Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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En 1999, en la revista Historia de la Psicología, José Quintana Fernández, profesor de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid, publicó un artículo, sobre el libro de Antonio Hernández Fajarnés Estudios críticos sobre la Filosofía positivista I. La Psicología celular. Un libro escrito en 1883, en plena polémica mundial sobre el darwinismo, que confronta las tesis de Ernesto Haeckel, uno de los darwinistas más relevantes de esos primeros años, y defensor a ultranza del evolucionismo y del monismo. Este trabajo de Quintana Fernández nos provoca un doble interés. El primero de ellos es tangencial, concretamente el que se deriva de que, con su «estudio crítico», reconoce la importancia que este autor neoescolástico tiene para nosotros, pero más interesante es el segundo, que nos llevará a devaluar, en algunos aspectos, el valor crítico de este artículo, ya que reconocemos de forma explícita en él lo que podemos criticar también en Haeckel. Además, en el escrito de Quintana observamos que asume que solo la ciencia tiene el patrimonio de la verdad, lo que hace que lo consideremos «fundamentalista científico», en el mismo sentido que denominamos fundamentalista científico a Haeckel. La «idea de ciencia» que maneja Quintana, y el fundamentalismo que decimos lo caracteriza, serán las primeras cuestiones que vamos a clarificar en dos de los apartados de este trabajo. También precisara aclaración lo que entendemos por «verdad», que no es lo mismo que entienden Quintana y Fajarnés. La defensa que hacemos de este último autor será en base a la defensa de una realidad plural que leemos, no solo en el libro que comenta Quintana, sino en toda su obra. Veremos que esa visión del mundo pluralista es de suma relevancia para su crítica a Haeckel y el objeto de análisis del primero de los apartados que vienen a continuación.
El pluralismo de Fajarnés vs. el monismo de Haeckel
Haeckel es autor de los dos ensayos que conforman el libro titulado Ensayos de Psicología celular. Quintana se muestra crítico con lo que trata en ellos por derivar de lo que defiende en ellos una metafísica, o lo que es parecido, por que los argumentos esgrimidos son metafísicos: «...una metafísica meramente inductiva, naturalista, laica, de corte positivista, entendida como simple generalización empírica de los resultados de la observación y el experimento objetivos» (Quintana, 1999: 363). Quintana expresa el modo en el que Haeckel expone su metafísica de un modo que no clarifica las razones que podrían llevar a desecharla, ni siquiera descubrimos por sus explicaciones cuál es la metafísica haeckeliana. Pese a estas inconsistencias con el tratamiento que da a la propuesta de Haeckel, Quintana toma distancia del positivismo decimonónico. Y lo hace apoyándose en un autor neoescolástico, el que aparece en el título de su artículo, Antonio Hernández Fajarnés, al que alaba en algunos aspectos, en concreto, al justificar las bondades de su trabajo, diciendo de él que hace una eficaz crítica a Haeckel. También lo encumbra de un modo indirecto, cuando lo compara con sus mentores neoescolásticos, pues Quintana los condena al más hondo desprecio. Estos autores son «Balmes, Liberatore, Sanseverino, Zigliara, Zeferino González, etc.» (Quintana, 1999: 361). Unos autores que son, para Quintana, «exegetas eclesiásticos, intransigentes, de mentalidad cerrada e incapaces de descender a los detalles científicos» (Quintana, 1999: 361). Esto resulta en parte chocante, sobre todo si consideramos que estos neoescolásticos son autores a los que Fajarnés hace constante referencia en sus libros y artículos. En contra de la opinión de aquel, nosotros sin embargo reivindicamos algunas de las tesis que defienden. Por una parte, entendemos que Quintana dé este trato diferenciado a Fajarnés, ya que –en su obra crítica con Haeckel objeto de estudio de Quintana– expresa un conocimiento exquisito de los logros alcanzados por los naturalistas de la época. Y Quintana se percata de ello. Pero, por otra parte, no atiende a lo que para nosotros es más relevante, que es lo que lleva a que reivindiquemos también lo que esos otros autores dejaron como impronta en la filosofía de Fajarnés: las premisas pluralistas de las que partía, que se oponían frontalmente al monismo de los positivistas decimonónicos, a los que destruyeron con sus argumentos.
Desde luego que no debemos dejar de lado que Fajarnés es un espiritualista convencido, y que no abandona las ideas metafísicas que son para él fundamentales. Pero ello no es óbice para que su filosofía no tome una gran distancia del racionalismo, que tan relevantes posiciones fue tomando desde su origen –relevancia que por otra parte sigue hoy vigente–, y de su derivado el positivismo. Sobre todo toma una gran distancia de la metafísica monista que el último reivindica. Los planteamientos que expone el propio Haeckel nos muestran claramente a lo que Fajarnés se tuvo que enfrentar:
El proceso, el desarrollo biogenético, para designar con una sola palabra la totalidad de los movimientos de la evolución orgánica sobre nuestro planeta, es demasiado complejo en los detalles; el número, la variedad y la complicación de todos los fenómenos particulares que le componen son demasiado grandes para que sea ya posible, con el conocimiento insuficiente y defectuoso que de ellos tenemos, seguir paso a paso el modo como se despliegan mecánicamente sus leyes. No obstante, se puede sostener que hemos llegado a una idea satisfactoria, a una concepción monista de su naturaleza verdadera. (Haeckel, 1935: 64-65).
Para contrarrestar este monismo solo hay una forma eficaz, contraponerle un pluralismo de lo real. Desde luego que este pluralismo, que opone a Haeckel, no es el de nuestro sistema, pero, como hemos señalado, reconocemos que la pluralidad que tiene en consideración, y que define, es efectiva para derrotar el monismo. Estas razones nos llevan además a calificar a Fajarnés como filosofo «materialista» (materialista en el sentido de que tiene en cuenta una pluralidad de lo real, la cual confronta a la concepción unitarista de sus oponentes). Fajarnés no es el primero en expresar esta cuestión que ya estaba reconocida, y definida en detalle, por insignes miembros de la corriente filosófica en la que se incardina. Lejos de esta tradición, los científicos positivistas, al analizar las estructuras más profundas de lo que es el mundo, reconocían una conexión de la totalidad de las cosas, veían al mundo como unidad. Contra ese monismo se situaron los neoescolásticos, desarrollando su crítica a esa «unidad del mundo»; se percataron de que el monismo iba asociado a posturas panteístas y ateas, y se opusieron a él con firmeza. Con esa postura defendían por tanto lo más importante para ellos, el papel de Dios en el mundo. Fajarnés está inmerso en esa corriente filosófica, la del neoescolasticismo emprendido por Francisco Suárez y que asumieron otras importantes figuras hasta culminar en la neoescolástica decimonónica. Gustavo Bueno Sánchez señala una serie de hitos para esta asunción, entre los que se encuentra una de las personalidades que más influyeron en la formación filosófica de Fajarnés, la del cardenal Zeferino González:
Fray Zeferino... establece el objeto de la filosofía mediante una curiosa utilización no ya de la tradición escolástica tomista –que según habíamos dicho parece a muchos ser sin más la fuente exclusiva en la que él bebe– sino la reorganización debida a Bacon y popularizada por Wolff (que Kant vuelve a recoger), a saber, la que distingue en la «totalidad de las cosas» (omnitudo rerum) a Dios, el Mundo y el Hombre: «La Filosofía no es ni el conjunto de todas las ciencias, ni tampoco el mero estudio del hombre, sino el conocimiento científico pero general de todas las cosas naturales en cuanto se hallan representadas y contenidas en Dios, el mundo y el hombre, ya considerados en sí mismos estos objetos, ya considerados en sus elementos, causas y leyes universales de ser y de conocer»...Fray Zeferino se va a acomodar a la reorganización moderna de la Metafísica, procurando mantener el equilibrio entre todas sus partes, sin perjuicio de seguir llenando la parte general de Bacon con muchos de los principios de la Metafísica tomista tradicional. (Bueno Sánchez, 1989: 198–200).
Fajarnés va a aceptar esta reorganización de la metafísica, pero a la vez que impone un modo de abordarla adaptada a los tiempos que le toco vivir. Cuando elabora su primera obra mayor, aparece ya en ella ese toque de originalidad (además de lo que denominamos como sus «textos mayores» elabora una serie de importantes discursos, relativos a los mismos asuntos, pero también a otros que tiene que ver con cuestiones sociales y políticas; su lectura pública le hizo adquirir un gran prestigio como orador). Esa primera obra es en la que critica la propuesta evolucionista y monista de Haeckel que Quintana trae a colación. Ese toque de originalidad se irá desglosando en todas sus posteriores obras. En ellas defiende la pluralidad señalada, pero de cara a contrarrestar el monismo de la nueva ciencia, que cada vez va tomando más fuerza, aparece la que es su relevante aportación: De los distintos ámbitos en los que están desarrollándose los nuevos descubrimientos científicos hay una gran cantidad de especialistas que no comulgan con las tesis monistas y ateas. Fajarnés se preocupa de organizar las conclusiones de todos ellos, de manera que al exponer sistemáticamente sus hallazgos, y con la exposición de sus conclusiones, consigue contrarrestar las afirmaciones de los partidarios del monismo de un modo mucho más contundente. La potencia de su crítica deriva, por tanto, de este toque de originalidad: la armonización de la filosofía pluralista neoescolástica con las conclusiones de los naturalistas creyentes, que son especialistas en los mismos asuntos que estudian los positivistas, y que no derivan las mismas conclusiones que ellos. De manera que en todas sus obras, la mayoría críticas con el positivismo, va a latir un programa de actuación que hace que podamos decir de él que imprime novedad en la filosofía neoescolástica.
Dada la doctrina que defienden los especialistas en que se apoya, y Fajarnés mismo, la búsqueda de respuestas en cada ciencia no podrá nunca traspasar los límites marcados por la ciencia «verdadera» por definición, por la metafísica. Todas las ciencias conforman una suerte de jerarquía, en cuya cúspide se encontrará siempre aquella. En esta ordenación, lo que nunca puede caber, es la ecualización entre ellas, no hay posible reducción de las unas a otra: las ciencias positivas son diferentes entre sí. Fajarnés propone que toda ciencia necesita de objetos diversos entre sí, y que por lo menos serán necesarias dos realidades, una empírica y otra ideal. Que si se combinan ambas realidades harán posible la ciencia en todos sus órdenes: el moral, el metafísico y el físico. Al tener en consideración el orden material, el orden puramente ideal no puede ser el único de la inteligencia, pues tal inteligencia tendrá como mínimo un hecho ante ella indudable, el de la propia existencia. Salvando las distancias con nuestro sistema, reconocemos que, con estas afirmaciones, se despega de las implicaciones del idealismo racionalista, pues nos viene a decir que el sujeto que conoce está rodeado de algo que no es él mismo, o sea, que el hombre no se explica desde sí mismo. Este es el fundamento de su oposición al racionalismo, y a la filosofía positivista que deriva de él. Debemos incidir en que una afirmación así la asume con todas sus consecuencias el materialismo que nosotros expresamos. Nosotros afirmamos que el hombre está inmerso en un conjunto de realidades, que organizamos en un «espacio antropológico». Fajarnés no habla de tal «espacio», pero reconocemos en las Ideas que son fundamentales para desarrollar su filosofía –Dios, Alma y Mundo– una suerte de ejes coordenados que cartografían un «espacio» que, como el del materialismo filosófico, es tridimensional. En su propuesta hay realidades que envuelven al espíritu, al Alma, y esta realidad, que se refiere al hombre, es parte integrante de ese «espacio». El Alma, Dios y el Mundo son realidades que no pueden ecualizarse que no pueden reducirse unas a otras. Este es el reconocimiento de la realidad múltiple que lo acerca a nuestros planteamientos. Sin embargo tal cercanía no puede ser completa pues, los ejes del «espacio antropológico» de nuestro sistema, no están absolutamente separados, no son independientes (Bueno, 1987: 235). Una independencia así sería tan aberrante como lo que también se niega con ella, que «todo está en todo». Los tres ejes están disociados, pero no separados de una forma drástica, que no permitiera la comunicación entre ellos. Sus conexiones, o asociaciones múltiples, se expresan por mor de la idea de symploké, en la cual había ya incidido Platón, y que es la que sirve para definir sin paliativos lo que nosotros denominamos materialismo (Bueno, 1992-3: 559-573, 1440-1441).
Fajarnés es materialista por reconocer el pluralismo de lo real, no es un materialista filosófico, para ello tendría que haber dado relevancia a esa symploké platónica. Pero desde su materialismo sesgado se opondrá al racionalismo, que está en el origen de la filosofía positivista. Frente a la aseveración del racionalismo, que asegura que la realidad de la «extensión» deriva de una sola y única realidad ideal (el dualismo, o incluso trialismo, cartesiano es mera ilusión), afirma que lo real no solo es el ego cogito sino el hecho de estar este cogito asentado en el cuerpo realmente existente. El sujeto no puede ser la única base sino que también lo es el cuerpo extenso que lo sustenta. El idealismo individualista reivindicado por la filosofía moderna es aquí desmontado por una filosofía católica que abraza la realidad corpórea, viéndola tan fundamental como pueda considerarse la espiritual. Lo real no es «uno» sino una pluralidad.
La doctrina filosófica en que se incardina Fajarnés había sido desarrollada in extenso por Francisco Suárez, y tiene un referente originario en la obra de san Agustín. Este padre de la Iglesia asumía ya unas realidades irreductibles entre sí, asumía una suerte de «materialismo»: su expresión de lo que es el alma de los hombres considera ya en su seno la pluralidad. Así lo podemos leer en una de sus obras fundamentales, La Ciudad de Dios. En ella asegura que el alma es nuestro punto de relación con Dios, que conociendo lo que esta es, conocemos también a Dios: en el alma encontramos la tripartición implícita en la divinidad cristiana: está el Ser, que es Dios Padre; está la Palabra, que es Dios Hijo; y por último está el Amor, que es Dios Espíritu Santo. En el alma aparece que yo «soy», que yo «sé» que soy, y que yo «amo» ese saber y ese ser:
Sin ninguna imaginación engañosa de la fantasía, me consta ciertamente que soy (el Ser, que es el Padre), y que eso lo conozco (la Palabra, que es el Hijo) y amo (El Amor, que es el Espíritu Santo).(San Agustín, 1944:11, XXVI, 404; lo señalado entre paréntesis es nuestro).
El alma, que quería ser «una» con Descartes, había sido reconocida como llena además de lo que no es ni puede ser ella misma. El alma es, según san Agustín, una «pluralidad» hecha a imagen de las tres personas de la Trinidad. Está más que justificado que antepongamos el cogito agustiniano, que niega la individualidad del alma humana, al cogito cartesiano, que lo que quiere fundamentar un individualismo inaceptable a partir de la consideración de esa misma alma vaciada de lo que en ella había situado san Agustín.
Este pluralismo, que hunde sus raíces en san Agustín, es el que hace que Fajarnés diferencie, de forma diáfana, lo que es «ciencia positiva» de lo que significa «positivismo». Mientras que la primera es un auxilio de la «verdadera filosofía», del «verdadero saber», el positivismo es sin embargo una actitud dañina para la ciencia, por lo que debe ser derribado. La ciencia positiva es la «ciencia experimental», que mediante el recurso al «determinismo» explica lo que sucede en la Naturaleza, reduciendo cualesquier fenómenos, sean físicos, químicos o fisiológicos, a las condiciones y los modos en que se producen y existen en la Naturaleza, y reduciéndolos también a sus leyes generales y causas próximas.
Para Fajarnés, la cosmología tiene que acometer los problemas de la ciencia contemporánea, y su modo de ver espiritualista, hará que se dirija a un acomodamiento con lo que él considera la auténtica «verdad». Este propósito, pese a que no lo podamos compartir, ni siquiera considerar, no anula sin embargo lo que sí es relevante para nosotros: Fajarnés afirma una necesaria reorganización de lo que trata la cosmología, una nueva organización de todos sus elementos. Ello es una tarea difícil pues la corriente escolástica no tenía en consideración este importante papel de la cosmología que veían algunos neotomistas de nuevo cuño, como Fajarnés. Así nos lo hace ver Gustavo Bueno Sánchez:
...la decisión de incluir a la cosmología en el cuadro de la metafísica especial era considerada por la tradición aristotélica más ortodoxa (reforzada después por la influencia del cartesianismo y del espiritualismo) como un rasgo propio de los tomistas modernos, «inconsecuentes», dado que la metafísica, en tanto se mantiene en el tercer grado de abstracción (que determina la remoción de toda materia), habría de atenerse a los objetos inmateriales: la ontología, o metafísica general, se organizaría en torno a los objetos precisivamente inmateriales; la metafísica especial se organizaría en torno a los objetos positivamente inmateriales, identificándose por tanto, con la pneumatología de Leclerq–Wolff, que comprende dos ciencias: la Teología Natural y la Psicología Racional, ocupadas respectivamente en el espíritu infinito o en los espíritus finitos: «Muchos tratadistas modernos [decía Daurella y Rull, en sus Instituciones de Metafísica, Valladolid, 1891, pg. 20–21; y entre ellos cita a Stôckl, Zigliara, Liberatore, González] incluyen en la metafísica especial la llamada Cosmología; pero esta ciencia no pasa de ser una física general o, si se prefiere, una filosofía de la naturaleza, no llegando en modo alguno a la categoría de ciencia metafísica porque, refiriéndose sus investigaciones al mundo material, usa de principios inmediatamente fundados en la experiencia y no requiere el tercer grado de abstracción que la Metafísica exige» (Bueno Sánchez, 1989: 201).
Fajarnés es de esos «tomistas modernos», pues como hemos señalado, se esfuerza en unir a las verdades inamovibles del orden ontológico las verdades de los hechos que manejan las ciencias experimentales, y que esta labor era la que le daba la cuota de interés que hemos señalado. En su escrito de madurez sobre cosmología –Principios de Metafísica: Cosmología–, incardina los nuevos desarrollos de muchos naturalistas, que es el ámbito del saber por el que más preocupación muestra en la mayor parte de sus obras. A lo largo de ese último texto mayor, continuará su férrea oposición al positivismo, preocupándose, como en los anteriores, de devaluar la tarea unificadora de los mecanicistas. Lo hace atendiendo a lo que están diciendo gran cantidad de especialistas en estas ciencias de la naturaleza, que además no son ajenos las verdades de la metafísica. La «verdadera» ciencia biológica, nos dirá, destruye los argumentos de los positivistas, sin oponerse nunca a las verdades inamovibles de la «verdadera ciencia», sin oponerse a las verdades de la metafísica.
Pese a que desde nuestros parámetros es inaceptable su punto de partida espiritualista, no queremos desatender la propuesta programática de su «reforma», pues con ella refuerza el pluralismo. Incide en que los problemas que trata la ciencia biológica guardan relación directa con las realidades estudiadas en su Ontología (El Ser, que es causa de todo lo que hay) y, en su Psicología (el Alma con mayúscula, que niega la psicología haeckeliana), y ahora en la Cosmología, en la que sigue oponiendo a la realidad monista de las explicaciones de los mecanicistas la realidad plural implícita en el mundo. Así pues, cuando Fajarnés asegura que la cosmología es parte integrante de la metafísica sigue rechazando la «unidad de lo real», la doctrina monista defendida por los positivistas del XIX, con Haeckel a la cabeza. Algunos filósofos cristianos expresaron ideas monistas al moverse en un terreno tan ambiguo, pero él no. Afirma una multiplicidad de realidades, y que entre algunas de ellas se dan relaciones (las del hilemorfismo, lo que deriva en esa «integración» de la cosmología en la metafísica). Las realidades cosmológicas y las expresadas en los otros tratados de metafísica conforman la pluralidad señalada. Como ya dijimos, las ideas que estructuran su Mapa Mundi son diversas, y no pueden reducirse las unas a las otras.
Las «ideas de ciencia» de Ernesto Haeckel y de José Quintana
Quintana critica a los neoescolásticos –Balmes, Liberatore, Zeferino González, & c. – desde su idea de ciencia omnipotente, mostrándose daltónico ante la filosofía que desprecia, y sin percatarse de que él tiene otra filosofía que es menos potente, la derivada de un fundamentalismo científico que satura su visión de lo que es la ciencia, y del papel que juega en el saber. No puede, por todo ello, percatarse de la potencia que, como ya hemos comprobado, tiene ese pluralismo definido por la filosofía neoescolástica frente al monismo positivista. Quintana no entiende que a la metafísica haeckeliana no puede oponerle la «ciencia», que cuando quiere anular el discurso de Haeckel, o el de Fajarnés, su metodología no es operativa. La ciencia no puede dar argumentos contra la filosofía, si lo hace deja de ser ciencia para tornarse en lo que desecha.
El error que comete Quintana lo había cometido Haeckel. Y a modo de ejemplo podemos señalar hacía una de las mayores preocupaciones de este en su cruzada contra la metafísica espiritualista. Su crítica fue eficaz en algún aspecto: dio argumentos para expulsar el alma definida por los autores escolásticos, pero sin embargo no pudo clarificar lo que se aparecía en el lugar de lo expulsado. Por eso siguió haciendo metafísica, pero una metafísica mucho más inaceptable, pues estaba anclada en unas conclusiones del pasado que ya había superado Fajarnés. La ciencia no tiene argumentos cuando sobrepasa su ámbito de actuación, los argumentos que esgrimen muchos científicos, cuando van más allá de los límites de su categoría son filosóficos, pero de una filosofía muy similar a la de los primeros autores presocráticos. Los argumentos de Haeckel no eran potentes contra los del espiritualismo, y los de Quintana tampoco lo son frente al monismo de Haeckel. Sus visiones del mundo son tan metafísicas como las que, respectivamente, quieren anular. La del último, como vamos a ver, depende de la idea de ciencia que reconocemos en su texto crítico.
Comenzaremos por señalar que en el trabajo de Quintana no vemos la mínima preocupación por especificar lo que entiende por «ciencia». Encontramos en su argumentación la asunción implícita de que la ciencia solo es «una» y que todos la debemos conocer. O sea, que podemos asegurar que da por hecho que si nosotros estamos leyendo su escrito es porque conocemos lo que es la ciencia y la asumimos como tal, de la misma manera que él la conoce y la asume. Como hemos señalado, considera que solo la ciencia, con su metodología, puede tener acceso a la verdad. Esa nematología fundamentalista que le caracteriza, está tan extendida que podríamos afirmar que la mayoría de los lectores de su artículo es seguro que habrán asentido a su juicio. Y también que si leyeran, por alguna casualidad del destino, lo que aquí estamos vertiendo, lo descartarían inmediatamente «por no ser científico». Pese a lo extendido de este «modo de ver», nosotros defendemos que, lejos de afirmar una unidad para todas y cada una de las ciencias –fuese esta unidad en un futuro cercano o muy lejano–, lo que reconocemos hoy día es una diversidad de ciencias, a la vez que una diversidad de «ideas de ciencia».
La psicología y la biología tomaron distintos derroteros tras la controversia que analiza Quintana. Los especialistas de ambas, tanto los primeros como muchos de hoy en día, siguen haciendo metafísica, como sucedía con Haeckel. Muchas de sus afirmaciones se salen del ámbito de la disciplina que desarrollan porque sus conclusiones no son «científicas» propiamente dichas sino que dependen de la idea de ciencia que tengan. La mayoría de científicos no tienen una idea de ciencia reluctante a la metafísica -como es el caso del materialismo filosófico- pues no rechazan las «ideas fuerza» que impregnan su «modo de ver». Por otra parte, el científico no puede sustraerse a «su» idea de ciencia, siempre tiene que tener una u otra. El hecho de tenerla hará que tome distancia de los que no son científicos y no entienden su trabajo. Incluso para marcar distancias con otros científicos, aunque sean de su misma especialidad.
Gustavo Bueno afirma que la cuestión central es que esa idea de ciencia irrenunciable, pese a que va a influir en las conclusiones derivadas de su trabajo, está sin definir. No es algo estructurado y clarificador, sino todo lo contrario. Bueno lo ejemplifica con el caso de Nicolás Copérnico, que consideraba que su propuesta astronómica derivaba del intento de «salvar los fenómenos», lo mismo que, por otra parte, se proponía Aristóteles cuando apuntaba la necesidad de cuarenta y ocho divinidades o motores celestes, o cincuenta y cinco, según el texto que leamos. Tanto Aristóteles como Copérnico querían dar razones de los movimientos de las «errantes». Pero ni uno ni otro trataban de expresar la realidad de los planetas que giraban en torno a la Tierra o en torno al sol. Para el sacerdote polaco la realidad tenía un sentido completo, el expresado por sus convicciones teológicas. La Naturaleza tenía el sentido de una creación que expresaba un mecanismo imposible de superar. Por otra parte, si nos situamos en el albor de la nueva física, reconoceremos que Descartes y Newton siguieron considerando unas propuestas metafísicas del mismo calado, sin poder separarlas de la expresión de las leyes de la naturaleza que dieron: Descartes veía en Dios la garantía de todo movimiento, y Newton su constante y omniabarcativa penetración en el universo, aunque para garantizar no el movimiento sino la constancia de la fuerza que regía ese orden.
Que haya múltiples ideas de ciencia es, de entrada, una importante dificultad. La idea de ciencia que los científicos tienen es distinta según qué tipos de ciencias desarrollen o según las tradiciones heredadas (un claro ejemplo de tradición científica es la aristotélica, que por depender del sentido común fue tan dilatada en el tiempo). El materialismo grosero de Haeckel y el espiritualismo de Fajarnés y los neoescolásticos, pese a su contraste, comparten teorías de la ciencia que son formalistas, que consideran, para el conocimiento, la relación entre el sujeto y el objeto que el primero debe conocer. Comparten que es, en este proceso, cuando surge la verdad. Desde nuestro sistema no podemos aceptar ese modo de ver la cuestión, pues nuestro punto de vista es el que señala a las «verdades científicas» como derivadas de procesos cerrados que manejan términos materiales (conceptos, leyes). Una vez que esta situación está dada, se constituirá el campo gnoseológico particular de la ciencia en cuestión. El cierre de cada ciencia es un «cierre operatorio» en el que se da la confluencia de una multiplicidad de cursos operatorios también, y que conllevan la neutralización de las operaciones del sujeto y, lo más importante, el establecimiento de la verdad. Solo así la ciencia puede alejarse del subjetivismo, solo así se da entre contenidos que son siempre materiales.
Desde nuestros parámetros definimos la verdad como «identidad sintética». La objetividad del conocimiento científico tiene esta base, de manera que podemos asegurar que no es una representación sino un ejercicio, algo que se debe construir (verum est factum) y que anula la metafísica, pues la verdad científica no puede ser nunca algo dado desde siempre, ni es la única fuente de verdad. En tiempos de Haeckel, como hemos señalado, no había condiciones para deducir de la biología esas verdades, y por ello la metafísica campaba por sus fueros. Denunciamos por tanto las verdades de la metafísica de Fajarnés negadas por Haeckel, pero de igual manera, por lo que acabamos de decir, denunciamos la metafísica haeckeliana y su fundamentalismo científico, que no atiende más que a las «verdades» derivadas de la «ciencia».
Haeckel había querido reducir la psicología a la biología que se estaba desarrollando en esos años. Pero que no puede denominarse todavía como tal biología, pues no era todavía una ciencia «positiva», no era una ciencia «cerrada» como lo eran las matemáticas o la física en su época. Esto lo podemos entender si pensamos que los matemáticos no tenían que preocuparse de expulsar a Dios de sus operaciones, tampoco las leyes de la mecánica clásica lo considerarán a la hora de aplicarse –aunque como hemos visto para que estas fuesen posibles, según Newton, hacía falta la constante acción divina, el sensorium dei–. La consideración de ciencia cerrada en este sentido tiene desde nuestros parámetros una clara definición, la que se sitúa en la tercera de las cuatro acepciones del término que ahora vamos a enumerar:
1. Ciencia como «saber hacer», que es la ciencia de los técnicos, que saben lo que su técnica solicita: el tejero sabe hacer tejas, por ejemplo.
2. La Ciencia como «sistema de proposiciones derivables de principios»: como la Geometría euclidiana u otras disciplinas científicas, teológicas y filosóficas.
3. La Ciencia categorial estricta, que es a la que nos referíamos. En ella consideramos a todas las ciencias positivas. Es la ciencia en sentido «moderno»: la termodinámica, el electromagnetismo, la mecánica, etc. Solo cuando una ciencia, una categoría, está cerrada, es cuando esta puede considerar las verdades que busca. Y, por último...
4. La Ciencia categorial ampliada (las ciencias positivas culturales, como la Lingüística, o la Antropología).
La biología solo se pudo cerrar después de que en los primeros años del siglo XX se redescubrieran las leyes de la herencia (Mendel ya las había expresado en 1866, el problema es que Darwin no las aceptó). Solo a partir de ese momento fueron posibles los descubrimientos posteriores. El cierre categorial de la Biología derivaría en el descubrimiento de la cadena de ADN, a mediados del siglo XX, por Watson y Crick, y todos los posteriores desarrollos hasta hoy. En las primeras décadas del siglo XXI, las aplicaciones de esta ciencia son innumerables. Situados en este marco podemos entender por qué, pese a la feroz crítica que los positivistas decimonónicos hicieron de la metafísica, está no fue anulada, sino todo lo contrario. De manera que desarrollaron otra metafísica que, aunque contraria a la primera, seguía siéndolo.
Las ideas monistas se siguen divulgando, a principios del siglo XXI, de manera masiva a través de los medios de comunicación, en populares programas de ciencia que se adaptan a la capacidad cognitiva de las masas, sin menosprecio de otros programas más sesudos, o de la literatura. De esta última podemos decir que ha consolidado un nuevo género literario, pues los libros de divulgación científica tienen cada vez más mercado. Por ello, pese a la grandilocuencia que a veces se muestra en grandes titulares (a finales del año 2008, Richard Dawkins desarrolló una campaña con mensajes impresos en autobuses en los que podía leerse por ejemplo: «Dios probablemente no existe, deje de preocuparse y disfrute de su vida») la negación de las ideas de la religión no hace menos idealistas a los que, desde el ámbito de la ciencia, siguen haciendo metafísica al expresar su idea de lo que es real, algo que, por otra parte, ya denunciaba Fajarnés:
Se apela para quitar su prestigio a la filosofía espiritualista a presentarla sobornada por los intereses religiosos, esclava de fines bastardos, y se califica a los defensores de la misma de fanáticos, que odian la cultura, el perfeccionamiento de la humanidad y el progreso de la ciencia; con lo cual se comienza por seducir a los adeptos de la nueva doctrina pero no por convencerlos de su verdad; único procedimiento que debe seguirse en la contienda filosófica. (Fajarnés, 1883: 7)
Podemos saber la «idea de ciencia» que palpita en los planteamientos de Quintana solo atendiendo al encumbramiento que en su escrito hace de las «pruebas científicas». Lo que se desprende de la relevancia dada a estas, es que son la única garantía de la verdad en lo que se investigue. Su perspectiva es la del cientificismo, y la reconoce como la más digna de consideración, pues, para él solo puede tenerse en cuenta la verdad que emana de la ciencia. Afirmación que suscribirían los naturalistas del siglo XIX que eran a la vez positivistas, pues veían en la ciencia la única fuente de la verdad, despreciando así, sin más razones, las verdades afirmadas por los autores cristianos. Tanto Quintana y los positivistas decimonónicos como los autores cristianos expresaban, como vamos a ver, dos diferentes modos de fundamentalismo.
Distintos fundamentalismos científicos
El fundamentalismo tal y como hoy se nos presenta en los medios de comunicación, en los libros de enseñanza o en otros contextos, deriva de calificar un modo de acción política dependientemente de una fe religiosa. Fue a partir de los años setenta del siglo pasado cuando se le empezó a dar este tratamiento. Concretamente, cuando se calificó como fundamentalistas a la política y la doctrina de un grupo de creyentes musulmanes que, con el ayatolá Jomeini a la cabeza, transformaron Irán en una teocracia. A partir de ese momento, los gobiernos teocéntricos, todos de cuño islamista, que fueron surgiendo en Oriente Medio y Asia, serán los comúnmente considerados fundamentalistas. Solo a partir de tal consideración es cuando se pasaría a calificar cualquier otra muestra de actitud religiosa (o política si la religión parece «imantar» las decisiones) como fundamentalista. En el último medio siglo es por tanto cuando se ha consolidado este modo de ver el fundamentalismo. Sus acciones políticas, de fuera y dentro de sus fronteras, se han mostrado como modelo de acciones antidemocráticas e intolerantes, incluso terroristas.
Pero este modo de fundamentalismo, hoy tan extendido, nada tiene que ver con lo que era el «fundamentalismo» para los que lo definieron, por vez primera, hace casi un siglo en Estados Unidos.{1} Milton y Lyman Stewart promocionaron una importante obra–The Fundamentals: A Testimony to the Truth– para clarificar los fundamentos inquebrantables de la religión cristiana, en esa obra se entendía como «fundamentalismo» a lo que derivaba de unos primeros principios o de un fundamento primero. Con ello se oponían al pensamiento liberalizador de algunos cristianos de la época, que bebían de fuentes críticas decimonónicas (las mismas que, por otra parte, criticó Fajarnés en la primera de sus obras, la edición escrita de su primer discurso: La cuestión religiosa). El modelo para definir este fundamentalismo era mucho más antiguo, el que hace referencia a los fundamentos de una doctrina que hacía depender sus afirmaciones de otras verdades primeras indubitables: la filosofía escolástica, que tiene una estructura argumental basada en la ciencia silogística aristotélica y en los Elementos de Euclides.
La filosofía de Fajarnés tiene este mismo carácter. Quintana critica el fundamentalismo de Fajarnés, como la tradición positivista había hecho tanto con la teología dogmática como con la natural, aunque de esta última no pudo zafarse totalmente (podemos apuntar la petición de un diseñador inteligente, que desde esos tiempos se retoma de modo recurrente por muchos científicos). Pero pese a la negación que hace de los principios indubitables para Fajarnés, Quintana aprovecha la crítica que hace de Haeckel por el hecho de estar de acuerdo con ella, pero sin señalar lo qué hace que tenga la potencia que tiene:
No obstante, parece que una tal cruzada (una cruzada definida como la actitud militante de un católico frente al desarrollo de la ciencia) se asentaba, en la obra de Hernández Fajarnés, en un sofisma epistemológico. Cierto que, el lema subyacente a su reflexión crítica era «ni Ciencia sin Metafísica, ni Metafísica sin Ciencia» (1883, p. XXV), fe inquebrantable en «el consorcio de la razón metafísica y de la experimentación científica» (1883, p. XXVI; cf. P. 10–11), y que, en consecuencia, para él la verdadera Psicología [la escolástica] es «verdadera ciencia metafísica», por la naturaleza de su objeto (el alma espiritual, divina en su origen, inmaterial, inmortal, forma sustancial del cuerpo, sujeto de las facultades psíquicas), por sus grandes principios (sustancialismo, hilemorfismo, espiritualismo) y por las altas verdades que alcanza (1989, p. 5–6). Mas, hay que subrayar que aquí no caben subterfugios terminológicos: tal metafisicismo podría haber sido formado igualmente por Haeckel; la diferencia entre ambos reside en que el Prof. de Zaragoza habla de una «metafísica de las verdades inmutables y eternas» (la aristotélico–tomista, especulativa y teológico–bíblica), el Prof. de Jena se refiere a una metafísica meramente inductiva, naturalista, laica, de corte positivista, entendida como simple generalización empírica de los resultados de la observación y el experimento objetivos. En tal caso, la argumentación de Hernández Fajarnés solo podía tener sentido para los partidarios de su propio credo intelectual y religioso. En fin, sin duda tenía más consistencia su idea de que la psicología celular de Haeckel hacía verdaderas afirmaciones metafísicas para las que nunca llegó a aducir pruebas científicas consistentes (Quintana, 1999: . 363).
Quintana acepta la crítica a Haeckel a la par que desprecia su filosofía. Que, por otra parte, desconoce y a la que le sobrepone otra que es tan metafísica, o más. Esa filosofía aceptada implícitamente por Quintana –pues la reconocemos detrás de los argumentos que esgrime– hunde sus raíces en la visión del mundo de origen racionalista. Una filosofía que con el paso de los años se consolidará como la nueva nematología del fundamentalismo de la ciencia. Quintana no se percata, pese a reconocer que la propuesta monista de Haeckel es metafísica, de que la filosofía que palpita en su escrito está, pese a querer desarmar la metafísica haeckeliana, muy cerca de ella. Quintana no reconoce lo que aquí estamos sacando a la luz, que el monismo que Haeckel defendía iba desarrollando paralelamente el fundamentalismo científico que se consolidaría, el que ahora impregna todos los ámbitos de investigación y culturales, y que es el fundamentalismo que observamos al leer el escrito de Quintana.
Los dos fundamentalismos expresado: el de Fajarnés, y el de Haeckel y Quintana, son fundamentalismos científicos, aunque, como estamos comprobando, de muy diferente cuño. Quintana considerará que las tesis de Fajarnés quedaban desmanteladas por el hecho de que es un escolástico, y que por tal motivo muy poco o nada relevante puede decir, que con la mera enumeración de la terminología neoescolástica, y afirmando su desconexión con la verdad de los hechos, es más que suficiente para derrotar cualquier tesis que pudiera defender. La continuidad con la crítica positivista –de la que paradójicamente Quintana quiere tomar distancia– es sin embargo evidente. Con todo, esta inconsistencia, patente en la argumentación, no parece ser motivo de preocupación para él. En su artículo palpita que la «potencia de la ciencia» solventa toda oposición, disolviendo las dificultades.
Lo que ecualiza a estos dos modos de fundamentalismo, los científicos que ahora estamos barajando, es que expresan dogmáticamente la «verdad». Aunque si tenemos en cuenta lo que tiene por verdadero Haeckel, en confrontación con lo afirmado por Fajarnés, observamos que unas y otras verdades son irreconciliables. Mientras que el segundo señalaba como verdades indubitables a Dios y a las almas, Haeckel defendía que cualquier verdad que se considere solo puede ser patrimonio de la ciencia. Así pues, los planteamientos de ambos autores son ejemplos de estas dos formas diferentes de «fundamentalismo científico»: por un lado, el fundamentalismo de Haeckel, que se hace diáfano a la luz de lo que Gustavo Bueno ha señalado en sus textos sobre la Teoría del cierre categorial. En ellos denuncia que la «ciencia» se erige como fuente indiscutible de verdad para los hombres, de manera que dirigirá no solo todo lo que puedan conocer intelectual y tecnológicamente sino también cualquier acción que esté sujeta a normas de conducta. La ciencia y sus ilimitadas posibilidades van dibujando la nematología dominante, pues los científicos siempre tendrán la última palabra: la ciencia aparece por tanto como la maestra de la vida, y el fundamentalismo la norma para cualquier acción. Por otro lado está el fundamentalismo científico de Fajarnés, que tiene un anclaje mucho más antiguo, pues, como hemos señalado, parte de unas verdades originarias de las que no puede dudarse, al modo de los primeros principios expresados por Aristóteles para la lógica y para la ontología. De todos esos principios, el más relevante el de no contradicción:
Este principio es el siguiente: no es posible que una misma cosa sea y no sea a un mismo tiempo (impossibile est rem simul esse et non ese); y lo mismo sucede en todas las demás oposiciones absolutas. No cabe demostración real de este principio; y, sin embargo, se puede refutar al que lo niegue (Aristóteles, 1990: 279).
Como podemos comprobar, ninguno de los dos fundamentalismos definidos se asemeja a la popularización del término actual. El de Fajarnés tiene una conexión directa con el más antiguo de todos, el definido por los hermanos Stewart; el de Quintana es el del cientifismo moderno, el mismo que encontramos en las argumentaciones de Haeckel. Este último es el que impregna el modo de ver el mundo en la actualidad y que, por el hecho de su cotidianeidad no nos permite verlo como una ideología. Este fundamentalismo omnipresente es dependiente de la visión del mundo que impera hoy día en todo occidente y que tiende a marchas forzadas a ampliar sus fronteras, pues va de la mano de los intereses económicos del Imperio que hoy está a la cabeza de un mundo que espuriamente quieren denominar globalizado.
El profesor Quintana en su artículo no destruye –pese a que piensa que lo hace; pero eso es algo imposible pues no tiene una filosofía adecuada para ello– ni la metafísica espiritualista defendida por Fajarnés ni la monista defendida por Haeckel. Quintana lo que nos trasmite son una serie de argumentos que considera que son potentes, pero que sin embargo son totalmente vacuos. Reconocemos en ellos que, pese a que no se den referencias, en la crítica a las verdades de la filosofía escolástica la asunción de argumentos que ya habían sido esgrimidos por distintos filósofos de siglos atrás (el caso de Hume, y su crítica a las sustancias es paradigmático). Unos argumentos que, por otra parte, son los mismos que influyeron en los de la filosofía que sí se esfuerza en destruir, la del positivista Ernesto Haeckel.
A Quintana no le preocupa, o no se da cuenta que en su negación del espiritualismo no la hace desde la ciencia sino por mor de otra metafísica. La metafísica idealista que se acepta intrínsecamente por el cientifismo en el que desde está inmerso. El cientificismo no es reluctante, como parece creer Quintana, a la metafísica, lo que hace es velarla. De manera que la metafísica que reconocemos tras sus argumentos no aparece representada sino solo ejercida. Denunciamos que la visión del mundo y de la ciencia que defiende, derivan del modo de ver de la filosofía racionalista, o sea, del mismo modo de ver que derivaba el monismo haeckeliano. El cartesianismo lejos de ser un idealismo que hubiera podido dejarse de lado, fue el que alimentó la nematología monista del positivismo decimonónico y el que sigue alimentando las nematologías fundamentalistas de la ciencia actual, en la que está instalada la visión del mundo de Quintana.
Concluyendo con este apartado, recapitularemos señalando que Quintana hace referencia en su trabajo a la relación entre ciencia y verdad. Lo hace cuando desecha las «verdades» fundamentales de Fajarnés, y lo hace también al dar por descontado que tanto él mismo como el que lee el artículo saben cuál sea esa relación,: «Habrá que precisar que entiende él (Fajarnés) por científicamente y verdad y cómo aplica estos términos a la crítica de dicho sistema» (Quintana, 1999: 362). Entendemos que la verdad considerada por Quintana es la verdad que emana de la ciencia por sí misma en su desarrollo, pues solo aparece por «pruebas científicas consistentes» (QPC, pág. 363), pruebas que, sin embargo, no aparecen en la crítica de Fajarnés a Haeckel. Como hemos ya señalado, entendemos que a Quintana ni le interesa, ni tan siquiera le preocupa, clarificar lo que entiende por verdad, pues solo hace falta «apelar a la ciencia», por ser esta la misma garantía de la verdad. De esa manera, toda explicación es innecesaria. El mecanismo que observamos es el mismo de la falacia ad verecundiam: la llamada de atención al prestigio del sabio, del hombre de ciencia en este caso, hará que se tome por verdadero el argumento.
Gnoseología vs. epistemología
En este apartado seguimos con la tarea emprendida, que no es otra que sacar a la luz –con más detalle, si esto es posible– la metafísica inmersa en la argumentación de Quintana, para poder continuar haciéndolo vamos a incidir ahora en una de las partes más arduas de la misma. Esa metafísica está velada en su escrito, pero quiere contrarrestar la viabilidad de muchos de los argumentos expresados por Fajarnés. Retomaremos lo que ya hemos afirmado, que Quintana, huyendo del espiritualismo, se sitúa en un idealismo que no anula la metafísica, que simplemente la vela, incluso para él mismo, pues considera metafísica, las afirmaciones «no científicas» de Fajarnés y de Haeckel. Para él, ambos son los que argumentan de forma falaz, por tener en cuenta verdades que no son tales.
Quintana se refiere a la argumentación de Fajarnés mediante un término muy sugerente para nosotros, pues a la vez cumple su función en un sentido, también lo hace en el otro. El término que hemos comprobado que dedica a Fajarnés es el de que comete «sofismas epistemológicos». Con este calificativo Quintana parece mostrar una asepsia completa a la metafísica, pero nada más lejos de la realidad, pues con él lo que reconocemos es la imposibilidad que tiene de tomar distancia de ella. Como es de esperar, el hecho de estar inmerso en el cientificismo hace que Quintana no pueda alejarse de fortísimo atractor que supone la visión del mundo de cuño racionalista, de esa suerte de idealismo que todo lo impregna desde su origen: tanto el monismo denostado por Fajarnés y por el mismo Quintana, como la teoría del conocimiento que defiende, al menos en el artículo que estamos comentando: para Quintana la única forma de que la verdad sea reconocida es mediante la atención a un mecanismo epistemológico heredado del idealismo de la filosofía moderna y que tiene, como hemos señalado, absoluta relevancia en la nematología del cientificismo. La idea de verdad que Quintana nos ha estado transmitiendo es un psicologismo que resulta de la consideración de la relación entre un sujeto y su objeto de conocimiento. Sitúa la posibilidad de conocimiento en un sujeto que tiene las características definidas por Descartes para la res cogitans, y que para nosotros es una entidad tan metafísica como el alma considerada por Fajarnés. Es la misma relación sujeto/objeto que se considera para la epistemología en general, y que nosotros hemos desechado en pro de lo que denominamos gnoseología, pues solo en el contexto de esta última puede salirse del laberinto circular, del dialelo en el que la teoría de la ciencia psicologista, heredada del racionalismo, sitúa a la verdad. De ese modo expresada, la verdad solo es una pura «fascinación», pues no puede engranar con la realidad material. Como hemos apuntado, lejos de considerar la realidad del objeto, esta queda velada en el racionalismo, es mera apariencia que se esconde tras la realidad del «fenómeno» (sea el fenómeno kantiano o el afirmado por Husserl; incluso las «ideas» de Hume; solo así se comprende el triunfo del monismo de Haeckel, o de la actual epistemología en la ciencia).
Cuando nos percatamos de que Quintana está inmerso en esa suerte de «concavidad», entendemos porque no reconoce la potencia del discurso pluralista expresado por Fajarnés, capaz de demoler la metafísica monista de Haeckel. Tan solo reconoce su eficacia de modo tangencial, como corroboración de esa nematología que dirige sus afirmaciones, y que hemos sacado a la luz. Quintana no se percata de la capacidad del discurso neoescolástico por el mero hecho de que solo considera un «único» modo de conocer, algo que aparece de forma diáfana en su artículo, cuando afirma que Fajarnés desarrolla una «cruzada» contra Haeckel asentada en un «sofisma epistemológico» (QPC, 363). El sujeto psicológico de Quintana está en las antípodas de conocer una verdad que se aleje tanto de la realidad estática del objeto como de una realidad fenomenológica interna a la psiquis del sujeto. Este sujeto psicológico no considera, en su tarea de conocer, lo más importante (si lo hiciera, por otra parte, dejaría de ser psicológico y pasaría a ser sujeto operatorio). Este sujeto no tiene en cuenta un contexto previo que debe estar perfectamente determinado: la realidad material con la que debe engranar si quiere dejar de ser mera fábula. El sujeto solo puede ser operatorio, ese sujeto psicológico aceptado por Quintana es un ente metafísico. Pero tal sujeto es una fabulación, el sujeto real es el que manipula lo que le rodea, el que hace operaciones con sus manos, de las que resultan las verdades. O como las denomina el materialismo filosófico, las «identidades sintéticas». El sujeto psicológico de la epistemología de Quintana no puede hacer operaciones, solo puede conocer, pero ese conocimiento no puede darse, es absurdo.
La tesitura en la que ahora nos ha situado la crítica a Quintana nos lleva a que clarifiquemos lo que es la verdad. Y a la vez que definimos lo que es esta, daremos las razones filosóficas que pueden derivar en la anulación de la metafísica de Fajarnés, pero de modo consecuente, y no por hacer una llamada falaz a la verdad de la ciencia. Paralelamente por tanto estaremos destruyendo la nematología que impregna el discurso de Quintana.
O las «identidades sintéticas» o la «única verdad»
Comenzaremos señalando algo en lo que ya hemos incidido antes, que el mecanismo del conocimiento no puede explicarse atendiendo al psicologismo aceptado por la tradición cartesiana en la que hemos situado a Quintana, pero de la que no podemos separar tampoco lo que Fajarnés defiende. Su metafísica considera el alma como una «realidad» sustancial que «conoce», como por otra parte ya había afirmado Aristóteles, y después hicieron los filósofos modernos. Pero este modo de ver no tiene que ver nada con la perspectiva del materialismo filosófico, pues este se preocupa por definir un «fundamento» muy diferente al de los filósofos espiritualistas e idealistas. Un fundamento que es necesariamente material. El «fundamento» sigue siendo la «verdad», pero no una verdad de «esencias» –en el sentido platónico, o en el aristotélico-tomista– sino de una verdad no metafísica a la que denominamos «identidad sintética». Esta identidad es material, conecta contenidos, procurando con ello lo que se echaba en falta en la epistemología, el engranaje con la realidad: las verdades científicas están constituidas a partir de unas identidades que se entrelazan unas con otras, tal entrelazamiento solventa la vacuidad de la relación epistemológica entre sujeto y objeto, pues el sujeto en esa situación era incapaz de expresar verdad alguna. El conocimiento de objetos solo puede darse si consideramos las realidades materiales, si tenemos en cuenta esas identidades sintéticas que van expresándose en el curso de las operaciones que desarrolla el sujeto cuando hace ciencia en sentido estricto, cuando opera en el seno de una categoría. Así pues, concluimos que el materialismo filosófico se aleja, por una parte, del espiritualismo de Fajarnés, pues –pese a la ruptura que supone con el psicologismo cartesiano– el fundamento que consideran no es real sino metafísico y, por otra parte, nos distinguimos totalmente del positivismo y de la nematología del fundamentalismo científico, la hoy imperante y que, como hemos podido comprobar a lo largo de este trabajo, impregna la crítica de Quintana, que es un modo de ver que penetra toda metodología del saber, que se ha consolidado como «epistemología» y que, lejos de cumplir su función, denunciamos que es reluctante a la verdad científica.
El materialismo filosófico toma distancia de los planteamientos espiritualistas en lo relativo al fundamento y a la verdad, de entrada, por el hecho de que de ellos Fajarnés no hace una distinción mínimamente clarificadora, algo que entendemos al reconocer que también su explicación es vacua: por un lado señala que el «fundamento» considerado es «verdadero» y, por otro lado, que la «verdad» es «fundamental» (a la vez que es diversa, pues hay verdades con mayúscula (Dios) y con minúscula (las derivadas de las verdades de la metafísica). Como vemos, una expresión así es circular, está vacía, por lo que nada puede extraerse de ella. Ese fundamento considerado por Fajarnés no se asemeja en nada al que nosotros tenemos en cuenta: para Fajarnés el fundamento no es «material», por lo que desde nuestros parámetros no puede ser considerado real. Y respecto de la verdad, ya vimos que Fajarnés tiene en cuenta una pluralidad de verdades, relativas todas ellas a diferentes realidades objetuales a conocer, y que a su vez dependen de las distintas ciencias positivas. Aunque también señala que estas verdades están distanciadas de la realidad de otra «verdad», que es la que busca una ciencia diferente a las apuntadas, por ser primera entre ellas: la metafísica. En este último punto, la distancia respecto de nuestras consideraciones es absoluta. La metafísica, para Fajarnés se dirige a la contemplación de la verdad, considerada por él como primera e indubitable, además de al conocimiento de los primeros principios, que también son indubitables, pues como verdades se muestran por efecto de una luz natural que participa de la luz divina, y que por el hecho de tal participación es imposible que nos engañe. Ésta es la enseñanza aristotélica que aparece en nuestro autor y que ya aparecía en Francisco Suárez, que es de quién la toma:
...la ciencia que se ocupa de las primeras causas de las cosas y de sus principios, y estudia las cosas más dignas, es la que en grado sumo se ordena al conocimiento de la verdad y de sí misma, ya que estas cosas son las más dignas de estudio y su conocimiento es el más deseable... es la ciencia que en grado más elevado existe por sí y por causa del conocimiento de la verdad (DM, I, IV, 2, pág. 266).
Por nuestra parte, desechamos esta metafísica que afirman Suárez y Fajarnés. Sus «verdades» son espurias substancializaciones de lo que no es de ninguna manera substancia. Solo tenemos en consideración las verdades que la neoescolástica señala como derivadas, las expresadas por las ciencias. Con esto no estamos afirmando que la ciencia tenga el patrimonio de la verdad, pues tal afirmación es la que defiende el fundamentalismo gnoseológico criticado por Bueno en la Teoría del cierre categorial. Lo que afirmamos es algo que ya hemos señalado: que la verdad que pueda expresar cada una de las ciencias no es algo dado desde siempre sino algo que se da in medias res, algo que se ejercita. Así pues, las verdades se alcanzan por mor de procesos cerrados que manejan términos materiales (conceptos, leyes), y solo pueden aparecer cuando se constituyen, para cada una de las ciencias, sus campos gnoseológicos particulares. Las ciencias de las que estamos hablando son las que ya vimos que derivan de cierres operatorios, las ciencias «positivas». Solo cuando una ciencia está cerrada es cuando puede considerar las verdades que se buscan. En el cierre de cada una de ellas se da la confluencia de una multiplicidad de cursos, operatorios también, que conllevan la neutralización de las operaciones del sujeto para incidir en el establecimiento de la verdad. Así, y solo así, se puede afirmar que la objetividad del conocimiento científico está asegurada.
Conclusión
Para cerrar este artículo debemos recapitular señalando que, por un lado criticamos con Quintana la metafísica de Haeckel, aunque hemos sacado a la luz la deuda que su perspectiva cientificista tiene con quien quiere anular. Por otro lado, hemos visto que, como Quintana, tenemos un doble rasero para tratar lo que Fajarnés afirma. Pero ese doble rasero no es el mismo, pues pese a que Quintana reconoce valor en el trabajo de Fajarnés, ese valor está sesgado también por su visión del mundo, por la idea de ciencia que impregna su perspectiva. Hemos visto cómo es que Quintana desprecia lo que Fajarnés defiende, pero las razones dadas por él no nos sirven, pues no vemos nada consecuente en muchas de sus afirmaciones, por ejemplo, cuando señala, aludiendo a ello de diferentes formas, que Fajarnés desarrolla una filosofía que «nada tiene que decir». Una constatación para él, que nosotros podríamos considerar si en su crítica fuera contrarrestada esa filosofía. Pero eso, como hemos comprobado, no sucede. Quintana no lo considera necesario, por el hecho de que, y esto es lo más significativo, no reconoce ninguna necesidad de hacerlo, para él esa cuestión es baladí.
Las páginas de este trabajo quieren destruir esa nematología perniciosa que no atiende a lo realmente relevante, a lo que en la filosofía de Fajarnés es eficaz contra el evolucionismo y el monismo de Haeckel, sacar a la luz el pluralismo que defiende. Y eso si que es decir bastante. La crítica de Quintana debería ser más eficaz, debería reconocer está valía y criticar lo criticable sin dar nada por supuesto. Quintana desprecia in toto la filosofía de Fajarnés, solo considera su conocimiento de los desarrollos de la ciencia. Pero así anula la eficacia de lo que nos quiere trasmitir:
...no se condujo como aquellos exegetas eclesiásticos, intransigentes, de mentalidad cerrada e incapaces de descender a los detalles científicos del problema; lo hará como un filósofo laico (sic) razonablemente bien informado, que, aunque no menos intransigente que ellos, intentaba fundamentar sus opiniones antitransformistas en la mejores fuentes posibles (Quintana, 1999: 361)
Concluimos: pese a que Quintana reconozca cierta efectividad en la crítica de Fajarnés, sin embargo desprecia lo que trasmite, no incide en la relevancia de sus tesis pluralistas. Quiere demoler la metafísica de Haeckel, pero no da ninguna razón de por qué puede demolerlas. Solo apela a la ciencia con mayúscula, de manera que si Fajarnés puede ser tenido en cuenta es por apreciar esta última. La crítica de Quintana no es eficaz, la visión del mundo desde la que quiere cribar lo que analiza depende de una filosofía «impotente». Solo un sistema filosófico puede borrar el prefijo privativo de la de Quintana, solo uno puede contrarrestar el espiritualismo y el idealismo con el que quiere bregar sin percatarse de que está inmerso en el segundo de los dos «ismos»: el materialismo filosófico es el sistema que puede poner en su sitio tanto a la metafísica espiritualista como al monismo de Haeckel. Un sistema así es, por otra parte, el que puede definir lo que es la «ciencia» de manera rigurosa, y expresar de igual modo cual es su papel. Ese sistema filosófico es el que tiene la facultad de clarificara lo que es la «verdad». El materialismo filosófico es este sistema desde el que hemos denunciado que, en la base de la crítica de Quintana, hay una metafísica tan potente, o más, que la que desprecia, y que el modo en que describe y pretende anular la filosofía de Fajarnés tiene la apariencia de ser potente por mor de la nematología que dirige su crítica.
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Notas
{1} En el «Averiguador» de la página web del «Proyecto de Filosofía en Español» dirigido por Gustavo Bueno Sánchez, podemos leer la historia de este concepto.