El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas

El Catoblepas · número 179 · primavera 2017 · página 9
Artículos

El vicio como arma de la “revolución ética”. Una lectura de Lactancio

Miguel Dávila

Se interpreta la doctrina de las virtudes y de los vicios del apologista cristiano Lactancio a la luz de los planteamientos sobre la Verdad del filósofo esloveno Slavoj Žižek, o viceversa

Žižek

1. En el libro VI de las Instituciones divinas de Lactancio se plantea una harto interesante justificación de la existencia del mal en el mundo, a partir de la comprensión del papel de los vicios éticos en la vida de los creyentes cristianos. Lactancio inicia este planteamiento indicando las concepciones erróneas que tenían sobre las pasiones, por un lado, los filósofos estoicos y epicúreos, y por otro lado, los filósofos peripatéticos. Los primeros pensaban que las pasiones debían ser anuladas por completo, puesto que solo de esa manera el sabio podía alcanzar el ideal de la tranquilidad y de la autosubsistencia. Sin pasiones, el hombre podía encontrar el camino allanado hacia una vida feliz. Por otra parte, los peripatéticos concebían que las pasiones debían ser, en primer término, cuidadosamente moderadas, y en segundo término, administradas para propiciar la obtención y la práctica de las virtudes. Es decir, dado que Aristóteles concebía a las virtudes y a los vicios en una línea de continuidad en la cual el lugar de cada una se definía por el contorno preciso de unos límites más allá de los cuales se aproximaban irremisiblemente hacia la identificación con el otro, el uso de las pasiones era indispensable para la consecución de esta economía exacta de los sentimientos e inclinaciones de la conducta.

Lactancio sostiene que si bien es hasta cierto punto loable la intención de los estoicos y epicúreos de no dejarse dominar por las pasiones, se equivocaron al pensar que podían ser realmente extirpables de la naturaleza del hombre, pero sobre todo, lo que no pudieron concebir es que las pasiones eran el medio más adecuado para servir a cierto fin superior. Por otra parte, en el caso de los peripatéticos, acertaron en ver que la virtud depende de una disciplina de la sujeción de la voluntad y de sus pasiones a ciertos límites precisos. Lactancio sostiene que el mérito de esta doctrina es que supone que la diferencia entre las virtudes y los vicios no es de una naturaleza esencial, sino que estos solo se diferencian por el grado de intensidad del modo de ser ético determinado que comparten: un defecto o un exceso convierten a lo mismo que –sin ellos― podría haber sido una virtud, en un vicio.

Pero aquí Lactancio presenta un desarrollo verdaderamente luminoso de esta doctrina aristotélica. Lactancio escribe que hay que entender la ligazón que une las virtudes y los vicios ya no solo como una simple línea gradual de doble sentido, en la que los extremos del exceso y del defecto conducen a los vicios, mientras que el centro es un lugar en el que a base de moderación y vigilancia se descansa en la virtud; sino que, según Lactancio, la consecución de la virtud supone como punto de partida necesario uno de los extremos de dicha línea, de tal manera que solo completando el recorrido a contracorriente desde uno de los extremos del vicio hacia el centro de la línea gradual será posible la constitución de una conducta realmente virtuosa. Expliquemos detenidamente esto.

Lactancio conviene con los peripatéticos en que la razón de ser de la virtud es que esta sea algo conseguido. La virtud requeriría de un proceso de constitución consistente en una lucha del hombre en contra de su propia naturaleza, en una represión más o menos violenta de los impulsos naturales de (1) las pasiones corporales y del temperamento, (2) del miedo, (3) de la alegría y (4) de la tristeza. Sin embargo, a juicio de Lactancio, la función que cumplirían estos impulsos naturales no podría ser una meramente negativa, es decir, estas pasiones no funcionan como meros obstáculos o quistes que en una situación ideal, por ejemplo, en una República que imponga una educación perfecta de las virtudes de los ciudadanos desde la más temprana edad, podrían ser estrictamente anulados. Sino que, en una concepción verdaderamente dramática del sentido de la vida y de la verdad, Lactancio postula que la exacerbación de tales pasiones debe considerarse como la premisa mayor necesaria, únicamente desde la cual se podría derivar la posibilidad del modo de ser de la virtud. Esto quiere decir que para quienes busquen la virtud, al menos en un principio, la condición viciosa de la conducta no será en absoluto algo de lo que se pudiera prescindir, sino más bien ― ¡y fijaos en esto!― es algo que se debiera buscar. Solo quien ha sido vicioso en el pasado, puede, como un momento posterior del desarrollo precisamente de su vicio, llegar a ser virtuoso. Este giro realmente audaz por el cual el vicio pasa a formar parte de la virtud como su origen y materia prima de constitución se sustenta, en principio, en la doctrina de corte aristotélico que desarrolla Lactancio, pero halla su justificación última en una comprensión de la vida ética desde la verdad del cristianismo.

2. Siguiendo la doctrina aristotélica, la conversión del vicio en virtud es posible porque ambos comparten el mismo modo de ser esencial. La efectividad de esta conversión dependerá de establecer en el modo de ser ético un equilibrio equidistante entre los extremos del defecto y del exceso. Sin embargo, este equilibrio no podría ser interpretado como un lugar fijo y exento de movimiento, sino que la virtud se presenta, en realidad, como un terreno siempre en peligro de desmoronarse y de retornar a lo que Lactancio consideraba que era su modo de ser original: la condición viciosa de la conducta defectuosa o excesiva. Así pues, la virtud consiste en el intento de asentar una estabilidad precisamente en un campo cuyos elementos constituyentes se definen por una acuciante capacidad intrínseca de transformarse en un modo de ser ético más original. Una “revolución ética” cifrará su empeño en conservar a toda costa dicha estabilidad de la determinación del modo de ser de la virtud en una forma tal que la contingente posibilidad del descalabro se mantenga en todo momento domada.

La cuestión es que, en el cristianismo, esta “revolución ética” se torna en una verdadera “revolución espiritual” puesto que la conducta encuentra un respaldo que asegura incondicionalmente su posibilidad de realización. Esto quiere decir que el esquema del dinamismo de la vida ética de la doctrina aristotélica es subsumido en un marco que lo deja intacto como tal pero que le confiere una justificación última de su realidad en la vida humana. Sin embargo, Lactancio no llega a explicar en ningún momento cuál es el elemento estrictamente fundamental de esta justificación.

Es decir, por un lado, Lactancio sí establece la “causa” que produce la justificación: el plan divino de una lucha de la virtud en contra de las propensiones de su condición originaria como el molde general de toda existencia piadosa en el mundo. Los vicios se hacen indispensables, porque es en la batalla contra ellos que puede forjarse el corazón verdaderamente virtuoso. Cabría la posibilidad de que existiera alguna voluntad santa o una gran bondad inmediata, pero este caso no pertenecería propiamente al campo de la conducta ético-virtuosa sino que sería un acontecimiento en cierto modo extra-ético. Pero, según Lactancio, el significado mismo de la encarnación de Dios debe ser leído como el ejemplo paradigmático no de la voluntad santa (o de la bondad pura e inmediata) sino justamente de la del hombre de la conducta virtuosa, cuya historia implica necesariamente un pasado de conducta viciosa y cuyo presente es una constante lucha contra sus inclinaciones originales, en la cual, no obstante, el corazón virtuoso tiene la capacidad para prevalecer. Ciertamente que Jesucristo fue precisamente una voluntad que no cometió pecado alguno, pero si, según Lactancio, su santidad es relevante para nosotros es porque nos mostró el camino de la existencia virtuosa, y esto supone necesariamente que estuvo expuesto constantemente a sucumbir ante las inclinaciones naturales que, como hombre que fue, tuvieron que jugar un papel en la constitución de su modo de ser ético.

Por otro lado, Lactancio establece el “efecto” que genera esta justificación. El cual no sería otro que el de la posibilidad realmente existente de que la virtud pueda llegar a estabilizarse en el corazón de los hombres piadosos. La vida de Jesucristo es afirmada como el gran argumento que otorga de una verdad indubitable a la estructura dinámica de la lucha de la virtud contra sus naturales determinaciones originarias. De lo que carecían especialmente las “filosofías de la virtud” era de un ejemplo contundentemente práctico de que la vida virtuosa era un acontecimiento que podía sobrevenir explícitamente en la realidad. El cristianismo acaba con la cautela que considera que una vida plenamente virtuosa es muy difícil o algo demasiado “sublime” para que soportemos su existencia en la realidad. Superando esta delicadeza que encontraría a la mano mil razones para establecer el carácter puramente ideal de la conducta absolutamente virtuosa, el cristianismo presenta un ejemplo real y concreto de lo que es la estabilidad del modo de ser ético de la virtud. Después de Cristo, la virtud se ha hecho un evento realmente existente. Esto significa que la realización de la vida de Cristo ha impuesto una especie de fijación y de estabilidad definitiva a la dinámica por naturaleza contingente de la relación de la virtud con sus antecedentes constitutivos contrarios de sí (las determinaciones viciosas de su modo de ser ético original). De todos los grandes hombres del pasado se podía decir que eran virtuosos solo temporal o relativamente, y de este modo en cierto sentido el resto de mortales podía consolarse de sus debilidades; pero a partir de Cristo lo virtuoso se vuelve un evento que impele al resto del mortales al modo de un evento histórico, cuyas consecuencias han sido factibles en un radio que se fue haciendo cada vez mayor.

Lo interesante es que ni tal “causa” ni este “efecto” explican realmente el acontecimiento de la conversión ética, o del traspaso definitivo y absolutamente estabilizado de la condición viciosa de la conducta hacia la virtud. Ni el plan divino ni la vida de Jesucristo son suficientes para explicar cómo ha surgido una voluntad que se conduzca decididamente a mantener a las determinaciones viciosas de su modo de ser ético original como si fueran verdaderamente ineficientes. Hace falta otra cosa para el sujeto enfrente esta lucha consigo mismo con una seguridad concreta y evidente, como la que se tiene ante un objeto que se tiene entre las manos. El concepto de “fe” normalmente es definido como una creencia auto-referente y auto-justificante: es lo que se cree porque sí, aquello que en sí mismo nos obliga a creer en ello. Sin embargo, esta definición considera únicamente el aspecto inmediato y vivencial de la “fe”, y no explica la estructura de su modo de ser, esto es, no explica el modo cómo la fe deviene en una creencia autorreferente y autojustificante.

La fe supone una situación límite, en la cual el resto de posibilidades de elección de actitudes y de conductas ante el porvenir de la vida se tornan cada vez más estrechas, hasta que es imposible optar por alguna de ellas. La fe supone, en verdad, el desgarro de la existencia realmente existente del sujeto. Piénsese en alguien que vive una situación insoportable en su medio laboral o educativo, que es incapaz de incorporarse a los mundos de la vida de su clase, de su ciudad, de las religiones de su pueblo, de los círculos etarios de amistad, etcétera. Si se ha llegado a esta situación de radical inconformidad es porque existe un deseo más profundo, “una esperanza más elevada” que, en medio de la inseguridad de su existencia, el sujeto alcanza a reconocer. La cuestión es que esta esperanza solo puede mantener su condición mientras que las otras opciones de realización vital estén o se conciban como férreamente cerradas. Tal esperanza es algo que desborda lo que el entorno social del sujeto promueve como lo propio para él, lo que sería más adecuado para su normal integración social. Por el contrario, la fe es el sentimiento subjetivo de que su deseo o esperanza, que implica la “desintegración” social del individuo, pueda hacerse efectivamente real. Pero se trata de un sentimiento que no supera la ambigüedad de cifrar su suerte en una cuestión de “posibilidad”. Esto quiere decir que la fe es una apuesta por aquello que en un entorno social determinado nadie cree, y que el propio sujeto duda bastante en creer. La fe es una creencia que requiere de una doble mediación: la in-creencia del resto de los sujetos del entorno social (la cual implica la ausencia de toda acción o estímulo esperanzador en el medio dado), y la in-creencia del propio sujeto en poder dar cumplimiento a su esperanza. Esto quiere decir que el objeto de la fe se sitúa en un campo que niega el “mundo de la vida” de la existencia particular del sujeto, y que, conforme a esta relación de desgarro, se convierte en algo verdaderamente incómodo y engorroso para el sujeto mismo. De esta forma, el objeto en el que la fe cifra su esperanza es un objeto de in-creencia no solo social sino también personal. Dicho de otra manera, lo que define a la fe es que se trata de una creencia en aquello de lo que realmente ni el sujeto mismo cree; una creencia en aquello que es motivo de la in-creencia más íntima y personal del sujeto, la increencia de su esperanza. ¿De qué manera entender esto último?

3. La inconsistencia de la experiencia inmediata de la fe, el que esta solo pueda justificarse por una referencia a sí misma, se halla, en realidad, coherentemente fundamentada en la lógica de su estructura constitutiva. La trama de esta lógica se podría explanar de la siguiente forma: por un lado, frente a lo que no creo en el fondo de mis sentimientos, algo que me parece honestamente imposible, sin embargo, ―yendo en contra de mis convicciones más últimas―, voy a creer; pero por otro lado, esto en lo que no creo y, sin embargo, a último momento ―podría decirse― me “fuerzo” a creer es, en verdad, lo que más debería creer especialmente yo, por cuanto que se trata del objeto de mi esperanza, es decir, se trata de algo que sé que es lo más justo para mi vida, y sin embargo, me niego a creer precisamente en esta que es mi verdad más personal. De tal manera que en la fe creo en la in-creencia que más debería creer. En primer lugar, existe una creencia idónea para mí, yo estoy ligado a ella por un sentimiento que inunda toda mi voluntad, se podría decir que es la cosa número uno que quiero en el mundo. Pero resulta que considero que el estatuto de realidad de esta creencia idónea es meramente ideal, pues pese a que es una creencia que está hecha a la medida de mi querer no puede establecerse como una certidumbre en mi alma. Examino a dicha creencia por todos sus lados, doy un recuento de todos los motivos por los que ella es perfecta para mí, y sin embargo, me resisto a aceptarla, no me convenzo que lo que ella plantea sea válido y vaya a hacerse realidad precisamente en mi vida. Definitivamente, se trata de algo frente a lo que no tengo el atrevimiento de considerarlo preciso para mí en la práctica; teóricamente, sé que es lo que más me conviene, pero no por ello pienso que sea una posibilidad concreta de la realización de mi vida. Sin embargo, estando en esta situación, de repente se me ocurre creer en aquello en lo que ha sido mi mayor deseo reprimido, lo que más me pesaba no poder creer. Este tercer movimiento es en cierto sentido incondicionado, surge a partir nada más que de la decisión por empezar a creer; no obstante, no se trata de un mero salto de la voluntad, de una inmediata determinación psicológica, sino que, en realidad, ―como estamos viendo― supone dos movimientos anteriores que ofrecen la “infraestructura” de dicho acto incondicionado de la creencia de la fe.

Debemos reconocer que la interpretación que se está llevando a cabo de la doctrina de las virtudes y vicios de Lactancio se basa en los planteamientos del filósofo esloveno Slavoj Žižek, especialmente en sus trabajos en torno al tema de la ideología. Žižek sostiene una tesis excepcional con relación al evento de la generación de las verdades de los pueblos y de los individuos. Pero antes de formularla, exploremos la referencia que presenta de Hegel para dar cuenta de su propuesta. En un pasaje de las Lecciones de filosofía de la historia universal, Hegel había sentenciado que para que un acontecimiento alcance un reconocimiento verdaderamente universal debía suceder dos veces: la repetición confirmaría lo que en un primer momento se presentaba como algo grande y valioso pero básicamente contingente, quizá producto de coincidencias o de situaciones excepcionales. Esto presenta un reto sumamente serio para todos aquellos individuos y pueblos que quieran hacerse valer en la vida por una realización universal de sus acciones o de sus obras: puede ser que te haya costado un esfuerzo cruento y un valor del que ahora te sorprende que pudiste tener el conseguir que tus acciones u obras tengan el reconocimiento de tu sociedad y de tu tiempo (la tiranía de César que puso en jaque a la República romana, el proceso revolucionario francés que desencadenó el final del Antiguo Régimen, &c.), pero en buena medida todo esto será un hecho de relevancia meramente temporal, y ulteriormente olvidable, si no vuelve a suceder una vez más, si tú u otros no llevan a cabo el mismo esfuerzo cruento, y con el mismo valor del que dudas que puedas volver a tener, logres o logren que las mismas acciones u obras se impongan frente a la sociedad y frente a la época por una segunda ocasión. Lo que aquí se debe justificar es por qué el estatuto de universalidad exige que sea necesaria la repetición. ¿Por qué no fue suficiente el dramático esfuerzo de la primera vez?

Una respuesta errónea sería pensar que tal acontecimiento era defectuoso en sí mismo, es decir, que al ser un primer intento de universalización de acciones u obras humanas, ni los actores u autores de estas, ni la sociedad ni la época en donde irrumpían, habrían estado a la altura de una situación histórica de esta naturaleza. En su primera aparición, la universalidad estaría siempre por encima de las sociedades y de su época (pues estas se hallarían comprometidas con principios históricos anteriores), pero así también de los propios agentes encargados de su realización, que padecerían de todos los defectos de la inmadurez de quien tiene que manejar algo sumamente valioso y delicado por vez primera. Por ello, se requeriría de una segunda vez para que, ya con la preparación de la primera experiencia, lo universal pueda realizarse con un mayor convencimiento de todos y con una pericia más afinada de quienes son sus agentes directos.

Sin embargo, la verdad es que la universalidad del primer acontecimiento es plena por todo lo que respecta a sí. Diríase que no podría haber salido mejor. Esto se debe a que la universalidad contiene un núcleo de naturaleza abstracta que sostiene su condición y la deja indemne, aun a pesar de todas las posibles condiciones concretas que obstaculicen su diáfana realización. El ejemplo más nítido que sirve en este punto es el de la producción de obras universales de arte, e inclusive de obras universales del pensamiento. Aparentemente, el hecho de que en sus producciones los artistas y pensadores no solo representen sino también hagan surgir al mundo principios universales éticos, estéticos o reflexivos no implica el que sus vidas hayan estado gobernadas por normas de vida comparablemente universales. Genios del tamaño de Mozart o Beethoven habrían tenido una existencia propia más bien pedestre; quizá ciertamente lo único no vulgar en ellos eran, efectivamente, sus obras. Mas la cuestión es que esto es justamente la universalidad. Es decir, continuando con el ejemplo, la universalidad de la música de Mozart o de Beethoven no simplemente se despunta de la vida fabulosa o prosaica que les haya tocado vivir sino que supone que el carácter particularista y contingente que ha determinado estas condiciones vitales (que uno haya sido de talante alegre y el otro de talante sombrío, que uno haya sido el exponente más consumado del clasicismo y el otro el padre del romanticismo, &c.) es algo necesariamente inevitable. En otras palabras, hayan vivido como hayan vivido, las contingentes circunstancias de la vida de cada cual fueron parte integrante y necesaria de las condiciones de su producción universal. Sin embargo, esto no implica que su “música universal” se reduzca a ser un efecto causal de estas condiciones, sino que lo que sostenemos ―siguiendo a Žižek― es que este resultado es una especie de “sub-producto” excesivo o extra que se cuela de la relación precisamente entre el núcleo abstracto de lo universal y tales condiciones empíricas de su realización.

4. ¿En qué sentido la esencia de las producciones universales del arte es, en realidad, un sub-producto excesivo de sus realizaciones? Lo que Žižek plantea es que la Verdad de nuestras vidas individuales, de las sociedades y de las épocas nunca puede ser conocida directamente. Esto se debería, antes bien a que de otro modo estaríamos expuestos a una experiencia demasiado explícita y sobrecogedora de nuestros deseos más intensos (simplemente nos estallaría del apresuramiento el corazón), al hecho de que la propia estructura del modo de ser de la verdad requiere de un proceso de mediación que tiene la forma de un “falso reconocimiento”, cuyo desenlace es el plus o el excedente del acto o del objeto de la verdad. Concentrémonos por ahora en dicho proceso de mediación. Lo que esto supondría es que las producciones musicales de Beethoven y Mozart habrían alcanzado la universalidad únicamente después de haber sido juzgadas desde la perspectiva de un “falso reconocimiento”, es decir, después de que se les haya denegado su dimensión universal. Ciertamente que aquí parecería que los hechos no encajarían con la teoría, puesto que se sabe que el genio musical tanto de Mozart como de Beethoven fue bastante reconocido por las instituciones culturales y por la sociedad de su época (Mozart componía óperas por encargo del Príncipe de Baviera, Beethoven estrenó su Novena Sinfonía cuando era una celebridad absoluta). Sin embargo, la dura realidad que deberán aceptar todos los hombres y pueblos que cifren su esperanza en la realización de un producto o de una acción de alcance realmente universales es que nunca podrán constatar por sí mismos el “estatuto íntegro” de universalidad de sus producciones o de sus acciones ya realizadas. Sus hechos ya son universales en sí mismos, pero esta es una evidencia que rebasa el horizonte de su vida particular (e incluso el de toda su época). Más precisamente, se trata de una evidencia que solo podrá comenzar a existir con más seguridad tras la muerte de tales individuos y pueblos universales. Un reflejo concreto de esto es la consabida experiencia de que solo somos capaces de reconocer el verdadero valor de una persona o de un hecho cuando estos han fenecido, cuando podemos contemplarlos desde la inhibición de nuestros intereses y envidias que ha ocasionado el término de la posibilidad de que tales hechos o personas nos afecten directamente.

Lo que queremos decir es que las experiencias de escepticismo ante los individuos universales se comprehenden, en el fondo, en una cierta necesidad de un rechazo general hacia el conjunto de la realización de los acontecimientos de orden universal, el cual ―siguiendo a Žižek― es constitutivo de la naturaleza de las verdades humanas. Esto quiere decir que tanto la universalidad de las acciones y producciones universales como la condición universal de los individuos y pueblos encargados de su realización serán necesariamente rechazadas en la inmediatez de su verdad. Es casi seguro que solo una vez cuando los agentes de las realizaciones universales hayan desparecido, podremos respirar con tranquilidad, y dejando a un lado todos los peros que podíamos poner antes (nuestros “falsos reconocimientos”), conferir a sus actos o a sus obras, y a ellos mismos en cuanto agentes de su realización, la universalidad que les corresponde.

Sin embargo, hay que precisar a qué nos referimos cuando decimos que, en el momento de su “verdadero reconocimiento”, se produce una universalización de la subjetividad de los agentes encargados de su realización. ¿Es que existe en tales agentes un núcleo diferencial de universalidad, el cual funcionaría precisamente como la condición de posibilidad de lo específicamente universal de las acciones o de las obras que lleven a cabo (de tal suerte que lo universal sería como una esencia que se traslaparía simplemente de la subjetividad a la realidad)? Todo lo contrario. Como hemos sostenido, ciertamente existe un núcleo inmutable de universalidad que emerge en el proceso de realización de las acciones y de las obras universales, mas este núcleo es de naturaleza abstracta, es un sub-producto o un “-extra” que se cuela imperceptiblemente. Algo que estrictamente no tiene una determinación propia y concreta de sí sino que se halla expuesto a ser “tapado” por cualesquier determinación contingente de las condiciones de vida de los individuos y de la sociedad. Es decir, el efecto de la universalidad no se cumple remitiendo a una causa positiva suya, dada en el seno de las determinaciones concretas de los individuos y pueblos universales al modo de una “determinación esencial” (una especie de “glándula plineal” de lo universal) sino en el hecho de que su naturaleza abstracta y “sub-producticia” condicione que lo particular y vulgar pasen no simplemente a formar sino a ser el acontecimiento de la realización de las acciones y obras universales.

Continuando con el ejemplo, lo que sucedería se puede puntualizar de la siguiente forma: en un primer momento, Mozart y Beethoven presentaron una serie de obras con un valor desde su nacimiento ya “en-sí” universal. Sin embargo, en un segundo momento, las vulgaridades y particularidades de la vida de Mozart y de Beethoven servirán como pábulo para la denegación de la universalidad de sus producciones musicales. Será el carácter abstracto y “sub-producticio” del núcleo de la universalidad el que posibilita que, durante este momento, solo queramos ver lo superficial del evento que, aun así, nos interpela por presentarse como una intervención de la universalidad en nuestras vidas. No obstante, en el tercer momento, cuando la vida de Mozart y de Beethoven se extingue, y con ellas todas las vulgaridades y particularidades de su existencia, es el punto en el que comienza su “verdadera vida”. Mas lo que revela esta “verdadera vida” inmortal de estas producciones musicales es que ha sido el producto de un proceso de dos momentos previos de “entrabamiento” que han arrojado un resultado “sub-producticio”. Es decir, las particularidades y vulgaridades (de las que surgen los “falsos reconocimientos”) de la existencia son elementos constitutivos de la realización de las acciones y obras universales por cuanto que el núcleo sustancial que las sostiene es algo que solo se puede “realizar” (tener un estatuto en lo “realmente existente”), y por ende, generarse como Verdad reconocida, a través de una intervención excesiva sobre tales elementos contingentes y concretos. Vale decir, los aspectos vulgares y las particularidades de la vida de Beethoven y Mozart no fueron simples “gajes del oficio” dados en la trayectoria de los agentes encargados de la realización de las acciones y obras universales, sino que tales determinaciones son condiciones necesarias e inevitables en toda realización concreta del “núcleo abstracto y sub-producticio de universalidad” de tales acontecimientos, en este sentido, tales “gajes del oficio” son ya la universalidad misma.

5. Pero consideremos este planteo de la Verdad que para surgir debe hallarse mediada por “falsos reconocimientos” a la luz de la doctrina de Lactancio de las virtudes y de los vicios. La constitución del modo de ser ético de la virtud no supondría en absoluto la emergencia incondicionada de cierta “esencia eterna” de la virtud sino que implica un proceso en el que es indispensable la experiencia intensa de la conducta viciosa. Lo distintivo de la propuesta de Lactancio radica no tanto en el establecimiento, en el campo de la conducta ética, de la necesidad lógica del “término contrario” para hacer posible la constitución de una identidad (la virtud define su existencia afirmativa únicamente en oposición a su contrario, el vicio; y viceversa), sino en el modo cómo analiza la estructura del “giro”, por el cual un mismo modo de ser ético varía su determinación desde la forma del vicio hacia la forma de la virtud. Otra vez, no es que las características de la conducta virtuosa se conformen a partir de una simple denegación sistemática de cada una de las características propias de la conducta del vicio, sino que, en realidad, ambas clases de conducta se configuran a partir de ciertas condiciones estructurales que determinan toda posible variación al interior de un cierto modo básico de ser ético, es decir, existiría cierta “estructura matricial” en todo modo de ser ético que establecería escrupulosamente cuáles son los “puntos de inversión” que al ser tocados trasfiguran los mismos elementos que constituyen la conducta viciosa en elementos constituyentes de la conducta de la virtud. Lactancio explica esta doctrina de la siguiente manera: solo quien es vicioso por inclinación natural en algún modo de ser ético determinado (por ejemplo, es temerario, mezquino o tímido) tiene en su conducta ética las condiciones estructurales necesarias para, llegado el caso, hacer el “giro” hacia el modo de ser ético de la virtud (llegar a ser valiente, parco o cauto, respectivamente). Esto quiere decir que el vicio funcionaría verdaderamente como una vacuna pero que aplicaría a un cuerpo ético “puro” (que todavía no ha conocido virtudes ni vicios) no solo una pequeña cantidad de “gérmenes viciosos” debidamente debilitados, proporcionando en adelante una inalterable inmunidad, sino que, en lo ético, el vicio será un agente que deberá propagarse e imponer en el cuerpo toda su ley, de tal manera que cree en este las condiciones estructurales constituyentes de la experiencia ética, inicialmente en la forma del modo de ser del vicio, únicamente a partir de la cual (a partir de esta auténtica construcción de una “eticidad” objetiva en el ser humano) podrá prepararse su posible inversión hacia el modo de ser virtuoso. De esta manera, la doctrina de Lactancio se diferenciaría de la aristotélica en que las virtudes y vicios ya no son meramente los diferentes grados de determinación de un mismo modo básico de ser ético, sino dos modos de ser que se hallan concatenados asimétricamente en una relación “causal”, la cual, sin embargo, no es simplemente una relación de antecedente y consecuente. Ciertamente que esta relación tiene toda la apariencia de presentarse en la forma de la “imagen invertida” (la virtud como la imagen que refleja el vicio en una “cámara oscura”; la valentía como la “imagen invertida” de la temeridad, &c.), esto en el sentido de que la virtud y el vicio compartirían entre sí un mismo conjunto de condiciones estructurales de un modo de ser ético determinado, pero que se distinguirían en la opuesta determinación ética de sus manifestaciones concretas. Sin embargo, la cuestión es que esta metáfora supone que dicha relación de inversión, que mancomuna en unas condiciones estructurales primarias de la conducta ética a las virtudes y vicios, continúa siendo meramente externa. Puesto que lo que decidiría la diferencia entre virtudes y vicios sería, en última instancia, nada más que una “pura voluntad” que establecería la orientación puntual (tendiente a la virtud o tendiente al vicio) de un modo de ser ético determinado. Propiamente, la función del vicio se reduciría a replicar las condiciones estructurales de su modo de ser ético e instalarlas como el armazón de las condiciones formales de la posibilidad de la conducta virtuosa; no obstante, es de tal naturaleza dicha metáfora de la “imagen invertida” que no habría inconveniente para “invertirla” a su vez y plantear que la virtud también podría funcionar replicando las estructuras básicas de su modo de ser ético y procediendo a colocar las condiciones formales de la posibilidad de la conducta del vicio. En cualquiera de los casos, la virtud y el vicio apenas se rozarían entre sí; su único enlace positivo sería justamente el que representan las condiciones formales de posibilidad de la conducta ética que han resultado de la réplica de las condiciones estructurales igualmente formales del modo de ser ético opuesto. Es decir, el único punto en el que realmente se unen (la causalidad que los enlaza) es una estructura formal o vacía, sin contenido estricto. En contraste con esta metáfora de la “imagen invertida”, lo que hay que plantear es que la relación entre la virtud y el vicio es material y procesual, antes bien que formal y causal. Expliquemos esto con detenimiento. Realmente que lo que se presenta en esta relación es una verdadera transformación del vicio mismo en la virtud, es decir, la virtud resulta una forma de mutación o de manifestación aviesa en el desarrollo de un modo de ser vicioso primario o elemental. La cuestión es cómo sustentar la naturaleza de esta supuesta mutación o “malformación” ontogenética. La ventaja de una metáfora biológica por sobre la de la “imagen invertida” no es solamente que establece mejor el tipo de continuidad procesualizada existente en el traspaso del vicio en la virtud, sino que, además, presupone cierta estructura teleológica que guía la manera cómo tienen lugar las transformaciones de los elementos constitutivos de un modo de ser ético determinado que dicha conversión requiere. Sin embargo, lo que tenemos que hacer, en realidad, es traducir a los términos de la “praxis ética” esta metáfora biológica. Puesto que, ciertamente, los elementos de la vida ética no pueden ser transformados análogamente a las mutaciones de los organismos biológicos. Si en algo acertaba la interpretación de la “imagen invertida” era en que las estructuras básicas para la realización de los modos de ser ético que establecía eran puramente formales; justamente lo que diferencia a la actividad ética es su contingencia primordial: aquella decisión voluntaria que orienta la realización de la voluntad hacia el lado del vicio o hacia el de la virtud. Sin embargo, el problema con esto es que esta instancia de una pura decisión dilemática carece de dos elementos: en primer lugar, de un contexto temporal indispensable para comprender el despliegue de la voluntad ética, y máxime, para comprender el curso del traspaso del modo de ser ético primario, el del vicio, en su contrario; y en segundo lugar, de un factor que explique, ya no la decisión ética por la virtud (que es un acto enteramente contingente), sino las estructuras de transformación de los elementos constitutivos de un modo de ser ético que están ya supuestas en dicha decisión ética. Lo que buscamos es ahondar en las condiciones específicas dadas en la “estructura temporal” de los actos éticos que permiten tal “conversión” del vicio en virtud.

6. La estructura fundamental de la vida temporal e histórica del hombre que se halla supuesta en la decisión ética de la “conversión” del vicio en virtud es la retroactividad con la que se configura el sentido de todo acto del pasado. Como enseña Žižek, la generación de las verdades de los individuos y pueblos supone un acto de libertad por el que en un momento puramente contingente se acepta una determinada posición en el mundo que recompone retrospectivamente el sentido de los sucesos del pasado, haciendo que estos “se hagan verdad”, que comiencen a ser verdades, y a ser reconocidos en esta condición, mediante el mecanismo de retrospección que dispara el acto de la libertad. Esto quiere decir que el sentido de los hechos de nuestra vida siempre estarán puestos en juego, no solo porque dichos sentidos no puedan ser captados directamente sino que dependan de una futura decisión en el futuro que los recompondrá, sino porque, además, inclusive un proceso dado de retroactividad generador de la verdad de un conjunto de sucesos puede ser igualmente destruido en un nuevo acto de retroactividad en el futuro y pasar a formar parte, mediante una transformación de sus anteriores sentidos, de un nuevo “régimen de verdad”. Esto puede ser ejemplificado con alguien que inesperadamente decida cambiar de carrera o de profesión; a la luz de este súbito acto de libertad, tal sujeto podría encontrar en su pasado innumerables pistas que amparen y justifiquen la verdadera vocación que ahora se ha revelado; la cuestión es que estas razones que sustentan la verdad de su decisión solo han surgido por la operación de retroactividad. Sin embargo, nadie asegura que en el futuro no pueda darse un nuevo acto de libertad que establezca una nueva vocación del sujeto, lo cual implicará una reestructuración de todo el pasado, e inclusive también de los resultados del proceso de retroactividad anterior que ahora se revela como generador de una falsa verdad. Lo que aquí se presenta no es solo una lógica en la que únicamente el último término es el que tiene la clave de toda la secuencia de sucesos y sentidos ―como si se dijera: “el que ríe al último, ríe mejor”―, sino que, en rigor, no existe algo que pueda ser considerado absolutamente un “último término”; porque, en todo caso, el último término es potencialmente el primero de una nueva serie que será destruido al arrancarse nuevamente el mecanismo de retroactividad.

Lo esencial de este mecanismo es que produce una verdadera transformación de los sentidos de los sucesos del pasado de los individuos y pueblos, constituyendo de esta manera sus verdades. El que, en virtud del mecanismo de retroactividad, las verdades solo puedan constituirse después de “haber-sido”, es decir, luego de que los hechos en los que se produce la verdad hayan efectivamente transcurrido, implica que el proceso de la generación de verdad exige dicho momento en el que ciertos hechos ocultan en su seno su verdadera naturaleza, y por el contrario, aparecen en su actualidad tan solo como algo meramente “aparente” (algo en lo que no se perciben condiciones para la conformación de determinados sentidos y verdades). Es decir, la retroactividad supone un estadio de “falso reconocimiento” sobre el cual operará precisamente su efecto transformador, revelando que los hechos pasados que conforman el “régimen de verdad” que funda el acto de libertad habían sido percibidos erróneamente. Esto significa que necesariamente la verdad supone un pasado de “apariencia”, un estadio anterior en el que los componentes que más tarde se revelarán como constituyentes de un “régimen de verdad” se presentarán irremisiblemente como algo común o accidental, carente de las condiciones para conformar el sentido de nuestras trayectorias vitales y de nuestras decisiones, o sino como algo que integra un “régimen de verdad” distinto pero próximo a ser destruido. El mecanismo de retroactividad solo puede funcionar si se supone la opacidad y confusión de aquello del pasado que requiere ser revisto, reexaminado, traído de nuevo a consideración. Es decir, el mecanismo de retroactividad actúa sobre aquellas zonas del pasado que no pueden ser directamente reconocidas sino que requieren de una instancia posterior, a la luz de la cual sus sentidos podrán pasar a integrar un (o un más nuevo) “régimen de verdad”. Sin embargo, la cuestión es que este “verdadero reconocimiento”, que siempre llega después, no puede ser equivalente a un mero desvelamiento por el que, en virtud del paso de tiempo o de una mayor experiencia acumulada, se hace posible ver y valorar lo que antes se había ignorado, conocer nuestros deseos “inconscientes” que, sin embargo, siempre habían pugnado por salir a flote. Lo que se plantea es algo mucho más radical: que realmente el acto de libertad ocasiona una reconfiguración de los hechos del pasado, en el sentido de que la retroactividad vuelve significativos hechos que en ningún modo lo eran naturalmente; se trata de una verdadera destrucción de hechos con un estatuto de sentido determinado y su reconstrucción según la normativa de sentido establecida por el “régimen de verdad” dado que instaura el acto de libertad. Lo que esto implica es que la condición de tal estadio de “falso reconocimiento” no es el de una momentánea o accidental “apariencia”, sino que ser una “apariencia” es, en rigor, su condición ontológica propia. Es decir, no existe un mundo de esencias eternas e inmutables que se manifiesten en la realidad empírica configurando subrepticiamente los sentidos y verdades de sus acontecimientos, sino que el único “material” con el que el mecanismo de retroactividad procede a ordenar sus “regímenes de verdad” son hechos puramente contingentes y aleatorios, que no tienen tras de sí ningún significado oculto y superior sino que recibirán su sentido en un momento ulterior, por el efecto de retroactividad que genere un futuro acto de libertad.

Es en este sentido que Žižek explica la frase de Hegel en la Fenomenología del espíritu de que “lo suprasensible es apariencia qua [como] apariencia”. En principio, lo supra-sensible se presenta como lo opuesto y lo que está más allá de lo meramente “sensible”; efectivamente, más allá, o detrás de las “apariencias”, se hallarían las “verdades”, las “cosas en sí mismas”, que o pueden ser captadas pese a estar envueltas en las apariencias (Platón), o son de plano incognoscibles (Kant). Pero esto significa que lo suprasensible no es lo que simplemente se halla por encima y ajeno a lo sensible, sino que, en cuanto que lo sensible es el campo de las “apariencias”, lo suprasensible es el ámbito en donde estas apariencias se presentan “como en verdad lo son”. Sin embargo, cabe preguntar, ¿cómo son las apariencias puestas como en verdad son? Siguiendo a Žižek, la respuesta de Hegel es que lo que llena a lo suprasensible y constituye su esencia no es otra cosa que justamente su manifestación en el mundo sensible de las “apariencias”. Es decir, en realidad, no hay nada que se esconda detrás de las “apariencias”; o dicho con más precisión, nada esencialmente diferente de lo que son las propias apariencias. Las “apariencias”, al margen de ser sensibles y perceptibles, son todavía dos cosas más: en primer lugar, son lo que Hegel llama el “mundo interior” o el mismo mundo de objetos sensibles y perceptibles solo que mirados desde la ventana del punto de vista abstracto; y en segundo lugar, son precisamente el acto mismo de estar encubiertas, la condición por la cual nos hacen creer que detrás de las simples “apariencias” existe algo más, es decir, algo más aparte de la mera “interiorización” abstracta del mismo mundo de objetos sensibles y perceptibles. De esta manera, lo que permanece oculto, dice Žižek, es “que el acto mismo de encubrimiento no encubre nada”. Por consiguiente, definir a lo suprasensible como “la apariencia como apariencia” quiere decir, en un primer movimiento, que lo suprasensible se define como el mundo verdadero detrás del campo de las “apariencias”, sin embargo, resulta que lo que constituye y llena a ese mundo verdadero no es nada más que su manifestación fenoménica; esto quiere decir que detrás de la cortina de la “apariencia” solo existe, en buena cuenta, una reduplicación abstracta del conjunto de objetos de la “apariencia”; sin embargo, en un segundo movimiento, lo suprasensible funciona instaurando una ―llamémosle― apariencia de “segundo grado”, la cual oculta efectivamente el hecho de que el mundo de objetos sensibles y perceptibles que conforman las “apariencias” no encubran nada bajo su seno. Lo suprasensible aparenta ser la “verdad” de la apariencia misma; funciona como un encubrimiento, un cierre de cortinas que promete esconder algo “secreto” del “mundo de las apariencias” (precisamente, lo suprasensible), pese a que, en realidad, no exista “secreto” alguno (transfenoménico, trascendental o sobre-natural) que guardar.

7. Planteemos cómo funciona la estructura de retroactividad generadora de las verdades de los individuos y pueblos en el caso de las virtudes y los vicios. El acto de libertad que hace surgir el modo de ser de la virtud supone el funcionamiento del mecanismo de retroactividad que se aplica sobre una conducta viciosa dada en el pasado, a la cual transforma desde su condición de una simple determinación de la condición ética del vicio hacia una instancia de mediación de la que emerge la virtud. La función de esta instancia de mediación no es en modo alguno transparente, sino que sufre la condición de un “falso reconocimiento” o de una opacidad irreversible, es decir, a todas luces, una repulsiva conducta viciosa puede ser solamente lo contrario de la amable conducta propia de la virtud. Sin embargo, el efecto de retroactividad no es el de que por un “arte de magia” la conducta viciosa deje de ser viciosa como tal, sino que lo que ocurre es un giro en el tipo de interpretación con el que comprendemos la experiencia del modo de ser ético del vicio. Por un lado, se mantiene incólume una forma ética universal de la conducta viciosa, de la cual se tiene una constancia concreta en la experiencia del pasado. Pero, simultáneamente, surge el evento de una posibilidad de destruir la forma universal del vicio ético y de incorporarlo en un proceso de génesis de la virtud. La cuestión es que para hacer efectiva esta posibilidad no basta con una operación meramente “interpretativa” o intelectual (especular de mil y un maneras sobre las pre-condiciones comunes de toda conducta ética: la “estructura matricial” de las virtudes y de los vicios; como nosotros mismos lo hemos hecho previamente) sino que lo que se requiere es un acto de tal calibre que pueda, desde una posición externa, abstraerse de la experiencia empírica y particular del vicio, y cambiar lo que, de hecho, significa (una conducta deleznable, que rompe el corazón de los demás), considerándola, en buena medida, más allá de su propia evidencia. Esta posición desde la cual se puede cambiar el significado de lo que, en una perspectiva lineal, se presenta como lo rigurosamente determinado desde el paradigma de una forma universal, solo puede ser posible si se halla ubicada en un punto temporal en el que exista una comprensión más amplia y acaudalada de los efectos de una conducta ética. Tener acceso a esta visión no puede depender de una suerte de intuición o iluminación “adivinatoria” acerca de las consecuencias ulteriores de una conducta ética, sino que el único modo de llegar a establecer un juicio potencialmente transformador del significado de estas consecuencias es el que éstas se encuentren ya definidas y ultimadas frente a nuestra consideración. Esto quiere decir que un juicio tal requiere que el conjunto de las consecuencias de la conducta ética deba estar conformado como una unidad ya finalizada, un pasado ya definido del que ya no se puede esperar ninguna novedad. Es con los elementos positivos y potenciales dados al interior de esta unidad de experiencias situadas en el pasado que el enjuiciamiento procederá a componer y recomponer múltiples posibilidades de transformación de sus significados. De esta manera, se conformaría un conglomerado de “pasados posibles”, los cuales solo pueden despuntar su configuración una vez que han efectivamente acontecidos.

La clave para entender esta propuesta del vicio como una instancia de mediación, expuesta a la condición de un “falso reconocimiento”, a través de la cual se establecen las condiciones para el acto de libertad que cambia la conducta ética del vicio por la de la virtud es que el significado ético de una acción no se halla completamente decidido por su mera inmediatez. Esto implica que, en cierta manera, ni siquiera la conducta viciosa más pertinaz y vergonzosa cuenta con una condición ética absolutamente estable; no sabemos si nuestro juicio actual sobre una conducta ética sea en realidad producto de un “falso reconocimiento”, esto ciertamente solo nos podría ser conocido en un momento del futuro en el que precisamente dicha conducta ética quede transformada por un acto de libertad que la niega no en general (una supuesta transformación general de la integridad de la personalidad del individuo) sino en su puntual especificidad. Como sostiene Žižek, el momento de la desvinculación de una ideología dominante implica que la denegación de aquellas estructuras sociales, normativas o éticas que establecen una instancia de “falso reconocimiento”, y que nos impiden pensar y comportarnos más allá del régimen de certezas inmediatas impuestos en dicha situación, solo puede hacerse real a través de la denegación de los lazos específicamente determinados que nos atan a dicho régimen ideológico. Esto supone, en el caso de la transformación de una conducta viciosa en una virtuosa, que la desintegración de la unidad de experiencias de la conducta viciosa no actúe a un nivel general de los elementos psicológicos, sentimentales, reflexivos, volitivos, &c., que la conforman, sino sobre la relación específica que el sujeto guarde con determinados elementos psicológicos, sentimentales, reflexivos o volitivos, &c., que constituyen la verdadera atracción o “goce” que encuentra en la conducta viciosa (que puede ser algo desagradable, y sin embargo, el sujeto continúa subyugado por él, como ya planteaba Freud). La cuestión es que el momento de libertad en el que el sujeto decide cortar con las cadenas de “goce” que lo mantienen acondicionado a un régimen ideológico o ético, revelándolo como tal cual es: en su condición de una instancia de “falso reconocimiento”, no es algo que llegue buena y sencillamente, sino que es un acto inevitablemente violento, se trata de una violencia dirigida eminentemente ―sostiene Žižek― contra uno mismo. La “revolución ética” resulta un evento que debe necesariamente arruinar la subjetividad en un sentido definidamente específico: el temerario debe destruir el exceso de acometividad y fiereza que, como parte de su personalidad, constituye su goce, para lo cual quizá tenga que aprender a conocer el miedo en formas que lo dejen al borde del vaciamiento de todo su valor, y solo después de recuperarse de esta denegación de sí, volverse valiente; el mezquino de espíritu tiene que destruir el defecto que le impide reconocer que los otros pueden ser mejores que él en muchas cosas, lo cual halla su sustento probablemente en el goce de su soberbia; para esto, tal vez tenga que someterse a una confrontación directa y humillante de sus condiciones personales que tanto sobrevalora con las condiciones personales realmente valiosas de otros individuos, y únicamente después de constatar su inanidad en varias facetas de la vida, podrá, luego de un periodo de confusión y de extrema generosidad, volver a su naturaleza, pero ahora en la condición de alguien orgullosamente parco; el hombre tímido debe destruir el defecto que le ocasiona permitir que se impongan disposiciones ―con las que no está de acuerdo― tanto a él mismo como a los demás; una mezcla de cobardía y debilidad que obstaculiza que pueda manifestar lo que él considera como lo justo o lo verdadero le proporciona un goce perverso en su propio auto-anulamiento; para conseguir su conversión, quizá tendría que llegar al límite de la máxima frustración en el aspecto de su vida que más aprecie, de tal manera que solo luego de esta traición contra su deseo más preciado al que lo ha llevado su timidez, pueda o hundirse en la ruina o aprender a adquirir progresivamente el valor del que siempre ha carecido, y así, empezar a hacerse fuerte con una admirable cautela.

La cuestión es que esta violencia que emerge en el momento de la transformación ética del modo de ser del vicio en el de la virtud solo adquiere el sentido de ser una violencia revolucionaria retrospectivamente, después de un tiempo no solo de haber comenzado sino, además, de haberse configurado terminantemente. Pues realmente podría ser que el cambio en la conducta ética fuera solo aparente o temporal, que algún tiempo después el individuo vuelva a reincidir en su conducta viciosa original, que las negaciones específicas de sus goces personales resulten ser demasiado forzadas y artificiosas, es decir, que la violencia contra sí mismo no haya sido lo suficientemente profunda como para permitir una efectiva desvinculación con el “goce” que genera el performance de una conducta viciosa determinada. Por el contrario, cuando la decisión del cambio ético es genuina, el sujeto nunca podrá ser consciente de esta condición hasta un considerable tiempo después. Pasarán los días, y el individuo no sabrá hasta qué momento podrá aguantar la denegación de los goces que habían constituido (por largo tiempo) la configuración de su conducta ética, no sabrá cuándo estos finalmente se desbordarán arruinando las estructuras subjetivas y emocionales que se estaban acondicionando en su personalidad para la conformación de un modo de ser virtuoso. Y sin embargo, ocurre que este momento en el que “todo se va a venir abajo”, y en el que se restablecería cierta homeostasis del régimen de energía anímica propio del individuo, es postergado, y sigue postergándose, y continúa postergándose, y así sucesivamente…

Para que el evento de la “revolución ética” mantenga su condición, instaurando dicha continua postergación del retorno de la conducta ética primaria del vicio, y evitando el destape de los goces específicos que sirven de soldadura entre dicho tipo de conducta y las disposiciones subjetivas del individuo, el caudal de violencia que el individuo dirige contra sí mismo en el momento inaugural de la denegación de sus goces específicos tiene que continuar desencadenándose recurrentemente, y de este modo, sostener la condición transformada de la conducta ética a base de un sucesivo proceso interno de violencia. Esta consecuencia pone dramáticamente en relieve el carácter nada equilibrado sino auto-conflictivo y tortuoso del modo de ser ético de la virtud producto de la revolución ética.

El Catoblepas
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