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El Catoblepas, número 165, noviembre 2015
  El Catoblepasnúmero 165 • noviembre 2015 • página 3
Artículos

La Primera República

Fernando Álvarez Balbuena

Estudio sobre el episodio histórico de la proclamación de la Primera República en España.

Alegoría de la I República. Revista La Flaca, número 55

No bastaría un artículo como el presente para estudiar en profundidad este curioso episodio de nuestra historia decimonónica. Y conste que empleamos la palabra curioso en su prístino sentido y no en el coloquial, porque los acontecimientos que la precipitaron, por insólitos e inesperados, no pueden por menos de causar un cierto asombro al ver cual fue su desembocadura. Bastaron la perplejidad de unos políticos boquiabiertos ante la abdicación de Amadeo I, el vocingleo de la plebe madrileña y el oportunismo de un sector minoritario de las cámaras legislativas, para proclamar el brusco e inesperado cambio de régimen; cambio no solamente coyuntural sino esencial, y que por imprevisible, tampoco resulta fácilmente explicable dentro de una lógica política. Pero los hechos, una vez más, superaron con creces a la fantasía y así, tras la breve monarquía de Amadeo de Saboya, siguió la aún más breve Primera República, nacida, con una legitimidad precaria o, acaso mejor decir sin legitimidad alguna, pues fue fruto del alocado -o quizás presionado- voto de unas Cortes monárquicas, que no sabían literalmente que hacer con el vacío de poder que la marcha de Don Amadeo les planteaba. Aquella república improvisada (algún autor la llamó república sin republicanos) entre federalista y unitaria acabó por propiciar la insensata contienda cantonal, que fue una verdadera guerra civil.

La Primera República, pues, nació sin los apoyos nacionales, no ya importantes, sino ni siquiera imprescindibles y al aire de una situación política insostenible. Tampoco tuvo apoyos exteriores; tan solo Los Estados Unidos de América, Costa Rica, Guatemala y Suiza reconocieron al nuevo régimen republicano. Por lo que concierne a las demás potencias europeas, éstas lo miraron con recelo invencible, pues como ya dejamos apuntado, republicanismo, revolución roja y desorden social eran sinónimos en el ideario político de la época.

Sin embargo, tanto la revolución de septiembre, como la propia proclamación de la Primera República, fueron vistas con gran simpatía desde un principio por los Estados Unidos de América. Esto fue así porque para aquella potencia era una prueba plausible de que el llamado Espíritu del Nuevo Mundo empezaba a ser tenido en cuenta en el Viejo y, en realidad, también porque la revolución septembrina era, en palabras de los propios revolucionarios españoles, una revolución democrática y para los norteamericanos, que eran la democracia más antigua del planeta, resultaba que era un movimiento socio-político afín a su propio sistema (Oltra, J. 1974: 83). Esta afinidad constituía una especie de legitimación y de reconocimiento en Europa de lo que pronto habría de llamarse el «American way of life». Costa Rica y Guatemala siguieron el ejemplo de los Estados Unidos por mero mimetismo continental.

Es, pues, lo cierto que esta admiración hacia el sistema del otro lado del Atlántico no nació espontáneamente de la mera proclamación de la Primera República. Ya en las Cortes Constituyentes de 1869, una facción importante de sus diputados, el partido demócrata, nos revela que dicho partido, compuesto por los llamados cimbrios (transigentes con la monarquía democrática) como los republicanos puros, profesaban una gran admiración hacia los Estados Unidos por el sistema político imperante en dicho país. Tanto es así que en los trabajos previos de la elaboración constitucional, se copian y se ensalzan muchos de los principios de la Constitución Norteamericana y, muchas veces, se objeta que el proyecto español no ha seguido las líneas maestras de aquella Carta y en uno de los momentos de mayor euforia yankee, uno de los republicanos más importantes, o al menos más notables, así por su vociferante verborrea como por su extracción social, el marqués de Albaida, José María Orense (siempre peculiar y extravagante), llega a proponer que se copie íntegro el texto de la constitución americana y que se promulgue como Constitución Española (Oltra, J.1968:82).

Así pues, cuando los republicanos consiguen, casi sin pensarlo, ver proclamada la república, la expresión ilusionada de eterna amistad entre las dos potencias se hace notar de manera evidente. Por desgracia esta explosión de amistad y de mutua inteligencia, era mucho más acorde con una cierta ideología política que con la realidad económica, pues a poco España hubo de convencerse, tanto la republicana como la monárquica, de que la gran República Americana era nuestro primer enemigo y nuestro opositor a los intereses nacionales tanto en Cuba como en Puerto Rico.

Pero la Primera República fue ingenua y, a la vez, mendaz. Estuvo llena de contradicciones y de incapacidades. Fuerte en palabrería y débil en la gobernación, acosada por fuerzas conservadoras y traicionada por los propios republicanos que la combatieron en Andalucía, Murcia y Alicante, llevándola al desastre y a la desesperación porque el federalismo atacó a los cimientos de la unión de las distintas facciones republicanas e hizo inviable al propio régimen. Acéfala, vacilante, inexperta y visionaria. Es decir: portadora de los gérmenes de su propia destrucción, (como tan equivocadamente decía Marx del capitalismo) y, por si fuera poco todo esto para ponerla en jaque, resurge el fantasma carlista que ante la aparición de una república jacobina y anticlerical, toma el aspecto de una nueva Cruzada (Hennesy, C.A.M. 1966: 180)

Contradicciones e inconsecuencias las encontramos tan pronto como tratamos de investigar con un mínimo de rigor la propia estructura de la Primera República. Empezando por el himno como símbolo que enaltece la figura, mucho menos que mediocre, del general Riego, personaje nefasto para España, como en otro lugar hemos demostrado.{1}

Siguiendo con frívolas actuaciones del poder político republicano, nos encontramos con un afán estúpidamente demagógico de sus próceres que comenzó por decretar la abolición absoluta de todos los títulos de nobleza. Al parecer ser duque, conde o marqués era, un verdadero pecado social y, desde luego, una discriminación intolerable y un ataque frontal al principio de igualdad de todos los ciudadanos, igualdad de la que la República había hecho bandera, lema y credo político en una sola pieza, tratando de seguir los pasos de la revolución francesa de 1848.

Los honores heredados de antepasados ilustres debían relegarse al olvido y aún al desprecio de la sociedad y del Estado, porque así lo requería un sistema verdaderamente democrático e igualitario para la ciudadanía. Así pues un decreto de 25 de Mayo de 1873, siendo Presidente Estanislao Figueras y firmado por Nicolás Salmerón, ministro de Gracia y Justicia, declara nulas todas las mercedes nobiliarias y abolidos todos los títulos de nobleza, que, a partir de entonces, no solamente serían ignorados por el Ministerio de Justicia, órgano que los regulaba, sino que incluso su uso privado quedaba prohibido.

Pronto pasó, sin embargo, este ataque de sarampión igualitario porque el 12 de junio del mismo año las propias Cortes de la República, tratando de premiar a sus afines y de crear una nueva aristocracia republicana, en sendos decretos firmados por Pi y Margall, vienen en crear y conceder los títulos de Conde de Luzárraga, Marqués de la Granja de San Saturnino y Marqués de Constantina, y poco después, el día 10 de diciembre, Don Emilio Castelar firmará el decreto de concesión del título de Conde de Casa González, igualmente otorgado por el parlamento republicano (Conde de Lascoiti, 1958:155).

Pero por si todo esto fuera poco y para seguir el juego de la identificación con las mercedes nobiliarias y la República, un título otorgado por Don Amadeo de Saboya, a Don Carlos Pickman Jones, (marqués de Pickman) es ratificado por las Cortes de la República el día 11 de Febrero de 1873 (González Doria, F. 1987:200).

En el corto espacio de los once meses que duró aquel lamentable ensayo de desnortada actuación política, los títulos nobiliarios que habían sido concedidos a lo largo de la Historia de España no solamente fueron abolidos, sino que casi inmediatamente fueron también rehabilitados por decreto de 25 de junio de 1874, bajo la presidencia del gobierno de Juan Zavala, siendo ministro de Gracia y Justicia Alonso Martínez. Así pues se vuelven a reconocer y restaurar los títulos de nobleza y la República se reserva el privilegio de conceder otros nuevos, pero la prerrogativa de su creación la confiere a las Cortes en vez de ser inherente al Jefe del Estado (González-Doria, F. 1987:60) como parecería lo más lógico, pero en aquella peculiar República, en realidad no había propiamente un Jefe del Estado, sino un Presidente del Poder Ejecutivo, lo que aún hacía más confusa la actuación del gobierno.

Aprovechando este privilegio de continuar creando aristocracias que las cortes republicanas se irrogan y que choca frontalmente con su ideario republicano y demócrata, así como con los manidos conceptos de igualdad, tan invocados durante todo el sexenio, se crea por ellas también el marquesado de Méndez Núñez, merced que se confiere a D. Jenaro Méndez Núñez, en memoria y reconocimiento a los méritos de su hermano, el almirante D. Casto, héroe de la expedición marítima al Pacífico y autor del famoso latiguillo de la honra y de los barcos. Éste título, al igual que los anteriormente citados, aún está vigente en la actualidad (González-Doria, F1987:172). Y todo ello constituye una incongruencia y, así cabe preguntarse seriamente a qué jugaban aquellos prohombres de tanto relumbrón y de tanta austeridad y de tantas y tantas virtudes cívicas y políticas como se les han atribuido y con las que se nos han vendido por la historiografía republicana. Estos ilustres prohombres, en vez de buscar soluciones sin contemplaciones ni debilidades a los gravísimos problemas del desgarramiento cantonal, de la guerra del pretendiente carlista y de las explosivas situaciones cubana y filipina, parece que se entretenían en las mismas frivolidades mundanas del régimen derrocado al que tanto criticaron y al que tanto combatieron.

Dudosa constitucionalidad de la Primera República

Así pues, los acontecimientos que iban sucediéndose tras la Gloriosa Revolución de 1868, aunque se desarrollaron sobre las bases de un cambio drástico del agotado sistema isabelino, acabaron por concretarse muy de otra manera a como Don Juan Prim tenía previsto.

La Gloriosa desembocó en un tumulto político, consecuencia del cual se fraguó el asesinato de Prim -causa principal de su frustración y fracaso-, en una república disparatada que proclamó un federalismo insensato, origen de una verdadera guerra civil por las sucesivas rebeliones cantonales, y plataforma para que al rebufo de la debilidad del Estado, el carlismo, que ya había iniciado en 1872 una nueva intentona, volviese a enseñar los dientes recrudeciendo sus ofensivas en esta nueva guerra a la que, curiosamente, acudieron como voluntarios algunos monárquicos isabelinos y partidarios de la restauración. Y este extraño proselitismo, igualmente fuera de toda lógica política, se produce por el mero hecho de que un sector de la sociedad partidaria de la reina destronada -sobre todo aristocrático- dice preferir una monarquía, aunque fuera absolutista e inviable, al estatus republicano y a sus partidarios a los que odiaban visceralmente.

Así, en una famosa novela realista (Boy), en la que se retrata muy bien el ambiente de la época, el P. Luis Coloma describe cómo un miembro de la nobleza de la sangre, oficial de la Marina de Guerra, se marcha a Zugarramurdi para unirse a las tropas carlistas:

- ¿De modo que te vas al fin con los carlistas?
- Si, y he guardado secreto porque he dado mi palabra de honor de no decir nada (.)
- ¿Y qué dirá de eso la reina doña Isabel II?
- Soy poca cosa para que la reina se ocupe de mi persona, pero aunque así fuera nada podría echarme en cara.
- Vas a pelear a favor de don Carlos.
- ¡No! -replicó Boy vivamente- no voy a pelear en favor de nadie. Voy a pelear a la sombra de una bandera que me es simpática contra esa gentecilla ruin que se ha apoderado de España y la desangra como una plaga asquerosa de pulgas a un león enfermo. El día que las sacudamos y doña Isabel reclame sus derechos me tendrá a su lado como juré la primera vez que me ciñeron mi espada. Así hizo mi padre en otros tiempos y así nos corresponde a los Grandes que no debemos seguir a un partido, ni a un ministro, ni a un Gobierno, y mucho menos a un cacique, sino solo a nuestras ideas y a nuestra conciencia y al rey en persona, que es nuestra cabeza (Coloma, L. 1960:1348)

Para mayor confusión de quienes vivieron aquella época y a mayor abundamiento sobre lo inesperado de su proclamación, aquella república nació de forma espuria, sin el soporte legal que la pudiera legitimar, pues como se dice en la monumental Historia de España de Don Modesto Lafuente:

Faltando al artículo 47 de la Constitución vigente que prohibía deliberar juntos a ambos cuerpos colegisladores, se reunieron estos en una sola asamblea, recogiendo el poder supremo, barrenado también el artículo 84 que facultaba al Consejo de Ministros para gobernar el reino a falta del rey. Constituyose la Asamblea soberana, y aprobada la renuncia de Don Amadeo y la contestación, renunció el gobierno el poder que ejercía, y al discutirse la proposición en que se pedía se declarase la república, el señor Rivero, tan aficionado a ejercer actos de autoridad absoluta, exigió de tan imperiosa manera a los que acababan de ser ministros que volvieran interinamente a ocupar el banco azul, como si fueran los ministros de su señoría, que el señor Martos dijo con aplauso del Congreso que «no estaba bien que contra la voluntad de nadie pareciese que empezaban las formas de la tiranía el día que la monarquía acababa» (.) Proclamose precipitadamente la república por 258 votos contra 32 y se eligió el poder ejecutivo, confiriéndose la presidencia a Don Estanislao Figueras (1890: 189-190. Vol XXIV).

Aquellas cámaras, por lo tanto, se confirieron a si mismas un poder del que carecían en absoluto{2} pues ni se lo daba la Constitución ni se lo daba el pueblo, además eran ordinarias y no habían sido elegidas para tales menesteres. Tampoco su actuación en este asunto fue muy moral políticamente hablando, pues siendo monárquicas votaron una República y así se daba la paradoja que quienes habían sido ministros de la monarquía, lo eran ahora del régimen que le era completamente contrario.

No obstante, como sucedió con la proclamación de Don Amadeo, hubo también manifestaciones de júbilo popular, que se hacía notar en la calle al grito de ¡República y libertad!, pero que como sucede siempre en las manifestaciones callejeras, se debía más al ya conocido instinto gregario freudiano, instigado por los alborotadores republicanos, que a sentimientos populares hondos en pro de la nueva institución.

Pero hemos de distinguir cómo se vio el nacimiento del nuevo régimen en las distintas partes de la nación, concretamente en Madrid, en Barcelona, en el país Vascongado y en Andalucía porque ello nos resultará tremendamente ilustrativo.

El pueblo de Madrid, mas al tanto que el resto de España en calibrar los cambios políticos, precisamente porque la política tenía más vigencia social en la capital, donde era seguida más atentamente, apreció muy pronto que aquella República, si bien estructuralmente había cambiado la Jefatura del Estado, en sí misma no era otra cosa que la continuación del reinado de Don Amadeo, al menos por el momento, y solamente se habían cambiado los símbolos y unos pocos personajes para detentar el poder, pero lo que no se había cambiado en absoluto era el cariz de la propia política española.

En Barcelona y en Vascongadas, que eran las partes de la nación en las que la burguesía tenía mayor relevancia social y económica, ésta misma burguesía vio en el cambio de régimen la oportunidad de efectuar su propia revolución, mediante la que desplazaría del poder a las oligarquías aristocráticas agrarias que dominaban Andalucía y Castilla, pero su entusiasmo duró lo que un relámpago pues pronto comprendió que la República, lejos de ser un bien, era un mal y, como mucho, un mal menor, y que en el estamento obrero la simple palabra república ejercía una peligrosa fascinación. Concretamente el obrerismo catalán, encuadrado en el federalismo, veía la oportunidad de su propia revolución y adoptó unas actitudes que pronto convencieron a fabricantes, comerciantes y banqueros de que hubiera sido preferible la perpetuación de don Amadeo que el riesgo de una Comuna parisiense trasladada a Bilbao o a Barcelona.

En Andalucía, el irredentismo del campesinado agrario apostó sin ambages ni demoras por la revolución social y se produjeron innumerables ocupaciones de tierras por los jornaleros. Costó, lógicamente, sangre reducirlos y volver a poner las cosas in statu quo. Y esto fue así porque el propio espíritu republicano, escorado desde sus inicios a la izquierda (Pirenne, J.1958:222), favorecía un discurso inoportuno en el pensamiento de las masas obreras, y como no se promulgaban todavía las leyes expropiatorias que satisficieran los anhelos revolucionarios de éstas, entonces el motín y la rebelión que volvieran del revés las instituciones tradicionales, eran para ellas el camino a seguir para lograr la justicia social, estimuladas irresponsablemente por el discurso político que se predicaba desde los sectores de la izquierda más radical.

Buena prueba de ello es el siguiente texto que en hojas volanderas apareció tempranamente en Madrid:

OBREROS

Compañeros:

Circunstancias imprevistas, quizá la crítica situación de la hacienda española, han hecho desaparecer la situación monárquica que regía ésta nación. Nos encontramos, pues, en un momento supremo; parece que se abre un período revolucionario en el cual, si las clases obreras sabemos ponernos a la altura de los acontecimientos, podremos alcanzar algo o mucho de lo que tan necesario es para que mejoremos nuestra precaria situación.

Solemne, solemnísima es la actuad del pueblo trabajador; su instinto revolucionario le hace o le debe hacer ver que las circunstancias están preñadas de peligros y que su deber es aguardar impasible, pero vigilante, que la reacción, siempre constante en sus manejos, asome su cabeza para aplastarla.

¡Obreros: nuestro primer deber, en los actuales momentos, es estar dispuestos a luchar contra la reacción con todos los que combaten, y solos, si solos estuviésemos! Armémonos pues por los medios que a mano tengamos y exijamos constantemente que se arme al pueblo trabajador.

Dispuestos a luchar de todas maneras para conservar nuestros derechos naturales, debemos trabajar activamente para que aquellos de nuestros hermanos que por ley inicua empuñan las armas, sujetos a una ordenanza, sean licenciados y puedan ir a sostener las aspiraciones del proletariado en sus pueblos respectivos, dueños de si, y entonces soldados conscientes del progreso.

El progreso federativo, la autonomía de los grupos naturales, debe ser nuestro objeto, una vez que solo la libertad y los derechos del hombre se afianzan a medida que la autoridad se debilita, autonomía completa del municipio, como primer grupo natural, es la primera condición para afianzar la revolución.

Excesiva prudencia y firme decisión, dispuestos siempre a combatir todas las tiranías políticas y religiosas.

¡Obreros! Hermanos nuestros, los que aun estáis alejados de las sociedades, entrad en ellas; los momentos son supremos: el concurso de todos es necesario. El que falte al cumplimiento de su deber comete un delito de lesa humanidad, y sus hijos y generaciones futuras se lo tomarán en cuenta.

Queremos el establecimiento de la enseñanza obligatoria en todo el grado posible; la instrucción tan necesaria para el obrero. Queremos que rijan en los talleres y fábricas las condiciones higiénicas; que la salud del pueblo así lo exige. Queremos, en fin, evitar en todo lo posible el triste espectáculo de ver a los niños perder su salud en medio de los trabajos impropios de su edad.

¡Armas al pueblo trabajador! ¡Autonomía del municipio! ¡Menos horas de trabajo y más salario!

Salud y emancipación social.

Parece evidente, tanto por la redacción cuidada y con los latiguillos grandilocuentes de aquella época de grandes oradores, así como por los contenidos teóricos de esta especie de manifiesto, que éste no pudo salir directamente de la pluma de algún dirigente de las asociaciones que el obrerismo español había creado, sino que fue fruto de la agitación izquierdista y obrerista de la de alguien como Orense o Pi y Margall, por poner solo dos ejemplos de entre los varios que pudieron ser los autores, los cuales trataban de arrimar el ascua a su sardina.

Pero muchos creyeron, como Castelar, que la república venía a colmar el cumplimiento de los tiempos, que era la salida lógica de aquel caos que propició todo el llamado sexenio revolucionario y que a partir del momento de su proclamación, todo iba a ser felicidad y bienestar en una España que bien necesitada estaba de progreso social, de desarrollo económico y de estabilidad política.

Castelar saludó en las Cortes a la República con un discurso del que extractamos el siguiente texto, que probablemente, entre los ampulosos discursos que se pronunciaron, es el que mejor resume la situación del momento:

Con Fernando VII, murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de Don Amadeo de Saboya, la monarquía democrática. Nadie trae la República; la traen todas las circunstancias; la trae una conspiración de la sociedad, de la naturaleza y de la historia. Señores, saludémosla como el sol que se levanta por su propia fuerza en el cielo de nuestra patria. (Diario de Sesiones, ll-02-1873)

Tuvo esta primera república, como lo habría de tener en el siglo siguiente la segunda, un amago de Estat Catalá que Figueras pudo afortunadamente conjurar imponiéndose en Cataluña con su presencia. Hubo huelga revolucionaria en Alcoy, transformada en rebelión y que el Ejército tuvo que sofocar. Desde su proclamación hubo un constante conflicto entre Cortes y Gobierno y el entendimiento entre los partidos para procurar una gobernabilidad estable fue nulo (Tuñon de Lara, M.1976:144), la vergüenza política de los sucesos de Cartagena, Alicante, Alcoy etc., merecerían un estudio por sí solos y la falta de sentido político (y aún común) de aquel conglomerado de prohombres, desembocó en otro nuevo golpe de fuerza para imponer el orden, lo que sirvió para, a la vez, sepultar a la República. Así el general Pavía se erigió en un nuevo ángel exterminador amenazando con echar a sablazos de las cortes a los diputados, incapaces de imponer orden y respeto a las instituciones de la nación. De allí se pasó a una república pretoriana que el figurón lamentable de Serrano se complace en presidir y, en medio de todo este catastrófico escenario, aprovechando el desorden civil, político y social que se había generalizado, el pretendiente absolutista ve cada vez más clara su oportunidad que ni unitarios, ni federalistas, ni siquiera el autoritarismo de Serrano, que se fue a mandar personalmente el Ejército del Norte, fueron capaces de abortar.

Los presidentes del poder ejecutivo de la República

Han sido retratados por la historiografía oficial como grandes hombres de estado, honrados y brillantes, los cuatro presidentes de la primera república. Nada más falso que este estereotipo. Sin poner en duda su honradez, la de los cuatro, o sus eminentes dotes oratorias -sobre todo las de Castelar- la talla política de todos ellos es más bien escasa. No supieron que hacer con el poder, que se les vino encima inopinadamente y fueron incapaces de aunar voluntades y de establecer un consenso amplio para hacer viable aquella improvisada república. Así, con su conducta mediocre, aumentaron más aún el malestar político de una España ya cansada de disensiones y de luchas intestinas.

Llama poderosamente la atención, al estudiar a los líderes de la segunda República, la enorme ingenuidad política de que hacían gala. Así de la lectura de las obras de Don Francisco Pi y Margall, uno de los hombres más significativos del republicanismo español, se saca la consecuencia de que tanto sus reflexiones sobre el comunismo y sobre el federalismo, que él reputa connaturales con la estirpe humana, carecen de la mínima capacidad de soporte científico y moral, son puro voluntarismo y un sofisma de primera magnitud.

Afirma, por ejemplo:

A cada grupo su taller o su fábrica; a cada grupo su manso o su cortijo; a cada grupo sus instrumentos de trabajo: tal podría ser la nueva organización que concebimos. El personal de cada manso, de cada taller, de toda fábrica, habría de constituir una asociación que tuviese la igualdad por base, tarea distinta, igual recompensa (1901:25)

Ideas todas ellas ya periclitadas al momento de su publicación y que los socialistas utópicos habían expresado antes de mediado el siglo y que, ni que decir tiene, el tiempo se encargó de demostrar tanto su inviabilidad como su falsedad intrínseca.

En cuanto a sus opiniones sobre el cristianismo y sobre la figura del propio Cristo, sus escritos, bajo un tinte de gran humanismo y mansedumbre, contribuyeron notablemente a alentar los sentimientos de las masas contra la religión y a difundir la idea de que, por su intrínseca falsedad, era el vehículo que el Estado confesional y la Iglesia utilizaban para esclavizar al pueblo. El párrafo que transcribimos puede ser una buena muestra de ésta afirmación:

«Vosotros, demócratas y socialistas, que tan cándidamente os llamáis todavía hijos del Evangelio, advertid que incurrís aún en mayor contradicción, en mayor absurdo. Si queréis partir del Evangelio, debéis despojarle antes de su contradicción, eliminar uno de sus términos, es decir, destruirle ¿Cómo admitiendo el dualismo os atrevéis a hablar de reformas, ni dejar entrever una era de paz y de felicidad a los que sufren? Guardaos de despertar tan insensatas ilusiones, porque ese mal que combatís es un mal inherente a nuestra naturaleza de hombres, un mal irremediable, un mal incompatible. Rasgad ese libro santo, o no protestéis jamás contra nuestros sufrimientos. Vuestras protestas son de otro modo injustas, son pueriles» (1878:178-179){3}

No le andaban a la zaga otros teóricos de la política contemporánea, sobre todo de la social, porque si tomamos el ejemplo de Don Domingo Enrique Aller, hombre de ideas muy alejadas de las de Pi, vemos también con asombro que sus teorías sobre los movimientos de la clase obrera son igualmente de absoluta ingenuidad política. Véase éste pequeño ejemplo:

A medida que la educación y la instrucción preparan al obrero para convencerlo de que la mejora gradual de su condición no se alcanza ni por la violencia ni por la astucia, sino por procedimientos pacíficos, dentro de las leyes eternas que sostienen el orden moral (.) la armonía entre los intereses de todos resulte del interés bien entendido de cada uno (1894:92)

Todo comentario al respecto es obvio. Ni remotamente se alude al movimiento asociativo sindical ni al estilo reivindicativo que ya estaba vigente en Europa, e incluso comenzaba a iniciarse, aunque tímidamente, en la propia España, importado tanto por los miembros de la Primera Internacional que nos visitaron, como por las corrientes europeas que venían de la mano de la industrialización y, con ella, de las teorías tanto de Marx como de otros apóstoles del socialismo, tales como Proudhon, Fourrier y tantos más que sería largo enumerar aquí y ahora.

Tampoco Don Estanislao Figueras, primer Presidente del Poder Ejecutivo, puede ser tenido como un gran hombre de Estado. Este abogado catalán, desde luego con afamado bufete profesional, pero político pusilánime, tuvo poco papel como gobernante. Durante su cortísima presidencia, fue Pi y Margall quien llevó todo el peso del Gobierno como Ministro de la Gobernación y, de paso, diremos que también fue el principal causante, con sus ideas federalistas, del desastre posterior. Aunque Figueras, cuando tuvo lugar el intento de insurrección catalana, al que páginas atrás hemos aludido, reclamando el sempiterno estat catala, hizo valer su autoridad presentándose en Barcelona, y parando el golpe bajo que aquello representaba para la República, su pusilanimidad quedó de manifiesto cuando horrorizado por cariz que tomaba la cosa política con el peso de la sublevación cantonal, la guerra carlista y los desórdenes callejeros de toda índole, sin dar a nadie la menor explicación, tomó un tren para París exiliándose voluntariamente, dando así un ejemplo de irresponsabilidad rayano por otra parte en el ridículo. Regresó arrepentido a España en los últimos días de la República con un discurso de unidad para salvar el régimen, pero ya estaba desprestigiado ante sus propios correligionarios. Murió en Madrid nueve años después en el más absoluto olvido.

Don Nicolás Salmerón, (1838-1908) tercer Presidente del Poder Ejecutivo de la República, pasó a la historia con la leyenda de ser un santo laico. Es cierto que era un hombre de grandes virtudes, de enorme honestidad y rectitud, además de ser un gran abogado, orador brillante y con un bagaje cultural y filosófico, como buen krausista, enormemente importante. Liberal de corazón, se adhirió al partido demócrata y votó por la República creyendo de buena fe que era este el camino razonable que debía seguir España para lograr su desarrollo social y político. Era Presidente del Congreso cuando se dieron los lamentables sucesos cantonalistas, provocados en gran manera por el federalismo que patrocinaba Pi, quien hubo de dimitir ante aquellos gravísimos acontecimientos y, entonces, se le nombró Presidente del Poder Ejecutivo de la República. Ingenuamente pretendió restablecer el orden con su actitud digna y con la exaltación oratoria del supremo interés nacional, pero le faltó la decisión necesaria para aplicar el castigo que los tribunales de justicia dictaron contra los responsables de la rebelión cantonalista y contra los asesinatos cometidos durante ella. Enemigo, por convencimiento moral, de la pena de muerte, se negó a firmar el «enterado», correspondiente a su cargo de Presidente y prefirió dimitir de él, aunque volvió a la presidencia del Congreso.

Estuvo frente a Castelar cuando este trato de dar un giro a la derecha a la desnortada República, y en la sesión tormentosa del 2 de Enero, llegó a descender a un escaño del Congreso, abandonando la presidencia de la Cámara, para poder combatir al nuevo Presidente y a su política de mano dura, a quien increpaba la izquierda parlamentaria, entre otras, con la siguiente pregunta:

¿Y donde quedan nuestras libertades, logradas por la República con tantos afanes?
A lo que Castelar respondió:
«Las quemasteis en Cartagena» (Diario de Sesiones. 806){4}

Tuvo también Salmerón sus inclinaciones catalanistas, ciertamente en todo cuanto consideraba compatible con sus ideales republicanos y así en 1906, al fundarse «Solidaritat Catalana» fue elegido presidente de dicho movimiento, con lo que se escindió el partido republicano de Lerroux, pues éste levantó bandera de españolismo republicano en el propio terreno de Salmerón, es decir: en Cataluña.

También es necesario decir, para terminar ésta breve referencia a Salmerón, que su honradez no puede ponerse en tela de juicio, como tampoco su altura profesional. Una buena prueba de ello es que durante su exilio en París la propia reina Isabel II le solicitó como abogado para resolver unos asuntos judiciales privados de ella, lo que revela la alta estima en que le tenía una persona tan contraria a las ideas republicanas como podía ser toda una reina de España.

Pero, por desgracia, la política es complicada y con solo excelentes cualidades intelectuales, y aún morales, no basta para gobernar un país tan complicado como España (o cualquiera otro), por eso Salmerón, dígase lo que se quiera, no era la persona adecuada para el cargo de Presidente de la República en aquel ambiente tan sumamente difícil y complicado. Siendo una excelente persona, era, políticamente, un ingenuo.

Don Emilio Castelar, el eminente repúblico, como fue llamado en su tiempo, fue, sin duda, el orador más brillante del siglo XIX y, con seguridad, el parlamentario más distinguido por la oportunidad y la limpieza de sus intervenciones y las notables buenas maneras de las que estaba adornado. Sin embargo, siguiendo la línea de ineptitud de los tres Presidentes anteriores, se puede también afirmar que su vida política fue un rotundo fracaso. No supo realizar sus ideales cuando tuvo la oportunidad de hacerlo y, pasado su momento de gloria republicana, cuando llegó la Restauración, se encerró en una profunda melancolía y en un escepticismo conformista, aunque, aún en este período, siguió brillando su oratoria en las Cortes. Admirado por todos, incluso por hombres tan contrarios a sus ideas como Alfonso XII y Cánovas del Castillo, careció sin embargo de carácter fuerte y suficiente para imponerse a sus propios correligionarios.

Revolucionario a los veinte años, condenado a muerte a los veintitrés, Presidente de la República a los cuarenta y uno, acabó por jurar fidelidad al rey y fundar un extraño e inoperante Partido Posibilista Republicano[5] cuyo programa, lleno de inconcreciones, venía a no pretender ya la menor posibilidad de gobernar.

No cabe la menor duda de que fue don Emilio hombre de inmensa y atropellada cultura, pero gestual y un tanto histriónico. En la ya citada madrugada del tormentoso 2 de enero de 1873, después del amargo debate en el que toda la izquierda parlamentaria se le opuso violentamente, el general Pavía, capitán general de Madrid, asalta con sus tropas el Congreso de los Diputados para poner fin manu militari a aquel inmenso e insensato desorden. En ese momento la Cámara entera se vuelve hacia el Presidente esperando de él la solución y pretendiendo que dialogue con el general, que además era amigo y protegido suyo.

Castelar, en uno de sus gestos declamatorios y un tanto vanos, abre los brazos y hace la siguiente declaración solemne y retórica: «Aquí moriré con vosotros, amigos míos, aquí moriremos todos». No murió nadie: entraron los soldados y los ministros y diputados de la República se enfundaron en sus gabanes y se marcharon a sus casas sin otra protesta. Al salir por la puerta del Congreso, se descubrieron y saludaron con sus chisteras al Ejército que les acababa de disolver (Luján, N. 1968:107).

Quizás el resumen más exacto, a la vez que más duro del período republicano, lo dejó escrito Gutiérrez Gamero en sus memorias. Su texto casi parece un epitafio:

«La República nació en triunfo y murió en ridículo» (1925:282)

Finales de la República y comienzos de la Restauración

El golpe de estado del general Pavía, que acabó con aquel desorden, tenía el apoyo de la burguesía, que era en realidad el sostén del sistema. Esta se hallaba desvalida desde la proclamación de la República. Únicamente Castelar, con su política orientada hacia el conservadurismo había representado para ella un alivio en sus continuos sobresaltos. (Piqueras Arenas, J.A. 1992:711). De cualquier modo con el golpe de Pavía únicamente se restauró el orden público pero no el político pues la presidencia pretoriana de Serrano fue un continuo fluir de decretos contradictorios. Con la suspensión de las garantías constitucionales, ya el día 5 de Enero (la paviada había tenido lugar el día 3), por decreto del ministro de la gobernación, García Ruiz, se inaugura una nueva interinidad que sin rumbo ni norte produce, uno tras otro, decretos de ocasión y poco acordes con el propio espíritu republicano, Así el del día 8 disolviendo las Cortes, el del día 10 dejando fuera de la ley a la Primera Internacional, otros posteriores ordenando perseguirla, el día 20 de febrero se suspende la ley de redención de foros y rentas similares y así se satisface a unos mientras se irrita a otros y la inseguridad jurídica se enseñorea de la sociedad española. Sin embargo, contradictoriamente, las cuestiones más urgentes y más candentes son voluntariamente ignoradas o preteridas y así se tiene la sensación de que la provisionalidad es inherente al extraño gobierno cuya política de indefinición, de vacilación y de inseguridad, hace que no sepamos tampoco nosotros definirlo rigurosamente.

Pero hay que tener en cuenta, como ya hemos apuntado, que la República carecía de Presidente, quienes ostentaron este título, durante ella (la del 73, no su prolongación pretoriana o Mac Mahoniana, presidida por Serrano) lo eran del Poder Ejecutivo y no de la Nación, cuya soberanía ostentaba únicamente el Parlamento. El propio general Serrano durante sus 361 días había asumido el título de «Presidente del Poder Ejecutivo de la República», a la vez que la presidencia del gobierno, en el que fue sustituido por el precitado Zavala (Padilla Bolívar, A. 1974:158), cuando se fue en busca de nuevos - y ya no tan difíciles- honores a mandar el Ejército del Norte en la Tercera Guerra Carlista. No obstante y para mayor afirmación de la autoridad del Presidente de aquella prolongación de la República democrática, cuando ya las Cortes no funcionaban, disueltas por el golpe de Pavía, el general Serrano, firma el 17 de noviembre de 1874 el decreto de creación del título de Marqués de Arlanza. Medida esta, tomada sin duda como las de concesión de las mercedes anteriores, tanto para congraciar a aquella República con la aristocracia, como para tener la posibilidad de premiar los méritos de sus prohombres afines, atribuyéndose esta facultad en nombre de la soberanía nacional que, como decía el precitado decreto de Alonso Martínez, teóricamente debería de ejercer el Parlamento el cual a la sazón era inexistente. Fue, pues, esta concesión del marquesado de Arlanza en realidad un paso más del general Serrano para atraerse a los monárquicos con cuyo apoyo, o al menos con su tolerancia, se sustentó de hecho en su precario e inestable poder hasta el pronunciamiento de Sagunto, acción que terminó con su presidencia pretoriana y que debió de disgustarle más por ir directamente contra sus ambiciones personales de perpetuarse en el poder, que por ser contraria a su ideología cuyo color está bastante difuminado, pues como dice Julio Nombela:

El general Serrano era, sin duda, un liberal, pero listo y ambicioso, hacía siempre lo que más convenía a sus intereses y a ellos sometía cualquier decisión, incluso si tales intereses estaban en contradicción con los de sus amigos, entonces se mostraba poco amigo de sus amigos, pues solo le importaba su provecho personal (1976: 43-44).

Al producirse el mencionado pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto, se creyó en peligro personal, y puso valientemente tierra por medio marchándose a Francia, hasta que el propio Cánovas le mandó recado de que nada tenía que temer y pudo volver a España sin ulteriores consecuencias. Pero a partir de entonces ya su protagonismo político entró en pronunciado declive y no pudo constituirse en cabeza de partido, como lo pretendió, primero al frente del partido liberal y luego, desairado por el rey, que prefirió llamar a la presidencia del Consejo a Sagasta en vez de a él, en el turno pacífico con Cánovas. Después trató de constituir el partido, o más bien el grupúsculo llamado Izquierda Dinástica, cuya actuación política fue por completo irrelevante (Sánchez Mantero, R. 2004:29)

Si bien los ejemplos de conducta política del general Serrano dejan bastante que desear, el ejemplo de conducta personal de este prohombre de la patria, al que seguidamente vamos a aludir, es verdaderamente lamentable. Aunque sea desviarnos un poco de la línea de nuestro discurso, no podemos por menos de abundar en la opinión que sobre él tenía Nombela y que hemos recogido líneas arriba.

De este personaje que alcanzó, gracias a su ambición y falta de escrúpulos, nada menos que la Jefatura del Estado y a quien se le tributan elogios por su intachable conducta, por la caballerosidad de que hizo gala toda su vida, y muy especialmente en la batalla de Alcolea, así como por su modestia personal (Martínez Campos, C. 1968:56), puede contarse nada menos que la siguiente historia: Amante de la reina que le llamaba el general bonito, es dueño, no solamente de sus favores y de su corazón sino también y en su propio beneficio, de sus decisiones políticas. Aunque todo el mundo sabe las intimidades de Serrano y de la soberana, un día, como no podía por menos de ocurrir, estalla el escándalo. Entonces es un asunto de Estado ineludible el alejar al general de palacio y se le nombra Capitán General de Granada, bajo la fórmula convencional de hacer dicho nombramiento en recompensa a su brillante hoja de servicios como ilustre militar. La respuesta del caballero no es, como cabía esperar, de sumisión al mando, menos aún de dignidad ofendida ni tampoco hizo los consabidos aspavientos típicos del estilo militar. Nada de eso, la respuesta es mucho más prosaica y atañe a lo económico: pide, para renunciar a la alcoba real y evitar el escándalo de lo que es un secreto a voces, la cantidad de tres millones de reales que la reina tiene que pagar de su propio peculio (Barrios, M.2004:69)

Sus, llamémoslas debilidades, no se terminan con tan poco caballerosa conducta. En el ejercicio de otros destinos no brilló precisamente por su honradez ni por su buen hacer. Más concretamente: durante su mandato en Cuba, como Capitán General de la isla, se aprovechó de la trata de negros para hacer una más que considerable fortuna personal.

* * *

Volvemos unos pasos atrás y vemos como tras su efímera duración, la Primera República hubo de pasar por la vergüenza, (un siglo después repetida), de ver el parlamento invadido y disuelto por un caudillo militar, como tantos otros coetáneos, a medida y propósito para la ocasión. Luego la incalificable republica pretoriana, autoritaria e igualmente desnortada, presidida por el general Serrano y la nueva intentona de Don Carlos en las provincias del norte. Estas, grosso modo, son las secuelas desgraciadas del asesinato de Prim. Tampoco puede olvidarse que mientras tales hechos ocurrían en España, las rebeliones de Yará y Lares ensombrecían el panorama de la isla de Cuba cuyos gobernadores mostraron una evidente ineptitud denunciada, entre otros, por José Martí en El Presidio Político en Cuba, que recogía el pensamiento de Félix Varela y de José de la Luz y Caballero, quienes anteriormente habían denunciado también la mala política que con la isla seguía España. La guerra por la independencia en Cuba comenzó de forma organizada el 10 de octubre de 1868 y, con intermitencias, represiones, triunfos y derrotas, acabó treinta años después, en 1898, con la intervención de los Estados Unidos de América y la pérdida de la colonia.

Tal parece que asistimos a una verdadera tragedia barroca en cuyo acto final, para remediar lo que humanamente no tiene arreglo, surge el deus ex machina en la persona del general Martínez Campos que se subleva (otro pronunciamiento más y el último importante del XIX) y proclama rey de España a Alfonso XII, con el respaldo del Ejército, sin el cual no hubiera sido posible ni el golpe ni el reinado, como siempre sucedió a lo largo del siglo. Todo ello, justo es decirlo, contra la voluntad de Cánovas que no quería que la monarquía restaurada y por él reconstruida, viniera de la mano de un golpe militar, ni menos que hubiera de sustentarse el trono sobre los generales de turno, como había sucedido durante todo el reinado de Isabel II. La idea monárquica de Cánovas se incardinaba en el prestigio de un rey que lo fuera de todos los españoles (Manifiesto de Sandhurst), y en el predominio de la sociedad civil sobre el estamento militar, separando el quehacer político definitivamente de la labor del militar, que debería ser única y exclusivamente la defensa de la patria de los enemigos exteriores. Por eso Cánovas esperaba la restauración de la labor de los comités políticos y de la fuerza de persuasión con que su partido (el alfonsino conservador y liberal) pudiera ganar la calle y las Cortes, convencido como estaba de que la situación a que se había llegado a los finales del sexenio era política y literalmente insostenible. Además, Cánovas desconfió siempre de los militares, a los que por todos los medios posibles, como en otra parte de este estudio apuntamos, apartó del poder político y procuró tenerlos encerrados pacíficamente en sus cuarteles. Su experiencia política y el estudio de la Historia, le llevaron al convencimiento de que los pronunciamientos militares producían gobiernos efímeros y un cierto grado de malestar social. Si en la producción de gobiernos eran inestables, cuánto más lo serían en el cambio de régimen, sobre todo teniendo en cuenta que la monarquía canovista pretendía ser integradora. Así lo expresaba el joven Alfonso XII en el manifiesto de Sandhurst, antes aludido y escrito por el propio Cánovas. En dicho documento se proclamaba católico, liberal y rey de todos los españoles y no de un partido, cosa que en España no era nada fácil ya que, como decía Galdós, con la sublevación carlista se consumó la división de España en absolutistas y liberales. Consecuencia lógica de esta división era que la monarquía, fuese cual fuese (pero él se refería especialmente a la isabelina), estaría condenada siempre a ser facciosa y el rey, por lo tanto, lo sería de un partido y difícilmente podría serlo de toda la nación. Sin embargo, aún con tan pesado lastre político e ideológico, la nación siempre se sintió más monárquica que republicana. Así lo entendió, por ejemplo, Prim, con su fina percepción de la realidad y con su extraordinaria perspicacia política; por eso, tras la revolución gloriosa de 1868 y pese a las enormes dificultades con las que se encontró para buscar un nuevo rey, prefirió correr el riesgo y jugar la carta monárquica, que intentar el establecimiento de una república -como le sugería el embajador de Francia- ya que, en aquellos momentos de interinidad, no hubiera resultado difícil la opción republicana, pues con los entusiasmos revolucionarios y con la caída del trono, se daban muy probablemente las condiciones suficientes para ello. Otra cosa sería su viabilidad a medio o largo plazo y la clarividencia de Prim lo tenía previsto porque cuando les llegó el turno a los republicanos de ocupar el poder, el desarrollo de los acontecimientos le dio a Prim la razón por completo, como habría de dársela en otras muchas cosas. Pero, para desgracia de España, cuando estas cosas sucedieron, ya no estaba Prim en el mundo de los vivos y quienes le sucedieron, carecían de su talento político, de su valentía y de su capacidad de resolver situaciones difíciles, a pesar de que intelectualmente rayaban a mucha altura.

Ello demuestra, una vez más que si los problemas políticos de España pudieran ser resueltos solo desde la fuerza de la inteligencia, las situaciones desastrosas a que nos llevaron los intelectuales que gobernaron la Primera República no se hubieran producido. Hacía falta algo más que las ideas reformistas de Pi, la honradez de Salmerón, la buena voluntad de Figueras o la enorme erudición y fácil oratoria de Castelar. Hacían falta el sentido de Estado, la visión de futuro, la capacidad de aglutinar a las masas y de entusiasmar al pueblo. Es decir, se necesitaba al genio y la Historia es parca en otorgarlos. Hombres como Prim y, posteriormente Cánovas, han sido escasos en España y otros, mediocres en política, han gobernado con todo el cúmulo de catástrofes que su imprevisión o su idealismo inconsistente propició a la nación.

Es, al respecto, sumamente ilustrativa la visión de la sociedad y de los políticos de la época (y también de la restauración) que nos transmiten los escritores y novelistas de aquel entonces. En el dramatis personae de las obras de Pérez Galdós, Pardo Bazán o Baroja, no abunda precisamente el tipo del político inteligente, abnegado y previsor, capaz de anticiparse a los aconteciomientos o de resolver los graves problemas que el día a día iba proponiendo al país. Pero, de entre todos ellos, nos fijamos en una observación demoledora que el novelista don Armando Palacio Valdés nos transmite en el siguiente párrafo:

En España no hay hombre bastante corto de alcances que no pueda llegar a ser Presidente del Consejo (.) Tener ideas y voluntad y reputación es grande obstáculo para discurrir por los jardines de la política. El hombre mediocre es el hijo querido, es el niño mimado de la vida pública, y cuando todo el mundo ha llegado a convencerse de su mediocridad, no hay violines y flautas bastante sonoras para celebrar su gloria, ni alfombras bastante blandas para que no se lastime los pies y pueda llegar fácilmente a colocarse en los más altos sitiales. (1948:1647. vol.I)

Y esto fue así porque arrastraba España una pesada herencia. La sociedad civil había significado poco en el desarrollo de todo el siglo XIX, había estado marginada del poder y significaba poco a la hora de tomar las grandes decisiones. La escasez de hombres inteligentes y capaces dedicados a la política fue el legado más notorio y duradero arrastrado desde la Guerra de la Independencia, como ya hemos estudiado en el capítulo cuarto. Esta guerra fue fue el punto de inflexión en que se cambió toda la estructura del Estado. A partir de aquella desdichada contienda surgió con fuerza inapelable la pretensión de los oficiales del Ejército de detentar las riendas del poder y convertirse de poder fáctico en poder político, relegando a la sociedad civil a un papel secundario. Y ello sucedió porque en aquellas circunstancias de vacío de poder, la Junta Central y las Juntas Provinciales representaban al Estado en su vertiente civil; pero los generales profesionales estuvieron desde muy pronto en pésimas relaciones con ellas y conspiraban e intrigaban para sustituirlas. Algunos altos oficiales, como el General Cuesta, militar de viejo cuño, detestaban sin ambages las pretensiones revolucionarias de las Juntas Provinciales y en su animosidad contra ellas, Cuesta llegó tan lejos como a poner a una de ellas bajo arresto. Los militares, tanto aquellos que provenían de las antiguas estructuras académicas y tradicionales, como los que se hicieron durante la campaña, veían también muchas veces con recelo la actitud de la Junta Central la cual enviaba representantes civiles a los distintos frentes con facultades para intervenir en las decisiones técnicas de los estrategas militares, al igual que hicieron en el siglo siguiente los comisarios políticos marxistas. Igualmente la Junta Central se interfería en los ascensos y, algunas veces atribuía las derrotas a la mala gestión de los generales, los cuales, a su vez, se encontraban mal asistidos y, muchas veces, desabastecidos por las autoridades civiles. (Carr, R. 2003:117)

Esta circunstancia y este desórden, que empezaron tempranamente, no hicieron más que agudizarse a lo largo de toda la guerra y a su final con la llegada al trono de Fernando VII, lejos de terminarse el problema, simplemente se disimuló, persistiendo soterradamente la enemiga entre el estamento político y el militar. Estas tiranteces, desconfianzas y desajustes, causaron muchos más males que bienes a un pueblo que pese al desgaste de la guerra, a su miseria y a su incultura, poseía un espíritu moralmente recio y vigoroso, pero que tuvo la desgracia de ser representado por una clase gobernante aferrada a sus privilegios y que no poseía ninguna de las virtudes de las que no puede ni debe carecer jamás una clase dirigente (Jiménez, A. 1971:313-314).

Y sin embargo el pueblo, sufridamente, dio su sangre por causas que, en el fondo, no le interesaban, pero por las que hubo de luchar forzado por los intereses o por la miopía política de unos dirigentes indignos de gobernar, los cuales frustraron sistemáticamente las esperanzas que el pueblo puso en sus promesas reiteradamente incumplidas.

En definitiva, puede extraerse una vez más la conclusión de que en todo el siglo XIX los militares jugaron un papel trascendente, tanto a favor a veces como en contra otras de lo instituido. Ni los liberales ni los realistas, ni muerto ya Fernando VII, los partidarios de su hija o los de su hermano pudieron hacer nada sin las bayonetas tras ellos. Esta dependencia de la política del estamento militar habría de prolongarse en el tiempo con el relativamente breve interludio del régimen establecido por el sistema turnista, durante el período conocido como Restauración.

Durante ella, aunque no hubo ningún golpe militar importante, gracias a la política inteligente de Cánovas, siempre vigilante respecto al estamento militar, no dejó por ello de existir la conspiración cuartelera por diversos motivos, especialmente por las consecuencias de la última guerra carlista y de las guerras de Cuba, así como conspiraciones republicanas para las que Ruiz Zorrilla desde París intentó captar algunas unidades militares. Los hábitos durante tanto tiempo arraigados difícilmente se erradican de un día para otro y, menos aún, a golpe de decreto; las costumbres tienden a permanecer en el tiempo, pero es lo cierto que las medidas de gobierno civil y la firme sujeción a la que estuvieron sometidos los cuarteles durante el reinado de Alfonso XII y la regencia de María Cristina de Habsburgo, contuvo en gran medida la posibilidad de que un golpe militar como el que intentó el general Villacampa (o como el que había propiciado la propia Restauración) terminara súbitamente con ella. Sin embargo, bajo la aparente calma social y política que durante ella se produjo, existían corrientes subterráneas que pugnaban por salir al exterior.

En este sentido, merece atención especial la sublevación en 1886 del arriba aludido general Villacampa, que acabó con el fracaso del pronunciamiento y con la condena a muerte de este en un Consejo de Guerra. Sin embargo, gracias a una campaña periodística de lacrimógenos ecos, evocando a la infortunada hija del general, el Consejo de Ministros, presidido en aquella ocasión por Sagasta, decidió jugar la carta de la clemencia e instó a la Regente para que conmutara la pena. Así lo hizo la reina María Cristina, aunque se desterró a Villacampa a un insano penal de África, donde murió al poco tiempo. Otros intentos, por la misma época, fueron las sublevaciones de Cartagena que se saldaron con la muerte del general Luis Fajardo, leal al gobierno, y la ejecución del activista Manuel Bartual. Todos estos intentos fueron fruto de la inveterada costumbre de arreglar la política por medio del golpe militar, pero lo que había tenido vigencia y virtualidad veinte años antes, ya no era viable el 19 de septiembre de 1886, pese a las evocaciones que la efeméride sugería. (Sans Puig, J.M.1987:58)

Lo cierto es que Cánovas, previsoramente, como ya hemos comentado líneas atrás, se las había arreglado nada más llegar al poder para expulsar o alejar de los puestos de mando importantes del ejército a cuantos generales, e incluso militares de menor graduación, no le ofrecían confianza y, además, su instinto político le había hecho reorganizar al Ejército como una pirámide cuyo vértice indiscutible era el rey don Alfonso XII, quien fuertemente imbuido de espíritu militar, y rodeado de una especie de Estado Mayor de militares cortesanos, hizo inviable, gracias a su prestigio y a su ductilidad política, cualquier intento de cambio de gobierno por medios que no fueran estrictamente constitucionales, dentro, claro está, de los pactos subterráneos de los dos principales partidos políticos que se conocen en la historia con el nombre de turno pacífico. Esta habilidad y buen sentido, tanto de don Antonio Cánovas del Castillo, como de don Práxedes Mateo Sagasta, y, desde luego, del propio rey, libró a España de las grandes calamidades que las luchas partidistas, seguidas de los correspondientes pronunciamientos, la habían asolado en la época anterior, y en este llamado largo verano liberal, por contraposición al que hemos llamado largo invierno militarista, el país conoció una época de paz y de prosperidad que no fue interrumpida hasta las tormentas políticas y militares que volvieron a hacer su aparición ya bien entrado el siglo siguiente. Además, durante este periodo y durante la presidencia del Consejo de Sagasta, se instituyó el sufragio universal masculino, institución que hubiera sido un gran paso hacia la democracia de no ser por los manejos electorales que Romero Robledo en comunión con el caciquismo provinciano, efectuaban para crear mayorías parlamentarias a la medida de uno u otro partido, según conviniera en cada momento.

Las ideas de Cánovas, haciendo del rey la cúpula del Ejército, fueron, en parte, posibles por el propio espíritu militar de Alfonso XII. A éste que había tenido una infancia de peregrinación europea cuando fue adolescente, se le ingresó en la Academia Militar de Sandhurst, en Inglaterra, donde fue educado en la disciplina y el espíritu castrense, a la vez que fue también imbuido del sentido liberal de la vida que en aquel país se profesaba. Ninguna otra educación le hubiera rendido mejores dividendos. Por eso, basándose en aquella experiencia, la regente, Maria Cristina y el propio Cánovas, educaron a su heredero Alfonso XIII en iguales coordenadas, haciéndole vestir el uniforme desde su más tierna infancia, para seguir el ejemplo de su padre como cabeza y vértice del Ejercito y evitar así veleidades políticas de los altos mandos militares. Ello prolongó el sistema durante un período bastante largo, aunque por otras razones que exceden a nuestro trabajo, acabó por extinguir sus posibilidades{6}, precisamente a causa de un nuevo golpe militar. De todas maneras es justo admitir que la Restauración en las personas de Alfonso XII, Maria Cristina y Alfonso XIII, fue un largo periodo de paz y de prosperidad, aunque a día de hoy estas afirmaciones no resulten «políticamente correctas», pues ya sabemos que solamente si se alaba el espíritu que acabó con la monarquía en 1931, se está dentro de la ortodoxia social vigente. Ortodoxia social que, evidentemente, manejan las izquierdas con absoluto convencimiento de que su postura es la única admisible y que quienes sostengan lo contrario, son anti demócratas y, lo que es peor, fascistas.

Sin pretender, desde luego, justificar los errores cometidos por la Monarquía Alfonsina en sus últimas épocas, es indudable que la Restauración abrió un periodo de prosperidad que por razones que no vamos a tratar en éste ensayo, desembocó en un maremágnum que, de forma completamente ilegal, trajo una Segunda República de forma tan espuria (o más aún) que la Primera y, desde luego, con resultados catastróficos, en cuya consideración no vamos a entrar aquí, porque todavía tenemos con ellos frontera histórica y estériles debates diarios, tanto en los medios de comunicación como en los debates de los partidos políticos.

Fernando Álvarez Balbuena
Dr. en CC. Políticas y Sociología

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Fernando Álvarez Balbuena
Dr. en CC. Políticas y Sociología

Notas

{1} Ver Revista digital EL CATOBLEPAS, artículo Rafael del Riego. El héroe que perdió un imperio. (Agosto 2006. núm. 54)

{2} La prohibición de reunirse las dos cámaras, Congreso y Senado, no era nueva pues como ya disponía la Ley de relaciones entre los cuerpos colegisladores (de 19 de julio de 1837) solo podían reunirse para los actos de abrir las Cortes, de cerrar sus sesiones, recibir juramento al rey, elegir regencia y nombrar tutor del rey menor. (artículo 1º)

{3} Conscientemente afirmo que si alguien contradijera la afirmación extraída del texto de la cita expresada, acusándome de sacarla de su contexto, aseguro que no es así y, si lo fuera, no se olvide que el lector, imbuido de ideas revolucionarias y extremistas, predispuesto contra iglesia, religión y evangelio, hizo en su época emblema de ella para arremeter contra todo ello, ya que consideraba que el Evangelio y la religión eran los responsable del atraso de España. Así la mansedumbre de los escritores revolucionarios se transformaba en el odio visceral y en la violencia de sus seguidores.

{4} Los sucesos de Cartagena, Alcoy, Cádiz, etc. etc. no podemos tratarlos en este trabajo porque lo harían interminable. Son, por sí mismos, también lo suficientemente importantes para hacer de ellos una extensa tesis doctoral. Sin embargo, aquella verdadera guerra civil en la que el Ejército y, sobre todo, la Armada tuvieron importante protagonismo, no pueden ignorarse ni pasarse por alto, hacemos pues un escueta referencia a ellos aunque solamente sea en esta concisa nota. Para profundizar más en el tema, referimos al lector al documentado libro del profesor Jover Zamora: «Realidad y mito de la I República», sobre todo al capítulo I, en su apartado «la grande peur meridional». En cuanto a la actitud de la Armada y de sus mandos, puede consultarse el extenso artículo de José Luis Alcofar Nassaes «La Marina durante la República», suficiente para formarse una idea bastante exacta de aquellos episodios navales. Está publicado en la Revista Historia y Vida, número extra 3, D .L. Barcelona, 1968.

{5} A éste partido perteneció en su juventud el novelista Don Amando Palacio Valdés, amigo personal de Castelar y a quien ser refiere en una de sus novelas bajo el imaginario nombre de Sixto Moro y considerándole como el orador más insigne de su tiempo.

{6} Fue, una vez más un golpe militar, sin que las anteriores sirvieran de lección, la causa del fracaso político del sistema. La sublevación del General Primo de Rivera, consentida o respaldada por el rey, agotó en siete años de dictadura las posibilidades de la monarquía restaurada.

 

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