El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas

El Catoblepas · número 180 · verano 2017 · página 10
Artículos

Perspectivas liberales en la Institución Libre de Enseñanza

Fernando Álvarez Balbuena

Consideraciones sobre el krausismo como una nueva ética laica y una nueva estética social e intelectual

Institución Libre de Enseñanza

I
La sociedad española en el siglo XIX

El panorama social y político de España durante el reinado de Fernando VII, de las Regencias de María Cristina y de Espartero y aún durante todo el reinado de Isabel II es, por decirlo de forma rotunda, absolutamente desolador y sin embargo nada hay más apasionante que el estudio de nuestro tormentoso siglo XIX en el que, pese a la triste realidad, aletea cercenado por le represión y perseguido por el sectarismo, un espíritu liberal y progresista que, por desgracia y para mayor retraso de España con respecto a Europa, no logrará plasmarse e imponerse hasta la Gloriosa Revolución de septiembre de 1868, en la que la difícil conjunción de progresistas, liberales y demócratas conseguirá organizar un pronunciamiento militar que con evidente entusiasmo popular y casi sin derramamiento de sangre, aunque con veinte años de retraso respecto a Europa, intenta, con diversa fortuna, realizar los ideales de las revoluciones europeas de 1848, más o menos adaptados a nuestra peculiar idiosincrasia.

En este caldo de cultivo político-social, el mundo de la cultura y de la ciencia, de la enseñanza y de los valores educacionales, no sale mejor librado en la calificación desoladora a la que antes nos hemos referido. Decisión tan grave como el cierre de las universidades, decretado por Fernando VII en 1930, por pretendidos motivos de orden público, no puede ser juzgada sino nefasta y sin posibilidad de ningún paliativo de dicho juicio, por muy buena voluntad que se ponga en su análisis. Lo cierto es que en realidad las universidades eran organismos inútiles para aquel régimen de anárquica arbitrariedad en un país mísero, inculto y desangrado tras la Guerra de la Independencia pero que, paradójicamente, poseía un pueblo de espíritu moralmente recio y vigoroso. Pero este pueblo tuvo la desgracia de ser representado por una clase gobernante aferrada a sus privilegios y que no poseía ninguna de las virtudes de las que no puede ni debe carecer una clase dirigente (Jiménez, A. 1971: 313-314).

El error del cierre universitario, mientras el rey se complace en crear la Escuela de Tauromaquia de Sevilla, a la que dota de fondos con petulante esplendidez, abochorna, sobre todo si tenemos en cuenta la ávida penuria educacional de una España con más de un ochenta por ciento de analfabetos. No obstante, las raíces de esta situación vienen de muy atrás, seguramente desde el barroco y aún desde antes. La cultura española estaba sumamente vinculada a una iglesia que no había evolucionado con los tiempos y el pueblo llano, regido a toque de campana y a adoctrinamiento de púlpito, vivía el temor moral del más allá con poca atención política al más acá, y solazado, como dice Ana Martínez Arancón, tan solo por el teatro y la novena (1987:42), en cuyos escenarios actores y predicadores competían en histrionismo.

Para este pueblo sano y dócil, leal, valiente y, desde luego, cerril, el gritar ¡Vivan las caenas! no es sino una pequeña muestra del paupérrimo ideario del que gozaba. La influencia que en él ejercía la clase clerical puede detectarse perfectamente en el lenguaje popular y en los giros coloquiales propios de la época. Para el vulgo una persona culta es la que tiene muchos latines y discutir sobre cuestiones complicadas es meterse en teologías. Todo ello confirma la penuria mental y moral de una sociedad civil en la que el bajo estrato (que es abrumadoramente mayoritario), y también ciertas capas de la burguesía urbana y aún de la aristocracia, son ignorantes, clericalizadas y poco dispuestas a salirse de las bardas de un corral en el que priman la llamada fe del carbonero, el ultramontanismo y la actitud sumisa y acrítica ante las enseñanzas de una iglesia anclada en estructuras refractarias a toda modernización.

He aquí una muestra del pensamiento popular de la época fernandina:

“Hay en Madrid por esta época –y desde hace bastante tiempo –unos seres popularmente conocidos como flamasones. (El francmasón galicista se ha convertido en boca de la plebe celtíbera en flamasón). Con los flamasones se hallan muy a mal los buenos españoles, que constituyen la inmensa mayoría: el pueblo, casi en masa, la aristocracia, las tres cuartas partes del Ejército, las dos terceras partes de la burguesía civil y el clero en su totalidad. El resto no está a mal con los flamasones. Pero es porque el resto no lo constituyen los buenos españoles y son flamasones ellos mismos. O liberales y negros, que es peor.

Esta gente negra extravagante y nociva proclama inauditas doctrinas. Quieren que el rey sea rey, y que lo sea de España –si no hay otro remedio– Don Fernando VII. Pero opinan que la nación, con todos los españoles que tiene dentro, significa algo, y también debe intervenir en el gobierno del reino por medio de sus representantes. Defienden una cosa absurda que llaman Cortes, y otro cierto artilugio que llaman Constitución. Afirman que sin ambas cosas el rey no debe gobernar. Si gobierna, ellos –los liberales- se oponen, protestan, conspiran, imprimen hojas clandestinas, en prosa y verso. Y si es preciso –que no deja de serlo- , mueren por sus ideales.

Por fortuna, tales ideas las mantienen pocas personas en el país. La mayoría sabe perfectamente (y no serán bastantes todas las malignas teorías de extranjis para conocerlo), que el único que puede mandar en España es el rey. Y el rey tiene que ser absoluto y Neto. Y además católico, como vocifera muy bien por estas plazas el padre Pajarito con su pico de oro.

Los flamasones son, pues, gente malvada y viciosa, digna toda ella de bailar en la horca. Así lo dicen las personas mayores –con raras excepciones- y así lo repiten los chicos en sus peleas y travesuras, aplicando el mote como cruel afrenta a los adversarios y los enemigos. Por eso cada bando guerrero en las riñas y pedrizas lanza este motejo envenenado de flamason o negro al bando contrario”. (Espina, A. 1996: 67)

La preponderancia clerical en aquella sociedad, procede de muy antiguo. Es evidente que la católica España no es un invento de la posguerra de 1936, pero aunque sus raíces se pierdan en el medioevo, es un hecho cierto que a partir del 2 de mayo de 1808 la Iglesia se alzó como portavoz del sentimiento nacional, consumando a lo largo del primer tercio del siglo XIX su proceso de politización reaccionaria. Ideológicamente se identificó con el absolutismo, mientras que el denominador común para las difusas corrientes liberales venía a ser el anticlericalismo (Cierva, R de la, 1997: 604).

Muerto Fernando VII y lanzado el país a la barbarie de las guerras civiles, durante este triste período también fueron teatro las universidades de una encarnizada guerra de ideas que no tenía lugar precisamente en el terreno del pensamiento teórico ni en las altas esferas especulativas, sino como expresión de las más apasionadas y feroces luchas partidistas. Durante todo el brillante renacimiento literario que propicia la eclosión del romanticismo, se aprecia cómo sus más señeras figuras tendían a presentar como divorciada la inspiración de la ciencia, con lo que este movimiento renovador quedaba, por desgracia, bastante apartado de la Universidad, empobrecida y aislada en su endogamia. Sin embargo en la conciencia de los ilustrados (Larra, por ejemplo) la educación y la instrucción eran los únicos caminos que podrían abrir a España un horizonte de esperanza (Jiménez, A. 1971:314-315). Esto implicaba una profunda remoción del sistema, buscando para ello un mayor sentido crítico mediante una nueva y más moderna visión de la ciencia, lo que conllevaría una mayor laicización, aunque fuera moderada. Así se conseguiría una sociedad y un sistema que sería más acorde con el pensamiento científico europeo, pensamiento que habían importado los liberales emigrados al regreso de Fernando VII, los cuales habían sido perseguidos por la saña absolutista. Era pues necesaria una revolución cultural que el stablishment estaba lejano de comprender y, menos aún, de impulsar y cuya ausencia fue creando un resentimiento que poco a poco se decantó hasta las capas más bajas de la sociedad.

Pero esta situación no podía por menos de engendrar otra más grave, al final de la cual, los liberales, triunfantes de la primera Guerra Carlista, han de poner orden no ya en la cultura y en la educación sino también en algo que es mucho más peligroso para la paz social: en las finanzas. Así, con la primera desamortización de Juan Álvarez Mendizábal, la Iglesia, identificada con el carlismo, hubo de sufrir un descalabro patrimonial e institucional y con este trasfondo de agresividad entre los dos poderes, extrañan menos las explosiones populares a que hemos aludido y explican en cierto modo las matanzas de curas y frailes y la quema de conventos de los años 1834 y 35 (La Cierva, R. 1997:612). Para que un pueblo que era religioso hasta la superstición llegue al asesinato de los clérigos que eran anteriormente casi objetos de un culto, es claro que una causa poderosísima habría de haber sobrevenido. Esta causa es indudablemente la conducta del clero, sobre todo el regular, en la sangrienta reacción de 1823. Entonces fue cuando, con su apoyo a la invasión de los Cien mil Hijos de San Luís, estalló la animadversión del incipiente proletariado campesino y urbano contra las clases acomodadas, retrotrayendo a España a la barbarie de la Edad Media (La Fuente, M. 1890, t. XX :223).

Sin embargo la preponderancia de la Iglesia se recuperaría tras la crisis a la que nos hemos referido. Las circunstancias que propiciaron su restablecimiento como poder y, a la vez, contrapoder del Estado, trascenderían ampliamente los fines del presente artículo. Baste decir que durante el reinado de Isabel II, acalladas las invectivas del expolio desamortizador, con los moderados en el poder y con la ayuda militar que llevó al destronado Pío IX el General Fernández de Córdova, y ya restablecidas las relaciones diplomáticas con el Vaticano, gracias a la firma del nuevo Concordato, la alianza tradicional entre el Trono y el Altar fue tan fluida como lo había sido antaño y el predominio sobre la impresionable reina del Padre Claret y de Sor Patrocinio, no hicieron sino reforzar los lazos de dicha alianza.

II
El Ambiente Universitario

De este ambiente enrarecido y conflictivo en que vivía la sociedad española, con sus avatares y bandazos en uno y otro sentido, no se libraba tampoco la Universidad, cuya penuria intelectual y pedagógica era notable. El tono con el que habla de ella Don Marcelino Menéndez y Pelayo es bastante revelador y deja pocas puertas abiertas a una defensa del sistema:

“Rota la tradición científica española desde los últimos años del siglo XVIII, nada más pobre y desmedrado que la enseñanza filosófica en la primera mitad de nuestro siglo”.

No se crea, sin embargo, que no existía en el seno de la universidad de la época una viva inquietud de mejoramiento ni, menos aún, que los docentes y discentes fueran un cúmulo de ignorantes. Una cosa es que la falta de originalidad achatase el panorama y otra muy distinta que la Universidad fuera un auténtico yermo de ideas. Muchos años después, cuando ya la Universidad había pasado por las reformas vivificadoras del krausismo y aún de la de los intelectuales de la generación del 98, otro ilustre filósofo español, D. José Ortega y Gasset, diría: “Salí de España huyendo del achabacanamiento nacional y con el fin de completar mi formación filosófica” (1995:471), lo que significa que, en todo tiempo, las mentes inquietas buscan nuevos horizontes y nuevas perspectivas. Igual ocurrió en 1843, cuando un grupo de jóvenes universitarios se lamentaba en Madrid del abandono en que España tenía los estudios superiores, especialmente los de filosofía del derecho, disciplina que, como juristas que eran, merecía sus preferencias. Atentos a lo que ocurría en las universidades de Europa, deploraban el exceso centralista de la universidad francesa, en tanto que sentían verdadera admiración por la libertad y brillantez de las universidades alemanas y por los numerosos hombres superiores que profesaban en ellas (Jiménez, A. 1971:316). En este movimiento de inquietud en el que militaban hombres jóvenes liberales y progresistas como Ruperto Navarro Zamorano, José Álvaro de Zafra o Lorenzo Arrazola, se integró también a su llegada a Madrid Julián Sanz del Río. La vitalidad e inquietud cultural que este grupo representaba, no pudo por menos de trascender de la Universidad al Gobierno y como consecuencia lógica hubo este de inquietarse también ante la necesidad de modernización y puesta a punto que nuestra enseñanza universitaria demandaba. El tantas veces repetido D. Marcelino Menéndez y Pelayo, se refería con no disimulada ironía a la preocupación gubernamental en estos términos:

“Allá por los años de 1843 llegó a oídos de nuestros gobernantes un vago y misterioso rumor de que en Alemania existían ciencias arcanas y no accesibles a los profanos, que convenía traer a España para remediar en algo nuestra penuria intelectual y ponernos de un salto al nivel de nuestra maestra la Francia, de donde salía todos los años Víctor Cousin a hacer en Berlín acopio de sistemas para el consumo de todo el año académico. Y como se tratase entonces del arreglo de nuestra enseñanza superior, pareció acertada la providencia a don Pedro Gómez de la Serna, ministro de la gobernación en aquellos días, de enviar a Alemania, a estudiar directamente y en sus fuentes originales aquella filosofía, a un buen señor castellano, natural de Torre-Arévalo, pueblo de la provincia de Soria, antiguo colegial del Sacro-Monte, de Granada, donde había dejado fama por su piedad y misticismo, y algo también por sus rarezas; hombre que pasaba por aficionado a los estudios especulativos y por nada sospechoso en materias de religión”.

No se muestra muy imparcial ni muy ponderado en este largo párrafo, que no nos resistimos a transcribir íntegramente, el ilustre intelectual santanderino, porque ni Gómez de la Serna era un indocumentado, ni Sanz del Río un “buen señor”, adjetivo antepuesto que evidentemente posee claras connotaciones despectivas. Contaba éste a la sazón 29 años y era hijo de labradores pobres. Huérfano de padre a los diez años, un tío suyo, canónigo en la Diócesis de Córdoba, le tomó bajo su protección y le llevó con él a estudiar latín y humanidades. Después cursa la segunda enseñanza en el Seminario Conciliar de San Pelagio y posteriormente pasó al Colegio del Sacro-Monte, llegando allí a ser catedrático de Derecho Romano. En 1836 se licencia en Granada y posteriormente se doctora en Derecho Canónico en la misma universidad. Entre los años 36 al 38 cursó los años sexto y séptimo de jurisprudencia civil en Madrid y el año 40 se doctora allí brillantemente. Todo este esfuerzo no era cosa banal, pese a la penuria académica a la que nos hemos referido. Por lo que atañe a Gómez de la Serna, tampoco se le puede despreciar ni menos aún considerar como un hombre poco instruido. Su curriculum merece ser sumariamente repasado: Catedrático de derecho romano a los 21 años en Alcalá, el año 1827 gana por oposición la cátedra de instituciones civiles, siendo designado en 1831 para la de práctica forense. En 1836 es nombrado Jefe político de Guadalajara y Gobernador de Vizcaya en el año 1839, cuando aquella provincia atravesaba un momento muy delicado recién acabada la guerra carlista. Tras su gestión en Vizcaya, fue nombrado Subsecretario de Gobernación y después Ministro. Entre 1854 y 1856, desempeñó la fiscalía del Tribunal Supremo, del que posteriormente será presidente. Fue también Consejero de Estado y Catedrático de Legislación comparada en la Universidad Central y académico de la Historia. Fue colaborador asiduo de la Revista General de Legislación y publicó además numerosas obras y opúsculos, entre los que reseñaremos los siguientes: “Curso Histórico-Exegético de Derecho Romano”, “Introducción histórica al estudio del Derecho Romano”, “Instituciones de Derecho Administrativo Español”, “Prolegómenos del Derecho”, “Ley Hipotecaria comentada y concordada”. Fue autor también de las Exposiciones de Motivos de las leyes Hipotecaria y de Enjuiciamiento Civil. En colaboración con Montalbán, publicó los “Comentarios al Código de Comercio” y “Elementos de Derecho Civil y Penal”. Fueron así mismo notables sus Discursos de apertura de los Tribunales. Como puede apreciarse no era hombre poco ilustrado ni nada que se le asemejara, aunque las connotaciones de su militancia política le procuraran críticas de sus adversarios, así como también la persecución política que le llevó a compartir destierro con el General Espartero. Por ser liberal y progresista, también hubo de sufrir la animadversión de Don Marcelino Menéndez Pelayo. Pero lo cierto es que preocupado sinceramente por la situación de la enseñanza en España que, como se ve, conocía de primera mano, el 8 de Junio de 1843 había promulgado un decreto reformando las enseñanzas de filosofía y creando una Facultad de dicha disciplina en la Universidad Central, así como un Consejo de Instrucción Pública y una sección especial del mismo en el Ministerio de la Gobernación, del que era ya titular, a la vez que una Junta Administrativa Escolar. Consecuencia de dicha preocupación académica es así mismo el decreto de 16 de junio por el que se nombra a D. Julián Sanz del Río profesor interino de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Madrid, con la obligación de pasarse dos años en alguna o algunas universidades alemanas, estudiando las causas del enorme florecimiento intelectual y científico de las instituciones académicas de aquel país (Jiménez, A. 1971:321), para buscar en aquellas fuentes la transferencia a España de aires nuevos que modernizaran y revitalizaran nuestro poco halagüeño panorama universitario. Esta decisión, andando el tiempo, se reveló como un enorme éxito que consiguió, a través del magisterio de Sanz del Río y de sus discípulos, la renovación moral, docente y, sobre todo, liberal –en el prístino sentido del término- de la clase universitaria e intelectual española, e irradió sobre la sociedad del último tercio del siglo XIX y primero del XX un flujo cultural de tan amplia perspectiva que tanto las brillantes generaciones del 98 como del 27, pueden, sin duda, proclamarse hija y nieta de aquella decisión administrativa.

Cómo se gestó el movimiento krausista en España, así como su profundo arraigo en los intelectuales que lo siguieron y lo predicaron, será el propósito de las páginas que siguen, en las cuales habremos de desmontar los mitos y los lugares comunes que se crearon a propósito de Krause y del espíritu de la Institución Libre de Enseñanza, pues aún hoy, transcurridos ya casi setenta años de su desaparición en 1936, tras la llamada “infamia franquista” (Jiménez García, A. 2002:182), existen ideas absolutamente equivocadas, desviadas, si no torticeras, de aquella espléndida realidad, cuyo éxito está avalado por casi cien años de florecimiento cultural y académico.

III
Las Razones de una Elección

Hemos de empezar por hacernos la sempiterna pregunta: ¿Por qué Sanz del Río eligió el estudio de un filósofo de segundo orden como Krause?, ¿Por qué no Hegel, o Fichte o Schelling?... La crítica española, sobre todo la tradicional y ortodoxa, ha hecho de esta pregunta una de las cuestiones fundamentales a la hora de debatir y analizar la importancia que había de lograr el krausismo en España. Hoy, a cien años vista, nos parece una pregunta retórica e inútil. La historia se desarrolla mediante sus propias sinergias y es siempre la resultante de un difícil paralelogramo de fuerzas. Son muchas las personas, incluso altamente cultivadas, que en el devenir de los hechos anteponen el “deber ser” a lo que “en realidad es” y ello es, además de un grave error, un enorme defecto de perspectiva. La verdad histórica se encarga de colocar y de encajar las cosas en su justa dimensión y el resultado final ocurre en virtud de los condicionantes, sabidos o ignorados, que tipifican los hechos. Por eso, como dice Ortega, el debe ser del moralista, o del jurista es un debe ser parcial e insuficiente. “Solo debe ser lo que puede ser y solo puede ser lo que se mueve dentro de las condiciones de lo que es” (1997:84). Resulta ser, por lo tanto, una especulación sin sentido decir que Sanz del Río debía de haber elegido a Hegel, como preconiza, no sin cierta petulancia, Fernández de la Mora (1971:65). Asegura este pensador, desde un moderno conservadurismo, que la elección de Hegel hubiera sido mucho más lógica y, sobre todo, mucho más fructífera, porque nos hubiera dado la posibilidad de recepcionar toda la posterior teoría marxista, mientras que la ausencia de la filosofía hegeliana nos privó de lo mejor del pensamiento europeo y desvió las ideologías proletarias hacia un anarquismo infecundo. Sin embargo, ignora sorprendentemente que lo que el llama indebida ocupación por parte del krausismo del precioso espacio del espíritu español, generó un florecimiento liberal, un espíritu de tolerancia, un sistema pedagógico y un esplendor educacional que no son, sinceramente, inferiores en nada la más avanzada trinchera del librepensamiento europeo. Lo que sucede es precisamente que la libertad de pensamiento ha gozado en España de muy mala prensa, sobre todo cuando esta libertad se ha desviado hacia terrenos en los que el dogma pretende la exclusiva competencia y es bien claro, por desgracia, que en nuestro país dogma y política han ido tradicionalmente de la mano y lo que debería ser timbre de gloria para una persona, como es la independencia de criterio, que tiene su traducción y correlato evidente en el uso racional de la libertad, se ha convertido en algo tan incongruente que sus manifestaciones linguísticas, tales como “librepensador” o “liberalote”, curiosamente han sido, durante muchos años y hasta un pasado todavía reciente, un verdadero insulto y una descalificación incontestable.

Dicho esto, que nos hace centrar nuestra posición en el asunto, es esta cuestión de la elección de Krause algo sobre lo que se han formulado muchas hipótesis que han servido casi siempre para menospreciar el talento y la capacidad del profesor interino pensionado en Alemania, diciendo de él cosas tan peregrinas como que era incapaz de discurrir, que en su mollera tenían cabida muy pocas ideas y que se adhirió al primer sofista oscuro con el que topó, a fuer de sectario e incapaz. (M. Pelayo: 1965-67, vol. II: 936-937). Parece que la animadversión del autor de los Heterodoxos hacia el krausismo y hacia su importador y difusor en España, es solamente comparable a la enorme erudición de la que hace gala en toda su ingente obra, lo que sin duda es una verdadera pena porque empaña su propia gloria y nos ofrece una imagen distorsionada de sí mismo. Digamos, no obstante, en su descargo que cuando efectuaba tan poco justas acusaciones, aún siendo ya un sabio, contaba todavía con pocos años y escasa experiencia de la vida.

No fue, desde luego, ni por casualidad, ni menos por incapacidad de discernimiento, por lo que Julián Sanz del Río eligió el estudio de la filosofía krausista para sus fines académicos. Sin pretender agotar el tema, por otra parte sumamente complejo, trataremos de exponer algunas razones de esta polémica elección.

La personalidad de Sanz del Río es, ante todo, la de un hombre religioso, imbuido de una fe sincera y de una espiritualidad que corre parejas con su honradez. Esta honradez le llevará a renunciar a su cátedra al volver a España porque, además de ciertas decepciones que le propician las autoridades académicas, expresa sinceramente al ministro Pidal su creencia de no estar lo suficientemente preparado todavía para hacerse cargo de la cátedra (López Morillas, J.1980:26) y solo tras diez años de reflexión, traducción y estudio en su retiro voluntario de Illescas, presenta en 1853 la solicitud mediante la que, con el apoyo de José de la Revilla (Jiménez, A. 1971:322), le es concedida la cátedra a la que antes había renunciado y para la que se había sometido a tan intensa preparación.

Por lo que concierne a su espíritu religioso, hemos de considerar determinante que entre los filósofos que Sanz del Río hubiera podido elegir, tanto Hegel como Fichte o Schelling, habían interpretado el mundo como “un sistema de razón”. Este racionalismo es quizás más intenso en Hegel, pero para un filósofo como Schelling el sistema de razón aludido solo puede alcanzar su excelencia en la religión y esta tendencia religiosa aún fue más pronunciada en su discípulo Krause. Dada la personalidad profundamente religiosa y espiritual de Julián Sanz del Río, este sería motivo más que suficiente para que eligiera al discípulo, en vez de elegir al maestro. A mayor abundamiento, Schelling se había confesado panteísta, lo que repugnaba al propio pensamiento de Krause, quien fue más allá que su maestro acuñando el término de panenteísmo o doctrina de todo en Dios, con lo que superaba las limitaciones de Schelling a la inmanencia y a la trascendencia (López Morillas, J. 1980:38-39). Con esta superación y la espiritualidad de Krause, es claro que Sanz del Río habría de verse sumamente atraído por aquella filosofía, que, además, era en gran manera coincidente con sus propias ideas innatas, pues como él mismo expresa en su primera carta escrita desde Heidelberg a su amigo y protector D. José de la Revilla, había escogido aquel sistema filosófico porque el pensamiento de Krause se encontraba en perfecta consonancia con el anhelo de verdad que él llevaba dentro de sí (Jiménez, Ant. 2002:97).

Es, sin embargo, cierto que cuando Sanz del Río emprende su viaje a Alemania, ya conocía la filosofía de Krause. Este filósofo no era un perfecto desconocido en España pues si bien es verdad, como antes dejamos dicho, que la cultura española se desarrollaba al margen de las nuevas corrientes filosóficas y que continuaba anclada en sistemas que procedían del pensamiento del siglo XVI, mientras que de la filosofía nacida con el racionalismo cartesiano apenas se sabía nada y que Europa y, más concretamente Alemania, estaban mucho más desarrolladas intelectual y culturalmente que nosotros, no debe dejarse de tener en cuenta que un selecto grupo intelectual había traducido a Ahrens y a Tiberghien. Estos profesores, alemán el uno (aunque profesor en Bruselas) y belga el otro, discípulos ambos de Krause, captaron la atención de los jóvenes filósofos españoles que, mejores conocedores del idioma francés que del alemán, bebieron en fuentes indirectas las enseñanzas krausistas. Navarro Zamorano, Sanz del Río y sus amigos juristas de espíritu liberal, tomaron por primera vez contacto, a través de Ahrens, con la filosofía de Krause y con el idealismo alemán. El estudio del Derecho fue para ellos una introducción a la filosofía. Las ideas de Ahrens les reafirmaba en sus propias ideas liberales y humanitarias (Jiménez Fraud, 1971:321). Trasunto de sus convicciones será esa comunión con el Ideal de la humanidad para la vida, en el que acabará cristalizando el pensamiento de Sanz del Río.

Navarro Zamorano traduce al español el Curso de Derecho Natural de Ahrens. Curiosamente la obra capital del profesor belga era otra: el Curso de Psicología, pero hemos de tener en cuenta que el descubrimiento de la nueva filosofía krausista se efectúa en la Facultad de Derecho y es lógico que a los jóvenes juristas interesara más el aspecto filosófico-jurídico que el filosófico-psicológico. De cualquier modo en estos trabajos y estudios late la inmensa preocupación por la elevación del nivel cultural de España a la que la guerra napoleónica, la represión absolutista y la huida de los liberales ha sumido en un abismo de atraso, siendo el único medio de reflotar el espíritu de la cultura el tratar de alimentarse en fuentes extranjeras, estudiarlas profundamente y contribuir con ello a la formación de un nuevo pensamiento propio (Jimenez, Alb. 2002:62), objetivos estos superponibles a los que Sanz del Río se propone años después cuando traduzca directamente las obras de Krause, porque para ellos estaba claro que el filósofo alemán era la clave para la solución de los problemas de España.

Otro tanto ocurrirá con la traducción de Guillermo Tiberghien, cuyo lenguaje claro y fácil contribuyó a popularizar las complicadas nociones krausistas. Pero esta facultad divulgadora, poseía la contrapartida de un rigor deficiente, lo que en gran manera desvirtuaba el pensamiento genuino de Krause, cosa que las traducciones posteriores de Sanz del Río evitarían y que, por lo intrincado de muchos conceptos de Krause, habían de reflejarse en las críticas de oscuridad y de embrollo que Menéndez y Pelayo le haría. Dice sin embargo Cacho Viú que Ahrens:

“exponía las doctrinas de Krause con mayor elegancia que Sanz del Río y sus discípulos inmediatos, pero acentuaba el carácter ecléctico y conciliador del krausismo, hasta transformarlo en una doctrina de transacción entre la filosofía idealista, los dogmas religiosos y los resultados de las ciencias positivas” (1962:382).

De cualquier modo no podemos dejar de considerar que este conocimiento previo de Krause que poseía Don Julián a través de las obras de Ahrens y Tiberghien, es uno de los motivos, si no el más fuerte, para la polémica elección del filósofo alemán, aunque, desde luego, no el único. A fuer de objetivos hemos de considerar también algún aspecto negativo entre los motivos de la elección. Algunos autores, entre los que contamos a López Morillas, estudioso exhaustivo del krausismo español, considera que el bagaje filosófico de Sanz del Río cuando emprende su vieja a Alemania es escaso. También es escaso su conocimiento del alemán (1980:22-23) y con estas dos limitaciones no es muy fácil que estuviera en disposición de sumergirse en las, casi seguro, parcialmente ignoradas aguas de los más importantes filósofos: Hegel, Fichte y Shelling, pues para un hombre cuya formación académica era eminentemente jurídica en lo científico y francófona en lo lingüístico, no cabe duda de que un conocimiento previo, como el que él poseía de Krause, había de ser una razón de peso importante para su elección y estudio. Así pues Don Julián fue al krausismo, como quien dice, a tiro hecho. Potencialmente ya era krausista antes de salir de España y así lo dice en su carta a José de la Revilla, expresándole la convicción de que la doctrina de Krause era “la eterna y absoluta verdad, la misma que yo encuentro en mi”. Era, pues, krausista avant la lettre (Araquistain, L. 1968:27)

Pero tampoco debemos de dejar a un lado otros motivos más positivos. Don Julián era un hombre reflexivo, tenaz y riguroso, buena prueba de lo cual son los diez años que pasó en Illescas reelaborando su trabajo académico. Esto quiere decir que si hubiera elegido el racionalismo armónico de Krause, a priori y sin otra u otras razones que un prejuicio o por considerar la importación de esta filosofía una labor más fácil y más cómoda, todo el éxito que posteriormente tuvo la difusión krausista en España hubiera sido debido a una feliz casualidad, lo cual dista mucho de ser cierto. No puede rigurosamente aceptarse el acaso como norma de cualquier buena consecuencia social, salvo en el caso del afortunado ciudadano que adquiere un billete de lotería y resulta premiado.

El premio, merecido, por la ingente labor de Sanz del Río, proviene de un esfuerzo que comienza con una misión que implicaba estudiar la filosofía y la literatura modernas de Alemania en toda su extensión, cosa de la que fácilmente puede persuadirse cualquiera que hojeara su correspondencia (Menéndez Pelayo, M. 1965-67. vol. II: 936). Pero era esta una tarea ingente, aún para un buen conocedor del idioma alemán, si solamente habría de dedicarse a ella durante dos años. Por eso era necesario hacer una previa selección, que es, en realidad, lo que hubo de hacer Julián Sanz del Río. Comienza su viaje yendo primeramente a París, tradicional centro de atención cultural para España, y allí visita a Víctor Cousin, el cual le causa una paupérrima impresión. Son al respecto muy ilustrativas sus propia palabras: “Visité a M. Cousin, y sin que como hombre pretenda yo juzgarlo en lo más mínimo, diré que como filósofo acabó de perder el escaso concepto en que lo tenía, Lamento cada día más la influencia que la ciencia francesa –ciencia de embrollo y de pura apariencia- ejerce sobre nosotros hace más de medio siglo.” (1874:66), palabras que bien a las claras destruyen cualquier injusta apreciación que de su mentalidad escasa y de su oscuridad expositiva formulan algunos autores. Es, sin embargo, la visita a Ahrens en Bruselas posiblemente la última causa determinante de su elección. Ahrens le insiste en la conveniencia del estudio de Krause, le anima a ir a Heidelberg y convence al joven español, si no estaba ya lo suficientemente persuadido, de que aquella filosofía y no otra era la más transferible a España y su estudio el más provechoso para la labor de renovación filosófica y regeneración académica que su misión oficial implicaba. No es justo suponer que Don Julián incumpliera a ciencia y conciencia la misión para la que se le había enviado a Alemania, estudiando solamente la filosofía krausista e ignorando cualquiera otra; es más ponderado, como queda ya indicado anteriormente, reconocer que dos años de estudio no podían abarcar todo cuanto se enseñaba entonces en Alemania, máxime cuando aún necesitaba perfeccionar su conocimiento del idioma. Si se repara en su preferencia obsesiva por el krausismo, se comprenderá el peso y el significado que para Sanz del Río tuvieron las conversaciones en Bruselas con Ahrens, sobre todo dándose la circunstancia de que el entusiasmo por Krause le venía a éste de haber sido su discípulo directo en Gotinga en 1831 y que entre ellos había habido una estrecha comunicación y colaboración, hasta el punto de haber abandonado juntos aquella universidad, perseguidos por una marea de intolerancia que, durante un intervalo de tiempo determinado, ahogaba allí todo conato de desviación ideológica (López-Morillas, J. 1980:25).

Así pues, convencido definitivamente por Ahrens, con quien conectaba perfectamente, dada su admiración personal por el profesor de quien había estudiado, como ya sabemos, el Curso de Derecho Natural, se sumerge Sanz del Río en la filosofía de Krause, trasladándose de Bruselas a Heidelberg, donde entra en contacto con dos discípulos distinguidos de Krause, el barón von Lehonardi (yerno y editor de Krause) y Karl David August Röder, quien también, al igual que Sanz del Río, tenía sumo interés en el estudio de la filosofía del derecho. Con ambos krausistas estudió y trabajo intensamente el tiempo que estuvo en Heidelberg, (1843-44) y allí se alojó en casa del historiador Georg Weber, cuyo “Compendio de la Historia Universal” traduciría posteriormente durante sus años de trabajo en España. Como anécdota diremos que tuvo como compañero de hospedaje a un joven ginebrino, también como él dedicado al estudio del krausismo, su nombre era Henri Frederic Amiel, conocido después en España porque el Dr. Gregorio Marañón haría, cien años más tarde, un documentado y brillante estudio sobre su biografía y pensamiento.

Pero no se acaban aquí los motivos de la elección de Sanz del Río. Hemos hablado de sus afinidades filosófico-intelectuales, que ya quedaron suficientemente documentadas. Sin embargo aún pueden subsistir ciertas dudas más profundas sobre la que reputamos voluntaria y meditada preterición de Hegel.

El carácter práctico del sistema de Krause estaba visceral y mentalmente nítido en Sanz del Río. Buena prueba de ello es la carta anteriormente citada en la que abundan las referencias sobre el asunto. Curiosamente el denostado Cousin mantiene sobre Hegel una actitud muy similar a la de Don Julián, según podemos leer en una carta que este escribe a aquel en 1826 en la que expresa que no dudará en cambiar las decisiones de sus maestros en Alemania, en función de las necesidades de su país, pero creyendo que Hegel no será adecuadamente comprendido. (Serreau: 1968:76-77). Es esta una curiosa coincidencia entre Cousin y Sanz del Río; ambos cambiarán la doctrina de sus maestros, Hegel y Krause, para ser útiles a sus respectivos países, pero ambos piensan también que solo una parte de la doctrina hegeliana podrá ser comprendida. A mayor abundamiento, había algo en Hegel que debía repeler profundamente a un espíritu liberal como el de Don Julián: su concepción totalitaria del Estado.

Hay aún otra razón, quizá menos susceptible de ser aceptada hoy, cuando el conocimiento de la filosofía hegeliana es muy común y con ello se ha creado el prejuicio de que siempre tuvo una gran proyección en Europa (ya hemos visto cómo esto no sucedió en España) y que en la Alemania de los años 40 del siglo XIX aún todo el mundo la conocía y la apreciaba. La verdad histórica difiere en algo de este criterio. Son muchos los historiadores de la filosofía que afirman que tras la muerte de Hegel se da un cierto olvido o más bien un claro abandono de su filosofía, posiblemente como reacción al imperio absoluto que había ejercido en vida. Ciertamente durante los dos últimos tercios del siglo XIX se produce un eclipse en la valoración del maestro del idealismo en su propio país. Como afirma Bloch:

“Una parte importante de la vieja e inolvidable Alemania bajó a la tumba con Hegel. Una generación después de su muerte, Hegel había caído en el olvido” (1949:358)

y es precisamente Schelling el nuevo profeta que con el beneplácito oficial se encarga de destronar la filosofía hegeliana en su mismo centro, es decir, en la universidad de Berlín.

Existen al respecto más testimonios y no nos resistimos a citar a continuación un párrafo, realmente un poco largo, que abunda en la anterior afirmación:

“Después de la muerte de Hegel, en 1831, su filosofía había entrado en decadencia en Alemania, siendo presa de fuertes ataques, incluso dentro de las propias filas de los hegelianos, profundamente divididos en derecha e izquierda y había sido sometida por el viejo y destronado Schelling a una crítica sistemática a raíz de su llamada a Berlín en 1841 por el rey de Prusia, Federico Guillermo IV, dentro de las necesidades de la restauración política, para que aplastase la semilla del dragón del panteísmo hegeliano” (Fdz. Lorenzo:1982-83:44).

Aún nos quedan por hacer algunas otras consideraciones sobre la elección efectuada por Sanz del Río. Hemos visto (sin pretensión de agotarlas) las razones por la que no eligió a Hegel, pero aún surge otra pregunta ¿Por qué Krause y no su maestro Schelling? Sumariamente nos hemos referido anteriormente a esta disyuntiva, también formulada por Menéndez y Pelayo, pero aún hemos de profundizar más en el hecho.

Es verdad que cuando Don Julián llega a Alemania, Schelling está en todo su esplendor docente y no puede por menos de extrañar que si el maestro de Krause gozaba de evidente popularidad intelectual y de considerable vigencia, el hecho de haber elegido al oscuro discípulo en lugar del brillante maestro, debió de tener algún motivo que, a primera vista, no se intuye. Hemos de considerar, sin embargo, que pese a ser en aquellos momentos Schelling un importante profesor en Berlín, Sanz del Río estaba en Heidelberg, otra universidad y otro land y las comunicaciones, evidentemente, no eran lo que son hoy; además Schelling no había publicado nada importante desde 1815 y sus escritos de madurez, aquellos que podrían estar en mayor consonancia con las preocupaciones y con la propia mentalidad de Sanz del Río, no se publicarían hasta 1856, dos años después de muerto el maestro, por lo que malamente podría haber conocido la obra de Schelling durante su estancia en Heidelberg. (Jiménez García, A. 2002:101), a pesar de que circulaban manuscritos apuntes y resúmenes de sus lecciones, algunos de los cuales fueron desautorizados por el propio Schelling. Harto tendría pues Sanz del Río con estudiar, en el breve espacio de solamente dos años, a un solo filósofo, máxime teniendo en cuenta, como ya hemos apuntado tantas veces, que su conocimiento del alemán era aún imperfecto.

Finalmente, tampoco parece lógico que hubiera elegido a Fichte, otro de los candidatos manejados por sus críticos. Razones de distancia en el tiempo pueden invocarse para el descarte de este otro importante filosofo. Fichte había muerto veinte años antes, en 1814 pero, sobre todo, resultaba más importante el hecho de que su obra capital, los “Discursos a la Nación Alemana”, era demasiado nacionalista, demasiado alemana, para que, aún suponiendo que Sanz del Río hubiera tenido un conocimiento puntual de ella, la hubiera preferido a la de Krause. Si el propio Hegel había sido desechado por carecer, como se ha visto, del necesario nivel de transmisibilidad para su comprensión en España, cuánto menos importable, en las circunstancias españolas de 1843-44, sería la filosofía de Fichte, quien tanto por su ideología, cuanto por las circunstancias sociales y políticas de los años en que fue elaborada, sería en nuestro país escasamente aceptada y comprendida. Fichte es el profeta y el apóstol del pangermanismo, desprecia a los países “neolatinos de lenguas muertas”, el carácter fundamental de los “Discursos”, su tesis final, sostiene y se centra en que la nación alemana, que no ha sido nunca separada de su tronco primitivo, como las otras tribus germánicas (los visigodos, por ejemplo), constituye “una raza primitiva, un pueblo que tiene el derecho de proclamarse pura y simplemente el pueblo”, por oposición a esas otras tribus desarraigadas, que vinieron a establecerse en Lombardía, Francia o España, contaminándose de romanidad. (Chevalier, J-J. 1972:222). Es esta una filosofía con evidentes resonancias nacionalistas y racistas, impregnada de una autoestima patológica que cien años después, llevada al extremo más radical, desembocaría en las conocidas ideologías de ingrato recuerdo que sumieron a Europa (y al mundo) en la catástrofe bélica de 1939. Difícilmente podrían interesar a un espíritu liberal tales ideas ayunas de los sentimientos de humanitarismo y de espiritualidad que adornaban a Don Julián y que iluminaban toda la obra de Krause.

En definitiva, la adhesión de Sanz del Río al krausismo rayaba en un convencimiento casi religioso de la excelencia y veracidad del sistema elegido. Aquel viaje que emprendió a Alemania sin una idea del todo clara, con una comisión hecha a su inexperto dictado, iría adquiriendo a sus propios ojos un carácter casi mesiánico, considerando su misión como cosa difícil que le requería una constancia y una dedicación que, en sus propia palabras “me esfuerzo en adquirir, pero tardaré mucho en poseer”. Pero hombre de una constancia ejemplar, se hallaba firmemente decidido a cumplir el alto deber que le había tocado desempeñar, aunque preocupado por el hecho de que los dos años de pensionado eran un tiempo escaso para concluir los estudios que había emprendido (Cacho Viú, V. 1962:36).

A mayor abundamiento, circunstancias inesperadas (la muerte de su tío, el canónigo de Toledo) le hicieron acortar aún más su estancia en Heidelberg, pues habría de ocuparse de los trámites de su herencia. Obtuvo el necesario permiso para regresar y volvió a España. Las circunstancias pues, le habían hecho permanecer en Alemania mucho menos de lo previsto; tan solo poco más de un año.

IV
El krausismo en España

Cuando Sanz del Río llega a España se abre un período de incalculable trascendencia, como es el descubrimiento y exploración de los valores de la cultura alemana. A partir de su fecunda labor docente, tras los diez años de reflexión y maduración que pasa en su reclusión voluntaria en Illescas, apenas puede hallarse en nuestra patria un filósofo o un pensador en el que no se refleje con mayor o menor intensidad alguna faceta del espíritu germánico (López-Morillas, J. 1980:85). No obstante su retirada vida de estudio, no se crea que es un hombre ensimismado, al contrario, acude Madrid con regularidad porque quiere estar atento a las novedades y a la marcha de los acontecimientos y, en cierto modo, su influencia en la cultura española comienza aún antes de su acceso a la cátedra de filosofía, a la que prudentemente había renunciado a su regreso de Alemania para reelaborar sus notas y, en suma, para prepararse mejor. Esta influencia es pues un perfecto indicador del éxito que la importación del krausismo habrá de constituir y, aunque con el pensamiento de Sanz del Río vinieron otros matices y otras ideas, no traídas directamente por él, es evidente que su función y su liderazgo son los elementos determinantes de la modernización del espíritu y del pensamiento científico español.

Haría interminable el presente trabajo (de cuya limitación somos conscientes) el analizar todos y cada uno de los resultados que el krausismo produjo en España, por ello nos limitaremos a pocos aspectos del mismo como son sus implicaciones en la religión y en la política, especialmente en la educativa, así como un sumario recorrido al pensamiento de sus discípulos, quienes brillantemente recogieron la antorcha del maestro y crearon un regenaracionismo universitario y social. En realidad el krausismo no fue solo una filosofía, fue también, y en gran medida, un modo de ser, una manera ética de entender la vida y no solamente ética, sino también estética, es decir: un modo de estar. (Posada, A.1981:100). Y lógicamente esto se habría de llevar al terreno de la educación porque los krausistas querían mejorar al hombre y mejorar la sociedad y estaban convencidos de que este doble empeño debería de apoyarse en la educación. Había que formar Hombres (Pérez-Villanueva, I. 2004:20) y la manera de formarlos pasaba por los métodos pedagógicos, por enseñarles a desarrollar libremente sus facultades intelectuales y morales y esto no se construía con procedimientos memorísticos ni con acúmulos de conocimientos, entonces, y aún ahora, tan al uso, sino con una auténtica educación, porque la educación es finura de espíritu y será siempre superior a la mera erudición, por mucho ámbito de conocimientos y mucho espacio cerebral que con esta quiera abarcarse.

Entre los principios de la educación estaba, pese a las enormes falsedades que se han dicho del krausismo español, la educación religiosa. Sanz del Río y sus discípulos fueron religiosos y lo fueron profundamente. Unos, los llamados metafísicos, como el propio Sanz del Río y Nicolás Salmerón, lo eran al estilo del racionalismo armónico, es decir, estaban muy próximos a una identificación de la religión con la filosofía teórica o metafísica. Un ilustre krausista, Francisco de Paula Canalejas, busca en la religión positiva todo lo que hay en ella de sustancial y permanente, algo así como una religión básica y universal o la paradoja de una fe racional. Fernando de Castro, Azcárate y Giner están aún dentro del cristianismo ortodoxo, aunque claramente desplazándose hacia una religión natural (López-Morillas, J.1980:159). En cualquier caso la religiosidad de todos ellos es una religiosidad que podríamos llamar moderna, más de este siglo que del XIX porque carecía del sentido estéril de una obediencia ciega al dogma. Para los krsusistas la virtud consistía en el principio anteriormente aludido: formar al hombre en libertad y en discernimiento, es decir practicaban un catolicismo liberal, consistente en la racionalización de la fe, en evitar una trascendencia que, basada en la revelación, hiciera buscar a Dios fuera del ámbito de la propia conciencia, cuya recta formación depende solo de una armonía racional y, en modo alguno, de verdades impuestas de forma acrítica por unos dogmas cuya autenticidad es, cuando menos, discutible. Increíblemente existen afirmaciones de peligrosidad religiosa revolucionaria, hechas nada menos que en fecha tan próxima a nosotros como el año 1947 hacia Sanz del Río, tal como la siguiente:

“...pero los vaivenes políticos y la libre propaganda de ideas revolucionarias (profesor Sanz del Río) aún ocasionaron nuevos conflictos” (Boulanger, A. 1947:707).

Estas lamentables palabras no son solamente inexactas, sino profundamente injustas. Como ejemplo de la religiosidad humanista de Don Julián, lejana ciertamente a la peligrosidad con que le califica Boulanger, citaremos el siguiente párrafo del Ideal:

“La religión del amor fundada por Jesucristo bajo la forma exterior de la iglesia cristiana ha traído entre todas las instituciones sociales el más precioso fruto de salud sobre la tierra. A esta religión debe la Europa que el puro humanismo sea hoy la base de su civilización, ejemplo y maestra de las restantes de la tierra. Jesucristo ha despertado el sentimiento de la dignidad humana en todo hombre, bajo todo cielo y en todos los estados sociales; ha encendido la celestial llama del amor entre los hombres, la caridad”. (Krause-Sanz del Río. 2002:92). Por otra parte, Don Julián siempre se consideró a sí mismo como un filósofo fiel cristiano, aunque la relación entre el creer y el entender la considera, no desde la fe, sino desde la razón, ya que por ser profesor de filosofía entiende que ésta “da también fuerza a su modo, a la fe, y fe religiosa” (Cacho Viú, V. 1962:133-134)

Nada menos sectario, ni siquiera a la luz de aquellos tiempos en que la iglesia controlaba mentes, conciencias y comportamientos sociales, que el Ideal de la humanidad para la vida y nada que se haya perseguido tanto en aquel entonces por parte de la ortodoxia católica. El libro, juzgado con perspectiva de hoy, puede superponerse, como dirá años después Fernando de los Ríos, a un libro de horas, a un breviario (Cacho Viú, 1962:96). No hay en él (sinceramente lo pensamos, tras su lectura) una sola enseñanza nociva, ni para la religión ni para la moral tal como hoy es entendida, pero menester es detenerse un poco en el espíritu de la época, en las vigencias religioso-sociales de aquel entonces para comprender, aunque no para justificar, la fobia absurda que la ortodoxia oficial, tanto española como vaticana, desató contra sus páginas.

El krausismo no se instala en España sin levantar una fuerte polémica que dura prácticamente todo lo que dura el propio krausismo. Existe una hostilidad difusa contra él durante la década que sigue a la vuelta de Don Julián a la cátedra. Era una doctrina muy nueva para no causar tanto adhesiones incondicionales, como vivos rechazos. Fueron, ciertamente, más estos que aquellas, aunque a la larga el éxito dejó sembrada su simiente en las clases cultas españolas y su proyección, pese a la desaparición de su último fruto, la Institución Libre de Enseñanza, llega hasta nuestros días porque sigue existiendo todavía una intelectualidad tributaria hoy de aquellas enseñanzas. Entrar en el análisis y en la historia de la polémica a la que no referimos, haría excesivamente largo el trabajo que nos hemos propuesto, aunque somos conscientes de su importante interés. Baste pues ahora con hacer una mera referencia al trienio 1865-1867 en que Navarro Villoslada abre el período de máximo encono, exigiendo al gobierno la destitución de aquellos catedráticos que en sus enseñanzas vilipendien a la religión y a la monarquía (López-Morillas, 1980:182). Una actitud verdaderamente irracional en cuanto a la religión porque, como señala Elías Díaz, la filosofía krausista es explícitamente una filosofía, no solo abierta a la religión, sino también, en cierto modo fundamentada en ella. Esta filosofía religiosa suponía conexiones con un pasado y un fondo cultural español, tradicionalmente religioso y ello facilitó su relativamente amplia difusión en España, si bien es cierto, como tantas veces repetimos, que por su racional discrepancia con el mayoritariamente intransigente catolicismo de la época, los filósofos oficiales de aquel entonces la calificaran de perniciosa, pese a su carácter sincera y abiertamente religioso (Díaz, E. 1973:57-58). Por lo que respecta a la monarquía, ésta no tendría por qué sentirse amenazada por los krausistas. El propio Fernando de Castro era capellán honorario de Isabel II y, además de haber hecho pública manifestación de que “todos los días en la misa rezo por ella” ante ella había pronunciado el famoso sermón de noviembre de 1861 en el que con criterios krausistas se explicaba la evolución de las ideas religiosas (López-Morillas, 1980:63). Otro tanto cabe decir de la actitud de Salmerón, que si bien llegó posteriormente a ser el tercero de los Presidentes del Poder Ejecutivo de la Primera República, hizo protesta formal de no haber faltado jamás a ninguno de sus deberes, ni menos a los juramentos de fidelidad que había pronunciado y, cuando el rector de la universidad, Marqués de Zafra, le abre expediente, exige ser sometido a “juicio legal” que disipe toda sospecha acerca de la infracción de sus deberes, sin que Zafra hubiera podido comprobar que expusiera en la cátedra las doctrinas antirreligiosas o antimonárquicas que se le atribuían. La persecución contra él (en prisión en el momento a que nos referimos), era sin duda debida a sus ideas demócratas, expuestas en un meeting celebrado en el Circo de Price no hacía mucho tiempo, pero no en su labor como docente (Cacho Viú, V. 1962:168).

La cátedra de Sanz del Río suscitó inmediatamente, como hemos dicho ya, un importante interés. Acuden pronto a ella discípulos y seguidores, mucha gente ávida de novedades y de respirar aires nuevos. Una primera hornada de krausistas, como peyorativamente la calificaría Menéndez Pelayo, la constituyen personajes ya situados académicamente o ejercientes de profesiones liberales. Sin pretensión exhaustiva citaremos los nombres de Francisco Fernández y González, Francisco de Paula Canalejas, Federico de Castro, Fernández Ferraz, Romero Girón, Miguel Carmona y el que habría de ser luego rector de la Universidad de Central, Fernando de Castro, sacerdote cuyo espíritu de cristiano liberal le llevaría, como a otros muchos krausistas, a separarse voluntariamente, aunque con enorme pesadumbre e íntimo dolor de su alma, del dogma y de la ortodoxia que ahogaban su espíritu crítico y noble.

La segunda generación de krausistas la componen otra pléyade de nombres ilustres, los cuales, por más cercanos a nuestro tiempo serán los que modernizarán y llevarán a su mayor esplendor las ideas del maestro. Algunos brillaron, no solamente en la cátedra, sino también en la política y en el foro. Entre ellos el más importante discípulo y seguidor de Sanz del Río: Francisco Giner de los Ríos; también Nicolás Salmerón, Gumersindo de Azcárate, Rafael María de Labra, Juan Uña, Segismundo Moret, Alfonso Moreno Espinosa, Romualdo Álvarez Espino, Luis Hermida, José María de Maranges y Tomás Moreno Castilla. Aún citaremos una tercera generación, la mayoría de ellos profesores del Colegio Internacional de Salmerón -antecedente inmediato de la Institución Libre de Enseñanza- cuyos nombres son González de Linares, González Serrano, Sales y Ferré, Rute, José de Caso, Lledó, Revilla, Hermenegildo Giner, Ruíz Chamorro y Laureano Alfredo y Salvador Calderón.

Al igual que sucedió en Alemania con Hegel, los discípulos de Sanz del Río se pueden agrupar en dos corrientes dentro de la misma escuela: izquierda y derecha (Jiménez-Landi. 1973:103), pero no hemos de entrar en esta disquisición que nos parece de un puro interés teórico sino que insistiremos en el hecho de que sus enseñanzas crearon una auténtica escuela, cuya implantación se generó por si misma y probablemente sin ánimo de que así sucediera porque lo cierto es que Don Julián siempre negó haberse propuesto crear escuela alguna. Después del Ideal y de Análisis, apenas publicará nada entre los años 60 al 64, aunque su entusiasmo por la filosofía de Krause va en aumento y el número de sus seguidores también, así dentro como fuera de la Universidad (Cacho Víu, 1962:100). Pero cuando arrecian los ataques contra el krausismo se justifica afirmando: “No he formado nunca escuela filosófica, ni pública ni privadamente” y más adelante se reafirma diciendo:

“No he formado tal género de escuela, no lo he necesitado para confirmar esta doctrina (y llámola así en breve, aunque no con toda propiedad) que de ello no depende ni en ello cifra su interior verdad y fuerza, ni, por tanto, se ha mostrado en parte alguna bajo tal escolar forma al lado de otras modernas: como la razón no necesita hacer escuela y forma para estar firme en la verdad” (Sanz del Río, 1874)

Es este párrafo una muestra de su íntima convicción cuasi-religiosa de la veracidad de su sistema que no necesitaba ni aún exponerse en público al igual que lo hacen otras doctrinas filosóficas. La verdad es que, como dice Cacho Viú, el krausismo español no fue nunca una corriente estrictamente filosófica, sino más bien una actitud intelectual o, mejor humana e integral que, apoyada en la doctrina de Krause, va a ser la que adopte una buena parte de la intelectualidad de la generación del 68 y no podemos tampoco dejar de señalar que el movimiento krausista estuvo tan en boga que muchos snobs se autoproclamaban sus seguidores sin haber frecuentado las clases de Sanz del Río, ni haber siquiera leído una sola línea de sus obras (1968:102).

El krausismo no se limitó al ámbito de la Universidad Central, pronto prosperó y se transmitió a otras universidades estableciéndose en otras provincias, donde se formaron nuevos seguidores y discípulos, los cuales en pocos años extendieron la nueva filosofía por todo el territorio nacional. Se implantaron grupos krausistas en varias universidades y en casi todos los institutos de segunda enseñanza. En la capital de España, centro difusor del krausismo, la semilla magistral de Sanz del Río fructificará en ilustres profesores, la mayoría ya citados anteriormente y que a la muerte del maestro ocupaban las cátedras de Principios de generales de literatura española (Canalejas), Historia universal (F. de Castro), Metafísica (Salmerón), Estética (Fernández y González), Derecho político y legislación mercantil (Figuerola), Derecho marítimo (Sanromá), Derecho canónico (Montero Ríos), Hacienda pública (Moret), Legislación comparada (Azcárate), Derecho romano (Maranges) y Filosofía del derecho y Derecho internacional (Giner de los Ríos).

En Sevilla el grupo andaluz de krausistas, muy numeroso, se reúne alrededor de la ilustre figura de Federico de Castro, catedrático de Metafísica de aquella universidad y cuya proyección en cualquier impulso cultural de aquella provincia es inmensa. Funda bibliotecas, laboratorios, el Ateneo Hispalense, el Museo Antropológico, así como la Revista de Filosofía, Literatura y Ciencias, de Sevilla y colaborando en estas y en otras tareas que sería largo enumerar con personajes tan importantes como Sales y Ferré y Antonio Machado Núñez.

Otra muestra importante de la proyección krausista es la universidad de Valencia, donde existe un grupo constituido por José Villó, Eduardo Pérez Pujol, Alfredo Calderón, Aniceto Sela (que después brillaría en Oviedo con luz propia) y Eduardo Soler, único valenciano del grupo. Hombres todos ellos y cuya labor docente y extradocente, ocuparía más páginas de las que disponemos en el presente trabajo.

Mención especial merece a nuestro juicio la universidad de Oviedo, cuyo grupo krausista de catedráticos innovadores es sin duda el más compacto, el que más sólidamente llegó a fraguarse y a actuar. Por la universidad ovetense pasaron, desde los viejos maestros krausistas, compañeros de Don Julián Sanz del Río y, a la vez compañeros y alumnos de Giner, hasta otros de la tercera generación entre la mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX (Gómez Molleda, Mª D. 1966:312-13). Es el primero de estos profesores Eugenio Montero Ríos, luego catedrático en Santiago y más tarde en Madrid. A la segunda hornada pertenece Piernas y Hurtado, de quien fueron alumnos y luego catedráticos Leopoldo Alas (Clarín) y Adolfo Posada, quienes serían quizá las figuras más destacadas del grupo, junto con Aniceto Sela. Otro importante krausista ovetense es Adolfo Álvarez Buylla, fundador de una dinastía de asturianos que brillaron en el mundo de la cultura, de la política, de la milicia, del derecho y de la medicina. Junto con los antedichos está la figura de Rafael Altamira, autor de la Psicología del pueblo español, libro que mereció un estudio de Unamuno. Altamira y Aniceto Sela, así como Aramburu, Posada y Acevedo, serán, además, amigos muy estimados del Rector de Salamanca, con quien mantuvieron asidua correspondencia. Aniceto Sela, que provenía, como antes decíamos, de la universidad valenciana, se integra en la de Oviedo en 1891 y divide su labor entre el krausismo jurídico, ya con tintes positivistas y la preocupación pedagógica para la transformación ética del hombre. Fruto de todas estas preocupaciones y del interés de todo el grupo por los problemas sociológicos y pedagógicos de la época, es la creación de la Cátedra de extensión universitaria, para el fomento de la educación popular mediante charlas de vulgarización científica y clases nocturnas para obreros.

Pero, como es sabido, el krausismo, su apóstol Sanz del Río y la importante nómina de sus discípulos, no solamente suscitaron adhesiones profundas, sino que desataron también la enemiga y el encono de una sociedad y de una política que eran precisamente lo que Sanz del Río y Gómez de la Serna, a través de la renovación universitaria y de la reforma de la enseñanza, querían transformar. Así Don Julián, Salmerón, Azcárate y Giner de los Ríos, eminentes profesores krausistas, acabaron siendo desposeído de sus cátedras por el inicuo decreto de Orovio y el Ideal de la humanidad para la vida incluido en el índice de libros prohibidos en 1865 por la Congregación del Syllabus, especie de Santo Oficio que, felizmente desaparecido, estuvo vigente, aunque cueste creerlo, hasta el último Concilio Ecuménico Vaticano II.

Las razones de esta persecución hay que buscarlas en la tradicional intransigencia dogmática y en el clericalismo más abyecto y reaccionario, que no acepta, siguiendo ciegamente órdenes tanto de la jerarquía española como vaticana, ninguna disensión, ni menos aún ningún movimiento social o intelectual que puedan constituir una competencia y que priven a la Iglesia del poder omnímodo que ejercía sobre mentes y corazones. Aún conscientes de que cometeremos una pequeña digresión, merece la pena que retrocedamos algo en el tiempo y examinemos cual era la posición europea y cual la española en los años en que empieza gestarse la renovación que significará el viaje a Alemania de Sanz del Río.

Corren por la Europa de los años 40 vientos liberales, especialmente en Francia y en Italia.

En esta última, disgregada en cuatro reinos y ocupada la Lombardía por los ejércitos austriacos, un fuerte sentimiento de unidad nacionalista establece claras esperanzas de que Carlos Alberto de Cerdeña-Piemomte llegue a echar de Italia a los austríacos y a conseguir la ansiada unificación. Gioberti, valedor de la figura del Papa, como garante de la unidad y de la independencia de Italia, trata de unir a éste con la casa de Saboya y dirige a Carlos Alberto aquellas palabras que Maquiavelo había dirigido trescientos años antes a su príncipe:

“Ponga mano Vuestra Majestad en este asunto para que cese este bárbaro dominio y puedan hacerse otra vez realidad las palabras de Petrarca:

“Virtú contra furore,
prenderà l´arme é fia´l combatter corto;
che l´antico valore
nell´ italicci cor non é ancor morto”.

En el cónclave de 1846, para mayor alimento del fuego nacionalista y liberal, es elegido papa el cardenal Mastai-Ferretti, un aristócrata de la pequeña nobleza provinciana, que en su juventud había tenido la típica vida del hijo de familia desocupado y galante pero, al igual que sus padres, de ideas nacionalistas y liberales y cuya vocación religiosa no le llegó hasta bien entrado en la treintena. Le venía pues de sus antecedentes familiares la general consideración que gozaba como hombre de ideas profundamente renovadoras y liberales. Esta elección cayó como una bomba en la ultraconservadora Austria, donde Metternich, desolado por la noticia inesperada, dice: “Me esperaba cualquier cosa, menos un papa liberal...” (Montanelli, I.1973:141). Acorde con este espíritu, una amnistía general en los Estados Pontificios es el primer acto de gobierno de Pío IX y una fluida corriente de bendiciones, loas y parabienes se establece entre el papa liberal y la casa de Saboya. En el 48 la revolución que se extiende por toda Europa, alentada por las ideas del siglo, románticas y humanistas y también imbuidas de una mística de redención obrera, es bendecida y apoyada en Francia por la propia jerarquía católica. En Holanda los protestantes se ven obligados a establecer un sistema más tolerante con los católicos (Boulanger, A.1946:769) y en Inglaterra, país tradicionalmente antipapista, se extiende un movimiento de entendimiento entre el Estado y la Iglesia romana. En España, sin embargo, sucede todo lo contrario. El gobierno de Narvaez cierra puertas y ventanas a la penetración de las ideas liberales europeas y, entre nosotros, la revolución del 48 es prácticamente inexistente, de modo que no se produce un movimiento recíproco de tolerancia hacia lo liberal progresista o hacia lo que no sea católico y conservador a machamartillo. El día 7 de mayo de 1848 hay en Madrid un conato de revolución urbana que se liquida fusilando a algunos militares sublevados, concretamente, un sargento, dos cabos, cinco soldados y cinco paisanos (ningún oficial superior...) Poco después en Sevilla, el 13 de mayo, hay otra algarada resuelta por parecido procedimiento. Así terminaron en España las que Galdós llamó “Tormentas del 48” que se resolvieron expeditivamente. A fin de no dejar ningún cabo suelto, Bulwer, embajador de Inglaterra en España que veía con buenos ojos la revolución y que trataba con intrigas y correos, de favorecer el regreso a España del progresista Espartero, exiliado a la sazón en Inglaterra, es expulsado con una nota de protesta a Lord Palmerston por “su injerencia intolerable en los asuntos internos españoles”, Palmerston no admitió la protesta española y respondió dando los pasaportes a Istúriz, nuestro ministro en Londres. Las injerencias de Bullwer habían consistido pues, quizás imprudentemente, en favorecer desde la embajada el movimiento liberal. (La Fuente, M. 1890. vol. 23:83)

En Roma la reacción antiliberal por cuestiones que sumariamente citaremos pero que no podemos entrar a analizar en profundidad, frustra definitivamente la apertura católica hacia una mayor libertad de pensamiento. Los motivos ilusionados por los que una luna de miel tan feliz, que hacía gritar ¡Viva il papa! a toda Italia y aún a toda la Europa liberal y progresista, se transformaron al poco tiempo en un marasmo reaccionario. La guerra por el dominio de los Estados papales, el temor al rojo garibaldino, la huida del papa a Gaeta, los manejos de Cavour y de Napoleón III, a pesar de los ejércitos enviados a Italia por este y por el moderantismo español y a pesar también de la reposición del papa, tras la proclamación de la capitalidad romana del Reino de Italia por Víctor Manuel II, surge aún más virulenta la reacción católica y se crea un clima que termina con las ansias liberales y hacen del papa un ultraconservador y un reaccionario, prisionero de si mismo e incapaz de mantener ni de dominar los entusiasmos que había suscitado. (Montanelli, I. 1973:149)

Viene a cuento todo lo antedicho por el impacto que en la política española causaron los acontecimientos italianos. Un nuevo concordato en 1851 restablece la tradicional alianza del trono y el altar sobre nuevas y firmes bases conservadoras, de las que nacerá el olvido de la desamortización y la colaboración con la ortodoxia que, con diversos avatares, polémicas, cambios en la política, unas pocas veces favorable a los liberales y otras, casi todas, a los moderados, llevará finalmente, a Orovio en 1867 a exigir juramento de fidelidad a los profesores con los dogmas de la Iglesia, porque el Estado español proclama a la religión católica como la única oficial y asume el mantenimiento del culto y del clero. Sanz del Río y sus discípulos se niegan a suscribir el documento que consideran ofensivo para la libertad de cátedra y aún para su honor y son privados de la docencia. El trono y el altar seguían persuadidos de que eran víctimas de los ataques de la intelectualidad liberal, encasillados en un pensamiento inmovilista y retrógrado. La miopía político-religiosa del estamento dirigente español, no era capaz de comprender que sus enemigos eran sus propios errores, cuya dinámica fatal acabaría llevándolos al desastre.

La Gloriosa Revolución de septiembre de 1868 repone a los disidentes en las cátedras. Al año siguiente moriría a la edad de cincuenta y cinco años Sanz del Río. La muerte, aún a edad tan temprana para los parámetros actuales, fue piadosa con él, evitándole volver a pasar por la repetición del inicuo despojo que se llevaría a cabo, otra vez por Orovio, en 1875, tras las grandes ilusiones liberales y reformadoras del Sexenio Democrático.

Al definir a los krausistas como católicos liberales, alguien ha querido ver en esta definición un soterrado espíritu protestante importado de Alemania, (Castro, F de.1962:280) como la propia filosofía krausista. Ello está lejos de ser cierto. El liberalismo de Sanz del Río y de sus discípulos era perfectamente compatible con la religión católica, no así con el dogmatismo irracional ni con la obediencia ciega, menos aún con la imposición de normas atentatorias contra la libertad de enseñanza. Cualquier mentalidad que haga del discurso de la razón y de la filosofía su regla de vida, no puede ser constreñida a la observancia obsoleta y, desde luego, ya en aquellos tiempos absolutamente superada en toda Europa, de la patrística ni de la escolástica.

Así se celebra en 1870 el Concilio Vaticano I que no se limita a condenar todo lo que se llamaron errores modernos, es decir aquellos avances en el pensamiento que se habían logrado en el fructífero siglo XIX europeo, que tras el romanticismo, nacido del sturm und drang, (Mme. De Staël, Schiller, Goete, etc) y tras la dictadura bonapartista, brillaron en todo su esplendor como eran el liberalismo, el socialismo, la libertad de pensamiento, la denostada masonería y, como culmen y corona de adoctrinamiento sin posibilidad de réplica, se define como dogma la infalibilidad papal en materia de fe y de buenas costumbres, lo que equivalía a decir que la dominación del espíritu y del pensamiento y la propia injerencia de la Iglesia en la vida pública y aún privada ya no admitía la menor réplica por parte de quienes no comulgaran con la verdad oficial.

Esta comunión, para los krausistas era imposible e impensable, era lo que en lenguaje coloquial se llama una auténtica comunión con ruedas de molino y, naturalmente se vieron, con amargo sentimiento por su parte, separados del catolicismo oficial. Además, para aquella sociedad y para sus dirigentes adscritos al moderantismo reaccionario, el krausismo olía literalmente a masonería, pues masón había sido Krause (Ureña, E. 1991:185) y desde las instancias de la ortodoxia oficial menéndezpelayista, se había motejado a Sanz del Río y a sus discípulos de “logia vergonzante”. También el catolicismo liberal de los krausistas despedía un cierto aire de larvado protestantismo, derivado de su convencimiento de que la comunicación del hombre con Dios se establecía, no a través de pontífices, sino de la propia conciencia y por todo ello se desató nuevamente la persecución contra ellos y vuelven a ser, como quedó dicho, desposeídos de las cátedras en 1875.

El estamento tradicionalista asumió, desde el principio de la polémica, el papel de acusador de los krausistas. Como buenos herederos que eran de las masas carlistas que habían luchado contra Isabel II, se sentían imbuidos ahora de razón, al comprobarse que la alianza del trono con el liberalismo era cuestión imposible. Sus ataques, si bien estaban inspirados en una fiel observancia del dogma y de la ortodoxia vaticana, no carecían en absoluto de un claro aire de revanchismo (Cacho Viú, V. 1962: 184-85), ni de los afanes autoafirmatorios de un “ya lo decíamos nosotros”, haciendo de la cuestión universitaria, que les quedaba bastante alejada, un importante problema político, como si en vez de perseguirse a unos intelectuales por su defensa de la libertad de cátedra, se persiguiera a peligrosos delincuentes y revolucionarios de fusil y barricada.

V
La Institución Libre de Enseñanza

Pero la vocación de la enseñanza es para los krausistas, más que el ejercicio de una profesión, un verdadero sacerdocio. El afán de instruir y la voluntad de no doblegarse ante la injusticia va a hacer nacer en España una institución por la que pasará una pléyade de intelectuales cuyo impacto en la cultura y en la regeneración filosófica, ética, estética y aun política no tiene parangón en la historia moderna de nuestra patria.

La Constitución de la restauración (1876) dejaba una escapatoria gracias a la cual no se perdió el magisterio privado de los desposeídos de la cátedra. Los ambiguos artículos 11 y 12, cuya discusión parlamentaria consumiría muchos días y muchos turnos de discusión y debate, establecían, a la vez que la confesionalidad católica de la enseñanza oficial, la libertad de la enseñanza particular. Así el artículo 12 concretamente decía: “todo español podrá fundar y sostener establecimientos de instrucción o de educación con arreglo a las leyes”. Omitimos hacer comentarios y disquisiciones sobre esta ley fundamental. Los que interesan a nuestro propósito están ampliamente tratados por Cacho Viú (1962:394 y sgs.), páginas a las que nos remitimos para documentar las opiniones que siguen a continuación. Sí diremos, sin embargo, que dicha constitución era bastante más progresista en la letra de lo que podía esperarse en aquella época de reacción y que si bien no establecía la igualdad religiosa, sí que consagraba por lo menos la tolerancia. Los católicos gozaban ciertamente de privilegios, especialmente en cuestiones de culto y de enseñanza en las escuelas. Se amparaba el gobierno en el criterio de que tal era la voluntad mayoritaria del pueblo español. El herir los sentimientos de la intolerancia de una mayoría se consideraba un crimen abominable; en cambio herir los de una minoría, por pequeña que fuera, se aceptaba como justo. Esta actitud imprudente dio, por lógica consecuencia, una tremenda importancia y fuerza al número insignificante de disidentes y elevó a los krausistas al rango de campeones de la justicia y de la civilización, contra el oscurantismo y la tiranía. Esto bastó para que los gobiernos liberales, en los períodos que el turno pacífico les permitió gobernar, restituyeran en sus cátedras el año 1881 a los profesores krausistas que felizmente ya no volvieron a ser destituidos de ellas (Castillejo. 1976:90-91).

Pero hasta este momento de justicia y de tolerancia, transcurre un tiempo durante el cual hubieron de ejercer su magisterio en forma absolutamente privada. En 1866, un grupo de estos profesores destituidos, algunos pensadores y también algunos políticos liberales fundan la Institución Libre de Enseñanza, sobre las mismas bases que les eran tan queridas y que les habían costado el verse privados de sus cátedras. Eran estas la independencia o disociación de toda confesión religiosa, escuela filosófica o partido político, la libertad y la inviolabilidad de la ciencia así como el derecho de todo maestro al ejercicio y a la transmisión independiente del conocimiento, sin interferencia ni control de ninguna autoridad. El alma de la Institución era, sin duda, Francisco Giner de los Ríos, sin cuya ingente obra personal, entusiasmo y dedicación no hubiera podido gestarse ni realizarse el proyecto de educación en libertad más importante del siglo XIX, cuyas proyecciones culturales y académicas llegan a ocupar todo el primer tercio del XX. Merece la pena que nos detengamos, aunque sea con la necesaria brevedad, en la biografía de Giner. Nace este en Ronda el 10 de octubre de 1839, hijo de un funcionario de Hacienda, razón por la que ha de cambiar frecuentemente de residencia, siguiendo la carrera administrativa de su padre. En Cádiz realiza la primera enseñanza y en Alicante el bachillerato. De allí se traslada con su familia a Barcelona en cuya Universidad comienza la licenciatura en Derecho y conoce a un maestro que le influirá poderosamente, Llorens y Barba, de quien recibirá el influjo y la vocación por la docencia. Al año siguiente ingresa en la Universidad de Granada en la que permanecerá durante nueve años, estudiando Derecho y Filosofía y Letras, iniciándose allí en el estudio de los filósofos que habrán de marcar su porvenir. Son estos Kant, Hegel, Ahrens y el propio Krause, a través de las obras de Sanz del Río. En 1863, ya licenciado en Derecho y bachiller en Filosofía y Letras, se va a Madrid para doctorarse. Allí se introduce en los círculos intelectuales capitalinos mas conspicuos, frecuenta el Ateneo y recibirá el influjo más importante de su vida que será el contacto directo con el que considerará su verdadero maestro, Sanz del Río, verdadero revulsivo para Giner de la renovación cultural española.

Parece evidente que sin el magisterio de Sanz del Río la vida académica y quizás personal de Giner no hubiera sido lo que fue. Con él forjó una filosofía sistemática junto con una moral laica que desarrollaba hasta límites insospechados la conciencia individual, así como la íntima y siempre firmemente mantenida convicción de que todos los problemas de España se reducían y se sintetizaban en el problema de la educación. Solucionar pues el problema educativo, era solucionar a la vez el problema de España. De aquí que tanto el krausismo, como el krausopositivismo tuvieran en la pedagogía su herramienta más querida y su aliada fundamental. Catedrático en 1866 de Filosofía del Derecho y de Derecho Internacional en la Universidad Central, su adscripción al krausismo empieza a causarle dificultades y solo gracias a la intervención de su tío Don Antonio de los Ríos Rosas, accede formalmente a la cátedra en 1867, aunque poco va a disfrutar de la misma, porque la llamada primera cuestión universitaria le envuelve en sus avatares y por solidaridad con sus colegas Castro, Salmerón y Sanz del Río se va a ver desposeído de ella. La Gloriosa Revolución de 1868 repone a los expulsados y aún los ensalza pues les entrega la universidad para su reforma, así Castro es nombrado rector y Sanz del Río decano de Filosofía y el propio Giner se encargará la Revista de la Universidad de Madrid, pero también esta vez durará poco su permanencia en la cátedra porque la restauración vuelve a traer a Orovio como ministro, quien retornando por sus fueros, al igual que en el 67, decreta la expulsión de numerosos catedráticos, entre ellos los krausistas Giner, Salmerón y Azcárate. Era la segunda cuestión universitaria hasta que en 1881 Albareda repondrá definitivamente a todos los catedráticos expulsados.

Giner muere en Madrid el 18 de Febrero de 1915, dejando tras sí la más limpia ejecutoria de la docencia española y el mayor espíritu de dedicación a ella y a la pedagogía, únicamente comparable a la de su maestro. Desde su expulsión de la cátedra, hasta su muerte, y pese a la reposición definitiva de Albareda, la Institución Libre de Enseñanza, que fue su creación, será también su razón de ser y de vivir, dedicando a ella todos sus afanes como maestro y como persona.

Queremos resaltar, entre todas las virtudes de Giner de los Ríos, que son muchas, una que en los tiempos actuales está por desgracia bastante devaluada, su sentido del honor. El honor, la palabra dada, la hidalguía y, en definitiva, ser y comportarse como un caballero, hace tiempo que causa indiferencia a muchas gentes que han hecho del pragmatismo un culto y para quienes una de los religiones más antiguas de la humanidad, la adoración del becerro de oro es la única que merece la pena de ser practicada asiduamente. Giner de los Ríos es por todo y ante todo un hombre de honor. Involucrado en la llamada primera cuestión universitaria ya antes tratada, hubiera podido fácilmente hurtarse a las consecuencias a las que se vieron sometidos Sanz del Río, Salmerón o Fernando de Castro, pero Giner, en estrecha solidaridad con ellos, decide sacrificarse voluntariamente (Cacho Viú. V. 1962:178 -179) y arriesgarse a correr su misma suerte. Cuando ya han sido expulsados Don Julián y Salmerón y faltaba solo la formalidad de dictaminar también la separación de Fernando de Castro, parecía que la cuestión universitaria estaba zanjada. Sin embargo es en ese momento cuando sale a la palestra Giner de los Ríos y el día 29 de enero dirige una instancia al Ministro de Fomento protestando por la separación de Sanz del Río y de Salmerón y acusándole de que en el procedimiento se habían infringido las leyes generales del reino y muy especialmente la de Instrucción Pública, así como todas las prescripciones reglamentarias y administrativas sobre la materia. En otras palabras: acusaba al gobierno de arbitrariedad y de faltar al honor del cuerpo universitario y muy especialmente al del profesorado y a su dignidad personal. Se queja también ante las Cortes, diciendo “hallarse en lo esencial conforme con el sentido y el espíritu científico de los profesores separados” y expresando a la vez su firme voluntad de seguir exponiendo sus enseñanzas en su cátedra conforme a su recta conciencia, sin admitir la intolerable injerencias que el gobierno trataba de imponer.

Le faltó pues tiempo para adherirse a sus maestros y, lógicamente las consecuencias fueron su propia suspensión y la apertura de expediente disciplinario en el cual el rector, como instructor del mismo, le hizo directamente las preguntas acostumbradas sobre sus creencia religiosas y sobre su fidelidad a la monarquía. Giner no quiso contestar ni “sí” ni “no”, tal como se le pedía, alegando que en su día ya había jurado sobre los evangelios todo lo que la ley exigía jurar, como lo hacían en su toma de posesión todos los funcionario y todos los docente, así que el hecho de ponerle de nuevo ante la tesitura de volver a repetir sus juramentos era dudar de su honor y de su palabra. Por ello no estaba dispuesto a acatar tal arbitrariedad y elevó una segunda exposición al Ministro de Fomento en protesta por ese interrogatorio que consideraba extraño a sus deberes académicos. El Consejo de Instrucción Pública, basándose precisamente en que a todo funcionario se le podía exigir cuantas veces se creyera oportuno el juramento que “está obligado a reiterar cuantas veces se lo ordenen sus legítimos superiores, como lo hacen las clases de la sociedad de mayor perfección religiosa” propuso la separación de Don Francisco, quien, como ya sabemos, permaneció suspendido de sus funciones docentes hasta que la revolución de septiembre de 1868 le hizo justicia y le repuso a él y a todos los separados de la primera cuestión universitaria.

Otra muestra del sentido del honor de Giner de los Ríos y de su alto concepto de la propia dignidad, la tenemos durante los tristes avatares de la segunda cuestión universitaria. El 26 de febrero de 1875 vuelve, como sabemos, Orovio al Ministerio de Fomento y vuelve también a reproducirse una vez más el clima de desconfianza hacia los catedráticos krausistas y a vigilar nuevamente la llamada disciplina académica. Tras órdenes y decretos que no nos detendremos a comentar, surge el primer incidente en la Universidad de Santiago de Compostela, siempre por la defensa de la libertad de expresión y de enseñanza. Provocan este nuevo episodio los catedráticos Calderón y González de Linares, ambos discípulos de Giner. Estos, tras mantener diversas conversaciones con el rector, que intenta amigablemente arreglar la sempiterna disputa krausista con los poderes públicos, se manifiestan irreductibles en sus posiciones y son separados de sus cátedras. Las noticias llegan a Madrid y producen un aguzamiento del clima de inquietud que venía gestándose entre el profesorado liberal a raíz del decreto de Orovio. La prensa, también en parte sometida a vigilancia policial, recoge el incidente en estos términos sombríos:

“No creemos que dentro de las condiciones legales a que está sometida la prensa podamos emitir nuestro juicio completo sobre una materia que no puede ni debe tratarse de soslayo, ni incidentalmente, sino por derecho y en toda su integridad” (El Imparcial, 28-feb.1875)

Con una prensa, cuya libertad había sido regulada por un decreto (29 de enero) que prohibía cualquier crítica al sistema monárquico-constitucional, sujetada por tanto y parcialmente amordazada y con una Universidad también en régimen de libertad vigilada, los ánimos no podían por menos de enconarse e incluso de extremarse, radicalizando las protestas y los malos humores de los krausistas las cuales, aunque justificados en gran parte porque llovía sobre mojado, llevaron a más de un profesor, incluso de los que recusaron las posteriores violencias del gobierno, a no aprobar tampoco la intolerancia doctrinal de que hacían gala los krausistas (Cacho Viú, V. 1962:290). Pero las persecuciones inclementes y sistemáticas, acaban siempre y en todo asunto, por difuminar en parte las razones del perseguido. Ello es así porque se producen dos fenómenos: uno el resentimiento del ofendido, otro la indiferencia y el cansancio de aquellos a quienes la injusticia no atañe directamente.

Castelar, motu proprio, renunció a su cátedra e hizo un discurso en las Cortes que ponía en solfa al sistema y también a la Iglesia, reprochando al ministro el anteponer los cánones del Concilio de Trento y los del Vaticano I a las leyes de la razón humana y Giner, siempre consecuente y solidario, antes de que nadie le hubiera reprochado nada, dirigió un escrito al rector identificándose con los criterios de sus alumnos, ahora catedráticos de Santiago. Las consecuencias, al igual que años antes, fueron funestas para él, se le expedientó y se dictaminó su destierro. De forma verdaderamente poco digna, se le saca de su casa estando enfermo de un proceso catarral y anginoso (entonces más grave que hoy) y se le lleva conducido a Cádiz en iguales condiciones que cualquier peligroso delincuente. Allí habría de embarcar al destierro definitivo en las Islas Canarias, cosa que no llegó a cumplirse, pero que no atenúa en nada la actitud indigna de las autoridades políticas.

Se producen fuertes reacciones en los periódicos en defensa de Giner y no faltaron tampoco personas influyentes que mediaran en la solución amigable del conflicto, ya cerca del gobierno, ya tratando de convencer al propio Giner de suavizar su postura. Todo fue inútil ante el espíritu recto e indomable de éste. El propio gobierno, persuadido de la dureza poco justificable con que había tratado a Giner, ordenó al gobernador de Cádiz que le pusiera en libertad y le permitiera trasladarse al punto que tuviera por conveniente. Giner rechazó cualquier trato de favor y así lo expuso en una carta cuya dignidad y sentido del honor, merece que copiemos el siguiente párrafo:

“La dignidad e inmunidad del profesorado, holladas violentamente en mi persona, me vedan en absoluto aceptar favor alguno del gobierno, cuya supuesta clemencia añade nueva injuria a las que tan inmotivadamente me ha inferido. Así, por ejemplo, como me he negado a cambiar esta residencia por la de Vélez-Málaga, me negaré a recibir cuantos beneficios dependa de mí utilizar”

Queda reflejado suficientemente el claro concepto del honor que adornaba a Don Francisco Giner de los Ríos y cómo, a pesar de las para él funestas consecuencias de su gallardía, supo mantener su dignidad y su hombría sin desmayos y sin concesiones. Lo contrario sería traicionar sus principios, cosa a la que no estaba dispuesto ni lo estuvo nunca. Este mismo espíritu de independencia y de rectitud es el que trasladará a su magisterio en la Institución Libre de Enseñanza cuya idea se gesta precisamente durante este segundo alejamiento de la Universidad.

En Cádiz fue madurando la idea que le llevaría en 1876, junto con otros compañeros y correligionarios a fundar la Institución Libre de Enseñanza y donde, por fin, pone en práctica y sin restricciones todas las ideas reformadoras que la enseñanza oficial no toleraba y que tanta gloria y tanto brillo darían a las generaciones de intelectuales que en ella se formaron. La trayectoria vital de Giner, a partir de este momento, se funde y se pierde en la propia historia interna de la Institución durante casi cuarenta años de una actividad pedagógica incansable.

De vuelta a Madrid, ya en libertad, comienza a madurar el proyecto: “a ver si puedo vivir de mi trabajo”, según sus propias palabras y tras reuniones con Nicolás Salmerón (anterior fundador del Colegio Internacional), Gumersindo de Azcárate. Montero Ríos, Figuerola, González de Linares y Moret, en 1876 se elaboran las bases provisionales para la constitución de la Institución cuya idea fundamental, según su campaña de publicidad, no era solamente la libertad de enseñanza en estricto sentido, sino la de cátedra, como faceta importante de la libertad de pensamiento. Era la primera vez en España que se realizaba un esfuerzo de este género prescindiendo de la tutela del Estado. Se estudió, como es lógico, la financiación del plan, mediante la emisión de acciones y la búsqueda de patrocinadores de la empresa. No fue ello tarea fácil, eran mayores la ilusiones que las posibilidades, pero no faltaron los apoyos financieros imprescindibles y suscribieron acciones numerosos personajes de la banca, de la política, de la milicia, de la sociedad y de la Universidad, todos ellos bajo la común denominación del liberalismo, pero cuyas ideologías cubrían un amplio espectro dentro de este principio doctrinal.

La Institución empezó su andadura como Universidad privada. Esta era la gran ilusión de Giner. Sin embargo, tras el primer curso, la falta de alumnos para los estudios superiores hubo de constreñir a la Institución a la enseñanza media. No fue ello seguramente una desgracia, sino más bien todo lo contrario. A más temprana edad se forma mejor el intelecto y la voluntad del discípulo y en 1878, en virtud de este criterio, se introduce la educación primaria bajo los principios pedagógicos de Fröebel y Pestalozzi. Sus fundamentos se asentaban en las ideas de educación e instrucción, preocupaciones máximas de Giner cuya idea fundamental, largamente meditada y elaborada e inspirada sin duda por las enseñanzas de Sanz del Río, era la educación integral del hombre a partir del desarrollo de las propias aptitudes y capacidades. Lo que él deseaba era la formación de un hombre nuevo, de un hombre interior en consonancia con su propia idea de la España nueva que anhelaba y que necesariamente habría de romper con las tradiciones imperialistas y mesiánicas, ya periclitadas, de una España que en su decadencia casi trisecular no hacía sino mirar a un pasado que no podía volver. Era pues necesario arrinconar nostalgias y, mirando al futuro, emprender el camino de la tolerancia y de la apertura europeísta. Camino necesariamente del anti dogmatismo, del renacimiento espiritual, basado en las oportunidades que podrían ofrecer la libertad y la ciencia y, como consecuencia, la realidad social de un régimen estable que propiciara la verdadera democratización del pueblo, la cual depende básicamente de la educación.

La Institución fue pues la palanca para poner en marcha este tipo de educación. Los principios pedagógicos de la misma, brevemente reseñados, consistían en el binomio educación-instrucción:

“nada de sistemas memorísticos mecánicos dirigidos a nuestras facultades inferiores [...] librándonos del aquel trabajo de buscar la verdad por nosotros mismos que Lesing reputaba el más característico de seres racionales (Giner, F. 1886:97).

Educación activa: cosa contraria a la pasividad de la enseñanza tradicional y haciendo que el niño se motivase, desarrollando en él la intuición y la creatividad.

“que el niño investigue, que arguya, que dude, que cuestione, que despliegue las alas del espíritu” (Giner, F.1886:28).

Educación integral: es decir, la formación del hombre armónico, según los parámetros del Ideal de la humanidad, que desarrolla en plenitud el espíritu y el cuerpo, sin que nada importante quede fuera del ámbito educacional. Educación en libertad: entendiendo la libertad, no solamente como la del docente, sino también como un derecho del alumno. Enemigo de los exámenes que:

“destinados a comprobar la suficiencia de los alumnos obedecen a una concepción y a un orden de cosas a que de día en día van sustituyendo ideas más razonables” (Giner, F. 2004:307)

Educación neutra:

“La Institución no puede ser en modo alguno una escuela de propaganda. Ajena a todo particularismo religioso, filosófico o político, absteniéndose de perturbar la niñez o la adolescencia anticipando en ellas la hora de las divisiones humanas” (Cossío, M. 1966:22).

Escuela unificada: Constituyendo un todo armónico la formación integral desde el parvulario, pasando por la primera y la segunda enseñanza, sin romper el ciclo y tomando este conjunto como un bloque indivisible, no como diversas etapas a las que corresponden distintos contenidos (Giner, F, 1924:16), Coeducación: No hay razón plausible para que se prohiba en la escuela la comunidad en que uno y otro sexo viven en familia. La coeducación es uno de los resortes fundamentales para la formación del carácter moral, así como de la pureza de las costumbres y el más poderoso auxiliar para terminar de raíz con la inferioridad de la mujer (Cossío, M. 1966:23-24). Finalmente se prestaba honda preocupación a la Familia y la educación, considerando que la escuela no era una alternativa a la educación del niño en el seno de la familia, sino un complemento. Por ello la Institución no era partidaria del internado, tan en boga en aquellos tiempos y aún hasta los años 70 del siglo XX. No obstante Giner dio a la Institución el aire de una gran familia en la que profesores y alumnos, lejos de estar en distintos planos, sin merma de la necesaria jerarquía, establecían una convivencia y un diálogo fecundo que hacían que el niño no se encontrase indefenso o desprotegido fuera de su ámbito familiar.

Principios todos ellos, como se puede ver, muy avanzados para su época, viéndose el día de hoy como muy plausibles y razonables, lo que prueba el espíritu realmente avanzado de Giner y de sus colaboradores, que fundamentaba su vigencia en una auténtica socialización y en el aprendizaje de un estilo de vida que propició en su tiempo una serie de mitos a los que en un apéndice al final del presente trabajo nos referiremos.

El estudio de los logros de la Institución, de sus fructíferas derivaciones, como fueron el Instituto Escuela, la Residencia de Estudiantes, la Junta para la Ampliación de Estudios y, sobre todo, la espléndida nómina de intelectuales que en sucesivas promociones vinieron a enriquecer a la sociedad española, haría interminable este trabajo y lo convertirían casi en una tesis doctoral, (que quizás un día nos atrevamos a acometer). Baste, para terminar, conscientes de lo mucho que queda por decir, que el espíritu de Krause, aquel filósofo de tercera categoría que Sanz del Río escoge para renovar la Universidad Española, se reveló a la luz de estos tiempos como una fecunda elección, que, a su vez, creó un nuevo espíritu pujante recogido, cultivado y transmitido por sus discípulos, especialmente por Don Francisco Giner de los Ríos, que iluminó toda una extensa época y que gracias a sus teorizaciones y a sus fructíferas realizaciones, pese a las calumnias y oscuridades que intencionadamente se han vertido sobre el Krausismo y la Institución Libre de Enseñanza, sirvió cumplidamente para formar hombres liberales, al estilo de ellos mismos y también y, sobre todo, hombres de honor cuya gallardía es ejemplo de que la educación laica –no incompatible con la religión- es capaz de formar caballeros. Al fin y al cabo un liberal y un caballero no aceptan otra servidumbre ni otra esclavitud que el respeto al honor y a la palabra empeñada.

Apéndice
Tópicos y mitos sobre el krausismo y la Institución

Hubiera sido mejor importar a Hegel que a Krause
Ya hemos visto como es una afirmación carente de fundamento. Sanz del Río eligió lo que consideró más transmisible.

Krause era un pensador sin importancia
Podemos responsabilizar de este prejuicio a Don Marcelino Menéndez Pelayo. A lo largo del texto hemos visto cómo algunas dimensiones éticas y sociales de Krause son hoy de gran modernidad.

Los krausistas son irreligiosos
También hemos visto cómo carece de fundamento este tópico. La ortodoxia oficial de su época y del régimen del 18 de julio, han contribuido a difundirla, añadiéndole inexistentes tintes de jacobinismo.

La I.L.E. es elitista
La propia izquierda ha extendido este prejuicio. Lo cierto es que la actitud vital de los hombres de la Institución es, por antonomasia, la de la otra izquierda, la burguesa: laicismo, secularización, refinamiento estético, puritanismo moral, propósitos minoritarios, inclinación al republicanismo y las formas típicas de la clase media a caballo del siglo XIX y XX (Pérez Embid, F. 1962:5). Sin embargo en aquella época en que la tasa de analfabetismo rondaba el 70%, la Institución puso en marcha numerosas acciones de educación popular y obrerista.

Son extranjerizantes
Prejuicio intolerable del casticismo oficial, de un nacionalismo de vía estrecha que consideraba que toda importación de ideas europeas, necesaria, como hemos visto, constituía un atentado contra la patria y las costumbres.

Son sectarios
Con esta afirmación insostenible, finalizamos el presente apéndice. La Institución es un monumento a la tolerancia. Los caminos por los que nos llega esta acusación son los del nacional-catolicismo.

Bibliografía

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