El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas

El Catoblepas · número 180 · verano 2017 · página 4
Filosofía del Quijote

De la teología a la filosofía de la religión del Quijote

José Antonio López Calle

Las interpretaciones filosóficas del Quijote (55)

Quijote

La teología del Quijote

De la teoría del conocimiento pasamos a la teología. Empecemos diciendo que esta materia se nos presenta en el Quijote como un saber del más elevado rango epistémico, al que se sitúa en la cúpula de los saberes de su tiempo. Por boca de un personaje cualificado, don Diego de Miranda, se habla de la teología como un saber al que se le reconoce el estatuto de ciencia y de una ciencia que es además la reina de las ciencias (II, 16, 665). También don Quijote habla de la teología como una ciencia, una ciencia de suma importancia para un caballero andante, pues es menester que la domine para saber dar razón de la religión cristiana que profesa (II, 18, 682). La teología goza, pues, de un enorme prestigio en el Quijote y, en general, en toda la obra de Cervantes, lo que sin duda es un reflejo del papel que desempeñaba en el conjunto del saber de la época; tan prestigioso es el saber teológico que era costumbre calificar de teólogo a cualquiera que, aun no siéndolo, destacase por el nivel de sus declaraciones o disertaciones en que se mentase a Dios o se hablara de cuestiones morales, como cuando Sancho elogia a don Quijote, después de escuchar uno de sus discursos en que se entremezclan elementos de teología con elementos morales.

Naturalmente, la teología de que aquí se habla no puede ser la teología revelada o dogmática, basada en la fe, sino la llamada teología racional o natural, pues sólo una teología fundada en la razón, sin el auxilio de la fe, podría ser la reina de las ciencias, que también se fundan en la razón. Seguramente, por el contexto de su declaración sobre la primacía de la teología sobre las demás ciencias, don Diego de Miranda estaba pensando en la teología según la entendían los escolásticos, pues se lamenta de que su hijo, estudiante en la Universidad de Salamanca, estudie poesía o literatura y no la ciencia del derecho ni la teología, “la reina de todas” y obviamente en la Universidad de Salamanca la teología enseñada era la escolástica. Los escolásticos, a los que, como veremos, sigue Cervantes en esto, distinguían entre la teología natural o racional, basada en la razón como facultad natural del hombre, sin el auxilio de la fe, y la teología revelada o dogmática, fundada en la luz sobrenatural de la fe, de forma que se reconocían dos órdenes de verdades acerca de Dios: las verdades de la razón, de que se nutría la teología natural y las verdades que exceden a la razón, de las que se componía la teología revelada, y la teología natural se tenía por la preparación o preámbulo para ésta.

El doble supuesto de que la teología es una ciencia y además no una ciencia cualquiera, sino la ciencia fundamental, en tanto reina de las ciencias, implica la tesis de que la teología es capaz de probar la existencia de su objeto, que es la existencia de Dios como un ser supremo creador del universo y por supuesto del hombre como una criatura singular, una tesis sin la cual la teología no podría ser ciencia y menos aún ser la reina entre ellas; se la consideraba reina, porque ella era capaz de probar la existencia de Dios como fundamento último de toda la realidad. Todo esto es lo que Cervantes nos está transmitiendo tácitamente al definir la teología como una ciencia que reina sobre todas las demás.

Ahora bien, admitir todo ello nos conduce a afirmar que Cervantes, admitido el doble supuesto de la teología como ciencia y como reina de las ciencias con las implicaciones expuestas, sin duda alguna defendía la existencia de Dios no meramente como un artículo de fe, sino también como una verdad racional, una verdad racional tan fundamental que permitía a la teología desempeñar el papel estelar de reina de las ciencias y sin la cual sería imposible desempeñarla. Podemos estar completamente seguros de que Cervantes defendía que la existencia de Dios es una verdad racional a la que se puede llegar como conclusión de un proceso de razonamiento no sólo por lo antedicho sobre la teología como ciencia y reina de las ciencias con todo lo que esto entraña, sino además porque el propio Cervantes así lo afirma. En el Quijote de forma tácita, casi expresa, cuando don Quijote, hablando de los filósofos antiguos, dice que “carecieron del verdadero conocimiento de Dios” (II, 16, 665), lo que entraña admitir que, si bien carecían del verdadero conocimiento de Dios, que es el Dios cristiano tal como se ha revelado en la Biblia, no carecían, no obstante, de un cierto conocimiento natural de Dios como ser supremo, una interpretación cuya corrección se entenderá mejor a la luz de lo que sigue.

Y de forma no sólo expresa, sino, lo que es más sorprendente, argumentada en sus otras novelas largas. En primer lugar, en la obra con la que inició su carrera literaria, La Galatea, que nos aporta una prueba de lo que acabamos de decir sobre la interpretación de la citada declaración de don Quijote. En efecto, allí se dice, por boca del pastor filósofo Tirsi, que los “antiguos filósofos”, a pesar de su ceguera por carecer de la “lumbre de la fe”, llegaron por medio de la “razón natural” al conocimiento de la existencia de Dios como supremo creador y hacedor sabio de todas las cosas, incluido el hombre (IV, págs. 438-9).

Por si todo esto fuera poco, Cervantes, a través de Tirsi, no sólo no se contenta con proclamar que el hombre, sin necesidad de la fe o revelación cristiana, puede establecer la existencia de Dios como un creador inteligente, sino que además nos obsequia con la exposición de una de las vías argumentativas como el hombre puede llegar a esa conclusión como verdad racional probada. Esa vía argumentativa es una versión de la prueba teleológica de la existencia de Dios, por la que Cervantes muestra preferencia quizá por su condición de artista y no es de extrañar que, por ello, se fije en la belleza del mundo y del hombre como punto de partida de su particular versión del argumento teleológico o del designio. Fue la belleza del universo, en particular la de los cielos estrellados y de la maquinaria y redondez de la Tierra, lo que por medio de la razón natural llevó a los filósofos antiguos, ascendiendo por la escala de las “causas segundas”, hasta una “primera causa de las causas” y a conocer que había, pues, “un solo principio sin principio de todas las cosas”. Pero fue sobre todo el orden, perfección y belleza de la compostura o construcción del hombre, un “mundo abreviado” o microcosmos de la belleza de todas las demás partes del universo, la obra más primorosa o excelente hecha por “el mayordomo de Dios, la Naturaleza”, lo que más impulsó a los filósofos antiguos a descubrir a Dios como supremo “criador” y “hacedor” inteligente (op. cit., págs. 439-440).

Una argumentación parecida, aunque centrada en el orden y grandeza de los cielos y no tan detalladamente desarrollada, nos encontramos en su última novela, el Persiles, donde es Bartolomé, criado de Auristela-Sigismunda y Periandro-Persiles y de la comitiva que les acompaña en su peregrinación a Roma, el que oficia de expositor. Primeramente, nos recuerda el pasaje bíblico que contiene una forma comprimida de argumento en pro de la existencia de Dios al declarar que los cielos y la tierra anuncian y proclaman las grandezas del Señor, una versión libre de lo que literalmente en el Salmo 19 (18) se dice: “Los cielos cuentan la gloria de Dios”. Bartolomé confiesa saber esto por habérselo oído decir a un predicador en su pueblo. Después, y esto es mucho más importante, Bartolomé argumenta, siguiendo el esquema de la prueba teleológica y haciendo uso de la distinción como hilo conductor entre las verdades sobre Dios de fe y las verdades sobre Dios alcanzadas por la razón, que, aunque no conociera a Dios por la fe en la que ha sido educado, podría conocerlo por la razón natural a partir de la contemplación de la grandeza inmensa de los cielos y del Sol:

“Si yo no conociera a Dios por lo que me han enseñado mis padres y los sacerdotes y ancianos de mi lugar, le viniera a rastrear y conocer viendo la inmensa grandeza destos cielos…, y por la grandeza deste sol que nos alumbra, que con no parecer mayor que una rodela, es muchas veces mayor que toda la tierra, y más, que, con ser tan grande, afirman que es tan ligero que camina en veinticuatro horas más de trescientas mil leguas”. Ob. cit., III, 11, 541.

Cervantes sólo habla genéricamente de esos antiguos filósofos, sin nombrar a ninguno de ellos, pero seguramente debía de pensar ante todo en Platón, el primero en formular el argumento teleológico como prueba de la existencia de Dios y cuya idea de éste como Demiurgo, un artesano o arquitecto divino inteligente, guarda importantes semejanzas con la idea cristiana de Dios, aunque la idea de Dios como primera causa de las causas y principio sin principio recuerda más la idea de Dios de Aristóteles; y sobre todo en los estoicos, quienes fueron los artífices de la exposición mejor argumentada y más compleja del argumento teleológico que nos legó la Antigüedad, la cual pivotaba sobre dos ejes fundamentales: el hecho del orden y belleza del universo como macrocosmos, que incluía desde el orden de los cielos –las estrellas, el Sol, los planetas, la Luna- al de la Tierra, junto con las plantas y animales que la pueblan, y el del orden y belleza de la composición o hechura del hombre o microcosmos, todo lo cual documentaban, según nuestra mejor fuente disponible sobre la teología estoica, que es el De natura deorum de Cicerón, con una gran abundancia de datos suministrados por la astronomía, la botánica, la zoología de la época, para todo lo que concierne al orden y belleza del macrocosmos, y por la anatomía y fisiología de entonces en lo que toca a la perfección, orden y belleza de la fábrica o hechura del hombre.

Es obvio que la versión de Cervantes más desarrollada del argumento teleológico, la que nos ofrece en La Galatea, es muy similar estructuralmente a la de los estoicos: al igual que éstos, Cervantes construye su argumentación sobre el doble hecho del orden, perfección y belleza de los cielos y la Tierra, aunque sin entrar en detalles sobre esto, pero sí nos aporta algunos, al estilo estoico, sobre el Sol, como los relativos a la grandeza de su tamaño y a su enorme velocidad, en el Persiles, y el del orden, perfección y belleza de la compostura del hombre.

En cuanto a las fuentes que pudo consultar para construir su argumento en pro de la existencia de Dios, no escaseaban las disponibles a su alcance. Pudiera haber utilizado la fuente principal antigua sobre la teología estoica, que, como hemos indicado, es el De natura deorum, de Cicerón; ciertamente este libro se podía encontrar en las bibliotecas españolas en ediciones latinas, pero, dadas las limitaciones de Cervantes para leer en latín, es poco probable que lo leyera; y puesto que no había tampoco traducción alguna al español disponible y no la hubo hasta finales del siglo XVIII, es asimismo poco probable que Cervantes tuviera un conocimiento directo de la teología estoica según la exposición de Cicerón. (Sobre la disponibilidad del De natura deorum en ediciones latinas extranjeras más que nativas y la ausencia de una traducción al español hasta fines del siglo XVIII puede consultarse con provecho Ángel Escobar, “La pervivencia del corpus teológico ciceroniano en España”, Revista Española de Filosofía Medieval, 4, 1997, págs. 189-201. Disponible en la red). Pero había otras fuentes más accesibles en las que podía encontrar exposiciones del argumento teleológico del tenor de su versión. Una de ellas es El Cortesano, de Castiglione, quien, aunque muestra su preferencia por el argumento platónico o neoplatónico de los grados de belleza, según el cual, bajo el impulso del amor, el enamorado se eleva desde el grado más bajo, la hermosura del cuerpo de una mujer a la hermosura corporal en general y de ahí a la de las cosas inteligibles y finalmente a Dios como principio de toda otra hermosura, nos ofrece, en un pasaje del mayor interés, un argumento de corte muy similar al de Cervantes centrado tanto en el orden y hermosura del universo como en la composición según un aparente diseño y hermosura del hombre:

“Mira este gran edificio y fábrica del mundo, el cual por el bien y la conservación de todas las criaturas ha sido criado y fabricado por la mano de Dios; veréis el cielo redondo, ornado y ennoblecido de tantas divinas lumbres; la tierra rodeada de los elementos con su mismo peso sostenida; el sol, que haciendo su curso, estiende y derrama su luz por todo, y en el invierno desciende hacia el más baxo sino, y después su poco a poco vuelve a subir hacia el otro punto; veréis también la luna que dél toma su luz proporcionada según la distancia de cómo se le allega o se le alexa, y las otras cinco planetas que diferentemente hacen el mismo curso. Todas estas cosas en sí tienen tanta fuerza, por el ayuntamiento y atadura de un orden compuesto así necesariamente, que mudándole un solo punto no podrían compadecerse y caería el mundo quedando hecho mil pedazos; alcanzan asimismo tanta hermosura y gracia que no puede el entendimiento humano imaginar cosa más hermosa. Considerad tras esto la figura del hombre, el cual se puede llamar pequeño mundo: hallaréis en él todas las partes de su cuerpo ser compuestas necesariamente por arte y no a caso, y después toda la forma junta ser hermosísima, de tal manera que con dificultad se podría juzgar cuál es mayor, o el provecho o la gracia que al rostro humano y a todo el cuerpo dan los miembros, como son los ojos, la nariz, la boca, las orejas, los brazos, los pechos, y así las otras partes”. El Cortesano, traducción de Juan Boscán, Espasa-Calpe, 1984, págs. 343-344.

Otra fuente de la que nos parece igualmente probable que haya bebido es el libro Diálogos de amor, de León Hebreo, un autor y obra bien conocidos de Cervantes, en la cual, amén de estar plagada de referencias a la prueba teleología con particular atención también a la belleza de las cosas, contiene en un pasaje de la parte final del tercer libro una exposición de la prueba teleológica centrada en el orden y perfección de las cosas, el universo y el hombre, desarrollada en unos términos muy similares a los de Cervantes:

“Filón.- Porque si el mundo no fue creado al azar, según se aprecia por el orden del todo y de las parte, es preciso que haya sido creado por una mente o entendimiento sabio, el cual lo produjo con ese perfectísimo orden y correspondiente proporción que tú y cualquier sabio puede ver en él. El mundo no sólo es maravilloso en conjunto, sino que la más pequeña de sus partes es muy admirada por cualquier sabio que la mire, y en el orden y la correspondencia de cada una de las menores partes de él ve la suma perfección de la mente del Hacedor del mundo y la infinita sabiduría de su Creador.
Sofía.- No lo negaré yo, ni creo que se pueda negar, pues en mí misma y en cada uno de mis miembros noto la gran sabiduría del Creador de todas las cosas […].
Filón.- Bien entonces, y si vieses la anatomía del cuerpo humano y de cada una de sus partes, conocerías aún mejor con qué arte tan sutil con qué sabiduría fue compuesto y formado, pues en cada cuerpo se te representaría la inmensa sabiduría, providencia y cuidado de Dios, nuestro Creador […]”. Diálogos de amor, Tecnos, 2002, pág. 296.

Sin embargo, aunque pudieron inspirarle los mentados pasajes de Castiglione y de León Hebreo, nos parece que la fuente principal que más pudo influir en la formulación cervantina de la prueba teleológica ha de buscarse en otra parte.

Y nos parece que el mejor candidato a ello es la Introducción del Símbolo de la Fe de fray Luis de Granada. Se trata de una obra muy popular en su tiempo, en la que la prueba de la existencia de Dios, a lo que se dedica una extensa primera parte del libro, se centra - después de una concisa presentación de argumentos en pro de la existencia de Dios en que se percibe la influencia de Aristóteles y santo Tomás y otros de estirpe estoica (como el del consenso unánime de los pueblos y el de la inclinación natural del hombre a honrar y reverenciar a Dios)-, en la prueba teleológica según la versión de los estoicos, tal como se encuentra expuesta en Cicerón, cuyo De natura deorum utiliza fray Luis como guía principal de su larga y detallada exposición del argumento teleológico. La presentación de Cervantes es sólo un resumen muy comprimido, pero el planteamiento, estructura y lenguaje son muy parecidos. Como fray Luis de Granada, Cervantes resalta la belleza de las cosas y también comparten el destacar el orden y perfección del universo y de sus partes como punto de partida de la prueba.

Fray Luis organiza los numerosos capítulos de su extensa exposición en torno a la distinción clásica entre macrocosmos o, como se decía en el español de la época usado por él, el mundo mayor y sus partes (capítulos IV-XXII, después de su presentación general en el capítulo III como parte final y principal de su presentación de las pruebas de la existencia de Dios) y microcosmos o mundo menor, que es el hombre y sus partes (capítulos XXIII-XXXVI), y, al explicarnos por qué se le llama mundo menor, también, como Cervantes, lo caracteriza como un mundo abreviado: “Y la razón por que el hombre se llama mundo menor es porque todo lo que hay en el mundo mayor, se halla en él, aunque en forma más breve” (cf. su Introducción al Símbolo de la Fe, edición de José María Balcells, Ediciones Cátedra, 1989, pág. 196). La misma organización de material encontramos en Cervantes, quien en su escueta presentación del argumento empieza por el orden y belleza del mundo mayor, del cielo estrellado y de la máquina o composición ordenada de la Tierra, y termina en el orden y belleza del mundo menor o abreviado del hombre para llegar a Dios como sabio hacedor.

También comparten el destacar que en el hombre y sus partes se revela de un modo más excelente la mano de Dios y de sus perfecciones que en el resto del universo o cualquiera de sus partes, con lo cual Cervantes, al igual que fray Luis, da a entender que Dios se ha volcado especialmente sobre el hombre dotándole de una posición especial, central dentro de la creación, siendo, pues, objeto de un tratamiento privilegiado por la divina providencia.

Finalmente, es interesente advertir que la referencia de Cervantes a Dios como “primera causa” y “primer principio” (y en este mismo orden de las palabras), como término final del proceso demostrativo a partir del aparente diseño inteligente de las cosas, es de uso frecuente en fray Luis y mucho más frecuente es aún la designación de Dios como “Criador” y “Hacedor”, al que también se refieren ambos a veces juntando las dos palabras en una sola expresión, tal como “Dios, Criador y Hacedor”, en fray Luis (cf. op. cit., pág. 173), o “El hacedor y criador nuestro” en Cervantes (La Galatea, IV, pág. 440). En suma, en virtud de toda esta argumentación, parece muy probable que Cervantes se inspirase en su formulación de su prueba de la existencia de Dios con su formato teleológico en la exposición de fray Luis, lo que enlaza a ambos con la teología estoica, según la conocemos por Cicerón en el segundo libro de su De natura deorum.

Ahora bien, aunque el hombre puede lograr el conocimiento de la existencia de Dios como causa primera, principio sin principio de todas las cosas o supremo hacedor inteligente, como se advierte entre los filósofos antiguos, el conocimiento así alcanzado por la razón natural, sin la luz de la fe revelada, es insuficiente e inadecuado. Así lo anuncia expresamente en el pasaje del Quijote ya citado, en el que don Quijote, en conversación con don Diego de Miranda, declara que “los antiguos filósofos […] carecieron del verdadero conocimiento de Dios” (II, 16, 665), lo que, no obstante, no fue óbice para que avanzasen en el conocimiento del sumo bien y pondera el que una de las cosas en que ponían el sumo bien fuera en los bienes de la naturaleza, en los de la fortuna, en tener muchos amigos y en tener muchos y buenos hijos. Más adelante, se repite esta idea hablando de Julio César, al que se describe como “gentil y ajeno del conocimiento del verdadero Dios” (II, 24, 739).

Lo que don Quijote trata de decirnos, al aseverar que los filósofos antiguos y los gentiles en general carecieron del verdadero conocimiento de Dios, no es que ignorasen la existencia de Dios como ser supremo, puesto que llegaron a demostrar, según se nos dice en La Galatea, su existencia como causa última y principio único sin principio de todas las cosas, sino que carecían del conocimiento de Dios que aporta la revelación cristiana, un conocimiento que excede a la razón como facultad natural y, por tanto, la sugerencia tácita de Cervantes, a través de don Quijote, es que un conocimiento completo y adecuado de Dios sólo se puede conseguir mediante la fe revelada cristiana, que completa el conocimiento parcial e imperfecto logrado por la sola luz natural de la razón. O en otras palabras, la teología natural ha de completarse y perfeccionarse en la teología dogmática, en la cual se alcanza el verdadero conocimiento de Dios, pues el verdadero conocimiento de Dios consta de dos órdenes de verdades, las verdades de la razón sobre Dios, que constituyen el campo de la teología, como rama metafísica de la filosofía, y las verdades de fe sobre Dios que sobrepasan a la razón, de las que se ocupa la teología dogmática o, como la llama santo Tomás, la teología perteneciente a la doctrina sagrada.

En el Quijote se mencionan precisamente las principales verdades que sobrepasan a la razón que completan el conocimiento insuficiente de ésta y que, por tanto, nos proporcionan el verdadero conocimiento de Dios. Una de ellas es el dogma o artículo de fe de la Trinidad, que nos permite conocer a Dios como uno y trino, al que se alude cuando Sancho reza a la Trinidad de Gaeta (ciudad cercana a Nápoles donde había un monasterio consagrado a la Trinidad) para que proteja a su amo en su descenso a la cueva de Montesinos (II, 22, 721); más adelante, en la aventura de Clavileño, de nuevo Sancho pide ayuda a la Santísima Trinidad de Gaeta, ahora para él en el temido viaje aéreo montado en Clavileño, pero esta vez el narrador le imprime al rezo de Sancho un tono humorístico, ya que, al solicitar la ayuda divina, se dirige a Dios y a la Santísima Trinidad como si fueran seres distintos (II, 41, 836). La otra verdad preterracional que completa el conocimiento de Dios por la fe es el de la encarnación divina y de la doble naturaleza de Cristo, al que don Quijote se refiere cuando habla de la enseñanza ética de “Jesucristo, Dios y hombre verdadero” (II, 27, 764) en un discurso que, según Sancho, le acredita como teólogo.

En fin, en virtud de todo el análisis precedente, podemos afirmar que cuando don Quijote jura por el “Criador de todas las cosas” (I, 10, 93) no está jurando sólo por el divino Creador como un artículo de fe, sino también como una verdad racional y que cada vez que se menciona, lo que sucede con gran frecuencia, a Dios o al cielo en singular o los cielos en plural como nombre suyo, normalmente en su función de providencia que vela por el buen funcionamiento del mundo y por la vida humana, se está hablando de una realidad que la razón aprehende, aunque imperfectamente, y accesible por la fe revelada. Al menos en el caso de don Quijote, siendo como era una persona dotada de ingenio e ilustrada, y de otros personajes cultivados; en cambio, es muy posible que para alguien analfabeto como Sancho la idea de la existencia de Dios como creador o como providente no fuese más que un artículo de fe, a no ser que, como Bartolomé en el Persiles, hubiera escuchado exponer la prueba de la existencia de Dios como creador y providente al cura de su lugar o a algún predicador que pasase por allí.

Pero sea lo que sea de la relación de Sancho con los dogmas de la religión cristiana sobre Dios, el hecho es que en el Quijote salen a relucir los principales atributos que la teología natural escolástica atribuía a Dios sin más recurso que la razón. Además de los de ser creador y providente, a lo largo del libro desfilan los atributos divinos de la omnipotencia, de la presciencia, un aspecto de la omnisciencia, y de la infinita misericordia, que reflejan la concepción de Dios como un ser infinito y obviamente infinitamente perfecto, lo que sitúa a Dios, en opinión de don Quijote, a una distancia infinita del hombre (II, 58, 993). En efecto, Sancho invoca a Dios todopoderoso cuando se ve en apuros a raíz de su caída en una sima (II, 45, 970) y también a él suplica Sansón Carrasco (II, 7, 598); describe a Dios como omnisciente: “Dios sabe la verdad de todo” (II, 16, 660) y se encomienda a ese Dios omnisciente o más bien presciente, esto es, “el sabidor de las cosas que han de suceder” (II, 11, 624), pero, como acabamos de decir, la presciencia es un aspecto de la omnisciencia; y espera el socorro de Dios “por su infinita misericordia” (I, 15, 134). La misericordia debía de ser uno de los rasgos divinos más apreciados por Cervantes, a juzgar no sólo por las palabras de Sancho, sino también por las de don Diego de Miranda, quien dice confiar siempre en “la misericordia infinita de Dios Nuestro Señor” (II, 16, 664), y por el papel relevante que desempeña en el Quijote, ya que, por un lado, don Quijote, en sus consejos de buen gobierno a su escudero, propone la misericordia divina, un atributo de Dios que, según él, resplandece y campea más que el de la justicia, como un modelo de conducta para los gobernantes y de ahí que le exhorte a ser compasivo y misericordioso, piadoso y clemente (II, 42, 870), un consejo que Sancho seguirá a pies juntillas en su breve gobierno; y, por otro lado, don Quijote atribuye a la misericordia de Dios el haber escarmentado en cabeza propia con el conocimiento adquirido de la necedad y peligro de las historias de los libros de caballerías y llegar así a abominarlas (II, 74, 1101).

No obstante el mayor resplandor y relieve de la misericordia divina con respecto a la justicia, don Quijote, que se manifiesta ser buen conocedor de la teología escolástica tomista, se pone en guardia asegurando que, en cualquier caso, “los atributos de Dios todos son iguales”, por si a alguien se le ocurriera pensar lo contrario. Era doctrina tomista, de la que don Quijote parece estar al corriente, que en Dios no hay distinción real entre sus atributos, sino identidad entre ellos, puesto que son idénticos a la esencia divina, que es simple; y que, si utilizamos nombres y conceptos diversos para significar y concebir las perfecciones divinas es debido a la imperfección de nuestro conocimiento de Dios, pues sólo alcanzamos un conocimiento natural de éste mediante la consideración de las perfecciones de las criaturas, manifestaciones de Dios en ellas, que son diferentes; pero si comprendiésemos la esencia de Dios tal como es en sí misma en su infinita perfección y tuviéramos el poder de aprehenderla en un solo concepto y darle su nombre adecuado, usaríamos un solo concepto y un solo nombre (cf. Contra gentiles, I, 31). El hecho es, empero, que no podemos aprehender la esencia divina tal como es en sí misma en un solo concepto por la imperfección de nuestro conocimiento y la riqueza infinita de Dios y de ahí que la conozcamos sólo por medio de conceptos y nombres diversos. Todo esto es lo que está detrás de la declaración de don Quijote sobre la igualdad de todos los atributos de Dios.

La filosofía de la religión del Quijote

También cabe identificar en el Quijote, como consecuencia de la doctrina de los preámbulos de fe,un esbozo de filosofía de la religión o, si se quiere, de una filosofía teológica de la religión de corte escolástico,en el sentido de una teoría metafísica de la religión, bien es cierto que aunque en él se alude a ésta, no se expone de forma completa, sino parcial; pero está claro que Cervantes la conocía; otra cosa es que, en razón de sus necesidades literarias, sólo haga uso de una parte de ella. Pero la parte que falta se encuentra en los pasajes arriba citados de La Galatea y del Persiles, en que se establece la existencia de Dios como causa primera de la belleza y orden del mundo y del hombre como una verdad racional, una verdad que permite fundar, como lo hicieron los escolásticos tomistas, una doctrina de la religión como religión natural, según la cual ésta se presenta como la relación del hombre con Dios y en esta relación del hombre con Dios reside el núcleo racional de las religiones positivas, como la religión cristiana.

El otro ingrediente fundamental de esta religión natural es la idea de la inmortalidad del alma, que, como ya bien sabemos por haber hablado de ello en otros lugares, se nos presenta en el Quijote como una verdad racional, una idea que, con su promesa de vida venidera tras la muerte, permite presentar a Dios como una potencia sancionadora y recompensadora en el más allá y convertir así a la religión en un aliciente para fomentar la virtud entre los hombres.

De acuerdo con esta idea de la religión que nos ofrece el enfoque teológico-natural que Cervantes comparte con los escolásticos, las religiones constan de dos géneros de contenidos: los naturales, que giran en torno a Dios como creador sabio y providente y la inmortalidad humana, de cuya conjunción se desprende la idea de la religión como la relación del hombre con un Dios con el que tiene el deber moral de honrar por ser su creador y, por tanto, deberle su ser, y además por ocuparse providencialmente de forma especial de él, y de llevar una vida virtuosa por la que su alma inmortal merecerá ser galardonada con la beatitud eterna en el más allá; y los sobrenaturales o revelados, al que pertenecen los dogmas de fe o verdades preterracionales.

Es interesante hacer observar que el camino que elige Cervantes para llegar a Dios permite mejor que otras vías, aunque es difícil saber hasta qué punto él era consciente de esto, fundamentar la religión como la reverencia que el hombre ha de tributar a Dios. En efecto, la prueba teleológica, en tanto conduce a la conclusión de que existe un Dios creador sabio y providente, lo que se revela en que ha sido objeto de una creación especial, por encima de la de los demás seres del mundo creado, presta una base racional a la religión como relación del hombre con Dios, ya que ésta sólo resulta posible si Dios es un ser, además de creador, providente, esto es, que se ocupa de la vida de los hombres.

El argumento teleológico, al menos según lo entiende Cervantes, en la misma línea de fray Luis, parece resolver este problema. Es difícil no ver la mano de la sabia providencia divina, según presenta Cervantes este asunto, en el hecho de que el orden, perfección y belleza con que Dios ha creado al hombre supera en excelencia o primor a cualquier otro ser creado y al conjunto del mundo creado; Dios parece, pues, haber tomado partido por el hombre al haberlo convertido en el centro de la creación, lo que se revela no sólo en el primor o excelencia de su propia creación, sino también en que ha hecho de él un microcosmos en el que se compendian el orden, perfecciones y belleza de los demás seres del mundo creado. Y siendo así, no es de extrañar que la providencia divina desempeñe un papel tan fundamental en el Quijote y en toda la obra cervantina; los personajes de sus obras y entre ellos los del Quijote están convencidos de que Dios tiene providencia de todas las cosas, pero especialmente del hombre y de sus cosas y de ahí queconstantemente invoquen o apelen a la providencia divina o reflexionen sobre sus designios.

Cervantes atribuye además al hombre una tendencia natural a relacionarse con Dios, a buscarlo y dirigirse a él. En el Quijote no menciona esto, pero en el resto de su obra, tanto anterior como posterior a éste, habla de ella y la expresa con una célebre fórmula agustiniana muy de su gusto, pues reaparece repetida unas cuantas veces en su obra. Se trata de la idea de san Agustín de que el hombre tiene una especie de apetito o necesidad natural de Dios y por ello se halla inquieto hasta encontrarlo, pues es su centro y sólo en él puede hallar reposo, cuya versión original reza: “Porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, I, 1). La primera aparición de esta fórmula agustiniana, interpretada por Cervantes del modo indicado, tiene lugar en La Galatea, precisamente en el contexto teológico de la exposición de la prueba teleológica de la existencia de Dios e inmediatamente después de haber recalcado la creación especial del hombre como el ser de mayor excelencia del mundo creado, un contexto propicio para que Cervantes insista particularmente en presentar la búsqueda humana de Dios como un impulso natural radicado en nuestra propia naturaleza: “Pero viendo el hacedor y criador nuestro que es propia naturaleza del ánima nuestra estar contino en perpetuo movimiento y deseo, por no poder ella parar sino en Dios, como en su propio centro…” (op. cit., IV, pág. 440).

La frase agustiniana vuelve a aparecer varias veces en el Persiles, pero de ellas sólo dos son relevantes desde el punto de vista filosófico: una de ellas reitera lo ya dicho y no añade nada nuevo al conocimiento del pensamiento cervantino sobre este asunto (cf. op. cit., IV, 10, 690); en cambio, la segunda sí tiene interés ya que, siguiendo a san Agustín, recalca, después de volver a recordar que Dios es el centro de la vida humana, la idea de que Dios es el destino o fin último del hombre hacia el que éste tiende, de forma que, habiendo sido creado para él, sólo en él puede saciarse su inquietud: “Como están nuestras almas siempre en continuo movimiento, y no pueden parar ni sosegar sino en su centro, que es Dios, para quien fueron criadas” (op. cit., III, 1, 429). Las demás citas son irrelevantes para conocer el pensamiento de Cervantes, porque son adaptaciones de la frase agustiniana a un contexto amoroso, en que los enamorados se ven a así mismos o vistos por otros como si, impulsados por el amor, se movieran continuamente o dirigieran sus pensamientos hacia sus amados o amadas como centro de sus vidas en el que sus almas hallarán el reposo (cf. II, 3, 293; III, 21, 622; IV, 2, 639).

Un rasgo relevante de la idea cervantina de la relación del hombre con Dios como una relación natural, pues, de acuerdo con su interpretación de la frase de san Agustín, se asienta en la propia naturaleza humana, es que esa relación es de carácter trascendental. La frase de san Agustín contiene la formulación clásica de que la relación del hombre con Dios pertenece a la estructura esencial del hombre y así es como la entiende Cervantes y como ha solido entenderse por autores actuales (véase, por ejemplo, Johannes Hessen, “Filosofía de la religión”, en su Tratado de Filosofía, Editorial Sudamericana, 1970). Si forma parte de la esencia del hombre el dirigirse a Dios como centro o polo atractor de su ser, entonces el hombre no puede realizar su verdadera esencia humana sin buscar vincularse a Dios, pues la verdadera esencia del hombre sólo puede alcanzar su plenitud en la consecución del fin para el que ha sido creada, que es Dios, y al margen de Dios, el hombre propiamente no es tal, sino una criatura enajenada.

Además, Cervantes es consciente del componente emocional de la dimensión religiosa del hombre y en el Quijote se presta atención a esta faceta afectiva de la relación del hombre con Dios como parte esencial de la religión. Esa relación se mueve entre el temor y el amor. Por un lado, se habla del temor a Dios como elemento importante de ésta para guiar sabiamente la conducta humana hacia él. Por dos veces habla don Quijote del temor de Dios, en términos bíblicos, como principio de la sabiduría; la primera vez de pasada en una plática con Sancho (II, 20, 707), lo que mueve al escudero a declararse “tan gentil temeroso de Dios como cada hijo de vecino”. La segunda vez de modo más formal como parte fundamental de los consejos de buen gobierno que da a Sancho, donde incluye precisamente el temor como rasgo de la relación humana con la divinidad y se recomienda, conforme a la prescripción bíblica (en Salmos, 90, 10; y Proverbios, 1, 7) como una conducta sabia (II, 42, 868).

Por otro lado, también se habla del amor como algo que no sólo debe acompañar a la relación del hombre con Dios, sino que por encima de todo en esa relación debe imperar el amor a Dios por sí mismo y no, en contradicción con lo anterior, el temor a la pena o la esperanza de la gloria celestial. E incluso hasta alguien como Sancho está al corriente, por habérselo oído a un predicador, de una doctrina de tan elevado sentido ético sobre la relación del hombre con Dios, de cuyo conocimiento por su escudero don Quijote se admira tanto que lo elogia refiriéndose a sus palabras como una muestra de discreción y diciéndole que parece que ha estudiado:

“Con esa manera de amor he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena, aunque yo le querría amar y servir por lo que pudiese”. I, 31, 316

Por último, vale la pena reseñar la importancia capital que Cervantes, por boca de don Quijote, le da a la gratitud en la vida religiosa, sin perjuicio de la que se le concede en la vida humana en general. Entre el hombre y Dios hay, como ya se dijo, una distancia infinita y ésta no se puede franquear mediante dádivas, pues esa infinita distancia impide que las dádivas del hombre puedan igualar a las de Dios, pero sí la puede franquear, en cierto modo, la gratitud:

“Porque por la mayor parte los que reciben son inferiores a los que dan, y así Dios sobre todos, porque es dador sobre todos, y no pueden corresponder las dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia, y esta estrecheza y cortedad en cierto modo la suple el agradecimiento”. II, 58, 993

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