas por la nueva burguesía y, de ahí, por proyección sociológica, se denominarán «edificios burgueses», como si el nuevo estilo hubiera «emanado» de esa clase social, y no de los artistas que desarrollaron los diseños y los planos, sin perjuicio de tener en cuenta las nuevas necesidades.
4. El capitalismo mercantil
En cuanto al capitalismo primerizo moderno, el capitalismo de mercado o «empresarial» sólo diremos que él supone un plan de inversión de dinero de un cierto alcance, orientado a obtener beneficios en el mercado de un modo recurrente. Así es como se habría ido fraguando el «espíritu del burgués virtuoso», representado, ya en el siglo XV, por L. B. Alberti, en su libro Del gobierno de la familia. Se ha sugerido que el nuevo empresario capitalista (sobre todo el español y el portugués), fue un «transformado moderno» del señor feudal medieval (y aquí podríamos apreciar la diferencia entre el nuevo capitalista respecto de la sociedad política). Y también se ha atribuido (Max Weber) al protestantismo el mecanismo obligado de la resiembra de los beneficios, a título de ordalía convertida después en rutina. Dicho de otro modo, las fronteras históricas entre lo que Marx llamó modo de producción feudal y modo de producción capitalista no son representables por una línea nítida, como símbolo de una disyuntiva.
Lo cierto es que ya en el siglo XVI, en Sevilla, había 16.000 telares, en los que trabajaban 130.000 personas; en Toledo 38.484 personas trabajaban al año 430.000 libras de seda.
Este «capitalismo privado» originario empresarial, nacional y moderno, sigue siendo el modelo del llamado neoliberalismo de nuestros días, es decir, el modelo de los pequeños o medianos empresarios que se consideran miembros de una «sociedad civil» que busca liberarse de las trabas administrativas, impuestos, ordenanzas o normas establecidas por el Estado. Y, por ello, se oponen a cualquier forma de estatismo, incluido el que será propuesto, en su día, por la socialdemocracia.
Pero la idea fuerza del capitalismo nacional-empresarial (menos Estado, más mercado) se fundamenta, sin embargo, en supuestos erróneos, es decir, en el falso saber (ignorancia) de que la sociedad civil funciona independientemente del Estado nacional, siendo así que es éste quien le garantiza los límites de su mercado, las vías de comunicación, el orden público y aún el proteccionismo ante los Estados piratas o después ante las empresas competidoras extranjeras.
Ahora bien: la transformación del capitalismo nacional en el gran capitalismo internacional, en el cual el «burgués virtuoso» se transformó en el burgués sin escrúpulos, ese burgués representado por Werner Siemens cuando aconseja a su hermano Karl que, como hombre de negocios, sea severo y poco escrupuloso, o por Rockefeller, que «supo pasar por alto toda traba moral» con una falta de escrúpulos casi ingenua (o imprudente); o en los años inmediatos a la Primera Guerra Mundial, el capitalismo descrito en la Nueva economía, de Walther Rathenau, un nuevo capitalista planificador que albergaba la esperanza de llegar al capitalismo de Estado y a los monopolios por medio de las relaciones democráticas y que encontró en el fascismo (y luego en el nacional socialismo) la fórmula diagnosticada por Karl Steuermann en su libro La crisis económica mundial (1931).
El capitalismo monopolista al que se enfrentaron Marx o Lenin, el capitalismo que no se limita a buscar su liberación del Estado nacional, sino a someter a los propios Estados nacionales a los intereses de los monopolios internacionales de los cárteles o de los trusts.
En cualquier caso, el capitalismo internacional mantenía el principio del «menos Estado y más mercado», en su forma extremada, a partir de la experiencia del dominio de los Estados nacionales por los monopolios internacionales. En función de los cuales se constituirán los imperialismos que denunciaron en su momento tanto Hobson como Lenin.
Sin embargo, ¿hasta qué punto cabe decir que el capitalismo monopolista ha desbordado, anulándolos, los Estados nacionales? Estos siguen siendo la plataforma del «imperialismo capitalista». Y esto podría asegurarse teniendo en cuenta la guerra francoprusiana, la primera y la segunda guerras mundiales y el mismo imperialismo soviético, asentado en el Estado de los zares.
5. Tres vías de evolución del capitalismo moderno
Las otras tres vías de evolución del capitalismo de las que venimos hablando, las que se proponen que la balanza caiga por el mayor peso del Estado sobre el mercado, han adquirido ya una figura empírico histórica, a saber, la figura del comunismo soviético, la figura del nacionalsocialismo alemán y la figura de la socialdemocracia, europea o norteamericana.
El comunismo soviético, como un proceso histórico que duró algo más de setenta años, no surgió como resultado de un acto revolucionario, que llevó, mediante la dictadura del proletariado, a la sustitución del régimen imperialista capitalista (Rusia, según el diagnóstico de Lenin, ya habría entrado desde fines del siglo XIX en los principios del modo de producción capitalista) por el régimen comunista. Estas fórmulas ideológico abstractas (dictadura del proletariado, comunismo) se mantienen a una escala muy distinta del curso real material de los acontecimientos. No hubo una ruptura instantánea del capitalismo zarista incipiente, ni menos aún una construcción del nuevo Estado soviético. El propio Lenin advertía, en los principios de la revolución, cuando tenían lugar la expropiación de las industrias sin conocimiento de las consecuencias de esa expropiación, que muy atrás del trabajo de la expropiación inmediata venía quedando el trabajo de inventario general, ordenación o control de la producción y el reparto del producto. «Deberemos proceder con la mayor prudencia en la primera parte de nuestra tarea y renunciar por ahora a todo ataque contra el capital. Ello no significa que renunciemos a la expropiación, sino que la aplazamos.» Después vino la NEP (Nueva Política Económica), mediante la cual el Estado abandonó al capital privado las industrias pequeñas y no rentables. Y después vinieron los planes quinquenales de Stalin, con la «oposición de izquierda» (Trotsky) y con una «oposición de derecha» (Zinoviev, Kamenev, Radek y después Bujarin).
De hecho, la Rusia de los Zares estaba transformándose «de un país agrícola con industria, a un país industrial con agricultura». El colectivismo comunista se presentaba como una idea fuerza irresistible, y cuya mejor medida fueron los crímenes que la revolución tuvo que llevar adelante no sólo en los procesos de Moscú sino, en general, con el Gulag. Tras la victoria en la Segunda Guerra Mundial la Unión Soviética consideró absurdo seguir definiéndose como una dictadura (aunque fuera del proletariado). Era ya una república democrática que había alcanzado el socialismo (comunismo) en un solo país. Pero en realidad lo que había logrado no era el comunismo del que había hablado Marx en su Crítica al programa de Gotha, sino un capitalismo de Estado o un colectivismo burocrático (en la fórmula de Rizzi). Un capitalismo de Estado que, aprovechando los resultados de la guerra, logró, en la Guerra Fría, establecer un verdadero Imperio universal compuesto por decenas de «países satélites». Todo este sistema es el que se derrumbó con M. Gorbachov a finales de los años 80 del siglo XX. El imperialismo capitalista de los Estados Unidos del Norte de América tenía ya despejado el campo «hacia el Este» (desde Europa) o «hacia el Oeste» (desde América).
El nacionalsocialismo fue proyectado contra el internacionalsocialismo de los comunistas. Tiene un gran interés constatar que fuese el nacionalsocialismo el lugar donde se resucitó la vieja idea de Robert Von Mohl (1832-1833) sobre el «Estado de derecho» (basta recordar los nombres de Heinrich Lange, Vom Gesetzesstaat zum Rechtsstaat,Tubinga 1934, precedido por Sergio Panunzio en su obra Lo Stato di diritto, 1921).
Por último, la socialdemocracia, bajo la inspiración del «revisionista Bernstein», consolidó su proyecto de un socialismo internacional (y en esto convergía con las democracias cristianas) en el cual se mantenía como idea fuerza el socialismo teórico, pero apoyado en los estados demócratas, es decir, no como estados nacionales, sino como constituciones resultantes de una autodeterminación «de los pueblos».
Dicho de otro modo: la socialdemocracia surgió de una mezcolanza confusa de estatismo moderado, humanismo internacional, y compromisos con los Estados capitalistas. Es decir, sus componentes fueron incoherentes y dieron lugar, durante años, al llamado «oportunismo de la izquierda».
6. El contracapitalismo global se funda en la ignorancia de la estructura del capitalismo
Concluimos: el contracapitalismo, como idea fuerza negativa, es decir, que tiene como objetivo demoler el capitalismo en nombre del anarquismo o del socialismo contracapitalista, se basa en la ignorancia del significado histórico del capitalismo y de sus conexiones con el industrialismo y el progreso tecnológico y social de la sociedad del presente.
Asimismo se funda en la ignorancia de quienes creen que el socialismo o el anarquismo representan «alguna solución» a los problemas que una humanidad de siete mil millones de individuos plantea por su propio desarrollo. Ignorancia pedante que se oculta tras la apariencia de conceptos seguros y rigurosos, que atribuyen, por ejemplo, el incremento del desempleo, en España, en Francia, en Italia o en Inglaterra, a los planes de los estados mayores del capitalismo «para engrosar su ejército de reserva».