Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Para Porfirio Muñoz Ledo. Y por el repudio de la pequeñez.
Imagen movediza de mí mismo, soy tuyo sin amor. Como una gran herida mal cerrada, eres mi gloria muerta y mi vivo dolor. Te lo he dado todo, y sin embargo sé que no te amaré nunca. Te traeré cada día la paz como ofrenda, sin inclinarme. Ávida lucidez, sigo ardiendo ante ti, llama solitaria y erguida, en esta pesada noche en la que el viento amarillo grita, como en todas esas noches extranjeras en las que el viento del piélago repetía a mi alrededor el orgulloso clamor del mar estéril.
André Malraux, La tentación de Occidente.
Malraux andaba a tientas, superando la idea spengleriana de un mundo agotado. Así podría resumirse –quizá– el intento con el que Olivier Todd buscó, en André Malraux. Una vida, iluminar y asimilar la experiencia de este hombre de la historia genial, atormentado, de estatura novelesca, disponiéndola ante nosotros desde una perspectiva propicia para entender su refulgencia colérica y su centrífuga intensidad. Ninguna vida puede recuperarse totalmente como fue, lo que equivale a decir que toda biografía es, en definitiva, una ficción. Pero digámoslo desde el principio y con todas sus letras: Malraux fue un autoritario, un hombre de acción que hizo de la voluntad el nervio central que lo levantaba enérgico contra el gran demonio del hombre: su destino. También contra su gran enemigo, que es la estupidez. Esto significa que pudo perfectamente haber sido un gran fascista –y no lo fue, lo sabemos– o un gran comunista o un gran nacionalista, que lo fue, pero nunca un liberal, mucho menos un moderado, difícilmente un demócrata. Porque su temperamento fue el de un cruzado en combate para el que no hay tiempo que perder, y que sabe que en la vida, en la política, en la historia, hay que tomar partido, porque la neutralidad, como el limbo lo era para Dante, es el lugar reservado para el pusilánime y el indeciso, para el miserable. Preferible es el infierno, tal como lo fue para Maquiavelo, siempre que fuera ese el lugar de residencia de los grandes hombres de Estado y los grandes generales de todos los tiempos. Con quien quiso medirse eran o Napoleón o Juana de Arco o Saint–Just, sin término medio, tal vez quizá Chateaubriand, desde luego T.E. Lawrence, otro gran cruzado, y obviamente que Balzac, que aspiró a devorar, con su obra, la totalidad de su época.
La historia de su vida es la historia de la decisión, de la diplomacia, de la lucha y la acción dialéctica (‘el revolucionario nace de una resistencia’), de las grandes ideas, del arte y la política como aventura, de la literatura magistral y grave, del partisano que puede ser también hombre de Estado, de la creación del personaje de sí mismo sin importar si le entendían o no y sin importar tampoco el grado de verdad o de mentira que era necesario suministrar a los hombres para afirmarse con soberbia y petulancia sobre todos ellos. Porque lo hizo, sentado siempre al lado de De Gaulle en los Consejos de Estado, consciente de la importancia que en el mundo cristiano tiene la presencia: ‘si Napoleón se hizo tan prontamente legendario, fue porque permitió al mito encarnarse, y porque la imaginación moderna exige la encarnación’.
Y porque hizo de su vida un acontecimiento dirigido por la consigna de que «no siempre en la vida se tiene la suerte de combatir», según hace afirmar a uno de sus personajes en La vía real, lo que nos confirma en la certeza de que, como para los estoicos, la vida, para Malraux, fue militancia. Cuando abre la boca habla el genio, dijo Gide, fascinado por lo que imaginamos fue una conversación volcánica, en erupción permanente aunque interrumpida siempre por sus tics nerviosos, con frases de alta densidad dialéctica con las que, cabalgando sobre los siglos y las ideas, podía evocar La crucifixión de Grünewald para explicar la belleza heroica representada en el esfuerzo de un partisano caído en la guerra civil española, o que en un gesto o una frase de Mao era capaz de detectar, con penetrante intuición, el destino –otra vez el destino– que al mundo deparaba China según la proyección que de ella tenía su Gran Timonel.
Era el genio que, como el de Carlos Marx o el de Gustavo Bueno en nuestro siglo, abarcaba épocas enteras, preso del tormento interno de personaje del Doctor Faustus de Thomas Mann –con rostro de fiera perseguida o de suicida en potencia, como lo retrató como si lo tuviera de frente Uslar Pietri–, y que descifraba con sutileza la fórmula oculta –de derivada de tercer o cuarto grado– que estaba detrás de las grandes transformaciones históricas, apresando la clave que definía los cortes fundamentales como cuando, en Las voces del silencio,explica la diferencia esencial entre el arte antes y después del cristianismo, diciéndonos que
las representaciones cristianas son tanto más propicias a la representación cuanto que el mundo cristiano se funda sobre acontecimientos: la vida de Venus está determinada por su naturaleza, la de la Virgen por la Anunciación. El relato de la vida de Zeus no es un evangelio. La mitología no tiene Sermón de la Montaña ni Crucifixión: por eso no tiene predicación. Los grandes acontecimientos cristianos son únicos y la Encarnación no se volverá a producir. Los dioses griegos tienen atributos, la Virgen sostiene al niño y Cristo lleva la Cruz.
La lucha con el destino, tal fue como decimos su estandarte. Una lucha que era vista por él como el enfrentamiento agónico con un ángel caído, y que determinó los contenidos pragmáticos de una vida anhelante y vehemente y desbordada, llena de poesía y de contrapuntos. Y de desprecio político, que es decir desprecio histórico. Y de la búsqueda de la belleza que se encierra en la idea de la muerte en combate que hacía, nos parece, según el libro de Todd, que las tensiones y antagonismos de su época le prohibieran disfrutar de las pequeñas victorias de la vida, concentrado con desesperada pasión en el próximo gran combate, en la gran batalla, en la gran estrategia, en el gran debate, en la gran victoria. Y en la idea de la grandeza. O lo que es lo mismo: en el repudio de la pequeñez y la disminución. Porque había que estar a la altura de la herencia que se tenía entre las manos. Y toda herencia es una responsabilidad. Si alguien le hubiera preguntado si fue feliz o si la felicidad le importaba, su respuesta, nos parece, hubiera sido esta: «amigo mío, no pregunte estupideces». Y tenía razón, porque lo importante en la vida es saber qué puede hacer el hombre que sea digno de su empeño. Y luchar, siempre, otra vez, por modificar el destino, a través del arte, a través de la política, a través de la historia, que, como dice Bueno, cambia escalas y personas. Y por eso te destruye.
Pero todo indica que eso, la destrucción de la vida por la historia o la política, era lo que menos le importó, porque pareciera que Malraux fue de esa clase de personas que supo siempre cuál era la línea que direccionaba la totalidad de sus actos, haciendo en realidad muy difícil saber dónde empieza la acción dominante de la vida, donde el momento de la visión interior, de la cohesión, de la decisión, pues todo: la estructura, su urdimbre, se designio total y su orden, está dispuesto con claridad y determinación desde el principio. Sabemos que esto es en realidad imposible, o por lo menos extremadamente difícil y único: nadie puede tener desde el principio, con claridad absoluta, las coordenadas de su vida. Pero ese es, en todo caso, el André Malraux que nos ofrece Todd, apresando en perspectiva, convirtiendo la distancia en belleza mítica, la intensidad determinativa de quien encarnó la divisa de Heráclito según la cual carácter es destino. Nunca mejor dicho. Un destino que, en su caso, estuvo troquelado por dos figuras fundamentales de la historia contemporánea: la nación y la revolución.
A los diecisiete años se forjó su propia trinidad de autores, una trinidad lírica, épica y romántica: Hugo, Dumas y Michelet. El más grande era Hugo, hombre–obra, mito–símbolo, que fue monárquico, republicano, par del reino y exiliado. Triunfó en la novela y en varios géneros poéticos, desarrolló sus dotes en ensayos, panfletos, reportajes, teatro. Cuántas vidas en una sola, cuántos talentos en un solo hombre.
A los tres autores favoritos de Malraux les gustaba la historia, y eso agudizó la afición del joven a los héroes. En la Jeanne d’Arc de Michelet, en esa heroína extraordinaria, campesina y guerrera iluminada, con los pies en la tierra y la cabeza en las nubes, el adolescente descubrió «el sentido común en la exaltación». Leyó a Dumas y se recreó en Georges, cuyo héroe mestizo lucha contra un gobernador colonial inglés. En Hugo se afianzó. Cuando leyó El noventa y tres, descubrió al sangriento Saint–Just, un hombre pálido, triste, extraño. Más que Robespierre o Danton, Saint–Just hipnotizó a Malraux, que volvió a encontrarlo en Michelet. Hugo, Michelet y Malraux se unían en la Revolución. El adolescente se hizo gracias a ellos una imagen de Francia transfigurada. (p. 28)
‘Rapidísimo de sí. Seguro. Atravesado de tics nerviosos, le persigue un tanque, se vuelve, se esconde, tira, lo vuela. Entonces aparece otro; dos, diez. Muere, pero los detiene. Al fondo, desfilan miles de hombres, desnudos, cargados de cadenas, hacia la esperanza’. Es Max Aub el que habla, retratándolo de cuerpo entero. Lo acompañó en la filmación de Sierra de Teruel, adaptación de La esperanza, que es tenida por Todd como su mejor novela, además de su vida, asombrosa y encabritada, según dice en las palabras finales de André Malraux. Una vida, una obra voluminosa en la que ha querido darnos un cifrado de esa trayectoria personal magistral y llena de fuerza y pasión y que a tantos nos hubiera gustado haber vivido:
Varias generaciones de franceses se han metido en guerras en nombre de otros. Lectores apasionados o inquietos han visto reflejadas sus propias experiencias en el prisma y la obra de Malraux. Yo mismo creí durante mucho tiempo que no había mejor manera de vivir y de morir que junto a los miembros de una brigada internacional. (p. 14).
Buscando en todo momento el punto de apoyo de la intensidad para exprimir y agotar la vida. Y la escritura, a la que volvía siempre con genio inaudito, incómodo y violento: ‘los burgueses que se dejan seducir por el arte de Malraux comprenderán mañana, si no lo comprenden hoy, el peligro que Malraux les hace correr’, dijo Emmanuel Berl de este autor que impregnaba con sus tentaciones a todos su personajes, como era el caso del ‘revolucionario y pesimista inteligente Garin’ de Los conquistadores, nos dice Todd, ‘que contrasta con Borodin, autómata y funcionario de la revolución’.
Garin es aficionado a la revolución y la insurrección, pero no a la organización social. Frente al dogmatismo doctrinario de Borodin, a Garin le gustan ciertas abstracciones más que los seres humanos: «No me gustan los hombres, ni siquiera me gustan los pobres, el pueblo; en resumen, todos aquellos por los que voy a luchar»; en eso se parece a Malraux. Lo que domina a Garin es la pasión, no la compasión. (p. 112)
Lo fundamental era la explicación de los logros o de los lamentos humanos de rango universal para darles forma artística superior por medio de una prosa subyugante: ¿qué hace la belleza en la tierra?, ¿cuál es la relación entre la dignidad humana y el desprecio?, ¿y cuál el resorte decisivo que configura la voluntad de los hombres libres?, ¿cómo rezarle a un Dios que no se puede ver ni representar?
Con Marcel Arland hablaban de Pascal, de Dostoievsky y de Claudel, se hacían preguntas que consideraban esenciales: ¿qué hacer con la vida, qué valores defender después de la guerra y de la fragmentación de Europa? Sobre todo, después de la muerte de Dios anunciado por Nietzsche, el «acontecimiento» más importante de los últimos años según Malraux, querían resolver los problemas que planteaba la Vida, la Creación, el Arte. (pp. 39–40)
En el Prólogo a El demonio del absoluto (Círculo de Lectores, Barcelona, 2008), que es su biografía de T.E. Lawrence a través de una reinterpretación –o más bien reescritura– de Los siete pilares de la sabiduría, André Malraux se explica a sí mismo en la caída de la curva de su vida, pero con la misma determinación y cólera dispuesta contra los tibios, los moderados, los miserables y la estupidez, explicándonos la ecuación de la trayectoria vital de un hombre en la imitación de quien encontró él, Malraux, algo «digno de su empeño»:
Contra el vínculo de la realidad y la fugacidad del tiempo que la vida impone a la vejez de todo hombre de un modo cada día más implacable, toda época busca su mito de Hércules, la figura legendaria que domina la condición humana (y cuya capacidad emotiva reside precisamente en que termina vencida por ella). El destino de Napoleón debe su popularidad y la influencia que ejerció durante más de un siglo al elemento prometeico que se encarnó en él tanto o más que a sus éxitos militares, semejantes a los de Wellington. Desde la muerte del emperador, ni personaje ni leyenda han vuelto a unir los trabajos y la hoguera al fondo del crepúsculo.
A las cuatro de la tarde del domingo 3 de noviembre de 1901, nació, casi con el siglo, en París, Georges–André Malraux. Es de sobra conocida la aventura fascinante que constituyó su vida: la revolución en China, Indochina, España, Francia, Trotsky, De Gaulle, Stalin, el fascismo, el comunismo, el maquis, la resistencia, la fraternidad, la condición humana, el desprecio y la esperanza, el ministerio de cultura, la arqueología, el arte, la política, la historia, el mundo atlántico, Europa, la tentación de Occidente, Asia, la acción, la escritura, la escritura siempre. En su obra está refractada la materia incandescente y dramática del siglo XX. Como si se tratara de un discípulo directo de Espinosa, deseó cartografiar el universo entero sin distinguir entre lo que es del orden del cuerpo y lo que es del orden del alma, pues ambos son una sola y la misma cosa, «aprehendida ya desde un atributo, ya desde otro», conmovido por el efecto de transformación que al mundo producen la acción política y la acción artística en el momento en que el político y el artista actúan para traducirlo y hacerlo inteligible. Y es que solo a través del arte y la política, podríamos concluir quizá con Malraux, luego de haber leído esta obra inmensa de Olivier Todd sobre su turbulento paso por el mundo, la vida puede entonces convertirse en un acontecimiento.
En el primer tomo de sus memorias, terminado en 1970, el general De Gaulle escribió sobre Malraux lo siguiente:
A mi derecha, tengo y tendré siempre a André Malraux. La presencia de este amigo genial, entusiasta de los altos destinos, me da la impresión de que, por ese lado, estoy a cubierto de lo prosaico. La idea que tiene de mí este incomparable testigo contribuye a fortalecerme. Sé que, en el debate, cuando el asunto es grave, su fulgurante juicio me ayudará a disipar las sombras. (Todd, p. 652).
El 23 de noviembre de 1976, a las 9.36 horas, y tras una vida arrastrada por una cólera aquilea, murió de una metástasis pulmonar en el Hospital Henri–Mondor de Créteil. No cayó en combate o en un campo de batalla, como casi todos sus personajes. Pero sí tal vez como profeta. O como soldado viejo. Su enemigo principal fue la estupidez. Su tormento, la grandeza. Conocedor apasionado de la estructura dialéctica de la historia y el arte, y siendo él mismo un dialéctico de pies a cabeza para quien «vivir es militar», supo con certeza categórica que el único enemigo capaz de unificar a Europa en contra suya, dejando de lado la fraseología humanística y angelical, es el islam. Como el gran cruzado que fue, y que por haberla vivido era consciente de lo que es una guerra de verdad, supo siempre que esa era, precisamente, la gran batalla que tarde o temprano habría de ser librada. En la cabecera de su cama, se encontró garabateado por él la frase que decía «Esto debería ser de otra manera», temiendo, quizá, que el final no estuviera siendo lo suficientemente grave y solemne, evocando, a lo mejor, imaginamos, la severa y horaciana y también tan malrauxiana frase de Péguy:
Dichosos los que han muerto en un último baluarte rodeados del boato de los grandes funerales.
Es uno de los grandes genios de todos los tiempos, y la lectura de su obra me cambió para siempre, pues a través de ella aprendí a buscar en todo momento –pues no hay tiempo que perder– la gran conversación y las grandes ideas, y a tener consciencia plena de lo importante que en la vida es el repudio de la pequeñez.
Rapidísimo de sí. Seguro. Atravesado de tics nerviosos, le persigue un tanque, se vuelve, se esconde, tira, lo vuela. Entonces aparece otro; dos, diez. Muere, pero los detiene. Al fondo, desfilan miles de hombres, desnudos, cargados de cadenas, hacia la esperanza.