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El Catoblepas, número 154, diciembre 2014
  El Catoblepasnúmero 154 • diciembre 2014 • página 3
Artículos

El Dos de Mayo y la Guerra de la Independencia

Fernando Álvarez Balbuena

El mito todavía persiste más de doscientos años después.

Heidegger y «Galiza» (II)

En los años noventa del siglo XVIII, el gobierno español tomo medidas enérgicas para evitar la penetración de las ideas y de los sucesos que conmocionaban a Francia. Este fue el llamado «Cordón Sanitario» establecido por Floridablanca, que prohibía la importación en España de libros, periódicos y folletos procedentes de Francia. No se dejaba salir a los estudiantes españoles a las Universidades francesas ni se permitía la entrada en nuestro país de nadie que fuera mínimamente sospechoso de difundir las ideas de la revolución. Pero a pesar de todas las precauciones y de que, incluso los sacerdotes que se exiliaron del terror francés fueron internados en conventos regulares, no se pudieron evitar ciertos elementos de contagio que encontraron un eco de simpatía en algunos sectores de las clases medias ilustradas. También la difusión de las ideas de la revolución alcanzó tanto a artesanos como a campesinos que vieron con cierta esperanza un cambio que, por otra parte, sentían como necesario dadas las dificultades económicas que pesaban sobre ellos. Además también los privilegiados deseaban reformas. En suma, distintos sectores de la sociedad coincidían tanto en su repulsa de la monarquía de Carlos IV como en la desconfianza hacia los ejércitos franceses que invadían la Península en su teórico paso hacia Portugal, pero sus motivaciones y sus objetivos eran distintos y ello se pondrá de manifiesto en el proceso revolucionario que se inicia en 1808. (Jover Zamora, J. & alt. 2001:14)

No había sido España, a lo largo de su historia, país exento de guerras civiles, revoluciones, motines y algaradas; en realidad, y al igual que cualquier otro, sufrió desórdenes que alteraron la vida nacional y tuvieron consecuencias, algunas graves. Así, por ejemplo, durante el medioevo, la guerra civil de Castilla entre los partidarios de Enrique II de Trastámara y Pedro I, llamado El Cruel; la de las Comunidades, ya en la edad moderna, que se alzaron contra la política extranjerizante de Carlos I, o la Guerra de Sucesión a la muerte de Carlos II, que entronizó una nueva dinastía y abrió paso al sistema del despotismo ilustrado bajo los reyes Borbones. Pero en todos estos avatares políticos, el pueblo participó escasamente y como mera comparsa. Los intereses que se defendían y se litigaban no eran en absoluto los de la inmensa mayoría de la población, sino los de la nobleza y, también en cierta parte, los de la burguesía en una sociedad todavía estamental. Solamente el siglo XIX introduce como actor importante al pueblo y el comienzo de este protagonismo, o si se quiere de su participación más notoria que antes, es la Revolución de 1808 y la subsiguiente Guerra de la Independencia. De estos hechos va a nacer una nueva estructura militar que va a trastocar el concepto aristocrático y académico de la oficialidad profesional. El nuevo Ejército se compondrá tanto de los antiguos oficiales de academia, como de los soldados de fortuna que escalarán en él puestos de mucha importancia. Es por ello que se cambiará también el concepto de servicio al rey por el de pertenencia a una nueva clase privilegiada en la que el propio pueblo se va a ver involucrado. Con esto se va a producir un cambio social tan importante que será capaz de trastocar los viejos esquemas del Antiguo Régimen y a crear un ambiente de inseguridad política que se establecerá a lo largo del reinado de Fernando VII, de las guerras civiles que siguieron a su muerte, y durante el propio reinado de Isabel Segunda.

Son pues los militares, a partir de la Guerra de la Independencia, quienes dan la nota dominante en el panorama nacional que derivará -nos atreveríamos a decir que necesariamente- en todas las posteriores revoluciones y pronunciamientos, tales como la sublevación de Riego, los interminables pronunciamientos del reinado de Isabel II, la Revolución de 1868, la del General Villacampa, ya durante la Restauración, la del general Primo de Rivera, en el reinado de Alfonso XIII y, tras el intento de reducción del Ejército en la II República, el levantamiento militar de 1936.

Con el Motín de Aranjuez en marzo de 1808, la cosa pública, ya muy revuelta y enrarecida desde los finales del siglo anterior, se degrada rápidamente hasta que con el estallido de la Guerra de la Independencia, el dos de mayo del mismo año, todo el aparato del Estado, los servicios públicos y, sobre todo, el Ejército, se desordenaron y acabaron por destruirse, dando lugar a un cambio caótico que hizo transcurrir todo el siglo en una continua agitación y en un prolongado sistema de autoritarismo militar. Esto supuso, junto con la destrucción masiva de nuestro sistema productivo, arrasado por una larga guerra sin horizontes, el atraso de España con respecto a las naciones vecinas. (Nombela, J. 1976:964)

Así pues, lo ocurrido entre 1808 y 1814 en España, no fue solo una Guerra de Independencia; fue, sobre todo, la «Revolución de España» (Conde de Toreno.1953) que cambió todos los supuestos sobre los que se asentaba el régimen monárquico, abrió las puertas a una nueva concepción de la política y, esencialmente, del poder, dando acceso al mismo, tras muchos avatares, a la burguesía liberal.

Por lo que atañe al motín de Aranjuez, la historiografía se ha planteado muchas veces si fue el verdadero inicio de la revolución y punto de arranque de la irrupción del pueblo en la vida política del país, siendo la supervalorada y glorificada fecha del dos de mayo una continuación de aquel acontecimiento. Sin embargo creemos que, aunque entre ambos sucesos existe un cierto nexo y continuidad, se trata de dos realidades independientes pues lo ocurrido en Aranjuez entre el 17 y 18 de marzo de 1808, más que el arranque de una honda revolución, fue, en realidad, una revuelta palaciega en la que el heredero del trono, futuro rey Fernando VII, junto con un grupo más o menos numeroso de partidarios, miembros todos ellos de la nobleza o instigados por ella, asaltó el palacio del valido Manuel Godoy, primer ministro de su padre Carlos IV, logrando con su acción (verdadero golpe de estado) la caída definitiva del favorito. La importancia del Motín de Aranjuez, en realidad, estriba en el hecho de que Godoy era igualmente odiado por la nobleza, por la burguesía y por el pueblo, ya que su prepotencia e incapacidad había concitado contra él la animadversión de la sociedad, en tanto que ésta tenía todas sus esperanzas puestas en el heredero del trono.

La caída del favorito, como es natural, llevó aparejada la del propio rey. Éste, débil de carácter y manejado por su ambiciosa esposa María Luisa de Parma, en asociación con Godoy, se vio desvalido y, al enterarse del asalto al palacio del ministro universal y recordando los aún recientes sucesos provocados por las turbas de París asaltando las Tullerias, decidió el día 19 de marzo abdicar la Corona, por lo que reunió a los ministros del Despacho y les leyó el siguiente decreto:

Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del gobierno de mis reinos, y me sea preciso para reparar mi salud gozar en clima más templado de la tranquilidad de la vida privada, he determinado, después de la más seria deliberación, abdicar mi corona en mi heredero y mi muy caro hijo el Príncipe de Asturias. Por tanto, es mi real voluntad que sea reconocido y obedecido como Rey y señor natural de todos mis reinos y dominios. Y para que este mi real decreto de libre y espontánea abdicación tenga su exacto y debido cumplimiento, lo comunicareis al Consejo y demás a quienes corresponda. (Martínez de Velasco, A. & alt.1990:30-31)

Así comenzó esperanzadamente el reinado de Fernando VII, que si ya era popular y aclamado por el pueblo, con el motín, la caída del valido y la abdicación de su padre, aún aumentó más, si cabe, las ilusiones que sus partidarios tenían puestas en él.

No obstante, es necesario hacer ciertas matizaciones sobre el concepto de la sociedad a la que nos hemos referido. Si bien es cierto que tan amado era Fernando, como odiado Godoy, no debe tomarse esta afirmación como fruto de una opinión unánime y generalizada en la España de 1808, porque el interés por la política y por las cuestiones de gobierno eran patrimonio de unas reducidas elites; es decir, del vértice de una sociedad piramidal en la que la gente del pueblo, aún con sus opiniones y preferencias, jugaba el escaso papel que era típico del Antiguo Régimen y los hilos conductores de las actitudes populares eran dirigidos por un núcleo que formaban los políticos profesionales, los cuales, con muy escasas excepciones, pertenecían a la nobleza o, lo que viene a ser lo mismo a los más altos cargos de la milicia, como era el caso del propio Manuel Godoy.

Es necesario pues entender que, hasta el momento que nos ocupa, nadie discutía la autoridad real ni la representatividad de los estamentos en los que el pueblo estaba ausente. Se gobernaba básicamente desde el trono, y también desde las instancias superiores y privilegiadas, por medio de un sistema paternalista. En éste sistema el Jefe del Estado estaba auxiliado por hombres que se consideraban ilustrados y cultos, además de honrados y que elegidos y nombrados en última instancia por el propio rey, trabajaban teóricamente para el bienestar del pueblo, pero sin que el pueblo tuviera participación alguna en sus tareas. Es decir: «Todo por el pueblo, pero sin el pueblo», como reza el conocido slogan de lo que se llamó Despotismo Ilustrado.

El elemento popular, a su vez, mantenía dos principios indiscutibles: la adhesión incondicional a la Iglesia Católica y el amor y acatamiento a la figura del monarca pues de él emanaban todos los poderes del Estado y fuesen cuales fueran las decisiones del rey y sus repercusiones, eran respetadas y entendidas como las mejores para el pueblo.

Pero este panorama idílico era, en gran parte, falso. La realidad venía a ser muy otra, porque si bien es cierto que el pueblo tenía un concepto mayestático del rey y de la monarquía y no ponía al sistema en entredicho, también lo es que las tres clases sociales, nobleza, burguesía y estado llano, estaban en permanente colisión, especialmente el pueblo con los otros dos estamentos.

Aunque sin llegar a los extremos que provocaron la revolución de 1789 en Francia, los disturbios sociales, motines y asaltos se daban a lo largo y ancho de toda la nación, de manera muy especial en el agro, y seguían las pautas que se dieron en toda Europa antes de la Revolución Francesa, que eran varias y concluyentes, pero la principal de todas fue la económica.

No creemos como aseguran Marx y Engels que la Historia se explique perfecta y únicamente desde la economía, ya que existen otros componentes de gran importancia para realizar su análisis científico. No es este tampoco el momento de extendernos en tales consideraciones, pero la importancia de lo económico juega, sin duda, un papel cuyo análisis es fundamental a la hora de enjuiciar hechos como el que estamos estudiando.

Antecedentes

J. Godechot, estudioso de los orígenes de la Revolución Francesa, hace sobre ella unas consideraciones generales que nos parecen absolutamente válidas para la mayoría de las naciones-estado de la Europa occidental. Y aunque los disturbios de España, como ha venido siendo habitual en nuestra historia, se producen con un cierto retraso con respecto a dichas naciones, su reflexión, que transcribimos, nos parece superponible al caso que nos ocupa.

«Entre las fuentes de inquietud se sitúan en primer lugar los problemas económicos y sociales muy generales y que desbordan ampliamente los marcos de los Estados, cuyas fronteras bajo el Antiguo Régimen eran completamente artificiales. Por ejemplo, el alza de los precios durante un largo período de tiempo, cuando no está compensado por un aumento de los salarios. Acarrean entonces una degradación lenta y continua del nivel de vida. También, por ejemplo, un crecimiento rápido de la población, lo que se llama «presión demográfica», cuando no se la compensa con la creación de los puestos de trabajo correspondientes. Y esto es precisamente lo que ocurrió en Europa occidental y central entre 1739 y 1770. Tras un largo período de baja en los precios (de 1660 a 1730) estos empiezan a subir hacia 1730, como consecuencia de la llegada a Europa del oro y la plata producidos por las minas americanas. Los precios van subiendo de forma más o menos ininterrumpida de 1730 a 1770, pero los salarios, en cambio, no progresan al mismo ritmo sino con mucha más lentitud. El desfase entre precios y salarios se va acentuando cada vez más; dicho en otras palabras, disminuye el nivel de vida. Este desfase se hace particularmente sensible a partir de esta época en Europa occidental (Godechot, J. 1985:66).

Si bien, como hemos apuntado líneas arriba, existía una desazón generalizada entre las diversas clases sociales y, concretamente de la burguesía y de la nobleza hacia el despotismo ministerial de Godoy, también las clases populares, campesinas o urbanas contaban con sus particulares motivos de descontento y no solamente por los motivos generales que expresa Godechot, sino más específicamente por su especial y precaria situación pues como muy bien exponen Fusi, Gómez-Ferrer y Jover Zamora:

En un país fundamentalmente agrario, la situación del campesinado sometido al régimen señorial tenía sus problemas. Nobleza y clero disponían de las zonas más ricas y de la mayor parte de las tierras productivas que arrendaban a unos campesinos que las explotaban en unidades de carácter familiar. Además, junto a las tierras vinculadas o de propiedad libre existían otras, generalmente de montes o dedicadas a pastos, que integraban los bienes de comunes y propios, cuya administración dependía de la política municipal, para cuyos cargos eran preferidos normalmente los nobles a los plebeyos.

Junto a esta realidad, había otras circunstancias que agravaban la situación de la tierra y de los campesinos: la baja producción, a pesar de los esfuerzos hechos por los ilustrados; y por supuesto la múltiple fiscalidad que gravitaba sobre ellos; señorial, eclesiástica, real… Precisamente, la forma en que estaba distribuida la tierra había sido el obstáculo mayor frente a los esfuerzos de Carlos III para conseguir un aumento de la producción (2001:14)

Con arreglo pues a cuanto queda dicho, hemos de considerar que la situación económica de campesinos, obreros y artesanos en los finales del XVIII y principios del XIX (cuando aún no había apuntado en España la Revolución Industrial) era casi desesperada, especialmente la de aquellos campesinos que no poseían tierras, sin que fuera mucho más holgada la de los pequeños propietarios minifundistas. Por otra parte los comerciantes que formaban el grueso de la burguesía, habían acumulado capitales que querían convertir en tierras, pero el sistema de realengos y de mayorazgos se lo impedía, con lo que la redención del campo y la mejora de sus estructuras arcaicas se mantenía en una larga espera sine die, todolo cual determina, en la transición del siglo XVIII al XIX, una queja por falta de tierra ya que los bienes vinculados eran un peso para el desarrollo agrario cuya situación jurídica era necesario abolir.

Este clima de protesta fue activado, no solamente por el campesinado, sino también por una burguesía compuesta por grandes arrendatarios, a su vez apoyada por la masa de pequeños campesinos y jornaleros, abogándose por un nuevo tipo de propiedad en la que el interés individual fuese el motor del aumento de producción agraria. Sus objetivos, pues, no eran tanto los bienes de la nobleza (que sí lo eran en parte) que al fin y al cabo eran bienes privados, sino más bien los llamados bienes amortizados de la Iglesia y de los municipios. A la vez se produce una grave crisis en la Hacienda española y ello también concurre de forma decisiva y determinante para que se recurra a los bienes municipales y eclesiásticos con el fin de mitigarla o de ponerle remedio (Gómez-Ferrer & alt., 2001:15)

Por otra parte, la escasa productividad de la tierra hace que el campesino carezca de excedentes para comprar manufacturas, al tiempo que la escasa producción industrial de dichas manufacturas limitaba también el desarrollo de la agricultura. Con estos condicionamientos era inevitable la existencia de fuertes tensiones sociales, agravadas aun más con la bancarrota hacendística incapaz de hacer frente a los gastos de la situación bélica que se inicia en 1808.

Así pues, las asonadas y motines en España no fueron organizadas en las ciudades ni por los burgueses, sino en el campo y por los campesinos, que se echaron literalmente al monte y organizaron bandas dedicadas a irrumpir en cortijos y haciendas, asaltar pueblos, interrumpir las comunicaciones y matar a nobles y burgueses. Estas agrupaciones de bandidos al mando de cabecillas muy populares como El Empecinado, Javier Mina, Francisco Espoz y Mina, El Charro, El Cura Merino y algunos otros igualmente populares y sanguinarios, formarán poco después, bajo los mismos mandos, las guerrillas que se enfrentarán a los franceses tras los descalabros del Ejército regular, y que mantuvieron a lo largo del tiempo una injustificada fama de héroes, algunos de los cuales llegaron a ser generales y coroneles del Ejército Español, tras la hecatombe que en el mismo produjo la Guerra de la Independencia. Algunos murieron en el campo de batalla (al menos su muerte les redimió de anteriores crímenes), otros fueron fusilados por los absolutistas.

Pero también es de justicia admitir y aclarar que no todos los jefes de partidas que hostigaron a los ejércitos franceses eran unos forajidos. Hubo, tanto entre los cabecillas, como entre los partisanos, gentes de buena intención que luchaban por su patria. Otros lo hacían por sus propios intereses y sin incurrir en actividades delictivas y otros, por fin, eran auténticos bandoleros que veían en la guerra una doble oportunidad: Redimirse de su condición marginal o conseguir por medios violentos que su condición desesperada les brindaba, la posibilidad de ganarse una vida que el agro les mostraba mísera y sacrificada.

Dos ejemplos ilustran los logros sociales de estos guerrilleros: Espoz y Mina llegó a convertirse en Capitán General y murió de muerte natural (ciertamente cuando estaba a punto de expatriarse) y El Empecinado alcanzó el grado de General, pero fue ahorcado en 1924 por sus posiciones ideológicas liberales, posiciones que estaban condicionadas más por un sentimiento general en el Ejército, y por tanto motivadas por la conveniencia política y personal de abrazar el liberalismo, que por una seria reflexión del guerrillero que, antes de ser ejecutado por el gobierno absolutista, fue exhibido en una jaula.

Nacimiento del mito

Así pues, volviendo a los sucesos del dos de mayo, hemos de concluir que el pueblo de Madrid, tomado por la historiografía como síntesis del de la nación española, irrumpió en la Historia por razones menos heroicas que la defensa del infante don Francisco de Paula, que se resistía a que los oficiales de Murat le trasladasen a Francia. Este desencadenante no fue más que un pretexto. El pueblo de Madrid se alzó a consecuencia de la desesperación, del hambre y de la falta de esperanzas. Así lo entiende el Marqués de Lozoya quien apostilla:

Después, cuando ya había ocurrido todo, al analizar las listas de los muertos en el motín de Madrid se había visto que las muertes eran de miembros de las clases populares; los agitadores, como el dueño de la voz que gritó ¡Vasallos, a las armas, que nos le llevan! No tomaron parte en la lucha. Sí lo hizo en cambio un gran número de desconocidos, que se supone fueron campesinos que acudieron al mercado del día anterior y permanecieron en Madrid (Marqués de Lozoya. 1978:66)

Vemos pues que el ilustre historiador se alinea aquí con una de las teorías más conocidas sobre lo ocurrido aquel día. Para él no fueron ni los aristócratas ni tampoco propiamente los ciudadanos de Madrid, sino campesinos que se encontraban en la capital por el mercado semanal. Esto respaldaría la teoría de que la revolución de España iniciada el dos de Mayo, fue básicamente una revolución campesina y no proletaria, lo cual deja en entredicho los escritos de Marx y Engels sobre la Guerra de la Independencia Española y rompe además el mito largamente cultivado por la historiografía del nacimiento, precisamente el día dos de mayo, de la conciencia nacional.

Abunda en esta teoría la memoria pictórica que nos dejó Francisco de Goya{1}, pues en sus cuadros Los Fusilamientos de la Moncloa, y La carga de los Mamelucos, solo se ven elementos populares que van vestidos de obreros urbanos. Se ven igualmente personajes que parecen ser campesinos, pero ni un solo noble ni tampoco un solo militar, aunque es cierto que algunos militares, como el teniente Ruiz y los capitanes Daoiz y Velarde, destinados en el Parque y Toma de Razón de Artillería, se sumaron al alzamiento y facilitaron armas al paisanaje{2}, aunque no está muy claro si lo hicieron por un acendrado patriotismo o por la avalancha de centenares de personas que se les venía encima y contra la que no quisieron disparar.

De todos modos, como insinuamos líneas arriba, el dos de mayo de 1808 promovió la creación de un mito nacional, construido en los años posteriores, especialmente en los años 40 y durante el Sexenio Democrático, y fue desde la literatura y el sentimiento patriótico, cultivado por la historiografía liberal, como se construyó, idealizando las razones populares para la sublevación y convirtiéndolas en algo ideológicamente sublime, pero lo cierto es que bastante lejano de la prosaica realidad. También el Arma de Artillería, en sus publicaciones, alocuciones, proclamas y arengas, tuvo mucho que ver en la consolidación del mito, pues la glorificación de sus héroes madrileños significaba también la glorificación del Arma. (Demange, Ch. 2004:279-286){3}

La inveterada costumbre de hacer loas inmoderadas al heroísmo de los pueblos, no pasa de ser una mera construcción voluntarista. Los pueblos y las personas normales son cualquier cosa menos heroicos. El héroe es un ser extremadamente poco frecuente y solo puede ser considerada como tal solamente una persona entre más de dos millones como adornada de virtudes heroicas, y eso en diversos grados, según atestiguan autores como Jung, padre de la moderna psicología psiquiátrica. Otra cosa distinta es que un colectivo, debidamente estimulado y manipulado, reaccione entusiásticamente al estímulo del manipulador o de los manipuladores con comportamientos que, incluso, llegan a poner en peligro su propia vida. Este es el síndrome del instinto gregario, muy bien descrito por otro eminente psiquiatra, Sigmund Freud, en coincidencia también con lo que Charcot llama el síndrome de histeria colectiva. Los militares conocen perfectamente esta técnica y la emplean en los discursos patrióticos que llaman arengas, mediante las cuales entusiasman a la tropa y la impelen al combate. Igualmente hacen algunos políticos en sus mítines y discursos que levantan salvas de aplausos al persuadir fácilmente a su militancia de la excelencia de sus ideas y programas.

Pues bien esto más o menos es lo que ocurrió aquel lejano dos de mayo. Quienes instigaron al pueblo de Madrid a levantarse contra los franceses, sabían perfectamente que sus palabras caían en terreno abonado pues iban dirigidas a gentes desesperadas y sumamente proclives a tomarse la justicia por su mano. A mayor abundamiento, como dice Pierre Gaxotte, la miseria puede suscitar motines, pero no causa revoluciones, éstas tienen orígenes más hondos (2008:26).

La ocupación francesa y la orden de llevarse al infante Francisco de Paula, no fueron más que meros pretextos, pero quienes estimularon la rebelión sabían perfectamente lo que hacían y no se implicaron en ella.

Por otra parte, la leyenda infantil de que el pueblo se levantó como un solo hombre y a impulso propio, no se tiene en pié ni puede dársele la más mínima credibilidad, pues como dice el insigne filólogo e historiador Don Ramón Menéndez Pidal:

El Pueblo, como mera colectividad, sin dirección, no es capaz de tomar la menor iniciativa… La actuación más popular que consideremos no puede producirse sin la levadura de una minoría.

Y así ocurrió, efectivamente en aquella ocasión, pues sin mengua de su espontaneidad, nuestro alzamiento antinapoleónico fue indudablemente estimulado y dirigido por la fracción más decidida y exaltada del bando fernandino{4}

Así pues, lo ocurrido aquel dos de mayo según la tradición oficial, es decir el levantamiento espontáneo contra la invasión francesa y contra la entronización de otra dinastía extranjera en España, no es sino un cliché, una versión oficializada a lo largo de los siglos XIX y XX que sirvió para educar a los escolares en la admiración narcisista de nuestro heroísmo como pueblo y como exaltación de nuestro sentido patriótico. Sin embargo, a estas alturas, el debate historiográfico serio y responsable ha puesto en tela de juicio cuánto de espontáneo y cuánto de conspirativo hubo en los sucesos del dos de mayo madrileño (Bahamonde y Martínez, 1998:29) y no falta quien a tales sucesos los considere una prolongación del Motín de Aranjuez. Pero es lo cierto que estas consideraciones no alteran la importancia cuantitativa y el efecto multiplicador que tuvo la rebelión antifrancesa, mezcla manipulada de xenofobia, de patriotismo y de cálculos políticos.

De todos modos, resulta difícil, por no decir absurdo, justificar todo el proceso del levantamiento popular atribuyéndolo a una antigua francofobia incardinada en el espíritu del pueblo español. Las tropas francesas llevaban ya bastante tiempo en España y la ocupación de la mitad norte de la capital, no solamente no había producido una oposición seria sino que el pueblo, en realidad y durante la primera etapa o se inhibió de la ocupación o, en otros casos incluso confraternizó con las tropas invasoras. De cualquier modo ni en aquel tiempo, ni tampoco durante casi todo el siglo XIX, los problemas y los avatares de la alta política no afectaban a las clases bajas en absoluto. Es más, si nos elevamos a la clase intelectual de aquel tiempo, especialmente la más progresista y liberal, vemos que adoptó actitudes francamente pro francesas. Ello era así porque veía en nuestra vecina y en sus gentes la punta de lanza de la revolución liberal europea, sobre todo pasados los primeros tiempos trágicos en los que dominó en Francia la Convención, el Comité de Salud Pública y el Terror, tiempos de inseguridad y de asesinatos que la reacción de Thermidor, primero y la Dictadura Bonapartista después, había eliminado (Maurois, A, 1947:323 y sgts.)

Pero, de pronto, todo cambió aquel dos de mayo. Es cierto que la gente vio cómo los sucesos de Bayona eliminaban del trono al adorado Fernando VII, pero también está muy claro que fue en aquellos días cuando la intelectualidad afrancesada y la burguesía de los negocios se dieron cuenta de que el cambio de dinastía y de régimen, no les favorecía en absoluto y a la sazón comenzaron a aparecer agitadores en todas las capitales de España y así, entre todos, lanzaron a un pueblo, ya de por si levantisco y excitable, y, sobre todo en una situación económica precaria, a la revolución reivindicativa. Pero no se mal engañe nadie, ésta era controlada y dirigida en las ciudades, pero en el campo estaba a su total y libre albedrío y sin control, y no se puede descartar la moderna teoría defendida por Aymes que sostiene que la Iglesia tuvo mucho que ver en la excitación y en el mantenimiento de la revuelta que acabó en una guerra generalizada que fue una verdadera catástrofe para España.{5}

Dice éste autor:

«Difunden la idea (el bajo clero) de que sobre la religión católica y la Iglesia española se cierne una amenaza (…) y extiende a todos los franceses el calificativo de regicidas y transforma la conspiración contra el invasor en cruzada contra el ateísmo y la heterodoxia» (Aymes, J.R. 1980:16)

Abundando en este criterio, es, además, altamente significativo que los franceses, a lo largo de su permanencia en España, consideraran al bajo clero y a los frailes como enemigos importantes, hasta el punto de diezmar a los curas y suprimir la órdenes regulares, lo cual nos lleva a considerar y preguntarnos quién hizo en realidad la revolución en aquellos años de la Guerra de la Independencia.

Es importante hacer constar que el propio rey, Fernando VII, desautorizó la rebelión del dos de mayo. No por ser un felón, como nos ha transmitido la historiografía liberal, sino simplemente por estar mucho mejor informado de la situación, como correspondía a un Jefe de Estado. Su manifiesto a los españoles, remitido desde Bayona, donde se encontraba negociando con Napoleón dice así:

«Españoles y amados vasallos: hombres pérfidos se ocupan en perderos y quisieran daros armas para que las empleéis contra las tropas francesas, anhelando recíprocamente a excitaros contra ellos y a ellos contra vosotros. ¿Cuál sería el resultado de tan siniestras intenciones? No otro, sin duda, que el saqueo de toda España y desdichas de toda especie (…) Mas precaveos de dar oído a sus enemigos. Los que os sugieren ideas contra Francia están sedientos de vuestra sangre y son enemigos de nuestra nación o agentes de Inglaterra. Si los escucháis, acarreareis la pérdida de vuestras colonias, la división de vuestras provincias y una serie de turbulencias e infortunios para vuestra patria.

Españoles, confiad en mi experiencia y prestad obediencia a la autoridad que debo al Todopoderoso y a mis padres. Seguid mi ejemplo y persuadíos de que solo la amistad del grande Emperador de los franceses, nuestro aliado, puede salvar a España y labrar su prosperidad.

Dado en Bayona, en el Palacio Imperial, llamado del Gobierno, a cuatro de mayo de 1808. Yo El Rey». (Flórez Estrada, A. 1958:276)

Poco tiempo hubo de transcurrir para que las palabras de Fernando VII fueran proféticas, pues la Guerra de la Independencia fue nuestra mayor ruina (Nombela, 1976). Ni Fernando VII, ni su padre eran dos idiotas que se entregaran en brazos de Napoleón engañados y traicionados. Ellos sabían muy bien que ni España como nación, ni ellos como reyes tenían ninguna posibilidad de permanecer al margen de las guerras napoleónicas, manteniéndose independientes, si no era negociando con el Emperador. Fernando VII, comprendiendo desde muy atrás esta palmaria verdad, había pedido a Napoleón una princesa de la Casa Bonaparte para contraer matrimonio con ella, consiguiendo así una alianza familiar, por eso el referido manifiesto trataba de evitar un enfrentamiento de la nación con Murat y el Ejército que iba ocupando España, pues esperaba de la negociación mejores resultados que los que obtuvo, pero esta es otra historia que llenaría muchas más páginas.

Así pues, resumiendo, podemos asegurar que los grupos que conformaron el primer movimiento verdaderamente revolucionario que se extendió por toda España entre el 2 y el 31 de mayo de 1808, y que desembocó en la Guerra de la Independencia fueron los siguientes:

Primero: El pueblo. Éste actuó de manera decidida y más o menos espontánea destituyendo, a veces violentamente, a las autoridades, tanto las francesas de ocupación como las españolas que aún ostentaban el poder real. Es también el pueblo quien establece una Junta compuesta por elementos de su confianza y, solo una vez que esta se consolida como autoridad aceptada, se somete el pueblo a sus decisiones. Pero no hay, ni de lejos, una conciencia nacional, ni, menos aun, un sentido de patria ofendida y ultrajada, sino un substrato de hambre, miseria y desesperación de las clases bajas que, al amparo del tumulto callejero, atacan a las tropas de Murat y se lanzan a hacer una auténtica revolución para mejorar su suerte. Entre sus motivaciones para atacar a las tropas francesas, no es la menor el hecho de que estas vivían sobre el terreno, exigiendo y requisando a los campesinos víveres y subsistencias, lo que agravaba aún más su precaria situación.

No obstante, hemos de hacer una precisión en lo que al pueblo ser refiere, tomando el concepto en un sentido amplio, porque las juntas las formaron, en su mayor parte, burgueses ilustrados y antiguos funcionarios, muchos de los cuales, por cierto, tuvieron una actitud muy digna y estuvieron a punto de perder la vida por su firmeza ante las autoridades militares francesas. En potras palabras: el pueblo eligió para que le mandara a las personas de la clase a la que estaba acostumbrado a obedecer.

Segundo: La nobleza, que tuvo un papel ambivalente porque si bien en ocasiones se unió al pueblo y en otras a la burguesía, también un importante grupo, el más potente y encumbrado de la clase noble, trabajó siempre para el restablecimiento del Antiguo Régimen en la persona de Fernando VII. Este proceder era consustancial no solamente con sus convicciones, sino, lo que es más pragmático, con sus intereses que eran la conservación de los privilegios de que gozaba.

Tercero: Los militares, que también tuvieron un papel ambivalente. Los altos mandos se opusieron al levantamiento y en virtud de su negativa a sumarse a la rebelión, cuatro de los Capitanes Generales de las Regiones Militares fueron asesinados y el resto o se les destituyó o se les obligó a ponerse a las órdenes de los revolucionarios cuando se constituyeron las Juntas y dado el vacío de poder que significaron las abdicaciones de Bayona. (Cardona Escanero, G. 2005:18). Sin embargo gran número de oficiales, desbordados por la sublevación popular, tuvieron que tomar partido rápidamente por las turbas enardecidas y muchos más suboficiales, que tenían mayor consciencia de la desesperada situación del pueblo y también estaban más próximos a su ideario, se unieron a la revolución en la mayoría de los casos e intervinieron muy decisivamente en ella.

Cuarto: La burguesía. Esta se dividió en dos grupos bien definidos y antagónicos. Una parte se unió con entusiasmo a la sublevación y, en muchos casos, capitaneó el levantamiento y lo encauzó, eran la que hoy llamaríamos clase media baja; otros, por el contrario, se decantaron por el invasor francés. Este grupo, al que se le tildó con el remoquete de afrancesados, eran componentes de la burguesía más ilustrada y mejor situada económicamente. Pero llevó la peor parte al término de la contienda y tuvieron que exiliarse iniciando así una costumbre que perduraría durante todo el siglo XIX (y aún del XX) en el que la persecución implacable del enemigo político hizo frecuente que muchos españoles hubieran de buscar su seguridad personal allende nuestras fronteras.

Quinto: El Clero, que tuvo también una actitud ambivalente, al igual que la nobleza y los militares. El alto clero, en su inmensa mayoría, se mantuvo al margen o se opuso a la sublevación contra los franceses. El bajo clero secular participo moderadamente, tanto en la sublevación como en la Guerra de la Independencia, pero el clero regular se adhirió en masa a la una y a la otra. En realidad fueron luego los auténticos representantes del pueblo en las Cortes de Cádiz en las que ocuparon bastantes escaños.

Sexto: La Corona. Ésta no jugó ningún papel. Estaba contra la sublevación, pero con su ausencia las Juntas ocuparon su puesto. Sin embargo éstas siempre actuaron en nombre del rey. De otro modo el pueblo no hubiera reconocido su autoridad. Basta para ello considerar la enorme manifestación de entusiasmo con que el pueblo recibió por toda España a Fernando VII cuando regresó del exilio.

Las guerrillas y los guerrilleros

Pero conviene también hacer una matización importante con respecto a las guerrillas. A éstas se les ha atribuido por parte de una historiografía patriotera, romántica y facilona, una actuación heroica y salvadora de la patria, hostigando permanentemente al Ejército francés, después de que este derrotara al ineficiente Ejército regular español; porque, militarmente hablando, la derrota de éste había sido completa y clamorosa, pese a victorias tan aireadas como la del General Castaños en Bailén o las heroicas defensas de Zaragoza por Palafox y de Gerona por el brigadier Álvarez de Castro, pero lo cierto es, como dice D. Modesto Lafuente que:

Victoriosas por todas partes las armas francesas a fines de 1808 y principios de 1809; prisioneros, deshechos o muy quebrantados nuestros ejércitos; ocupadas y dominadas por los invasores las provincias del Norte, del Occidente y del Centro de la Península; subyugada alguna de las de Oriente y amenazadas las de Mediodía; instalado segunda vez el rey José en el trono y palacio real de Madrid con más solemnidad y, al parecer, con más solidez que la primera; creyeron muchos, y en otro país menos tenaz y menos perseverante que la España habrían creído todos, que la corona de San Fernando y el cetro de los Borbones se habían asentado en la cabeza y pasado definitivamente a las manos de la nueva dinastía de Bonaparte (1889:2-3, vol. XVII).

El panorama, en realidad, no era tan simple. Inglaterra, enemiga y coaligada contra la Francia napoleónica, no podía ver sin preocupación la extensión del Imperio a España y ayudó a los insurgentes desde el principio por su propio interés, hasta que con su intervención formal en la Guerra acabó por expulsarlos de España, siendo esta ayuda la que en realidad hizo al país ganar la guerra que, mientras para España era la Guerra de la Independencia, para Lord Wellington, Blake, los demás generales y para la propia Inglaterra, con su Primer Ministro Mr. Pitt al frente, no era otra cosa que la Peninsular War, es decir, una campaña más contra Napoleón en la que España no era sino una de las piezas del inmenso tablero de ajedrez que constituía Europa.

Ello no obstante, la Junta Suprema, preocupada por el comportamiento de las partidas que hacían un poco o un mucho la guerra por su cuenta, trataba de convertirlas mediante decretos e instrucciones en verdaderas tropas auxiliares de los ejércitos regulares, pero no siempre lo lograron, pues como dice el Marqués de Lozoya, en las guerrillas:

«Abundaban por desgracias los desalmados que buscaban en la guerra una ocasión para dedicarse al asesinato y al robo. Estos mal llamados guerrilleros, más temidos por los vecinos pacíficos que los mismos franceses, fueron la preocupación del gobierno y hubieron de ser reducidos por unidades regulares y por los mismos guerrilleros dignos de tal nombre» (Marqués de Lozoya, 1978:88)

En igual sentido se expresa Modesto Lafuente, aunque considerando que en las guerrillas había de todo:

Había entre ellos (los guerrilleros) gentes sin educación y avezados a los malos hábitos de una vida estragada o licenciosa; que por sus demasías se hacían aún más temibles a los honrados moradores de las aldeas que los mismos enemigos: achaque del estado revuelto de una sociedad en que la necesidad obliga a tolerar y aún aceptar servicios de los mismos que en otro caso juzgarían severamente los tribunales. Pero a los más impulsaron nobles y generosos fines; nacidos unos en ilustre cuna, distinguidos otros en carreras científicas, hijos también otros de modestas pero honradas familias, cambiaban o el brillo o la comodidad de su casa o el lucro de su honrada profesión por las privaciones y los peligros de la guerra (1889:59. vol.XVII)

Pero con toda esta variedad de componentes, es de justicia admitir que las guerrillas cumplieron un papel en la lucha contra el invasor, aunque no significaron, ni mucho menos, un índice de madurez política del pueblo pues, si bien fueron elementos populares quienes las formaron, en su inmensa mayoría no los llevó a la lucha una cuestión ideológica sino vital y no puede afirmarse que los guerrilleros plantearan ni una guerra de tipo social ni que el sentido de sus acciones tuviera tal carácter, sino que su lucha era, en realidad, una lucha de supervivencia.{6}

De todos modos, tampoco se puede minusvalorar su importancia real, sobre todo en algunos casos más notorios. Hay, ciertamente opiniones para todos los gustos y, fuera cual fuera la catadura moral de los componentes de las partidas guerrilleras, tomamos esta muestra para acreditar su eficacia en la lucha contra el Ejército de Napoleón:

En Cataluña y en toda España fueron las guerrillas las que, en realidad, ocasionaron al fin la derrota de los bonapartistas en España y desmoralizaron a los mandos franceses e hicieron precarias todas las conquistas de territorio que lograba el invasor, hasta al punto que (…) llegaron a dar al enemigo la sensación de que solo podía considerarse dueño del terreno que pisaba (Pla Cargol, J. 1962:22)

Basados en este y otros criterios similares así como en el sentimiento general de rebelión contra las tropas francesas vigente en la época, los ilustrados y los liberales más cultos se dieron cuenta del potencial publicitario que entrañaba el concepto de guerrillero y lo explotaron, mitificando al buen guerrillero que provenía del pueblo sano y honrado y que luchaba contra los franceses y contra las injusticias sociales del Antiguo Régimen. Y de ahí surge toda una inacabable letanía de bendiciones históricas cuya esencia real está muy lejos de la hagiografía romántica a la que hemos hecho mención.

He aquí, pues, expuesta en grandes líneas, la estratificación social de la España de comienzos del siglo XIX y sus implicaciones en los movimientos políticos que estaban sucediendo a la sazón. De ella nació la configuración posterior del país y la hipertrofia del Ejército, que acabó por asimilar a los guerrilleros y a los voluntarios llegando muchos de ellos a ser oficiales, jefes y generales y abandonando por la milicia las estructuras productivas de la nación, en su inmensa mayoría agrarias, porque el Ejército se convirtió en un elemento de movilidad social ascendente (Carr, R. 1966) que, además de pesar intensamente sobre el presupuesto y la Hacienda nacionales, suponía tras la contienda y la vuelta de rey a España, un pesado lastre para el progreso material y aún moral de país.

El militarismo nacido de la Guerra de la Independencia

Ya hemos visto cómo la desgraciada Guerra de la Independencia contra Napoleón dinamitó las estructuras económicas y políticas de España, destruyó los propios fundamentos del Estado y no dejó en pié nada de lo que se había avanzado con la ilustración hasta entonces, pues ya desde sus inicios en junio de 1808, prácticamente había desaparecido cualquier forma de poder que fuera reconocida y acatada por todo el país. A su huída, Fernando VII dejó tras de si una Junta de Gobierno que resultó totalmente inoperante y la antigua institución nacional más prestigioso, el Consejo de Castilla, acabó sus días colaborando con los franceses e intentando, sin lograrlo, poner orden en aquel caos, lo que propició, como dice Artola que:

Todos estos actos y omisiones determinaban la desaparición de una estructura política multisecular (…) cuyo vacío sería ocupado de manera inmediata por una nueva legitimidad, la popular, nacida de la rebelión que constituye el punto de partida del levantamiento (Artola, M. 1975)

A mayor abundamiento, durante la Guerra de la Independencia, perdió España toda su población universitaria, la cual hubiera podido constituir una nueva clase dirigente acabada la guerra, pero España tardó más de un siglo en recuperarse de aquella pérdida y la clase intelectual y cultivada, llamada por lógica a regir los destinos de España, fue sustituida con clara desventaja por otra clase nacida de la propia guerra: los militares. Éstos, cuya inmensa mayor parte no procedía de estamentos ilustrados ni de las Academias, sino que era fruto de los ascensos por dudosos méritos de guerra y por el simple movimiento de un escalafón bastante inorgánico, habían alcanzado fuerza e influencia notables en las estructuras del Estado. Así por esta causa y otras más, consecuencia de ella, España, tras la infausta guerra, se vio sumida en el atraso y en la incultura y también en una constante inseguridad política.

Si nos hemos extendido con una cierta insistencia en la composición de las gentes que lucharon como voluntarios en la Guerra de la Independencia, es precisamente porque, como venimos diciendo, fueron los que finalizada la misma constituyeron el nuevo Ejército Español y le dieron un carácter levantisco y difícil, porque, persuadidos de su importancia capital en las estructuras del Estado, se convirtieron en árbitros de la política y conscientes de que el peso de las armas era decisivo para imponer gobiernos y dictaduras, ejercieron a través de los muchos pronunciamientos que jalonaron el siglo una presión social y política que, salvo durante el período de la Restauración alfonsina, perduró hasta el último tercio del siglo XX.

Concluyendo: El dos de mayo es una fecha mitificada y, para nada, el nacimiento de una conciencia nacional que gracias a un grito popular y unánime hiciera nacer el concepto de Unidad de España. Fue un levantamiento de desesperación y de hambre del pueblo bajo, que estalló en Madrid, donde se concentraban aquel día muchos campesinos. Nada tenía que ver con el odio al francés, pues las tropas de Murat, consideradas amigas, llevaban ya mucho tiempo en España sin que, salvo muy puntuales incidentes, se hubiera producido contra ellas animadversión popular seria en ninguna parte, como tampoco se produjo oposición popular ninguna a la invasión francesa de los Cien Mil Hijos de San Luis, por el hecho de que estos venían a restaurar el absolutismo de Fernando VII, en tanto que las tropas napoleónicas venían a destituirle y el pueblo, contra lo que se reveló, instigado por la élites, fue precisamente contra el intento francés de arrebatar el trono al Deseado.

La Guerra de la Independencia nos costó seis años de penurias, hambres y miserias. Un millón de muertos, la destrucción de nuestras estructuras productivas agrarias y el desmantelamiento de nuestra incipiente industrialización, gracias a la táctica de tierra quemada, empleada por ingleses, franceses y guerrilleros.

Pero quizás lo peor y de más largas y funestas consecuencias es que hizo nacer un militarismo institucional, a base de los voluntarios, que hipertrofió el Ejército de forma insensata, arruinando la Hacienda Nacional y creando una clase que se constituyó en árbitro de todas las decisiones políticas, y con muy escasos paréntesis, relegó al poder político y a la sociedad civil a un papel irrelevante. Todo ello fue así hasta fechas tan recientes en el tiempo, que aun tenemos con ellas frontera histórica.

Bibliografía

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Notas

{1} También debe de tenerse en cuenta que Goya no presenció ni la rebelión, ni los fusilamientos. Ambos cuadros fueron pintados en el año 1814, por relatos de quienes presenciaron aquellos sucesos.

{2} En el diario La Nueva España de Oviedo, de fecha 20-04-08, se da una relación de muertos asturianos en el dos de mayo en Madrid. Todos son mozos de cuerda, menestrales, conserjes y lacayos. Ningún profesional, ningún burgués, ni, menos aun, aristócrata alguno.

{3} El famoso cuadro de la resistencia del cuartel de Monteleón, fue pintado por Sorolla en el siglo XX, lo cual echa por tierra, como en el caso de Goya, su valor histórico documental.

{4} Aquí tenemos otra vez al Conde de Montijo, disfrazado de menestral, como lo hizo en Aranjuez durante el famoso Motín, donde se hacía llamar «El tío Pedro», instigando a las masas y dirigiendo bajo mano la sublevación.

{5} También es cierto que la exigencia de víveres por parte del Ejército Francés, que vivía sobre el terreno, exacerbó aún más los ánimos del pueblo empobrecido.

{6} El bandolerismo en España fue un mal endémico, antes y después de la Guerra de la Independencia. Recuérdense los nombres de bandoleros famosos tales como los Siete niños de Écija, José María el Tempranillo, El Pernales, que eran salteadores de caminos por las sierras de Andalucía o, en Madrid, Luís Candelas. Esta lacra social no fue erradicada hasta la creación de la Guardia Civil por el Duque de Ahumada, que tomó la idea de su padre, el Marqués de las Amarillas, de instituir un cuerpo de policía rural que denominaba «Salvaguardas».

 

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