Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
La muerte del cantautor cubano Carlos Puebla le salvó de enterarse de la caída del Muro de Berlín a fines de 1989. Como Puebla falleció unos meses antes, se evitó el disgusto de la debacle del marxismo al que había loado toda su vida.
Desde entonces, la aberración del sistema comunista fue revelándose en toda su negritud. Impuesto por la fuerza, generó pobreza y unanimidad mientras durante un siglo se presentó como la inevitable felicidad para todos. La panacea terminó por ser rechazada en más de treinta países, uno a uno. La habían padecido como a una utópica maquinaria para oprimir al pueblo por parte de una casta de iluminados del Partido.
En aquel memorable 1989 se consumó lo que Emmanuel Todd había vaticinado como «la caída final». Quien escribe estas líneas leía extasiado aquel vaticinio mientras cursaba estudios secundarios en Buenos Aires, donde la mayoría de los estudiantes comprometidos vivían hipnotizados por la prédica comunista.
Mis compañeros cantaban con devoción precisamente algunos de los poemas de Carlos Puebla: «Caballeros no hay razón/ que no hay razón caballeros/ de que se le pongan peros/ a nuestra revolución. Al que asome la cabeza ¡duro con él! Fidel, Fidel, ¡duro con él!» La fulminante advertencia se completaba con que «recuerde por su bien, que el paredón sigue ahí».
Admitían de este modo creerse con derecho de matar a quien pensara distinto. Dueños de la verdad absoluta, eran religiosos de una Razón que descalificaba hasta el tuétano a todo «conspirador, contrarrevolucionario o burgués», etiquetas que en el mundo contemporáneo equivaldrían a las de «infiel o hereje».
Otro epíteto había sido elegido por el «Che» Guevara: en su discurso ante las Naciones Unidas del 11 de diciembre de 1964, llamó a los disidentes «gusanos» para luego admitir: «Hemos fusilado, fusilamos, y seguiremos fusilando mientras sea necesario».
Demás está decir que el grado en el que pelotón era «necesario» quedaba a su entero criterio, sin ningún derecho a la defensa para los gusanos, ni juicio ni nada similar. Después de todo, el asesinato era considerado un castigo legítimo (y lo sigue siendo), a discreción de quien cree encarnar un mandato superior. Aun si resulta obvio que dicho mandato se reduce, en la práctica, a seguir aferrado al poder a toda costa, gozando de las prebendas que ese poder proporciona, y sin jamás soltar sus privilegios.
En Argentina, la reacción contra la aludida guerrilla marxista se escudó tras lemas equivalentes, y la dictadura fascista de 1976-1983 mató a miles catalogados bajo otro mote: «subversivos» -a pesar de que la mayoría de ellos no habían empuñado armas ni violado la ley.
En este caso, la ideología de los iluminados de turno era contrarrestar el único párrafo que conocían de la doctrina marxista: el de Antonio Gramsci que pregonaba la revolución por medio de hegemonía cultural. Para enfrentarla pues, los arrogantes de marras sostuvieron que era legítimo torturar y matar a los que disintieran -aun si se trataba de un disenso en términos culturales.
En lo que se refiere a los comunistas, hasta 1989 podía llegar a suponerse que en muchos de ellos obraba un parcial componente de ingenuidad, acaso enceguecidos por cantautores como Carlos Puebla o por autores como Jean-Paul Sartre.
Pero hoy en día, por el contrario, ya no caben excusas para seguir parapetándose en la soberbia de «luchar hasta la muerte», cuando ha resultado cristalino que la lucha es mendaz y estéril. Sin embargo, siguen impertérritos en su violencia trasnochada.
En estos días un cantante venezolano de nombre Alberto (perteneciente a una banda llamada «Nilda Ramos» tan ignota como él) formuló una exhortación ante el presidente de la república que fue transmitida por televisión en directo (29-12-15): todo el que «se rinda» ante la derrota electoral del chavismo debe recibir un balazo en la cabeza.
Cabe consignar que la incitación pública al homicidio se cometió en el país con la más alta tasa de asesinatos del continente. Y se formulaba ante nada menos que el presidente Nicolás Maduro -quien acaba de ser categóricamente rechazado en las urnas y quien, al escuchar el exabrupto, se limitó a alertar al violento que «estaban transmitiéndolo en vivo». (La tragicómica escena puede verse en Youtube).
El presidente no atinó a reparar en que es inmoral eliminar a disidentes con un balazo en la nuca; simplemente recomendó cuidarse de no hablar de ello en público.
Después de todo, Maduro anuncia que «jamás entregará la revolución»-léase: que nunca dejará el gobierno, ni siquiera si pierde las elecciones estrepitosamente como acaba de ocurrirle. Y explicitó que 2016 será «un año de rebelión» (vaya uno a saber cómo podría liderar una rebelión quien desde hace tres lustros está instalado en el gobierno).
Para el chavismo (o para su versión moderada en el kirchnerismo argentino) la voluntad «del pueblo» no es la de la gente de carne y hueso, sino una entelequia que, en la práctica, quiere decir la propia voluntad. Por ello muchos ministros de ambos gobiernos se enriquecieron desvergonzadamente, y así también se explica que Maduro haya incitado al «pueblo» argentino a rebelarse y luchar contra el presidente a quien acababan de elegir.
El osado cantante Alberto se explayó aún más: los que se oponen al chavismo son «millones de odiosos», y no importa que sean la mayoría. Habrá que matarlos a todos para que dejen de odiar y se dediquen al amor como Alberto y su gobierno.
De los «revolucionarios» de todos los linajes (marxistas, fascistas, islamistas, o híbridos de los tres juntos como es el caso del chavismo) emerge un cuadro uniforme de enorme arrogancia encaramada en el poder, que acepta someterse al escrutinio de sus gobernados sólo como paso previo para auto-perpetuarse por medio del asesinato.
La judeofobia también es parte de su arsenal, como se dio en los tres linajes fuente, y es posible que ella sea la reacción ante la lucha contra tiranías inspirada en la cosmovisión israelita.
Las raíces del poder limitado
El israelí Jacob Talmón desgranó la fuente del fenómeno de mega-arrogancia política en su clásico libro Los orígenes de la democracia totalitaria (1955). Aquí rastrea hasta la Revolución Francesa una concepción de la política entendida como ciencia exacta o, agreguemos, como una doctrina religiosa que no admite prueba en contrario.
En efecto, el comunismo, el fascismo y el islamismo pueden, cada uno en su medida, retrotraerse al accionar de esa misma época seminal, cuando el Comité de Seguridad Pública de Robespierrese se auto-asumía como la cristalización de la racionalidad. Hoy siguen actuando comités parecidos, bajo otros nombres y lemas, en países como Irán, Cuba, Corea del Norte y la mayor parte de los Estados árabes.
Frente a estos excesos se yergue el pensamiento liberal, que ve no en la política la aplicación de la Razón única ni el cumplimiento de un mandato religioso, sino una cuestión de ensayo y error, y de aprendizaje de la experiencia. Entiende las medidas políticas como meros ajustes pragmáticos para un momento determinado.
Un sistema de este calibre puede funcionar si y sólo si el gobernante tiene límites claros y aplicables en su potestad. Ello garantiza que el poder político no termine reconcentrado en pocas manos. La limitación al poder de los gobernantes es un modelo que registra varias fuentes primigenias.
Dice Friedrich Hayek en su magnum opus Camino de servidumbre (1944):
El Estado de Derecho sólo se desarrolló conscientemente durante la era liberal, y es uno de sus mayores frutos, no sólo como salvaguardia, sino como encarnación legal de la libertad. Como lo dijo Emanuel Kant (y Voltaire lo expresara antes que él en términos casi idénticos) 'el hombre es libre si sólo tiene que obedecer a las leyes y no a las personas'. Pero como un vago ideal, ha existido por lo menos desde el tiempo de los romanos.
Qué bueno que Hayek agregue la locución adverbial «por lo menos». Porque en rigor, el origen primero de dicho ideal precede a los romanos: está en la Biblia Hebrea.
Así lo destacó Frank Chodorov (m. 1966), quien se detuvo en el rol del Samuel bíblico durante la génesis de la monarquía en Israel. En su ensayo Nace un Estado{1}, Chodorov entiende el rol de Samuel como crucial en la historia humana. Para explicarlo, abre con el versículo emblemático del libro de los Jueces (17:6): «En esos días no había rey en Israel, y cada persona actuaba según su propio criterio».
La libertad era el modo de vida de los israelitas previa a la monarquía, hasta que los ancianos de las tribus hebreas demandaron un rey. A la sazón la economía se había transformado: se pasaba del pastoreo a la agricultura; la propiedad de la tierra cobraba mayor importancia, y penetraban el comercio y las transacciones financieras.
Samuel les concede la monarquía requerida, pero al mismo tiempo les advierte que depositar la fe en el Estado sería un yugo irreversible. Prevalece la demanda popular, y Samuel organiza la burocracia, la conscripción en lugar del voluntarismo; los funcionarios, y el gravamen.
Con todo, la monarquía israelita fue distinta de las del resto de las naciones antiguas, que tendieron a la glorificación y deificación de los reyes. En Israel, los monarcas se sometieron al imperio de la ley. Muchos preceptos vinieron a acotar el poder del rey -tal como la limitación de la poligamia real o de su caballeriza-, y tenían como objeto que el monarca «no ensoberbeciera su corazón por encima de sus hermanos» (Deuteronomio 17:20).
Además, destacaba otro aspecto de la concepción judaica tan importante como el del imperio de la ley por sobre todos. Consistía en la aceptación de un mundo plural.
El judaísmo se entiende a sí mismo como la verdad para los judíos, pero no para toda la humanidad en su conjunto, por lo que se sostiene en el respeto a la verdad de otros pueblos y grupos y sus diversas idiosincrasias.
El no-misionerismo judío implica que aun el más fanático y extremista de los judíos, nunca amenaza la libertad del mundo externo, sino que, como máximo, acechará la libertad de los judíos. Parte de la premisa de que no se propone convertir el mundo en judío, sino que como máximo se circunscribirse a hacerlo más humano.
Este principio es una base efectiva de la democracia, que trasciende el legítimo gobierno de la mayoría, y estipula adicionalmente los derechos de las minorías gobernadas.
La prioridad de la ley, y el mundo plural, permiten comprender el rol que les cupo a la democracia y a las libertades civiles dentro de la cosmovisión hebrea, en la que el Estado de derecho obliga a todos, y especialmente a los líderes, quienes en ningún caso tienen permiso para fusilar disidentes.
Notas
{1} Es es el décimo capítulo de su libro El ascenso y caída de la sociedad: ensayo sobre las fuerzas económicas que cimentan las instituciones sociales (1959).