Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
I
En los últimos meses se ha multiplicado la literatura de ocasión, en este caso asociada al éxito electoral de los nuevos partidos políticos. En relación con esas recientes organizaciones crecen tertulias y comentarios, anotaciones y monográficos. Es mucho el ruido en torno a los que se presentan como nuevos partidos, capaces de poner en entredicho el esquema bipartidista –con el aparato institucional que lo soporta– resultado de nuestra conspicua transición, otrora tan exaltada.
De entre la morralla que prospera sobre la actualidad, destaca el discurso parsimonioso de un escritor de la prensa diaria, que ha ido día a día y según su oficio, detallando la figura ascendente, en el viejo sistema de partidos y en la novísima sociedad española, de Podemos: el partido en que ha acabado por cristalizar el llamado movimiento del 15 de mayo (de 2011). Es un escritor de una obra tan abundante como los días porque su trabajo se plasma en la prensa cotidiana. Pero su acendrada formación académica no sólo no impide, sino que, en su caso, facilita una eficaz virtud comunicativa; virtud política esencial, que le distingue cada vez más.
Agapito Maestre, que así se llama el escritor, sabe bien del valor de la comunicación en cuya estimación encuentra la diferencia esencial entre los viejos y los nuevos partidos, para el caso entre PP y Podemos. Escribe:
«¿Entonces todo se reduce a un problema de comunicación? Sin duda, pero eso no es poca cosa. Es la clave de la política. De la vida»
Y, no en vano, prologa su libro al grito de «¡Voluntad de comunicación!» pero además lo concibe como una suerte de epistolario, como una larga carta a la persona de Carolina Bescansa. Esta apelación al género y al estilo epistolar, dialógico incluso cuando desespera de recibir respuesta, no será una simple preferencia formal cuando entendamos que persona y/o comunicación son dos dimensiones elementales y conjugadas del orden metapolítico que habría de fundar toda cuestión política.
Dimensiones esenciales «de la vida», como dice Maestre, que subyace y funda la política. Desde este punto de vista una política que inhibe, rechaza o se abstrae de esa doble dimensión esencial de la vida humana es ya mera política, política abstracta y tristemente moderna.
Pero para nuestra desgracia la abstracción que inhibe u oscurece la presencia real del prójimo e impide la comunicación, la abstracción que despersonaliza y niega la vida humana, es el carácter de la política de nuestro tiempo. Es la característica de toda política que se substantiva y separa de la vida circunstanciada, concreta y personal: el signo de la vieja política de la caduca Europa moderna en que todavía nos encontramos.
Así las cosas, en la política europea y española, la presencia de este partido nuevo y apenas constituido –una suerte de plástica ameba– pudiera parecer prometedora, según se nos dice, gracias precisamente a su potencia comunicadora. Y, sin embargo, en esta mínima reseña del importante libro de Agapito Maestre –acaso contra su voluntad comunicativa– se presentará una suerte de registro o memorial de razones para negar la posibilidad presente de toda comunicación. En Europa indudablemente, tampoco en España. La promesa que pudiera asociarse al nuevo partido no deja de ser, a mi juicio, un melancólico espejismo, una simple ilusión.
II
El autor de esta carta a Carolina Bescansa, que esconde un preciso análisis cotidiano del curso seguido por el movimiento devenido partido, conoce de primera mano el entorno de analistas políticos y tertulianos que habitan los medios. Sabe de la creciente inopia –en todos los sentidos– de estos medios de propaganda. En España apenas existe una prensa liberada del yugo económico-político del Estado y las grandes corporaciones. Esa situación explica la respuesta exacerbada y vulgar, el exabrupto, la ofensa o el desprecio con que ha sido recibido este movimiento popular y el partido resultante. Detrás de esa respuesta está el miedo militante ante un partido que pareciera poner en entredicho las condiciones económico-políticas de una España que agoniza en la que, sin embargo, medran ciertos elementos, como medran algunas formas de vida en el organismo descompuesto. El caso ejemplar del diario El País que, envuelto en propaganda del Banco de Santander, llevó en portada la noticia impensable de que J. Carlos Monedero, profesor de la UCM que no ocupaba cargo público alguno, había exagerado su currículo, resultaría estrictamente cómica si no perdiera su gracia ante el estado de miseria moral y/o intelectual en que hoy vive la sociedad española.
Maestre reclama respeto para Podemos, contempla la tendencia a la revisión de sus propuestas iniciales, adecuándolas al espectro mayoritario del mercado electoral, eso que llaman el Centro-Izquierda. La misma tendencia que en su desarrollo ha ido generando desafecciones y distanciamientos críticos por parte de los portadores de una visión acaso más definidamente revolucionaria. Podemos se actualiza acompasándose con una sociedad española en la que, pese a la polarización que supone la crisis económica y su gobierno político, no alientan programas de revolución. La gran mayoría de la sociedad española padece de un hondo resentimiento, efecto, entre otras cosas, de una depauperación diferencial acompañada del enriquecimiento multiplicado de un pequeño número de grandes fortunas y al conocimiento algo mayor del grado y extensión de una corrupción que, siendo acaso consubstancial al sistema de partidos y a la democracia de mercado pletórico, ha conocido un desarrollo sin medida en los últimos veinte o treinta años.
Ese resentimiento es el caldo de cultivo de unos movimientos reactivos que en algunos países de Europa han tenido un carácter de exaltación nacional, a menudo también racial, que suelen tildarse de totalitarios, un adjetivo que también ha recibido el nuevo partido en España. Si bien, la especie de totalitarismo que algunos le atribuyen –sobre todo sectores del liberalismo incluido en el PP– no tendría el carácter del fascismo, sino de un comunismo más bien clásico pero hoy encubierto por el disfraz del neopopulismo, cuyo principal representante habría sido Hugo Chávez Frías y el régimen venezolano.
Pero el partido que se reclama heredero del 15 de mayo ha ido matizando, con una rapidez para otros culpable, sus exigencias iniciales.
«Tienen verosimilitud. ¿O es que acaso no es serio distinguir la deuda de los bancos de la deuda de los ciudadanos españoles?, ¿quién podría negar que el problema terrorista tiene un componente político clave para España como Estado-nación? ¿O por qué vamos a tomar a chirigota que el presidente de la Federación Española de Fútbol no puede ser eterno en ese puesto? De momento, es menester levantar acta de un asunto clave, que los partidos regeneracionistas no habían conseguido, Podemos ha removido la vida política española…»
Podría parecer inaudito que haya que reclamar –ante los que no conceden descanso a la palabra «democracia»– no sólo verosimilitud sino incluso, ante algunas voces extremas, mero derecho a la existencia para un partido que representa a una importante cantidad de electores: una de las tres o cuatro potencias políticas mayoritarias que saldrán de las elecciones de este mismo año, acaso la primera, dada la escasa diferencia que registran las encuestas.
III
Habrá que reconocer al nuevo partido –cuando menos– la capacidad de agitación de las ruinas de la estructura política surgida de la transición, cuyo agónico y lento ocaso exige la revisión de los principios que le sirvieron de fundamento. Pero más allá de esa agitación y justamente en el momento positivo de abordar los elementos mismos sobre los que ha de sostenerse la estructura institucional aparecen las dificultades primeras y más profundas. Dificultades que acaso delatan que el nuevo partido padece antiguas lacras. La primera se manifiesta en la dificultad para utilizar sin rubor el simple nombre de España o aludir al pueblo español para nombrar a la mayoría de esa «gente» a la que, al parecer, el nuevo partido quiere dar la palabra. Acaso entiendan que esa gente es la forma del viejo pueblo en la nueva era de la globalización, pero esto es, a mi juicio, un recurso retórico que esconde una mentira.
Diagnosticar el mal no es todavía conocer su etiología. Respecto de esa etiología podría decirse que la totalidad de la izquierda posterior a la guerra civil ha padecido el mismo bloqueo a la hora de nombrar a España, asumiendo la identificación de España con el régimen resultante de la guerra civil y con su transformación (según algunos «transformación idéntica») tras la muerte de Franco. Asumiendo enteramente esa identificación, se asume también la proyección sobre el conjunto de la historia de España de la estimación negativa que merecería el franquismo. Esa repugnancia al nombre, la historia y la realidad de España se percibe tras la misma designación de republicana en abstracto –como si habláramos de la república platónica– de la bandera bajo cuyos colores Pablo Iglesias jugaba al fútbol el día previo a las últimas elecciones municipales y autonómicas. Los medios no señalaron que Iglesias jugaba al fútbol ataviado con la camiseta de España. Pero España es justamente lo sustantivo y su estructura política, respecto de la realidad de España, debiera resultar meramente adjetiva.
Pero hoy es un lugar común tanto en la izquierda como en la derecha la certeza plena de que España no existe como realidad histórica, sino que se trata únicamente de un Estado o una estructura institucional o administrativa que recae sobre una pluralidad de pueblos y naciones, al parecer dotados –ahora sí– de histórica substancialidad. No es sólo un error de izquierdas porque la derecha ha reducido la patria a la constitución de papel declarada en 1978. El último en titularse patriota constitucional ha sido el propio Albert Rivera.
La leyenda negra ha sido asumida, sobre todo en España, de un modo absoluto y, acaso, definitivo. Así las cosas, no deja de ser curioso este populismo sin pueblo, frente a la inequívoca Venezuela del chavismo o la Grecia indudable de Syriza. Agapito Maestre habla al respecto de un cierto déficit de patriotismo:
«Un déficit de patriotismo que, de no ser por la triste manipulación ideológica del lenguaje que hace que en español «república» se identifique no con un régimen de libertades, sino con un triste momento de la historia española, llamaríamos con gusto "patriotismo republicano".»
Pero constituye no sólo un déficit sinouna auténtica anomalía, una tara constitutiva de la política española en general, a izquierda y a derecha. Porque no debemos confundir con el patriotismo los gestos enfáticos de una derecha liberal que, envuelta en la bandera, lleva constantemente España en la boca, pero cuya política desmiente inequívocamente sus declaraciones.
Esta anomalía podría encontrar fundamento en la historia misma de esa España que, a comienzos del XIX, se constituyera en nación política. No se encuentra duda alguna en las leyes fundamentales, hasta el último tercio del siglo pasado, del carácter de nación política alcanzado entonces. Sin embargo, desde esa fecha el nombre de España y el carácter de español han sido oscurecidos por un asombroso ciudadanismo abstracto que antepone el carácter de ciudadano al carácter de español como antepone la forma del Estado a la realidad histórica de España, como si tuviera algún sentido un Estado abstracto, sin la sociedad histórica sobre la que esa forma política recae.
Pero ser español es anterior en todos los sentidos a ser ciudadano, como la singular historia de España trasciende su conformación como nación política. Y la singularidad de esa historia de España, anterior a su constitución política nacional, puede resumirse a un rasgo muy significativo a los efectos de nuestras contemporáneas tribulaciones. En efecto, acaso el esfuerzo español por sobreponer el título de cristiano, al de español y, por supuesto al moderno de ciudadano, explique –en alguna medida– la curiosa transposición que padecemos. Para la Monarquía Católica –ya desde su propia designación– ser católico resultaría anterior, en todos los sentidos, a ser español. Y ése fue siempre el signo de su imperialismo. Por eso resultará especialmente sangrante que un Papa extraviado niegue todo valor a la misión católica llevada a cabo por España en América y Asia; y más sangrante, si cabe, que obtenga por respuesta el más absoluto silencio, un silencio que parece otorgar veracidad a sus mendaces palabras. Pocas voces han dado respuesta a las erradas palabras del Papa, una de ellas ha sido la del autor del libro que reseñamos. (A. Maestre. ¿Miente el Papa? El Mundo (Andalucía) 13/07/2015 – A. Maestre. Patriotismo y Melancolía. El Imparcial. 15/07/2015)
Dicho esto, cabe todavía conceder algún margen al nuevo partido que se ha de ver obligado a definir el lugar de los estados nacionales en Europa. Una Europa que a menudo contemplan como programa alemán, frente al que no dudan en gritar «¡Viva Grecia!». Pero la nación española no sólo ha de definir su posición en el juego europeo –todavía en alguna medida exterior– dado que, al parecer, sigue siendo un espacio internacional bajo hegemonía alemana, sino que ha de determinar su propia constitución interior. Podemos habrá de determinarse, asimismo, en relación al pretendido derecho de secesión o decisión, una expresión que esconde la cada día más visible propaganda por el hecho de los micro-nacionalismos que asolan la unidad de España. Los primeros signos sobre la posición del nuevo partido no son en absoluto revolucionarios, lo que debería relajar a los temerosos de ese pretendido radicalismo. La alineación de Podemos entre los defensores del llamado derecho a decidir (esa «virguería marxista» según recuerda Maestre que decía Arzalluz) es –pese a las apariencias– una posición adoptada en los hechos por los partidos más castizos porque estaba exactamente prevista en la constitución del 78.
Prevista bajo el arriesgado supuesto de que esa decisión no sería jamás decidida o, en el improbable caso de serlo, sería favorable a la unidad. Este supuesto permitía incluir en el juego de las alianzas constitucionales a esos partidos antinacionales y minúsculos –a escala nacional– que, sin embargo, han logrado invertir el sentido del decisivo supuesto, haciendo patente el riesgo de secesión a través de la convocatoria fraudulenta de plebiscitos separatistas. En el paroxismo de la extravagancia o la estupidez hay quien pretende que la independencia alcanzada sería el paso anterior a una federación con España. Pero la federación sirve a la unión de entidades políticas distintas e independientes y no tiene sentido la federación de una realidad nacional ya unitaria. «Separarse para unirse» es un absurdo lógico material evidente, pero en España el absurdo es cotidiano y nadie piensa que la contradicción suponga una negación del razonamiento.
IV
Agapito Maestre afronta la cuestión por la naturaleza del movimiento ciudadano, que ha concluido por adquirir la estructura de un partido. Ahora bien estamos ante un partido de nuevo cuño y difícil determinación. La vieja tipología de Duverger apenas sirve –señala Maestre– para definir la índole de esta formación cuyo carácter principal es la fluidez y la velocidad. Rasgos que se atribuyen comúnmente a las nuevas sociedades resultado de una globalización que consiste, finalmente, en el incremento constante del volumen y la velocidad del intercambio a escala planetaria. Intercambio comercial inicialmente, pero capaz de arrastrar cualquier dimensión de la existencia antropológica.
«La agilidad, la levedad, la desenvoltura y, sobre todo, la velocidad vendrían a ser los componentes esenciales para que los nuevos partidos concurran a las elecciones con garantías de éxito»
Una morfología inestable que se acompasa con la forma misma de la sociedad española de nuestros días, una sociedad –dice A. Maestre– «aún más fragmentaria, dispersa y variada que la de los años ochenta». Pero su rasgo más inquietante – compartido con las sociedades más profundamente sumergidas en el agua regia de la globalización –es su composición inestable y su consiguiente (des)equilibrio cambiante. Se trata de una sociedad insubstancial, volátil y movediza. Esa inestabilidad alcanza a todas las dimensiones de la realidad antropológica al punto de adquirir cada día mayor relevancia antropologías alternativas de cariz post-humanista, muy próximas al entorno ideológico de los universitarios que constituyen los cuadros directivos de la formación. Estas antropologías asumen –como incuestionado principio– la ausencia de toda condición humana, de suerte que el hombre puede construirse de manera perfecta, sin límite natural a su propia capacidad auto-poética. Ingenierías genéticas y tecnologías de la identidad pueden construir al hombre nuevo según una metafísica voluntad auto-constituyente.
La difícil resolución de la «cuestión nacional» unida a una positiva indefinición – buscada y defendida– no ya de la ciudadanía española sino de la idea misma de hombre llevan a los portavoces del nuevo partido-ameba a posiciones cósmicas, propias del humanitarismo más abstracto, en continuidad con un discurso moderno que ha avanzado en la dirección de la negación de la naturaleza humana y del orden antropológico en nombre de una construcción ilimitada de la propia condición. Esto es visible del modo más patente en el movimiento LGTB o en los nuevos discursos post-feministas y su crítica del patriarcalismo y la familia. Un discurso ideológico que se encuentra en la vanguardia de los sectores más críticos del partido y del movimiento sobre el que ha crecido.
En esta atmósfera perfectamente insubstancial, pudiera suceder que las virtudes –llamadas comunicativas– de Podemos no fueran otra cosa que la potencia de propaganda de un agregado sin estructura que ha sabido usar las redes sociales y los nuevos medios de difusión para extender su perspectiva negativa sobre el presente económico-político, contando con la dudosa fortuna de un resentimiento masivo que la crisis económica ha hecho finalmente visible. Su capacidad de difusión se debe a la adecuación entre su forma y la forma propia de la sociedad española: atomizada, elemental, en movimiento constante y constantemente acelerado.
La incorporación de esta formación a las instituciones de gobierno –en el parlamento europeo, en los parlamentos autonómicos y ayuntamientos– ha supuesto el hallazgo de resistencias –signo de existencia– a su programa y una primera determinación de su capacidad de construcción. Desde ese momento no basta con la constatación indudable del hundimiento del modelo heredado de la transición y de la masiva pérdida de confianza en los cantos de regeneración de los viejos partidos (PSOE y PP) cuya existencia misma está ligada al aparato jurídico, económico y político configurado hace más de treinta años. Es preciso ahora participar en el juego específico de ataques y alianzas.
Ahora bien, inscritos los partidos en una estructura institucional de la que son parte esencial, cegados por la deleitable Europa y el bienestar masivo que suele asociársele, se ha venido abajo un tejido comunitario que acaso pudiera haberse conservado. Ha desaparecido el fundamento de una verdadera comunicación –empezando por la lengua común de los españoles– y la sociedad atomizada y en constante aceleración carece no sólo de un horizonte común, sino del tejido comunitario que pudiera soportarlo. Pero tampoco se ha construido una atmósfera compartida a partir de la educación y los medios de comunicación:
«Dónde están las grandes referencias nacionales, dónde los periódicos o programas radiofónicos que se dirijan con rigor y seriedad a los españoles? Los medios han perdido su credibilidad al menos para la mayoría de los españoles. No hay una sola élite intelectual y moral capaz de iluminar la salida política de este país…»
La nueva potencia comunicativa que se atribuye a Podemos puede tener como único elemento real una forma de hablar, en el mejor de los casos un estilo en sus más lúcidos representantes, que acaso se nutre todavía de los restos de habla popular en grave degradación. Esto basta para distinguirse del lenguaje esclerotizado de las burocracias administrativas de los viejos partidos. Pero más allá de ese factor residual sólo queda la difusa pero permanente atención a las tecnologías de la información, una atención que produce el efecto buscado de un estado de constante alerta y de negación icónica e inmediata del estado de cosas vigente extendido entre los contingentes de egos diminutos prendidos de sus dispositivos de información y comunicación. La propia volatilidad del partido facilita la gestión de la información a través de las nuevas tecnologías.
Por fin, en el terreno de la lucha política, Podemos se atiene desde el principio a la reducción de la política al enfrentamiento del que habrá de resultar un nuevo equilibrio de fuerzas. A este respecto no hay diferencia alguna con la comprensión del gobierno por parte de los viejos partidos. También su política es mera política, ayuna de todo horizonte metapolítico capaz de fundar una unión común histórica y determinada.
Si Íñigo Errejón ofrece la siguiente previsión:
«¿Qué pasará ante la reforma constitucional? El resultado seguramente será un término medio entre la capacidad de los que hoy mandan para restaurar el orden, incorporando parte de las reivindicaciones nuevas y la capacidad de los que hoy no mandan y no se sienten representados para transformar el orden existente. Modificación parcial o reforma estructural, en función del equilibrio final de fuerzas»
José María Lasalle (secretario de estado de cultural, PP) la suscribe:
«Un horizonte de reforma constitucional me parece lógico, habida cuenta de las disfuncionalidades existentes. ¿Cuál debería ser el nivel de profundidad de esa reforma? Dependerá de los consensos sociales que se alcancen. Soy favorable al gradualismo. Lo otro implica la ruptura. Los modelos de ruptura quizás apasionan y generan romanticismo, pero corresponden a otros momentos históricos».
Para unos y para otros, la política se decide en el enfrentamiento del que habrá de resultar un equilibrio determinado y, por definición, inestable: un «consenso social» o un «equilibrio final de fuerzas». Ese equilibrio no zanja la lucha, sino que establece las condiciones temporales de la pugna política a la espera de que puedan ser conmovidas por alguna de las partes enfrentadas.
Así ha de ser: la política y la guerra se distinguen únicamente por los medios, no por los fines. Ahora bien, si más allá de la política o de la guerra no se encuentra el fundamento común que sostiene el campo mismo en que se oponen los contendientes la conclusión no puede ser otra que la sacralización de la política: Razón de Estado.
Ese estrato metapolítico –fundamento de verdadera comunicación– ha desaparecido de la nueva Europa y también de la nueva España –cuyo nombre mismo se silencia–. Por lo mismo la voluntad de comunicación de Podemos no puede ser más que una ilusión, conscientemente alimentada. Ya no habita un pueblo, donde sólo subsiste la gente. No hay personas, pero tampoco ciudadanos, donde sobreviven individuos.
Pablo Iglesias –ha afirmado reiteradamente– que quiere «ganar las elecciones», habida cuenta de que no parece disponer de las fuerzas suficientes para «tomar el cielo por asalto». Pero esta voluntad de victoria es la misma que anima a los partidos de casta. Se dice que el emperador Carlos V dijo en referencia a Francisco I. «Mi primo Francisco y yo estamos por completo de acuerdo: los dos queremos Milán.». Carlos V y Franciso I tenían tras de sí pueblos distintos con horizontes opuestos. ¿Qué tienen tras de sí Pablo Iglesias o Mariano Rajoy?
Si se renuncia a todo afán de reconstrucción del fundamento metapolítico de cualquier comunicación posible, la acción se limita a la mera política o al juego de fuerzas. Dada la situación política del país el nuevo partido ya ha tenido el efecto de conmover el esquema bipartidista y las condiciones del 78 y ha abierto de nuevo el campo político para la búsqueda de un nuevo equilibrio. Las bases del equilibrio que resulte serán, sin embargo, enteramente análogas a las ahora conmovidas.
El aggiornamento de Podemos orientado a la victoria electoral podría permitir a Iglesias pronunciar fórmulas análogas a la de Hugo Chávez: «sobre esta moribunda constitución juro mi cargo». Ahora bien, la naciente constitución resultará de un nuevo equilibrio de fuerzas, asimismo carente del referente verdaderamente constituyente de un pueblo, una cultura o un horizonte común. De ahí el efecto de vana grandilocuencia que producen palabras como las usadas recientemente por Ramón Espinar, quien a la hora de jurar su reciente cargo de senador añadió, a la fórmula consabida, el juramento de "poner las instituciones al servicio de la gente y devolver al pueblo la capacidad de gobernarse a sí mismo". No creo que encuentre el pueblo al que devolver esa pretendida capacidad de «autogobierno».
Las páginas que ahora nos ofrece Agapito Maestre, contra su vitalismo racional, contra su capacidad de esperanza, contra su verdadera voluntad de comunicación ponen de manifiesto antes una ausencia que una realidad. No es extraño que su patriotismo resulte melancólico.