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El Catoblepas, número 160, junio 2015
  El Catoblepasnúmero 160 • junio 2015 • página 5
Voz judía también hay

Afirmación del intencionalismo

Gustavo D. Perednik

El debate más persitente sobre la índole del Holocausto.

Raúl HilbergLucy Dawidowicz

Al recibir un galardón en la Feria del Libro de Frankfurt de 1998, el escritor Martín Walser pronunció unas palabras que le granjearon la ovación de la audiencia. Se lamentó como alemán de «la vergüenza que nunca termina, que se nos presenta todos los días… Sin embargo, cuando en los medios me enseñan nuestro pasado día a día, hay algo en mí que se opone al bochorno permanente…». Desató de ese modo un debate más en torno del Holocausto. El fastidio expresado por Walser era fiel reflejo del que sentían una buena parte de sus compatriotas, abrumados por la culpa de ser alemán en el siglo XX.

Tal sensación halló su manifestación radical en el movimiento denominado Antideutsch (Antialemanes), fundado en 1989 para oponerse a la reunificación del país bajo el lema Nie wieder Deutschland («Alemania nunca más»).

La enorme culpa alemana alberga un rol especial para los judíos, debido al cual se ha dicho que «los alemanes jamás perdonarán a los judíospor Auschwitz».

En efecto, una de las formas que adoptó el malestar alemán fue una corriente dentro de la historiografía sobre el Holocausto que atribuye el exterminio a “las circunstancias», que diversos autores relacionan con la modernidad, la crisis, o la burocracia. La corriente se denomina funcionalismo o estructuralismo, y sostiene que el Holocausto no resultó de un plan maestro ni de una decisión de exterminar, sino de una enorme burocracia que fue perpetrando las matanzas desde el llano, empujada por las circunstancias.

La antítesis de este abordaje es el intencionalismo, que muestra cómo la Shoá resultó de una decisión tomada y promovida desde la alta jerarquía del Tercer Reich.

Hasta 1970 la gran mayoría de los historiadores eran intencionalistas, aun cuando los nombres de las dos escuelas no habían sido aún acuñados (lo fueron sólo una década más tarde, por el historiador Timothy Mason). La tendencia mayoritaria intencionalista comenzó a variar a partir de la publicación del libro El Estado Hitlerista (1969) de Martin Broszat.

Ahora bien, como los primeros funcionalistas habían sido educados en las Juventudes Hitlerianas, podía sospecharse que intentaran diluir la culpa germana en una infinitud de «circunstancias» anuladoras de la responsabilidad individual o nacional.

En efecto, en la medida en que se despersonaliza la decisión del exterminio y su perpetración, nadie resulta verdaderamente culpable, y se da por sentado que cualquier grupo en circunstancias parecidas se habría hundido en la misma barbarie. En la visión funcionalista el exterminio de los judíos «había acontecido» como consecuencia de la inercia burocrática, azuzado por algunas iniciativas personales.

El funcionalismo adolece de dos fallas fundamentales, a saber: la abundancia de la información existente sobre la decisión del exterminio, y el hecho de que éste se hubiera consumado tal como había sido anunciado.

A los efectos de soslayar el designio genocida de Hitler se requiere sencillamente no querer creerlo bajo ninguna circunstancia. Los funcionalistas se esmeran en transformar todo visible indicio de intención exterminadora en una mera bravata o en una vana amenaza. Hitler sólo se vanagloriaba de poseer una población vulnerable a su merced para poder chantajear a Occidente, sostienen.

Pero, desde el comienzo, Hitler y sus más cercanos secuaces explicitaron el objetivo de eliminar a los judíos, aun cuando el lenguaje inicial que utilizaron fuera ambiguo y permitiera interpretar el significado de «eliminar». Paulatinamente, con todo, el vocabulario se fue clarificando.

En Mein Kampf (1925) el autor se quejaba de que un decenio antes no «se hubiera gaseado a doce mil hebreos corruptores». Ante esta confesión, losfuncionalistas responden que no cabe sacar conclusiones de una sola oración tomada de un libro de más de 600 páginas. Omiten, sin embargo, que ninguna página del libro contradice la macabra intención, y que el tono general de la obra (y el de su autor en todas sus expresiones) es una exhortación a cumplir con «la necesidad» de exterminar.

En 1931, los Documentos Boxheim enumeraban las medidas que los nazis tomarían en Hesse una vez conquistado el gobierno. Una cláusula ordenaba matar de hambre a los judíos por medio de negarles tarjetas de racionamiento.

En 1932, Joseph Goebbels declaró pública y sueltamente a un periódico inglés: «También la pulga es un ser vivo y bastante desagradable, y nuestro deber para con nosotros mismos y para nuestra conciencia consiste en exterminarlas. Lo mismo hay que hacer con los judíos». Y más tarde: «’¡Mueran los judíos!’ fue nuestro grito de guerra durante doce años. ¡Que revienten por fin!».

El 23 de junio de 1935, ante una audiencia de doscientas mil personas en el festival de Hesenberg, así se despachó Julius Streicher para los miembros de las Juventudes Hitlerianas:

En esta montaña hace dos mil años solían congregarse vuestros antepasados, antes de que el país fuera infectado por una raza que en ese tiempo ejecutaba por alta traición al más grande antisemita de la historia, Jesucristo. Ahora esa raza es un enemigo de todos los pueblos y amenaza la vida del pueblo alemán. Ante este fuego llameante consagraos al odio a un pueblo que incita a las naciones a la guerra para lucrar con ella; al odio contra aquellos que deshonran a nuestras mujeres.

Unos meses después declaró ante una audiencia de periodistas de Europa y EEUU: «El exterminio es la única solución real para el problema judío» y, ante el Congreso del Partido en Núremberg: «La cuestión judía sólo puede resolverse de manera sangrienta».

De todas las declaraciones explícitas, la más elocuente es posiblemente la de Hitler en el Reichstag el 30 de enero de 1939; él mismo la denominó «su profecía» de exterminio:

En el transcurso de mi vida he sido frecuentemente un profeta, y fui usualmente ridiculizado por ello. Durante el tiempo de mi lucha por el poder fue en primera instancia sólo la raza judía la que recibió mis profecías con risas cuando dije que un día me haría cargo del liderazgo del Estado, y con él de la nación entera, y que entonces entre otras cosas arreglaría el problema judío. Hoy volveré a ser profeta: si los financieros judíos internacionales dentro y fuera de Europa tienen éxito en hundir a las naciones una vez más en una guerra, el resultado no será la bolchevización de la Tierra, y con ella la victoria de la judería, sino el exterminio de la raza judía en Europa.

También es ilustrativa la carta de Reinhard Heydrich a los Jefes de los Einsatzgruppen el 21 de septiembre de 1939:

En referencia a la reunión de hoy en Berlín, quiero enfatizar una vez más que las medidas generales proyectadas (el objetivo final) deben ser guardadas en estricto silencio. El primer paso hacia el objetivo final debe ser la concentración de judíos del campo en las ciudades más grandes. Debe ser llevado a cabo a la máxima velocidad.

Que el objetivo final debiera ser guardado en secreto fortalece más el cuadro de la intención genocida. En su discurso a los Gauleiters nazis, el 12 de diciembre de 1941, Hitler aludió claramente a la «Solución Final» como un genocidio total.

A pesar de cómo las distintas etapas de la judeofobia se concatenan una con otra, los funcionalistas insisten esforzadamente en que todas y cada una de las muchas declaraciones se reducen a bravatas, vacuas amenazas, modos de imponer miedo, o aun oportunismos para negociar desde una postura más dura.

Pero además -y aquí se ve la mentada segunda falla de la tesis funcionalista- sus argumentos tendrían asidero si el exterminio de los judíos finalmente no se hubiera producido. Por el contrario, con el resultado a la vista es obtuso seguir sosteniendo que sí, que se procedió a exterminar, pero que todos los anuncios en ese sentido deben ser interpretados metafóricamente.

Un aspecto adicional interesante es que cada vez que Hitler citaba su «profecía» mencionaba mal la fecha. La confundía con la fecha del comienzo de la guerra siete meses después. Su error podría estar revelando que, a sus ojos, existían dos caras de una misma moneda: la guerra por él desatada y su «ajuste de cuentas» con los judíos.

En efecto, para consumar la «solución final» que venía anhelando por dos décadas, necesitaba el marco de una guerra. Su estallido le proveyó de la gran oportunidad de cumplir con su meta.

Una de las supuestas pruebas funcionalistas de que los nazis no aspiraban a matar a los judíos sino sólo expulsarlos, son los planes Nisko y Madagascar, cuyo objetivo era hacinar a la población israelita.

Pero el hecho es que estos planes no contradicen el objetivo final de la destrucción física, sino que se articulan en ella cabalmente. El plan inexorable era la ulterior destrucción de la judería europea, pero una etapa previa podía perfectamente ser la concentración territorial en guetos nauseabundos o en la mentada isla africana, medidas que posibilitarían a los nazis chantajear a las comunidades judías del mundo y expoliarlas, sin abandonar el designio final exterminador.

En el clásico (y muy criticado) ensayo Los verdugos voluntarios de Hitler (1996) Daniel Goldhagen reafirma de un modo directo la verdad intencionalista:

Es muy poco plausible sostener que Hitler y quienes llevaron a la práctica el llamado programa de eutanasia se dispusieran a matar, y por decenas de millares, a alemanes no judíos con enfermedades mentales, pero que, en contraste, considerasen que los judíos, a quienes concebían como mucho más malignos y peligrosos, no debían compartir ese destino… Creer que los dirigentes nazis habrían emprendido el programa de ‘eutanasia’ sin querer hacer lo mismo con los judíos, es como creer que la misma persona que mataría una chinche preferiría no matar a una araña venenosa y dejaría a ésta seguir viva en algún lugar de su casa… o en la casa de al lado, lo bastante cerca para atacarle en cualquier momento.

Hilberg versus Dawidowicz

Según hemos visto, los primeros funcionalistas podían ser sospechosos de querer blanquear el nazismo. Por ello causó revuelo cuando se sumó a ellos Raúl Hilberg, un judío austriaco refugiado en EEUU cuya biografía desentonaba con el intento de minimizar la barbarie nazi. No obstante ello, Hilberg terminó transformándose en uno de los principales portavoces funcionalistas.

Su obra clásica La destrucción de los judíos europeos (1961) casi omite la agonía de los judíos en los campos. Se focaliza en desgranar los medios administrativos que canalizaron el genocidio, y de esa maraña puede deducirse el resto. Hilberg concede en su prefacio que «describirá la vasta organización de la maquinaria nazi de destrucción», aunque no escriba «un libro sobre judíos», definición que sorprende para un texto de casi 1500 páginas sobre la Shoá.

El mensaje de Hilberg es aún peor, porque cuando sí habla de los judíos, lo hace en tono de reprimenda. Los presenta como enteramente pasivos ante la maquinaria nazi, y aun agrava el cuadro al aventurar una explicación para la supuesta inacción judía: sería el resultado de la herencia milenaria de una Diáspora que nunca supo defenderse. La calumnia era arrojada, en efecto, desde el lugar menos previsible. Las víctimas pasaban a ser acusadas de haber colaborado con su propia aniquilación.

La novedad de Hilberg peca de un agravante adicional: mientras los escritos precedentes sobre la Shoá dejaban en claro quiénes eran los culpables, y supieron atribuir las responsabilidades finales del genocidio, por el contrario, la voluminosa crónica de Hilberg se refiere a los alemanes como simples burócratas que cumplen diligentemente con la tarea. Supervisan la clasificación y deportación de las víctimas, en un proceso que se percibe como enteramente separado del exterminio físico en sí. El protagonista del libro de Hilberg es la burocracia germánica.

A partir de ésta el autor detalla la historia de los mecanismos políticos, legales, administrativos y organizacionales que permitieron perpetrar la Shoá. Todo, desde la mira de los alemanes, frecuentemente presentados como anónimos empleados que se dedicaron sin cuestionamientos a una eficaz industria de la muerte que no parecían visualizar.

Hilberg desatiende la historia de la judeofobia y omite los elementos de la tradición alemana que arrastraron a la hecatombe. El producto de tamaña desidia es que la explicación de la Shoá resulta árida e inhumana. Es como si Hilberg se mostrara demasiado ocupado en cómo se produjo el Holocausto, y no le quedara espacio para asomarse a por qué se produjo. Precisamente, en la película Shoá (1985) de Claude Lanzmann, el entrevistado Raúl Hilberg afirma: «Nunca comencé por preguntar las grandes preguntas, porque temía toparme con pequeñas respuestas».

El ensayo de Hilberg es funcionalista (antes de que dicho término fuera utilizado) en el sentido en que descarta la intención, y en su lugar exalta un aparato burocrático que asesina a las víctimas después de fagocitar a los victimarios. El funcionalismo, como en el caso de Hilberg, descarta la existencia de una orden general de exterminio, y propone en lugar de ella una dinámica espontánea de la maquinaria de destrucción. Hilberg mismo, si bien en las ediciones tempranas de su libro mencionaba una orden de Hitler de matar judíos, suprimió ese dato en las ediciones posteriores. En la tercera edición de 1985 Hitler ha pasado a ser un cabecilla remoto y desconectado del llano, apenas involucrado en la destrucción.

El cuestionamiento más categórico a Hilberg provino de la pluma de la historiadora neoyorquina Lucy Dawidowicz (m. 1990), cuya obra cumbre fue La guerra contra los judíos 1933-1945 (1975). Su «mérito es enfatizar y aclarar la dimensión en la que la destrucción de los judíos era el principal objetivo de Hitler, y poner el acento en la odiosa coherencia de sus medidas políticas. A ningún otro motivo (económico, estratégico, político) se le permitió modificar la lógica demencial de la meta de Hitler de una ‘solución final’ al ‘problema judío’… Una verdad que otros historiadores encontraron demasiado irracional, demasiado increíble para manejar» (del comentario de George Steiner al libro de Dawidowicz).

En efecto, en contraste con el abordaje burocratista, La guerra contra los judíos (1975) muestra que Hitler condujo su política exterminadora aun a costa de beneficios pragmáticos. Era más importante matar hebreos que movilizar tropas o asegurar provisiones. Por ejemplo, los vagones que llevaban suministros a los soldados en Rusia fueron usados para deportar judíos a los campos.

A partir del juicio a Eichmann, el debate entre el intencionalismo y el funcionalismo se inflamó, debido a la subsecuente publicación de las obras de Hannah Arendt y de Bruno Bettelheim quienes, además de enfatizar el rol de la burocracia nazi, son aun más críticos que Hilberg en lo que al rol de los judíos se refiere.

Una de las expresiones del rechazo al trío Hilberg/Arendt/Bettelheim fue la publicación por parte de Yad Vashem (el museo oficial de recuerdo del Holocausto, en Jerusalén) de un ensayo titulado Investigación histórica, o calumnia (1967).

El abismo entre intencionalistas y funcionalistas fue ensanchándose. Para los primeros, el funcionalismo peca de cierta complacencia ante el nazismo, ya que traslada muchas culpas de los cabecillas y perpetradores a una sucesión de decisiones burocráticas que fueron hinchándose como bola de nieve.

Lo cierto es que la evidencia refrenda una y otra vez la verdad intencionalista: el impulso genocida y el deseo de consumarlo estaban presentes dos décadas antes del estallido de la guerra.

Los intencionalistas más moderados opinan que Hitler había decidido el Holocausto en los años de 1930. Los más firmes sostienen que el plan de Hitler se retrotraía a 1924, si no antes. En los Juicios de Núremberg de 1945 la «Solución Final» fue presentada por la Fiscalía como parte de un plan rastreable hasta los fundamentos del Partido Nazi en 1919. Lucy Dawidowicz arguye que en ese año Hitler ya lo concebía, y que lo consumó apenas las circunstancias le fueron favorables.

Hilberg reaccionó airadamente ante la obra de Dawidowicz. En primer lugar, descalificó el hecho de que se reivindicara la dignidad de los judíos violentados por medio de ampliar la definición de «resistencia» a muchas iniciativas humanizadoras que emprendieron las víctimas. A diferencia de otros historiadores como Martin Gilbert, en ningún momento Hilberg aceptó como forma de resistencia los esfuerzos de los judíos por rescatar su propia humanidad.

En segundo lugar, Hilberg blandió la cuestión bibliográfica y enumeró veinte autores que la historiadora no había atinado a citar.

Es llamativo que Hilberg arremeta contra Dawidowicz y contra Goldhagen pero sea generoso para con el propagandista Norman Finkelstein, quien arguye que los judíos, y especialmente Israel, se aprovechan del Holocausto para beneficiarse. Salteando la afrenta, Hilberg aprobó el libro La industria del Holocausto (2000) de Finkelstein.

Del cuadro emerge que detrás del desdén de Hilberg habla su orgullo herido. Después de todo, el de Dawidowicz es un estudio monumental sobre el Holocausto donde la obra de Hilberg es mínimamente mencionada y su nombre ni aparece en la bibliografía recomendada.

Hilberg respondió dictaminando que Dawidowicz «no es tomada en serio por los historiadores» porque «se basa en fuentes secundarias y no aporta nada nuevo». Pero el motivo por el que Dawidowicz descarta a Hilberg de la bibliógrafa es claro. No se trata de que el libro de Hilberg no fuera importante y abarcador, sino que, según muestra Dawidowicz, el conocimiento de Hilberg sobre historia judía «no es igual al de su precipitada generalización sobre ella; ha perjudicado su valorable trabajo con comentarios desinformados y distorsionados sobre la conducta judía… Su bache en historia judía es particularmente notable cuando describe lo que él supone eran las funciones de la kehila -la comunidad judía organizada».

Aun con sus errores, la abarcadora obra de Hilberg sigue siendo una fuente clásica de información sobre la Shoá, si bien todo investigador del tema debe sopesarla con cautela para limar los excesos funcionalistas.

 

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