Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
La Verdad, el Tiempo y la Historia de Goya (h. 1800)
«Goya, un enigma… su obra o es vulgar oficio o es videncia de sonámbulo.»
Ortega y Gasset, Papeles sobre Goya (1943)
1. La vida de Francisco de Goya (1746-1828) es, en líneas generales, conocida. Este aragonés aprendiz de pintor se forma en el taller de Bayeu. Tras viajar a Italia (sin demasiado éxito), vuelve a Zaragoza y pasa a Madrid, donde a partir de 1775 trabaja en la elaboración de los cartones para tapices. En torno a 1780 se introduce en el círculo de Jovellanos. Tras el fiasco del retrato a Floridablanca («Ya nos veremos más despacio, Goya»), pinta a la familia del infante don Luis de Borbón en Arenas de San Pedro (1783) y, no mucho después, comienza a recibir encargos de las familias nobles de la España de la época (los Osuna, los Alba, etc.). En 1789 se convierte en pintor de cámara de Carlos IV. Una enfermedad lo deja prácticamente sordo en 1793. Aprovechando la estela del gobierno de Godoy en colaboración con sus amigos ilustrados Jovellanos y Saavedra, da a luz Los caprichos (1799), que retira pronto de la circulación por miedo al Santo Oficio. Un año después, en 1800, recibe el encargo de Godoy de pintar a la familia real. Durante la Guerra de Independencia da forma a Los desastres de la guerra. Con el regreso de Fernando VII, Goya no es despedido, aunque se le solicita comparecer ante un tribunal inquisitorial por haber pintado la maja desnuda para Godoy (no se conserva contestación si la hubo). Entre 1816 y 1819, produce los Disparates y la Tauromaquia, así como las «pinturas negras» de la Quinta del Sordo. Tras el Trienio Liberal, Goya marcha a Francia, terminando sus días en Burdeos.
La vida de Goya es, decíamos, sobradamente conocida; pero la trayectoria que describen los hechos de su vida cuando se contemplan globalmente está abierta a interpretación. No es fácil hilar de una vez los episodios que la componen. Habitualmente, como señala Tomlison (1993, 13-14), se reconstruye la vida de Goya como si se tratara de una vida de película o de leyenda: tras narrar su ascenso social y profesional con Carlos IV, se subraya el papel de sus amistades ilustradas (Jovellanos, Meléndez Valdés, Moratín, entre otros) y la representación que de las ideas ilustradas hizo en Los caprichos. Una serie de estampas que le valieron la amenaza de la Inquisición, igual que le ocurriría años más tarde al regresar Fernando VII como consecuencia de haber pintado Las majas. Finalmente, su condición de liberal determinaría su exilio en Francia.
El riesgo que se corre al contar de esta manera la vida del pintor es que parece que Goya es, en esencia, un pensador –un ilustrado o un liberal– que además pinta (una interpretación con la que lidiamos). No obstante, es sabido que Los caprichos no fueron perseguidos duramente por la Inquisición y que, probablemente, Godoy –según se trasluce en sus memorias– ideara la salida de donar las planchas a la Real Calcografía a cambio de una pensión para su hijo (Baticle: 2004, 230). Es más, el cénit de Goya se produjo entre 1800 y 1808, de modo que los reyes no le guardaron rencor alguno por las sátiras virulentas de 1799 (Baticle: 2004, 203). En 1814 fue restituido por Fernando VII al ser declarado inocente de colaborar con el gobierno josefino; puesto que, a diferencia de algunos de sus amigos o conocidos, permaneció patriota, llegando a pintar a Wellington. Y Goya residió en Francia con licencia del rey y abono de su sueldo como pintor de cámara (lo que suele olvidarse). De hecho, fue y vino de Burdeos en dos ocasiones para tratar de algunos negocios y cerrar una generosa jubilación.
Y, sin embargo, a pesar de todos estos datos, «el ansia de relacionar a Goya con la ideología ilustrada es tan fuerte que ha llegado a convertirse en tema de una exposición», como apunta Tomlison (1993, 17-18) en referencia a la exposición Goya y el espíritu de la Ilustración que organizó el Museo del Prado en 1988 (VV.AA.: 1988).
En esta línea no deja de ser paradigmático que un cuadro como La Verdad, el Tiempo y la Historia (Museo de Estocolmo, ver arriba) haya sido interpretado en ocasiones como una alegoría de España, la Constitución de 1812 y el tiempo nuevo que se abría, cuando resulta totalmente improcedente interpretarlo así, ya que el cuadro fue realizado hacia 1800, como parte de un encargo debido a Godoy.
Otro ejemplo de esta tendencia a interpretar la obra de Goya en clave ilustrada o liberal nos lo proporciona Elorza (2011 y 2012), cuando –basándose en Esteban Lorente (2008)– ve animosidad en el retrato de Fernando VII que reproducimos a continuación.
Retrato de Fernando VII (1814)
Según estos autores, Goya pareciera calibrar lo que iba a significar el regreso del rey deseado y lo retrata con un león aborregado a sus pies, que asemeja una alimaña. Pero esta interpretación subjetiva o psicologista se desvanece, a nuestro juicio, si reparamos en que el cuadro era cumplido encargo del Ayuntamiento de Santander. Goya acepta la tarea en 1814, cobrando unos ocho mil reales de vellón, con la directriz explícita de incluir a los pies del monarca un león con cadenas rotas entre las garras (símbolo de la liberación del yugo francés). Además, como subraya Baticle (2004, 343), Goya quizá pintara de tal guisa al león porque lo más probable era que no hubiera visto uno de verdad.
La única vía que se nos ocurre para progresar hacia una interpretación objetiva de la obra goyesca es, a nuestro entender, reconocer que no es la psicología sino la historia la que debe explicar su insólita modernidad y asumir que en el camino será necesario remover ciertas cuestiones que atañen a la filosofía de la historia, por cuanto la historia no sólo trata con conceptos científicos sino también con ideas filosóficas que continuamente la desbordan.
2. Pero, ¿por qué esta inclinación a interpretar a Goya como ilustrado sobre todo desde dentro de nuestras fronteras en las últimas décadas? Nos aventuramos a ofrecer una respuesta sociológica, que tiene que ver con la vinculación que el gobierno del PSOE intentó establecer a finales de los 80 entre el régimen democrático coronado y el periodo ilustrado –así, por ejemplo, Domínguez Ortiz (1988) dedicó su libro sobre Carlos III a SS.MM. Don Juan Carlos y Doña Sofía–, saltando, claro, la incómoda II República y el marxismo–leninismo, como anota Gustavo Bueno (2015).
Ahora bien, la visión negrolegendaria de la historia de España desdibuja completamente la comprensión de la Ilustración y de su significado en España y, en concreto, en Goya. La Leyenda Negra, que tiene mucho de propaganda entre imperios rivales, como nos recuerda Iván Vélez (2014), nos ha hecho asumir dos premisas filosófico–históricas muy discutibles:
A) Por un lado, que la historia consiste en un progreso lineal, no ramificado, marcado por los países centroeuropeos. Sin embargo, si asumimos que cada Estado presenta unos ritmos propios que aceleran o deceleran en su contacto con el resto de Estados (la dialéctica entre imperios), la Ilustración se nos aparece como la expresión ideológica de la pujante burguesía liberal, comerciante e individualista, que en Inglaterra está sentando las bases de la Revolución Industrial y en Francia está comenzando a enfrentarse al Trono y al Altar, y que –con su mala opinión de los vagos– quiere poner a trabajar a todo la sociedad, incluyendo nobles y clérigos. La Ilustración europea, marcadamente anticlerical, condujo a las revoluciones liberales y abrió las puertas a una explotación más intensa y depredadora, la del capitalismo, como criticó Marx. Apelar a los tópicos luminosos dieciochescos (Razón, Progreso, Luces, Prosperidad, Reformismo, etc.) simplemente es explicar lo oscuro por lo más oscuro.
B) Por otro lado, el retraso secular de España, cuya modernización pasaba –y pasa, añadirán muchos– por la europeización (ahí está, precisamente, la «polémica de la ciencia española»). La Ilustración española suele verse como venida de fuera, del norte de los Pirineos, y sobre todo como insuficiente (Subirats: 1981). Un déficit que, a día de hoy, lleva a algunos a simpatizar con los afrancesados, olvidando que los que servían a la «aurora de la razón», a ese «alma del mundo a caballo», por decirlo con Hegel, eran ante todo traidores (la dialéctica de clases hay que vislumbrarla a través de la dialéctica de Estados).
La Ilustración española, como el Renacimiento español, no rompió con lo anterior: heredó y añadió. Así, habría que comenzar matizando que la renovación no comenzó con el cambio dinástico de los Borbones (otro mito oscurantista) sino hacia 1680 con el último de los Austrias, con Carlos II (Ribot: 1999). De hecho, la formación del racionalismo, tan ponderado en la Ilustración, acaso estaba in nuce en Francisco Sánchez o Gómez Pereira, con su escepticismo metódico (Abellán: 1996, 134). Sin menospreciar el racionalismo implícito en la Escolástica española ligada a la Contrarreforma. La lista de eximios dominicos y jesuitas –influyentes en Descartes o Spinoza– es impresionante: Vitoria, Suárez, Cano, Soto, Zúñiga, Báñez, Molina, Sepúlveda, Mariana y, a su manera, Calderón, el dramaturgo de la Escolástica. No deja de ser curioso que el uso del adjetivo crítico –tan ligado a Kant y al pensamiento ilustrado– ya esté en el Teatro Crítico Universal (1726–1739) de Feijoo, al igual que en El Criticón de Gracián (1651–1657). Es más, si a fin de calibrar el atraso hispano se compara el newtonianismo de Feijoo con el muy célebre de Voltaire se descubre que las Cartas filosóficas del philosophe aparecieron ocho años después de que lo hiciera el primer tomo del Teatro Crítico del benedictino en 1726.
Otro lugar común muy extendido dentro de la historia de España es el de que el Siglo de las Luces español terminó con un sonoro fracaso. Pero se trataría, en general, de evitar el mito del fracaso en referencia al siglo XVIII español (Ringrose: 1997); porque la coyuntura hispana estuvo condicionada por el despliegue de los imperios francés e inglés, por un choque de placas continentales que haría estallar el imperio español, pero del que surgirían las naciones hispanoamericanas (Insua: 2013) y una segunda generación de izquierda política –la izquierda liberal española, enemiga a muerte de la izquierda jacobina/napoleónica francesa– cuya Constitución de Cádiz sería modelo de muchas otras. En tres palabras: la España revolucionaria (Madrid Casado: 2010).
3. Volviendo a Goya. La interpretación de su obra como expresión ilustrada se apoya principalmente en la enumeración de sus amistades. Dejando aparte a su paisano Zapater (un acomodado comerciante de mentalidad ilustrada), Goya se introduce en el círculo de Cabarrús, Campomanes, Saavedra y demás ilustrados (a algunos de los cuales dedicará retratos con la firma «su amigo Goya») por medio de Jovellanos. Según Ceán Bermúdez, Goya entraba en conversación habitual con él, y el escritor, jurista y político le daba consejos sobre cómo pintar o ponderaba a Velázquez. La amistad entre ambos llegó al punto de que, como cuenta el pintor en carta a Zapater, Jovellanos le agasajó sobremanera cuando fue a Aranjuez a pintarlo por segunda vez, «hablándole por las manos» (es decir, como a los sordos).
El pensamiento ilustrado de Jovellanos tuvo, desde luego, su peso en Goya. Así, podemos encontrar bastantes «escenas ilustradas» en su obra, como el Auto de fe que se encuentra en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde el pintor da rienda suelta a su pincel para criticar la tortura y el sufrimiento provocados por el tribunal inquisitorial. Aunque en relación con este cuadro habría que apuntar que se trataba de un encargo de García de la Prada, un rico ilustrado, y es que Goya vivió en un ambiente donde gran parte de los comitentes deseaban ver reflejada su ideología en el lienzo. No obstante, Murió la verdad, y sólo la llora la justicia (de Los desastres de la guerra) o Divina Razón, no deges ninguno (del Álbum C o Álbum de la Inquisición, 1812–1814) ya sí podrían considerarse, por su carácter privado, como libres expresiones de su genio y opinión.
Auto de fe de la Inquisición (1814–1816)
Sin embargo, estas «escenas ilustradas» conviven con otras que difícilmente pueden clasificarse como tales. Este es el caso, por ejemplo, de las que suelen identificarse con lo goyesco o costumbrista, así como de las dedicadas a la brujería o los toros. Goya gustaba de las corridas, a pesar de que muchos ilustrados se pronunciaron en contra y Godoy prohibió los festejos taurinos en 1805.
Conviene, por tanto, ser prudentes y no forzar una interpretación simplista. Pese al influjo ilustrado, la imaginería de Goya se encuentra –como es natural– expuesta a las transformaciones históricas (estéticas, sociales y políticas), encarnadas muchas veces en los deseos de sus protectores. De esta manera nos encontramos también con ese retrato anti–jacobino –y en este sentido poco o nada ilustrado– que es La familia de Carlos IV (Museo del Prado), donde la representación de la familia real entronca con Van Loo y, en especial, Velázquez, además de con la mitología, pues la limpieza del oleo realizada en el año 2000 descubrió que uno de los cuadros del fondo representa una escena relativa a los amores de Hércules, lo que da a entender que los reyes de España eran hijos de Hércules. La monarquía Borbón en su rama española, que ha superado los vaivenes de la Revolución, es presentada por Goya como dinastía secular en continuidad con los Austrias, ante la inminente venida del hermano del cónsul Napoleón, Luciano, como embajador de la nueva Francia en 1800.
La familia de Carlos IV (1800)
4. Pero Los caprichos son, por descontado, la piedra de toque de cualquier interpretación global de la obra de Goya. «Capricho» es, por definición, todo lo que el pintor hace al margen de su oficio. Los «caprichos de Goya» se acogen a un modelo de crítica o censura de los vicios humanos no exento de la ironía ni de lo grotesco, lo que los emparenta con la picaresca, las fábulas de Samaniego o la sátira mordaz del Padre Isla que enseguida mencionaremos (Bozal: 1994).
Al hilo del anticlericalismo ilustrado que suele adscribirse a Goya, hay que hacer constar que ya el benedictino Feijoo (como también lo hiciera Cadalso) «criticó» la superstición y que, especialmente, el jesuita Isla satirizó el galimatías de la oratoria sagrada barroca. José Francisco de Isla (1703–1781), leonés admirador de Feijoo, biografiado por Hervás y Panduro, frecuentó los ambientes ilustrados (los jesuitas conducían el Seminario de Nobles de Madrid, donde auspiciaban un eclecticismo entre la filosofía escolástica y la experimental) y publicó su Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, el «Don Quijote de los predicadores», en dos tomos en 1758 y 1768. Carlos III no paró –según cuenta Russell P. Sebold en la introducción a la edición en Austral– de reírse mientras lo leía, pero comprendió pronto que debía condenarse. Tras dos años de intensa circulación (aunque no tanta como el Teatro Crítico, pues Feijoo fue incluso más leído que Cervantes durante el siglo XVIII en España e Hispanoamérica), la Inquisición prohibió –atención– su reimpresión, pero no su lectura. Esta novela es probable que sea el germen de muchos de los caprichos frailunos de Goya y, de hecho, su amigo Moratín se encontraba preparando un prólogo para una nueva edición que no llegó a ver la luz a principios del siglo XIX.
Con estos y otros precedentes, Goya termina construyendo imágenes «universales» al aguafuerte, en las que mezcla lo gráfico con lo textual. Según reza el escrito de presentación de Los caprichos, debido (supuestamente) a la pluma de Moratín, el autor lo hace así por acogerse a la doctrina aristotélica, que establecía que la pintura y la poesía eran más universales que la historia al no tratar de individuos concretos.
La tendencia a moralizar presente en Los caprichos es, desde luego, ilustrada; pero el sarcasmo de que hace gala Goya –entroncando, por otra parte, con la mejor tradición barroca– lo retrata como post–ilustrado, a la manera que nosotros somos –se dice– post–modernos. Goya es moderno o post–ilustrado, porque el mundo de la noche de Los caprichos, Los desastres o Las pinturas negras –el mundo al revés, el mundo del cortejo, las asnerías, la brujería o el populacho (el pueblo a educar de los ilustrados ha dejado paso al vulgo, la chusma, «la canalla»{1})– aparece tan real como el mundo del día (Bozal: 1994, 116). Goya abre la puerta a un mundo oscuro, de asuntos caprichosos, fruto de la fantasía del autor, que ya no abandonará la Modernidad.
Y llegamos al archirreproducido Capricho 43, El sueño de la razón produce monstruos (1797–1799). Tradicionalmente ha querido verse una similitud con la pose de Jovellanos en el segundo retrato que le hiciera Goya (el del Museo del Prado), pero quizá el parecido más razonable sea con el frontispicio de una edición de 1699 de una obra de Quevedo. No en vano, el tema del artista dormido que imagina un mundo de pesadilla está ya en Torres Villarroel y en Los sueños de Quevedo (Baticle: 2004, 188). El escollo surge a la hora de interpretar el «de» de la leyenda «El sueño de la razón» como genitivo objetivo o como genitivo subjetivo. Esta última interpretación (como genitivo subjetivo) aboca a una lectura de nuevo ilustrada: cuando la razón se duerme, se apaga, aparecen los monstruos. Los monstruos surgen, pues, por el alejamiento de la razón. En cambio, la primera interpretación (como genitivo objetivo) refuerza la lectura de Goya como moderno o post–ilustrado: los sueños, las utopías, de la razón producen monstruos. Los monstruos surgen, de acuerdo con este sentido, por el ciego acercamiento a la razón. Es la anfibología –en la que ya reparó Lafuente Ferrari, discípulo de Ortega– entre el sueño como descanso o como visión (Matilla & Mena: 2012: 78–81). La explicación que el propio autor dio de su mano es críptica: «La fantasia abandonada de la razon, produce monstruos imposibles: unida con ella, es madre de las artes y origen de sus marabillas». La fantasía (la sombra) no se opondría, empero, a la razón (la luz).
Cabe, pues, una interpretación de El sueño de la razón como crítica de la Ilustración, donde la revolución pictórica de Goya supondría un toque de alarma al pensamiento ilustrado, gracias a una iconografía imaginativa que desborda el racionalismo del Siglo de las Luces. Goya crece, sin duda, en una atmósfera ilustrada, luminosa; pero el Goya privado o nocturno le mostrará los puntos ciegos de la Razón al Goya público o diurno.
A la izquierda, frontispicio de La fortuna con seso y la hora de todos perteneciente a la edición de Amberes de 1699 de las Obras de Quevedo. A la derecha, El sueño de la razón produce monstruos, Caprichos, estampa 43
5. Mientras que la interpretación decimonónica enmarcaba a Goya en el Romanticismo (gran parte de su fama se debe, de hecho, a la idea romántica de genio), la finisecular –predominante hoy– lo hace en la Ilustración. Los vaivenes de la leyenda de la Alegoría de la Villa de Madrid debida a Goya (Museo de Historia de Madrid) simbolizan bien la accidentada vida del pintor, cuya obra se resiste al encasillamiento. En un principio, el óvalo de la derecha –auténtico palimpsesto– contenía la imagen del rey intruso, de José I, por encargo del Ayuntamiento de Madrid. Con la primera evacuación francesa de Madrid, su efigie fue sustituida por la leyenda «Constitución». A su retorno, Felipe Abas la borró en beneficio del retrato del hermano de Napoleón. Con el regreso de Fernando VII, un mediocre retrato –de autor desconocido– del rey deseado ocuparía su lugar. Tras el paréntesis del Trienio Liberal, Vicente López volvía a pintar al rey, que permanecería hasta 1843, cuando la palabra Constitución volvería a salir a la luz. Finalmente, en 1872, se cambió la leyenda por la que aún perdura.
Alegoría de la Villa de Madrid (h. 1810)
Nuestra propuesta radica en volver a la intuición orteguiana a fin de evitar la complejidad tramposa de la vida y la obra de Goya. Goya no es un filósofo o un pensador que además pinta, como por ejemplo lo concibe el filósofo afincado en Francia Tzvetan Todorov (2011), pecando de excesivo intelectualismo. Todorov mantiene que Goya es un pensador a la altura de Goethe o Dostoievski. Pero Ortega ya avisaba de que las cartas de Goya parecen las de un ebanista. En las dirigidas a su amigo Zapater se muestra como un apasionado de la caza, las corridas, el buen comer o el chocolate… y apenas dedica unas líneas a su arte (Baticle: 2004, 88). Goya es un pintor genial pero con mentalidad –guste o no– de artesano, más intuitivo que racional, más visceral –y aquí entraría la carga de su enfermedad: el aislamiento, la introspección, las pesadillas, la «mala leche»– que ilustrado.
Su obra aborrece cualquier reduccionismo porque su autor se muestra, simultáneamente, tradicional y culto, afrancesado y patriota, con y contra. Así, tan comprometido estaba con el liberalismo ilustrado de raigambre francesa como con el patriotismo popular español, al tiempo que denunciaba cualquier barbarie (Soubeyroux: 2014). Lo que determina su compromiso con unos y otros es, aparte de las circunstancias históricas y políticas, su posición concreta en el entramado social en cada momento. Bozal (1994) apuesta por interpretar la obra de Goya en un marco plural, en el horizonte del cambiante gusto moderno. ¿Por qué no leerla en función de un contexto amplio (clientes variados, tradiciones pictóricas múltiples) y no sólo como expresión de un hipotético mundo interior más o menos ilustrado? Goya une a una serie de temas clásicos una técnica moderna, y subvierte el papel de la pintura áulica, llegando a denunciar la guerra y la miseria que produce y que le tocó vivir de cerca.
En resumen, como escribió Ortega: «La dualidad no logra nunca fundirse y Goya vivirá sin adaptación a ninguno de los dos mundos –el de la tradición y el de la cultura–, por tanto, sin mansión cobijadora, en perpetua desazón e inseguridad» (2006, 310). Más allá de las luces y de las sombras, completaríamos nosotros.
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Notas
{1} No deja de ser curioso que Goya, según atestiguan varias cartas a Zapater, persiguiera ambiciones nobiliarias en cierto momento de su vida, en torno a 1792 (Baticle: 2004).