Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
La caída del presunto inmanentismo cervantino arrastra consigo toda la construcción de Castro y sus análisis literarios consiguientes sobre la justicia inmanente presuntamente profesada por Cervantes, una doctrina que, según la expone Castro, cabe descomponer sintéticamente en tres tesis:
a) La justicia es una exigencia interna de la culpa o delito.
b) Las penas son una consecuencia de la culpa o delito.
c) Tales penas las aplica la naturaleza y no un poder extraterrenal.
Las dos primeras afirmaciones son algo obvio, que nadie cuestiona, pues se trata de un principio básico de justicia penal universalmente reconocido, al que el propio Cervantes alude varias veces. En efecto, el narrador y sus personajes admiten que los pecados y delitos llevan aparejado su castigo: «Los delitos llevan a sus espaldas el castigo», afirma Rutilio (Persiles, I, 8, 186), y, por tanto, lo natural es reconocer la necesidad del castigo si ha habido delito, como hace paladinamente uno de los galeotes: «Castigo es de mi culpa» (I, 22, 204), y en este sentido, y sólo en este sentido, se puede decir que la justicia es inmanente a la culpa o al delito o pecado.
Ahora bien, la justicia en la obra de Cervantes no es inmanente en el sentido de la tercera afirmación de Castro según la cual el castigo ocurre como un proceso natural cismundano o intramundano que excluye a la vez la intervención de Dios y que el castigo pueda tener lugar fuera de este mundo. Ya hemos visto más arriba que, de acuerdo con la cosmovisión cervantina, Dios es la fuente última de todo castigo y que éste puede tener lugar en el más allá o en esta vida. Ya hemos visto en varias citas anteriores que Dios no espera para castigar a la muerte del individuo, sino que ya en esta vida nos castiga (o nos recompensa) si lo estima necesario. Es más, los personajes de Cervantes, incluido el propio narrador, educados en las enseñanzas de la teología cristiana, lejos de considerar como algo raro o nuevo el que Dios castigue en esta vida, están bien enterados no sólo de ello, sino también de las razones o propósitos divinos al actuar así, incluso del hecho de que tales castigos no pocas veces son contrarios a las expectativas humanas, como sucede cuando los buenos reciben males también en esta vida, pero en este caso no es por castigo, como sucede cuando los reciben los malos, sino para incitarlos a mejorar sus vidas. Todo esto se halla perfectamente documentado en un revelador pasaje del modo de pensar cervantino procedente del Persiles, en el que el narrador nos cuenta que los escuchantes de la historia de Renato, un caballero francés convertido en eremita, se admiraron de ella por su carácter extraordinario, pero
«no porque les pareciese nuevo dar castigos el cielo contra la esperanza de los pensamientos humanos, pues se sabe que por una de dos causas vienen los que parecen males a las gentes: a los malos, por castigo y, a los buenos, por mejora». Op. cit., II, 19, 413
Es, pues, un error por parte de Castro interpretar las penas que por sus pecados o delitos sufren los personajes cervantinos, que en los casos más trágicos los pagan con la muerte, como una prueba de una justicia inmanente, pues la teología cristiana, a la que ortodoxamente se atiene Cervantes, no sólo no excluye que en esta vida penen por sus malas obras, sino que precisamente entiende tales castigos en esta vida como una parte de la ordenación de la providencia divina. En última instancia, la justicia, según el punto de vista de Cervantes, es, por tanto, trascendente, aunque en este mundo sólo opera indirectamente a través de las causas segundas, ya sean procesos naturales u otros seres humanos que inconscientemente obran como instrumentos de la providencia punitiva de Dios, como cuando Antonio el bárbaro mata sin quererlo a Cenotia y de ese modo recibe su merecido por disposición de la providencia.
Examinemos un caso que Castro tiene por un ejemplo paradigmático de la justicia inmanente cervantina, el del aciago fin de Carrizales, protagonista de la novela ejemplar El celoso extremeño y podremos comprobar que es igualmente un despropósito por su parte interpretar la muerte del viejo hidalgo celoso en esos términos.
Lo retrata como un héroe moral en cuya conducta y en su final la religión no desempeña papel alguno; como un héroe cuya moral es «extracristiana», pues todo transcurre como si no existieran premios y castigos sobrenaturales, lo que lo convierte, por tanto, en el héroe de una moral puramente racionalista, naturalista e inmanentista, en la que corresponde a la naturaleza la misma misión aniquiladora del individuo que el estoico asignaba al suicidio, cuando el hombre no puede o no quiere seguir soportando el fardo de las peripecias humanas. Después de todo esto, quizás no extrañe ya que Castro llegue a la desmesura de afirmar que la manera como Carrizales afronta su muerte
«recuerda a los mártires de la filosofía estoica, que serenamente perdían la vida, sin estar sostenidos por la esperanza en bienes ultraterrenos». El pensamiento de Cervantes, pág. 315
En fin, para Castro, la historia de Carrizales es un caso de muerte post errorem, en que automáticamente la propia naturaleza castiga la falta desencadenando un proceso puramente inmanente cuyo resultado es la muerte del viejo celoso, un final que, como todos lo casos de muerte post errorem, descansa en el sentimiento estoico del destino y no sobre supuestos cristianos.
Examinado superficialmente, podría parecer, como le parece a Castro, un mero caso de muerte post errorem en el sentido que él le da de justicia inmanente, en la medida en que el propio Carrizales percibe el desenlace final de su vida como un castigo por su culpa cuando confiesa que él mismo, por dejarse llevar de sus desaforados celos, fabricó el veneno que había de quitarle la vida o que se comportó como un gusano de seda al fabricarse la casa donde había de morir, y así sin duda lo entiende también el narrador. Pero examinado más atentamente, pronto se verá que se trata de un caso más, perfectamente previsto en la teología cristiana cervantina, de muerte dispuesta por la providencia divina la cual castiga a los hombres también en esta vida a través de las causas segundas y que, por tanto, contra la tesis de Castro, la muerte post errorem, a la que más bien habría que calificar de muerte post peccatum o muerte post delictum de Carrizales, no descansa sobre los supuestos inmanentistas y fatalistas de los estoicos, sino en los supuestos trascendentistas cristianos.
El propio Carrizales en sus reflexiones previas a su muerte, tras descubrir a su muy joven esposa, Leonora, en los brazos de un gallardo mancebo, Loaysa, hace autocrítica de su conducta, llega a verse como el principal culpable de lo que él mismo califica de delito e interpreta lo sucedido, el adulterio de su esposa con el atrevido mancebo y el dolor que le ha provocado en el corazón hasta el punto de sentirse a las puertas de la muerte, como un castigo que la voluntad divina le ha querido dar por no haber puesto sus esperanzas en ella:
«Habéis visto, señores [está hablando antes los padres de Leonora], cómo llevado de mi natural condición, y temeroso del mal de que, sin duda, he de morir, y experimentando por mi mucha edad en los extraños y varios acaescimientos del mundo, quise guardar esta joya, que yo escogí y vosotros me disteis… Alcé las murallas desta casa, quité vista a las ventanas de la calle, doblé las cerraduras de las puertas, púsele torno, como a monasterio; desterré perpetuamente della todo aquello que sombra o nombre de varón tuviese… Más como no se puede prevenir con diligencia humana el castigo que la voluntad divina quiere dar a los que en ella no ponen del todo en todo sus deseos y esperanzas, no es mucho que yo quede defraudado en las mías y que yo mismo haya sido el fabricador del veneno que me va quitando la vida». Novelas ejemplares, II, págs. 132-3
Castro no ignora la referencia de Carrizales a la voluntad divina como razón última de su mala ventura, pero, como en otras ocasiones, evita esta interpretación haciendo una exégesis su generis de las palabras de Carrizales sobre el asunto
«¿Qué quiere decir entonces que Carrizales no puso sus esperanzas en la voluntad divina? Esto: que confió en que sus artificiosas precauciones serían poderosas a torcer el curso del instinto natural en Leonor, fuerza invencible… La 'voluntad divina' es aquí el principio infinito que ordena y anima la vida natural: dondequiera que hallamos uno de esos esenciales estímulos de la naturaleza, es indudable para Cervantes que atentamos contra la divina voluntad». El pensamiento de Cervantes, pág. 314, n. 59
Pero esto es una vez más un intento de forzar el texto haciéndole decir lo que no dice. La voluntad divina remite a una entidad divina personal o personiforme, no, como pretende Castro, a una entidad impersonal concebida como un mero principio o fuerza infinita que ordena y anima la vida natural, es decir, queda reducida a la naturaleza, la cual considera Cervantes, según Castro, como «la única fuerza efectiva y a actuante» (op. cit., pág. 314). Todo el pasaje invita a presuponer que la voluntad divina es tal, pues sólo bajo ese presupuesto tiene sentido hablar de un castigo a los humanos según su pecado o delito; la voluntad divina como voluntad inteligente puede interpretar los errores humanos como pecados o delitos que merecen castigo, pero no se entiende muy bien cómo la naturaleza, siendo un principio impersonal que simplemente ordena, como reconoce el propio Castro, y anima la vida natural puede interferir en la vida moral de los seres humanos e identificar y distinguir los errores y delitos humanos para castigarlos. Igualmente, en el supuesto de una voluntad divina gratuitamente reducida a un principio natural, carecería de sentido el que Carrizales hable de su error de no haber puesto su esperanza en aquélla, lo que no tendría sentido alguno, más que como licencia literaria, en referencia a la naturaleza.
Además, todo el contexto precedente señala en la misma dirección. No sólo Carrizales apela a la voluntad divina como una agente sobrenatural personal pendiente de los asuntos humanos, sino también el propio narrador. En efecto, el narrador, páginas antes de que Carrizales descubriese el adulterio de su esposa que iba a provocar su trágica muerte, presenta como una disposición divina el que se despertase, a pesar del ungüento que Leonora le había suministrado para que se quedase dormido y no se enterase de nada, y sorprendiese a los adúlteros abrazados:
«Y, en esto, ordenó el cielo que, a pesar del ungüento, Carrizales despertase, y como tenía costumbre, tentó la cama por todas partes, y no hallando en ella a su querida esposa, saltó de la cama despavorido y atónito… Fue al aposento de la dueña, y abriendo la puerta muy quedo vio lo que nunca quisiera haber visto… Vio a Leonora en brazos de Loaysa…». Novelas ejemplares, II, pág. 130
¿No seria absurdo atribuir a la naturaleza como principio infinito impersonal, como la única fuerza efectiva y actuante en el universo la ordenación del inesperado despertar de Carrizales, que se ha despertado antes de lo previsto debido a que el ungüento no ha obrado en él y su efecto no ha durado tanto como se pensaba, justo para que pudiese coger a los jóvenes adultos in fraganti y así se produjese una serie de sucesivos castigos?
Pues, en efecto, no sólo se castiga al protagonista, que es en lo único que se fija Castro, sino también a los demás personajes implicados en el adulterio de Leonora y Loaysa. Y esto es algo que no tiene fácil explicación en el supuesto de una naturaleza impersonal y encajan perfectamente con el supuesto de un agente sobrenatural personiforme. Sería puro antropomorfismo pensar que una mera naturaleza como principio natural que anima la vida natural puede discernir los delitos humanos para castigarlos según su gravedad. Pero, en la hipótesis de un agente inteligente sobrenatural personal, es perfectamente razonable que el castigo mayor sea el de Carrizales, pues, por causa de sus celos, no sólo ha provocado, como él mismo admite, el adulterio de su esposa, a la que por ello mismo exonera y perdona, sino, antes de esto, ha cometido el pecado de encerrar a su esposa en su casa-monasterio como si fuese una esclava; pero, a pesar del perdón y generosidad final de Carrizales con su esposa, a la que entrega gran parte de sus bienes y le reconoce libertad plena, tras su muerte, para casarse con Loaysa, también ella recibe su castigo: muerto su esposo, ingresa como monja en un monasterio. Loaysa, que se veía ya rico y casado con Leonora una vez muerto Carrizales, también recibe su merecido. Despechado y avergonzado por la decisión de Leonora que trastoca sus planes, no halla otra manera de buscarse la vida que pasándose a las Indias. Y finalmente, tampoco escapa al castigo, en este caso más leve porque su culpa también lo es, la dueña Marialonso, que por haber facilitado y alentado el adulterio de su señora, es, conforme a la disposición testamentaria de Carrizales, inmediatamente despedida de la casa, no sin enviarle la paga de su salario.
En fin, todo esto muestra que, cometido el pecado o el delito, de inmediato se desata el castigo. A todos los pecadores se les da un mal fin, trágico en el caso de Carrizales y dramático, en diferentes grados, en el de los demás personajes implicados en la culpa, pero este amargo final no emana, como pensamos que ha quedado bien acreditado, de una justicia inmanente resultado de un ciego determinismo natural, sino de una justicia trascendente puesta en marcha por la acción inteligente previsora de la providencia divina, que, independientemente de la retribución que las almas reciban en la otro vida, ya en ésta, cometido el delito, dispone la pena por medio de las causas segundas.
Todo esto queda reforzado por otros aspectos de la obra, soslayados completamente por Castro, que además realzan el espíritu cristiano que impregna a los personajes y permiten excluir como gratuitas la afirmación de que la religión no desempeña papel alguno en la vida y conducta del protagonista, y la calificación de la moral reflejada en El celoso extremeño como «extracristiana». Pues lo cierto es que la religión cuenta en la vida de Carrizales, otra cosa es lo bueno o mal cristiano que nos pueda parecer, sobre todo por su extrema desconfianza e indigno comportamiento con su esposa Leonora. Desde el principio de su historia el narrador nos da pistas de la presencia de la religión en la vida de Carrizales.
La primera pista sobre ello nos la da, al comienzo mismo de la novela, cuando, después de contarnos que en el viaje a América para hacer fortuna hace un examen del mal gobierno de su vida en el pasado, tan malo que ha dilapidado todo su patrimonio, y que decide cambiar su manera de vivir, el narrador apunta que también tomó la firme resolución «de tener otro estilo en guardar la hacienda que Dios fuese servido de darle», lo que refleja la creencia de Carrizales de que la riqueza que pudiese obtener dependía de la voluntad divina y a la vez la responsabilidad que siente de guardar un bien que procede de tan alta instancia. Más adelante, de vuelta ya en España, tras veinte años de estancia en el Perú, rico y próspero, pero ya viejo (tiene sesenta y ocho años), decide abandonar los negocios y pasar una vejez sosegada «dando a Dios lo que podía». Y una vez retirado y casado con Leonora, se nos informa de que todos los días de fiesta iba con su esposa a misa, aunque la religión no es el único motivo de la asistencia religiosa de Carrizales, sino también el no dejar sola a su esposa y tenerla controlada: «Los días que iba a misa… venían sus padres, y en la iglesia hablaban a su hija, delante de su marido» (op. cit., pág. 105)
Pero es justamente al final de la obra cuando la religiosidad de Carrizales se vuelve más manifiesta. No sólo porque, como hemos visto, sobrevenido el desastre lo interpreta como un castigo divino por no haber puesto sus deseos y esperanza en la voluntad divina, en la que sí los había puesto años antes cuando, con la ayuda de su diligencia e industria, esperaba que Dios pusiese en sus manos una buena hacienda; sino porque lo afronta cristianamente, incluso piadosamente. No es esto una interpretación, sino expresa afirmación del narrador, quien califica las generosas disposiciones de Carrizales en su testamento de «obras pías». En efecto, consciente Carrizales de la cercanía de su muerte y después de haber exculpado a su esposa, decide revocar su testamento y hacer uno nuevo en el que manda doblar la dote de Leonora, le ruega que se case con Loaysa, si ése es su deseo, ordena que a los padres de Leonora se les pague lo suficiente para que puedan vivir honradamente hasta su muerte y también que una parte de su hacienda se destine a dar de comer a las criadas y añade el narrador que «la demás hacienda mandaré a otras obras pías», que no se especifican (op. cit., pág. 134). Obsérvese que escribe «otras obras pías» y no meramente «obras pías». Al decir lo primero y no lo segundo, el autor está incluyendo las disposiciones antes enumeradas sobre el reparto de su hacienda, entre las obras pías que también ha mandado hacer. También se acuerda en su testamento de las esclavas y el esclavo, quienes, si bien no entran en el reparto de los bienes, al menos se consuelan con la libertad que les concede.
En vista, pues, de todo esto podemos concluir que Carrizales, lejos de morir, según afirma Castro, como un mártir de la filosofía estoica, muere simplemente como un buen cristiano. Y aunque no osamos decir que un estoico no pudiera morir también piadosamente, puesto que la filosofía estoica, a diferencia de la epicúrea, se caracterizaba por mostrar una actitud comprensiva y favorable hacia las religiones positivas, como la religión grecorromana, sí podemos decir que la conducta de Carrizales encaja perfectamente con el espíritu de una religión, como la cristiana, que ha fomentado de forma especial el morir piadosamente en la forma en que lo hace Carrizales, disponiendo generosamente de los bienes propios para beneficios de los demás. Y dado que Carrizales muere así y habiendo asumido previamente su culpa por lo sucedido, es difícil no pensar, aunque el narrador no lo mencione, pero tampoco es necesario que lo diga todo, que con todo ello Carrizales, que es un cristiano católico, se estaba así preparando también para afrontar en las mejores condiciones el destino de su alma en la otra vida.
Por último, queremos realizar unas observaciones sobre la contraposición que Castro pretende establecer entre Cervantes y los grandes dramaturgos españoles del Siglo de Oro con respecto a la cuestión del carácter inmanente o trascendente de la justicia en su obra. Como vimos, Castro pretende fijar una línea divisoria entre el primero y los segundos sobre la base de que en los dramaturgos sería común la apelación a una justicia trascendente emanada de la divinidad o de una autoridad humana, mientras que en Cervantes la justicia sería siempre totalmente inmanente. Pero la cosa no es tan simple como la plantea Castro. Empecemos diciendo que restringe en exceso el concepto de inmanente en su aplicación a la justicia para excluir a los dramaturgos, especialmente a Lope de Vega y Calderón, quienes en varias de sus obras más importantes apelan a una autoridad humana, del campo de la justicia inmanente. Pero no es de recibo considerar como trascendente la intervención de una autoridad humana como agente de justicia; eso es inventarse arbitrariamente una diferencia entre inmanente/trascendente contraria a la distinción canónica entre ambos términos, que es la que el propio Castro hasta aquí ha seguido para de repente abandonarla y reformularla a su conveniencia. Y además el propio Castro es incoherente consigo mismo, puesto que hasta aquí siempre ha entendido por trascendente la intervención de una instancia no humana, sino sobrenatural, en el orden natural o humano de las cosas, y para que algo fuera inmanente le bastaba con que no hubiera semejante intervención de tal instancia sobrenatural y que el orden natural y el de los hombres discurriese dentro de sus propios cauces internos.
De acuerdo con esto, si restauramos el sentido estricto de inmanente y trascendente, tanto en referencia a la justicia como a cualquier otro asunto, carece de sentido calificar El mejor alcalde el rey, de Lope de Vega, de una obra en que prima la justicia trascendente por el hecho de que sea el rey el que termine impartiéndola en el conflicto entre un noble y un villano. ¿Tendría que haber terminado acaso el ofendido vengándose de don Tello para que Castro lo considerarse como un caso de mayor inmanencia?Si el delito de don Tello acarrea su propia muerte como castigo, un castigo que llega no del Cielo, sino de manos de los hombres, es indiferente para que ello discurra en un plano de inmanencia el que el castigo provenga del propio villano ofendido o de una autoridad humana, sea la del rey o alguien de menor rango. Por otro lado, Castro no tiene en cuenta que en otras comedias de Lope en que se produce un conflicto entre un poder superior injusto y alguien de inferior rango, es el ofendido, y no el rey ni autoridad alguna, el que castiga al ofensor que abusa de su poder, como en Peribáñez y el comendador de Ocaña, en la que al comendador, por haber intentado ultrajar a la esposa del protagonista, un rico labriego, su mala acción trae consigo su castigo, que le propina el labrador matándolo; el rey Enrique III se limita a elogiar la acción justiciera del villano. Lo mismo cabe decir de Fuenteovejuna, en la que todo un pueblo se erige en justiciero para vengar la afrenta inferida a una joven matando a su ofensor, el comendador Fernán Gómez, y de nuevo, la realeza, en este caso encarnada en los reyes Católicos, no tiene más función que la de aprobar la acción popular. Y, en fin, similar análisis se puede aplicar a El alcalde de Zalamea, de Calderón, a la que de ningún modo resta inmanencia el hecho de que Pedro Crespo utilice su autoridad como alcalde para castigar el delito de don Álvaro. Descartada la venganza, la única forma de disponer de un poder capaz de hacer frente al capitán es el que le otorga su cargo de alcalde y, aun así, su decisión, como en los casos mentados de Lope de Vega, ha de contar con el beneplácito real, en este caso de Felipe II.
Además, en la abundante producción de Lope y Calderón, hay obras en que la retribución de las acciones de un personaje es el resultado natural de sus propias obras y que, por tanto, se ajustan al criterio más exigente de justicia inmanente de Castro, que deja fuera la intervención de agentes humanos colocados en una situación de autoridad superior respecto de la persona o personaje sancionado o recompensado. Tal es el caso de La dama boba, de Lope, en la que la protagonista, Finea, despabilado o acicateado su ingenio gracias al amor, obtiene, como resultado de sus actos bien dirigidos, el amor del caballero al que ama; o de La dama duende, de Calderón, donde la astucia de la protagonista también se halla premiada con la consecución de sus metas amorosas.
Otro tanto cabe decir de Tirso de Molina, con quien también compara el supuesto distinto proceder de Cervantes. Pero la comparación es totalmente arbitraria, porque toma como referencia El burlador de Sevilla y convidado de piedra, en la que ciertamente se introduce el elemento sobrenatural para castigar al protagonista, lo que, por otra parte, tampoco debería sorprender siendo como es más un drama religioso y moral que una obra de tema amoroso. Pero ignora el resto de las comedias importantes de Tirso que discurren por el terreno de la más completa inmanencia, un terreno en el que los premios y castigos se asignan desde dentro del recinto de este mundo. Así doña María de Molina, como efecto de sus propios actos movidos por la prudencia inteligente y una voluntad enérgica, consigue salvar la corona de su hijo Fernando IV frente a las maquinaciones de los nobles; igualmente en sus comedias de intriga amorosa, como El vergonzoso en palacio, Don Gil de las calzas verdes, La gallega Mari-Hernández y Marta la piadosa, las protagonistas, mujeres atrevidas, determinadas e ingeniosas, despliegan astutas mañas o estrategias cuya resuelta ejecución se ve recompensada con el logro de sus objetivos amorosos encaminados al matrimonio.
Por tanto, no hay una diferencia entre los tres grandes del teatro clásico español y Cervantes en los términos establecidos por Castro basados en la distinción entre justicia inmanente y trascendente. Ni los dramaturgos se caracterizan por la introducción en sus obras de una justicia trascendente, salvo en obras específicas, como especialmente en las de género religioso o en las llamadas comedias de santos que todos ellos cultivaron, ni Cervantes deja de apelar algunas veces a aquélla, como, por ejemplo, en la comedia de santos El rufián dichoso, en la que el mismísimo Lucifer nos anuncia, incluso antes de expirar Cristóbal de Lugo, devenido en fray Cristóbal de la Cruz, el personaje principal, que Dios ha querido que su alma parta para el cielo recompensada con el disfrute de la gloria celeste, o en el episodio de El trato de Argel, en que las oraciones de un cautivo español dan lugar, como ya se indicó en otro lugar, a una intervención sobrenatural gracias a la cual a éste le llega una recompensa en la forma de un manso león que le protege y le guía por el camino que le ha de conducir a su liberación del cautiverio.
Castro nos pide que comparemos la muerte de don Juan en El burlador, de Tirso, con cualquiera de las cervantinas insinuando que no hay nada parecido en el corpus literario de Cervantes, lo que sólo puede hacerse al precio deomitir casos como el mentado del muerte de fray Cristóbal de la Cruz o el homicidio involuntario o la muerte accidental de Clodio interpretada por el narrador como castigo merecido a sus muchas culpas y por Auristela-Sigismunda como un castigo divino (cf. Persiles, II, caps. 8-9, especialmente págs. 335-7). Se fija en el recurso a la justicia trascendente en el caso de don Juan, pero no presta atención a la intervención de la justicia divina en el caso del cristiano cautivo, que es mucho más llamativa, siendo parte de una obra profana de tema histórico reciente. Que en una obra de carácter religioso o teológico-moral en la que el propio don Juan plantea un desafío a Dios en relación con su salvación es menos asombroso, de acuerdo con las convenciones de la época, que se haga partícipe a la justicia divina en el desenlace final del drama para castigar a quien ha osado desafiar el orden divino del mundo y el moral confiando en su segura salvación postrera a pesar de todos sus pecados y delitos.
Finalmente, Cervantes también utiliza una forma de justicia que, de acuerdo con el modificado criterio de inmanencia/trascendencia de Castro que le lleva a tomar por trascendente no sólo la apelación a un factor sobrenatural o divino externo al mundo y al hombre, sino cualquier factor o elemento humano, pero de superior autoridad con respecto al individuo o personaje al que se aplica la acción de justicia, también cabría considerar como trascendente. Si trascendente es la justicia que practica Pedro Crespo por el hecho de que no haga frente directamente al ofensor o delincuente como tal Pedro Crespo, sino como el alcalde Pedro Crespo, de igual modo habría que conceptuar del mismo modo lo que sucede con don Quijote en la primera parte de la novela, donde, como se sabe, el sedicente caballero andante libera a las galeotes, lo que constituye un delito, y de ahí que intervengan los cuadrilleros, que tampoco actúan como particulares, sino en virtud de ser, como el alcalde de Zalamea, representantes o agentes del rey, una especie de guardia civil de la época. Sólo la locura salva a don Quijote de ir preso a la cárcel, aunque, no obstante, el cura ha de pagar una multa por los daños causados. Ahora bien, sólo una errónea distinción entre justicia inmanente y trascendente manejada ad hoc por Castro para separar gratuitamente a Cervantes del trío de grandes dramaturgos, con los que compartía una misma visión del mundo en sus líneas fundamentales, permite describir la acción de Pedro Crespo como de justicia trascendente, lo que obligaría a considerar igualmente la acción de justicia de los cuadrilleros sobre don Quijote como trascendente.