El Catoblepas · número 179 · primavera 2017 · página 14

El tesón del “bailaor”: Juan Martínez y su periplo en la Rusia postrevolucionaria
Enrique Cabero San Gregorio
Recensión de El maestro Juan Martínez que estaba allí, de Chaves Nogales (Libros del Asteroide, 2007)

El maestro Juan Martínez que estaba allí es una de esas obras que dejan una huella imborrable en la memoria del lector, portador de enseñanzas que no se olvidan con facilidad, y que provocan la incómoda sensación de ser consciente de estar delante de una obra maestra, una narración única e imprescindible que debería ser alabada y estudiada, pero que por desgracia no es lo suficientemente conocida por el público en general y que injustamente no se le otorga la importancia que merece.
Quizás el origen de este olvido se encuentre en la injusticia y la crueldad con las que el destino trató a su escritor, el cronista y escritor Manuel Chaves Nogales (1897-1944), posiblemente uno de los periodistas más extraordinarios que ha dado nuestro país, demócrata y republicano convencido, de mirada penetrante y con una cierta aureola de estrella hollywoodiense de los años 30, biógrafo del excéntrico y valiente torero sevillano Juan Belmonte, vilipendiado y criticado por las plumas del régimen franquista por defender a Azaña hasta las últimas consecuencias, y criticado hasta la saciedad por la izquierda más radical de nuestro país por sus posiciones contrarias al comunismo y al totalitarismo, que dejó plasmadas en obras como El maestro Juan Martínez que estaba allí. Falleció en su exilio en Londres en 1944, olvidado y relegado de lo que podría denominarse la “Historia oficial de la Literatura”.
Desde hace unos años su legado ha comenzado a ser rescatado del cofre del olvido en el que se encontraba gracias a la voluntad de hacer justicia de grandes escritores españoles contemporáneos como Andrés Trapiello, encargado de escribir el prólogo a esta novela, y que rindió su particular y aplaudido homenaje a los desheredados de las Letras españolas con la publicación de la extensa obra Las armas y las letras: literatura y Guerra Civil (1936-1939), prácticamente un manual de referencia que recopila la vida y la obra de todos aquellos escritores que desarrollaron su literatura durante el periodo más ominoso de nuestra historia reciente, algunos olvidados por el exilio y la propaganda del régimen franquista; otros apartados de la memoria colectiva a pesar de su defensa del alzamiento del 18 de Julio y del desempeño de un papel activo en el bando nacional, entre los que destacan muchos de los poetas falangistas como Samuel Ros, “aquellos que ganaron la guerra pero perdieron la batalla de la Literatura”.
Un relato excepcional sobre lo acontecido en los inicios de la Revolución Rusa de 1917, punto de inflexión en la historia de la humanidad, que dio paso a la Guerra Civil Rusa (1917-1923) dónde el Ejército Rojo y los Ejércitos Blancos se enfrentaron en los territorios del colapsado Imperio Ruso. Todo narrado desde la perspectiva de un testigo excepcional, un español de Burgos y su acompañante femenina, dos bailaores flamencos ansiosos de progresar y de conocer las realidades que se encontraban más allá de las fronteras de nuestro país en una época en la que casi nadie viajaba, Juan Martínez y Sole, que huyendo de la Constantinopla leal a los Imperios Centrales en plena Gran Guerra, atestada de oficiales alemanes que veían espías franceses por todas las esquinas de esta bulliciosa ciudad, deciden con poco acierto refugiarse en la aparentemente apacible y segura Rusia de los zares, dónde estallará la revolución y el comienzo de su periplo. Escrita con un estilo sencillo, directo, y demoledor; biografía y novela, protagonista y escritor se entremezclan magistralmente, llenando en ocasiones al lector de confusión, pues uno se pregunta según avanza la lectura ¿cómo es posible que Chaves Nogales fuese capaz de calzarse los botines de bailaor del gran Juan Martínez para narrar de manera tan realista lo que sus ojos vieron, y expresar con tanta naturalidad y fidelidad las emociones que sintió en cada momento, sin olvidar que Juan Martínez era un individuo al que conoció en París y que le proporcionó la información necesaria para elaborar la novela a través de una serie de sesiones en las que le entrevistó? Ahí radica la magia de Chaves Nogales, maestro en la traducción de emociones y vivencias de extraños en papel, genio en su conversión al lenguaje universal para el disfrute de todos los curiosos y seguidores de su estilo.
Juan Martínez era por encima de todo un superviviente. Un hombre de nervios de acero, con una intuición innata que le guiaba y marcaba su comportamiento en cada situación --sin afectarle la enorme distancia cultural que pudiese existir entre él y un guardia de la frontera rumana, o entre su persona y un promotor de espectáculos del San Petersburgo zarista--, capaz de adaptarse como un camaleón y experto en eso que llaman “sacarse las castañas del fuego”. No se amedrentaba ante los reveses del destino, siempre dispuesto a conseguir algo que llevarse a la boca y a vivir gracias a su talento en los escenarios, como un auténtico y disciplinado profesional, que no dudaba en bailar y actuar en los tiempos más duros de la Revolución durante horas solo para poder conseguir una pequeña hogaza de pan negro, húmedo y nauseabundo que enmohecía con una rapidez endiablada, consciente de que era el único alimento que le podía mantener con vida.
De la misteriosa Constantinopla, capital del enfermo y debilitado Imperio Otomano pasarán a Bulgaria, aliado de las Potencias Centrales encabezado políticamente por el zar Fernando I, huyendo de los abusos de los alemanes y del recelo que su condición de españoles despertaba en los cabarets y salas de espectáculos que poblaban este enclave entre el Cuerno de Oro y el Mar de Mármara codiciado por todas las potencias europeas, especialmente por el Imperio Ruso potencia terrestre siempre deseosa de obtener nuevas salidas al mar, con el objetivo de llegar a la Rumania aliadófila, dónde los bombardeos de la aviación alemana les sorprenderán en Bucarest. Y ese deseo de asentarse en un lugar tranquilo y pacífico fue lo que les llevó a emprender la aventura de viajar a Rusia, dónde se asentarán en Moscú y en San Petersburgo, alejados del frente de batalla por aquel entonces.
La Revolución de febrero de 1917 que dio lugar al establecimiento del Gobierno provisional liderado por Kerensky tras la abdicación del zar Nicolás II en su hermano el gran duque Miguel que a su vez renunció a sus derechos sucesorios al trono imperial, pilló a nuestro protagonista actuando en San Petersburgo. Tras unos días de confusión logró regresar a Moscú dónde se reencontró con Sole, emprendiendo la huida a Minsk, la capital de Bielorrusia, por aquel entonces en manos del ejército alemán. El desarrollo de los acontecimientos bélicos y la inseguridad que reinaba en la ciudad de Minsk, obligaron a esta pareja de españoles osados a buscar un nuevo lugar en el que poder vivir de su arte sin que su vida corriese peligro. La ciudad de Kiev, la capital de Ucrania y núcleo fundacional de Rusia –el Imperio ruso nace a partir de la expansión de la Rus de Kiev, un estado que aglutinaba a una federación de tribus eslavas que se desarrolló entre el siglo IX y el siglo XIII, cayendo en desgracia en 1240 debido a la invasión mongola–, alejada de los desmanes y la violencia de la Revolución parecía el destino propicio. Los casinos y los cabarets funcionaban a pleno rendimiento, y los burgueses y nobles paseaban orgullosos e impasibles por sus calles, sin cambiar su estilo de vida, luciendo sus joyas y sus privilegios, ajenos al destino que estaban corriendo los de su clase en otras ciudades rusas.
Es en Kiev donde ocurren los acontecimientos más sorprendentes de toda la narración. Donde el lector se da cuenta de la complejidad de los cambios que se estaban produciendo en Rusia, las complicadas alianzas políticas que se hacían y deshacían con una facilidad pasmosa, las crueldades más abyectas que practicaban los bandos de todo signo político y nacionalidad, y el terrible hambre que la población sufría por culpa del desvío de recursos hacia la guerra. Analizando el testimonio de Juan Martínez el lector es consciente de que la Guerra Civil Rusa fue más que un conflicto entre el Ejército Rojo liderado por los bolcheviques y el antiguo ejército zarista, denominado Ejército Blanco después de la abdicación del zar. Uno comprende el proceso por el que miles de obreros y campesinos, en un principio contrarios a los bolcheviques, acabaron abrazando su causa después de sufrir los abusos que los ejércitos blancos ejercían sobre la población local cada vez que reconquistaban la ciudad de Kiev. La mantenían por unos meses hasta que eran expulsados de nuevo por el Ejército Rojo gracias a la complicidad de los obreros que desde dentro hostigaban a las tropas zaristas. Y así hasta que los blancos fueron vencidos definitivamente y los rojos llegaron para quedarse.
Tampoco se debe olvidar la participación de otros actores en el conflicto que pulularon, robaron, y asesinaron en la ciudad de Kiev con el mismo ímpetu que los ejércitos blanco y rojo cada vez que victoriosos entraban en la ciudad. Fueron dos actores que participaron en este teatro de operaciones, por un lado, los nacionalistas ucranianos liderados por Simon Petliura, un héroe para los ucranianos cuya figura se ensalzó en la reciente Revolución de Euromaidán de 2014, y por otro la Polonia del dictador Józef Pilsudki que actuó como aliado de los nacionalistas, cuya obsesión era recuperar la grandeza perdida de Polonia a través de una política expansiva en Ucrania central y oriental. Recibidas estas tropas en un principio como libertadores que habían logrado expulsar a los bolcheviques, no tardaron en ganarse la animadversión del pueblo por culpa de su violencia, sus continuos saqueos y el desprecio con el que trataban a todos los rusos.
Es difícil establecer un relato de buenos y malos. Las atrocidades fueron bestiales, y fueron cometidas por todos los actores que intervinieron. Cada bando tenía sus verdugos y sus víctimas potenciales. Si las crueldades del Ejército rojo recayeron principalmente sobre los burgueses y los miembros de la aristocracia rusa, y su principal verdugo fue la Checa encargada de detectar y liquidar a todos los individuos acusados de contrarrevolucionarios, los ejércitos blancos centraron sus esfuerzos en eliminar a los obreros simpatizantes de los bolcheviques y a los judíos, utilizando a los cosacos como fuerza de choque, a los que el antisemitismo visceral, gran rasgo de la ideología zarista, se unió a las acusaciones de colaboración con los comunistas. Los nacionalistas y los polacos eran igual de hostiles a los judíos y ante esta dura coyuntura, los judíos no tenían más remedio que cooperar con los bolcheviques, quienes les mataban inmediatamente sí descubrían sus operaciones de contrabando, pero con quienes su integridad física no corría peligro si se mantenían alejados de estas actividades, o al menos no más que la de un no judío en esta época de inseguridad y arbitrariedad.
Juan Martínez supo capear el temporal de la Guerra Civil Rusa. Se encontró en un país extranjero, padeciendo hambre, atemorizado cada vez que salía a la calle a buscar trabajo en el Sindicato de Artistas durante la dominación roja de Kiev, o en los casinos que los blancos abrían nada más recuperar la ciudad. Supo adaptarse a unos y a otros, relacionarse con gentes de los dos bandos, e incluso hacer amigos. No tuvo problemas en fingir lo que no era cuando la vida era lo que estaba en juego. Al fin y al cabo, no era su guerra. Lo único que le hacía feliz y le otorgaba dignidad humana era poder vivir de sus castañuelas y taconeos, sin importar que para conseguirlo tuviese que viajar por Europa para poder ahorrar el dinero suficiente con el que se retiraría con Sole. Aunque para eso tuviese que soportar una Revolución y una guerra civil. Cansado del conflicto y jugándose el tipo huyó con Sole a Constantinopla con documentación falsa, donde convertido en promotor de espectáculos en la zona de los Balcanes conseguirían el dinero suficiente con el que retirarse a Paris, su destino soñado.
Juan Martínez es un ejemplo de resiliencia, una figura noble y trabajadora que jamás tiró la toalla ni se dejó vencer por los obstáculos ni las sombras. Un auténtico modelo a seguir en este periodo de incertidumbre y confusión. No debemos olvidar su legado.