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El Catoblepas, número 157, marzo 2015
  El Catoblepasnúmero 157 •marzo 2015 • página 8
El mundo no es suficiente

Catedral de Córdoba

Grupo Promacos

La polémica en torno a la institución cordobesa de la Catedral se mantiene en la actualidad reclamando urgentemente la consideración de nuestra mirada.

Catedral de Córdoba

Acaso porque la fuerza y el radio alcanzado por la explosión mediática que supusieron los atentados del terrorismo islamista en el consternado París de Charlie Hebdo absorbieron toda la atención, los conflictos en torno a la catedral de Córdoba –«Mezquita Catedral», también «Mezquita» de Córdoba–, ocurridos más o menos por las mismas fechas –pero que se venían produciendo desde varios años atrás–, pasaron desapercibidos. Y, sin embargo, la polémica en torno a la institución cordobesa, aunque sin la intensidad que suponen los asesinatos de un atentado terrorista islámico, se mantiene con una frecuencia que reclama urgentemente la consideración de nuestra mirada.

El problema parece haber brotado a partir de una cuestión puramente técnica: la propiedad del monumento. El Cabildo Catedralicio cordobés registró el 2 de marzo de 2006 la catedral de Córdoba –al parecer por 30 euros– como propiedad de la Iglesia. Una propiedad que –se argumenta– vendría avalada según la legislación nacional e internacional por una titularidad efectiva ejercida ya desde 1236, como, por otra parte, reconociera el propio Ministerio de Hacienda. Pero el hecho según el cual tal apropiación estuviera apoyada en la reforma de la Ley Hipotecaria, llevada a cabo por el gobierno de Aznar en 1998, y que el obispo, convertido ahora en fedatario público, ni siquiera tuviera que pagar el impuesto de transmisión patrimonial ha encontrado la oposición de varios frentes.

Por un lado, la administración autonómica socialdemócrata que por voz de la jefe de gobierno reclama la titularidad pública del templo, haciendo hincapié en la «risible» inscripción a nombre de la Iglesia por tan solo 30 euros e insistiendo en que la «Mezquita Catedral» tendría que ser pública, es decir, de todos los españoles –como si ahora fuera de los franceses o de los chilenos–. Por otro lado, las plataformas ciudadanas –entre cuyos miembros hay cristianos de base– que propugnan la revocación de la titularidad actual y la modificación de la ley para llevarla a efecto, impulsando una campaña –en línea– de recogida de firmas. A ella se han sumado, por lo visto, destacados artistas e intelectuales, pidiendo la intervención de la Unesco, amparándose en el supuesto peligro que correría la declaración del monumento como Patrimonio de la Humanidad. Un peligro que, de hacerse efectivo, corrompería los principios ecuménicos que inspiraron tal declaración, puesto que los responsables eclesiásticos estarían borrando todo rastro de islamismo, en lo relativo a la promoción del edificio, empezando por el mismo nombre de «mezquita»–. Pero también gran número de estudiosos e investigadores –sobre todo historiadores y arqueólogos– quienes se muestran estupefactos y apesadumbrados –se dice– como si la desaparición del nombre del monumento supusiera la demolición de su propio objeto de estudio, quizás porque aquel actúa como el recinto envolvente de la burbuja en la que se quiere conservar a este.

Ahora bien, para Promacos, las reivindicaciones en torno a la «Mezquita Catedral» de Córdoba no pueden considerarse como un caso aislado, exclusivo de la querulante idiosincrasia española, porque tiene lugar, no ya en el contexto de la destrucción de los monumentales budas de Bamiyán por la milicia talibán afgana en 2001 o de la reciente demolición de la antigua ciudad asiria de Nimrud por el Estado Islámico, sino también en el momento en que la expansión del fundamentalismo islamista –moderado o no–, unido a importantes flujos migratorios sobre determinadas áreas geopolíticas, muchas veces de frontera con países de morfología moral islámica, parece tener la voluntad (islamismo) y fuerza (crecimiento demográfico, petróleo) suficientes para reclamar la conversión de ciertos «monumentos históricos» precisamente en mezquitas. Así ocurre en la Turquía de la Alianza de las Civilizaciones de Erdogan donde el actual museo –igualmente Patrimonio de la Humanidad– en que se había convenido la basílica de Santa Sofía por decisión de Mustafa Kemal Attatürk en 1935 comienza a ser objetivo de quienes quieren transformarlo en mezquita efectiva. Y estos conflictos, que atraen el esmero de la prensa internacional por la aureola «cultural» de los monumentos, tampoco constituyen casos aislados como se confirma por las numerosas iglesias–museo que –también en la Turquía de Erdogan, y no sin la preocupación de la Grecia ortodoxa– han sido reconvertidas en mezquitas (Santa Sofía de Trebisonda, Santa Sofía de Iznik). Y, precisamente en este contexto, en el que la Junta Islámica de España también reclama el derecho a la oración regular en la catedral de Córdoba, determinados sectores y medios piden una actitud más tolerante por parte de la Conferencia Episcopal Española.

Consecuentemente, se dirá que en la coyuntura histórica actual debería propiciarse el diálogo entre religiones más que alentar la controversia y el conflicto, como si el conflicto fuese algo accidental y no estuviera ya inscrito en las propias instituciones culturales efectivas en la medida en que su racionalidad supone el enfrentamiento con otras. La «Mezquita Catedral» de Córdoba será vista, desde tal perspectiva, como un punto de encuentro para el dialogo; y el hecho según el cual desde la misma catedral cordobesa se pueda escuchar al muecín de una mezquita cercana llamando a la oración se interpretará como algo neutral, acaso exótico –y no como la verificación de la coexistencia de dos instituciones incompatibles–. La «Mezquita» de Córdoba se entenderá como el símbolo de la tolerancia –bien que oscurecido por el humo de las hogueras inquisitoriales que habrían venido más tarde, copiando así el discurso negrolegendario–. La «Mezquita Catedral» de Córdoba, Patrimonio de la Humanidad, será, pues, interpretada como la unión de culturas, razón por la cual cabría plantearse la eliminación o el cambio del Santiago Matamoros, que reposa al lado del altar desde el siglo XVIII. Así mismo, se reivindica el legado andalusí como civilización de concordia y se pide el rótulo Mezquita Catedral de Córdoba contra la intolerancia religiosa y en defensa del laicismo, la cultura, la civilización y los Derechos Humanos. La Mezquita Catedral de Córdoba –insisten algunos– sería el paradigma de la convivencia pacífica entre las religiones del libro y testimonio de un legado multicultural que debe permanecer como parte de la memoria de los andaluces.

Pero las ideas que acabamos de glosar, defendidas desde algunos editoriales y por numerosos estudiosos, artistas e intelectuales aljamiados, no resisten la mínima confrontación con la realidad. En primer lugar, porque las coordenadas izquierda/derecha –a veces asociadas a los pares tolerancia/intolerancia y moderado/extremista–, bajo los que se interpreta este conflicto –algo más que una inocente insinuación–, no parecen las más adecuadas. Sobre todo, porque hay que tener presente otro tipo de parámetros como los geopolíticos y los morales. En segundo lugar, porque constituyen una nematología confortable, consonante con lo políticamente correcto, que mirando hacia otro lado ante las incompatibilidades de las identidades morales –aunque no se trata (como ha señalado Gustavo Bueno en España frente a Europa) de derivar de la incompatibilidad entre las diferentes morfologías morales la imposibilidad de su convivencia– presupone, por el simple hecho de formularla, como si se tratase de un acto perlocucionario, la metafísica de la unión de culturas –la multiculturalidad–, con el cemento de la tolerancia, el laicismo y los Derechos Humanos. Pero estas ideas –en cuyo análisis no podemos entrar ahora– adolecen de una indefinición y carencia de parámetros que lejos de encauzar las cosas las oscurecen y confunden aún más. En tercer lugar, porque quienes hablan de diálogo y tolerancia entre culturas suponen que las épocas de conflicto pertenecen a otros tiempos ya finados. Sin duda, al periodo medieval, pero a una Edad Media que llevaría el apellido de cristiana, que habría roto la pacífica convivencia que se procuraba en la época de Al–Andalus y que, acaso, habría culminado con la ominosa expulsión de los moriscos en 1611. Y, sin embargo, nadie que mire atentamente a la situación actual, en la que, como hemos dicho, desde ciertos ortogramas islamistas se despierta el interés por el imaginario andalusí, podrá negar la importancia presente de las mismas.

Por nuestra parte, diremos que en modo alguno se trata de reivindicar una conversión total que supusiera la evacuación de todos los «componentes islámicos» de la Catedral de Córdoba, convirtiendo así el edificio en un templo cristiano «limpio de impurezas». Pero sí se puede afirmar que estos componentes, en cuanto partes formales de una institución católica –de una catedral–, solo tienen de «islámico» lo que desde una perspectiva que sustantiva ciertas partes como componentes «artísticos» se ve en ella. Y por esta misma razón cabría decir que tales componentes son también visigóticos, o romanos, o griegos (preislámicos), y, quizás, interpretar la mezquita en cuanto institución cultural en los términos de una diamórfosis arquitectónica que tiene presente la necesaria contradistinción con relación a la basílica romana que a su vez había sido reinterpretada por los cristianos. Por supuesto, tampoco nuestra perspectiva está orientada a eliminar todo rastro de cristianismo de la, ahora, Mezquita de Córdoba, convirtiendo el edificio en un referente –«sagrado» dirán algunos intelectuales, quizás dispuestos a abrazar la pureza del monismo monoteísta, como muladíes del presente– del aureolado mundo andalusí. En todo caso, una posición intermedia, neutralista, que viera la Mezquita Catedral de Córdoba, como símbolo del encuentro cultural –«voy a misa a la mezquita», «sin mezquita no hay catedral»– no es desde luego la posición más adecuada. Porque esta perspectiva mantiene la ilusión del irenismo cultural toda vez que ella misma es la prueba fehaciente de la incompatibilidad de las identidades morales relativas a estas instituciones.

 

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