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El Catoblepas, número 159, mayo 2015
  El Catoblepasnúmero 159 • mayo 2015 • página 6
Filosofía del Quijote

La reacción a Américo Castro (I)

José Antonio López Calle

David Rubio y la visión del Quijote como expresión del pensamiento medieval frente al pensamiento renacentista
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (35).

Portada del libro ¿Hay una Filosofía en el Quijote?

A pesar de sus graves errores que distorsionan el pensamiento real de Cervantes, la interpretación de Castro fue en general bien recibida, aunque de forma acrítica, y ha gozado de gran predicamento. Una de las pocas excepciones a tan triunfal acogida está representada por el padre David Rubio, profesor en la Universidad Católica de Washington, quien en su La filosofía del Quijote (1953) somete a crítica la exégesis de Castro del pensamiento de Cervantesy ofrece una interpretación alternativa de muy distinto signo: el Quijote ya no es un producto de las corrientes filosóficas renacentistas, sino la recreación del conflicto de la filosofía medieval, encarnada por don Quijote, con el pensamiento renacentista, representada por los demás personajes de la obra.

Según nos cuenta el propio David Rubio, en la solapa y contrasolapa de la tercera edición, bajo el título de «Algo de historia de mi Filosofía del Quijote», su libro surgió como reacción inmediata a una conferencia de Américo Castro, pronunciada en la Universidad de Pensilvania en 1924, sobre la filosofía de Cervantes, en la que presentó al público asistente una síntesis de su libro publicado al año siguiente El pensamiento de Cervantes.

Tres fueron las tesis fundamentales que, según el padre Rubio, trató de demostrar Castro en aquella conferencia, de las cuales la primera se refiere al erasmismo de Cervantes y la segunda y tercera revelarían la influencia en Cervantes del estoicismo renacentista. Hélas aquí en palabras del padre Rubio:

«Primero que Cervantes era erasmista, o sea, anticlerical; segundo, que Cervantes castigaba a don Quijote con el fracaso en sus aventuras por no seguir la naturaleza; tercero, que siendo este seguimiento de la naturaleza la base fundamental de la vida ética, no había necesidad alguna de apoyar la moral de la vida en dogma alguno».

Defraudado e irritado por una visión del Quijote que, a su juicio, desquiciaba el verdadero pensamiento de la inmortal novela, inmediatamente se puso a leer y releer el Quijote y de estas lecturas y relecturas salió una interpretación alternativa que rápidamente apareció en forma de libro, publicado en Nueva York en 1924 con el título ¿Hay una filosofía en el Quijote?, reeditado en 1943 en Argentina por la Editorial Losada y en su tercera edición, la de 1953, por la Editorial Sever-Cuesta de Valladolid. El autor da a entender que entre la primera y última edición no ha habido cambio ni mejora alguna. No queda del todo claro si en la confección de su Filosofía del Quijote se atiene sólo a la conferencia de Castro de 1924 o si tiene en cuenta su libro, El pensamiento de Cervantes, publicado justo en 1925. No obstante, todo hace pensar, incluido el doble hecho de la publicación del ensayo del padre Rubio en 1924, antes, pues, de la aparición del libro de Castro, y el de la no inclusión de ninguna modificación en las posteriores ediciones, que el autor de La filosofía del Quijote no tuvo en cuenta la exposición más amplia de Castro de su interpretación de la filosofía de Cervantes en su obra de 1925. Esto mismo invita a pensar la advertencia del padre Rubio de que sus múltiples ocupaciones y tareas en la Universidad Católica de Washington y en la Biblioteca del Congreso de la misma ciudad no le dejaron tiempo ni humor para volver a ocuparse de su ensayo La filosofía del Quijote, con lo que viene a reconocer que nos lo ofrece tal cual lo entregó a la imprenta para la primera edición, habida cuenta de que tampoco introdujo corrección alguna en vista de la segunda edición de 1943.

El autor comienza su ensayo planteándose si en el Quijote hay una filosofía. Su respuesta es que no la hay si por tal se entiende una filosofía sistemática, un sistema concatenado de principios e ideas para explicar el gran misterio de la realidad, es decir, el hombre, el universo y lo Absoluto, pero sí la hay si la palabra «filosofía» se entiende en un sentido más amplio como una comprensión o interpretación del gran problema de la vida. Precisamente el padre Rubio considera el Quijote como una obra eternamente actual por haber expresado el misterio de la vida probablemente mejor que ninguna otra creación del ingenio humano y de ahí la perenne atracción que ejerce sobre el lector y la tendencia que provoca en él a sondear su contenido de fondo. Esto no quiere decir que el Quijote sea, según él, una obra misteriosa o recóndita que necesite comentarios o interpretaciones como, por ejemplo, la Divina Comedia. Se muestra reacio a admitir un complejo simbolismo, pero termina admitiendo un simbolismo inconsciente más allá del sentido literal y manifiesto de la obra:

«Pero el genio casi siempre vierte y derrama en su obra tal profundidad y tal trascendencia, que, inconscientemente… su creación, como un mundo nuevo que es, requiere estudio más profundo de lo que sobrehaz de la letra dice para poder darnos cuenta cabal de todo su alcance». La filosofía del Quijote, pág. 39

Pues bien, entre las interpretaciones actuales que han sondeado la inmortal novela con el fin de desentrañar el contenido profundo y trascendental subyacente en su fondo sobre el misterio de la vida, el padre Rubio confiesa que le ha llamado la atención una que ha creído ver en el Quijote, no exactamente una filosofía en el sentido técnico de la palabra, sino «una marcada actitud ante la vida, que podría resumirse y cristalizarse en este principio: sequere naturam» (op. cit., pág. 40). Obviamente lo que tiene en el punto de mira es la interpretación de Américo Castro, a quien, como si pretendiera infligirle un castigo, no menciona jamás en el cuerpo del libro; sólo lo mienta una única vez en la solapa de éste al relatarnos concisamente, según ya vimos, el origen de su ensayo sobre la filosofía del Quijote. Así que, según Castro, la filosofía de la vida del Quijote y en general de Cervantes, impresa igualmente en el resto de su obra, sería la de la filosofía estoica, de suerte que habría modelado sus personajes conforme a ella, esto es, la mayor parte de éstos sufren y aun mueren por no vivir o conformarse con las leyes de la naturaleza y, como prueba de ello, Castro, según el padre Rubio, aducía pasajes de la aventura de los yangüeses, de la de los molinos y de la novela de El curioso impertinente.

En cuanto al principio de sequere naturam, el padre Rubio estima de entrada que es poco probable que Cervantes, siendo como era un cristiano católico -«y que él fue católico a macha martillo, loco será quien lo niegue» (op. cit., pág. 49)-, haya tenido como actitud fija ante la vida la que dicta el sequere naturam, habida cuenta de la centralidad en el cristianismo católico del dogma del pecado original, de acuerdo con el cual la caída del primer hombre trajo consigo la corrupción de la naturaleza humana con sus secuelas, de forma que sólo por la gracia de Cristo se puede llegar a la restauración de aquella fatal caída y al conocimiento del verdadero destino del hombre.

A favor de su argumentación, el padre Rubio podría haber alegado no sólo el hecho de la evidente condición cristiana de Cervantes, sino también el hecho de que tenía plena conciencia de la doctrina del pecado original y de las implicaciones de la misma, según se desprende de la referencia en su obra a esas verdades cristianas que para él debían de ser tan patentes. Así en el mismísimo Quijote su protagonista, al final de sus consejos de gobierno a Sancho, alude a la depravación de la naturaleza humana, evidentemente como consecuencia del pecado original: «Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción, considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra» (II, 42, 870). Cervantes admite en el Persiles, de acuerdo con la teología cristiana, que Dios creó la naturaleza humana «perfecta», pero el pecado original la trastornó dejándole una tara inextirpable: «Condición de la naturaleza humana, que, puesto que Dios la crió perfecta, nosotros, por nuestra culpa la hallamos siempre falta; la cual falta siempre la ha de haber, mientras no dejáremos de desear» (II, 3, pág. 300). Y esa tara original heredada de nuestros primeros padres, según se nos informa en El coloquio de los perros, nos ha dejado como herencia una inclinación al mal: «El hacer y decir mal lo heredamos de nuestros primeros padres» (Novelas ejemplares, II, pág.). Por tanto, si Cervantes era consciente de que la naturaleza humana ha quedado menoscabada después de la caída, debía de ser igualmente consciente de que ya no es algo perfecto, estable y seguro que pueda servir al hombre de guía en su vida e incluso de que puede conducirlo al error y hasta las mayores aberraciones.

Por lo que respecta a los pasajes de los episodios seleccionados por Castro, el padre Rubio pone en cuestión la exégesis de Castro de la aventura de los yangüeses, la de los molinos y de la novela de El curioso impertinente en términos del principio del principio de seguir la naturaleza, de forma que el error de no seguirla se paga con un castigo, incluso con una muerte expiatoria post errorem por contravenir el orden natural. De acuerdo con el análisis de Castro en su conferencia, cuando Rocinante, urgido por su deseo de refocilarse, se acercó a las jacas, que tenían más ganas de pacer que de lo otro, habría infringido una ley natural y ese error lo habría pagado con una lluvia de coces de las jacas y luego con una buena mano de estacazos por parte de los yangüeses, tras lo cual el caballo quedó derribado y malparado en el suelo. El padre Rubio argumenta que no tiene sentido aplicar aquí la doctrina del error como infracción del orden natural, porque el deseo de Rocinante de refocilarse era tan natural como lo era el de las jacas de pastar. No tiene sentido, pues, interpretar las coces y estacazos como un castigo, pues no cabe determinar el error de Rocinante, quien no hacía sino seguir un impulso natural. Los yangüeses no tuvieron en cuenta que el caballo obedecía su propia naturaleza y se condujeron, al propinarle estacazos, por su propio instinto brutal y ruin condición.

Puesto que la conferencia estadounidense sobre la filosofía del Quijote no se ha publicado, tenemos que atenernos a lo que Castro ha escrito sobre este asunto en El pensamiento de Cervantes, donde a la interpretación de lo acaecido a Rocinante en la aventura de los yangüeses le dedica una nota a pie de página en relación con las historias que conforman lo que él denomina «serie de error amoroso», de la cual formaría parte la incidencia de Rocinante, centrada en los errores de incongruencia amorosa, aunque aquí omite referirse a la reacción de los yangüeses al comportamiento de Rocinante (cf. op. cit., pág. 138, n. 48). Castro nos presenta aquí a Cervantes como alguien tan obsesionado por la doctrina del error como infracción del orden natural que la proyectó incluso sobre Rocinante, pero al hacer esto no parece darse cuenta de que él mismo considera la doctrina del error en tanto contravención del orden natural como una doctrina del error moral y si esto es así no parece sensato analizar lo acaecido a un animal como Rocinante en su incongruencia amorosa con las jacas como si se tratase de un error moral; y si no tiene sentido hablar de error moral en un contexto de comportamiento animal, tampoco lo tiene interpretar como un castigo la lluvia de coces recibidas por el impulsivo caballo. Tiene razón el padre Rubio al alegar que Castro, al acercarse a este asunto desde una perspectiva moral, se está empeñando en dotar de razón a Rocinante y a las jacas, como si estuviesen dotados de sentido moral.

Menos acertado anda el padre Rubio en su contraexégesis de la aventura de los molinos y de la novela de El curioso impertinente. Su comentario de la primera es verdaderamente decepcionante, pues, lejos de argumentar contra la exégesis de Castro, sorprende al lector con una interpretación alegórica de la aventura de los molinos -que más adelante expondremos cuando hayamos explicado los dos conceptos técnicos que él introduce para interpretar el sentido profundo del Quijote-, para legitimar la pretensión de don Quijote de ver en ellos gigantes (cf. La filosofía del Quijote, págs. 54-9). En la conferencia estadounidense, según nos lo presenta el padre Rubio, Castro habría alegado que el desastre de don Quijote en la aventura de los molinos habría sucedido por haberse apartado, como siempre, del sendero recto y seguro de la naturaleza, pues tomó las cosas por lo que no eran.

En su escueta referencia a esta aventura en El pensamiento de Cervantes, la incluye dentro de la subclase de aventuras en que el error consiste en una falsa interpretación por parte de don Quijote de una realidad física, como en los bien conocidos casos enumerados por Castro en que, amén de tomar a los molinos por gigantes, toma la venta por castillo, los carneros por ejércitos o el río Ebro por el Océano, etc.; una subclase de errores debidos a una errónea percepción de la realidad física que, unida a la subclase de errores consistentes en una mala interpretación de una realidad moral, constituyen lo que denomina la serie errónea de las fábulas cervantinas. Pero, puesto que el propio Castro admite que la desventura de don Quijote se debe aquí a una mala interpretación de una realidad física, carece de sentido presentar el desastre de don Quijote como un castigo en un sentido moral, puesto que no hay infracción alguna del orden moral natural; no cabe, pues, aplicar aquí la doctrina que Castro atribuye a Cervantes de una justicia o castigo inmanente. No obstante, la distinción de Castro entre fábulas que giran en torno a errores que emanan de una errónea percepción de la realidad física y las que giran en torno a errores causados en una mala interpretación de la realidad moral es bastante artificiosa, pues hay casos en que en las aventuras de don Quijote ambos aspectos están imbricados, como en la aventura de los encamisados, en que la confusión de don Quijote de un hombre muerto con un caballero asesinado provoca una intervención suya en que, amén de provocar el pánico entre los encamisados, a uno de ellos le quiebra la pierna.

No menos decepciona el comentario del padre Rubio de la exégesis de Castro de la historia de Anselmo, el curioso impertinente, cuya vida termina trágicamente por no haber seguido la naturaleza, según habría expuesto Castro, de acuerdo con la presentación del padre Rubio, en su conferencia estadounidense. En El pensamiento de Cervantes la novela intercalada de El curioso impertinente es nos ofrece como un ejemplo canónico de la doctrina del error como mala interpretación de una realidad moral y de la muerte expiatoria consiguiente, que se pone en marcha cuando un personaje ha cometido un grave o fundamental disparate (cf. op. cit., págs. 124 y 128-131). El error fundamental de Anselmo reside en creer que la virtud de Camila, su mujer, es como el oro o un metal que puede ponerse al fuego para probar su pureza y en no tener en cuenta además que la mujer es «animal imperfecto» a la que, por tanto, se debe alejar de toda ocasión de tentación o peligro.

El padre Rubio se niega a admitir la interpretación de Castro, pero no es capaz de aportar un solo argumento para desbaratarla. Ponerse a hacer distingos entre tentación y prueba, para indicar que la mujer de Anselmo queda expuesta a la tentación y no sometida a una prueba, por parte de su propio marido, un ser verdaderamente inmoral, que oficia de diablo tentador, o alegar que la novela de El curioso impertinente es tan disparatada como los libros de caballerías o que el propio Cervantes, por medio del cura, la tiene por una obra totalmente inverosímil, son consideraciones ajenas al asunto.

Por nuestra parte, no vemos ninguna dificultad en comprender el significado de la historia de Anselmo conforme a la exégesis de Castro, si por el principio de seguir la naturaleza que Anselmo infringe se entiende el orden ético o moral correcto, que tendría una base natural. Lo que objetamos es el tinte estoico que Castro da a la idea de naturaleza humana como norma de conducta; si se busca una filiación a la idea de naturaleza como base de las normas de la ética y por tanto de que lo correcto es actuar conforme a la ley natural, más bien hay que buscarla en la escolástica tomista, tan influyente, como tantas veces hemos señalado, en el pensamiento de Cervantes. Ya vimos en un artículo anterior que Cervantes alude en su obra, al menos en cuatro ocasiones, a la doctrina de la ley natural, cuando declara que la defensa de la propia vida en legítima defensa mediante las armas es algo prescrito por la ley natural, o que atentar contra la patria y la familia es contrario a ésta, o cuando nos presenta el matrimonio como basado en la ley del «amor natural» o habla de la gratitud como un mandato de la ley natural (cf. «Trascendentismo antropológico y moral frente a inmanentismo» en El Catoblepas, nº 150, Agosto de 2014). Y más aún, objetamos algo que el padre Rubio pasa por alto en sus críticas a la interpretación castrista del pensamiento de Cervantes; ignoramos si Castro no habló de ello en su conferencia estadounidense, pero en El pensamiento de Cervantes es capital en su estudio del pensamiento moral cervantino: se trata de que Castro en su afán de convertir a Cervantes en un pensador estoico inserta la doctrina que enseña que hay que seguir la naturaleza o la ley natural en el marco metafísico del naturalismo inmanentista y fatalista, del que ya hablamos en entregas precedentes, de forma que la obediencia a la naturaleza viene a equivaler a someterse al curso inexorable del destino, al que el ser humano no puede escapar, pues su propia naturaleza se lo marca fatalmente. Así lo formula el propio Castro al hacer un recuento de las principales ideas del estoicismo renacentista que influyeron en el pensamiento moral de Cervantes:

«No hay otro programa moral que el de obedecer a la naturaleza, sequere naturam, no entendiendo por tal los simples estímulos vitales (empirismo naturalista de Montaigne), sino el curso inexorable del destino, forma del orden fatal del universo, al que hay que plegarse» (op. cit., pág. 293).

Además de entender la doctrina de la naturaleza como norma de conducta que hay que obedecer como parte de una metafísica inmanentista y fatalista, Castro la enlazaba con una doctrina del castigo, igualmente inmanentista y fatalista, de acuerdo con la cual el que contraviene el orden natural recibe una punición inmanente y fatal desencadenada por el propio curso inexorable de los acontecimientos. Tal es lo que le sucede a Anselmo, que, una vez infringido el orden natural, no puede evitar ser el fabricador de su propia destrucción. El padre Rubio sí tiene en cuenta esta doctrina, pero sus objeciones, poco acertadas, van más bien dirigidas a cuestionar que los personajes de Cervantes ser rijan por la norma de seguir la naturaleza y a que reciban castigo, sufriendo o muriendo, por su error de apartarse de la naturaleza. Según nuestro punto de vista, que hemos desarrollado en el curso de la extensa crítica que hemos hecho de la interpretación castrista del pensamiento moral de Cervantes como un pensamiento básicamente estoico, lo importante en sí no es si los errores morales de sus personajes tienen su origen en una desviación del orden natural y si el castigo se debe a esa desviación de la naturaleza, sino si el error moral, tanto si consiste en una quiebra del orden natural como si no, desencadena su castigo o no y si todo esto, incluida la propia infracción del orden natural, es, como pretende Castro, un proceso inmanente necesario, al que los personajes no tienen más remedio que plegarse. Aquí es donde el análisis de Castro no resiste el análisis basado en las pruebas textuales, que revelan que los personajes de Cervantes, cuando yerran moralmente, sea su yerro una infracción de un orden moral fundado en la naturaleza humana o no, lo hacen libremente y ciertamente reciben su merecido, pues quien obra mal la paga, pero no en virtud de un sino fatal, sino de un orden providencial que rige las vidas de los hombres.

El padre Rubio sostiene que la doctrina de Castro del error como infracción de la ley natural y el castigo consiguiente no es aplicable a la historia de don Quijote, pues don Quijote sigue en muchas ocasiones la inclinación natural de defender los fueros del débil, esto es, sigue la ley natural de proteger la vida del indefenso y, sin embargo, acaba sufriendo lamentables contratiempos y desventuras. Como ilustración de su crítica nos trae a colación la aventura de Andrés, el muchacho maltratado por su patrón el labrador Juan Haldudo, en cuya defensa sale don Quijote. Nada más natural, comenta el padre Rubio, que la acción de don Quijote de defender a un pobre muchacho tan injustamente castigado y, sin embargo aquí, como en otros casos de la historia de don Quijote, pudo más la malicia y bellaquería del amo de Andrés que la inclinación natural de amparar y socorrer al débil. Pero el desenlace del episodio es trágico para el mozo desventurado y un grave revés para don Quijote, quien, cuando se entera de lo sucedido tras su marcha, se siente avergonzado. No está claro que esto constituya una refutación de las tesis de Castro, pues aunque ciertamente se puede decir que el sedicente caballero sigue la ley natural que establece el deber de proteger al débil o desamparado, lo cierto es que por interpretar mal la realidad con que se topa, tanto en su sentido físico como moral, termina aplicando inadecuadamente la ley natural como norma moral y de ahí su descalabro. En el episodio de marras don Quijote percibe correctamente que tiene ante sí un ser maltratado al que debe auxiliar, pero su acción resulta desacertada porque se desvía del orden real al confundir, primero, al labrador con un caballero, y luego, al marcharse dejando solo a Andrés con su amo creyendo ingenuamente que el labrador iba a cumplir con su juramento de pagarle su salario. Castro podría alegar, pues, que no es cuestión sólo de no apartarse de la ley natural, sino también de saberla aplicar en cada caso concreto, que es en lo que falla don Quijote y este yerro moral tiene malas consecuencias para él y, a veces como en el caso que comentamos, para los que pretende socorrer.

En lo que Castro va demasiado lejos, y esto es un asunto que el padre Rubio omite comentar, es en su pretensión no ya de interpretar sus sucesivos descalabros como consecuencia de sus errores, bien de una mala interpretación de una realidad física (como en la aventura de los molinos) o bien de una realidad moral (como en la aventura del muchacho azotado), sino en interpretar la muerte misma de don Quijote conforme a su esquema de la muerte post errorem o una muerte expiatoria (cf. El pensamiento de Cervantes, pág. 134). Decimos que va demasiado lejos porque el caballero ya sufre las consecuencias de sus errores después de cada aventura que termina siendo desventurada. Pero la muerte de don Quijote no puede ser expiatoria, como lo es la de Anselmo, el curioso impertinente, o el hiperbólicamente celoso Carrizales, porque no es una muerte inexorablemente determinada por el curso de sus aventuras. Lo hubiera sido si hubiera terminado muerto al ser derrotado en Barcelona o al haber sido de tal modo herido que hubiera acabado muriendo. Don Quijote no muere como consecuencia inevitable de sus aventuras o de sus actos, como sí les sucede a Anselmo y Carrizales, sino porque le ha llegado su hora. Además Cervantes no podría haber presentado la muerte de don Quijote como una consecuencia de su última aventura como caballero andante, su derrota en Barcelona ante el Caballero de la Blanca Luna, porque ello sería incompatible con su proyecto sobre el Quijote como obra literaria; nos referimos a su concepción del Quijote como una novela o fábula cómica, que automáticamente dejaría de ser tal para pasar a ser una novela o fábula trágica. Pero la historia de don Quijote, salvo que como Castro y el padre Rubio, que en esto no se diferencian, se asuma una concepción romántica de la gran novela, no es trágica, aunque, al final, abandonado el tono cómico, termine en un tono serio.

Descartada la interpretación de Castro, al que, como dijimos, no se menciona nunca por su nombre, de que la filosofía del Quijote es la filosofía del sequere naturam, el padre Rubio propone una interpretación según la cual la gran novela nos ofrece como respuesta al misterio de la vida no ciertamente una filosofía sistemática, ni una actitud estoica ante los reveses y desventuras de la vida, sino una filosofía caracterizada por el idealismo más espiritual y trascendental, a la que denomina construccionismo o filosofía construccionista, que habría alcanzado su máxima expresión teórica en la filosofía cristiana de la Edad Media, concretamente en el sistema filosófico-teológico de la escolástica tomista, y en el terreno práctico habría inspirado la caballería medieval, una filosofía, cuyos elementos fundamentales son la fe en la providencia de Dios, la creencia en otro mundo de eterna justicia, el sentido teológico y trascendente del mundo y de la vida, de acuerdo con el cual la vida eterna en el sentido cristiano sólo puede conseguirse por la batalla continua en la que se ha de someter la carne al espíritu, realizando actos libres buenos de los que depende el inmortal destino del hombre y, en definitiva, el triunfo de lo espiritual sobre lo material.

Naturalmente, quien representa en la magna novela cervantina esta filosofía construccionista de tinte teológico o trascendentista es don Quijote, quien por su adhesión al ideal caballeresco (con su cortejo de valores, como el del esfuerzo, el mérito del sacrificio, la lucha constante contra la adversidad por el triunfo del ideal sobre las ruindades del mundo, la lealtad, la fe religiosa, la defensa de los débiles, el amor, el respecto y exaltación de la mujer, etc.), su asunción de la altísima misión de ejecutar en al tierra, creyéndose guiado por la mano de Dios, la justicia divina y su lanzamiento a la conquista del ideal, al que entrega totalmente su vida, es la más perfecta encarnación de la filosofía de la fe en el ideal y de la victoria del espíritu sobre la materia.

Y en la batalla por el triunfo del ideal y del espíritu don Quijote se enfrenta contra quienes representan la filosofía opuesta de orientación inmanentista, denominada por el padre Rubio fragmentismo, que habría sido la innovación revolucionaria, según él, operada en el Renacimiento, un innovación que habría pulverizado y fragmentado el gran sentido trascendente del mundo y de la vida que había llegado a su mayor altura y profundidad en la construcción armónica filosófico-teológica medieval, produciéndose una reversión de valores en que a la doctrina medieval de la eternidad trasmundana se opuso señalada y abiertamente el valor de la vida presente no como un medio sino como un fin y, por tanto, lo sabio ahora no es ya la renuncia a lo temporal por lo eterno futuro, sino en disfrutar de los bienes y encantos del mundo de acá y de la vida presente.

Pues bien, en esta distinción entre el constuccionismo, como característica fundamental del pensamiento medieval, y el fragmentismo, como rasgo característico de la filosofía del Renacimiento, reside la clave, en opinión del padre Rubio, de la verdadera interpretación del Quijote. Frente a la comprensión del significado más profundo del Quijote según la oposición filosófico-romántica entre idealismo y realismo, nos ofrece como alternativa su entendimiento conforme a la oposición entre el construccionismo medieval, encarnado por don Quijote y el fragmentismo renacentista. He aquí la exposición en sus propias palabras:

«Se ha repetido millares de veces que los trágico y lo cómico del Quijote resultan de la oposición entre lo ideal y lo real. En mi opinión esa teoría no es exacta. Lo trágico y lo cómico de la obra inmortal proceden de la oposición y constraste entre el fragmentismo del Renacimiento y el construccionismo [cursivas del autor] medieval, de que estaba llena el alma de don Quijote.

Don Quijote, aunque concebido y dado a luz en el periodo del Renacimiento, es un acabado y perfecto tipo de la Edad Media. Su individualismo, sus ideas trascendentales de amor, de justicia, de honestidad, de exaltación y respeto por la mujer son el corolario y la quintaesencia de aquella edad en que la humanidad llegó a la más lata y profunda construcción de la filosofía, de la vida y del arte. Al actuar y desenvolverse en una época en que dominaba el fragmentismo, su altísima concepción de la vida sufre la contradicción, la oposición y más que nada la no comprensión de todos aquellos tipos vulgares que le rodean. No está por tanto su error en no adaptarse al medio, o, como se dice a la realidad; es que la realidad mezquina y pobre tal como era ya concebida en aquel periodo no se adaptaba a él». Op. cit., págs. 103-4

Pero el autor no contrasta, no pone a prueba con un análisis del material filosófico su esquema general hermenéutico, como si éste fuera obvio. Y cuando de pasada se le ocurre aplicar su clave hermenéutica a algún episodio del Quijote, como a la aventura de los molinos, incurre en el más exacerbado alegorismo, a la manera de Benjumea. Véalo el lector por sí mismo:

«Quede pues así sentado que, en el sentido fragmentario que se le da a la realidad…, los molinos de Criptana eran molinos de viento, con sus aspas y todo; pero ateniéndonos al construccionismo y a la realidad trascendente, de que estaba lleno el cerebro de don Quijote y muy menguados los cerebros de los que encarnan el sentido común, los que parecían molinos eran, son y serán gigantes por toda la eternidad». Op. cit., págs. 58-9

Aunque en el primer pasaje citado se da a entender que a don Quijote, el símbolo del construccionismo, se le opone el mundo en que vive dominado por el fragmentismo, se atreve a sugerir inseguramente, sin explicar por qué, que el principal representante del pensamiento fragmentario es el bachiller Sansón Carrasco, cuya victoria sobre don Quijote interpreta dubitativamente como la victoria del fragmentismo renacentista sobre la filosofía construccionista de éste:

«Don Quijote es vencido por Sansón Carrasco, bachiller por Salamanca… Y no deja de haber aquí una coincidencia, desde luego no intentada por Cervantes. Pero quén sabe si aquí hay un símbolo, el símbolo de la ciencia fragmentaria derrotando al idealismo, al arte y aun a la misma filosofía construccionista». Op. cit., págs. 222-3.

En la conclusión final del libro el padre Rubio sale de la duda en el sentido opuesto. La interpretación alegórica del pasaje en que, tras su derrota ante el Caballero de la Blanca Luna, don Quijote proclama que, no obstante, Dulcinea es la más hermosa mujer del mundo, le permite transformar, como en Benjumea, su derrota en la victoria del espíritu y, con ella, la de la filosofía de la fe en el ideal según el formato del construccionismo medieval.

Por más que el autor trata de distanciarse de la interpretación filosófico-romántica del Quijote centrada en la oposición idealismo/realismo, su propuesta basada en la distinción entre la filosofía construccionista y la fragmentista, viene a ser una nueva versión de la primera. No sólo adopta la doctrina del simbolismo inconsciente, sino que don Quijote es un loco sublime, un verdadero héroe, incluso «el más perfecto y acabado tipo de caballero andante que jamás ha existido, mucho más perfecto y real que el mismo Amadís (op. cit., pág. 190), un caballero medieval que es «fuente inagotable, de perenne idealismo» (pág. 226), en contraste y enfrentamiento «con la rastrería y prosaísmo de la época en que le tocó vivir» (pág. 193) y que, forjado «en la lucha constante contra toda adversidad hasta conquistarla y vencerla, para que triunfe el ideal sobre las ruindades de la vida» (pág. 225), emerge transfigurado en un héroe purificado y sublimado cuyo espíritu deviene victorioso, aunque el cuerpo salga derrotado de las lides de la vida.

En esta visión filosófico-romántica el autor se hermana con Castro, por más que se distancien en el contenido del género de pensamiento que atribuyen a don Quijote. El autor no somete a crítica la interpretación inmanentista de Castro del pensamiento de Cervantes en general y del Quijote en particular, pero diríase que en su ensayo de interpretación de la gran novela el padre Rubio se empeña justo en proponer una exégesis diametralmente opuesta a la de Castro. Don Quijote ya no es, como para éste, un héroe renacentista imbuido de una visión moral inmanentista que para nada tiene en cuenta la vida futura, sino muy contrariamente un héroe medieval, paladín de una filosofía construccionista cuyo eje central es la perspectiva de lo eterno futuro, la idea trascendentista de la vida precisamente enfrentada al fragmentismo renacentista, en el cual se ha perdido ya, según el parecer del padre Rubio, el horizonte trasmundano de la vida para ceñirse a una visión cismundana de ésta. Nunca menciona expresamente que en la conferencia en la Universidad de Pensilvania Castro hablase de la concepción cervantina del hombre, de la vida y de la moral en clave inmanentista, pero lo cierto es que en su ensayo hermenéutico del Quijote nos ofrece una interpretación filosófica del Quijote que es justo su contraria, trascendentisa o, dicho en su jerga, construccionista.

Terminemos con una breve observación crítica sobre la interpretación del padre Rubio. Sin duda acierta en su atribución a don Quijote de una concepción trascendentista de la vida y de la moral, pero es un error pensar que se enfrenta a un mundo y a unos tipos humanos que están ya dominados por un pensamiento renacentista fragmentista que ha abandonado la perspectiva del horizonte trascendente de la vida humana.Lo cierto es que en el Quijote (y en toda la obra de Cervantes) todos sus personajes, y no sólo don Quijote, están dominados por la dimensión trascendente de la vida humana y, por tanto, por el hecho de que el hombre con sus obras está decidiendo su destino eterno más allá de esta vida. No hay, pues, en la gran novela conflicto alguno entre don Quijote y los demás personajes en cuanto a la creencia en el destino eterno del hombre, que todos ellos comparten. Muy diversos personajes, independientemente de su condición social, y no sólo don Quijote, piensan y viven, como ya hemos mostrado en otro lugar, dando por sentado que hay unas sanciones trascendentes. Hasta uno de los galeotes así lo revela, cuando tras pedirle a don Quijote que los socorra con algo que lleve, le dice que Dios se lo pagará en el cielo (I, 22, 204). Ningún personaje del Quijote ni de ninguna otra obra de Cervantes cuestiona que ello sea así. Lejos de cuestionarlo, viven con la convicción de que lo que libremente hagan en esta vida no puede dejar de repercutir en el destino eterno de la persona y que sólo las buenas obras pueden conducir a la bienaventuranza eterna. Cualquier personaje de Cervantes podría decir con Avendaño en La ilustre fregona que «no es posible ir al cielo sin buenas obras» (Novelas ejemplares, II, pág. 152). No se enfrenta, pues, don Quijote con unos oponentes hostiles que a su concepción de la vida construccionista, por decirlo en la jerga del padre Rubio, opongan una visión fragmentista, que haya dejado de lado la dimensión eterna de la vida humana. Es curioso que el padre Rubio, que reconoce en la introducción de su libro que el Renacimiento tuvo en España un carácter diferente del que tuvo en otras partes, como sobre todo en Italia, donde adoptó formas paganas que no echaron raíces en España, no tenga en cuenta a la hora de comprender el Quijote que el Renacimiento en España no rompió amarras con el pensamiento medieval en lo esencial, que la concepción trascendentista de la vida se mantuvo incólume y que en España ni entre los espíritus selectos hubo inclinación alguna a abrazar una concepción inmanentista o fragmentista de la vida en que ésta se disocia de su destino eterno. ¿Qué sentido tiene, pues, pintar a don Quijote, símbolo del pensamiento medieval, en lucha con un fragmentismo renacentista que en España no llegó a surgir?

 

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